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A Hope el caos del aeropuerto de Nueva Delhi le pareció maravilloso. Miró a las mujeres con los saris que tan familiares le resultaban; algunas lucían el bindi. Los sonidos, los olores y las vistosas prendas que la rodeaban eran justo lo que necesitaba. Estaba tan lejos de Irlanda como le había sido posible.

La secretaria de Robert le había alquilado un coche con chófer, y estuvo muy cómoda durante las tres horas de viaje en dirección norte hasta Rishikesh. Luego tomaron una carretera más pequeña hasta el ashram donde había pasado medio año la otra vez. Se encontraba como en casa. Había reservado una habitación pequeña, solo para ella. También había solicitado pasar tiempo en compañía de los swamiji y los monjes para poder proseguir el trabajo espiritual que había iniciado la otra vez. El ashram Sivananda era un lugar sagrado.

Se le alegró el corazón cuando vio el río Ganges y las estribaciones del Himalaya donde el ashram reposaba plácidamente como un pájaro en su nido. En cuanto Hope bajó del coche, tuvo la impresión de que todo lo ocurrido durante el pasado año se desvanecía y se mezclaba con la neblina. La última vez que estuvo allí tenía el alma destrozada por la muerte de Mimi y el divorcio de Paul. Aquel ser quebrantado por los golpes de la vida había acabado de hacerse añicos en Dublín, pero en el momento en que entró en el ashram se sintió despojada de todo excepto de su esencia, que cobraba nueva vida como el fulgor de una llama en plena actividad. Había acudido al lugar apropiado.

De camino al ashram había pasado junto a varios templos antiguos, y el simple hecho de estar allí le aportaba plenitud. Esa noche ayunó para purificarse, y a primera hora de la mañana practicó yoga. Más tarde, apostada en la orilla del sagrado río Ganges, pidió a su corazón que permitiera que Finn se marchara. Lo envió corriente abajo junto con su amor y sus plegarias. Lo dejó ir. Y al día siguiente hizo lo mismo con Paul, y ya no tuvo miedo de quedarse sola.

Todas las mañanas se levantaba al amanecer, y después de practicar meditación y yoga se reunía con su apreciado maestro. Cuando le contó que se sentía destrozada por dentro, él le aseguró que eso era una bendición porque significaba que renacería con mayor fortaleza. Hope sabía que lo que le decía tenía sentido y le creyó. Pasó tantas horas con él como le fue posible. Nunca se saciaba de su sabiduría.

—Maestro, he amado a un hombre que se ha comportado de un modo muy deshonesto —le explicó un día acordándose de Finn. No se lo había podido quitar de la cabeza en toda la mañana. Ya era enero, las fiestas navideñas habían tocado a su fin y ese año le habían pasado bastante desapercibidas. Se alegró de no haber tenido que celebrarlas, y empezó el nuevo año con serenidad. Llevaba en el ashram un mes.

—Su comportamiento deshonesto a ti te sirve de lección —respondió el swamiji tras una prolongada pausa para la reflexión—. Siempre nos volvemos mejores personas cuando aquellos a los que amamos nos hieren. Nos hacen más fuertes, y cuando por fin consigues perdonarlos, las cicatrices que dejaron en ti desaparecen. —Hope todavía tenía las heridas abiertas y seguía sintiendo una gran pesadumbre. Una parte muy importante de su ser seguía amando a Finn. A lo que más le costaba renunciar era a los recuerdos de los primeros tiempos; estaba más dispuesta a olvidar el sufrimiento—. Debes agradecerle el sufrimiento de forma profunda y sincera. Te ha hecho un gran favor —dijo el swamiji. A Hope le costaba verlo de ese modo, pero esperaba lograrlo algún día.

También pensó mucho en Paul. Lo echaba de menos, le habría gustado poder hablar con él. Estaba muy presente en sus pensamientos; le tenía reservado un lugar en la memoria junto a su hija, cuyo recuerdo era ya tan dulce. Ella llevaba mucho tiempo allí.

Hope caminó en dirección a los montes. Practicaba la meditación dos veces al día y rezaba con los monjes y los demás huéspedes del ashram. A finales de febrero se sentía más serena que nunca en toda su vida. No mantenía contacto con el mundo exterior, y no lo echaba de menos en absoluto.

Se quedó atónita cuando en marzo recibió noticias de Robert Bartlett. Él se disculpó por telefonearla durante su retiro espiritual en el ashram. Los monjes la acompañaron al despacho principal para que pudiera responder a la llamada. Robert le comunicó que tenía que tomar una decisión relacionada con la casa de Irlanda. Habían recibido una oferta por el mismo precio de la compra, lo que significaba que Hope no ganaría nada. Además, estaban dispuestos a ofrecer una suma por los muebles que, aunque no estaba mal, también le suponía perder dinero. Le explicó que una joven pareja se había prendado de la casa; iban a trasladarse desde Estados Unidos. Él era arquitecto y ella, pintora; tenían tres niños y la casa les venía como anillo al dedo. Hope aceptó deseándoles que les fuera muy bien y no se preocupó por las pérdidas económicas. Quería quitarse la casa de encima cuanto antes, y era un gran alivio saber que caía en buenas manos. Robert le dijo que Finn se había marchado justo después de Navidad, y que tenía previsto trasladarse a Francia. Había alquilado un château en el Périgord.

—¿Te ha dado problemas? —preguntó Hope con cautela. No estaba segura de querer saberlo. Había pasado mucho tiempo tratando de apartarlo de su mente y ahora vacilaba a la hora de dedicarle algún pensamiento por miedo a que pudiera volver a envenenarla. Había hecho un gran esfuerzo para curarse las heridas y no quería que su recuerdo volviera a abrirlas. Todo lo relacionado con él le resultaba tóxico.

—No, se ha portado bien. Es presuntuoso y difícil de tratar, pero da igual, la cuestión es que por fin se ha marchado. ¿Cómo estás, Hope? —Se alegraba mucho de oírla. Pensaba en ella a menudo, recordaba el día que la había acompañado al aeropuerto. Se la veía menuda y frágil, pero muy valiente. La admiraba muchísimo. Se necesitaba mucho coraje para huir de la forma en que lo había hecho, para dejarlo todo atrás y salir corriendo con tal de salvar la piel. Él lo sabía muy bien.

—Estoy bien. —Se la oía feliz y libre—. Todo esto es muy bonito. No quiero volver. Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre.

—Debe de ser precioso —dijo él con nostalgia.

—Lo es. —Ella sonrió al observar por la ventana las montañas que la rodeaban, y deseó que Robert pudiera verlas a través del teléfono. El viaje desde Dublín era largo, muy largo; esperaba no tener que volver a hacer nunca ese trayecto. Estaba contenta de poder vender la casa. Robert le dijo que los nuevos propietarios se quedarían con Winfred y Katherine, y a Hope le alegró oírlo. A ambos les había escrito desde el ashram para agradecerles lo bien que se habían portado con ella y desearles suerte, y se disculpó por no haberse despedido personalmente. Durante el tiempo que conservó la casa había seguido pagándoles su salario—. ¿Cuándo te marcharás de Dublín? —preguntó a Robert. Se alegraba de hablar con él. Lo había conocido en un momento complicado, y le había salvado la vida con sus sabios consejos. Había ejercido como swamiji en Dublín, y al pensarlo se dibujó una sonrisa en su rostro.

—Dentro de dos semanas. Voy a llevar a mis hijas a Jamaica por Semana Santa, y luego me instalaré. Se me hará raro volver a trabajar en Nueva York, echaré de menos Dublín. Estoy seguro de que a ti no te trae buenos recuerdos, pero para mí ha sido muy agradable trabajar aquí todos estos años. Me siento como en casa.

—Así es como me siento yo aquí.

—¿Cuándo regresarás? —preguntó él.

—Todavía no lo sé. He rechazado varios trabajos. Creo que Mark se está poniendo frenético, pero no tengo ninguna prisa por volver a casa. A lo mejor en verano. El monzón empieza en julio, y entonces ya no se está tan bien aquí. Igual voy a Cabo Cod. —Ya le había hablado de la casa que tenía allí.

—Nosotros iremos a Martha’s Vineyard. A lo mejor podríamos coger un barco e ir a verte.

—Me encantaría. —Robert le había hablado de sus hijas. Una era bailarina, como Mimi, y la otra estudiaba medicina. Recordó las conversaciones durante los extraños días anteriores a su partida hacia Nueva Delhi. Ahora todo aquello se le antojaba surrealista. Lo único que seguía pareciéndole real eran los primeros meses de felicidad junto a Finn. Era un auténtico sueño convertido en pesadilla. Se preguntó quién sería su próxima víctima, en el Périgord o en alguna otra parte.

Robert le prometió mantenerla informada sobre la venta. Y al cabo de una semana recibió un fax. La habían comprado por el mismo importe que había pagado ella. Blaxton House ya no le pertenecía. Sintió un gran alivio. Había cortado el último cabo que la ataba a Irlanda y a Finn O’Neill. Era libre.

Hope permaneció en el ashram hasta finales de junio. El monzón se acercaba, y saboreó cada uno de los últimos días como si fueran un gran regalo. Esa vez había hecho un poco de turismo por la región junto con otros huéspedes del ashram y había descubierto lugares muy bonitos. Hizo un recorrido en barco por el Ganges. Se había bañado en él muchas veces para purificarse, y había vuelto a hacer fotos espectaculares de los tonos rosas y anaranjados que teñían el ashram y el río. Los últimos meses se vestía con saris. Le sentaban muy bien, y junto con el negro azabache de su pelo le conferían un aspecto muy hindú. Su maestro le regaló un bindi, y le encantaba lucirlo. Se sentía muy cómoda allí. Los días anteriores a su partida se sentía muy triste, y en la última jornada pasó muchas horas con su swamiji favorito. Era como si deseara empaparse de toda esa sabiduría y esa bondad para llevarlas siempre consigo.

—Algún día regresarás, Hope —dijo él con sensatez. Ella deseaba que tuviera razón. Aquel había sido su santuario durante seis meses. El tiempo volaba.

La última mañana estuvo rezando largo rato hasta que salió el sol, y también practicó meditación. Sabía que iba a dejarse allí parte del alma, pero, tal como esperaba, a cambio se había reencontrado con todo aquello que había perdido de sí misma. Su maestro tenía razón. La estancia en el ashram le había curado las heridas, y más rápido de lo que esperaba. Volvía a sentirse en paz consigo misma, y su nueva identidad era más fuerte y mejor, más sabia y, sin embargo, también más humilde. Estar allí la hacía sentirse pura. No concebía el regreso a Nueva York. Pero, antes de reincorporarse del todo en septiembre y volver al trabajo, pensaba pasar dos meses en Cabo Cod.

Cuando abandonó el ashram, el chófer cruzó la aletargada población de Rishikesh. Hope quería aferrarse a cada momento, a cada imagen. Llevaba la cámara colgada al hombro, pero no la utilizó. Solo deseaba contemplar cómo aquel paisaje que tanto amaba se deslizaba por la ventanilla. Llevaba muy pocas cosas encima, tan solo los saris con los que solía vestirse allí y uno especial de color rojo que había comprado para cuando asistiera a alguna fiesta. Era más bonito que ninguno de sus vestidos. Robert le había enviado la cámara de fotos cuando recuperó sus pertenencias de la casa de Irlanda. Siguiendo las instrucciones de Hope, el resto lo mandó a su piso de Nueva York. En el ashram había sido muy feliz sin apenas posesiones que le pesaran.

Se sentía ligera y libre cuando subió al avión en Nueva Delhi. El vuelo de regreso hizo escala en Londres, y aprovechó para comprar cuatro cosas en el aeropuerto. Aquel viaje no tenía como finalidad adquirir objetos, sino reencontrarse consigo misma; y lo había logrado. En el último vuelo de regreso a casa pensó que por fin, después de tanto tiempo, se sentía plena, posiblemente más que nunca en toda su vida.