El Monegro empieza a comer. Come despacio, resueltamente, mojando un pedazo de pan en el aceite de la lata de sardinas con un saboreo lento y perfecto. Luego se detiene, no bruscamente pero del todo, quieta la mandíbula en mitad de la masticación, con un cantero mordisqueado a medio del camino entre la mesa y su boca. Y la perra, Canela, lo mira con los ojos fijos, sin un pestañeo, confiando, tal vez, oscuramente, en el poder de la telepatía. Y el Monegro la mira, distraído y de una manera mecánica, arranca un pellizco del cantero de pan y se lo echa. La Canela lo alcanza en el aire y trabajosamente empieza a masticarlo.
Daniel Sánchez pasea la mirada con un orgullo concentrado y taciturno por su casa: la mesa remendada, las paredes, las cuatro sillas, el hornillo de petróleo… Todo es suyo. Y la casa se la hizo él. Aprovechó las ruinas de algo que parecía un abrigo para meter ovejas, o un escondrijo de contrabandistas. Reconstruyó las paredes e hizo un techo nuevo. Trabajó duramente, durante varias semanas, en las horas que le quedaban libres de cavar el huerto del amo de Ca la Menuda, pues entonces aún no habían comenzado la carretera, y hacía jornales allí.
El lugar donde está situada la casa es uno de los más bonitos de Son Bauló. Dicen que el Inglés, el viejo millonario, el antiguo propietario de la Torre, traía un caballete con un tela y unos pinceles, y se pasaba horas pintando en este cerro que tiene los pinos más altos y grandes de los alrededores. Además, se domina todo el pueblo y la hondonada del torrente que forma, con las detenidas aguas del invierno, un lago quieto, rodeado por un cañizal, de cañas verdes, flexibles y rumorosas. Durante el mediodía de los largos y luminosos veranos, una sombra honda y silenciosa se extiende por el lago, la casa del Monegro y el cerro. Y por la noche las ranas croan y avisan con su absoluto silencio cuando alguien se acerca.
Canela parece haber oído algo fuera de la casa. Un ruido. Se pone en pie y, ladeando la cabeza, escucha. Gruñe y mira a su dueño. Menea el rabo, que parece una cuerda inerte, seca, pero que ha permanecido algún tiempo en el mar y ahora está tiesa por el salitre, una cuerda a la que alguien, distraído, diera vueltas con una mano. El Monegro se queda mirando a la perra un instante mientras muerde una manzana apurándole, con furiosa voracidad, el corazón. Traga el último bocado de la fruta y se queda ensimismado con un aire lejano y soñador.
—Me cago en diez… A mí que no me manden más a hacer una cosa así… El animal me miraba, desde la carrasca, con unos ojos… Parecía que me estaba diciendo que lo bajara.
Él era niño. Decía la gente que en Horcajada habían rabiado dos mulas y tres gorrinos. El alguacil pregonó en la plaza que se debía matar a los perros, que se había declarado la epidemia de rabia en todo el término municipal.
Tenían que matar a todos los perros del lugar. Algunos les pegaban un tiro; otros, los más, los colgaban o los tiraban dentro de una poza con un canto atado en el cuello. A él lo mandaron colgar a Valiente el perro que tenían en su casa.
—Me cago en diez…
Se quedó dos horas en el pajar dándoles patadas a los haces de paja, y no quiso comer.
—¡Muchacho, baja a comer!
—No quiero comer. ¡Me cago en diez!
Cuando se cansó de estar encerrado salió del pajar. Se escapó de casa y volvió al campo, cerca de Las Olivas, en la carrasca. Allí estaba el perro. Tenía la lengua morada y larga y los ojos desorbitados, como bolas. Las moscas paseaban por ellos. Encima, en el cielo, claro tenso, muy cerca, unos cuervos graznaban, trazando círculos. Uno de ellos se paró en el olivo de al lado. Daniel le tiró una piedra y el cuervo voló.
—¡De este no comerás, guarro! —le chilló con todas sus fuerzas, rabioso.
Descolgó a Valiente y lo colocó en el suelo. Estaba frío y tieso. Parecía que pesaba el doble. Con las manos y una piedra puntiaguda hizo un hoyo. Costaba trabajo porque la tierra estaba muy dura. Se hizo sangre en las yemas de los dedos y las uñas se le rompieron todas.
Cuando tuvo el hoyo hecho colocó en él a Valiente, primero lo cubrió de ramas y después, puso tierra, mucha tierra y la aplastó. Los cuervos seguían dando vueltas sobre él. Tiró varias piedras para espantarlos.
Daniel se levanta de la silla. Rebusca por el cajón de la mesa, por entre el cazo y la sartén que tiene para hacer su comida, levanta el hornillo de petróleo con una costra oscura de aceite y polvo pegada a la hojalata de que está hecho. Hurga en el fondo de los bolsillos de su chaqueta, hasta que encuentra el cigarrillo. Lo mira por los dos extremos como si quisiera comprobar cuál es el mejor. Está reventado y el tabaco se le sale por los lados.
Parsimoniosa, pensativamente, se sienta de nuevo y extiende sobre el tablero de la mesa un papel de fumar blanco y fino. Y echa sobre él la mitad del tabaco del cigarrillo que ha encontrado. Reparte el tabaco con pausa como si en toda la vida no tuviera otra cosa que hacer.
Canela se rasca el lomo gruñendo, forzando la posición de la pata para llegarse cerca del rabo. Es una perra pequeña y peluda, sin raza. Está cambiando el pelo y tiene un aire apolillado y diminuto.
Un perro lanudo, cuando se moja, parece algo inservible, inútil. Un perro mojado es mucho más pequeño y si tiembla, con el pelo reluciente pegado a las costillas, aumenta su aspecto desvalido y triste.
La Canela apareció una mañana de calma. El mar se había pasado la noche bramando en medio de una gran tempestad. El alga estaba llena de maderos, restos de embarcaciones, alguno de los cuales conservaba aún la pintura. Tablas, botellas, estrellas de mar, erizos muertos y grandes esponjas. El mar, cuando se enfurece, deja toda su carga en las playas. Aquí, en Son Bauló, una mañana apareció en la orilla el viejo millonario, el Inglés, el primer propietario de la Torre. Tenía las manos cortadas y estaba blanco como un cerdo al que han tenido colgado para que se desangrara.
Daniel encontró a la perra cuando recogía maderas. Se estaba construyendo la casa y todas aquellas tablas podían servirle para el techo y para componer las puertas. Juan Mostaxet le había dejado la carretilla y él había salido hacia la playa al amanecer. Era un día de fiesta. Tenía la carretilla casi llena cuando distinguió a la perra, mojada y temblorosa, arrimada contra el alga.
Manuel Pérez de la Hoz, el cabo, que con cuatro guardias más viven en Son Bauló para conservar el orden público y vigilar lo del contrabando, caminaba hacia la Punta de los Fenicios, con su viejo uniforme y su caña de pescar. Vio a Daniel un poco agachado, observando algo que se movía, y le gritó desde lejos:
—¿Hay algo nuevo?
Cuando estuvo más cerca el Monegro le contestó, forzando la voz:
—Un perro hay aquí.
—¿Un perro?
—Sí, un perro.
El cabo dejó la cesta en el suelo, junto a la caña, y se puso también a observar al animal. A él le gustan los bichos. Tiene un galgo huesudo y corto de mollera que no lo vendería ni por todo el oro del mundo.
—No, pues no es del pueblo.
—No, no lo es.
En los lugares pequeños se conoce todo el mundo. Las personas saben las historias de todos sus vecinos, su carácter y la vida y milagros de cada uno de ellos. También conocen a sus perros y han aprendido sus nombres.
—No. No lo es.
—Debe de haber venido nadando. ¡Cualquiera sabe!…
El cabo, apartando su gorro hacia el cogote, se quedó pensativo unos instantes. Se rascaba la cabeza calva, con sólo cuatro pelos y una caspilla amarillenta entre ellos. Se rascaba la cabeza preguntándose cosas incomprensibles para todos, pensando que solamente él no las entendía: Dios… Los hombres… El instinto maternal… El amor… Sin dejar de mirar a la perra que temblaba. Al fin, se encogió de hombros, tomó su cesta y echó a andar.
—No, no es del pueblo.
Había un torbellino de tablas plantadas allí en las algas, cruzadas entre sí, enmarañadas. Daniel escogió las mejores mirándolas por los dos lados. Había hasta un marco dorado, de cuadro. Las cargó en la carretilla desechando las que tenían alquitrán pegado y empujó mirando de reojo al perro aquel.
No había andado veinte pasos cuando se dio cuenta de que el animal le seguía cojeando. Se paró en seco con el propósito de tirarle una piedra y espantarlo.
Se quedó con ella en la mano. Miró al mar: liso, extendido, deslumbrante. La figura del cabo se alejaba empequeñecida, rechoncha, culona. Con su cesto y su caña.
Volvió a mirar al perro que, sanguinolenta la mirada y el aire apaleado, le observaba. Y sonrió.
Misterios, también, como los que quería descifrar el cabo, como el instinto maternal, el amor… Dios… los hombres… El perro lo había escogido a él y no a Manuel Pérez de la Hoz. Silbó y el animal comenzó a trotar detrás de él.
El resto del tabaco lo hizo pizcas y lo metió de nuevo en el bolsillo. Cuando uno le está pegando al pico en la carretera, da gusto tener sobre la lengua un poco de tabaco. Su sabor picante parece que quita la sed, aunque no la quite.
La Canela se irguió de pronto, se estaba limpiando meticulosamente una pata, y escuchó. La lámpara de carburo crepitaba y en la pared de enfrente se veía la sombra de la cabeza del Monegro, en medio de un círculo luminoso, con el pelo tieso abundante, rodeándola.
Daniel mordió con cuidado la punta del cigarrillo. Alisó con la lengua el extremo y estuvo buscando por el suelo un pedazo de papel para arrimarlo al carburero y encender.
Fue en ese momento cuando a lo lejos, sordamente, estalló el barreno. Se oyó un gran trueno como si la montaña se viniera abajo y la tierra, la grava, las piedras, avanzaran hacia el pueblo para enterrarlo.