16

Antes de marcharse de Nueva York, Hope volvió a hablar con Mark. Los detectives no disponían de más información por el momento, y ella había cumplido con todos los compromisos de trabajo. Había llamado al hospital de Boston a diario para saber de Paul. Seguía más o menos igual, y siempre que lo llamaba estaba durmiendo, así que habló con su médico, quien le dijo que su estado de salud había empeorado, pero que la cosa no era para que cundiera el pánico. Paul estaba débil, pero era lo normal. Iba perdiendo vitalidad poco a poco. En el hospital le prometieron que la telefonearían a Irlanda si observaban cualquier cambio repentino en el pronóstico. El médico sabía que en el momento en que ocurriera algo así, ella se personaría allí de inmediato. Los conocía a ambos desde antes de que se casaran, y siempre había mostrado compasión por los tremendos giros que había dado su destino, primero por la enfermedad de Paul y su retiro forzoso, y luego por la muerte de su hija y la decisión que él había tomado de divorciarse.

Hope llamó a Finn antes de dejar la ciudad para decirle que regresaba y él se puso como unas pascuas. A ella la entristeció oírlo así. Después de todas las falsedades que acababa de descubrir, tenía la impresión de que su mundo común se estaba desmoronando. Esperaba que consiguieran reconducir la situación y superarla. Quería encontrar la forma de ofrecerle la confianza que necesitaba para que no tuviera que mentirle sobre su infancia ni su vida en general, ni sobre los problemas con la editorial. Ninguna de esas cosas empeoraría la opinión que tenía de él, pero las mentiras sí. Y la sacaban de sus casillas. Ya no sabía qué creer ni en qué confiar. De todos modos, estaba dispuesta a condenar la acción, no a la persona. Seguía creyendo que Finn tenía buen fondo, pero aún no le había confesado su situación laboral desastrosa. Hope se hacía cruces de que todavía no le hubiera dicho ni una palabra sobre el tema, e incluso la había invitado a cenar para celebrar un contrato que no había firmado. Pero no estaba enfadada con él. Lo que estaba era muy triste. Amaba a Finn, y no quería que tuviera miedo de contarle la verdad.

—Ya tenía ganas de que volvieras, joder —dijo él con una amplia sonrisa, y ella le notó en la voz que había bebido bastante más de la cuenta. Finn le contó que había hecho un tiempo horrible y que desde que ella se marchó había estado muy triste. Hope se preguntó si el rechazo por parte de la editorial lo habría sumido en una especie de espiral de desánimo.

—Sí, yo también tenía ganas de estar aquí —respondió ella en voz baja. El viaje no había resultado muy agradable, ni siquiera había disfrutado del trabajo esa vez. Se había pasado las tres semanas muy molesta con Finn. Y en el avión había estado rompiéndose la cabeza sobre qué hacer con respecto al informe del detective. No era prudente desoír una señal de alarma. Pero además del miedo, en su interior sentía que allí había amor. Y no deseaba dejarlo en ridículo poniéndole el informe en las narices.

Cuando se encontraron en el aeropuerto se le veía cansado, y Hope reparó en que tenía muchas ojeras, como si no hubiera dormido bien. Esa vez a ella ni siquiera le hizo ilusión ver la casa. Hacía un frío que pelaba y Finn había olvidado poner en marcha la calefacción. Además, cuando subió a la planta superior, vio que en el escritorio de su despacho no había más de una decena de folios nuevos. Por teléfono él le había explicado que había escrito un centenar de páginas en su ausencia, pero ahora que había vuelto se daba cuenta de que también eso era mentira.

—¿Qué has hecho mientras he estado fuera? —preguntó Hope tratando de no revelar su decepción. Finn la observaba mientras deshacía la maleta y colgaba la ropa en el armario. Se estaba esforzando por aparentar un tono natural y liviano, pero no consiguió engañarlo. Él notó que algo iba mal desde el instante en que se encontraron en el aeropuerto.

—¿Qué ocurre, Hope? —le preguntó con tranquilidad, atrayéndola hacia la cama y abrazándola.

—Nada. Estoy disgustada porque Paul está fatal. —A él no pareció alegrarle la respuesta, pero a Hope no se le ocurría qué otra cosa decir. No estaba preparada para contarle que sabía que todo lo que le había explicado sobre su infancia era mentira, y que la casa solariega que había comprado para contentarlo pertenecía a otra familia, no a la suya. No podía dejar de pensar en la vieja fotografía en la que aparecían los cuatro hermanos con sus sombreros de vaquero, y se sintió tremendamente apenada por él. Ni siquiera era hijo único, tal como le había asegurado. Costaba hacerse a la idea de quién era en realidad y qué significaba todo aquello.

—A lo mejor vuelve a recuperarse —comentó él tratando de mostrarse agradable; y entonces deslizó una mano por debajo del jersey de Hope y le acarició los pechos. Mientras lo hacía, Hope se preguntó si en eso consistía todo, en un puñado de mentiras y una vida sexual alucinante.

No quería hacer el amor con él, pero no se lo dijo. Tenía la impresión de que todo su mundo se estaba desmoronando, pero intentó aparentar que nada había cambiado entre ellos. Resultaba muy desconcertante saber que se había inventado tantas historias sobre sus padres, sobre su vida, sobre la casa de Southampton, sobre la escuela, sobre las personas a quienes conocía. Hope imaginaba que tenía un deseo imperioso de que lo aceptaran y ser como los demás. Y probablemente le hería el orgullo tener que admitir que su familia era más pobre que las ratas. Se esforzó por no pensar en ello ni en las cosas que su hermano les había revelado de él, y dejó que le quitara la ropa poco a poco; y a pesar de todo lo que pensaba, de inmediato se sintió excitada. No podía negarse que Finn tenía unas manos maravillosas. Pero, aunque lo amaba, no bastaba con eso. También tenía que poder confiar en él.

Y a él, después de tres semanas, todo le sabía a poco. Mostraba tanta avidez como un hombre que hubiera estado a punto de morir de hambre y de sed, y quiso hacerle el amor una vez tras otra. Después, cuando por fin se quedó dormido, Hope se dio media vuelta en la cama y se echó a llorar.

A la mañana siguiente, mientras desayunaban, él le preguntó como quien no quiere la cosa cuándo iban a casarse. Antes de que Hope se marchara a Nueva York habían tanteado la posibilidad de que fuera en Nochevieja. Él consideraba que sería divertido celebrar su aniversario en esa fecha. Pero ahora, cuando volvía a preguntárselo, ella le respondía con evasivas. Después de todo lo que acababa de descubrir sobre él, necesitaba tiempo para pensarlo. Además, aún tenía que acabar de averiguar el resto. Con todo, no quería enfrentarse a Finn hasta que no dispusiera de toda la información. A lo mejor el resto de la verdadera historia resultaba ser distinto, más fiel a lo que él le había contado.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó él, con repentino nerviosismo—. ¿Te has enamorado de otro en Nueva York? —Le resultaba evidente que Hope quería obviar el tema y no tenía ganas de hacer planes ni definir la fecha.

—Por supuesto que no —respondió ella—. Es que se me hace raro casarme estando Paul tan enfermo. —Fue la única excusa que se le ocurrió, y a él no le gustó un pelo. No le veía sentido.

—¿Qué tiene que ver eso? Lleva años así. —Finn parecía molesto.

—Pero está empeorando mucho —repuso ella con desánimo mientras jugueteaba en el plato con los restos de un huevo revuelto.

—Ya sabías que eso ocurriría.

—Sí, pero no me siento bien organizando una celebración cuando es posible que él se esté muriendo. —En su último encuentro había tenido un mal presentimiento y temía no volver a verlo con vida—. Además, tú no quieres que invitemos a nadie y me parece muy triste. Considero más divertido celebrar la boda el verano que viene en Cabo Cod. Así podrán venir mi representante y tu agente, y también a Michael le resultará más fácil que tener que viajar hasta Irlanda. —Finn le había explicado que su hijo no iba a ir a visitarlo ese año durante las Navidades. En vez de eso, iba a ir a Aspen a ver a unos amigos.

—¿Te estás echando atrás, Hope? Parece que se te hayan pasado las ganas. —Finn parecía herido.

—Claro que no. Solo es que no me parece el momento más apropiado —respondió ella con un hilo de voz, sin levantar la vista del plato.

—Se suponía que íbamos a casarnos en octubre —le recordó él, y los dos sabían por qué.

—Sí, porque estaba previsto que al mes siguiente naciera el bebé —dijo ella en voz baja, y lo miró.

—Y los dos sabemos por qué ocurrió lo que ocurrió —le espetó Finn con muy poco tacto. Nunca perdía ocasión de hacerle sentir mal por ello. Los primeros seis meses se había mostrado muy cariñoso, pero ahora parecía estar casi siempre enfadado con ella. O a lo mejor estaba enfadado consigo mismo; daba la impresión de que todo le salía mal. La cuestión era que, de repente, la estaba presionando mucho, cosa a la que no tenía ningún derecho después de todas las falsedades que le había contado. Claro que Finn no parecía sospechar lo más mínimo que ella sabía que le estaba mintiendo. Pero ahora los dos jugaban con las mismas cartas, y Hope lo detestaba. Apenas era capaz de mirarlo a los ojos—. Supongo que mientras estabas en Nueva York te vino la regla —dijo mientras dejaba los platos en el fregadero para que Katherine los lavara más tarde. Hope asintió a modo de respuesta, y él se quedó callado unos instantes, pero cuando ella se dio la vuelta vio que estaba sonriendo—. Eso significa que justo ahora debes de estar ovulando. —Hope estuvo a punto de estallar en llanto en cuanto le oyó decir eso. Se sentó a la mesa de la cocina y enterró la cara entre los brazos cruzados.

—¿Por qué me presionas ahora con eso? —preguntó, con la voz amortiguada por la postura, y luego levantó la cabeza y lo miró angustiada—. ¿Por qué te importa tanto? —Pero mientras formulaba la pregunta se dio cuenta de que cualquiera que fuese su respuesta no obedecería a la verdad. Ya no lo creía capaz de ser sincero. Mark tenía razón, Finn era un mentiroso compulsivo.

—¿Qué te pasa, Hope? —preguntó con dulzura, y se sentó a su lado—. Antes tú también querías tener un bebé y no veías el momento de que nos casáramos. —A Hope le entraron ganas de decirle que eso era antes de saber que era un embustero.

—Necesito un poco de tiempo para poner las cosas en orden. Solo hace cinco meses que perdí al bebé. Y no quiero casarme justo cuando mi exmarido se está muriendo.

—Todo eso no son más que gilipolleces, y tú lo sabes.

Cuando lo miró a la cara, supo que tenía que explicarle la verdad. Al menos en parte.

—A veces tengo la impresión de que no eres sincero conmigo, Finn. En Nueva York llegaron a mis oídos algunos comentarios; me dijeron que tu editor te ha puesto una demanda y que no te renovarán el contrato porque no has entregado las dos últimas novelas. ¿Qué está pasando? La noticia aparece en The Wall Street Journal y en The New York Times. Yo era la única que no sabía nada. ¿Por qué no me lo contaste? ¿Y por qué me dijiste que acababas de firmar un nuevo contrato? —La expresión de Hope era tremendamente inquisitiva, pero en su mente había otras muchas preguntas. Eso no era más que el comienzo. Y Finn la estaba mirando con aire furioso.

—¿Es que tú me lo cuentas todo sobre tu trabajo, Hope? —Le estaba gritando.

—Pues mira, sí. Yo te cuento todo lo que pasa en mi vida.

—Claro, porque todos los museos se disputan tus obras, en las galerías te suplican que les permitas exponer tus fotos. Los jefes de Estado quieren que seas tú quien los retrate y todas las revistas del mundo pagan fortunas por tu trabajo. ¿De qué narices tendrías que avergonzarte? Yo paso por una mala temporada, no entrego un par de novelas, y lo siguiente que hacen los muy cabrones es reclamarme casi tres millones de dólares. ¿Te crees que me siento muy orgulloso de eso? Estoy cagado de miedo, por el amor de Dios. ¿Cómo narices quieres que encima te lo cuente para que puedas compadecerme a gusto o para que me abandones porque estoy arruinado?

—¿En serio creías que eso era lo que haría? —preguntó ella mirándolo con tristeza—. No pienso abandonarte porque estés arruinado. Pero tengo derecho a saber lo que ocurre en tu vida, y más si son cosas tan importantes como esas. Detesto que me mientas. No quiero que disfraces las cosas, que me cuentes como cierto lo que no es más que tu sueño. Lo único que quiero es saber la verdad.

—¿Para qué? ¿Para restregarme por la cara el éxito que tienes y la puta fortuna que te dejó tu marido? Pues mira, me alegro por ti, pero no pienso humillarme para que te crezcas a mi costa. —Le estaba hablando como si fuera el enemigo, trataba de justificar todas las mentiras que le había contado.

—No pretendo crecerme —saltó ella con tristeza—. Solo quiero que tengamos una relación sincera. Necesito saber que puedo creer lo que me cuentas. —Estuvo a punto de revelarle alguno de los detalles de su infancia, pero prefirió esperar a saber toda la historia por boca del detective. Poner en evidencia sus mentiras solo serviría para que el barco hiciera aguas e incluso se hundiera, y aún no estaba preparada para eso. Pero resultaba duro saber lo que sabía y no decírselo.

—¿Y eso qué más da? Además, no te mentí sobre lo de la demanda, simplemente no te lo expliqué.

—Me dijiste que habías firmado un contrato nuevo, y no era cierto. Me dijiste que habías escrito cien páginas mientras estaba en Nueva York y apenas tienes diez o doce. No me mientas más, Finn. Lo detesto. Te quiero tal y como eres, aunque no hayas firmado ningún contrato nuevo ni hayas escrito más páginas. Pero no me digas cosas que no son ciertas porque entonces empezaré a preocuparme de todas las otras cosas que me escondes. —Estaba siendo todo lo sincera posible con él sin soltarle lo que aparecía en el informe del detective y dejarlo como un trapo. No quería entrar en el tema de momento.

—¿Como por ejemplo qué? —la desafió él, y situó el rostro a pocos centímetros del suyo.

—No lo sé, dímelo tú. Parece que tienes mucha imaginación. —También le había mentido con respecto a su hijo, y a la casa que decía que había comprado sin ser cierto.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Lo único que significa es que quiero estar segura de que el hombre con quien voy a casarme es una persona honesta.

—Soy honesto —repuso él en tono beligerante—. ¿Me estás llamando mentiroso? —La estaba empujando a que lo hiciera, y ella se estaba esforzando por no caer en la trampa. Solo serviría para empeorar las cosas.

—A veces no sé quién eres en realidad. Solo te pido que no me mientas, Finn, nada más. Quiero confiar en ti, no me apetece tener que preguntarme continuamente si me estás contando la verdad.

—A lo mejor resulta que la verdad no es asunto tuyo, coño —le espetó, y salió de la cocina como un cohete. Al cabo de un minuto, Hope oyó el golpe de la puerta y vio que Finn bajaba a toda prisa los escalones de la entrada, subía al coche y se alejaba. No era precisamente un buen comienzo, por no decir algo peor, pero no podía callarse por más tiempo. Ya no podía seguir fingiendo que creía todo lo que él le contaba, porque no era así. En ese momento recordó las palabras de Mark y salió al jardín para tomar un poco el aire. No era buena idea acorralar a Finn enfrentándolo a sus mentiras, solo serviría para crear situaciones como la que acababa de tener lugar, y ella solo quería que le contara la verdad, poder volver a confiar en él y seguir adelante con su vida. Todavía no había perdido la esperanza, aunque Mark Webber sí que lo hubiera hecho tras leer el informe. Hope seguía creyendo que podían reconducir la situación y quería que Finn la ayudara a hacerlo. Era imposible que lo consiguiera sola.

Subió los escalones de la puerta con el corazón encogido en el momento en que Finn enfilaba el camino de entrada. Cuando se apeó del coche, se le veía arrepentido. Se acercó hasta donde ella estaba y le dio la vuelta para que lo mirara.

—Lo siento, Hope. Me he portado como un gilipollas. Es que a veces me avergüenzo de no haber hecho mejor las cosas. Quiero que todo salga bien, pero no siempre lo consigo y entonces finjo. Deseo tanto que todo vaya bien que supongo que por eso acabo inventándome las cosas.

A Hope aquella confesión la conmovió; y eso hizo que concibiera esperanzas y pensara que la situación tenía arreglo. Se sentía fatal por todo lo que sabía de la infancia y la juventud de Finn, aunque él no era consciente de eso. Le sonrió, y él la rodeó con los brazos y la besó. Y aún la conmovió más ver que tenía los ojos llenos de lágrimas. Se había rebajado ante ella y había reconocido su error. Hope solo rezaba para que eso significara que no iba a volver a hacerlo. Lo único que le pedía era que fuera sincero.

—Te amo, Finn —dijo cuando entraban en casa de la mano—. No tienes por qué disfrazar las cosas por mí. Te amo tal y como eres, aunque no todo sea perfecto. ¿Qué piensas hacer con la demanda?

—Terminar los libros, si puedo. Este último me está costando sangre, sudor y lágrimas, llevo meses estancado. Además, mi agente está intentando pararle los pies a la editorial. Me han dado tres meses más, pero sin un nuevo contrato estoy en la ruina. No me queda dinero, no tengo ni un puto centavo. Gracias a Dios que compraste la casa, si siguiera estando de alquiler me echarían de una patada en el culo, y la casa de mis tatarabuelos iría a parar a manos de otra familia. —Acababa de mentirle otra vez, pero Hope decidió ignorarlo por el momento. Si él prefería inventarse historias sobre su niñez para quedar bien, lo dejaría estar. Se avergonzaba demasiado de sus orígenes para reconocer la verdad ante ella. En comparación con la infancia de cuento de hadas que ella había vivido en New Hampshire, la suya era una pesadilla. De momento le bastaba con que no siguiera mintiéndole sobre su situación actual. Y lamentaba mucho saber que andaba tan mal de dinero, aunque no le sorprendía. Lo sospechó en el momento en que vio que no había ingresado el alquiler que tenían pactado. Sabía que lo habría pagado de haber podido. Al parecer, todas las mentiras se debían a la vergüenza.

—Bueno, por lo menos no tienes que preocuparte por el dinero —dijo ella con amabilidad—. Yo puedo correr con todos los gastos. —Ya lo estaba haciendo.

—¿Y qué se supone que debo hacer? —preguntó él con aire abatido mientras se quitaban los abrigos y los colgaban en un armario del recibidor—. ¿Me asignarás una paga? ¿O tendré que pedirte la calderilla para el periódico todos los días? Sin un nuevo contrato estoy jodido. —La cosa parecía tenerlo amargado, pero como mínimo ya no estaba enfadado con ella. Mientras subían la escalera juntos poco a poco, Hope pensó que las cosas se estaban poniendo en su sitio.

—Si terminas el libro, te ofrecerán un nuevo contrato —trató de tranquilizarlo.

—Les debo dos novelas, Hope, no una. —Al menos le estaba contando por fin la verdad.

—¿Cómo has llegado a esta situación?

Él sonrió con arrepentimiento y se encogió de hombros.

—Pasándomelo en grande, hasta que te conocí a ti. Por suerte ahora tengo más tiempo, lo que pasa es que no me encuentro con ánimos de ponerme a escribir. Solo me apetece estar contigo. —Hope eso ya lo sabía, pero había tenido tres semanas para trabajar mientras ella estaba fuera y no las había aprovechado. Tenía que poner orden en su vida de forma imperiosa. Mientras ella limpiaba la casa, él no había hecho otra cosa que andarle detrás.

—Me parece que será mejor que te pongas manos a la obra —le sugirió con tranquilidad.

—¿Sigues queriendo casarte conmigo? —preguntó él, y de nuevo parecía un niño pequeño. Ella le echó los brazos al cuello y asintió.

—Sí, sí que quiero. Solo necesito estar segura de que los dos nos comportamos como personas adultas y somos sinceros el uno con el otro, Finn. Es imprescindible si queremos que lo nuestro funcione.

—Ya lo sé —respondió él. Se le habían bajado los humos. A veces Finn era maravilloso y otras, muy poco razonable. La había tratado con crueldad culpándola por lo del aborto; y siempre que lo hacía, Hope se sentía fatal. No era justo, ni demostraba verdadero cariño—. ¿Qué te parece si nos vamos a la cama y nos echamos una siesta? —propuso con aire malicioso, y Hope soltó una carcajada y subió corriendo la escalera detrás de él. Al cabo de unos instantes, él cerró con llave la puerta del dormitorio, la alzó en brazos como si fuera una chiquilla y la tumbó en la cama; y de inmediato se arrojó sobre ella. Esa tarde no había trabajado nada, pero lo habían pasado bien juntos y parecían haber superado sus desavenencias. Finn no siempre era sincero, pero resultaba encantador e increíblemente sexy.

Al día siguiente por la tarde, Finn acompañó a Hope en coche hasta Dublín para comprar tela y otras cosas que necesitaba para la casa. A ella le sabía mal robarle horas de trabajo, pero seguía sin sentirse cómoda conduciendo en Irlanda y Winfred era un chófer terrible, así que Finn se ofreció a llevarla. La relación volvía a ser fluida y agradable, y los dos estaban muy animados. Compraron todo lo que deseaban, y a Hope le alegró ver que Finn estaba de buen humor, ya que últimamente no siempre era así y tenía la sensación de que bebía más de lo habitual. Habló del tema con Katherine, y ella opinaba lo mismo; pero no le dijo nada a Finn. Sabía que le preocupaban muchas cosas, sobre todo lo de la demanda por parte de la editorial de Nueva York y los dos libros que le faltaban por escribir.

—¿Sabes? He estado dándole vueltas a algo —empezó él mientras se dirigían a Blessington por la estrecha carretera que atravesaba la campiña irlandesa. A Hope seguía pareciéndole un paisaje de postal, incluso en un frío día de noviembre—. Me facilitaría mucho las cosas, y me resultaría menos violento, que abrieras una cuenta corriente de donde pueda sacar dinero sin tener que pedírtelo. —Al principio ella se sorprendió mucho, aunque la cosa tenía su lógica. Pero aún no estaban casados, y le pareció una propuesta un tanto atrevida.

—¿Qué tipo de cuenta? —preguntó ella con cautela—. ¿De cuánto dinero estás hablando? —Comprendía sus motivos, sobre todo en vistas de la precaria situación económica que estaba atravesando. Supuso que se refería a unos cuantos miles de dólares para los pequeños gastos. En realidad no le importaba, aunque se le hacía raro que se lo hubiera pedido. Claro que estaban a punto de casarse. Ella seguía albergando la esperanza de retrasar la boda hasta junio, pero no había vuelto a insistir en el tema puesto que la otra vez Finn se molestó tantísimo.

—No sé. Ayer me lo estuve planteando. Nada del otro mundo —respondió con aire despreocupado—. Unos cuantos millones, tal vez. Unos cinco o así, para disponer de un pequeño colchón y no tener que pedirte dinero cada vez que necesite cualquier tontería. —Por cómo lo dijo, Hope pensó que estaba bromeando y se echó a reír. Entonces reparó en su expresión y se dio cuenta de que hablaba en serio.

—¿Cinco millones? —preguntó ella con incredulidad—. ¿Estás de broma o qué? ¿Qué diantres piensas comprarte? ¡La casa entera costó uno y medio! —Hope se había gastado todo ese dinero solo para hacerlo feliz y comprar una casa que, a fin de cuentas, no había pertenecido a ningún antepasado suyo, según había descubierto.

—De eso se trata. No quiero estar pidiéndote cada moneda que quiera gastarme y tener que darte explicaciones. —Daba la impresión de que a él le parecía lógico, y Hope se quedó mirándolo con aire incrédulo y un malestar creciente en el estómago.

—Finn, no es normal tener una cuenta corriente con cinco millones de dólares. —No estaba enfadada, solo sorprendida. Además, él no había vacilado en pedirle el dinero, como si se tratara de diez o veinte dólares que llevase encima.

—¡Pero si tienes una fortuna! —De repente Finn parecía molesto—. ¿Qué coño te pasa? ¿Pretendes controlarme guardándote bien tu dinerito? No vas a notar cinco millones más o menos. —Ni siquiera se molestaba en ser amable, daba la impresión de que todo había vuelto a cambiar entre ellos. Quería dinero, y lo quería ya; cada vez alternaba más su antiguo comportamiento encantador con el tono airado y acusatorio. Ese no era el Finn del que se había enamorado, era otro ser que a menudo la mortificaba y que de vez en cuando recuperaba de forma repentina sus antiguas conductas cariñosas. Sin embargo, ahora no era ese el caso. Quien actuaba era el nuevo Finn en pleno arrebato de genio, y estaba intentando echar mano a su dinero de mala manera. Para Hope era toda una novedad verlo de ese modo; y no le gustaba ni un pelo.

—Eso es mucho dinero para cualquiera, Finn —respondió sin alterarse. La cosa no le hacía ninguna gracia.

—Muy bien, pues dejémoslo en cuatro. Dentro de poco seré tu marido, no puedes pretender que me contente con una paga.

—Es posible, pero no pienso entregarte un millón por aquí y otro por allá siempre que te dé la gana; si no, pronto me quedaré tan pelada como tú. Seguiré haciéndome cargo de los gastos igual que hasta ahora y te abriré una cuenta corriente con unos pocos miles de dólares. —Era todo lo que estaba dispuesta a hacer. No quería comprar a Finn, y tampoco era tonta. Desde el divorcio había aprendido muchas cosas sobre cómo manejar el dinero.

—O sea que piensas mantenerme a raya —repuso él enfadado, y estuvo a punto de chocar contra un camión en una curva. A Hope la asustaba su forma de conducir. La carretera estaba mojada y él circulaba demasiado deprisa y estaba furioso con ella.

—No puedo creer que estés pidiéndome que te abra una cuenta con cinco millones de dólares —dijo Hope fingiendo una serenidad que no sentía.

—Con cuatro me basta, ya te lo he dicho —repitió él apretando los dientes.

—Sé que tienes problemas de dinero, pero no pienso hacer eso, Finn. —La había ofendido pidiéndoselo, y más por insistir—. Y antes de casarnos firmaremos un acuerdo prenupcial. —Había comentado la cuestión en su bufete de abogados de Nueva York hacía unos meses, y ya habían redactado un primer borrador. Era relativamente sencillo y solo decía que las propiedades de Finn pertenecían a Finn y las de Hope, a Hope. Por motivos evidentes, pensaba mantener la separación de bienes. Aquel dinero se lo había dejado Paul y no estaba dispuesta a perderle la pista.

—No sabía que fueras tan tacaña —le espetó él, e hizo otro viraje brusco. Era increíble que le soltara una cosa así, después del favor que le había hecho con la casa. Parecía haber olvidado muy deprisa lo generosa que había sido con él. Y no estaba siendo tacaña, solo obraba con prudencia. Era lo mínimo, habiendo descubierto su capacidad para contar mentiras. No estaba dispuesta a entregarle su fortuna, ni siquiera una parte. Cinco millones de dólares representaba un diez por ciento de lo que Paul le había dejado tras veinte años de matrimonio.

Guardaron un silencio sepulcral durante el resto del trayecto, y cuando llegaron a Blaxton House, Finn paró el coche de un frenazo y Hope se apeó y entró en la casa. Estaba molesta por aquella petición, y él aún lo estaba más por la negativa. Fue directo a la despensa y se sirvió una copa. Cuando subió al dormitorio, Hope ya empezaba a notar los efectos, incluso sospechaba que se había tomado un segundo trago.

—Entonces, ¿qué cantidad te parece razonable? —preguntó tomando asiento, y ella lo miró con expresión afligida. Las cosas iban de mal en peor. Primero, la obsesión con el embarazo; luego, las mentiras; y ahora quería que le entregara una suma importante de su dinero. Finn se estaba convirtiendo por momentos en un hombre distinto del que había conocido, y muy de vez en cuando le dejaba entrever ciertos comportamientos de la persona a quien había considerado tan maravillosa, pero estos se esfumaban enseguida. La cosa tenía unos visos absolutamente surrealistas y esquizofrénicos, y recordó que, en el informe del detective, el hermano de Finn lo había definido como un sociópata. En ese momento se preguntó si lo era en realidad. También recordó que había leído un artículo sobre algo llamado «refuerzo intermitente», según el cual existían personas que alternaban los comportamientos abusivos y los cariñosos, de modo que las víctimas acababan tan confusas que al final decidían solucionar las cosas de una vez para siempre. Hope se sentía así. Estaba mareada. Los tejemanejes de Finn ejercían una fuerza magnética. Era como si la máscara que llevaba puesta se le estuviera resbalando por momentos, y a Hope le aterrorizaba lo que veía detrás. Seguía creyendo que el Finn bueno estaba en alguna parte, pero ¿cuál de los dos era el auténtico? ¿El anterior, el actual o los dos?

—No pensarás que vas a salirte con la tuya, ¿verdad? —dijo él en tono muy desagradable—. Tu marido te ha dejado cincuenta millones, ¿y se supone que yo voy a tener que andarte mendigando un poco de calderilla? —Antes Hope creía que Finn se ganaba bien la vida, lo cual habría resuelto sus problemas; pero aunque no fuera ese el caso, no iba a empezar a soltarle los millones así como así. No era lo normal, y no quería comprar su cariño. También se acordó de que lo había oído quejarse de los gastos que le ocasionaban los estudios universitarios de Michael, y ahora se preguntaba si los habría pagado él o si corrían a cuenta de los abuelos y Finn no contribuía en nada.

—No estoy intentando salirme con la mía. No quiero comprar un marido, ni que las cosas entre nosotros se desdibujen. Creo que lo que me pides no es razonable, y no pienso dártelo.

—Entonces será mejor que te cases con Winfred. Quizá lo que quieres sea un criado, no un marido. Si solo piensas dejarme unos pocos miles de dólares en una cuenta y guardarte el resto, cásate con él.

—Me voy a la cama —dijo Hope con aire abatido—. No pienso seguir hablando de esto.

—¿En serio esperas que me case contigo si no estás dispuesta a nivelar la balanza? ¿Qué clase de matrimonio es ese?

—Un matrimonio basado en el amor, no en el dinero. Y en la sinceridad, no en las mentiras. Lo que pase a partir de ahí es cuestión de suerte. Pero no pienso hacer tratos contigo, ni permitir que me exijas que te abra una cuenta para gastos con cinco millones de dólares, ni con cuatro. Es vergonzoso, Finn.

—A mí también me parece vergonzoso que dispongas de los cincuenta millones de dólares que te dejó tu marido y te los guardes para ti. Si me apuras, te diré que eres una puta egoísta. —Era la primera vez que le soltaba una cosa de esa envergadura, y Hope se quedó de piedra. Tampoco le había gustado que le dijera que si no pensaba darle dinero, podía casarse con Winfred. Finn estaba siendo insolente y mezquino. Y le estaba dejando entrever sus intenciones de un modo escandaloso.

No le dijo nada más. Se dio media vuelta, entró en el dormitorio y se metió en la cama. Esa noche no lo oyó acostarse. Estuvo mucho rato esperando hasta que se quedó dormida, preguntándose qué le estaba ocurriendo y qué hacía o en qué se estaba convirtiendo Finn ante sus narices. Fuera lo que fuese, no era nada bueno. De hecho, la relación se desmoronaba por momentos; su estado era peor cada día que pasaba. A Hope cada vez le costaba más convencerse de que las cosas podían funcionar. Se durmió con la sensación de que el corazón se le estaba rompiendo en pedazos.