Cuando Hope llegó al aeropuerto, el vuelo con destino a Londres se preveía ya con dos horas de retraso. Llevaba las cámaras en el equipaje de mano, y estuvo sentada leyendo en la sala destinada a los pasajeros de primera clase hasta que anunciaron el embarque. Había empezado otra novela de Finn O’Neill y quería leerla durante el viaje. De nuevo estaba nevando, y cuando los pasajeros ya habían entrado en el avión tuvieron que retirar el hielo acumulado en el aparato. En total, tardaron casi cuatro horas más de lo previsto en despegar, después de haberse pasado dos de espera a bordo. A Hope no le importaba demasiado, siempre dormía durante los viajes largos. Pidió a la azafata que no le sirviera la comida y le dijo a qué hora quería que la despertara, exactamente cuarenta minutos antes de aterrizar en Heathrow. Así le daría tiempo de tomar un café y un cruasán antes de que iniciaran el descenso, y también de lavarse los dientes y cepillarse el pelo. Era todo cuanto necesitaba para estar en condiciones de pasar por el puesto de control y llegar hasta el hotel.
Como siempre, Hope durmió profundamente durante el vuelo, y luego se alegró de comprobar que aterrizaban sin dificultades a pesar de la niebla matutina. Al final el retraso jugó a su favor y dio margen para que el cielo invernal se despejara. Tal como estaba previsto, el coche del hotel Claridge’s la estaba esperando cuando cruzó la aduana con la bolsa que con tenía las cámaras. Ya había alquilado todo el material que necesitaba, se lo entregarían esa misma tarde en el hotel. A la mañana siguiente se encontraría con el cliente en su casa. Primero quería tomarse un poco de tiempo para conocerlo, y por la tarde harían la sesión de fotos.
De momento todo parecía fácil y avanzaba de acuerdo con el plan, y, puesto que había dormido bastante en el avión, cuando el vehículo entró en la ciudad estaba completamente despierta. Se sintió feliz al contemplar la habitación del hotel. Era una de las suites más bellas del Claridge’s, pintada de un rojo coral intenso, con telas de estampados florales, muebles antiguos de estilo inglés y láminas enmarcadas colgadas en las paredes. Resultaba cálida y acogedora, y en cuanto se hubo instalado se dio un baño. Pensó en llamar a Paul, pero prefirió esperar a haberse entrevistado con Finn para decidir de cuánto tiempo libre disponía. En caso necesario, podían verse el último día si Paul estaba en la ciudad. Cerró la mente a todos los pensamientos relacionados con los primeros tiempos juntos, no quería pensar en ello, así que se deslizó en la bañera y cerró los ojos. Quería salir a dar un paseo en cuanto se hubiera vestido y comido un poco. Para cuando terminó con el baño, en Londres ya eran las dos de la tarde. Acababa de llamar al servicio de habitaciones para encargar que le subieran una tortilla y un tazón de sopa cuando recibió el material que había alquilado, y a continuación la telefoneó la ayudante a la que habían contratado, por lo que se le hicieron las cuatro antes de salir del hotel.
Dio un largo y rápido paseo hasta New Bond Street y se detuvo a mirar todos los escaparates, decorados con vistosos adornos. Todos los interiores de las tiendas en los que se fijaba estaban saturados de clientes. Era el período álgido de las compras navideñas. Ella no tenía a nadie a quien hacer regalos; a Paul ya le había enviado una fotografía enmarcada desde Nueva York, y a Mark le había ofrecido una caja de buen vino francés. Hacia las seis de la tarde regresó al hotel, y en cuanto hubo puesto los pies en la habitación la llamó Finn O’Neill. Tenía una profunda voz masculina que sonaba algo ronca. Le preguntó cuál era su nombre, y entonces sufrió un arrebato de tos. Parecía muy enfermo.
—Me estoy muriendo —anunció cuando paró de toser—. No podremos vernos mañana por la mañana. Además, no quiero contagiarle el resfriado. —Era muy amable por su parte al preocuparse por eso, ella tampoco deseaba caer enferma, pero detestaba perder un día de trabajo. En Londres no tenía nada más que hacer, excepto ver a Paul.
—Se le oye fatal —dijo ella en tono compasivo—. ¿Lo ha visitado algún médico?
—Me han dicho que pasaría a verme hace un rato, pero de momento no ha venido nadie. Lo siento de veras. Ha sido muy amable por su parte viajar hasta Londres. A lo mejor si mañana me quedo en cama, al día siguiente estoy en condiciones de recibirla. ¿Tiene prisa por volver? —Parecía preocupado, y Hope sonrió.
—No pasa nada —respondió con calma—. Puedo quedarme el tiempo necesario hasta que hayamos terminado el trabajo.
—Espero que disponga de un buen maquillador. Estoy hecho un asco —dijo en un tono muy infantil y autocompasivo.
—Seguro que quedará bien en las fotos, se lo prometo. Todo depende del juego de luces —lo tranquilizó—. Además, siempre podemos usar un aerógrafo. Usted procure mejorarse. Tome caldo de pollo —le recomendó, y él se echó a reír.
—No quiero parecer el abuelo de Georgia O’Keeffe en el libro.
—Eso no pasará. —El hombre era toda una figura. Había buscado información sobre él en internet y había descubierto que tenía cuarenta y seis años, y entonces recordó su aspecto. Tenía muy buena planta. Y su voz sonaba joven y llena de energía, a pesar de estar enfermo.
—¿Se encuentra a gusto en el hotel? —preguntó, y la respuesta parecía interesarle de veras.
—Estoy bien —volvió a tranquilizarlo.
—De verdad le agradezco que haya venido hasta aquí con tan poco tiempo de margen. No sé en qué estaba pensando mi editor, se les había olvidado que necesitaban un retrato para el libro y me lo han comunicado esta misma semana. Es de locos, y más teniendo en cuenta que estamos en Navidad. Les pedí que se pusieran en contacto con usted, pero no creía que viniera.
—No tenía ningún otro plan. Pensaba pasar unos días en Cabo Cod, y de hecho es más divertido estar aquí.
—Eso es cierto —convino él—. Yo vivo en Irlanda, pero en esta época del año también es bastante deprimente. Tengo una casa en Londres, y siempre que no estoy escribiendo me alojo aquí. ¿Ha estado alguna vez en Irlanda? —preguntó con un interés repentino, y sufrió otro arrebato de tos.
—Hace mucho tiempo —reconoció—. Es un país muy bonito, pero han pasado bastantes años desde la última vez que lo visité. Y lo prefiero en verano.
—Yo también, pero sus inviernos lluviosos y amenazadores me vienen de perlas para escribir… —Soltó una carcajada—. Y su sistema tributario me va bien para la economía. En Irlanda los escritores no pagamos impuestos, lo cual es fantástico. Hace dos años adopté la nacionalidad irlandesa. Para mí es perfecto —dijo en tono satisfecho, y Hope se echó a reír.
—Parece un buen negocio. ¿Su familia era irlandesa? —A juzgar por su apellido, Hope supuso que debía de ser así. Le resultaba agradable charlar con él, y era una buena oportunidad para conocerlo mejor, aunque fuera por teléfono. Cuanto más hablaran, más cómodo se sentiría ante ella cuando por fin se encontraran y se pusieran a trabajar.
—Mis padres eran irlandeses, nacieron en Irlanda; pero yo nací en Nueva York. Claro que el hecho de que ellos fueran de allí hizo que me resultara más fácil adaptarme. Al principio conservaba la doble nacionalidad, pero acabé renunciando al pasaporte estadounidense. Me pareció lo más sensato ya que me apetece más vivir en Irlanda. Hay casas fabulosas, y los paisajes son preciosos a pesar del mal tiempo. Tiene que venir a visitarme alguna vez. —Era normal que la gente dijera esas cosas, pero Hope no creía que llegara a hacerlo. De hecho, en cuanto tuviera listo el retrato para la solapa del libro, era poco probable que volvieran a verse, a menos que fuera para otra sesión de fotos.
Charlaron un rato más, y él le habló del argumento de su novela. Trataba de un asesino en serie y estaba ambientada en Escocia. Era bastante sobrecogedora, pero daba algunos giros interesantes, y Finn le ofreció regalarle un ejemplar cuando el libro estuviera listo. Dijo que estaba dándole los últimos retoques. Ella le deseó que se mejorara y quedaron en encontrarse al cabo de dos días para darle tiempo de recuperarse del resfriado. Después de eso, Hope decidió telefonear a Paul. No tenía ni idea de si estaba en Londres, pero supuso que valía la pena intentar ponerse en contacto con él. Tras dos señales de llamada, él descolgó el auricular, y pareció contento y sorprendido de oírla. Hope notó el familiar temblor de su voz. Con los años le había cambiado el timbre, y a veces tenía dificultades para pronunciar las palabras.
—¡Qué agradable sorpresa! ¿Dónde estás? ¿En Nueva York?
—No —se limitó a responder ella sonriendo en silencio—. Estoy en Londres. He venido por trabajo y solo me quedaré unos días. Tengo que retratar a un escritor para la solapa de su libro.
—Creía que ya no te dedicabas a esas cosas, después del éxito de tu última exposición de gran formato —respondió él en tono caluroso. Siempre se había sentido orgulloso de su trabajo.
—Sigo aceptando encargos comerciales de vez en cuando, para no perder la práctica. No puedo dedicarme solo a la fotografía artística. Lo divertido es hacer cosas diferentes. Voy a retratar a Finn O’Neill.
—Me gustan sus novelas —dijo Paul. Parecía impresionado y contento de veras por la llamada, se le notaba en la voz.
—A mí también. Está resfriado y hemos retrasado un día la sesión. Me preguntaba si estabas en la ciudad y si te apetecería que comiéramos juntos mañana.
—Me encantaría —se apresuró en responder—. Pasado mañana me voy a las Bahamas. Aquí hace demasiado frío. —Paul poseía un bonito barco y en invierno siempre navegaba por el Caribe. Pasaba mucho tiempo a bordo, era su forma de evadirse del mundo.
—Me alegro de haberte llamado.
—Yo también de que lo hayas hecho. —Convinieron en quedar para comer en el hotel al día siguiente. Hope no le había preguntado cómo estaba. Lo juzgaría por sí misma cuando lo viera, y a él no le gustaba hablar de su enfermedad.
Ese otoño Paul había cumplido sesenta años, y llevaba diez luchando contra el Parkinson, que había cambiado por completo la vida de ambos, sobre todo la de él. Justo después de cumplir los cincuenta, había empezado a sufrir temblores. Al principio se negaba a verlo, pero puesto que era cirujano cardiólogo no pudo ocultarlo durante mucho tiempo. No le quedó más remedio que retirarse al cabo de seis meses. Y entonces su mundo y el de Hope se vinieron abajo. Siguió impartiendo clases en Harvard durante cinco años, hasta que tampoco con eso pudo seguir. A los cincuenta y cinco años abandonó toda actividad profesional, y fue entonces cuando empezó a beber. Estuvo dos años ocultándoselo a todo el mundo, excepto a ella.
Lo único sensato que hizo durante ese tiempo fue invertir dinero con mucho acierto en dos empresas que fabricaban equipos quirúrgicos. Había sido consejero en una de ellas, y las inversiones le devengaron las mayores ganancias de toda su vida. Una de las empresas empezó a cotizar en bolsa, y cuando dos años después de retirarse vendió sus acciones, ganó una fortuna y se compró el primer barco. Pero la bebida mantenía la vida del matrimonio en una especie de cuerda floja, y el Parkinson cada vez iba limitando más y más a Paul, hasta que apenas era capaz de valerse por sí mismo. Cuando no se encontraba mal, estaba borracho, o las dos cosas. Al final ingresó en un centro de rehabilitación de alcohólicos que le recomendó uno de sus colegas de Harvard. Pero para entonces el universo de la pareja se había desmoronado. No les quedaba nada, ningún motivo para estar juntos, y Paul decidió divorciarse. Hope se habría quedado a su lado para siempre, pero él no estaba dispuesto a permitirlo.
Como médico, sabía mejor que nadie lo que le esperaba, y se negó a hacer pasar a Hope por ello. Lo del divorcio fue una decisión completamente unilateral, no le dejó elección. Los trámites se habían completado hacía dos años, después de que Hope regresara de su estancia de varios meses en la India. A partir de entonces, trataron de no volver a hablar de su matrimonio ni de su divorcio; el tema resultaba demasiado doloroso para ambos. De algún modo, después de todo lo que les había ocurrido, se habían perdido el uno al otro. Seguían queriéndose y se sentían muy unidos, pero él no permitía a Hope que siguiera formando parte de su vida. Ella sabía que le preocupaba su bienestar y que la amaba, pero él estaba decidido a morir solo y en silencio. Y ese gesto, aparentemente generoso, había dejado a Hope completamente sola y desprovista de todo a excepción de su trabajo.
Paul le preocupaba, pero sabía que estaba en manos de buenos médicos. De vez en cuando pasaba varios meses seguidos a bordo de su barco, y el resto del tiempo vivía en Londres o viajaba a Boston para seguir el tratamiento en Harvard. Aunque lo cierto era que allí podían ayudarle bien poco. La enfermedad lo estaba consumiendo lentamente. Con todo, de momento podía seguir saliendo a la calle, a pesar de que representaba todo un reto. En el barco todo era más fácil porque siempre tenía a la tripulación alrededor.
Hope y Paul se casaron cuando ella tenía veintiún años, después de que se licenciara en Brown. Para entonces él ya era cirujano y profesor en Harvard, y tenía treinta y siete años. Se habían conocido durante el semestre que Paul impartió clases en Brown, tras haber solicitado un período sabático en Harvard. Hope estaba en tercer curso. Paul se enamoró de ella en cuanto la vio y su noviazgo había sido apasionado e intenso, hasta que al cabo de un año, justo después de que Hope terminara la carrera, se casaron. Ella nunca había estado enamorada de ningún otro hombre, ni siquiera durante los dos años que llevaban divorciados. Paul Forrest no tenía parangón, y Hope seguía sintiéndose muy atraída por él, estuvieran o no casados. Él había conseguido divorciarse, pero no que dejara de amarlo. Y ella aceptaba la situación como una parte inevitable de sus vidas. Aunque la enfermedad lo había cambiado, seguía viendo en él al mismo hombre de mente brillante atrapado en un cuerpo minado.
El hecho de haber tenido que dejar de ejercer su profesión había estado a punto de acabar con él, y en muchos aspectos había menguado enormemente, pero no a ojos de su exesposa. Porque para ella, el temblor y la forma de andar arrastrando los pies no cambiaba en nada la clase de hombre que era.
Hope pasó la noche tranquila en su habitación del hotel, leyendo la novela de O’Neill mientras evitaba pensar en Paul y en la vida que un día habían compartido. Era una puerta que ninguno de los dos se atrevía a volver a abrir porque tras ella se escondían demasiados fantasmas, y les resultaba más fácil limitarse a contarse cosas del presente en lugar de hablar del pasado. Sin embargo, cuando al día siguiente se encontró con él, a Hope se le iluminó la mirada. Estaba esperándolo en el vestíbulo cuando lo vio acercarse despacio, apoyándose en un bastón. Pero seguía siendo alto y guapo, y caminaba erguido; y a pesar del temblor los ojos le brillaban y tenía buen aspecto. A Hope seguía pareciéndole el mejor hombre del mundo, y por mucho que la enfermedad le hubiera puesto años encima, resultaba atractivo.
Él también parecía muy contento de verla, y la obsequió con un cálido abrazo y un beso en la mejilla.
—Tienes un aspecto magnífico —dijo sonriéndole. Hope llevaba unos vaqueros negros, unos zapatos de tacón alto y un abrigo de un rojo vivo, y el pelo oscuro recogido en un moño. Sus ojos de color violeta intenso se veían enormes y llenos de vida mientras lo observaba. Su mirada perspicaz le decía que Paul no había empeorado respecto a las últimas veces, incluso parecía haber mejorado un poco. Era probable que la medicación experimental estuviera funcionando, aunque notó que sus movimientos eran algo inseguros cuando lo asió del brazo y entraron en el comedor. Hope notaba que le temblaba todo el cuerpo. El Parkinson era una enfermedad muy cruel.
El maître les asignó una mesa muy bien situada. Mientras decidían lo que iban a comer, empezaron a charlar animadamente para ponerse al día de sus respectivas vidas. Hope siempre se sentía muy cómoda con Paul. Se tenían mucha confianza y se conocían a la perfección. Ella tenía diecinueve años cuando lo conoció y se enamoró de él, y a veces aún se le hacía raro que no siguieran casados. Pero él se había mostrado muy intransigente y se había negado en redondo a que cargara con un vejestorio enfermo. Hope era dieciséis años más joven que Paul, y sin embargo eso no les había supuesto problema alguno hasta que él enfermó y decidió que aquella diferencia de edad era importante. Había optado por desterrarla de su vida, aunque seguían amándose y juntos seguían pasándolo tan bien como siempre. Al cabo de pocos minutos Paul ya la había hecho reír por algo, y ella le habló de sus últimas exposiciones, sus viajes y su trabajo. No lo había visto desde hacía seis meses, aunque hablaban por teléfono con bastante regularidad. A pesar de que ya no eran pareja, Hope no podía imaginar la vida sin Paul.
—Anoche estuve buscando información de tu último cliente en la página web de la editorial —anunció Paul. Las manos le temblaban al intentar comer.
Era inevitable que lo pasara mal tratando de llevarse los alimentos a la boca, pero estaba decidido a hacerlo por sí mismo y Hope evitó hacer comentarios sobre la comida derramada o acercarse para ayudarle. Paul tenía que hacer acopio de toda su dignidad para comer fuera de casa, pero estaba muy orgulloso de seguir yendo a restaurantes. Todo lo relacionado con su enfermedad era una fuente de agonía: la carrera que había tenido que abandonar y que lo era todo para él, sobre la que había construido su autoestima; el matrimonio que había acabado por recibir las consecuencias porque Paul se había negado a hundir a Hope consigo. Lo único que aún le producía verdadero placer era navegar; y mientras tanto se iba deteriorando poco a poco. Incluso Hope era capaz de percibir que el hombre que tenía frente a sí no era más que la sombra de quien había sido, pero él, aunque solo fuera por orgullo, intentaba ocultarlo. A los sesenta años le correspondería estar en el pináculo de su vida personal y profesional, derrochando vida y energía. En cambio se encontraba en el invierno de sus días y estaba tan solo como Hope; aunque ella era mucho más joven. Paul iba perdiendo vitalidad poco a poco, y Hope siempre se enfadaba mucho al comprobarlo. Por mucho que se esmeraba en ocultarlo, la realidad era atroz, y él era el más perjudicado.
—Ese O’Neill es un hombre muy interesante —prosiguió Paul con aire intrigado—. Al parecer nació en Estados Unidos, pero procede de una familia noble irlandesa y regresó para recuperar la antigua casa solariega. En internet aparece una foto y es un sitio muy peculiar. Tiene una belleza decadente. En Irlanda quedan unos cuantos caserones con encanto de ese estilo. Me he fijado en que la mayoría de los muebles acaban subastándose en Sotheby’s y en Christie’s. Tienen el aspecto de antigüedades francesas, y en muchos casos lo son. La cuestión es que ese hombre vive en una mansión y es un aristócrata irlandés, y hasta ahora no me había enterado. Estudió en una universidad de Estados Unidos, pero se doctoró en Oxford; y, después de ganar el National Book Award en Estados Unidos por su obra de ficción, los británicos le concedieron un título honorífico. Ahora es sir Finn O’Neill —dijo, lo cual a Hope le dio que pensar.
—Se me había olvidado —admitió. Paul siempre representaba para ella un auténtico pozo de conocimientos. De repente, se avergonzó—. Se me olvidó llamarlo sir Finn cuando hablé con él por teléfono. Aunque la verdad es que no pareció que le importara.
—Parece un hombre de los de genio y figura —comentó Paul dejando de comer. Había días más duros que otros, y el grado de incomodidad que era capaz de tolerar en público tenía un límite—. Ha estado liado con bastantes mujeres de renombre: ricas herederas, princesas, actrices, modelos. Es una especie de playboy, pero no cabe duda de que tiene talento. Seguro que la sesión de fotos será interesante. Da la impresión de ser un bala perdida que anda por ahí montando escándalos, pero al menos no te aburrirás. Es probable que intente seducirte —dijo con una triste sonrisa. Hacía tiempo que había renunciado a que Hope le fuera fiel, excepto en la amistad, y nunca le preguntaba por su vida amorosa. Prefería no saber nada. Y ella obviaba decirle que seguía enamorada de él para ahorrarle el sufrimiento. Había unos cuantos temas de los que no hablaban jamás, tanto referentes al pasado como al presente. Dadas las circunstancias, lo que compartían cuando, de uvas a peras, salían a comer o a cenar, o cuando hablaban por teléfono, era lo máximo a lo que podían aspirar. Y ambos se aferraban a ese último lazo que los unía.
—No querrá seducirme —le aseguró Hope—. Probablemente tengo el doble de años de las mujeres con las que sale, si es tan libertino como dices. —Hope no parecía interesada ni preocupada. Era un cliente, no un ligue; al menos desde su punto de vista.
—No estés tan segura —le advirtió Paul con conocimiento de causa.
—Si intenta algo, le arrearé con el trípode —repuso ella con firmeza, y los dos se echaron a reír—. Además, me acompañará una ayudante; a lo mejor lo intenta con ella. Aunque está enfermo, y seguro que eso juega a mi favor.
Siguieron charlando animadamente mientras se comían el postre con calma. Paul intentó por dos veces tomarse el té que le habían servido sin éxito, y Hope no se atrevió a ofrecerse para sostenerle la taza, aunque lo estaba deseando. Después de comer, lo acompañó a la puerta del hotel y esperó a que el mozo pidiera un taxi para él.
—¿Volverás a Nueva York un día de estos? —preguntó esperanzada. Paul disponía de un apartamento en el hotel Carlyle, pero apenas lo usaba. Últimamente también evitaba poner los pies en Boston, excepto para recibir tratamiento médico. Visitar a sus viejos amigos le resultaba demasiado deprimente. Sus carreras profesionales seguían estando en pleno auge y la de Paul había acabado diez años atrás, mucho antes de lo que cabría haber esperado.
—Voy a pasarme el invierno en el Caribe. Y luego seguramente volveré aquí. —Le gustaba el anonimato que le otorgaba Londres, donde no lo conocía nadie y, por tanto, nadie se apenaba de él. Era demasiado doloroso observar la mirada de compasión de Hope. Ese era uno de los motivos por los que no había querido seguir casado con ella. No quería que le tuviera lástima. Prefería estar solo a ser una carga para alguien a quien amaba. Era una decisión que los había condicionado a ambos, pero cuando a Paul se le metía algo entre ceja y ceja no había quien lo hiciera apearse del burro. Hope había intentado hacerle cambiar de opinión en vano, y terminó por aceptar que tenía derecho a decidir cómo quería vivir sus últimos años. Lo que estaba claro era que, fuera por los motivos que fuese, no quería vivirlos junto a ella.
—Ya me contarás qué tal te va la entrevista con O’Neill —le comentó Paul mientras el portero del hotel le paraba un taxi. Entonces miró a Hope con una sonrisa y atrajo hacia sí su familiar figura menuda, y cerró los ojos cuando ella lo abrazó—. Cuídate, Hope —dijo con un nudo en la garganta, y ella asintió. A veces Paul se sentía culpable por dejarla marchar, pero en su día había actuado con el firme convencimiento de que era lo mejor para ella, y todavía lo creía. No tenía ningún derecho a arruinarle la vida en beneficio propio.
—Sí, tú también —respondió ella mientras lo besaba en la mejilla y lo ayudaba a entrar en el taxi. Al cabo de un instante, el vehículo se puso en marcha y Hope se quedó de pie frente al hotel Claridge’s, agitando la mano en pleno frío, hasta que se alejó. Siempre la entristecía ver a Paul, pero era la única familia que tenía. Cuando se disponía a entrar de nuevo en el hotel, reparó en que había olvidado desearle feliz Navidad, aunque era mejor así. Mencionar las fiestas solo habría servido para traer a la memoria recuerdos compartidos que les habrían resultado muy, muy dolorosos.
Subió a la habitación y se puso unos zapatos planos y un abrigo más grueso. Minutos más tarde, volvía a abandonar el hotel con sigilo para dar un largo y solitario paseo.