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—No, no. Deje la manicura. La semana que viene la haremos. Bueno, si acaso, pinte las uñas, pero de prisa. Tengo que ir a comprar un regalo y mi marido me espera.

Archibald no tenía nada que hacer, excepto pasar por Correos y luego esperar a que ella estuviera lista para volver a Son Bauló. Sibila sabía que él se sentía oprimido por la rabiosa concentración de turistas y gente en las calles de Palma. Ya debía de estar sentado en el bar Formentor con su libro, frente a un vaso de horchata, perdido como una manchita entre el bullicio, mareado por el ir y venir de la gente, por el griterío de los periquitos que se vendían en la tienda de al lado del bar, junto a la otra de souvenirs: toreros de juguete, gitanas de trapo alargadas, estilizadas, zuecos y postales de la isla.

La peluquería era limpia, grande. Estaba situada en un principal de la Plaza de Cort, y a Sibila le gustaba, entre otras razones, por el respetuoso orden que reinaba en ella. Los peluqueros marcaban las horas de antemano y nunca hacían esperar. Odiaba, aunque no tuviera nada que hacer, guardar turno más de quince minutos.

Al salir bajó por la calle de Colón. Tiendas de telas, de zapatos, una de guitarras e instrumentos musicales. En el escaparate unas marimbas decoradas con rayas al sesgo, rojas y amarillas, colocadas en el suelo, junto a una alfombra de piel de cabra. También unos catrecillos de los que empleaban las mujeres para ir a misa. Un tambor. Apoyadas en los rincones, detrás de las vidrieras, había partituras de música y encima de un piano un busto de Beethoven. Unos muchachos con camisa negra y cabello amelenado que se cruzaron con ella, la miraron con insolencia y uno de ellos preguntó:

—Parlez-vous français?

Mientras el otro decía en español:

—Está buena la sueca esta.

Sibila iba a contestar que hablaba francés, pero aquellos individuos pasaron de largo sin esperar su respuesta. En la esquina, aguardando a que el urbano le diera la señal de paso, amontonados, esperaba un grupo de turistas que debían de ir juntos a visitar las iglesias, los patios típicos, las calles antiguas. Casi todos eran sonrosados, y las mujeres llevaban vestidos demasiado largos. Al atravesar entre ellos para entrar en la calle de la Platería, pisó sin querer la puntera de la alpargata de una mujer gruesa, de cara gastada, que llevaba en la cabeza una gran pamela.

—¡Perdón!

No debió de hacerle daño, pues la mujer la miró amablemente, con sus ojos de gelatina, pronunciando una frase en un idioma fuerte y desconocido.

Torció la esquina para entrar en la pequeña calle llena de joyerías, de relojerías, la calle de los judíos. A un lado quedaba el mercado de las flores, en el que había muchos puestos de madera con plantas vivas y flores con los tallos metidos en cubos de latón. A un lado de la plaza estaba el quiosco de bebidas y en medio un surtidor esmirriado.

Flores y soportales. Era uno de los lugares preferidos por los turistas para derrochar los carretes de fotografías en color que llevaban en sus máquinas. Con sus cortos pantalones, enseñando las velludas piernas, se gritaban unos a otros, excitados sin duda por la radiante luz y por el ruido de la aglomeración.

La calle de la Platería. Decían que antes, siglos atrás, estuvo amurallada, separada del resto de la población mallorquina. Que los palmesanos la llamaban aún «La Calle», sin nombrarla, como quien mienta un mal incurable o una serpiente. Como quien emplea un eufemismo por temor, un temor primitivo y supersticioso a lo diabólico, a las brujas y al mal de ojo.

Desde el primer día que las vio le habían atraído estas tiendecitas húmedas y oscuras. Archibald decía que eran las que tenían más carácter de toda la ciudad.

En la isla perduraba un notable desprecio hacia los descendientes de aquellos judíos que se quedaron allí abjurando de su religión y convirtiéndose al Cristianismo. Era un odio de religión y seguramente de raza. Decía Archibald que todavía no habían pasado dos siglos desde que los palmesanos quemaron en hogueras a un buen número de semitas. La otra noche le leyó un párrafo de un libro en el que un sacerdote enardecido de fanatismo explicaba detalladamente cómo reventaba un judío gordo que murió entre brasas, frente a la multitud, como un cerdo.

Entró en una de las tiendecitas baja de techo y con una bombilla mortecina sobre el mostrador.

—Desearía un reloj de pulsera.

—¿Cuánto querría gastar la señora?

Era un individuo pequeñito de aspecto fatigado. Se frotaba una mano con la otra como si estuviera pasando un momento de frío durante una mañana lluviosa e invernal. Sin embargo, el sol lucía fuera espléndidamente y pronto comenzaría el mes de junio. Las cejas se le alzaban muy altas sobre su cara, cetrina, como preguntando algo, pero sus párpados caían lánguidos e indiferentes a los dos lados de la nariz, imponente y ganchuda.

—No hay necesidad de que sea muy lujoso, pero tampoco me gustaría que fuera malo. Es decir, lo que necesito es un reloj que marche bien. Que sea bueno. Que no se pare.

—Ya.

En las vitrinas, amontonados, polvorientos, había rosarios de nácar, pendientes largos, medallitas y unas cucharas de madera pintadas: un pozo y una pareja de payeses bailando.

El hombrecillo, encorvado, había extendido ante los ojos de Sibila un paño de tela azul y le iba enseñando relojes. Todos llevaban una pequeña etiqueta con el precio. El hilo de la etiqueta a veces se enredaba, acaracolándose, y él deshacía los nudos con paciencia y miraba después, con los ojos encogidos, los números, el precio.

—Este es un reloj cromado muy bueno, inoxidable. Y baratísimo. Mil quinientas.

—Bueno, pero yo…

—Es el único que nos queda de esta clase. Los que vengan ahora seguramente no serán tan buenos y, sin embargo, les aumentarán el precio.

—¿Por qué?

—Pues yo se lo diré, señora. El individuo que los fabricaba se murió, y ha heredado el negocio un sobrino suyo. Y usted ya sabe lo que es la gente joven. Sólo quieren hacer las cosas de prisa. Fabricar, fabricar, fabricar… Pero ¿calidad? ¿Calidad?

Había cruzado las dos manos sobre el pecho como si recitara una oración, un responso para el fabricante de relojes concienzudo y muerto. La voz nasal y monocorde recitaba las frases por medio de pequeñas notas casi iguales que se iban extendiendo por la tienda, obsequiosas y remachonas.

—Calidad, hoy en día, no pida, señora. Prisa, sí. ¿Ha visto usted la Catedral? ¿La ha visto?

—Sí, señor.

—Pues dígame usted, señora. ¿Cuántas catedrales se hacen ahora? Dígamelo. Casas de muchos pisos. Eso sí. Y la mitad se hunden.

—Sí, probablemente.

—¿Ha leído usted el diario?

—No, no, señor.

—Pues ayer, ayer mismo, se hundió una casa. ¿Sabe cuántas víctimas ha habido?

—No, no, señor.

Esperó una semana para volver a la cabaña de Daniel. Hubiera deseado que fuera él quien la buscara. Pero no ocurrió así. Sin embargo, cuando empujó la puerta y la noche de fuera se iluminó con la luz de carburo, Sibila supo que el Monegro la había estado esperando cada una de las siete noches que ella había tardado en ir. La miró con una mirada intensa, una especie de curiosidad bestial hacia algo que no podemos entender y que querríamos descifrar. Se levantó de la silla y la cogió del brazo, apretándoselo hasta hacerle daño. Ella disimuló el dolor y creyó que debía disculparse por no haber acudido antes.

—Pensaba que no querías que viniera.

Ni siquiera asombro expresó, sólo alegría, una alegría primaría, sin límites.

—¿Sí?

La agarró del brazo y la sacó fuera de la casa. Sin soltarla dio un portazo dejando a la perra dentro. La puerta quedó cerrada y el cono de luz que se había extendido por delante de la casa desapareció. No quedaron más que las estrellas allá arriba, rompiendo apenas las sombras.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

Daniel continuaba tirando de ella sin contestar. Sibila oyó, un poco alejados, el vaivén de los campanillos del collar de Canela, unos gemidos cortos, y hasta le pareció oír el ventear del animal oliendo por el resquicio que quedaba entre el umbral y la endeble hoja de la puerta.

—¿Adónde vamos?

Daniel se paró en seco un momento y, apretándole todavía más la muñeca, se encaró con ella:

—¿No decías que te gustaba el bosque?

Ella se acordó de que había dicho que le gustaría echarse sobre la pinaza del bosque con él, sin miedo. Y sonrió, contenta de que no lo hubiera olvidado.

El ruido de las ramas que el Monegro doblaba con su cabeza, el chasquido de la hierba pisada. Sibila tenía que trotar para seguirlo. Corría torpemente, como un animal pequeño y vestido, a quien alguien ha puesto también zapatos para reírse de su torpeza. Más tarde, Daniel la apartó del camino y la llevó hacia unos pinos; allí la soltó un momento. Tenían que saltar una cerca de espino: «Espera —jadeó ella—, no puedo». Y al agacharse se enganchó el vestido. Daniel quiso soltárselo y se oyó el ruido del desgarrón.

—Te daré mi bufanda, aquella que te gusta —dijo él con la voz contrita.

Ella sonreía ahora por dentro, sonreía de nuevo. Recordaba la bufanda a la que él se refería: larga, de frío astracán medio pelado por el uso, pero tenía un tacto suave que a ella le gustaba. La había acariciado la primera noche que estuvo en la cabaña, como si se tratara de un gatito.

Se dejó llevar a rastras por las matas dé lentiscos, hacia un lugar del bosque. No sabía cuál.

Al despertar ya amanecía y Daniel la tenía abrazada. Estaba dormido. Distinguió en su muñeca, junto a su mano, la pequeña goma que llevaba siempre. El detalle le despertó una ternura honda y desconocida: «Cuando vaya a Pahua le compraré un reloj», se dijo.

El reloj. Los relojes. Pequeños, grandes, redondos, ovalados. Despertadores, relojes de pared, de pulsera, para llevar colgados en el chaleco…

Al final se decidió por uno redondo que tenía la esfera pintada con unos números romanos negros. Las manecillas se distinguían muy bien en el círculo blanco. Sonrió involuntariamente cuando el relojero comenzó a ponerlo en marcha, imaginando la cara que pondría el Monegro verificando esta misma operación.

En la puerta de la tienda, un canario pequeño saltaba como un amarillo y mecánico objeto nervioso, como una máquina acompasada. Desde el palo hasta el bebedero. Bebía un poco de agua y levantaba el pico hacia el cielo. Subía al palo, donde chirriaba una nota larga y triste a la que seguían dos un poco más cortas. Y saltaba de nuevo al suelo de la jaula moviendo la cabeza a los lados.

El sol llenaba toda la acera. Un soplo corto de viento trajo unos pétalos pasados y los arrastró hasta el hueco del bordillo.