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Era feliz. Archibald Strokmeyer había llegado a un momento de su vida pleno de felicidad, de profunda compenetración consigo mismo. De paz. Quedaban lejos los días de su primera juventud, cuando andaba con el bolsillo vacío, ardiente el sexo, paseando, vagabundeando por los tenderetes de libros, por los barrios de fulanas. Ingresar en la sociedad de los adultos cuesta un precio: sangre, jirones de uno mismo. En las sociedades primitivas todo el simbolismo de la entrada en el mundo viril se hace con un sacrificio espectacular al que acuden las tribus enteras. Hay sangre, suplicio, y el muchacho debe dominar el dolor, aguantar la crueldad del rito. Después ya es un hombre y tiene todos los derechos de los hombres. Pero en nuestra sociedad no hay ningún hecho externo que señale esta entrada en el mundo de los adultos. La lucha es sorda y solitaria. Una desgarradora convicción de que el dinero lo puede casi todo, invade al individuo consciente cuando esta lucha ha terminado. Pero para Archibald Strokmeyer, aquello hacía años que había ocurrido y ahora el porvenir era suyo. El presente, su tiempo, le pertenecía.

El sol entraba por la ancha ventana dando un vivo color a las tostadas, a la porcelana de las tazas, a la tetera. El zumo de naranja, contenido en una jarra alargada de grueso vidrio, era espeso, sangriento. Junto a la jarra con el zumo habían dejado el paquete que él acaba de abrir. Cuatro tomos nuevos con las cubiertas de cartón plastificado, brillantes: Filosofía de las religiones politeístas de Asia. Los había traído el recadero desde Palma. Todas las semanas llegaban libros por correo. Los que él pedía.

Archibald bebió un sorbo de zumo de naranja. Estaba fresco y un poco ácido. Al pasar por la garganta producía una sensación agradable. La misma que una bocanada de aire cuando hemos estado mucho rato en una habitación cerrada, con las estufas encendidas a toda marcha y un fogón en el que hubiera, friéndose, una asadura de insoportable y fuerte olor a entraña de cordero. Se acabó el zumo del vaso. Después, hojeó las páginas de uno de los tomos. Buscó los grabados. Leyó los pies de imprenta de cada volumen. Al levantar los ojos para coger la jarra, se tropezó con la mirada de Sibila. Una mirada acusadora que le recordó extrañamente un cono de metal muy bruñido, cegador. Archibald tuvo un pequeño sobresalto:

—¿Qué te ocurre, querida? ¿No estás bien?

La voz de Sibila estaba llena de rencor. Era baja, firme, como la de alguien que anuncia algo pensado, meditando durante largo tiempo. Una idea madura e irrevocable.

—No quiero vivir aquí. Quiero ir a la ciudad.

La ciudad. Por la cabeza de Archibald pasaron imágenes confusas, rápidas: barbudos, haraposos y hambrientos habitantes de la ciudad. Gente con la cara angustiada corriendo hacia el autobús, haciendo cola en una panadería, aplastada por una manifestación sembrada de pancartas ininteligibles… Recordó la espesa nube flotando, años atrás, sobre la inmensidad de las casas, cuando él se trasladaba todos los días en bicicleta hasta el centro. Vivía con su familia en la montaña, en un suburbio de la ciudad, subido en una colina, e iba desde allí hasta sus estudios apresurados, y luego al oscuro taller donde estaba empleado, una habitación que olía espesamente a tinta, a papeles amontonados, a excrementos de gato. La espesa nube flotando, tapando el sol. Su padre —bajaban los dos juntos, cada uno hacia su trabajo— decía: «¿Ves? ¿Ves esa niebla? Eso es lo que han sudado, lo que han respirado los puercos ciudadanos esta noche. Esa nube son las enfermedades, el olor, lo podrido de cada uno de ellos. Nosotros vamos a envolvernos en esa niebla. No veremos el sol. No tendremos aire propio hasta que volvamos a casa».

—¿A la ciudad? ¿Te has vuelto loca?

Sibila, ceñuda. Una cara blanca de óvalo redondeado, dos ojos verdes amparados ahora por las cejas, bajadas violentamente en medio de la nariz, saliendo todo ello de la cabeza rodeada de cabello, del cuello alto del jersey negro, ceñido. Dos ojos verdes, destacando de la cara como una confabulación, un truco, como la envoltura negra de una cabeza parlante, o los zancos escondidos debajo de la giganta del Corpus. Archibald se quedó mirándola con sorpresa. Le daba la impresión de que había estado mucho tiempo sin verla y de pronto descubría una mujer cambiada por el tiempo, distinta.

—¿Qué dices?

—Digo eso. Que no quiero vivir ni un día más en este maldito pueblo. Si nos quedamos un mes, sólo un mes, no sé lo que va a pasarme. Creo que me volveré loca.

Sí. Era como un dibujo que se ha afirmado y de pronto es demasiado duro. Los trazos se han destacado demasiado. El lápiz ha insistido excesivamente en cada una de las rayas. Eso era lo que había ocurrido con Sibila: sus rasgos, el rictus de la boca, el arco de las cejas y… podía ser, ¿por qué no?, también su espíritu. Se acordó de aquella muchacha delgada, aventurera y medrosa que conoció en París: Sibila. Le conmovió entonces el contraste entre la realidad de su vida y lo que ella imaginaba ser. Le sedujo su belleza, su fragilidad de mineral precioso sobre el raso de un estuche abierto.

—No quiero vivir aquí.

La voz de Archibald se hizo apasionada, vehemente:

—Pero óyeme. Te gustaba. ¿No decías que te gustaba? Te consulté antes de comprar la casa. Te entusiasmó la idea.

Sí, era increíble de tan hermoso cuando él le dijo: «¿Ves? Será tuyo, será mío. Nuestro. ¿Comprendes?… ¿Qué te parece?». Ella lo besaba, lo abrazaba, riendo, llorando, agradecida, deslumbrada. Llegaba de los brazos de Rosso, aquel cubano que traficaba en joyas y la empleaba para su negocio. Temblaba cada vez que alguien la miraba por la calle con cierta insistencia, pensando que aquella persona que se fijaba en ella podía ser muy bien un policía. Las perlas, los brillantes, un diamante tallado, gigantesco… Rosso se lo arrancaba todo cuando llegaban al hotel: «Anda, paloma, desnúdate y quítate eso, que no es tuyo».

Había pasado mucho miedo. Y Rosso era un bruto, un grosero. Estaba harta de él, de pasar miedo, de viajar. De andar enloquecida de un avión a otro, de comer en hoteles. Estaba fatigada. La había comprado Archibald con su dinero, con su paz, como años atrás pudo comprarla otro cualquiera por un panecillo caliente.

—Sí, me gustaba —pronunció ahora en voz baja, lentamente. Se quedó callada, luego repitió:

—Sí, me gustaba, pero ahora me aburro.

Los libros. La motora. Hablar con los pescadores. Caminar, pescar, leer, estudiar, escribir… Archibald estuvo pensando en todas las cosas que le interesaban a él. Las estuvo buscando en su cabeza, enumerándolas como si las contara con los dedos. Él no sabía lo que era aburrirse, nunca había experimentado el sentimiento desolado de no tener nada que hacer. Miró a Sibila. No había dejado de tener los ojos fijos en ella, pero su pensamiento había estado unos segundos muy lejos de allí. La última frase parecía flotar como el sonido de una campana después de esta haber sonado.

—… me aburro.

Sibila había sido una muchacha perezosa, un poco indiferente a todo lo que no fuera su propia belleza. Cuando llegaron a Son Bauló para instalarse en la casa recién acabada, Sibila decía alegremente, sincera: «¡Qué felicidad!… Ahora podré dormir todo lo que quiera».

Los primeros meses, aunque dejó el fanatismo del cuidado de su cuerpo, la servidumbre de su arpegio personal, no sólo durmió sino que también comió cuanto quiso, olvidando la austera frivolidad a que había estado sujeta. Se revolcó por la arena y la hierba como un animalito que ha pasado toda la vida absurdamente encerrado sobre un suelo de ladrillos y conoce por primera vez la arena, la tierra, la corteza de los árboles y el crecer de la hierba… Tomaba sol, nadaba, daba largas caminatas revelándose que dentro de ella había una vena ignorada de actividad, de fuerza…; disfrutaba descubriendo rincones desconocidos, fotografiando a la gente del pueblo. Por allí andaba su álbum a medio pegar.

—Deberías hacer alguna cosa. Distraerte.

—¿Qué puedo hacer? Aquí, en este pueblo, no hay nada que hacer.

Archibald tuvo esa clase de asombro que debe de invadir a un químico que trabaja con elementos conocidos, medidos, calculados y de pronto se encuentra con una reacción que él no esperaba ni podía prever. Sentía un invencible sentimiento de frustración cuando contemplaba sus libros alineados en los estantes, sabiendo que nunca, nunca, aunque viviera noventa años, podría acabar de leerlos. Jamás podría enterarse de todas las experiencias que sus autores habían volcado en ellos a manos llenas. Pensaba que leer era una actividad superior a cualquier otra. Era, en cierta manera, como vivir muchas vidas al mismo tiempo. La vida de los otros, la propia. Cuando salía a pescar, a coger los peces, al aire intacto, al mar desierto, gozaba de su vida, de su propio poder, pero le dolía, con un dolor casi animal, no poder gozar de todo aquello y al mismo tiempo estar leyendo, agarrar toda la experiencia de los otros: la de los sabios, los filósofos, los novelistas.

—Lee, escucha música, nada, pesca, camina.

—No me interesa nada de eso. Ya lo he probado. Me cansa. Me aburre.

Archibald tuvo un ataque de ira sorda. Se contuvo. Miró los vasos de naranjada a medio beber, el té que se había enfriado, las tostadas, la mantequilla en el plato de cristal, en forma de pequeñas conchas de mar, la mermelada verde, fresca, color de melocotón; a Sibila: una desconocida que se había incrustado de pronto en su plenitud, en su felicidad.

Sobre la mesa permanecían los cuatro tomos nuevos: Filosofía de tas religiones politeístas de Asia, En realidad, le interesaba más zambullirse en el pensamiento del autor de aquellos cuatro tomos que dar vueltas en torno al aburrimiento y descontento de Sibila. Era la verdad y se la confesaba a sí mismo. Le fastidiaba esta súbita salida en escena del «yo» mezquino y hastiado de su mujer. Nadie lo había llamado.

Sibila extendía ahora, aparentemente calmada, mantequilla sobre una tostada. Archibald se quitó las gafas, sacó de su bolsillo una pequeña gamuza y las estuvo limpiando:

—Puedes llamar a la maestra del pueblo. Que te ayude a perfeccionar tu castellano. Aprende mallorquín conversando con la gente del pueblo. Verás como cuando empieces a hacer alguna cosa te interesas por ella.

Sibila sé encogió de hombros y mordió una tostada. Tenía los dientes grandes y brillantes, bonitos. Sus mejillas y su cara estaban, sin embargo, demasiado llenas. Se había convertido, desde hacía algún tiempo, en una mujer glotona y estaba un poco gorda.

—Llama a la maestra. Le pagaremos. Da clase de algo con ella.

Archibald remachaba el clavo y Sibila entendía muy bien lo que quería decirle: «De aquí no nos iremos. Tenemos que vivir en Son Bauló porque yo lo deseo. Si quieres que el tiempo te resulte más agradable, búscate algo que te entretenga». Ni siquiera pensaba insistir. Sabía que era inútil. «Llamar a la maestra». No había hablado nunca con ella, pero la había visto algunas veces paseando solitaria entre las matas de manzanilla que se crían entre las rocas, junto al mar, remando en una barca podrida, vieja. Conversando con el cura. Mansurrona, pálida.

—Hazla llamar. Te distraerá. Ya verás.

Abrió el segundo tomo. Comprobó la fecha de impresión. Le dio vueltas al libro entre sus manos. Levantó la sobrecubierta, miró los lomos. Cada dibujo, cada letra tenían para él un gran interés, le despertaban dentro de sí algo parecido a la emoción. Religiones politeístas de Asia. Siempre le había interesado el tema. Estaba satisfecho de haber encontrado el libro. Pasó su lengua rosada, limpia, y fina como la de un gato, por sus labios. A lo lejos, con el ruido manso de las olas, se oía un cuerno. Una caracola agujereada que rugía porque había llegado la barca del pescado. El patrón Garrit avisaba a los posibles compradores. Los peces estarían saltando aún en las redes, convulsos en el fondo de la barca. El sonido del cuerno era triste. Contrastaba con el vivo sol y la hermosa mañana sin viento. La sirvienta, Raimunda, entró en el comedor, sonriente:

—¿Quieren pescado para comer?

Una explicación simple del politeísmo podría ser la de la pequeñez del intelecto del hombre y la fuerza de su temor. Para el primitivo habitante de la Tierra, muchas eran las amenazas que le atenazaban: el rayo, el viento, las lluvias, la sequía, el sol ardoroso. Los grandes animales, la noche… Se sentía temeroso y desamparado ante tal cúmulo de enemigos superiores a él…

Sibila se había recostado en la silla. Miraba por la ventana a lo lejos, más allá de la Punta de los Fenicios, con aire de no ver nada. Con una rebeldía latente, metida entre las cenizas de su conciencia. Unas cenizas calientes, un poco rosadas. Había oído la pregunta de la criada, pero ella no se preocupaba del gobierno de la casa. Las órdenes las daba su marido, el trabajo lo hacía Raimunda. Por eso no contestó a la pregunta. En realidad, ni siquiera iba dirigida a ella.

—Lo digo porque habrá que ir a buscarlo a la barca antes de que se acabe. El patrón Garrit está tocando.

Fuerzas, por lo demás, caprichosas, imprevistas, arbitrarias, ya que el hombre no podía dominarlas ni preverlas. Por ello, e imponentes sus débiles recursos defensivos, tenía que acogerse instintivamente a intuidas e imaginadas potestades —autodefensa psicológica— del mismo rango y características de las que le amenazaban. Y no una, todopoderosa, indivisa, ya que la mente primitiva no podía forjarse entidades abstractas de vastas dimensiones, sino múltiples, tantas como enemigos le rodeaban…

Archibald levantó la cabeza distraído. Miró a Raimunda que aguardaba de pie, con su sonrisa de espera, con sus dientes todos iguales, demasiado iguales, postizos.

—¡Ah, sí! Puedes traer pescado. Toma dinero.