—Se llama Xam.
—¿Y qué es?
—¿No lo entiendes? Es el propietario de la casa de Modas donde yo trabajé. Él diseña vestidos y los vende.
Sibila habla vocalizando, levantando la voz —como si le estuviera hablando a un sordo o a un extranjero que con mucho esfuerzo comenzara a aprender la lengua en que ella se expresaba—, pero lo hace sonriente, de buen humor, paciente.
—Diseña.
—¿Qué es diseña?
—Quiero decir que los dibuja, que los inventa en su taller las modistas los cosen como él les indica.
La cara del Monegro es algo quieto, rocoso, sin prisa ni cólera. Tiene las mandíbulas apretadas como si se preparase a penetrar un misterio cósmico o a soportar, desde muy cerca, el estampido de una explosión. Su corpachón interrumpe la luz que entra por el pequeño ventano, oscureciendo la cabaña. Su sombra se extiende como una manta sobre la moto ladeada, polvorienta, con pegotes de barro pegados sobre la hojalata despintada.
—¿Y tú qué hacías allí?
—Ya te lo he explicado: me probaba los vestidos y cuando estaban terminados me vestía con ellos y paseaba por delante de los clientes, que estaban sentados en unos sillones en un gran salón rojo y dorado. Ellos miraban y, al acabar el desfile, compraban el vestido que más les había gustado.
Era como si no hubiera ocurrido. Como un mal sueño del que al fin se despierta.
Lo había esperado enfebrecida, loca, con los ojos fijos en el jardín iluminado por la blanda luz de la luna. Cualquier ruido la hacía estremecerse de esperanza.
Pero eran los gratuitos murmullos de la noche, no era él. Apoyada contra la puerta, arañando la madera, clavando las uñas en la pared, escuchaba los menores ruidos, hasta los producidos por un pequeño soplo de bestia en la escasa hierba de la tierra. Y cuando daban las tres y sabía que aquella noche no llegaría, sentía que se vaciaba, que se quedaba inútil para todo, con ganas de morirse.
Las tres. Gritaba una lechuza y muy cerca se oía el canto de los grillos exasperante y continuo. La vida continuaba, pero ella… ¿Qué haría con todas las horas que le faltaban hasta la salida del sol? ¿Qué haría con todos los minutos que le quedaban para vivir si él no volviera más?
—¿Iban hombres?
—Claro que iban hombres. Los hombres son los que pagan los vestidos de las mujeres. ¿No lo sabes?
Una reconcentrada desconfianza, una falta de fe antigua y salvaje, tan vieja como el regateo y el minucioso inspeccionar los objetos que uno va a comprar para no admitirlos con taras. En el pueblo de Daniel; el hijo de la Cuculala mató a su mujer la noche de novios porque le pareció que no era virgen.
—¿Quieres decir que no hacías de pendón allá en París?
La risa de Sibila suena como un cacareo, fea, nerviosa. Pero no está ofendida y encuentra un gesto tierno que imprimir a su cara. Encuentra esa insólita ternura que le despierta este hombre rudo y torpe.
—No, Daniel, no. ¿Cómo quieres que te lo diga? Yo era modelo. Mo-de-lo.
La última palabra la dice vocalizando, abriendo la boca exageradamente, ayudándose, para hacerla más expresiva con un movimiento de la mano. Y entonces se da cuenta de que la tiene lastimada, de que le duele.
Por las mañanas lo veía pasar erguido sobre aquella moto maldita y detonante, como un orgulloso centauro. Una rabia impotente y feroz la llenaba. Le hubiera destrozado con sus manos, le hubiera echado una de aquellas granadas que cuando la guerra decían que dejaban destrozados a los soldados que avanzaban cautelosos hacia una posición. Una cólera sorda la iba mordiendo mientras la vida estallaba hecha sol, ruido, movimiento, como un largo suspiro de terror.
Se formulaba preguntas que no tenían respuesta. ¿Por qué ella esperaba sin conseguir el sueño, ni la paz, desesperada de deseo y él continuaba viviendo tranquilo, aparentemente sin recuerdos y sin ninguna necesidad de ella?
Por eso, despreciando el acuerdo que habían hecho de verse solamente en la Torre, de noche, cuando todo durmiera, despreciando el pueblo y sus gentes, los ojos de los veraneantes —los ojos de los curiosos y los de la maledicencia—, Sibila se había llegado a la cabaña a las cinco, cuando sabía que Daniel acababa su trabajo, con un globo de sol luciendo en el cielo.
Y ahora en esta paz, hablando ella y el Monegro metidos en el espeso calor de las puertas y ventanas cerradas, le parece mentira que haya sido ella la que ha golpeado la puerta con aquella mortal desesperación, al saberlo a él dentro de la cabaña haciéndose el sordo. Golpeaba la madera de la puerta con las dos palmas abiertas y al mismo tiempo gritaba no recuerda qué palabras. Frases de amor, injurias, insultos…
Y después… Acabada, impotente y ronca se ha dado cuenta, con una especie de horror insensible, que de las palmas de sus manos se escapaban gotas de sangre que salpicaban la madera, de un gris desvaído y muerto, de la puerta del Monegro.
Se quedó derrumbada como un recipiente exprimido, lacio, sin darse cuenta, al parecer, de lo que decía ni de lo que estaba sucediendo y cuando el hombre abrió bruscamente la puerta y se quedó de pie, inmóvil, como un mineral, mirándola inexpresivo y luego la arrastró dentro de la cabaña y comenzó a pegarle en la cara, ni siquiera se movió. Una tenue luz, apenas perceptible, le decía que ella no era más que una bestia cansada a la que alguien golpea con un palo.
Y cuando él le contó, con frases cortas y silbantes, que estuvo en la Torre y escuchó en el balcón, se quedó primero sorprendida, luego halagada, encontrando en el fondo de su entraña no sabía qué esencia femenina encantada de recibir toda la furia, los golpes, los celos, la brutalidad de un hombre, de aquel hombre, sobre su piel.
Y ahora, en medio de esta paz, vuelve a parecerle mentira todo hasta los besos y las caricias que vinieron después. Toda la lujuria de una fiera descargada como una tormenta sobre ella, que ya no era más que una superficie de tierra reseca y sedienta. Quieta y furiosa como una oquedad.
—Yo era modelo. La mejor modelo de París, He salido fotografiada en las revistas más importantes…
Habla exaltada ante los ojos del Monegro —incrédulos, astutos—, ante el Monegro, que se repite a sí mismo la canción que lleva grabada dentro: «Con lo que yo gano en un mes, esta no tiene ni para un día».
—Yo era la más bonita de todas. Los reporteros me daban dinero para que les cediera la exclusiva de mis fotos. Los hombres… ¿cómo explicártelo?
Crema en el cuello, en las piernas, en el vientre… Crema y toallas mojadas con agua caliente. Cera virgen que le quitaba el vello. Líquidos ácidos que hacían lagrimear al peluquero y a ella y que le teñían el pelo del último color de moda. El de la temporada.
—… Yo era la mejor modelo de París.
Ha bajado la cabeza, deshinchada, exhausta como si la enumeración de sus glorias delante de este hombre ajeno, indiferente, la hubiera exprimido.
—¿Y cuánto dinero dices que tienes?
Sibila contesta, pronta, con un hilo de voz:
—Tengo veinte mil pesetas.
Daniel se aparta de la ventana. Una luz verdosa, la de las tupidas hojas de los árboles, penetra por el cristal. Daniel anda desgarbadamente hacia la moto, de espaldas a la mujer, y acaricia quedamente el caucho de las ruedas, las estrías manchadas de barro.
—Tráemelas. Compraré los pasajes del avión.
En los ojos de Sibila brilla la alegría, la esperanza, se exalta:
—Además, tengo unos pendientes, un reloj, anillos… Lo podemos vender en caso de necesidad.
El Monegro se vuelve de nuevo hacia ella. Tiene los labios metidos hacia dentro, como si le hubiera desaparecido la carne de ellos y se hubieran convertido de pronto en una línea fina, casi inmaterial. Sibila lo mira. Ve aquel hombrón rubio y grande. Los enormes bíceps de sus brazos, el vello de su pecho, un vello rizoso dorado que asoma por el escote de su camiseta interior, que es lo único que lleva sobre el pantalón. Y vuelve a su frenesí inagotable de palabras:
—Pero no será necesario. Xam en seguida me dará trabajo…
Sigue hablando con la cara vuelta hacia arriba, soñadoramente. Habla sin ver si el Monegro la escucha o no.
—¡Oh! ¡Qué alegría tendrá Xam cuando me vea! ¡Qué alegría!…
Y mientras emite palabras se imagina una pasarela en un salón lleno de luces y las luces se reflejan sobre las lentejuelas de su traje, en sus ojos, en los brillantes de unos pendientes largos que lleva…
Fuera de la cabaña, la tarde va cayendo; El sol, achatado por una nube negra que se le ve encima, lentamente va escondiéndose en las montañas.