Un sol extrañamente rojo, caliente, cae encima de la mesa del jardín, resplandece sobre las tostadas, la porcelana de las tazas, la tetera. El zumo de naranja, contenido en una jarra alargada de grueso vidrio, es espeso, sangriento. Delante, en el horizonte de las montañas, el cielo está invadido por unas nubes terrosas, una especie de humo denso, producido por la leña verde de un bosque al que están devorando las llamas.
—¿Un poco más de azúcar?
—Otra cucharada. Gracias.
Sobre la mesa del jardín revolotean algunas moscas. Gordas, pesadas, negras. Archibald agita un momento el periódico que tiene a su lado para espantarlas. Luego, con cuidado, coloca el paño limpio sobre la jarra de naranjada que Sibila ha dejado destapada al servirse.
—Yo creo que debe de ser alguno que mete fuego. En mi pueblo un año pasaba también eso. Había un incendio detrás de otro: casi nos quedamos sin dehesa. Por fin descubrieron que era un muchacho medio simple que vivía cerca del Calandrajo… Lo encontraron detrás de unas matas, en el cerrillo, mirando el fuego, bailando y palmoteando.
Raimunda habla con su habitual ademán de secarse las manos en el delantal. Y Archibald sonríe levemente al escucharla.
Sibila bebe sin prisa el zumo de naranja. Mira el sol, el humo, la media docena de pinos, la palmera —movible, acompasada, verde—, mira el huerto y el tiesto de perejil que últimamente se ha plagado de pulgones. Indiferente, sin ningún interés.
Quedaron de acuerdo. Él silbaría en la carretera. Sibila entonces bajaría en silencio. Llegarían a Palma con el tiempo preciso para coger el avión.
La noche era un gigante enorme, despiadado, y ella estaba de pie en el balcón sintiéndola, oliéndola, escuchando sus pequeños ruidos. La hierba chasqueaba sin motivo, sin razón, y alguna bestia nocturna lanzaba un grito. Sibila aguardó aquella noche y cuatro noches más. Había colocado en la maleta pequeña lo más indispensable, las cosas que le parecieron de más valor.
En su larga espera Sibila llegó a pensar que aguardaba a un fantasma, que el Monegro no había existido nunca. Tuvo que agarrar entre sus dedos la bufanda de pastor que él le regaló un día y pasar sus dedos una y otra vez por el pelado astracán de dos colores. Recordó sus besos, sus ásperas manos llenas de cortes, con las uñas rapadas a ras de la piel. Sus palabras salvajes y las historias candorosamente horribles que solía contarle:
—Los gatos son ladrones. Roban. En mi casa entraba un gato blanco a robar.
Era el año del hambre, después de la guerra, y si había una pizca de pan en la casa no iba a ser para el gato. El animal se había metido en el cuarto de mi hermana, que estaba con mi cuñado en la cama. Encima de la cama había un espejo. Yo me encerré allí con una hachilla pequeña.
El gato tomó el espejo por una ventana y, ¡zas!, se tiraba hacia él y yo, ¡zas!, con el hacha contra el gato.
Mi hermana con la cabeza tapada no hacía más que gritarme: Pero jodío muchacho, deja el gato ya, déjalo… Cuando lo solté, el bicho goteaba sangre y le faltaba una pata.
Y lo esperó incluso después de oír por el pueblo que el Monegro había desaparecido. Fue la segunda de aquellas noches de inútil y crispada espera. Entonces pensó que había muerto, que se habría ahogado en el mar, que un ataque súbito le había derribado en su casa, en el bosque.
Una desesperación espesa, que a veces se erizaba en un agudo y relampagueante dolor, se apoderó de Sibila. Estuvo horas y horas en su habitación, sin querer ver a nadie, echada boca abajo en la cama, embotada. Después, se lanzó fuera. Recorría la orilla del mar, lanzándose ansiosamente a registrar cada montón de algas. Luego, la cabaña, con la perra hambrienta, quejumbrosa, sola, que se le echó encima intentando lamerla. Y el bosque, sus infinitos rincones y sombras… Una búsqueda anhelante y desfallecida, inútil.
—Dicen que en el pueblo, delante de Can Mostaxet, están cargando camiones con hombres para que vayan a apagarlo y que algunos huyen y se esconden porque no quieren ir.
Sibila tiene una pierna sobre la otra. Extiende, calmosa, mantequilla sobre una tostada, lentamente, procurando que la capa sea uniforme, perfecta. Silenciosa, sin intervenir en aquella conversación sobre incendios que sostienen Raimunda y su marido.
—Está bien que ayuden los hombres del pueblo si es necesario, puesto que la montaña que arde está cerca de aquí, pero ¿por qué no traen bomberos o soldados? A un fuego que hace tres días que dura, se le podía poner un remedio más enérgico.
Archibald, mientras habla, se quita las gafas, se saca del bolsillo una pequeña gamuza y se pone a limpiarlas.
—Los bomberos llegaron ayer tarde. Son los de Palma. Creo que en total son unos veinte. Ya ve usted. Veinte bomberos para un incendio así.
Son como hogueras, hermosas, brillantes, y aparecen de noche en la cresta de las montañas, como unas manos rojas, asomándose, escondiéndose, movibles, temblando. Y una espesa humareda se eleva por encima.
Los incendios. Ha habido muchos este verano. No ha llovido desde mayo. La tierra, el sol. Casi siempre basta la chispa de un cigarrillo que se escapa por la ventanilla de un coche cualquiera para pegar fuego a una montaña.
—Ayer me dijeron en el bar de Mostaxet que también hay soldados. Echan para abajo los pinos de alrededor, quieren aislar el fuego, dicen. Pero el viento…
Después de limpiar las gafas, Archibald las mira al trasluz para ver si el cristal ha quedado empañado con alguna sombra.
Sibila deshace sobre su falda una hoja de peral, la desmenuza a pequeños trozos, húmedos de savia. La rompe más. En fragmentos cada vez más pequeños.
De pronto se oye el golpear seco de alguien que está partiendo leña. Los ojos de Sibila se abren y mira alrededor, a su marido, a Raimunda, con un sobresalto aterrorizado e inexplicable.
—Ya está ahí Vicente —dice Raimunda.
Archibald abre el periódico Sobre su cara. El hacha a veces se encalla sobre un tronco demasiado gordo y los golpes paran un momento.
Archibald leía en la sala y eran más de las once de la noche, cuando le avisó Raimunda de que el guardia Aznar y cuatro individuos más estaban abajo y querían hablarle.
Eran dos guardias civiles de fuera y dos paisanos desconocidos. El guardia Aznar iba delante de la comitiva e incomprensiblemente le estrechó la mano dos o tres veces.
Los hizo sentar y allí, entre sus objetos familiares —las cortinas, el vidrio verde de la botella con el barco dentro, el pergamino enmarcado, nítido sobre la clara pared— le pareció que todos tenían una gravedad ridícula y adoptaban posturas forzadas que los hacía parecerse a los monigotes de un barracón de feria.
Se echaban miradas furtivas, resbaladizas, cobardonas, y por fin fue el guardia Aznar quien rompió el silencio:
—Ya lo hemos atrapado.
—¿Qué?
—Que la policía cogió al Monegro. Iba en la moto aquella que había comprado y no llevaba permiso de conducir…
El Monegro. La furia fluida y ágil de la comadreja. No sabía por qué lo perseguían, pero le dio pena que le hubieran dado alcance. Un animal de selva apresado. Entre cuatro paredes. La idea le deprimía.
Los monigotes seguían echándose miradas. Animándose unos a otros para continuar hablando.
—Llevaba veinte mil pesetas y un reloj.
—¡Ah!
Archibald de pronto se dio cuenta de que todas aquellas confidencias, a las once de la noche, y la visita de esta gente, resultaba fuera de lugar, completamente absurda. La pequeña comitiva guardaba silencio y lo miraban.
—Señores… Pero yo…
Los civiles de fuera y los dos hombres de paisano comenzaron a hablar a golpes, de prisa:
—Al principio no quería decir de dónde había sacado el dinero.
—Pero a los dos días confesó.
—Dijo…
—Dijo, que su señora, don Archibald, le había dado el dinero y el reloj.
La furia fluida y ágil de la comadreja. Archibald vio que los contornos de los objetos que le rodeaban se desdibujaban, desplazándose en un vaivén incierto, acuoso. De pronto notó que los hombres aquellos miraban hacia la escalera con una sombra de espanto, sorprendidos. Se volvió y pudo distinguir a Sibila en el último escalón, el de más arriba. Gris, impasible y remota. Y oyó la voz de su mujer, nítida, perfectamente modulada, diciendo:
—Es verdad. Yo le di el dinero.
Han terminado de desayunarse. Raimunda va colocando las tazas sucias y los platitos en una bandeja, para retirarlos de la mesa. Sibila continúa destrozando la hoja.
Archibald se distrae de su lectura. Algo le desasosiega. Tal vez los golpes de hacha que ahora son seguidos, firmes, rabiosos. Irá a leer a otro sitio.
—Hasta luego, querida.
—Hasta luego.
Sale por la puerta de atrás, la que da al desembarcadero. La motora se balancea imperceptiblemente. El mar está tranquilo.
Junto a la amarra donde ata la motora hay un cabo de cuerda viejo y podrido que cuelga hacia el mar, y las olas lo mueven… Es la cuerda que amarraba la vieja barca que él encontró al llegar a la Torre, la barca del Inglés.
Sibila… No habían cruzado ni una palabra más, aparte de las pequeñas frases mecánicas que enlazaban su leve convivencia. Después, cada uno en el silencio, agarrándose a él, sabiendo que era lo único que podía sostener aún sus vidas. Ni el amor, ni las ideas, ni la sangre. Sólo el silencio, el continuar lentos y vacíos hacia delante, sostenidos sobre una espesa capa de silencio. Una masa de nubes bajo la cual no existe nada.
Unos peces pequeños se pasean en grupos por el agua transparente y en el fondo se ve un bote de hojalata tumbado, y una nacra a la que falta un trozo de la valva como si se la hubiera arrancado de un mordisco.
Sobre la cubierta de la lancha hieden, resecas, un puñado de caracolas. Las dejó olvidadas. Han muerto. Han muerto y Dios continúa lejano, inasible.
El aire trae una humareda densa, sofocante, oscura.
Los incendios. Como hogueras en la noche. Había visto cómo quedaban los montes al apagarse el fuego. Negros, pelados, sin pájaros ni verde. Convertidos en desnudos calveros.
Las hogueras. Archibald pensó que a menudo los breves y desesperados vuelos hacia la felicidad son como una hoguera que arrasa y nos hunde en la desesperanza, en la soledad. En la imposibilidad de esperar nada aparte de la diaria y baja rutina…
Vallvidrera, Barcelona, primavera de 1964.