Hope se despertó a las cinco de la madrugada, cuando el viento estampó la rama de un árbol contra la ventana. La tormenta estaba en pleno apogeo. Finn no había oído nada, y Hope se sentía como si le hubieran arrancado el corazón después de abrirla en canal. Al instante se espabiló y recordó lo que había ocurrido la noche anterior. Todo. Cada palabra. Cada sonido. Cada insinuación. Cada detalle de la historia de Finn sobre la joven esposa muerta a manos del pobre diablo. Comprendía todas las implicaciones, todo lo que había hecho y lo que él le había hecho a ella durante la noche, no solo a su cuerpo, también a su mente. Le había lavado el cerebro. Y cada centímetro de su ser clamaba porque acabara con aquello. Le había vendido el alma al diablo, o pensaba hacerlo; un diablo que dormía plácidamente a su lado. Finn estaba exhausto a causa de las acrobacias sexuales que habían terminado hacía apenas dos horas. Hope seguía dolorida, y sabía que lo estaría varios días. Y de repente, al pensar en todo eso, se dio cuenta de que, si quedarse sola algún día era malo, lo que le estaba ocurriendo era lo peor que podía sucederle. Aquello que acababa de pactar y con lo que había vivido durante los últimos meses era peor que estar muerta. La noche anterior había comprado un billete con destino al infierno, y al pensarlo recordó todo lo que Robert Bartlett le había dicho… «Confíe en su intuición, y si ocurre algo… márchese volando. Salga de allí, Hope. Salga de allí a toda pastilla».
Hope salió de la cama con el máximo sigilo. Tenía que ir al cuarto de baño, pero no se atrevía. Encontró su ropa interior en el suelo, junto con el vestido que había llevado durante la cena y un jersey de Finn. No vio los zapatos, pero cogió el bolso y, descalza, se escabulló por la mínima rendija de la puerta del dormitorio. Bajó corriendo la escalera rezando para que no crujiese; por suerte, el viento y los ruidos de la tormenta eran muy fuertes y ahogaban todo lo demás. No se volvió a mirar atrás ni una sola vez por miedo a descubrir que Finn la estaba observando desde la puerta; pero nadie se interpuso en su camino. Él dormía profundamente y seguiría haciéndolo durante varias horas. Encontró un abrigo colgado en una percha junto a la puerta trasera, y también las botas que utilizaba para trabajar en el jardín. Dio la vuelta a la llave y salió corriendo en plena noche, respirando el aire gélido a grandes bocanadas. Tenía frío y le costaba mucho correr con las botas, pero no le importaba. Estaba haciendo lo que Robert le había dicho, huir para salvar la vida… Buscar la libertad… En el instante en que se despertó supo que, si no lo hacía, Finn la mataría. Se lo había dejado bien claro por la noche, y no le cupo la más mínima duda de que lo cumpliría. Dos mujeres habían muerto por su culpa, estaba segura, y no quería ser la tercera. Le daba igual quedarse sola para siempre. Ahora eso ya no le importaba. No le importaba nada. Excepto marcharse de allí.
Caminó kilómetros y kilómetros en mitad de la tormenta, con la nieve cubriéndole los hombros. Las piernas se le estaban helando con aquel vestido tan fino, pero no le importaba. Tenía el pelo pegado a la cabeza. Dejó atrás casas e iglesias, granjas y establos, y un perro ladró al verla pasar. A ratos corría y a ratos caminaba, y una vez tropezó por la falta de luz. Pero nadie la siguió. No sabía qué hora era, y aún estaba oscuro cuando llegó a un pub de las afueras de Blessington. Estaba cerrado, pero detrás había una leñera. Entró y cerró la puerta. No había visto ni un alma por el camino, pero seguía temiendo que Finn abriera de golpe la puerta, la arrastrara hasta su casa y se la cargara. Temblaba mucho, y no solo por culpa del frío y la tormenta. Sabía que solo la Divina Providencia y las palabras de Robert la habían arrancado de las garras de la muerte. Rebuscó en su bolso; abrió la puerta de la leñera lo imprescindible para poder ver a la luz de una farola, y por fin encontró el papelito diminuto que buscaba. Finn había hecho trizas aquel en el que había anotado los números de teléfono de Robert, pero Mark también los había apuntado en la hoja de un cuaderno que le entregó cuando aún estaba en Nueva York. No lo recordó hasta ese momento. Entonces, con las manos heladas y temblorosas, sacó del bolso su teléfono. En la hoja estaba anotado el número del móvil de Robert. Lo tecleó y esperó el tono de llamada. Robert contestó con la voz enronquecida por el sueño, y no reconoció a Hope por lo mucho que le castañeteaban los dientes.
—¿Quién es? —gritó al auricular. Se oían unos pitidos estridentes por culpa del viento, y temió que se tratara de una de sus hijas. En Irlanda eran poco más de las seis de la mañana, la una de la madrugada en la costa Este de Estados Unidos, donde ellas se encontraban.
—S… soy Hope —respondió ella dando fuertes sacudidas. Le costaba incluso articular su propio nombre, y apenas tenía un hilo de voz—. E… e… est… toy f… fuera. —Pronunciaba de forma entrecortada, pero Robert la reconoció enseguida y se despertó de golpe. Parecía que hubiera sufrido un shock.
—¿Dónde está? Dígamelo. Llegaré lo más rápido posible. —Solo deseaba que Finn no la encontrara antes.
—En T… t… the Wh… h… h… ite Horse, el p… p… pub de B… B… Bless… sington, al s… sur de la p… p… población. En l… la leñ… ñera —dijo, y se echó a llorar.
—Aguante, Hope. Está a salvo. No le ocurrirá nada. Voy inmediatamente. —Saltó de la cama, se vistió en un momento y al cabo de cinco minutos se había subido al coche y se dirigía a toda velocidad hacia el sur de Dublín por la carretera desierta y resbaladiza. Solo podía pensar en que Hope le recordaba a sí mismo la noche en que Nuala lo apuñaló. Ese fue el punto de inflexión, nunca más volvió con ella, aunque sabía que otros lo habían hecho en condiciones similares o peores. Entonces pensó que podría estar herida. Por lo menos sabía que seguía con vida.
La carretera estaba helada y tardó cincuenta minutos en llegar. Para entonces eran las siete de la mañana, y en el cielo empezaba a aparecer una tenue luz grisácea. Seguía nevando, pero consiguió llegar al sur de Blessington y estuvo dando vueltas buscando el pub The White Horse. De repente, lo vio. Saltó del coche, rodeó el edificio y encontró la leñera en la parte de atrás. Esperaba que Hope siguiera allí y que Finn no hubiese dado con ella. Se dirigió a la puerta, la abrió un poco y no vio a nadie, pero entonces miró al suelo y la vio hecha un ovillo, empapada, con el vestido pegado a las piernas y la mirada llena de terror. Ella no se levantó al verlo; permaneció tal cual, mirándolo. Robert se inclinó sobre ella con suavidad y la ayudó a incorporarse; y en cuanto estuvo de pie, Hope empezó a sollozar. Ni siquiera podía hablar cuando él la cubrió con su abrigo y la guio hasta el coche. Estaba helada hasta la médula.
Seguía sollozando cuando al cabo de una hora llegaron a Dublín. En el camino de vuelta, Robert condujo más despacio. Dudaba de si acompañarla al hospital para que le hicieran una revisión o llevársela a casa y sentarla frente a la chimenea con una gruesa manta. Se la veía aterrorizada y no pronunció palabra. Robert no tenía ni idea de lo que había ocurrido ni de lo que Finn le había hecho, pero no se le veían golpes ni heridas; solo tenía maltrechos el corazón y la mente. Sabía que Hope tardaría mucho tiempo en volver a sentirse bien, pero por cómo le había hablado estaba seguro de que sobreviviría, e incluso de que se recuperaría, daba igual el tiempo que le costara. Robert había tardado varios años.
Le preguntó si quería ir al hospital, y ella negó con la cabeza, así que la llevó a su casa y cuando llegaron la desvistió con delicadeza, tal como había hecho con sus hijas cuando eran pequeñas. La secó con toallas mientras ella seguía llorando, y luego le ofreció uno de sus pijamas, la arropó con una manta y la acostó en su cama. Más tarde, ya en pleno día, avisó al médico para que fuera a echarle un vistazo. Aún se adivinaba el temor en su mirada, pero había parado de llorar.
—No permitas que él me encuentre. —Fue todo cuanto le dijo a Robert cuando el médico se marchó.
—No lo haré —prometió él. Hope lo había dejado todo atrás y había hecho lo que Robert le había recomendado: huir y salvar el pellejo. Tenía la completa certeza de que, si no, antes o después habría muerto.
Robert esperó al día siguiente para hablar con ella, y Hope le contó todo lo que había ocurrido. Le repitió cada palabra que Finn le había dicho; le habló de cómo la había presionado para que le diera el dinero y de la historia que se había inventado, y a Robert tampoco le pasaron por alto las implicaciones. Finn había estado a punto de salirse con la suya, pero la gallina de los huevos de oro se había escapado durante la noche. Al cabo de pocas horas de haberse marchado, él ya la estaba llamando al móvil con insistencia. Se despertó temprano a causa de la tormenta y vio que no estaba en casa, y como no cogía el teléfono empezó a enviarle mensajes. En todos le decía que la encontraría, que hiciera el favor de volver; al principio le decía que la quería, pero cuando vio que seguía sin contestarle, los mensajes se convirtieron en amenazas patentes. Hope hizo caso omiso, y al final Robert se llevó el móvil para que no leyera ningún mensaje más, porque cada vez que recibía uno nuevo empezaba a dar fuertes sacudidas. Robert le cedió su habitación y él durmió en el sofá.
Al segundo día le preguntó adónde quería ir, qué quería hacer y qué planes tenía con respecto a la casa. Ella lo pensó un buen rato. Una parte de sí seguía amando al Finn que había conocido, y sabía que ese sentimiento tardaría mucho tiempo en extinguirse. La historia no había acabado aún. Nunca olvidaría ni dejaría de querer al hombre de los primeros nueve meses, pero el monstruo en el que se había convertido había estado a punto de arrebatarle el alma y le habría costado la vida. Ya no le cabía la más mínima duda.
—Aún no sé qué hacer con la casa —respondió con tristeza. En esas condiciones le costaba mucho tomar cualquier decisión importante. Seguía demasiado afectada por todo lo ocurrido.
Robert la miró con serenidad. Necesitaba a alguien que le hiciera de guía para encontrar la salida del lóbrego bosque en el que se encontraba.
—Finn te amenazó con matarte. Esa historia no era el argumento de ninguna novela, era un mensaje dirigido a ti. —Hope le había explicado a Robert todos los detalles.
—Ya lo sé —dijo con lágrimas en los ojos—. Ese hombre también se cargó al bebé que la mujer llevaba en el vientre para quedarse con todo el dinero. —Hablaba de los personajes como si fueran de carne y hueso, porque para ella aquella historia se había convertido en algo más que una simple parábola; aunque al final había comprendido bien el significado que se desprendía de ella.
—En mi opinión, deberías darle un mes para que haga las maletas y se marche. La gente como él siempre vuelve a la carga. Siguen contando mentiras y acaban buscando otra víctima a quien exprimir; en menos que canta un gallo ya han aparecido en otra parte —aseguró Robert. Estaba seguro de que Finn también lo haría—. ¿Serás capaz de eso? Le das un mes para que haga planes y se largue. —Robert habría preferido echarlo de una patada en el culo al día siguiente, pero sabía que para Hope sería demasiado violento.
—De acuerdo —convino ella.
—Un día de esta semana me acercaré por allí para recuperar tus cosas.
—¿Y si te sigue hasta aquí? —preguntó Hope, de nuevo aterrorizada, y él lo pensó mejor. Hope sabía que Finn no tenía los teléfonos de Robert porque lo había visto romper el papelito en mil pedazos y, además, no paraba de enviarle mensajes al móvil a pesar de que ella no contestaba. El aparato seguía en poder de Robert. Más tarde se lo devolvió y la vio leyendo todos los mensajes desesperados que Finn le había escrito; cuando por fin lo apagó, se echó a llorar. Era horrible lo mucho que afectaba a un ser humano enamorarse de alguien así. Él había pasado por lo mismo cuando por fin se decidió a abandonar a su esposa. No tenía elección. Existían personas que durante su juventud habían sido abducidas por seres de otro planeta; las destruían, las convertían en autómatas de mente retorcida, y luego los devolvían a la Tierra para que se dedicaran a destruir otras vidas. No tenían alma ni conciencia, y estaban muy perturbados.
Hope temía que Finn recorriera Dublín palmo a palmo hasta encontrarla, y Robert era consciente de que cabía esa posibilidad. Un sociópata no tenía límites cuando se trataba de recuperar a su víctima. Por eso pidió a Robert que fuera de compras en su lugar tras explicarle las tallas que usaba, y él volvió con ropa suficiente para unos cuantos días. Hope aún no había decidido qué iba a hacer, pero sabía que Finn también podía ir a buscarla a Nueva York o a Cabo Cod. No le costaría nada subirse a un avión con tal de dar con ella. Y sus mensajes mostraban cada vez más desesperación; alternaban las frases cariñosas con las amenazas. Cuando un sociópata perdía a su víctima, igual que cualquier agresor, se volvía loco tratando de encontrarla para torturarla de nuevo. Robert también se había visto en esa situación. Su exmujer estaba igual de desesperada que Finn, pero la última vez que la dejó ella no consiguió hacerlo volver. Quería que esa fuera la última vez para Hope, y ella le aseguró que lo sería. Por muchos sentimientos que albergara hacia él, sabía que no tenía opción. Había estado a punto de no contarlo. Si él no la hubiera matado, ella misma se habría quitado la vida, no le cabía duda. Recordó todo lo que había pasado por su cabeza la noche anterior, y al saber que había vendido su alma, habría recibido a la muerte con los brazos abiertos, o incluso habría ido a buscarla.
Robert también le llevó comida; Hope tenía demasiado miedo para poner un pie en la calle. Estaban cenando en la cocina cuando él volvió a preguntarle con tacto adónde creía que le gustaría ir. Ella llevaba todo el día dándole vueltas a una idea, y, puesto que no quería regresar a Nueva York ni a Cabo Cod de momento, le pareció la mejor opción. No deseaba esconderse en una ciudad extraña, y no había forma de saber cuánto tiempo estaría Finn buscándola ni a qué límites llegaría su desesperación. Tampoco quería dar pie a la tentación de volver a verlo. Cada vez que leía alguno de los mensajes cariñosos que le había escrito para hacerla caer en la trampa, se le partía el corazón y se echaba a llorar. Pero tenía muy claro que el hombre que los escribía no era el mismo al que encontraría si regresaba. Le había arrancado la máscara definitivamente, y tal como decían quienes lo habían conocido, era muy peligroso. Era todas las cosas que decían de él, y otras mucho peores.
Pidió a la secretaria de Robert que le reservara un vuelo a Nueva Delhi. Era el único lugar al que deseaba ir, y sabía que allí recuperaría su verdadero yo, igual que la otra vez. Quería esconderse, pero también necesitaba volver a conectar consigo misma. Aún se echaba a temblar cada vez que sonaba el teléfono, y se le paraba el corazón siempre que Robert entraba en casa. La aterraba que pudiera ser Finn.
El vuelo a Nueva Delhi salía a última hora del día siguiente, dos días después de la madrugada en que había caminado hasta Blessington en plena ventisca. Después de cenar le estuvo hablando a Robert del ashram, y a él le pareció muy buena idea. Quería que estuviera lo más lejos posible de Finn. Cuando se hubiera marchado, él mismo pensaba ir a Blaxton House a entregarle la orden de desalojo. Tenía treinta días para marcharse; y, tras darle vueltas, Hope decidió que después vendería la casa. No quería volver a verla, le recordaba demasiado a Finn y sabía que tenía que zanjar ese episodio de su vida de una vez por todas.
El día que iba a partir hacia Nueva Delhi llamó a Mark Webber y le explicó lo ocurrido. Él le preguntó si había llamado a Robert Bartlett y ella le contó que se hospedaba en su casa y que se había portado de maravilla con ella, aunque no le dijo que le había resultado de especial ayuda porque había estado casado con una sociópata. Mark se alegró de saber que estaba en buenas manos. Ella le explicó que tenía previsto regresar al ashram Sivananda, en Rishikesh, donde ya había estado, y a él le pareció una idea excelente. Las fotografías que correspondían a su estancia allí eran las más bellas que había hecho jamás, y el lugar ya le había devuelto la salud una vez. Le pidió que mantuviera el contacto, y ella le prometió que lo haría.
Y luego, temblando de pies a cabeza, llamó a Finn. Tenía que despedirse de él. Necesitaba rematar el asunto, y no podía marcharse sin hablar con él, aunque solo fuera para decirle que lo amaba y que sentía no poder volver a verlo. Le parecía lo justo. Pero «justo» no formaba parte del vocabulario de Finn.
—Es por el dinero, ¿verdad? —dijo.
—No, es por todo menos por eso —respondió ella sintiendo que se le partía el alma al hablar con él. Oír su voz le desgarraba las entrañas y le recordaba la agonía que había sufrido en sus manos—. Lo que me pedías no estaba bien, no podía hacerlo. La otra noche me asustaste mucho con tu historia. —Lo había hecho a propósito, para obtener lo que quería de ella.
—No sé de qué me estás hablando. No era más que el argumento de una nueva novela, por el amor de Dios. Lo sabes perfectamente. ¿De qué coño va todo esto? —Iba de salvar el pellejo. En aquel momento Hope lo vio claro, y ahora, a pesar de aquella voz familiar y la insistencia de Finn por negarlo, también lo veía.
—No era solo un argumento, era una amenaza —repuso Hope; estaba empezando a recuperar su personalidad.
—Estás enferma. Tienes miedo; eres una paranoica y una neurótica, y te lo estás cargando todo tú solita —la amenazó.
—Es posible —admitió ella, no solo ante él, también ante sí misma—. Lo siento —dijo, y su voz denotaba algo que dejó preocupado a Finn. La conocía bien. Estaba acostumbrado a hacer lo que quería con los demás a fuerza de descubrir sus puntos débiles y cómo manipularlos. Pero en la voz de Hope había cierto matiz de disculpa.
—¿Qué harás con la casa?
—Tienes treinta días —respondió ella con voz ahogada—. Luego la pondré a la venta. —Finn no tendría más remedio que marcharse a menos que quisiera comprarla, y eso era imposible. Todos sus planes para estafarle el dinero se habían frustrado. Le había enseñado las cartas a su adversario muy pronto y había hecho una apuesta demasiado alta. Estaba tan seguro de sí mismo que había llevado demasiado lejos sus planes maquiavélicos—. Lo siento, Finn —volvió a decir ella, y justo después oyó sus tres últimas palabras.
—¡Eres una puta! —la insultó, y cortó la comunicación. Esas palabras eran su último regalo, y facilitaban que Hope se atuviera a su decisión.
Esa noche Robert la acompañó al aeropuerto, y ella volvió a agradecerle todo lo que había hecho por ella, incluido el prestarle su cama y el darle buenos consejos.
—Ha sido un placer conocerte, Hope —dijo él mirándola con amabilidad. Era un hombre muy honrado, y se habían hecho buenos amigos. Él nunca olvidaría lo asustada que estaba cuando la encontró en la leñera de Blessington, y ella siempre tendría presente aquella mirada amable—. Espero que volvamos a vernos. Tal vez cuando los dos estemos instalados en Nueva York. ¿Cuánto tiempo tienes previsto quedarte en la India?
—El que necesite. La otra vez fueron seis meses. No sé si ahora me quedaré más tiempo o no. —De momento, no se planteaba volver. Y no quería poner nunca más los pies en Irlanda. No regresaría allí en su vida. Temía que las pesadillas le duraran años.
—Creo que te recuperarás bien. —En opinión de Robert, había hecho grandes progresos en los últimos dos días. De aquella mujer con la voluntad anulada estaba empezando a emerger la esencia de su verdadera identidad. Era más fuerte de lo que parecía, y había atravesado momentos peores, aunque ese último había sido realmente crítico. Enamorarse de un sociópata es una experiencia que no se olvida jamás si se tiene la suerte de poder contarla. Lo peor de todo es que al principio parecen muy humanos y a veces se muestran frágiles y malheridos, pero cuando te agachas para tenderles la mano, te echan de cabeza al río y, si pueden, te ahogan. Los instintos asesinos no tienen curación. Robert se alegraba de que Hope estuviera a punto de marcharse lo más lejos posible, y por cómo lo había descrito, el lugar adonde iba parecía el paraíso. Esperaba que la acogiera como tal.
Se abrazaron, y luego ella se dirigió al puesto de seguridad con la pequeña maleta llena de prendas compradas por él.
—Cuídate, Hope —le recomendó sintiéndose igual que cuando enviaba a sus hijas de colonias.
Ella volvió a darle las gracias, y mientras Robert se dirigía a buscar su coche estacionado en el aparcamiento, supo que, ocurriera lo que ocurriese, Hope se recuperaría. Poseía una vitalidad y una luz interior que ni siquiera un hombre como Finn O’Neill podía apagar.
Ya estaba en casa, sentado frente al fuego pensando en Hope y en su propia experiencia con su exmujer, cuando el avión despegó rumbo a Nueva Delhi. Hope cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, dando gracias a Dios por encontrarse a salvo. Y entonces se preguntó cuánto tardaría en dejar de amar a Finn. No conocía la respuesta a esa pregunta, pero sabía que ese día tenía que llegar. Cuando la azafata le entregó el periódico, Hope miró la fecha. Hacía justo un año que se habían conocido. Todo había empezado justo un año atrás, y ya había acabado. En ello se percibía una simetría, una perfección. Como la de una burbuja de aire que flota en el espacio. La vida que había compartido con Finn formaba parte del pasado. Al principio había sido una experiencia bonita; al final, una historia de terror. Mientras volaban entre las nubes que cubrían Dublín, miró el cielo y vio las estrellas. Y al observarlas tuvo la certeza de que, por muy destrozada que se sintiera por dentro, su alma había vuelto a ocupar aquel cuerpo y un día volvería a gozar de plenitud.