Hope Dunne se abrió paso a través de la nieve, que caía en silencio sobre Prince Street, en el SoHo de Nueva York. Eran las siete de la tarde, las tiendas acababan de cerrar y el habitual bullicio inherente a la vida comercial estaba a punto de cesar hasta el día siguiente. Llevaba viviendo allí dos años, y le gustaba. El barrio estaba muy en boga y le parecía más acogedor que el norte de Manhattan. El SoHo estaba lleno de gente joven y siempre había algo que ver y alguien con quien hablar; las calles bullían de actividad a cualquiera que fuera la hora en que salía del loft que le servía de refugio. En todas las tiendas lucía una brillante iluminación.
Era el momento del año que menos le gustaba, la semana de diciembre anterior a Navidad. Tal como llevaba haciendo unos cuantos años, decidió ignorarlo y esperar a que pasara. Durante las dos últimas Navidades se había dedicado a trabajar en una residencia para personas sin hogar, y antes de eso había estado en la India, donde aquellas fiestas no se celebraban. Después de haber vivido allí, el regreso a Estados Unidos le sentó como un jarro de agua fría. En comparación, todo parecía superficial y orientado al consumo.
La temporada que había pasado en la India le había cambiado la vida, y probablemente se la había salvado. Se había marchado sin pensarlo dos veces, empujada por las circunstancias, y había pasado fuera más de seis meses. Le costó muchísimo retomar la vida en Estados Unidos. Se mudó de Boston a Nueva York, y todo lo que poseía estaba guardado en un almacén. En realidad, daba igual dónde viviera; era fotógrafa y el trabajo la acompañaba a cualquier parte. Las fotografías que había hecho en la India y el Tíbet estaban expuestas en una prestigiosa galería del norte de Manhattan, y tenía algunas más repartidas por varios museos. La gente comparaba su obra con la de Diane Arbus. Le fascinaban las víctimas de la miseria y la desolación. La agonía que se observaba en los ojos de algunos de los protagonistas de sus retratos desgarraba el alma a quien los contemplaba, igual que le había ocurrido a ella al fotografiarlos. La obra de Hope gozaba de un gran prestigio, pero en su apariencia no había nada que denotara que era famosa e importante.
Se había pasado la vida entera observando, haciendo de cronista de la condición humana. Como siempre decía, para ello uno tenía que ser capaz de desaparecer, de volverse invisible, de tal modo que no interfiriera con el estado de ánimo del retratado. Las imágenes que había captado en la India y el Tíbet durante el mágico tiempo que había vivido allí así lo confirmaban. En muchos aspectos, Hope Dunne era una persona apenas perceptible; en otros, era formidable, y su luz y fortaleza interiores parecían invadir todo el espacio.
Sonrió a una mujer con la que se cruzó mientras caminaba entre la nieve por Prince Street. Se sentía tentada de pasear largo rato por las calles nevadas, y se prometió a sí misma que a última hora de la tarde lo haría. Vivía sin horarios, no tenía que rendir cuentas a nadie. Una de las ventajas de su vida solitaria era que disponía de completa libertad para hacer lo que le venía en gana. Era todo un modelo de mujer independiente, extremadamente disciplinada con respecto a su trabajo y a la relación que establecía con los retratados. A veces cogía el metro y se trasladaba a Harlem, y una vez allí vagaba por las calles en vaqueros y camiseta fotografiando a niños. Había pasado algún tiempo en Sudamérica, y también allí se había dedicado a fotografiar a niños y ancianos. Iba allá donde la llevaba el corazón, y en la actualidad aceptaba muy pocos encargos comerciales. Claro que seguía haciendo algún que otro reportaje de moda para Vogue si el formato se salía de lo corriente. Sin embargo, la mayoría de los trabajos que realizaba para revistas consistían en retratos de personajes importantes que consideraba interesantes y que merecían la pena. Había publicado un destacado libro de retratos y otro de imágenes de niños; y pronto saldría el tercero con las fotografías tomadas en la India.
Era afortunada por poder dedicarse a lo que le gustaba. Tenía la posibilidad de elegir entre las muchas propuestas que recibía. Y, aunque disfrutaba mucho con ello, en la actualidad solo realizaba retratos por encargo una o dos veces al año. Por el contrario, cada vez estaba más centrada en las fotografías que hacía estando de viaje o por la calle.
Hope era una mujer menuda con el cutis de porcelana y el pelo negro azabache. De niña su madre bromeaba diciéndole que se parecía a Blancanieves; y, en cierto modo, tenía razón, pues, aparte de su aspecto, había algo más en ella que recordaba a los personajes de los cuentos de hadas. Era de proporciones menudas y delicadas, e inusualmente ágil, lo cual le permitía acoplarse en los espacios más reducidos y ocultos y pasar desapercibida. Lo único que llamaba la atención de su persona eran sus profundos ojos violeta. Tenían un azul muy, muy profundo, teñido del ligero tono púrpura de los más exclusivos zafiros procedentes de Birmania o Sri Lanka, y estaban llenos de la compasión que inspira el haber sido testigo de las miserias del mundo. Quienes habían visto otras veces unos ojos como esos comprendían al instante que Hope era una mujer que había sufrido, pero que lo llevaba bien, con dignidad y elegancia. En vez de sumirla en una depresión, el dolor la había elevado hasta una posición en la que estaba en paz consigo misma. No era budista, pero compartía la filosofía de que uno no debía resistirse a las cosas que le sucedían, sino fluir con ellas y permitir que la vida le llevara de una experiencia a otra. Y esa profundidad y esa sabiduría se reflejaban en su trabajo. Se trataba de aceptar la vida tal como era en lugar de empecinarse en que fuera lo que uno querría que fuese y que nunca podría ser. Estaba preparada para no aferrarse a lo que amaba, lo cual suponía la tarea más ardua de todas. Y cuanto más vivía, aprendía y estudiaba, más modesta era. En el Tíbet había conocido a un monje que la definía como una mujer espiritual, y de hecho sí que lo era, aunque no se sentía afín a ninguna religión en particular. Si en algo creía era en la vida, y la abrazaba con delicadeza. Hope era como una fuerte caña mecida por el viento: bella y flexible.
Cuando llegó a la puerta principal del edificio donde vivía, la nevada era más copiosa. Llevaba la cámara de fotos colgada al hombro, y dentro de la funda también guardaba las llaves y el monedero. No solía llevar encima nada más, y tampoco solía ponerse maquillaje, a excepción del intenso rojo de labios que se aplicaba muy de vez en cuando para salir de noche y que la hacía parecerse aún más a Blancanieves. El pelo, de un negro casi endrino, solía recogérselo en una coleta, una trenza o un moño, y cuando se lo soltaba le llegaba a la cintura. Sus gráciles movimientos le conferían apariencia de jovencita y tenía el rostro prácticamente desprovisto de arrugas. Su trayectoria profesional revelaba que tenía cuarenta y cuatro años, pero resultaba difícil acertar su edad y no era nada raro que la consideraran mucho más joven. Podría decirse que era intemporal, igual que sus fotografías y quienes aparecían en ellas. Al mirarla entraban ganas de contemplarla durante largo rato. No era frecuente verla con prendas de color. Casi siempre vestía de negro para no distraer a los retratados; o de blanco, en los lugares de clima cálido.
Tras abrir la puerta y entrar en la portería, subió saltando los escalones hasta el tercer piso. Tenía frío, y se alegró de haber llegado a casa. Allí se estaba mucho más calentito que en la calle, a pesar de que los techos eran altos y de que a veces el viento se colaba por los grandes ventanales.
Encendió la luz y, como siempre, contempló con placer el austero interior. El suelo era de cemento pintado de negro, los sofás blancos y las sillas de aspecto tentador tenían la tapicería de lana de un suave color marfil, y no había ningún objeto que resultara disonante. La decoración era tan simple que recordaba al estilo zen. Y las paredes estaban cubiertas de enormes fotografías enmarcadas en blanco y negro que eran sus favoritas de entre todas las que componían su obra. En la pared más larga había una magnífica serie que representaba a una bailarina en movimiento. La chica que aparecía en ellas era una airosa adolescente rubia de belleza excepcional. Se trataba de una serie destacada, y formaba parte de la colección privada de Hope. Las otras paredes estaban llenas de retratos de niños, y también había varios de monjes del ashram donde había vivido en la India y de dos jefes de Estado de dimensiones descomunales.
Su loft era como una galería donde se exponía su trabajo. Y en una larga mesa lacada de blanco, sobre bandejas con el fondo mullido, se alineaban todas sus cámaras con una precisión milimétrica. Cuando recibía encargos puntuales contrataba a ayudantes freelance, aunque la mayoría de las veces prefería hacer ella misma el trabajo. Los ayudantes le resultaban útiles, pero su presencia la distraía demasiado. Su cámara favorita era una Leica que poseía desde hacía años. En el estudio también utilizaba una Hasselblad y una Mamiya, pero seguía decantándose con mucho por la más antigua. Había empezado a hacer fotografías a los nueve años. A los diecisiete ingresó en Brown, donde cursó la carrera de esa especialidad, y a los veintiuno se licenció con matrícula de honor tras presentar un impresionante proyecto de final de carrera realizado en Oriente Medio. Se casó poco después de obtener la titulación y trabajó un año como fotógrafa comercial antes de tomarse un descanso de doce años, durante los que solo aceptó algún que otro encargo muy excepcional. Hacía diez años que había retomado la actividad profesional, y había sido en esa última década cuando se había hecho un nombre a escala mundial y su popularidad había ido en aumento. Saltó a la fama a los treinta y ocho años, cuando su obra se expuso en el MoMA de Nueva York. Había sido uno de los momentos más importantes de su vida.
Hope prendió unas cuantas velas que distribuyó por el loft y bajó la intensidad de la luz eléctrica. Siempre la apaciguaba volver a casa y encontrarse en ese espacio. Dormía en una cama individual situada en un pequeño altillo al que se accedía por una escalera de mano, y antes de quedarse dormida le encantaba mirar abajo y tener la sensación de que estaba volando. El loft era muy distinto de los otros pisos o casas en los que había vivido, y también eso le encantaba. Siempre había temido los cambios, y precisamente por eso este lo había recibido tan bien. Afrontar lo que más miedo le daba hacía, en cierto modo, que se sintiera poderosa. Sus némesis particulares eran la pérdida y el cambio, pero en lugar de rehuirlos había aprendido a aceptarlos con dignidad y entereza.
Al fondo del loft había una pequeña cocina con la encimera de granito negro. Hope sabía que tenía que comer, así que al final fue hasta allí y calentó un bote de sopa. La mayoría de las veces le daba demasiada pereza cocinar y se alimentaba a base de sopas, ensaladas y huevos. En las ocasiones poco frecuentes en que le apetecía comer bien, iba sola a un restaurante sencillo y comía rápido para acabar cuanto antes. Nunca se le había dado bien cocinar, y no lo disimulaba. Siempre lo había considerado una pérdida de tiempo, había muchísimas cosas que le parecían más interesantes. En el pasado, lo que más le llenaba era su familia; ahora, su trabajo. Durante los últimos tres años se había centrado exclusivamente en su vida profesional. Había puesto toda el alma en su obra, y el esfuerzo había dado fruto.
Hope se estaba comiendo la sopa mientras contemplaba la nevada cuando sonó su teléfono móvil y tuvo que dejar el tazón a un lado para desenterrar el aparato del fondo de la funda de la cámara. No esperaba ninguna llamada, y sonrió al oír la voz familiar de su representante, Mark Webber. Hacía bastante tiempo que no tenía noticias suyas.
—A ver, ¿por dónde andas? ¿En qué zona horaria te encuentras? ¿Te he despertado?
En respuesta, Hope se echó a reír y se recostó en el sofá con cara alegre. Mark llevaba diez años siendo su representante, desde que retomó la actividad profesional. Solía presionarla para que aceptara encargos comerciales, pero también mostraba un profundo respeto por sus obras más artísticas. Siempre le decía que un día se convertiría en una de las fotógrafas de Estados Unidos más importantes de su generación, y en muchos aspectos ya lo era, y gozaba de gran prestigio tanto entre sus compañeros de profesión como entre los conservadores y galeristas.
—Estoy en Nueva York —dijo sonriendo—. Y no me has despertado.
—Qué decepción. Te hacía en Nepal, Vietnam o algún otro país desagradable y peligroso. Me sorprende que estés aquí. —Mark sabía cuánto detestaba Hope las Navidades y conocía las razones que tenía para ello. Eran razones de peso. Pero Hope era una mujer excepcional, alguien que siempre salía adelante; y también era una buena amiga. Le inspiraba una simpatía y una admiración enormes.
—Supongo que me quedaré algún tiempo por aquí. Estaba contemplando la nieve, hay un panorama precioso. Es posible que más tarde salga a hacer unas cuantas fotos, de esas que parecen postales antiguas.
—Mira que en la calle hace un frío que pela —advirtió él—. No vayas a resfriarte.
Mark era una de las pocas personas que se preocupaban por ella, y su interés conmovía a Hope. En los últimos años había cambiado de domicilio demasiadas veces para mantener el contacto con sus viejos amigos. Después de terminar la universidad se quedó a vivir en Boston, pero tras el viaje a la India decidió trasladarse a Nueva York. Hope siempre había sido una persona solitaria, pero últimamente se había encerrado aún más en sí misma, lo cual preocupaba a Mark. Sin embargo, ella parecía satisfecha con la vida que llevaba.
—Acabo de llegar a casa —lo tranquilizó—, y me he preparado una sopa de pollo.
—Mi abuela te diría que haces bien —respondió él con otra sonrisa—. ¿Qué planes tienes? —Sabía que no tenía trabajo porque él no había recibido ningún encargo.
—Ninguno en particular. Me estaba planteando pasar las Navidades en la casa de Cabo Cod. El paisaje está precioso en esta época del año.
—Qué perspectiva tan alegre. Solo a ti se te ocurriría considerarlo un paisaje precioso; a cualquier otra persona que fuera allí en esta época del año le entrarían ganas de suicidarse. Tengo una idea mejor. —Mark adoptó su tono de «te propongo un trato» y Hope se echó a reír. Lo conocía muy bien, y también le inspiraba mucha simpatía.
—¿Cuál? ¿Qué muerto te estás planteando endosarme, Mark? ¿Un reportaje de Las Vegas en Nochebuena? —Ambos se echaron a reír ante la idea. De vez en cuando Mark le salía con alguna propuesta disparatada y ella casi siempre la rechazaba. Pero él tenía que intentarlo. Siempre prometía a los clientes potenciales que lo haría.
—No, aunque pasar las Navidades en Las Vegas se me antoja divertido. —Los dos sabían que a Mark le encantaban los juegos de azar, y que de vez en cuando se dejaba caer por Las Vegas o Atlantic City—. De hecho, se trata de un encargo decente y muy respetable. Hoy hemos recibido una llamada de una importante editorial. Su autor estrella quiere un retrato para la solapa de su última novela. Todavía no ha entregado el manuscrito, pero lo hará de un momento a otro y la editorial necesita ya la fotografía para poder imprimir el catálogo y completar el diseño de la edición de cara a la publicidad avanzada que suele hacerse. Es un trabajo serio y legítimo. El único problema es que el plazo es muy ajustado. Tendrían que haberlo pensado antes.
—¿Para cuándo quieren el retrato? —preguntó Hope sin definirse, y mientras aguardaba la respuesta se tumbó en el sofá tapizado de lana blanca.
—Necesitan disponer de él la semana que viene para cumplir con las fechas de producción. Eso significa que deberías hacer el trabajo alrededor de Navidad. El escritor ha pedido que te encargues tú personalmente, dice que no aceptará a ningún otro fotógrafo. Por lo menos tiene buen gusto. Y los honorarios no están nada mal. El tipo es toda una figura.
—¿De quién se trata?
El representante de Hope sabía que la respuesta a esa pregunta repercutiría en su decisión, y dudó antes de pronunciar el nombre. Se trataba de un personaje importante: había ganado el National Book Award, el premio literario más prestigioso de Estados Unidos, y sus obras siempre ocupaban los primeros puestos de las listas de ventas. Con todo, el tipo era un tanto camaleónico y a menudo aparecía en la prensa acompañado de bellezas. Mark no sabía si a Hope le haría gracia retratarlo, sobre todo si se comportaba con grosería; y no descartaba que lo hiciera. De hecho, el hombre no le ofrecía ninguna garantía, y Hope prefería trabajar con personas serias.
—Finn O’Neill —respondió sin más, y esperó su reacción. No quería influenciarla ni desanimarla. Lo que decidiese era cosa suya, y encontraría la mar de razonable que se negara a aceptar la propuesta, pues la había recibido con muy poco tiempo de antelación y además era la semana de Navidad.
—He leído su última novela —dijo con interés—. Es espeluznante, pero el hombre ha hecho un trabajo digno de mención. —Se sentía intrigada—. Es muy inteligente. ¿Lo conoces personalmente?
—La verdad es que no, no lo he tratado, aunque he coincidido con él en algunas fiestas, aquí y en Londres. Me parece un personaje carismático, y creo que tiene cierta debilidad por las mujeres guapas y las jovencitas.
—En ese caso no tengo nada que temer —respondió ella echándose a reír. Intentaba recordar qué aspecto tenía el escritor en la contracubierta del libro que había leído, pero no lo logró.
—No estés tan segura; aparentas la mitad de los años que tienes. Pero sabrás defenderte, eso no me preocupa. Lo que no tenía claro era que te apeteciera ir a Londres en esta época del año. Claro que, por otra parte, el plan se me antoja bastante menos deprimente que pasar la Navidad en Cabo Cod, así que a lo mejor incluso te viene bien. Viajarás en primera clase con todos los gastos pagados y te alojarás en el Claridge’s. Él vive en Irlanda, pero tiene un piso en Londres y ahora está allí.
—Qué lástima —respondió ella, decepcionada—. Preferiría fotografiarlo en Irlanda, sería bastante más original.
—No creo que tengas elección, él quiere que sea en Londres. El trabajo no te llevará más de un día, así que aún llegarás a tiempo de acabar de pasar las fiestas en Cabo Cod y deprimirte del todo. Tal vez para Año Nuevo. —El comentario hizo reír a Hope, y se planteó aceptar el encargo. La cosa tenía su gracia, Finn O’Neill era un escritor de renombre y seguro que la sesión de fotos sería interesante. Estaba molesta porque no recordaba su rostro—. Bueno, ¿qué te parece?
Por lo menos no había rechazado la propuesta de plano, y Mark creía que el trabajo podía hacerle bien, sobre todo si el plan alternativo consistía en pasar las fiestas sola en Cabo Cod. Hope tenía una casa allí y solía ir en verano desde hacía años. Le encantaba el sitio.
—¿Y a ti? —Hope siempre escuchaba los consejos de Mark, aunque a veces no le hiciera caso. Pero por lo menos le pedía opinión, cosa que otros clientes no hacían nunca.
—Creo que deberías aceptar el encargo. O’Neill es interesante y famoso, es una persona respetable. Además, llevas mucho tiempo sin hacer ningún retrato, y no puedes pasarte la vida fotografiando a monjes y mendigos —dijo Mark en tono liviano.
—Sí, puede que tengas razón. —Parecía pensativa. Seguía gustándole mucho hacer retratos si el cliente resultaba enigmático, y sin duda ese era el caso de Finn O’Neill—. ¿Puedes conseguirme a algún ayudante allí? No necesito que me acompañe nadie en particular. —Hope no era demasiado exigente.
—Me encargaré de ello, no te preocupes. —Mark contuvo la respiración, aguardando a oír que aceptaba el encargo. Creía que debía hacerlo, y lo más gracioso era que la propia Hope también lo creía. Temía la llegada de las fiestas navideñas, a las que siempre había tenido aversión, y un viaje a Londres representaba una distracción de lo más oportuna, sobre todo en sus circunstancias actuales.
—De acuerdo, lo haré. ¿Cuándo crees que debería partir?
—Yo diría que cuanto antes, para que te dé tiempo de terminar antes del día de Navidad. —Por un momento se le había olvidado que eso a ella le daba completamente igual.
—Podría salir mañana por la noche. Antes tengo que zanjar algunos asuntos por aquí, y prometí llamar al conservador del MoMA. Puedo coger un vuelo nocturno y dormir en el avión.
—Perfecto. Se lo diré a los de la editorial. Les pediré que se encarguen de tenerlo todo a punto, y te buscaré un ayudante. —Nunca le costaba encontrar quien la ayudara. Los fotógrafos en ciernes se morían por trabajar con Hope Dunne. Tenía fama de ser una persona llana, y se la había ganado a pulso. Era una fotógrafa de trato agradable, muy profesional y no exigía demasiado a los demás. Y lo que los estudiantes y los principiantes aprendían de ella no tenía precio. El hecho de haber trabajado para Hope como ayudante freelance, aunque solo fuera un día, destacaba mucho en el currículo—. ¿Cuánto tiempo quieres quedarte?
—No lo sé —respondió ella pensándolo—. Unos cuantos días, no quiero andar con prisas. No sé cómo se comporta O’Neill ante la cámara, puede que tarde un día o dos en relajarse. Resérvame alojamiento para cuatro días. Ya veré qué tal van las cosas sobre la marcha, pero por lo menos así tendremos tiempo de sobra. En cuanto terminemos, me marcharé.
—Eso está hecho. Me alegro de que hayas aceptado el trabajo —confesó él en tono caluroso—. Además, Londres resulta muy entretenido en esta época del año. Las calles están llenas de adornos y lucecitas; los ingleses no son tan políticamente correctos como nosotros, ellos aún creen en la Navidad. —En Estados Unidos la palabra «Navidad» se estaba convirtiendo en un tabú.
—Me gusta el Claridge’s —dijo ella contenta, y de repente se puso más seria—. Puede que aproveche para ver a Paul, si es que está en la ciudad. No sé muy bien por dónde anda, hace mucho tiempo que no hablo con él. —Resultaba irónico pensar que habían estado casados veintiún años y ahora no sabía siquiera dónde estaba. Últimamente su vida le recordaba al proverbio chino: «Antes era antes y ahora es ahora». No cabía duda, y menuda diferencia.
—¿Qué tal se encuentra? —preguntó Mark con amabilidad. Sabía que para Hope ese era un tema delicado, pero para haber sufrido tantas dificultades, la verdad era que se había adaptado muy bien. En su opinión, Hope era la personificación del espíritu deportivo y la calidad humana. Pocas personas llevarían sus circunstancias tan bien como ella.
—Creo que más o menos igual que siempre —dijo respondiendo a la pregunta de Mark sobre su exmarido—. Está siguiendo no sé qué tratamiento experimental de Harvard, y parece que le va bastante bien.
—Llamaré a la editorial y les diré que te harás cargo del trabajo —concluyó él cambiando de tema. Nunca sabía qué decirle sobre Paul, aunque lo cierto era que Hope siempre se lo tomaba bien. Era consciente de que seguía amándolo, pero había aceptado lo que el destino le tenía deparado. Nunca se la veía resentida o enfadada; Mark no sabía cómo se las arreglaba—. Volveré a llamarte mañana para darte más detalles —le prometió, y al cabo de un momento pusieron fin a la conversación.
Hope introdujo el tazón de la sopa en el lavavajillas y se asomó a la ventana para contemplar la nieve, que caía a ritmo constante. Ya había un grueso de varios centímetros, y eso le hizo pensar en Londres. La última vez que había estado allí también nevaba y el paisaje parecía una postal navideña. Se preguntó si Paul se encontraría en la ciudad en esos momentos, pero decidió no llamarlo hasta que estuviera allí por si había algún cambio de planes, y además no sabía de cuánto tiempo libre dispondría. No quería quedar con él el día de Navidad y arriesgarse a que alguno de los dos sufriera un bajón de ánimo; eso sí que quería evitarlo por encima de todo. Ahora eran buenos amigos, él sabía que podía contar con ella si la necesitaba, aunque Hope también era consciente de que el orgullo le impediría llamarla. Si se veían, ambos se cuidarían de mantener las cosas en un plano superficial, que era lo mejor que podían hacer. Había cosas de las que resultaba demasiado doloroso hablar, y no servía de nada hacerlo.
Mientras permanecía junto a la ventana, Hope observó a un hombre que caminaba dejando las huellas en la nieve, seguido de una anciana que andaba dando resbalones y traspiés mientras intentaba pasear a su perro. No pudo resistir la tentación. Se puso el abrigo y las botas y salió de nuevo a la calle llevando en el bolsillo la Leica en lugar de una de las flamantes cámaras más modernas que todo fotógrafo codiciaba pero que, aunque también formaban parte de su colección, no eran sus favoritas. Ella prefería su vieja cámara, una fiel amiga que siempre le había hecho un buen servicio.
Al cabo de diez minutos caminaba sin rumbo, rodeada de nieve por todas partes, buscando escenas dignas de fotografiar. Sin pensarlo, se encontró en la boca del metro y bajó corriendo la escalera. Acababa de ocurrírsele una idea. Quería captar algunas imágenes de Central Park en plena noche, y después iría a algunos de los barrios más conflictivos del West Side. La nieve tenía la capacidad de suavizar los semblantes y ablandar los corazones. Para Hope la noche era joven, y podía pasarla perfectamente en la calle si se sentía con ánimos. Esa era una de las ventajas que había descubierto que tenía vivir sola. Podía trabajar siempre que quería y durante el tiempo que le apetecía, y no tenía por qué sentirse culpable. En casa no la esperaba nadie.
A las tres de la madrugada estaba de nuevo enfilando Prince Street y sonreía para sus adentros, satisfecha del trabajo que había hecho durante la noche. Paró de nevar justo cuando entraba en el portal de su edificio, y subió la escalera hasta la planta en la que se encontraba su loft. Una vez allí, se despojó del abrigo mojado y lo dejó en la cocina mientras se recordaba a sí misma que por la mañana tenía que hacer las maletas para ir a Londres. Al cabo de cinco minutos se había enfundado el cálido camisón y se estaba arrebujando en la cama individual situada en el altillo, y en cuanto posó la cabeza en la almohada se quedó dormida. Había sido una noche muy agradable y muy productiva.