En este tiempo, a las cinco es de noche.
La única calle del pueblo se ha iluminado ya. En la media docena de casas donde vive gente, incluyendo el bar de Mostaxet, se han encendido las luces de carburo o de petróleo. En el pueblo no hay electricidad. Sólo en la Torre existe una centralilla particular y única.
Sibila —que no escucha el parloteo de Raimunda y doña Pepa— está mirando encenderse las luces, las del pueblo, chisporroteantes, y azules, y quiere buscar dentro de su cabeza qué recuerdos guarda para ella el olor del carburo.
Ya lo ha descubierto. Le recuerda otro olor: el de los fósforos. Y otro, más lejano, más vago: aquella postal fosforescente de una Virgen con un manto morado que se iluminaba en la oscuridad. Se la robó a una niña en la escuela y la tuvo, después, sobre su mesita de noche mucho tiempo. Un día su madre la tiró a la basura. Las moscas la habían ensuciado y, además, estaba vieja y polvorienta.
Doña Pepa y Raimunda siguen hablando:
—Siempre critican. En los pueblos ya se sabe.
—En los pueblos y en las capitales.
—Sí, pero en las capitales, como la gente se conoce menos…
—Eso.
—Pero, aun así, los que viven en el mismo piso… No quiera usted saber cómo se ponen. Yo, que viví en un piso cuando era una señora, lo sé.
A doña Pepa, que ahora está sola y hace muchos años que no vive con su marido, le gusta jactarse de haber sido en otros tiempos una gran señora. Su marido era un empleado de Obras Públicas amable, cortés y buen esposo. Pero un día, cuando la guerra, se enamoró de una taquillera a la que regaló su cartilla de racionamiento. Doña Pepa, que aún estaba de buen ver, abandonó marido y hogar. Ahora se gana la vida cosiendo a domicilio. Heredó una casa de una tía suya, que era monja, y trabaja de costurera por las posesiones de los alrededores. También a la Torre viene dos veces por semana. Le pagan diez pesetas por hora y la comida. Es lo que ella dice cuando lo explica: «Tengo el orgullo de no pedir nada a nadie. Todo lo que poseo me lo gano con mi trabajo».
—La gente habla de todo.
—Ya lo puede usted decir, doña Pepa.
—Si te arreglas, eres una presumida.
—Si no te arreglas, una sucia.
—Si sales, eres mundana.
—Si no sales, un hurón.
—La gente habla de todo.
—Ya se sabe.
A doña Pepa, que debe de tener cerca de setenta años, pero no confiesa más que cuarenta y cinco, le gusta presumir. Siempre anda muy empolvada y compuesta. Es coja, con una cojera aparatosa e inquietante. Cuando vivía en Palma, quiso apearse de un tranvía en marcha y cayó. Se había roto la cabeza del fémur. Ahora lleva un clavo en el hueso. La Compañía de tranvías tenía que haberla indemnizado, pero fallaron las formalidades burocráticas, pues doña Pepa no pudo conseguir un documento: la fe de vida de su marido, que se negó en redondo a presentarse en el Ayuntamiento para que el oportuno empleado pudiera atestiguar que aún vivía.
—Sí, porque hasta al Señor lo criticaron.
—¿A qué señor? ¿Al señor Archibald?
—¡Ca, mujer!… Al Señor. A Dios.
—Bueno. Pero a Cristo no sólo lo criticaron. Le hicieron además unas cuantas cabronadas que ya, ya.
—¡Mujer!
Raimunda ríe. Le gusta reír. Sibila todavía no ha averiguado qué es lo que le gusta más a Raimunda, si reír o llorar. A veces, en la conversación, hace una pausa. Su interlocutor fija los ojos en ella, esperando. Ella suelta una pequeña y alegre carcajada que no viene a cuento. Se ha detenido para respirar y reír. Se ríe simplemente, por el gusto de reírse. Llorar también le gusta. Llora contando sus cosas. Su vida, como dice ella. Llora escuchando los seriales de la radio y las penas de los demás.
—Perdone, doña Pepa.
Doña Pepa, que parece una boya borracha un día de mar picada, lleva el pelo teñido de color de zanahoria, marchito, mortecino, no olvida nunca sus gloriosos tiempos de esposa de un empleado de Obras Públicas.
—Ya está perdonada. Pero no olvide que no soporto las palabras de mal gusto.
Eran buenos tiempos aquellos, cuando un kilo de pan valía una peseta y dos una docena de huevos, y ella cobraba de su marido un sueldo fijo el día treinta de cada mes. Recibía visitas y visitaba a las familias de los compañeros de su marido. Era un mundo refinado de eufemismos y chismes a media voz. Las palabras tenían un valor. Un mundo almibarado los envolvía a todos mientras comían melindros con chocolate.
—Es de pésima educación emplear esas palabras en la conversación.
—Sí, ya lo comprendo, pero ¿qué quiere usted que yo le haga? Me sale así. Una ha oído decir siempre las cosas por su nombre y sin querer…
Sibila, sentada en un sillón junto a los cristales, con una luz baja a su lado, había hojeado los Vogue. Las antiguas revistas de modas donde estaba ella: con traje de noche, con traje de chaqueta, de perfil, jugando al tenis… Había fumado hasta sentir irritada la garganta. Intentó estudiar unas lecciones de Historia que le había marcado, para hoy, la mestra. Inútil. No podía hacer nada. Los Vogue, de haberlos mirado tantas veces, ya no los veía. El fumar no le daba ningún alivio. Y leer, estudiar… Ponerse a leer cualquier cosa y volarle la cabeza hacia el recuerdo y la quimera era todo la misma cosa. Se lo había confesado a sí misma muchas veces. No sabía leer.
Al final subió al segundo piso y en su cuarto de baño, con la cara muy cerca del espejo, apretó durante un buen rato las espinillas. Puntos negros que salían vermiformes de unos cuantos poros abiertos, junto a la nariz y en la barbilla. Le gustaba mucho apretarlos, hacerlos salir. La distraía. Al poco rato se había sentido como mareada y había bajado de nuevo a la sala de costura. Raimunda y doña Pepa la divertían a veces. Ponían la radio a todo trapo y oían, comentándolos, los consejos radiofónicos de cocina o belleza. Hablaban, criticando o haciéndose confidencias. De todas formas, estaba ociosa hasta las seis y media. A esa hora llegaría la maestra a explicarle uno de sus rollos y le traería algún libro para que lo leyera. Un libro que ella dejaría dormir junto a los otros.
—Señora, cuando quiera podemos probar.
Le arreglaban los vestidos. No cabía en ninguno de ellos.
Se había pasado meses sin vestirse. Por la mañana se ponía unos pantalones y un jersey, y así iba todo el día. La otra tarde quiso ver cómo le sentaban. No pudo ponérselos. Los hubiera hecho estallar. Ella se veía en el espejo la cara congestionada y rabiosa asomando por el agujero del escote. Se lo arrancó hecha una furia y sacó los otros, los que estaban colgados aún de sus perchas. Los lanzó todos por el aire, los pisoteó, escupió sobre ellos… La túnica de lentejuelas se quedó extrañamente colgada de la lámpara de la habitación. En uno de los rayos del sol de bronce que hacía de lámpara.
—¿Qué le parece?
El color del vestido es azul turquí y los hilvanes marcando la nueva forma son blancos. Doña Pepa se bambolea al andar como una vieja barcaza de arrastre. Tiene la boca llena de alfileres.
—¿Qué le parece?
Los sobacos y toda la humanidad de doña Pepa huelen a agrio. Sibila ladea la cara para no sentir el hedor.
Xam olía siempre a perfume bueno. Decían que era homosexual. Era delicado, hermoso, elegante. Cuando le probaba los modelos, sabía halagarla con frases agradables:
—Tu cadera es maravillosa para este fruncido.
—¿Ves, Sibila? Una escultura eres. Una preciosidad.
Xam llevaba los párpados ligeramente pintados de gris. El espejo de la vestidora la reflejaba a ella rubia, sin un milímetro de grasa, y detrás a aquel ser magnífico, un artista, moviendo sus manos largas y haciendo vibrar los párpados con admiración ante la imagen de Sibila. Le daba consejos:
—Con este traje debes ponerte aquellos zapatos de piel de guante. Ordenaremos al peluquero que rice las puntas de tu melena. Unos ligeros rizos, como la primera Gracia de la Primavera, de Boticelli. ¿Entiendes?
—Perfecto, querida, perfecto.
Olor agrio a sudor. Sudor que se ha hecho viejo en la carne y en las ropas. Olor a grasa que se funde y sale por los agujeros invisibles de la piel. Oliendo como un trozo de tocino que hierve en una olla esperando que alguien eche unos garbanzos para la comida del mediodía.
Sibila, que se ha quitado los pantalones para probarse, se contempla con una irreprimible mueca de desagrado. Las nuevas costuras que marca ahora el algodón de hilvanar tienen casi dos centímetros más que las antiguas. Está gorda.
La tela es azul turquí y los hilvanes blancos.
Cuando se quita el vestido, se mira. Hay vello en sus piernas, un vello claro y largo. Su cabello está también descuidado. En la raíz hay una banda ancha y oscura que ella no se ha cuidado de hacer teñir.
El espejo con marco de plata, ovalado, siempre junto a ella. Mientras comía, viéndose masticar, ensayando sonrisas encantadoras. Sobre la mesita de noche, al lado de su cama. Al despertar lo consultaba: estaba hermosa como una leona medio dormida con su gran cabellera extendida y abundante.
—Tú serás reina de belleza —había dicho su padre.
Y una noche el jurado aquel, compuesto de hombres vestidos de etiqueta, solemnes y con los ojos chispeantes, dijeron que ella era la más bonita.
Montones de flores, flores amontonadas. Ramos de rosas para la Reina. El corazón se fatigaba de tanto latir viendo la admiración que todos sentían cuando ella iba bajando la escalera con su blanco vestido, su corona de nardos y aquella banda verde que decía con letras de plata: «Reina de la belleza».
Doña Pepa cosía. La máquina de coser volaba sobre la tela azul turquí. Raimunda ayudaba en la costura y hablaba con doña Pepa. Ella no hacía nada. Los Vogue pesaban sobre su falda. En ellos, Sibila: sonriendo, de frente, de perfil… Ella, ella, ella… Vogue, páginas satinadas y seductoras.
—Una vez, cuando yo era señora, nos invitaron, a mi marido y a mí a almorzar en una casa y nos dieron ratas de agua para comer. Por cierto, muy bien guisadas.
—¿Ratas de agua? ¿Y cómo son las ratas de agua?
—Tienen el mismo sabor que las ancas de rana.
—Yo no podría comérmelas. Me darían asco —dijo Raimunda arrugando la nariz.
—A mí, mamá me acostumbró a comer de todo. Siempre se lo he agradecido. Es muy útil para andar por el mundo comer de todo.
—Sí, es verdad. Pero, también dicen que a buen hambre no hay pan duro.
Y Raimunda vuelve a reír con una larga carcajada fresca.
—¿Ve? Eso también es verdad.
Dentro de poco merendarían. Llegaría la maestra y darían la clase. Cenaría. Iría a dormir, y mañana comenzaría un nuevo día para aburrirse. Eso era su vida. Nadie sabía dónde habían ido a parar aquellas locas noches con gusto de champaña en los labios. Luces suaves, terciopelo. Y a la mañana, con el aliento pesado, volver a amar viendo la admiración, la locura, la pasión en los ojos del hombre. Todos los deseos. Fuego, furia, besos… Hoteles de primera, colchas de raso, sábanas de hilo, hileras de timbres junto a la cama para llamar al limpiabotas, a la camarera, al mozo… Todo había venido a parar en esto. Su marido no la miraba ni le hacía caso. Y no había ningún otro hombre. No existía.
—A mí lo que más me gusta es el café.
—Yo me emborracharía con café y Anís del Mono.