Lentamente, con miedo a que se escurriera, desenroscó el pendiente de su oreja y lo retuvo en el hueco de la mano unos instantes. Era de platino, un pequeño brillante montado sobre platino. La luz del sol se deshacía con reflejos cortos en las caras talladas de la piedra, con reflejos llenos de rayos intensos e incisivos. Lo contempló como si lo viera por primera vez, valorándolo. Como aquel día que, cogida del brazo de Archibald, descubrió en un escaparate el par de pendientes y pidió tenerlos: «Los quiero, los quiero». Como una niña caprichosa, como si pidiera la luna o la inmortalidad, con la misma vehemencia.
Había venido nadando desde unas rocas cercanas a la Torre. Ahora descansaba mojada la piel y sentada sobre la superficie de la roca erosionada, llena de huecos, donde se depositaba el agua del mar para producir, al evaporarse, una sal blanquísima y cristalizada. Le gustaba sentir el sol sobre su cuerpo, sobre todo su cuerpo. Estar echada bajo su peso caliente sin pensar en nada, sintiendo en cada uno de sus párpados, cerrados, dos rojas y pesadas vigas radiantes, deslumbradoras.
Por la noche había estado en la cabaña del Monegro. Toda la noche la había pasado con él. Su marido tuvo que ausentarse el día antes para resolver un asunto relacionado con sus negocios. Un asunto de dinero que no le había explicado. Volvía por la tarde.
El Monegro se levantó al amanecer para ir a trabajar a la carretera. Tenía que conducir el camión, pues el chófer se había fracturado un brazo al caerse de una higuera. La dejó a ella en la cama, soñolienta y tibia, mientras él se alejaba silbando una desgarbada cancioncilla que resultaba irreconocible.
La cama de la cabaña. Un colchón relleno de alga seca, crujiente, sobre un somier de patas cortas. Cuando despertó del todo. Canela la miraba con la lengua fuera, con esa especie de comprensiva sonrisa de los perros, que parecen conocer todas nuestras flaquezas.
Se quedó pensando en cada una de las cosas que habían ocurrido el día anterior. En Daniel, en sus palabras, en sus manos, en el sudor de su cuerpo. El aire de la cabaña estaba viciado, y a Sibila, al ir a abrir la ventana, se le quedaron adheridos en la planta de los pies unos huesos de aceituna que estaban por el suelo. Volvió a la cama, a recordar:
—Cuéntame, Daniel. Cuando eras niño, ¿qué hacías? ¿Cómo eras?
Una ternura viscosa, caliente, inevitable, que él sacudía áspero, complacido y desacostumbrado. Pero que al final lo vencía haciéndole sucumbir y hablar.
—Pues… pues, nací después de Eusebiete, mi madre lo contaba. Al mes de nacer Eusebiete mi madre se preñó y las vecinas le decían: «Pero ¿otra vez mujer?». Y a ella le daba rabia. No quería que se lo dijeran…
—¿Y qué más?
Los ojos verdes anhelantes, infantiles, voraces, y el hombre defendiéndose con rubor, como sorprendido en una intimidad demasiado cruda.
—Dicen que a las mujeres cuando se preñan se les va la leche. El Eusebiete se murió canijo. Mí madre no tenía teta y él no quiso mamar de la cabra…
—¿Y qué más?
—Al poco tiempo, cuando yo tenía catorce meses, nació el Abraham. También se murió.
—¿Cómo fue?
—Un día, él aún no andaba, nos fuimos con mi hermana Liberada al río. Ella lavaba la ropa mientras yo cuidaba de Abraham y paseaba con él por un madero que atravesaba el agua. El madero se volcó y nos caímos en el río. El Abraham se ahogó. A mí me pisaron el vientre hasta que salió toda el agua que se me había metido por la boca. Cuando me espabilé, todos los de mi casa estaban contentos, me hacían preguntas y me querían dar cosas para comer: «¿Qué quieres comer, Daniel? ¿Qué quieres comer?». Y yo contesté: «Querría algo así como mojar en una pringue». Y todos se reían.
—¿Se reían y tu hermano estaba muerto?
—Sí, se reían.
Sibila recordaba. El sol arrancaba resplandores al pendiente de platino y secaba el agua de su piel. La tuerca del pendiente es dentada como una íntima pieza del interior de un reloj. Sibila, con cuidado, para que no se le escurra de la mano, enrosca el pendiente en su oreja.
Tiene veinte mil pesetas guardadas, se las ha ido robando a Archibald. Es poco dinero, pero si consiguiera vender los pendientes y el anillo con el topacio y el reloj de oro… Porque lo importante es llegar hasta París. Luego está segura de que todo se arreglará. En cuanto llegue irá a casa de Xam y le dirá: «Ya estoy aquí de nuevo. He vuelto…».
Xam se alegrará y volverá a decirle, velando delicadamente sus pupilas con los párpados pintados de verde o de oro: «Ponte este traje, Sibila. Si tú lo luces, se venderá». Y ella se vestirá y, ligera, sonriente, como una graciosa maquinilla de lujo que camina según la voluntad del que le da cuerda, andará por la pasarela, erguida la cabeza…
En París, en una buhardilla cualquiera con Daniel, con sus abrazos. También a él podrá proporcionarle Xam algo que hacer. París es la capital de Francia y no puede faltar una ocupación para un hombre como Daniel: es fuerte, es apuesto y sabe conducir. Seguramente en aquella ciudad adquirirá un barniz que no tiene y Xam sabrá convertir su aire huraño en elegancia…
Sibila mira hacia la playa. Cerca de la Torre se ven algunos que nadan. En el alga seca, toallas extendidas y abandonadas y gente echada de cara y de espaldas al sol, tostándose. Una señora de bañador negro y barriga abultada grita hacia las olas, donde unos niños juegan con una balsa de goma. La señora tiene un gorro amarillo en la mano y un golpe de viento se lo arranca. La mujer sale detrás de él dando grititos, como una nena. Todos los ruidos de la playa llegan hasta Sibila claros, nítidos.
Ya es verano. Los veraneantes hicieron limpiar las casas. Alquilaron jornaleras morenas y habladoras que embadurnaron durante unos días escobas en cubos de cal viva, mojando después con ellas las paredes de las habitaciones que todo el año habían permanecido cerradas cobijando alacranes y cucarachas. Los veraneantes ahora ocupan las terrazas, debajo de redondas y desplegadas sombrillas de fleco. Pavoneándose bajo la mirada de los ociosos que se pasean de parte a parte de la playa una y otra vez.
También en el hotel están ocupadas todas las habitaciones. Durante el verano hay en Son Bauló una regocijada promiscuidad espesa e intolerable. Lo habló con Daniel la noche pasada, lo hablaron tumbados boca arriba en el lecho de algas secas y crujientes. Cada día serían más arriesgadas sus entrevistas, por todas partes había ojos y oídos. Tendrían que exponerse a que Archibald se enterara de todo. Daniel, cuando hablaban de este asunto, mostraba un extraño, exagerado y supersticioso temor al cabo de la guardia civil. Este temor a Sibila la dejaba suspensa, sin saber cómo explicárselo. Sin embargo, ninguno de los dos había hablado todavía de fuga y ella tenía miedo de exponerle sus planes con el secreto terror a que el Monegro se negara en redondo a huir con ella.
En sus muslos quedaban gotitas de agua que el sol iba redondeando y disminuyendo. Sibila se miró complacida las piernas, los bonitos pies, la cadera.
—¿Dónde está mi reina, mi niña bonita? —gritaba su padre al llegar a casa.
Ella corría para que él la levantara en vilo y la sentara luego sobre sus rodillas. Allí la llamaba hermosa, preciosa suya, y metía los dedos, curtidos y morenos, por entre su cabellera:
—Serás reina de belleza. Eres un sol, una joya. La niña más bonita del mundo…
Su madre. Fregar, guisar, planchar… Andaba todo el día malhumorada, dándoles vueltas a los objetos de la casa, sacándoles brillo, librándolos del polvo, gritándoles a ella o a su padre: «¿Ahora vas a ducharte? Tengo las manos rotas de tanto restregar el cuarto de baño y ahora…».
—Nuestra hija nunca trabajará. No estará esclavizada a esos quehaceres tan mezquinos. La niña tendrá criados. Todo el mundo se inclinará ante ella. ¿Verdad, tesoro? —Y su madre les servía la mesa, cambiaba los platos, procuraba que todo estuviera a punto, obsesionada por el orden.
—Siéntate un poco, mujer, con la niña y conmigo. A mi lado. Ven.
Pero su madre continuaba de pie. Afanándose. Un poco encorvada al andar, como si de ese modo se le facilitara el trabajo. Podía caerse un trapo al suelo y si caminaba erguida no le resultaría tan fácil recogerlo.
—¡Sentarme!… He de quitar la mesa, fregar los cacharros…
—Pero, mujer… Puedes hacerlo mañana.
—¡Mañana!… Buena andaría la casa si yo empezara a dejar los quehaceres para mañana… —Y dejaba resbalar una larga mirada de rencor sobre ella y sobre su padre, que se quedaban en la mesa riendo y hablando.
—¡Papá!
—¿Qué, tesoro?
No supo nunca muy bien qué fue lo que ocurrió. A veces su padre se quedaba en cama un par de días. En una ocasión tuvo anginas. Un invierno se resfrió dos veces seguidas. Pero aquella vez… Se acostó, no se encontraba bien, y a los dos días estaba muerto, rígido, con los pies increíblemente grandes apuntando hacia el techo.
Los vecinos, la gente, los desconocidos compañeros de oficina repetían a su madre: «Ha sido la voluntad de Dios. Ha sido la voluntad de Dios…». Sibila no entendía nada, andaba perdida y hambrienta entre aquellas personas que suspiraban y murmuraban unos rezos fríos y repetidos…
La campana de las monjas toca el ángelus, pero el sol aún no ha llegado a la mitad del cielo.
Sibila tiene que nadar hasta la Torre. Podía llegar hasta la playa y hacer el camino a pie, pero no quiere mezclarse con la gente de la Colonia, no le gusta. Tiene una viva aversión hacia ella.
Se calza el gorro y se pone de pie. Un pequeño salto, un impulso y se lanza al mar, al agua fresca, metálica, estremecedora.
Nada apoyando rítmicamente una mejilla o la otra en la superficie dura y salada. Su gorro blanco es una pequeña y redonda boya móvil.