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Es necesario también que os convoque a vosotros a rendir cuentas, tai como Dios manda, en esta amarga calda de la noche. Tomasteis parte en la infección de las mentes y es preciso que toméis parte en el remedio. No os podéis salvar diciendo: nosotros llevamos los registros y el protocolo de la vida de los hombres, y si estos se descarrían no podemos hacer sino el inventario de sus errores y señalar las causas y las consecuencias con la probidad de los que son neutrales…

La motora Noemí estaba parada, se balanceaba en el agua. Un vientecillo NE. refrescaba el aire y se iba llevando hacia la tierra unas nubes redondeadas y blancas. Eran unas nubes escultóricas, espesas, como las que suelen colocar bajo los pies de las candorosas imágenes de la Purísima en los altares de los pueblos, unas nubes que el viento se llevaba hacia las montañas sin deformarlas casi.

Hacia el oeste, el sol, deslumbrante, una gran cabezota roja, colgada sobre el mar y marcaba en él un camino sangriento y disparatado. S’Escull d’En Barret parecía envuelto en llamas como si hubiera estallado en su superficie una revuelta imprevisible y fatal.

Quedaba enfrente la tierra, el pueblo, empequeñecidos por la distancia. Una comarca llana apenas salpicada de diminutos y suaves relieves, azotada a menudo por la tramontana, que torturaba los pinos y los convertía casi siempre en unos árboles reptantes y quebradizos. Enfrente, el suelo inmóvil manchado por algún punto movible: una persona, una mula enganchada en un carro o en un arado. Un perro caminando de prisa. La tierra separada de la motora por el agua metálica, de un fuerte y oscuro azul.

Archibald siguió leyendo:

La defensa es tan mezquina que confirma vuestra culpa. Tal como lo pensáis y lo escribís, la historia justifica todo lo que sucede por la sola razón de suceder. Justifica a los vencedores y a los vencidos, a los asesinos y a las victimas, a los verdugos y a los mártires. Realmente, no justifica nada ni a nadie, porque en el mundo hay una ley que negáis o de la que os habéis olvidado: vuestra imparcialidad es una parcialidad en favor de Ahrimán…

Había salido con la motora para pescar. Era el primer día que lo hacía después de la enfermedad. La sensación que tuvo al coger el timón de nuevo le recordó intensamente su infancia. Cuando vivía con sus padres en aquel piso de la ciudad y su madre, al fin, le dejaba bajar después de haber revisado concienzuda y meticulosamente sus cuadernos, para comprobar si dejaba sin resolver algún problema o equivocaba un adverbio o un adjetivo en los análisis morfológicos. Él bajaba a saltos la larga escalera con el corazón alborotado al oír a los niños que en la calle jugaban al marro o al escondite bajo la bombilla oscilante, en medio de las cuatro esquinas que formaban la confluencia de dos calles.

El timón hería el agua levantándola, reventándola en blanca espuma. La convalecencia había terminado y él era un hombre libre y se sentía casi fuerte. Se quedó contemplando la costa, la Colonia de Son Bauló, la isla deis Porros, el Clot de S’Alga, la Punta Llarga de Son Real y detrás el pequeño montículo donde hace años se precipitó un aerolito provocando un gran hoyo en la tierra y sembrando de piedra negra, quemada, todos los alrededores. Él mismo había recogido pedazos de aquella roca que un día flotó por los espacios. Los había recogido preguntándose todos los misterios que encierran las estrellas.

Medio emborronadas por la luz, las montañas de enfrente apenas se distinguen. En las cumbres, perfectamente alineados, hay unos pinos derechos uno junto al otro que parecen tener montada una guardia. Su casa, la Torre, los árboles, el huerto y la palmera a la que la semana pasada cortaron las palmas secas, dejándola casi mocha, con un desamparado tronco que parece un barril al que se le han reventado las duelas.

Respiró hondo: sal y yodo. Aire de mar. Entró en la zona oscura de las grandes profundidades. El agua daba en los costados de la barca con unos golpes firmes y sordos. Preparó el volantín. Lo sacó de la cesta de esparto donde lo guardaba arrollado, ovillado en el corcho largo. Preparó también el bote lleno con las pequeñas caracolas que había buscado al amanecer. Dos puñados de bichos medrosos metidos dentro de su nacarada valva.

Había madrugado y la excitación de su primera salida al mar, después de tantos meses, apenas le había dejado dormir. Días atrás Manolo, uno de los marineros que formaban parte de la embarcación del patró Garrit, le había engrasado la motora. Él y otro, un muchacho gordo de grandes orejas qué por la noche marchaba a Muro en bicicleta, le dieron una mano de pintura al maderamen.

Apenas amanecido, por la arena de la playa flotaba una neblina gris que convertía el paisaje en algo borroso e irreal. Buscó los miserables caracoles enganchados en las partes escondidas de las rocas, que emergían musgosas y resbaladizas. Podía haberse acercado la noche antes a casa del patró Garrit a comprar un calamar o un puñado de caballa para el cebo, pero prefirió en el primer día de pesca procurarse él todos los medios. Llevaba el viejo pantalón de sarga que solía ponerse para ir a pescar y que se arremangaba hasta media pantorrilla. Caminaba así por el agua fría que irritaba la piel de su tobillo y de su pie descalzo, produciéndole un vigoroso calor como reacción. Empezaron a teñirse de rosa las nubes del cielo, unos cirros extendidos que parecían de lana cardada y, como si estuvieran aguardando su aparición como señal, los pájaros comenzaron su griterío matinal y las gaviotas su vuelo hacia el mar desde las oquedades donde habían pasado la noche. Algún cangrejo pardo y torpe salía de su escondite para volverse a ocultar en seguida. El sol apenas entibiaba la playa.

Había pensado que saldría por la mañana, pero la búsqueda de los moluscos lo había fatigado. Tuvo que volver a casa a desayunarse y contener su impaciencia con un libro, el que ahora leía: Cartas del Papa Celestino VI a los hombres. Reposó media hora después de comer y a las dos salió con la motora.

La mar ancha, la paz, el pueblo lejano y próximo con la gran perspectiva de cabos e islotes, de montañas. Las casas de la colonia alineadas unas junto a otras como casitas de corcho de algún belén infantil que han construido unos niños para un pueblo de cartón y serrín, de nieve que es harina y arroyos que son pedazos de algún espejo roto durante el año.

Y una vez en la mar ancha no pudo sustraerse a la paz del momento y, en lugar de ponerse a pescar, sacó el libro que llevaba y leyó durante un buen rato, después de soltar el ancla.

Este es el primer pecado, pero no es de ninguna manera el más grave. Vosotros pretendéis comprender con desapasionada claridad el camino de los pueblos, pero en realidad no llegáis ni siquiera a conseguir, ni tan sólo a entender y hacer entender este camino, porque habéis roto y negado las ataduras del hombre, porque la historia del hombre no es más que un capitulo de la historia de Dios…

Al llegar aquí Archibald suspiró profundamente. Despacio, con sumo cuidado, dejó el libro, que tenía las cubiertas blancas y amarillas, junto al timón. Contempló el cielo, el mar, el pequeño pueblo, su casa.

Dios, siempre Dios. Dios y la Creación. Dios y el hombre. Pero ¿qué Dios? ¿El de los hebreos? ¿El de los budistas? ¿El de los antiguos pueblos de Mesopotamia y el Nilo?

La idea de Dios en el hombre. La idea de la divinidad según la psicología de cada pueblo y de los distintos momentos de la historia, de cada hombre y de cada momento psicológico. Una idea, algo inapreciable, producto del cerebro del hombre. Sin el hombre no hay ideas. Sin el hombre no hay Dios.

Sobre cubierta, con una piedra, Archibald comenzó a romper la concha de los caracoles. Un animal resbaladizo, negro, como un moco espeso, quedaba cruelmente libre entre los fragmentos desmenuzados de la valva, irisados, blancos y nácar, retorciéndose convulsos. Y él iba enganchando aquellos bichos agonizantes en los plateados anzuelos del volantín. En el hilo verde de nilón había cuatro anzuelos.

Antes de dejarlo caer, miró la mar. Los pedazos palpitantes se habían quedado inmóviles y posiblemente más negros. Ahora bajarían rápidamente hacia el fondo. Abajo, las rocas, las cavernas submarinas, las grandes extensiones llenas de algas. Los peces, grupos de doncellas listadas y multicolores, de besugos, algún mero de cabeza movible y ojos curiosos; las morenas venenosas, provistas del más absoluto de los mimetismos, reptando en lo más hondo.

Las primeras veces que Archibald salió a pescar sintió una compasión obsesionante y desgarradora por los peces que quedaron enganchados en el volantín. Estaban vivos aún, más vivos si cabe que dentro del agua, con la excitación del peligro y de la próxima e inevitable agonía. Luchando contra algo que no comprendían, con las aletas extendidas a los lados, membranosas y brillantes, marcando con la boca una O anhelante. Tal vez suplicando desde el fondo de cada una de sus células al ser que los precipitaba a la muerte. No queriendo morir.

Una mañana quiso liberarse de aquel peso de culpa echando otra vez al agua a uno de los peces. Lo desenganchó cuidadosamente del anzuelo y lo echó de nuevo al mar. Esto provocó en él una rabiosa sensación de poderío. No sólo podía adueñarse de la vida de los animales. Podía también liberarlos de la muerte si ese era su deseo.

—Nada. Vive.

Era como una fórmula mágica. Pero su sonrisa —bondad, omnipotencia— se le fue borrando de los labios. El pez flotaba angustiosamente vivo sobre el agua. Movía las aletas sin poderse hundir, flotante, moribundo. Tenía probablemente la vejiga natatoria llena de aire, y eso le impedía sumergirse. Al tirar del volantín con fuerza para sacar: el pez había ocasionado esta muerte lenta y sin sentido.

El cielo era azul. Unas nubes algodonosas, blancas, nacían en el horizonte, allá donde parece que el mar se junta con el cielo, Archibald pensó en una frase de Nietzsche: «Odio esa especie de cobardía de nuestros propios actos; no hay que abandonarse a los golpes del rubor o de una aflicción inesperados. Es mejor la más extrema de las fierezas».

Cuando recién acabada la guerra, joven escrupuloso e inexperto, emprendió con su padre aquel negocio de chatarra, no podía dormir por las noches. «Chatarra al por mayor, Strokmeyer y Compañía». Aquellos pobres diablos que buscaban en las abandonadas trincheras fusiles, pedazos de tanque, chasis enteros de coche, volaban a menudo por los aires destrozados por una bomba sin estallar. Otros acababan mutilados para siempre.

Creyó que iba a enloquecer de remordimiento el día que se le presentó aquel muchacho sin piernas pidiendo una indemnización. Lo arrastraba en una silla de ruedas un viejo con una gran gorra en la cabeza. No le dieron nada. Su padre se negó en redondo: «Que tengan cuidado. Estaríamos buenos si empezáramos a indemnizar…».

Archibald creyó que se volvería loco de remordimiento. Por las noches no dormía pensando en aquellos muñones descansando sobre el asiento del cochecito.

Su padre lo tranquilizó: aquellos individuos sabían lo que se jugaban yendo a buscar los desperdicios de la guerra. Nadie los engañaba. Que anduvieran, pues, con tiento… En cuanto a lo que decía Archibald de dejar el negocio por las desgracias que originaba, era una tontería. «Chatarra al por mayor, Strokmeyer y Compañía» pagaba mejor que cualquier otro negocio similar y si por un falso sentimentalismo abandonaban la empresa en otras manos, aquellas gentes a las que Archibald quería salvar continuarían trabajando para los nuevos dueños.

Elevó el volantín. Cuando lo tuvo a su alcance vio que el cebo había desaparecido, pero en los anzuelos no había nada. Los peces o el movimiento del agua se habían apropiado de los caracoles. Miró el montón de moluscos húmedos que tenía sobre la cubierta. Pensando en la justicia, llenó con ellas el hueco de sus manos y los arrojó al mar. Los miró hundirse con una sonrisa delgada entre los labios. Una especie de impotencia lúcida.

Enfiló la motora hacia la orilla. Paró en el Clot de S’Alga. Los fondos de Son Bauló estaban llenos de criaderos de alga, de colonias de esponjas. Las corrientes originadas en la bahía, tan abierta a todos los vientos, los arrojaba en la playa. Pensó que si él hubiera tenido que poner nombre a este lugar le habría llamado la bahía de las Algas.

Por la playa, cerca del torrente, le pareció distinguir a su mujer. Andaba de prisa y se metió por el pequeño sendero que lleva al bosque. Su mujer. Él. Dos seres sin posible comunicación.

Archibald había ido hacia Sibila con codicia, pero también con una compasión honda e inexplicable. Había una gran diferencia entre lo que era Sibila y lo que creía ser. De la gran modelo, mujer de mundo, elegante y exquisita maniquí que se consideraba ella a aquella infeliz muchacha sin cultura ni curiosidad que era en realidad, había muchos grados de diferencia. Ese era el contenido de Sibila aparte su belleza, de su narcisismo. Era además una persona que no sabía distinguir entre lo noble y lo sórdido. Con una tremenda confusión dentro de su ser, perdida y sin ninguna intención de encontrar camino.

Recordó la última noche que Sibila había ido a su cuarto. Él intentó acercarse a ella. Hablarle como a un ser humano, pero ella se encerró en su pequeña cárcel, en su espesa esclavitud de carne, y no fue posible una comunicación.

La bahía de las Algas. Un lugar para gente desarraigada y solitaria. Un lugar para él, para Sibila y para todos aquellos otros seres errantes y frustrados: la maestra, el Monegro y todo el rebaño de forasteros dispuestos a cargar con sus crías y sus pucheros tiznados para continuar sobreviviendo en cualquier otro lugar.