17

Eran unos carteles de madera y estaban escritos con pintura amarilla que había sido fresca y ahora, después de dos meses de aguantar el relente y el sol, se había quedado borrosa y descolorida.

«Prohibido acercarse a estas excavaciones. Se castigará severamente a los infractores».

El Monegro los deletreó de nuevo, gravemente, con el entrecejo fruncido. El mar estaba bajo, sereno, liso. Como si alguien hubiera aprovechado la noche, el sueño de todos, para quitarle agua, presurosamente, robándola con un cubo de latón.

Pusieron el cartel un mediodía, semanas después que una brigada, mandada por un hombre picado de viruelas, estuviera cavando toda una mañana. La brigadilla aquella, decía el señor cura, había encontrado armas antiguas. Eran unos pedazos de hierro casi deshechos, con una costra verdosa de herrumbre. El Monegro los había visto.

La Punta de los Fenicios bajo el sol, sobre el mar, estaba descubierta, desnuda, con la roca que el agua tapaba todos los días, al aire, expuesta a todas las miradas.

El mar palpitaba calladamente y sobre las rocas porosas y duras los «tomates de mar» parecían la sangre de un ave puesta a cuajar en una taza vaciada después sobre las rocas. A cada lametón de las olas sacaban a la vez sus tentáculos, pestañosos y glotones.

Oro. Pepitas de oro. Onzas de oro redondas. No podía cavar en las tumbas. Estaba prohibido y ahora él, el Monegro, no sabía qué hacer de su tiempo. Los domingos le parecían largos, vacíos.

Era una impresión semejante a la que sentía allá en su pueblo cuando se acababa la siega. La tierra estaba llena de rastrojos y sus miembros tenían un doloroso y persistente calambre. Le había dado a la hoz, había acarreado un mes entero, sin parar, y los brazos, quemados por el sol, no se acostumbraban a caer a lo largo del cuerpo en un ocio inesperado.

La siega. El sol cegador y maldito contra el brillo de la escaña y de la hoz. La sed… Todo se aguantaba bien pensando en las fiestas que venían luego; había toros y baile, y si el año había sido bueno venían los músicos de Villarejo, con sus azules y manchados trajes y sus gorras de plato, a tocar sin parar toda una semana.

En su pueblo había dos fiestas al año: la fiesta de la Virgen y la fiesta de septiembre. Pero las mejores fiestas eran las de septiembre.

Algún año la sequía agostaba los trigos a medio crecer y no había siega, ni fiestas. En mayo, si no llovía, ya se veía la espiga casi hecha tumbando el tallo de los trigos, haciendo que estos se acostaran, verdes aún, en los campos. Entonces solían pasear a la Virgen hasta las Casillas para implorar la lluvia, y las mujeres andaban detrás enlutadas y distraídas. Los mozos y los hombres no se mezclaban. Los únicos que iban eran los cuatro de las andas, con la imagen, el señorito Julián, que parecía una visión con aquel hábito amarillo y morado, que se puso para cumplir una promesa, y la pareja de la guardia civil. Los demás circulaban por allí ociosos, despectivos, mirándose las puntas de las alpargatas y, lanzando ojeadas furtivas hacia el cielo, terso y tercamente azul.

Los años de sequía no venía la música de Villarejo. Pero, en el salón de Frasquito, el día de la fiesta, hacían el baile como un domingo cualquiera. Un año de aquellos fue cuando se echó de novia a la Leonor, la hija del tío Chum. Ella servía en Madrid y cada año venía para la fiesta.

Se habían sentado en el ribazo junto al salón de Frasquito y desde allí se veían las tres torres del Silo al lado de la carretera. Había un palmo de polvo y allí dentro, en el salón, no sé podía respirar. La chica se abanicaba con un paipai de cartón y en la frente se le habían formado unas gotas de sudor redondas y pequeñas:

—Hace calor en este pueblo.

—Sí, hace calor.

La cara de Daniel se ensombreció y se quedó mirando al cielo, demasiado brillante:

—No ha llovido desde abril.

Desde la primavera no había caído ni una gota de agua y en los resecos campos se habían abierto unas grietas anchas como bocas. Los trigos, que nacieron vigorosos, verdes, sin haber acabado de crecer se volvieron pajizos, se encogieron y después se secaron. Hueros, sin nada dentro. Se habían muerto.

—Ha sido un mal año este.

La chica le miró con curiosidad, con risueña curiosidad. Le miró las grandes manos, el vello rubio de los brazos, los hombros anchos, fuertes, el ceño, la boca brutal. Él hizo una torpe mueca, una especie de sonrisa, y le puso una mano sobre la rodilla.

Cuando era novio de la Herminia la echaba sobre los sacos de legumbres del almacén y la sobaba todo lo que le daba la gana. Ella reía con pequeños chillidos cortos, como una rata.

—Allá en Madrid no nos ocupamos de si llueve o no.

—Aquello es otra vida.

Sentía debajo de su mano sudada, detrás de la delgada tela del vestido que llevaba la Leonor, el calor de la piel y la rodilla de la chica, temblando ligeramente. El organillo del salón tocaba «Allá en el Rancho Grande». Oscurecía. Dentro de poco, las tres torres del Silo apenas se verían. La colonia o los polvos que llevaba la Leonor, su perfume, mezclado con el olor de su piel, se hizo intenso, casi insoportable.

Los ruidos del pueblo llegaban claros: el cuerno marino del patró Garrit llamando a la gente para que comprara pescado. La campana de la iglesia. Un pito machacón que debía de hacer sonar algún niño.

El Monegro se dio cuenta de que tenía un botón de la camisa flojo, colgando, sostenido sólo por un hilo gastado y fino. Lo observó preocupado, con una preocupación excesiva y pueril. Al cabo de unos momentos, tiró de él, gravemente, sin mirarlo, con los ojos fijos en la mar, y lo arrancó. Después, cuidadosamente, lo metió en el bolsillo del pantalón.

Por la costa, junto al mar, paseaba gente. Parejas enlazadas y gente madura gritona y gesticulante. Un hombre viejo, al que Daniel no había visto nunca, recogía manzanilla. A menudo llegaban pandillas de mujeres de Muro para recoger hierbas aromáticas y venderlas después en la botica, pero a este viejo era la primera vez que lo veía.

Por el otro lado, hacia la Colina de la Virgen del Carmen, unas adelfas blancas florecían entre las rocas. Vio la rechoncha figura del cabo muy cerca de él. Venía de pescar —los pequeños ojos tras las sucias gafas y el gorro ladeado, tapando un trozo de calva—, traía el aire cansado y absorto, y la caña se balanceaba en su hombro.

—¿Qué, Daniel? ¿Cómo va?

—Pues ya ve usted.

El cabo dejó el cesto y la caña en el suelo y sacó un cigarrillo para el Monegro. Dentro de su cesto, sobre un pedazo de saco mojado, había un pulpo quieto y renegrido. El viento apagaba la llama de la cerilla y para encender el cigarrillo tuvieron que agacharse al abrigo de las rocas.

El cabo dio una larga chupada y miró a Daniel:

—Pregunté lo de tu carnet de chófer.

—¿Y qué le dijeron?

Se examinaría de chófer. Durante el invierno había aprendido a leer de corrido y se sabía de memoria todo lo que debía saberse para que le concedieran el carnet. La maestra se lo había enseñado de viva voz, como hacía con los niños mallorquines que tenían que tomar la Primera Comunión, para que aprendieran el Catecismo en castellano.

—Si corriendo con el coche encuentras un letrero que dice Stop, ¿qué tienes que hacer, Daniel?

—Pararme.

—Si encuentras la carretera mojada y tienes que parar, ¿qué harás?

—No frenar. Disminuir la marcha.

Se sabía todas las preguntas. Y podía conducir fácilmente un camión, también un coche. Un porvenir blanco y liso parecía aguardarle.

—Necesitas el carnet de identidad, la partida de nacimiento, un certificado médico y otro de penales.

—¿El certificado médico? ¿La partida de nacimiento? ¿Penales?

—Sí. Y el carnet de identidad.

Daniel se rascaba lentamente el entrecejo arrugado. Estaba de pie, alto, erguido, rubio, como un gigante, frente al cabo. Este lo miró intensamente con sus ojos aguados, de un azul desvaído:

—La partida de nacimiento tienes que pedirla a tu pueblo. ¿De qué pueblo eres, Daniel?

El Monegro no contestó. Se mordió el labio inferior y estuvo mirando muy lejos, sin fijar la vista en nada.

Su pueblo. Una luna gastada y blanca asomaba por detrás del perfil de las tres torres del Silo. La Leonor estaba allí a su lado, pegada a él, oliendo a sudor y a polvos, y Daniel pensó un momento en la vieja, en su madre, que se pasaba el día gruñendo: «Siempre con el traje nuevo. Dale, duro. Todos los días de fiesta. Todos los domingos. Hasta que se caiga a pedazos, hasta que no tengas traje».

Cuando no tuviera traje… Ahora que el tío Blas no lo quería de mozo. Ahora que se habían entrampado todos con la cequia. Cuando no tuviera traje…

—Deberías preocuparte del carnet de identidad. No es bueno que andes indocumentado por el mundo. Hace tiempo que sé que no lo tienes. No te creas.

El cabo Aznar tiene una mujer diez años más joven que él, risueña y salivona. Borda todo el día tapetes y mantelerías para adornar la casa. El cabo Aznar tiene una hija crecida que estudia bachillerato en un buen colegio de Palma, un colegio de pago. Su mujer va a menudo a verla. Vuelve contenta y riendo enseña a todo el mundo algún anillo o unos pendientes que se ha comprado. A la mujer del cabo Aznar le gustan las alhajas de oro. Suele decir que el oro siempre es dinero.

La gente de los sitios pequeños es murmuradora. Del cabo Aznar dicen que con el sueldo que gana no podría llevar ese rumbo. Dicen también que se vende a los contrabandistas.

El Monegro, un día de mucho viento, lo vio junto a una lancha que cargaba en Es Serralot. El Monegro pasó junto al cabo sin saludar, como si no lo hubiera visto. Siguió su camino sin volverse.

—Tienes que tener ese documento. Si no, me pondrás a mí en un compromiso. Y no hay necesidad. Creo yo.

—Sí. Cuando vaya a Palma.