El agua —pluf, pluf, pluf— entra a empellones dentro de la bolsa de goma. Es una bolsa de color salmón. Unas letras en relieve dicen su marca y también que está patentada. Ya hace dos inviernos que la emplea. Hoy se da cuenta de que necesita ser fregada por fuera. Hay que frotarla con un estropajo jabonoso, con alguna energía, porque tiene mugre y entre las estrías, agarrado y un poco grisáceo, ya, los restos del talco que le puso la otra temporada antes de guardarla. Esto de tener agua caliente en la habitación es, sin duda, una gran comodidad. Viene de la inmensa caldera adosada a la cocina económica del hotel. Mucha cocina, ahora en el invierno, para cuatro gatos. El agua, algunas veces, sale casi hirviendo del grifo.
Asunción Molino tiene el tapón de la bolsa en una mano. Con la otra sujeta el cuello, vigilando para que el agua no la queme. El líquido entra por la boca de la bolsa despidiendo el aire de dentro, haciéndose dueña a la fuerza de todo el espacio.
La habitación tiene dos camas metálicas. Son unas camas chirriantes, escandalosas, que al comenzar el mes de abril, cuando llegan los novios a la Residencia, meten un ruido exasperante, machacón, que a la maestra le quita el sueño y la hace sentirse absurdamente vacía e infeliz. Eso y el oír arrastrarse las camas de las habitaciones una contra otra para juntarlas —en el piso que hay sobre ella, a su derecha, a su izquierda, en toda la Residencia— irrita a Asunción. Una noche, después de acostada, se volvió a vestir y bajó a la Recepción para quejarse al vigilante. «No dejan dormir con tanto ruido». Y el hombre, un viejo que ha sido toda la vida pescador, la miró y dijo con una sonrisa cansada y nostálgica: «¿Qué quiere que yo le haga, señorita? Son jóvenes, se acaban de casar. Les gusta estar juntos, es natural».
La primavera era insoportable. Asunción la temía. Hasta el espino, ese arbolillo ingrato que parece muerto, florece con ese tiempo. Es como una burla. La Residencia tiene, desde abril, todas las habitaciones ocupadas y Telmo Mandilego, el dueño, anda todo el día mirando a las clientes y dándole con el codo a su ayudante:
—Llaneras, mira qué mujer, ¡caray!…
La maestra, que ocupa todo el año una mesa en el comedor al lado de la de Mandilego, mira con curiosidad a las mujeres que señala el viudo. Casi todas le parecen vulgares, gordas, desproporcionadas…
Enrosca el tapón de la bolsa de goma y posa en ella las manos extendidas. Es agradable sentir este calor levemente velado por la goma. Atraviesa la habitación para meter el calorífero en su cama. Aparta el embozo, el cobertor, las mantas, y coloca la bolsa entre las dos sábanas. Vuelve a tapar después, con cuidado, como si abrigara a un gatito pequeño o a un niño. Le gusta pensar que cuando se acueste encontrará el hoyo de la bolsa caliente, como si un ser vivo hubiera estado en la cama antes que ella, esperándola acaso.
Todas las habitaciones del hotel son iguales: un suelo rectangular con ladrillos blancos y negros, helados. Un lavabo, dos camas, un armario empotrado. En el cuarto de Asunción instalada por ella, hay también una mesa escritorio y, en un rincón, un baúl bastante grande sobre el cual tiene un hornillo de alcohol y una cafetera. Y hasta una lámpara de butano y una estufa de petróleo tiene Asunción. La maestra ahora se sentará tras su mesa de trabajo y pondrá al día sus cuentas. Tiene una libreta de tapas de hule con unas rayas rojas y verticales donde puede apuntar con minuciosidad las entradas, salidas, gastos personales… Es uno de los placeres de Asunción Molino: llevar escrupulosamente al día los asuntos de dinero. Cuando haya anotado sus gastos, Asunción escribirá unas cartas y, por último, en la cama, tapada, con el calorífero junto a sus pies, leerá el libro que tiene empezado.
Estas dos horas que faltan para dormir son las que más le gustan de todo el día. Allí encerrada ignora todo lo de fuera. No le importa que la montaña de enfrente se queme ni tampoco si los de Chipre andan o no muy acordes; el juicio de Ruby, el asesino del presunto criminal que mató a Kennedy, le tiene sin cuidado. Ella y sus objetos. Ha aprendido que fuera de sí misma todo cojea y falla.
Tenía que escribir dos cartas: una a un maestro de Uclés, que le hacía preguntas sobre el clima, vegetación y húmero de habitantes de la zona escolar de Santa Margarita a Muro —querría seguramente pedir por allí una escuela en el próximo concurso de traslados—; otra, a la Delegación contestando a una circular. Cartas de tipo afectivo o amistoso ya no escribía.
Cartas, pliegos y pliegos había escrito ella. Hace años, tres años exactamente, Asunción esperaba con alegría la llegada del autobús de línea. Casi todos los días, a la hora tristona del atardecer, le llegaba alguna carta escrita con una letra redondeada, lenta, cuidadosa y un poco temblona. Pero aquello se acabó. No había que pensar más en ello. En ocasiones nos parece que si nos faltara aquello que más amamos, no querríamos vivir más. Un tiro, una soga colgada de un árbol. Asunción, al quemar los paquetes de cartas, tuvo que taparse la boca con un pañuelo para no aullar. Después aprendió que sobre las cicatrices casi siempre crece carne nueva y esa carne es increíblemente más dura y gruesa que la otra, la que no ha tenido debajo ninguna herida.
Asunción Molino va vestida con una bata enguatada y debajo lleva un largo camisón de franela abrochado hasta el cuello. Piensa que alguna ventaja ha de tener con haberse quedado soltera. Al menos no tiene que gastar la absurda coquetería de llevar las piernas descubiertas y los brazos al aire para encandilar a un marido. Ella se puede permitir el lujo de no pasar frío. Nadie la ve.
Solterona. La palabra no le gusta. Ya que forzosamente ha de pasarse sin hombre, le gustaría más ser viuda. Viuda: el nombre tiene una dignidad que no tiene el otro, está menos envilecido. Pero, palabras aparte, prefiere estar soltera a permanecer atada a un hombre como el marido de su hermana, o como Telmo Mandilego, o como muchos otros… Cada día, lo piensa a menudo, le resultaría más difícil si tuviera que escoger un compañero para toda la vida.
Su cuñado —bigotito y una mirada que quiere ser intensa, imitando a algún astro de la pantalla que Asunción no ha localizado aún— no sale de casa si no le planchan la raya del pantalón y la corbata. Y va detrás de las extranjeras como un perro. Siempre se le ve con la moto arriba y abajo llevando alguna de paquete hacia la playa o a bailar… Asunción bien que le quiso abrir los ojos a la tonta de su hermana, pero aquella no escucha razones de nadie. Le da el marido un beso y ya no hay nada más en el mundo, aunque tenga que volverse loca administrando el dinero que a él le da la gana entregarle: lo que le sobra de sus escapadas. Y Telmo Mandilego, aunque tenga todo su despacho lleno de calendarios con mujeres desnudas, no acaba de convencerle. Hay algo que falla en él. Asunción lo adivina oscuramente cuando él la mira con aquella mirada viscosa de sapito al sol.
Las puertas de los cuartos vacíos. El largo pasillo. A veces, en el invierno, pasa mucho miedo mientras lo atraviesa para ir a su habitación, la única ocupada en ese tiempo. Camina de prisa y el ruido de sus pasos retumba, repitiéndose en todos los pisos, en todas las puertas, como un eco miedoso y siniestro. En las tardes ociosas de los domingos, algunas veces se atreve a abrir los cuartos vacíos. Lógicamente deberían ser todos iguales. Pero no lo son. Uno tiene el lavabo roto, otro el espejo más nuevo que los demás o uno de los colchones con manchas de herrumbre que ha dejado el somier, porque posiblemente en aquella cama se ha orinado, en el verano, un niño. Los cuartos cerrados son tristes, con una desolación profunda en los mudos colchones doblados, sin objeto, de una tela rayada y gorda, uniforme.
El primer invierno que Asunción vivió en el hotel, Telmo Mandilego acababa de quedarse viudo. A veces, al salir la maestra de la clase de adultos, se lo encontraba paseando por la larga avenida arenosa, mirando las nubes o un pino. Retorciéndose las manos.
—No puedo soportar mi soledad. Me muero. Me moriré.
Se estaba apoderando de él una neurastenia melancólica que lo tenía pálido y suspirante día tras día, y hubo quien pensó que se casaría con Asunción. Muchos domingos la acompañaba a misa.
En el comedor, Telmo Mandilego tenía por costumbre sentarse en aquella mesa que estaba sobre una tarima, desde la cual se distinguían todas las demás. Él era un dueño de hotel escrupuloso y cordial, y presidía la comida de sus clientes como un viejo jefe de tribu. Tenía una campanilla al lado de su mano y la hacía sonar de cuando en cuando. Sobre todo cuando dirigía la palabra a sus clientes, para decirles que tal día o tal otro se iban a hacer excursiones en autocar a las Cuevas del Drac o siguiendo el magnífico itinerario de Valldemosa, Deyá, Sóller.
En invierno no había excursiones ni clientes. En el helado comedor, las miradas de Telmo y Asunción se encontraban y él encogía los ojos, posiblemente con el secreto propósito de convertir su expresión miope y mortecina en fascinante y arrebatadora.
—¿Qué tal?
La maestra sabía que siempre que levantara la cabeza, invariablemente se encontraría con los ojos de Telmo, que la mirarían del mismo modo, que le preguntaría:
—¿Qué tal?
A veces la impresión de sentir la vista del hombre sobre ella era obsesionante, insoportable. Pero aquel mediodía, precisamente aquel, haría ahora dos años, supo que si al romper la frágil película del huevo frito con el pan, levantaba la cabeza y tropezaba con los ojos contraídos, apasionados, y oía de nuevo la voz blanda y desmayada: «¿Hola, qué tal?», daría un grito y tendría que marcharse del hotel para no volver: tanto la exasperaba la pregunta. Por eso, decididamente, cogió sus cubiertos, su servilleta, su plato de comida, y se puso de espaldas a la mesa de la tarima. Ya para siempre.
Le parecía que se había pasado la vida allí. En Son Bauló, en la Residencia, en la misma habitación… Que todo su anterior vivir había quedado lejos, no existía.
Desde que al hotel llegó Joaquín Llaneras, todos los sábados Telmo y él se iban a Muro. No volvían hasta las diez de la mañana del día siguiente. Después, hablaban de mujeres toda la semana.