18

—¿Qué he conseguido con tanta lucha? ¿Qué?

—Ser independiente. Tener conciencia de que eres un ser libre. Sentirte necesaria. Ver que tu vida tiene un objeto. ¿Te parece poco?

—Nada de eso es verdad. Literatura. Frases. Lo que acabas de decir no es más que las palabras que nos vamos repitiendo los desgraciados para no caer en la desesperación. Los tópicos que nos enseñan para que no nos rebelemos. Eso.

Los ojos de Pablo Fontanals parecen tan apesadumbrados detrás de las gafas, que Asunción baja sin darse cuenta el tono de voz, como si de esa forma, las cosas que va pensando perdieran gravedad.

—Cualquiera de los que empezaron a estudiar cuando yo y se encontraron el camino trillado: un padre que pagaba los libros, que compraba los vestidos, la comida con que se alimentaban, una familia que les había regalado un ambiente culto… Cualquiera de los que mamaron una educación, y que alguien les inculcó un gusto y una costumbre por las cosas bellas y por los libros, sin tener que luchar por el plato de comida para ir subsistiendo, sin pelear por aprender lo que su ambiente les daba, por hacerse, es ahora más que yo. —Su voz bajó todavía más, humildemente, penosamente—: Es…, es… mejor que yo.

—No digas eso.

Asunción levanta la cabeza y mira a Pablo a la cara. Y está pensando en aquellos pecadores de los primeros tiempos del Cristianismo que gritaban sus pecados públicamente, ostentando sus fornicaciones, sus hurtos, sus crímenes…

—Yo sólo he conseguido hacerme mala. Una resentida con la peor de las amarguras: la de la inferioridad social, la de la inferioridad física.

Le tiemblan un poco los labios y sus ojos se detienen en la silla vacía que está arrimada a la mesa. Apoyada en ella se ve la muleta de Pablo. Siente un rápido impulso: el de posar su mano sobre el brazo del amigo y decirle: «Perdona». Pero no lo hace. Se bebe un trago de Coca-Cola y contempla el salón con las cejas fruncidas.

En el bar de Mostaxet no han encendido las luces. Tiene todo ese aire espeso y gastado de los bares de pueblo y también ese olor a anís pasado, mezclado con agua, derramado por el suelo, de los cafetuchos miserables. Casi todas las mesas están llenas. La gente que ha venido a buscar paz y descanso a Son Bauló se encuentra de pronto, inesperadamente, con que los días son muy largos. Bostezan y toman brebajes baratos y azucarados, juegan a las cartas mirando a los demás, vigilan constantemente su reloj esperando impacientes la hora de cenar. En uno de los rincones más oscuros, en una mesa que hay cerca de la puerta de la cocina, está la Forta. Teñida, lozana, bebiendo café con uno de los pescadores de la Joven Elena, que es de Santanyí y dicen que está separado de la mujer. Entra un viejo con una gruesa chaqueta apedazada, zurcida. Tiene la cabellera tiesa y blanca. Una escoba de pelo fuerte, una crin canosa. Se acerca al mostrador, donde Juana, la mujer de Mostaxet, enjuaga los vasos dentro de un lebrillo.

—Una copa de ron.

La voz quebrada y ronca parece que sale de una garganta obturada, como si el viejo pescador tuviera un embudo encallado en la boca.

—Al llegar a Son Bauló, hace diez años ahora, a mi primera escuela, a mi grande y único amor —las palabras de Asunción quieren ahora ser irónicas, quisieran parecer llenas de alegría— venía con la cabeza atiborrada de teorías, de ilusiones: Dewey, Claparede, Decroly, el loco de Pestalozzi… También, de Yasnaias Polianas del demonio, de apasionadas ideas, según las cuales un maestro puede salvar, sólo con proponérselo, a todo el podrido género humano. Mentiras, todo mentira. A nadie he podido salvar yo. Ni conozco una persona que haya salvado a otra. Los hombres se salvan o se pierden a sí mismos. No se puede influir en la vida de nadie.

—Creo que exageras.

Asunción no escucha. Tiene las mejillas rosadas y los ojos brillantes. Pasea la lengua por sus labios para humedecerlos. Enfrente de Pablo y de Asunción hay dos vasos y en medio de la mesa una Coca-Cola que han compartido.

—Llegué aquí inflamada de amor al prójimo. Tan tontamente inflamada que sacrifiqué mi tiempo, mi comodidad, mis gustos. Vivía en las dos habitaciones que hay sobre la escuela, dos habitaciones llenas de ratas y de cucarachas, y cuyas paredes se están cayendo. Me moría de hambre y de anemia porque, para no perder tiempo guisando, sólo comía pan y mortadela. Durante el invierno andaba sin medias, con las piernas amoratadas de frío. ¿Y sabes qué conseguí?

Pablo la mira pesaroso, como si de todas aquellas experiencias de Asunción tuviera él la culpa.

—De los desengaños no te hablaré. Es largo de contar, no acabaríamos hoy. Algún día, si considero que vale la pena, escribiré varios tomos sobre el asunto.

Ríe, sin alegría, con un feo rictus amargo al lado de los labios.

—Te diré la única enseñanza que saqué para mi provecho particular: convencerme de que estaba haciendo el tonto.

Pablo Fontanals es también maestro. Tiene una escuela en Arta, al otro extremo de la bahía. Asunción y él estudiaron juntos. Después de cuatro años sin haberse visto, se encontraron el invierno anterior al salir de un cine. Los dos iban solos y les hizo reír la coincidencia. Él la acompañó a casa de la hermana de Asunción y como al día siguiente los dos tenían que incorporarse de nuevo a la escuela, no volvieron a verse. Él le escribió una carta y a Asunción le hizo gracia. Le contestó. Cruzaron varias desde sus respectivos destinos. Ahora Pablo, al saber que no se movería de Son Bauló durante la Semana Santa, iba a pasar dos días con ella.

—No es perder el tiempo sacrificarse por los demás.

—¡Qué idiota eres! ¡Todavía eres un imbécil!

Una carcajada estridente, falsa, parece empujar el denso aire de Can Mostaxet hacia las paredes, contra las ventanas cerradas de cristales churritosos. Asunción y Pablo se vuelven al mismo tiempo para mirar. Es la Forta que ríe dándole manotazos en el hombro al pescador de Santanyí, que tiene cara de gallito con su cuello delgado y tieso.

La Forta. La gente del pueblo dice que algunas noches llega a su casa medio desnuda, mojada de mar, de babas, y atraviesa riendo la larga calle, contando dinero a la luz de la luna. Dicen que el viejo de Can Baña tuvo una pelea seria con su familia a causa de ella. El viejo todas las noches dejaba su casa en secreto y daba cuatro golpecitos en el cristal de la ventana de la Forta. Hasta que en una ocasión su mujer lo siguió.

—Siempre serás la misma, Asunción.

—¿La misma? ¡Qué más quisiera!…

En una fiesta del Libro, durante la carrera, prepararon juntos el montaje de una obra de teatro y un trabajo sobre Cajal. Desde entonces, Asunción tomó la costumbre de ir a casa de Pablo. Su madre, una viuda de cabellos blancoamarillentos, llorona y simple, les preparaba meriendas con dulces de cocina y tenía a todas horas, en el fuego, una cafetera para darles tacitas que los espabilaran.

Estudiaban mucho. Asunción se encontraba a gusto con aquel chico cojo y sufrido, y solía aburrirse con sus compañeras. Las chicas, según ella, no tenían más ambición que llegar a ser el parásito del primer hombre que se les pusiera a tiro. Su carrera, sus libros les importaban muy poco. Se pintaban los labios, escondiéndose bajo el pupitre, mientras el profesor explicaba, y alguna vez que salió a la calle con ellas tuvo que abandonarlas desesperada. No soportaba su juego: un juego de acoso y obsesión hacia el sexo contrario. Comprendió más tarde, cuando pasaron los años, que las mujeres solían apostarlo todo a una carta: su porvenir y la solución de un problema social y sexual. Entonces, en aquellos tiempos, Asunción era una muchacha apasionada, inteligente y arisca, ambiciosa.

—¡La misma!… La que soñaba con no depender de nadie. La que quería conseguir la escuela para tener libertad y seguir estudiando las horas libres.

—Sí. ¿Y por qué no puedes hacerlo? Aún estás a tiempo.

—He cumplido treinta y cinco años. ¿Me oyes?

—Sí. ¿Y qué?

Pablo ha sido operado cuatro veces. El fémur izquierdo se le fue atrofiando y los médicos trataban de injertarlo, de estimularlo para que creciera. Una de aquellas operaciones le alcanzó en pleno curso. Asunción, cargada de carpetas y de libros, acudía todas las tardes a su casa. Estudiaban, hablaban de problemas sociales, de libros, de lo que cada uno de ellos haría al acabar la carrera. Pablo necesitaba ganar en seguida una plaza y conseguir un sueldo. Su madre había gastado todos sus ahorros con las operaciones de Pablo y no disponían más que de una modesta pensión que les asignaba el Gobierno por ser la viuda de un coronel de cuando la Dictadura. Asunción era huérfana, vivía con su hermana y salía a pelea diaria con ella y con el cuñado, daba clases para ayudarse en sus estudios y no resultar tan gravosa. Los dos afirmaban que al ganar las oposiciones seguirían estudiando, aunque sólo fuera para conseguir una Inspección. Hasta ahora ni el uno ni el otro lo habían intentado.

—Te diré por qué no estudio: no tengo bastantes horas durante el día para ganar lo que necesito para vivir. Por eso.

Se pellizca la barbilla y da golpes con la punta del pie en el suelo. Está nerviosa, irritada. Pablo la mira temeroso. Con respeto y piedad.

—Tal vez pudiera pasar con menos. Volver a dormir en los cuartos de la escuela, hacerme la comida yo misma, no comprar ropa ni libros. Así no tendría que dar clases, conseguiría tiempo… Pero, de verdad, Pablo, creo que no vale la pena.

Hace solamente dos horas que ha llegado Pablo. Al bajar de la Exclusiva caminó hacia Asunción que, de pie en la puerta del bar de Mostaxet, le esperaba. Un balanceo rápido a cada paso. Pablo con su muleta. Una imagen familiar y querida. Sonrió ampliamente al verla.

—¿Qué tal?

—Bien, ¿y tú?

—Ya ves.

Lo que se dice siempre entre personas simplemente conocidas. Pero ahora ya están hablando como antes, como hace años, cuando Asunción discutía y hasta llegaba a pegarse con él. Lo insultaba. Para al día siguiente volver a llamar a su puerta, mohína, silenciosa, como si nada hubiera pasado. Con sus libros, sus apuntes y unas teorías sobre la vida que casi siempre eran fieras y absurdas.

—Creo que ya bajan las maletas…

—Sí, creo que sí.

Asunción le había conseguido a Pablo una habitación en la Residencia. Esperaban en el bar antes de ir allá, porque el chófer y el ayudante están apalabrando el pescado que se han de llevar por la mañana temprano a Palma. Pablo prefiere esperar su maleta antes de ir al hotel.

Paga la consumición y salen a la puerta del bar. Una noche oscura y fresca los espera fuera. El mar brama.

—Allí está.

El ómnibus hace ruido de hojalata a la que alguien le da puntapiés. Paco, el ayudante, está subido en la escalera mientras que un forastero reseco y pequeño anda por la baca cogiendo los bultos y se los va dando. Le llega el turno a la maleta de cartón de Pablo. Es grande y Pablo dice a modo de disculpa:

—He traído libros.

—¿Libros para dos días?

—Sí. Me gusta tenerlos cerca.

Y baja la vista como si mirara la suela ortopédica de su zapato izquierdo. Alta, gruesa, un bloque de cuero, relleno de corcho por dentro.