Toda la tarde se había sentido desorientada, sin saber qué hacer. Primero se paseó por la habitación, de un lado para otro. Dando un rodeo ante los muebles, evitando chocar con las paredes. Parecía como si dentro de ella algo vibrante, enormemente vivo, estuviera latiendo, dando coletazos, y toda esa vida influyera en su ánimo y no la dejara parar. Por la ventana se veía el mismo mar de todos los días y las gaviotas graznaban, desagradables, marcando con sus vuelos unas trayectorias curvas, bien dibujadas perfectas.
Abrió el armario. Se entretuvo escogiendo las medias pares y poniéndolas juntas. Algunas tenían puntos corridos o estaban rotas, y las separó para tirarlas. A un lado estaban los Vogue. Su patrimonio. Aquel montón de figurines fue lo único que Sibila llevó consigo cuando se casó con Archibald. Lo demás lo había abandonado dentro de la casa de Rosso aquella mañana que salió para ir a la jefatura de policía y denunciarlo. No tenía intención de volver a la casa.
Hojeó las páginas de los Vogue, como hacía tantas veces, contemplando las fotografías una por una, procurando recordar, revivir cada momento suyo plasmado allí: aquel día… Le gustaba imaginar la impresión que pudo haber despertado en todas las personas que componían el público durante el desfile. La admiración que pudieron sentir al verla caminar por la pasarela o evolucionar o sonreír… Pero aquella tarde no lograba encontrar placer en aquella recreación. Su imagen, la Sibila que ella fue, no tenía elocuencia. No le atraía ni le indignaba. No despertaba en su ánimo más que un suave y amodorrado desinterés.
Bajó al jardín. Raimunda, con una manguera roja, regaba las plantas, los árboles y una hiedra verde festoneada de amarillo que cubría toda la pared del cobertizo. El chorro que salía de la manguera, hermoso y parabólico, chocaba contra la superficie del suelo y se perdía en él con un glu, glu o, luego de vencer una pequeña resistencia, hacía nacer burbujas sucias y cursos rápidos hasta que la tierra se decidía a abrirse, a permeabilizarse, dejándose mojar profundamente.
—Si yo no regara, le aseguro que todo se moriría. Mire esos lirios. Secos están antes de abrirse.
Señalaba los pequeños capullos de unas liliáceas moradas. El pétalo, antes de alcanzar su pleno desarrollo y salir de la envoltura del cáliz, se había quedado arrugado, reducido y seco.
—Ese Daniel cómo ha cogido la golosina del volante.
Parecía más gigantesco, tenaz y mudo desde que cada dos días se dedicaba a llevar a Archibald hasta Palma y después volvía con él, conduciendo el coche. Archibald no estaba del todo repuesto y prefería que conduciera otro el vehículo. El Monegro lo llevaba al médico, a comprar las medicinas o a recoger algún misterioso paquete que al abrirlo resultaba estar lleno de libros que no interesaban más que a su marido.
—¿La golosina del volante?
—Sí. ¿No sabe que quiere estudiar para chófer?
—¿Para conseguir el carnet?
—Sí, eso. La señorita maestra le está enseñando las lecciones de un librito. Cuando lo sepa se presentará a un examen y si lo aprueban será chófer.
—¡Ah!
Archibald le había insinuado muchas veces a Sibila que debía aprender a conducir, conseguir el carnet, pero a ella le daba pereza. Una somnolencia invencible se apoderaba de ella ante el solo pensamiento de tener que comenzar una actividad.
—A lo mejor lo aprueban.
—Puede que sí.
—Le iría bien, porque así podría ser chófer. Creo que los chóferes ganan mucho dinero. Y los taxistas más.
Raimunda dirigió el chorro del agua hacia las hojas del cerezo, que todavía tenía huesos de cereza adheridos. Los pájaros solían comerse el fruto cuando estaba madurando, dejaban sólo el mondado hueso.
—Pues ya ve, señorita. Con lo buen mozo que es y si gana dinero… A docenas tendrá las mujeres.
Sibila se ríe:
—¿Lo encuentras guapo?
—Sí.
—A mí me parece un mono.
Y se vuelve a reír con una risa nerviosa y falsa. La de una persona que quiere aparentar alegría.
Raimunda ha acercado la boca de la manguera al suelo. El chorro vivo, lleno de fuerza, sale ahora sin gracia, salpica y llena de barro un tiesto que dentro tiene sembrado perejil.
—Pues no se ría usted. Más de una de las criadas de la Residencia ha saltado de noche la tapia por él. Y había una que se llamaba María, que era una chica muy lista, bien dispuesta y que además cantaba divinamente, que andaba loca por el Monegro.
Sibila la mira hablar, divertida.
—Y la Forta… ¿Conoce usted a la Forta?
Raimunda ha bajado la voz como quien va a hablar de algo prohibido:
—Pues la Forta, si lo tiene a él una noche, no recibe a nadie más.
La Forta, la prostituta del pueblo. Una mujer teñida y robusta. Por el otoño recoge setas de entre los pinos del bosque y en primavera rehace al sol unos colchones rayados, limpios y llenos de remiendos. Sibila la ha visto muchas veces desaparecer por un sendero del Camino de Capellans con algún pescador endomingado que la llevaba abrazada.
Sibila siente cierto malestar ante lo que le está contando la criada. Quisiera que acabara de hablar, pues lo que dice le produce no sabe por qué razón un sentimiento de turbación. Mira el agua de la manguera. Ha perdido su majestad y anda por los suelos:
—Déjame que riegue yo un poco.
Sorprendida por su súbito deseo de actividad, Raimunda le deja la manguera sin parar de hablar.
—La Forta, aparte de ser una perdida, no se crea, es una buena mujer. Servicial y caritativa como hay pocas. Cuando la Baldomera estaba enferma, ella era la única que iba a llevarle comida y le lavaba las sábanas. Las demás tenían asco.
Sibila maneja la manguera sin firmeza, con miedo, como si en vez de ser un tubo de plástico brillante fuera una serpiente muerta. Pero poco a poco le coge el aire y acaba haciendo bailar el agua de un lado a otro. Contenta.
—Cuidado, señorita, no se vaya usted a mojar.
Todo ha florecido. Las glicinas se han apoderado hasta de los alambres para tender la ropa. Las flores cuelgan azuladas con su olor demasiado vivo, que a Sibila le recuerdan las emanaciones de algo encharcado y putrefacto. Cuelgan en racimos con su flor amariposada y de su quilla asoman, apenas visibles, los pistilos rizados como pestañas. Como las pestañas negras que ella usaba en París, como un ciempiés de patas largas y sedosas.
Un gato gris casi pelado, con marcas de arañazos en la cabeza, junto a las orejas, aserradas por los mordiscos, las observa, sentado en lo alto de la tapia.
—Mírelo cómo está.
—¿Quién?
—Llosca. ¿No lo conoce?
—¡Ah, no!
El gordo cable del pararrayos se hunde tirante en la tierra. Sibila sigue con la vista toda su longitud. Allá arriba se pierde en la torre de vidrios verdes y gruesos. Al final de la torrecilla, apuntando hacia arriba, está el pararrayos insignificante, llamando a las chispas del cielo.
Raimunda sigue hablando de gatos y ella comienza a cansarse de la manguera y de oírla.
—Desde que el señor no sale a pescar, lo pasan negro. Parecen, los pobres, almas en pena.
—Mire aquel otro.
Tres o cuatro atigrados, largos, pululan por allí y Sibila no sabe a cuál se refiere.
—Aquel come dragones. Por eso está así.
—¿Dragones?
—Sí, dragones, lagartijas. Los gatos, cuando las comen, se envician. Luego no quieren otra cosa. Los dragones los dejan secos, los encanijan.
—Ya.
Sibila intenta localizar el gato que come lagartijas, pero a todos los ve ligeramente iguales y, además, en conjunto, le parecen bastante tranquilos, sin ninguna voracidad especial. Echados en el suelo dormitan unos y otros se asean sin demasiada prisa, con calma. Empapan primero la garra con su lengua y, después se lavan la cara. Comienza a fastidiarle el juego de regar las plantas y empieza a encontrar realmente pesada la conversación sobre gatos.
—Toma. He de ir arriba.
Raimunda coge de nuevo la manguera y continúa regando, apacible, sonriente, mirando a su señora subir la escalera que da a la casa. Habiéndoles a los gatos, diciéndoles «mis, mis»… para que la miren. Todo comenzó con dos gatitos escuálidos que aparecieron en la Torre. Los veraneantes a veces se arman de un gato para estar en Son Bauló, luego lo dejan abandonado. Ella les echaba los insignificantes pescados que solía traer el señor Archibald cuando iba a pescar, y también las sobras de comida. Ahora había muchos. Las gatas solían criar entre los matorrales, después aparecían con las crías ya grandes.
El canto de los pájaros, un ensordecedor ruido de niños que jugaban a reírse y a cantar allá en el pinar, el fresco rumor del agua. Sibila subió de prisa la escalera y se metió en el cuarto de baño. Una vez dentro se encerró sin saber para qué había entrado. Se entretuvo destapando los frascos de colonia, los tarros de crema y oliéndolos de uno en uno. Luego, acerca la nariz contra el espejo. En la barbilla tiene unos puntos negros que debería quitarse… Le da pereza. Por último saca la lengua y se Ja contempla larga y concienzudamente. Suspira y sale del baño para ir a su habitación.
Sobre una mesita, en su cuarto, están los Vogue. Todos en bloque pesan y el tacto de sus hojas es agradable. Mira la esfera de su reloj:
—Todavía faltan tres horas para cenar —dice en voz alta.
Comprendió que él poseía un talismán. Un objeto duro o algo impalpable que lo libraba de la mala suerte.
Nada era bastante fuerte ni adverso frente a él. Rosso siempre vencía. Empezaron viviendo en aquel cuarto junto a un tejado. Se caldeaba como un horno con el sol y en verano no podían dormir. Después del otoño se colaban todos los vientos por debajo de la puerta y hacían volar los papeles y los periódicos que andaban por allí desperdigados. Pero al cabo de un tiempo los asuntos comenzaron a marchar bien y Rosso le decía cobijándola entre sus brazos:
—Nada podrá contra Rosso. Ten confianza.
Comprendió que él poseía un talismán. Un objeto duro, el diente de un extraño animal, tal vez, que lo libraba de la mala suerte. Pero no, más tarde lo comprendió, no era un objeto. Era su voluntad.
Durante días y semanas trabajó todo el tiempo. Todo el día. Por la noche. Entre sueño y sueño —ella arropada en aquel somier que tenían apoyado contra la pared—, lo veía trabajar. La luz baja de la lámpara de mesa daba a sus manos una luminosidad amarilla salpicada de sombras. Su liso cabello le caía sobre la frente y, debajo de él, las cejas arqueadas y la parte anterior de la cara quedaba iluminada como una careta rígida, con sólo los ojos, enrojecidos, movibles, paseándose sobre los papeles de letra apretada.
Rosso trabajó de día y de noche. Y pudieron salir de la buhardilla. Se mudaron a un piso con agua caliente y ascensor, y ella tuvo una criada.
Fue después de un año lo de las joyas. Rosso se metió en negocios de traficantes, de contrabandistas:
—Tú me ayudarás, preciosa. Será fácil. A nadie le extraña que lleve joyas una mujer hermosa y elegante.
¡Cuánto miedo! Le parecía que los guardias de la Aduana se tocaban con el codo al verlos pasar. Collares de perlas. Brillantes grandísimos en las sortijas, en los dedos. Esmeraldas. Ella miraba las joyas maravillada, hechizada:
—Anda, paloma. Desnúdate y quítate eso. No es tuvo.
Estaba pagando algo. Un delito. No debió denunciar a Rosso. Pero la ley estaba de su parte. Y los abogados la felicitaron. Sólo su conciencia podía acusarla. Y Dios. Si existía, allá en el Cielo, con su barba blanca y una paloma con las alas extendidas sobre su cabeza. Él. También la acusaba. Y la estaba castigando.
Vivía en un presidio lleno de almohadones. El presidio de la Torre, en el maldito pueblo de Son Bauló. Con agua caliente y mucha comida, pero afuera siempre veía las mismas cosas. El sol, la playa… Ni una persona que pudiera verla. Ninguna persona que pudiera ser cliente de la casa de Xam. Sólo una manada de cerdos: los forasteros, los pescadores… Y Archibald.
La noche pasada había ido a la habitación de su marido. Leía sentado en la cama. Ella llevaba su corto camisón, uno que se compró en Palma mientras Archibald estaba en la Clínica. Llevaba el camisón y la bata encima. Se la quitó y se ovilló al lado de él como una gata.
Archibald se quitó las gafas. La estuvo mirando con atención. No como los primeros tiempos —ojos que miran algo precioso recién hallado, increíblemente a nuestro alcance, nuestro—, pero sí a un ser humano que comprendemos y que posee toda nuestra simpatía.
—Querida, ¡cuánto lo siento! No puedo. Te aseguro que no puedo.
Rabia era. Rabia lo que sintió ella. Es mejor ser azotada, vendida en un burdel contra la propia voluntad. Eso que le ocurría era algo superior a lo que ella podía soportar. Pero se sobrepuso para decir:
—Yo no vengo para eso. ¿Qué te crees?
Y él posó las manos sobre las de ella. Como si se dispusiera a hablarle. Uno de los largos monólogos de antes. Aquellos de los que ella perdía el hilo, sin interesarse, pensando en sus cosas: los vestidos, el bar aquel del centro, recordando…
—¡Sibila, qué solos estamos! ¿Verdad? Es difícil escapar de la soledad.
Ella no supo qué decirle ni le importaba. Estaba herida. Hondamente herida.
El puro disparate comenzó entonces. Salió de la habitación de su marido dando un portazo. Se encerró en la suya con llave. Puso detrás de la puerta un sillón. Arrastró hacia allí el que le pareció más pesado. Seguramente quería imaginar que alguien, muy fuerte, podía echar la puerta abajo. Se echó en la cama, con la cara apretada contra el colchón. Archibald llamó a la puerta. Con voz suave, baja, decía:
—Abre, mujer. No seas criatura…
Y ella se mordía los labios, convertida en un gran latido. Ni piel, ni carne, ni venas. Un gran latido caliente.
Alguna vez había oído decir que en París funcionaron durante un tiempo unos burdeles para mujer. Que tuvieron que cerrarlos porque sólo iban las prostitutas. Que la idea de comprar el placer no se avenía con la psicología de la mujer, porque la mujer quiere ser comprada, mandada, enajenada.
Y ella pensaba que debería existir esa costumbre, ese acuerdo con la sociedad. Bastante sujeta estaba la hembra humana a ese ser fatuo que se considera superior y dicta las leyes. Además, tiene que andar persiguiéndolo, comiéndose el orgullo, para acostarse con él.
Iba a hacerse de noche. Un día más. Y su condena no tenía fin. No tenía marcada una fecha con el final. Si así fuera, ella iría apuntando en un calendario cada día que pasara, lo suprimiría poniéndole encima una gran aspa roja, ancha.
Revolvió la ropa de su armario. Debajo del todo, en el cajón donde guardaba sus bragas, tenía el sobre. De dentro sacó el dinero. Billetes. Billetes grandes, verdes, los contó: uno, dos… Eran hermosos, nuevos. Tenía veinte. Se los había robado a su marido poco a poco. Sin que él se diera cuenta. De todas formas, era más justo que se aprovechara ella que no aquellas zarrapastrosas de la playa.
Iba a hacerse de noche. El pueblo comenzó a iluminarse. El bar de Mostaxet y, dos casas más allá, la casa de la Forta. Con los cristales limpios, brillantes.
Daniel, el Monegro, iba a dormir con la Forta, que tenía la cara estúpida y unos pechos redondos que enseñaba casi completamente por el escote. Y ella le regalaba toda la noche. Cuando estaba el Monegro no recibía ni al rico aquel de Muro que venía los viernes adrede.
El Monegro, la Forta… La cabeza le daba vueltas, empezó a imaginar escenas absurdas, obscenas, hasta que se le quedaron los labios secos.