10

Arboles conocidos salían corriendo de la oscuridad, con un galope alegre, como si los hubieran estado esperando desde hacía mucho rato y ahora surgieran al encuentro del coche.

Arboles conocidos desfilaban y desaparecían. La luz de los faros los iluminaba sólo un instante; después, poderosa, inconstante, iba a buscar a los otros, iba a buscar la carretera sin asfaltar, a una pequeña casa solitaria, en medio de un huerto, a uno de los lados del camino…

A los lados árboles y huertos. Conocía palmo a palmo la carretera. Podían preguntarle refiriéndose a algo que creciera, verde, junto al camino, y no levantara ni cuatro dedos del suelo:

—¿Qué es esto, Daniel?

—Mijo —contestaría sin vacilar.

Y preguntarle otra vez:

—¿Qué es eso?

Y él responder de nuevo, en seguida:

—Patatas.

O:

—Cebada.

Pero ni el escritor ni su mujer —ojos de alimaña asomando entre las pieles del abrigo— preguntaban nada. Ella se inclinaba de vez en cuando hacia el marido, que iba apoyado en el respaldo del asiento, tieso, pálido, con las mandíbulas contraídas:

—¿Te duele?

Y él no contestaba. No oyó que en todo el camino pronunciara una palabra. Los baches hacían saltar el coche y el dolor aquel que tenía el señor Archibald, debía de molestarle más con la sacudida:

—Por favor, no corra.

Al escritor aquel debía de dolerle quién sabe qué cosa de esa máquina extraña que es el cuerpo; pero él, el Monegro, tenía una alegría que se le desbordaba, le empujaba. Hubiera ido mucho más de prisa. Como una flecha hubiera atravesado la carretera. Como aquellos aviones que dejaban una raya blanca en el cielo.

Mentira le parecía estar conduciendo el coche. Obediente, blanco, limpio, grande, hermoso. No podía compararse con el viejo camión de las obras, lleno de piezas sueltas por dentro, que sonaban a hierro inútil al ponerlo en marcha, tropezándose, chocando. Una sensación de poderío lo llenaba. Él se comería la carretera. Se la comería mordiéndola, la pisaría, con las ruedas potentes de este coche, hasta reventarla.

El camino comenzó a tener más casas a ambos lados. Y una plazoleta con un abrevadero en medio. Muchos balcones con barandas de hierro y colgados, en las fachadas, con la piel arrugada y el volumen menguado, tomates, ristras de tomates. Estaban ya en el pueblo.

Enfiló el coche por la calle que había enfrente. Era muy pina. En el pueblo no había nadie. Un gato atravesaba la plaza lentamente. Era gris y alargado, de pelo corto. Le hubiera gustado agarrarlo, matarlo con las ruedas.

Habían llegado. El Monegro paró el coche y no acertaba a abrir la portezuela. Aquella manecilla brillante se le escurría de las manos. La voz de Sibila le guio:

—Tire hacia la derecha. Así.

Las manos del Monegro eran grandes. Sibila las miró con atención, fijándose, como si nunca hubiera visto unas manos: carne aplanada en forma de pala y adheridos a ella los dedos. Los dedos, desiguales entre sí, chafados, callosos. Se dio cuenta de que el hombre llevaba en la muñeca, oprimiéndosela, una goma pequeña de esas que a veces ponen en los paquetes de sobres.

Salieron. Tímidamente, Sibila intentó ayudar a su marido, que la rechazó con un ademán. Dejó el asiento con movimientos tardos, inacabables, y puso los pies en el suelo. Y en medio de la calle estaba ahora, casi doblado, pequeño, con aquella cara tensa, verdosa, mirando fijamente, ansiosamente, la puerta de la casa del médico.

El Monegro de pie, torpe, sin saber qué hacer, qué decir.

—Llame usted, Daniel. ¿Quiere?

La voz de la mujer en la calle vacía le recordó la plaza de su pueblo y el balcón del secretario del Ayuntamiento, el balcón donde todas las tardes un hijo de don Eloy estudiaba su lección de violín.

El Monegro vaciló un instante, mirando primero a Sibila, la voz que le había hablado, después a Archibald, luego a la fuente y, por último, el aldabón negro de la puerta: una mano de hierro con un puño, un mentido puño de encaje.

—¿Llamo?

—Sí, hombre. Llame.

Enfrente de ellos, de la casa del médico, había una fuente de piedra, un caño que canturreaba como alguien que pretendiera silbar con la boca cerrada. Y Archibald, de pie, junto a la puerta, como un saco nuevo de arpillera al que han vaciado pero que se mantiene tieso, deformado, con las huellas de lo que contuvo.

Tres golpes muy fuertes. Parecieron resonar en la torre de aquella iglesia de la plaza que habían visto al pasar en el coche, en la superficie de sus campañas. Parecieron resonar en lo alto de la colina donde terminaba la calle.

Sibila, metida dentro de sí misma, pensaba:

«Tres golpes. Como un mal aviso. Algo va a pasar. O tal vez está pasando. ¿Y si todo lo soñara?».

Podía ser un sueño. Una pesadilla larga de la que en algún momento se puede despertar: ella, su marido y el Monegro mirando hacia ellos, dejando caer el picaporte, volviendo la cabeza. Retador, o tal vez temeroso, indeciso.

Podía ser un sueño, o también que los tres: ella, su marido y aquel forastero grande y brutal eran ya unos muertos que estaban llamando a la Morada Eterna del Ser Desconocido y Extraño que nos gobierna. Tenía frío. Su perfume, Jolie de nuit, le complació al levantarse el cuello del abrigo. El cuello era de foca, foca suave y gris. Se acordó de su cama. Tibia. Ella estaba allí, tapada, dormida, cuando la habían llamado para esto. Continuaba soñolienta. Pensó con nostalgia que esa noche no podría volver a su habitación. Y sentía una indiferencia profunda por todo lo que no fuera su propio sueño, el calor de las mantas, el roce agradable de las sábanas sobre su piel.

—¿Te duele?

La contestación de Archibald fue una rabiosa, irritada mirada. Durante el viaje, a su lado —el forastero delante haciendo saltar torpemente el coche—, no había oído ni una palabra más, siempre la misma frase. Como si en un sobado manual, esa pregunta fuera la única aprendida en un idioma común: «¿Te duele?».

Poder salir de sí misma. Sufrir por los otros. Trasladarse milagrosamente al verdadero dolor de Archibald. Olvidarse de la única verdad acariciada hasta el momento, querida, compadecida: Ella. Ella. Sus ojos. Sus brazos. Su hambre. Su frío… Pero no, no era posible. Lo había intentado varias veces sin conseguirlo. No había manera de desdoblarse. No podía sentir el dolor ajeno. Sólo su propio dolor: el de sus músculos, sus nervios, sus venas…

Desearía sentirse apenada porque Archibald estaba enfermo. Porque él se sentía mal. Porque quizá se iba a morir. Pero, en realidad, todas estas cosas la dejaban indiferente. Le molestaba lo que estaba ocurriendo, pero sólo porque la había arrancado de su costumbre diaria, de su comodidad, para no darle a cambio ninguna compensación: no podía exhibirse, ser admirada, ni pagada.

Se oyó el rebullir alarmado de personas que se han despertado bruscamente. Se abrió la cristalera del balcón que había en el primer piso. Un balcón de casa de pueblo, de hierros salomónicos, adornados. Se encendió la luz y una mujer, revuelto el pelo y un abrigo de hombre echado por los hombros, se asomó a mirar:

—Ya va. Ya va. En seguida abro.

Era una voz quejumbrosa. Como de cristal. Igual que la de una monja de clausura que en la fiesta de Navidad cantara un solo temblón detrás de una celosía. Encima de ellos, también en el primer piso, se arrastraron sillas apresuradas. Como si la familia del médico estuviera preparando un escenario a toda prisa, para el segundo acto de una obra de aficionados. Se oyó de pronto un ruido explosivo, como si una bombilla hubiera chocado contra el suelo y se hubiese roto.

El Monegro miró a Archibald. Lo miró durante unos segundos, concienzuda y pausadamente. Tal vez dedujo de su examen que el otro se había convertido en un ser inútil y moribundo, incapaz de comprender palabra alguna. Anduvo después, desmañadamente, dos pasos y se plantó frente a Sibila. Enorme, poderoso, llenando de sombra el portal:

—Yo me voy.

La calle desierta. La puerta del médico pintada de negro. Las luces mortecinas de los faroles. Y la calle terminaba en una colina. La colina, como una montaña verde, enmarañada, llena de espinos, dé plantas que reptan, que harían caer a cualquiera que se atreviera a adentrarse en ella, cenagosa tal vez, con serpientes. Su marido desconocido, inmóvil, mudo, apoyado en la pared, al lado de la puerta. Todo era hostil. Sin duda lo único preciso, real y vivo, a lo que en su miedo podía agarrarse frenéticamente, era aquel jornalero grande y fuerte.

Chilló nerviosa, desesperada:

—¡Daniel, no se vaya! Por favor, por lo que más quiera, no nos deje ahora.

—Es que en la obra… He de andar toda la carretera… A las siete pasan lista y yo…

De pronto Archibald salió de su pasividad para mirar asombrado a su mujer, al Monegro. Le sorprendió aquella escena que le parecía loca, fuera de lugar. La cortó diciendo firmemente, seguro, imponiéndose a los nervios de su mujer y a la indiferencia salvaje del otro:

—Quédese. Le pagaremos.

El Monegro se miró las manos extendidas. Se frotó una con la otra.

—Bien. Bueno.

Se había abierto la puerta de la casa y apareció un hombre joven. Una cara dulzona, sin estridencias de nariz, de labios ni de nada, los miró curiosa, amable:

—Pasen, pasen ustedes.

La casa olía levemente a bolas de alcanfor y a alfombras guardadas. Era fría, limpia.