Manfred De La Rey pasó toda la noche en su escondrijo. Al amanecer se levantó para estirar las piernas, aflojando los músculos hasta eliminar el frío que se había filtrado por su abrigo, penetrándole hasta los huesos. Se alejó algunos pasos para orinar.

Luego se quitó el abrigo y el suéter, ambos comprados a un ropavejero de la Parade. No tenían marcas y sería imposible identificarlo por ellos. Hizo un bulto con las prendas y las escondió bajo una roca. Luego volvió a su escondrijo y se tendió en la tela alquitranada. Como algunas briznas de hierba le obstaculizaban la visión, las arrancó hasta que pudo apuntar al extremo del camino.

El blanco se veía con toda claridad. Puso un cartucho en el máuser y volvió a apuntar. En ese momento, enroscó el dedo al gatillo trasero y presionó hasta oír ese pequeño y satisfactorio chasquido. Después retiró el seguro con el pulgar y dejó el fusil enfrente.

Permaneció inmóvil, paciente como el leopardo en un árbol sobre un abrevadero; sólo sus ojos amarillos tenían vida. Dejó pasar las horas sin aflojar un solo instante su vigilancia.

Cuando aquello ocurrió, fue con una brusquedad que habría tomado por sorpresa a otro vigía. No hubo advertencia, ruido de pasos ni voces. La distancia era demasiado grande para percibirlos. De pronto, una silueta humana apareció en la punta del sendero, recortada contra el azul del cielo.

Manfred estaba listo. Apoyó el fusil contra su hombro con un movimiento fluido, y su ojo fue naturalmente a la abertura de las lentes. No le fue necesario buscar con la mira telescópica, pues la imagen del hombre apareció instantáneamente en su campo visual, aumentada y con nitidez.

Era un anciano de hombros estrechos, que llevaba una camisa blanca de cuello abierto y un sombrero de paja, amarillento de viejo. La perilla plateada centelleaba a la luz del sol primaveral. Las líneas cruzadas de la mira, muy estables, ya estaban perfectamente alineadas con el centro de su pecho angosto, unos centímetros por debajo de la uve formada por el cuello abierto. Nada de tiros a la cabeza, decidió Manfred; dispararía al corazón.

Tocó el gatillo y el máuser tronó en sus tímpanos, mientras la culata se estrellaba contra su hombro.

Vio el impacto de la bala que aplastó la camisa suelta contra el pecho flaco. La visión de Manfred estaba tan ampliada que hasta pudo ver la salida del proyectil: salió por la espalda del viejo, en una larga cola rosada formada por sangre y tejido viviente, como plumas de flamenco. Aunque el cuerpo frágil cayó a la hierba, perdiéndose de vista, la nube de sangre persistió una milésima de segundo antes de caer al suelo.

Manfred se puso de pie y echó a correr. Había planeado su huida metro a metro, hasta llegar al Morris. Un salvaje regocijo dio fuerzas a sus piernas y velocidad a sus pies.

Alguien gritó a sus espaldas; fue un sonido asombrado y quejoso. Pero Manfred no se detuvo a mirar.

Shasa llegó a la cima a toda prisa. Los dos hombres estaban arrodillados junto al cuerpo tendido en la hierba, a un lado del camino. Ambos levantaron la vista hacia Shasa, atónitos.

El muchacho echó una sola mirada al cuerpo tendido boca abajo. La bala tenía que haber sido una bala explosiva, dada la amplitud del agujero de salida. Había cortado un hueco en la cavidad pectoral donde cabían sus dos puños.

No había esperanza. El anciano estaba muerto, y Shasa cobró coraje. Más adelante habría tiempo para el dolor. Ahora había que ocuparse de la venganza.

—¿Habéis visto quién lo hizo? —jadeó.

—Sí. —Blaine se levantó de un brinco—. Lo vi por un instante. Atajó por Oudekraal Kop. Iba vestido de azul.

Shasa conocía íntimamente esa ladera de la montaña. El asesino había girado alrededor del pie del Kop y le llevaba apenas una ventaja de dos minutos.

—La cornisa —barbotó—. Va hacia la cornisa. Trataré de interceptarlo en lo alto de Nursery Ravine.

Echó a correr otra vez hacia atrás, rumbo a Breakfast Rock.

—¡Cuidado, Shasa! —gritó Blaine—. Lleva el fusil. Lo he visto.

La cornisa era el único medio por el que un vehículo podía llegar a la parte llana, razonó Shasa mientras corría. Puesto que todo había sido tan cuidadosamente planeado, el asesino debía de tener un vehículo para huir, estacionado en algún punto del camino de la cornisa.

El camino principal describía una amplia vuelta alrededor de Oudekraal Kop; luego volvía al borde y corría a lo largo del barranco hasta cruzarse con el camino de la cornisa, a setecientos u ochocientos metros de distancia. Había otro sendero poco utilizado, que atajaba por el lado opuesto del Kop. Era difícil de encontrar, y cualquier equivocación lo llevaría a un callejón sin salida y al precipicio. Pero si lo hallaba podría ahorrarse unos cuatrocientos metros.

Encontró el sendero y fue por él. Estaba obstruido por los arbustos en dos puntos, y era preciso luchar con las ramas entrelazadas. En otro sitio, junto al borde, se había desmoronado. Shasa tuvo que retroceder y tomar carrerilla para saltar el vacío, a ciento cincuenta metros del fondo. Aterrizó de rodillas, se levantó trabajosamente y siguió corriendo.

Irrumpió inesperadamente en el camino principal, chocando de lleno contra el asesino de mono azul, que llegó corriendo en dirección contraria. Notó fugazmente el gran tamaño del hombre y la amplitud de sus hombros. Un momento después rodaban juntos, pecho contra pecho, lanzando manotazos salvajes, cuesta abajo. El impacto había hecho volar el fusil de las manos del asesino, pero Shasa sintió su elástica dureza, el bulto de sus músculos, y quedó espantado por la primera impresión de su fuerza física. Supo de inmediato que no podía enfrentarse a él. Contra toda su resistencia, el hombre lo puso de espaldas y montó sobre él.

Las caras de ambos estaban a pocos centímetros de distancia. El asesino tenía la barba, negra y rizada, empapada de sudor, la nariz torcida y las cejas muy densas, pero fueron sus ojos los que aterrorizaron a Shasa. Eran amarillos y horriblemente familiares. Sin embargo, tuvieron sobre el muchacho un efecto catalizador, transformando su miedo en fuerza sobrehumana.

Se soltó un brazo a tirones y logró apartar al asesino lo suficiente para sacar la Beretta de su propio cinturón. No había puesto ningún cartucho en la cámara, pero golpeó hacia arriba con el cañón corto, clavándolo en la sien del hombre, y sintió que el acero hacía crujir el hueso del cráneo.

El hombre aflojó su presión y cayó hacia atrás, mientras Shasa se incorporaba sobre las rodillas, tratando de cargar la pistola. El cartucho entró en la cámara con un chasquido metálico. Sólo entonces notó Shasa que estaban muy cerca del precipicio; estaba arrodillado en el borde mismo. Mientras intentaba apuntar hacia aquella cabeza peluda, el asesino desplegó su cuerpo como una navaja y plantó ambos pies en el pecho del muchacho.

Shasa se vio arrojado hacia atrás. La pistola se disparó, pero la bala se perdió en el aire, mientras él franqueaba el borde del precipicio en caída libre. Por un momento miró hacia abajo; había metros y metros de vacío, pero un trecho más allá quedó atascado en un pequeño pino que había hallado asidero en una grieta de la roca.

Colgado contra la faz del barranco, con las piernas bamboleándose en el aire, miró hacia arriba. La cabeza del asesino apareció por encima del borde. Esos extraños ojos amarillos se clavaron en él por un instante; luego, desapareció. Shasa oyó que sus botas crujían en el camino. Después oyó el chasquido inconfundible de un fusil al ser cargado y montado.

“Va a acabar conmigo”, pensó. Sólo entonces se dio cuenta de que aún tenía la Beretta en la mano derecha.

Desesperado, enganchó el codo izquierdo al pequeño pino y apuntó la pistola hacia el borde del barranco, sobre su cabeza.

Una vez más, la cara y los hombros del asesino aparecieron contra el cielo. El largo cañón del máuser apuntaba hacia abajo, pero resultaba incómodo maniobrar con un arma tan larga en ese ángulo, y Shasa disparó un instante antes de que el hombre pudiera coger puntería. Oyó que la pequeña bala de la pistola golpeaba en la carne. El asesino soltó un gruñido y desapareció de la vista. De inmediato, alguien gritó a lo lejos y Shasa reconoció la voz de Blaine.

En ese instante, los pasos del asesino se alejaron corriendo. Un minuto después, Blaine se asomaba por el borde, mirando a Shasa.

—¡Sostente! —ordenó, enrojeciendo por el esfuerzo y con voz insegura.

Se quitó el grueso cinturón de cuero y lo cerró formando un lazo. Luego se tendió boca abajo en el suelo y bajó el aro de cuero para que Shasa pudiera pasar un brazo por él. Aunque Blaine era fuerte y la práctica de polo le había desarrollado anormalmente el pecho y los brazos, forcejearon varios minutos antes de que pudiera izar a Shasa hasta el camino.

Durante algunos segundos permanecieron tendidos, el uno junto al otro. Por fin, Shasa se levantó y dio unos pasos vacilantes a lo largo del sendero, buscando al fugitivo. Pocos pasos más allá, Blaine se le adelantó, en una carrera enérgica que acicateó a Shasa para seguirlo. Se puso a su lado, mientras Blaine jadeaba:

—¡Sangre! —Señalaba unas salpicaduras rojas y húmedas sobre una piedra plana del camino—. ¡Le has dado!

Cuando llegaron al amplio camino de la cornisa, iniciaron el descenso, hombro con hombro, ayudados por la pendiente. Aún no habían llegado al primer recodo cuando oyeron que un motor se ponía en marcha en el bosque, más abajo.

—¡Tiene coche! —jadeó Blaine, mientras el motor rugía cada vez más.

El ruido se disipó velozmente. Ellos se detuvieron, escuchando cómo se perdía en el silencio. Las piernas de Shasa ya no soportaban el peso de su cuerpo; se dejaron caer, hechos un montículo en medio del camino.

En la estación forestal había un teléfono. Shasa llamó a la jefatura al inspector Nel, y le dio una descripción del asesino.

—Tendrán que actuar deprisa. Es obvio que este hombre tiene la huida bien planeada.

El club de montañistas tenía una camilla en la estación forestal, pues esa montaña se cobraba muchas vidas por año. El guardabosques les asignó a seis trabajadores negros para que la llevaran. Acompañados por ellos, volvieron al extremo del barranco Esqueleto.

Allí estaban las mujeres. Centaine y Anna, bañadas en lágrimas, trataban de consolarse mutuamente. Habían cubierto al muerto con una alfombra.

Shasa se arrodilló junto al cadáver y levantó una esquina de la alfombra. Las facciones de sir Garry Courtney habían cedido ante la muerte, dejándole la nariz arqueada y picuda; los párpados cerrados estaban profundamente hundidos, pero había en él una suave dignidad que lo asemejaba a la máscara mortuoria de un frágil César.

Shasa lo besó en la frente. Sintió la piel fría y aterciopelada bajo sus labios. Cuando se incorporó, el mariscal Smuts le apoyó en el hombro una mano consoladora.

—Lo siento, muchacho —dijo—. Esa bala era para mí.

Manfred De La Rey se apartó a un lado de la carretera, conduciendo con una sola mano. Sin apagar el motor, desabotonó la pechera de su mono.

La bala le había penetrado por debajo y por delante de la axila, clavándose en el grueso acolchado del músculo pectoral, en ángulo hacia arriba. No halló el orificio de salida; eso significaba que aún la tenía en el cuerpo. Cuando tanteó suavemente la cara posterior del hombro, descubrió una hinchazón tan sensible que estuvo a punto de gritar involuntariamente.

El proyectil estaba bajo la piel, pero no parecía haber penetrado en la cavidad torácica. Apretó el pañuelo en la herida de la axila y se abotonó otra vez el mono. Después consultó su reloj. Faltaban algunos minutos para las once. Habían pasado apenas veintitrés minutos desde que hiciera el disparo por el cual su pueblo sería libre.

Una sensación triunfal y apasionada sobrepasaba al dolor de la herida. Volvió a la carretera y continuó serenamente su trayecto por la base de la montaña. Ante los portones del ferrocarril, mostró su pase al guardabarrera y obtuvo el permiso para aparcar el Morris ante los cuartos de descanso para fogoneros y maquinistas. Dejó el máuser bajo el asiento del automóvil. Otros se ocuparían del arma y el vehículo. Caminó deprisa hasta la puerta trasera de la sala de descanso. Allí le estaban esperando.

Roelf se levantó de un salto, lleno de preocupación, al ver sangre en el mono azul.

—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

—Smuts ha muerto —dijo Manfred.

Y su júbilo salvaje contagió a los otros. Nadie pronunció palabras ni gritos de victoria, pero todos saborearon en silencio ese momento fundamental sobre el que giraría la historia.

Tras largos segundos, Roelf volvió a quebrar el silencio.

—Estás herido.

Mientras uno de los stormjagters salía para ocuparse del coche, Roelf ayudó a Manfred a quitarse el mono sucio. Había muy poca sangre, pero la herida estaba hinchada y amoratada. El agujero de la bala era una perforación negra de la que manaba linfa acuosa y rosada. Roelf curó la herida y la vendó con gasas del botiquín.

Como Manfred apenas podía usar el brazo izquierdo, fue su amigo quien se encargó de afeitarle la negra barba. Sin ella parecía mucho más joven, apuesto y limpio, pero estaba pálido por la pérdida de sangre y la debilidad. Le ayudaron a ponerse un mono limpio y Roelf le puso en la cabeza la gorra de fogonero.

—Pronto volveremos a encontrarnos —le dijo—. Y me enorgullezco de ser amigo tuyo. Desde ahora en adelante, la gloria te seguirá todo el tiempo que te quede de vida.

El maquinista se adelantó, diciendo:

—Debemos irnos.

Roelf y Manfred se estrecharon la mano. Por fin, el muchacho giró en redondo y siguió al maquinista al andén, donde esperaba la locomotora.

La policía detuvo el tren carguero en la estación de Worcester. Revisaron todos los vagones mientras un agente subía a la cabina de la locomotora para hacer lo mismo.

—¿Qué problema hay? —preguntó el maquinista.

—Parece que esta mañana mataron a un figurón en Monte Tabla. Tenemos una descripción del asesino. Hay bloqueos policiales en todas las carreteras y estamos revisando todos los vehículos.

—¿A quién han matado? —preguntó Manfred.

El agente se encogió de hombros.

—No sé, amigo, pero debe de ser alguien importante, a juzgar por el alboroto que hay.

Bajó de la cabina. Pocos minutos después, la señal cambió a verde y el tren partió de la estación con rumbo norte.

Cuando llegaron a Bloemfontein, el hombro de Manfred se había hinchado hasta convertirse en un bulto duro y morado; el dolor era insoportable. Acurrucado en un rincón de la cabina, gemía suavemente, vacilando al borde de la inconsciencia, con la cabeza llena de alas oscuras.

Roelf se había adelantado a telefonear. En Bloemfontein lo esperaban amigos que lo sacaron oculto de la estación.

—¿Adónde vamos?

—A ver a un médico —le dijeron.

Y la realidad se quebró en un rompecabezas de oscuridad y dolor.

Tuvo conciencia del sofocante olor del cloroformo. Cuando despertó estaba en una cama, dentro de una habitación soleada, pero amueblada con un estilo monástico. Tenía el hombro cubierto de vendas limpias. A pesar de las náuseas dejadas por la anestesia, se sentía nuevamente de una pieza.

Junto a la ventana, sentado en una silla, esperaba un hombre. En cuanto se dio cuenta de que Manfred estaba despierto, se acercó a él.

—¿Cómo se siente?

—No demasiado mal. ¿Se ha producido… el alzamiento?

¿Nuestro pueblo ha tomado el poder?

El hombre le clavó una mirada extraña.

—¿No sabe nada? —preguntó.

—Sólo sé que hemos triunfado… —comenzó Manfred.

Pero el hombre cogió un periódico y lo puso sobre la cama. Se quedó a un lado mientras el muchacho leía los titulares:

HOMICIDIO EN MONTE TABLA. SE CULPA A OB DEL ASESINATO DE FAMOSO HISTORIADOR. SMUTS ORDENA DETENCION Y ENCARCELAMIENTO DE SEISCIENTAS PERSONAS.

Manfred se quedó mirando la página impresa, sin comprender, mientras el hombre le decía.

—Usted mató a quien no correspondía. Eso dio a Scouts la excusa que necesitaba. Todos nuestros líderes han sido detenidos. A usted lo están buscando por todo el país. No puede quedarse aquí. La policía vendrá en cualquier momento.

Manfred abandonó la ciudad en la parte trasera de un camión, cubierto de malolientes cueros crudos. La Ossewa Brandwag había sido diezmada por los arrestos. Los miembros que aún estaban en libertad, asustados y temerosos, huían en busca de refugio. Nadie quería arriesgarse a dar alojamiento a ese fugitivo. Le pasaron de casa en casa, una y otra vez.

El plan no había previsto otra cosa que el asesinato y una triunfal revuelta, después de la cual Manfred hubiera debido surgir como héroe popular, para tomar el sitio que le correspondía en el nuevo gobierno republicano. Ahora todo era correr y ocultarse, enfermo y débil, con una recompensa de cinco mil libras puesta a su cabeza. Nadie lo quería; representaba un riesgo peligroso. Cada uno lo entregaba a otra persona en cuanto podía encontrar a quien cederle la responsabilidad.

Los periódicos publicaron listas de las personas arrestadas y encarceladas, en las cuales él encontró muchos nombres conocidos. Leyó con horror los de Roelf y el reverendo Tromp Bierman. Se preguntó cómo se las arreglarían, en adelante, Sara, la tía Trudi y las muchachas. Pero le costaba pensar y concentrarse, pues la desesperación lo había privado de su valor. Conoció entonces el terror del animal acorralado y herido.

Le llevó ocho días hacer el viaje a Johannesburgo. Aunque no había sido su intención dirigirse a Witwatersrand, las circunstancias y el capricho de sus colaboradores lo encaminaron hacia allí. En trenes y camiones, también a pie, por las noches, cuando su herida comenzó a cicatrizarse y recuperó las fuerzas, llegó a la ciudad.

Tenía una dirección, su último contacto con la hermandad, y cogió el tranvía desde la estación ferroviaria. El número que necesitaba era el 36.

Se trataba de uno entre varios chalés separados entre sí, y Manfred empezó a levantarse para bajar del tranvía en la parada siguiente. En ese momento vio al policía uniformado en la puerta del número 36 y volvió a dejarse caer en el asiento.

Cuando el tranvía llegó a la terminal, entró en un café griego, al otro lado de la carretera. Entregó sus últimas monedas por una taza de café y la bebió lentamente, inclinado sobre la infusión, tratando de pensar.

Había evitado, en esos ocho últimos días, decenas de bloqueos e investigaciones policiales, pero tenía la sensación de que se le agotaba la suerte. Ya no había escondites disponibles para él. Desde allí, el camino lo llevaba a la horca.

Al mirar a través del grasiento escaparate, le llamó la atención un letrero con el nombre de la calle. Algo se agitaba en su memoria, pero sus primeros esfuerzos no lograron aprehenderlo. De pronto sintió que recuperaba el ánimo y divisó un débil fulgor de esperanza.

Al salir del café, siguió la calle cuyo nombre había reconocido. La zona se deterioró rápidamente hasta convertirse en una barriada de cobertizos y casuchas. En la carretera hollada y sin nivelar no se veían ya caras blancas. Los negros asomados a las ventanas o a los malolientes callejones le observaban impasiblemente, a través del insondable vacío que separa, en África, a las distintas razas.

Por fin halló lo que estaba buscando. Era un pequeño supermercado, atestado de parroquianos negros, ruidosos y sonrientes; las mujeres, con los bebés atados a la espalda, regateaban ante el mostrador. Pero el alboroto se convirtió en silencio en cuanto el hombre blanco entró en el local. Todos le cedieron el paso respetuosamente, sin mirarlo de frente.

El propietario era un anciano zulú, cuya esponjosa barba parecía hecha de lana blanca; vestía un traje abolsado, a la manera occidental. Abandonó a la negra que estaba atendiendo para acercarse a Manfred, inclinando la cabeza con deferencia para escuchar su pedido.

—Acompáñeme, Nkosi. —Después de guiar a Manfred hasta el depósito de la trastienda, le dijo—: Tendrá que esperar, tal vez mucho tiempo.

Y allí lo dejó.

Manfred se dejó caer en un montón de bolsas de azúcar. Estaba hambriento y exhausto; el hombro volvía a palpitar. Acabó por quedarse dormido, pero lo despertaron una mano sobre el hombro y una voz grave al oído.

—¿Cómo supiste dónde buscarme? Manfred se levantó trabajosamente.

—Mi padre me dijo dónde podía encontrarte —respondió—. Hola, Swart Hendrick.

—Han pasado muchos años, pequeño Manie. —El gigantesco ovambo le sonreía, mostrando el hueco negro de los dientes faltantes; la cabeza, cruzada de cicatrices, era negra y reluciente como una bala de cañón—. Muchos años, sí, pero nunca puse en duda que volveríamos a encontrarnos. Nunca, en todos estos años. Los dioses de la espesura nos han atado, pequeño Manie. Siempre supe que vendrías a mí.

Los dos hombres estaban solos en el cuarto trasero de Swart Hendrick. La casa era una de las pocas construcciones de ladrillos en el barrio de la Granja de Drake. Sin embargo, los ladrillos estaban sin cocer y el edificio no era tan ostentoso como para distinguirse entre las casuchas que se apretaban a él. Swart Hendrick había aprendido, mucho antes, que no le convenía llamar la atención de la policía blanca hacia su riqueza.

En el cuarto de la parte de delante, las mujeres cocinaban y hacían sus labores, mientras los niños lloraban o reían entre los pies. Tal como correspondía a su situación, Swart Hendrick contaba con seis esposas en la ciudad, y todas convivían en amistosa relación simbiótica. Los celos posesivos de las occidentales monógamas les eran totalmente desconocidos. Las esposas más antiguas jugaban un papel preponderante en la selección de las más jóvenes. De la multiplicidad, todas obtenían un considerable prestigio. Tampoco se resentían por el dinero que él enviaba a las esposas del campo, ni por sus periódicas visitas al kraal, para aumentar el número de sus vástagos. Todas se consideraban parte de una misma familia. Cuando los hijos del campo llegaban a la edad en que podían beneficiarse con un traslado a la ciudad para ampliar su educación y su fortuna, contaban con muchas madres adoptivas, capaces de brindarles el mismo amor y aplicar la misma disciplina que los había guiado en el kraal.

Los niños más pequeños eran quienes mandaban en la casa. Uno de ellos, totalmente desnudo, trepó al regazo de Swart Hendrick, que ocupaba su banquillo tallado, símbolo de rango para un jefe tribal. Aunque estaba sumido en una intensa discusión con Manfred, no dejó de acariciar tranquilamente al pequeño, como lo hubiera hecho con un cachorro mimado. Cuando la jarra de cerveza quedaba vacía, bastaba con dar una palmada para que una de las esposas más jóvenes, la hermosa zulú o la núbil basudo, de pechos redondos y duros como huevos de avestruz, trajeran otra jarra y se arrodillaran ante Hendrick para ofrecérsela.

—Y bien, pequeño Manie, hemos hablado de todo y dicho cuanto había que decir. Y volvemos al mismo problema.

Swart Hendrick levantó la jarra de cerveza para tragar un buen sorbo de aquel engrudo espeso y blanco. Después de chasquear los labios, limpió la medialuna de cerveza que tenía en el labio superior con el dorso del brazo y lo entregó a Manfred, continuando.

—El problema es el siguiente. En todas las estaciones de ferrocarril, en todas las carreteras, hay policías blancos que te están buscando. Hasta se te ha puesto un precio. Y qué precio, pequeño Manie. Ofrecen cinco mil libras por ti. ¿Cuántas cabezas de ganado, cuántas mujeres se podrían comprar con esa cantidad? —Paró de hablar para estudiar el asunto y movió la cabeza, maravillado—. Me pides que te ayude a salir de Johannesburgo para cruzar el gran río del norte. ¿Qué hará la policía blanca si me atrapa? ¿Me colgarán en el mismo árbol que a ti? ¿O me enviarán a partir piedras en la prisión de Ou Baas Smuts y el rey Jorgito? —Swart Hendrick suspiró teatralmente—. Es una difícil pregunta, pequeño Manie. ¿Puedes responder?

—Has sido como un padre para mí, Hennie —recordó Manfred, en voz baja—. ¿Qué padre deja a su hijo a merced de las hienas y los buitres?

—Si soy tu padre, pequeño Manie, ¿por qué tu rostro es blanco y el mío negro? —Hendrick sonrió—. Entre nosotros no hay deudas. Fueron pagadas hace mucho tiempo.

—Tú y mi padre erais hermanos.

—Cuántos veranos han ardido desde aquellos tiempos. —Hendrick lloró el paso del tiempo con una expresión apenada de cabeza—. Y cómo cambiaron el mundo y los que en él viven.

—Hay algo que nunca cambia, a pesar de los años, Hennie.

—¿Y qué es eso, oh, criatura de cara blanca que clama mi paternidad?

—Un diamante, negro padre mío. Los diamantes nunca cambian.

Hendrick asintió.

—Hablemos, entonces, de un diamante.

—De uno, no —corrigió Manfred—. De muchos diamantes. Una bolsa llena de diamantes yace en un sitio lejano, del que sólo tú y yo sabemos.

—Los riesgos son grandes —dijo Hendrick a su hermano—. Y en mi mente acecha la duda, como el león cebado en la densa espesura. Tal vez los diamantes estén donde el hombre blanco dice, pero aun así me espera el león de la duda. El padre era un hombre complejo, duro y sin misericordia. Presiento que el hijo ha llegado a ser como su padre. Habla de amistad entre nosotros, pero ya no siento calor en él.

Moses Gama mantenía la mirada fija en el fuego; sus ojos eran oscuros e inescrutables.

—Trató de matar a Smuts —musitó—. Es un duro bóer como los de antaño, los que masacraron a nuestro pueblo en el río Sangre e hicieron trizas el poder de los grandes jefes. Esta vez han sido derrotados, como en 1914, pero no están aniquilados. Se levantarán otra vez para luchar, esos duros bóers, cuando termine la guerra de los blancos al otro lado del mar. Convocarán a sus impis y, una vez más, presentarán batalla a Smuts y a su grupo. Es costumbre de los blancos (y he estudiado bien su historia) rechazar, cuando se hace la paz, a quienes más lucharon durante la guerra. Presiento que, en el próximo conflicto, los blancos rechazarán a Smuts y que triunfarán los duros bóers. Y este muchacho blanco es uno de ellos.

—Tienes razón, hermano —asintió Hendrick—. No había mirado tan hacia el futuro. Es enemigo de nuestro pueblo. Sí él y los suyos suben al poder, aprenderemos una amarga lección de esclavitud. Debo entregarlo a la venganza de quienes lo buscan.

Moses Gama alzó su noble cabeza para mirar a su hermano mayor.

—La debilidad de las multitudes consiste en que no llegan a ver el horizonte. Su mirada permanece fija en la panza o en los genitales —elijo—. Has admitido que padeces esa debilidad. ¿Por qué, hermano, no tratas de elevarte por encima de ella? ¿Por qué no levantas los ojos y miras al futuro?

—No comprendo.

—El mayor peligro para nuestro pueblo es su propia paciencia, su pasividad. Somos un gran rebaño bajo la mano de un astuto pastor. Nos mantiene sumisos con su despotismo paternal, y la mayor parte de nosotros, por no ir más allá, nos dejamos adormecer hasta una aceptación que confundimos con contento. Sin embargo, el pastor nos ordeña y come nuestra carne a voluntad. Es nuestro enemigo, pues la esclavitud en que nos tiene, además de insidiosa, imposibilita incitar al rebaño a la rebelión.

—Si él es enemigo nuestro, ¿qué son los que llamas duros bóers? —Hendrick estaba perplejo—. ¿No son acaso enemigos peores?

—De ellos dependerá la libertad última de nuestro pueblo. Son hombres sin sutilezas ni artificios. No es de ellos la sonrisa y la palabra amable que disimulan el acto brutal. Son hombres furiosos, llenos de miedo y odio. Odian a los indios y a los judíos, odian a los ingleses, pero sobre todo odian y temen a las tribus negras, pues nosotros somos muchos y ellos pocos. Nos odian y nos temen porque tienen lo que nos corresponde por derecho. Y no podrán disimular ese odio. Cuando lleguen al poder, enseñarán a nuestro pueblo cuál es el verdadero significado de la esclavitud. Con su opresión, transformarán a las tribus, que ahora son rebaño, en una gran estampida de búfalos furiosos, ante cuya fuerza nada quedará en pie. Debemos rezar por este blanco tuyo y por todo lo que él representa. De él depende el futuro de nuestro pueblo.

Hendrick pasó largo rato mirando el fuego. Por fin, lentamente, alzó su gran cabeza calva para mirar a su hermano, lleno de enorme respeto.

—A veces pienso, hijo de mi padre, que eres el hombre más sabio de toda nuestra tribu —susurró.

Swart Hendrick mandó buscar a un sangoma, un curandero tribal. El hombre preparó un ungüento para el hombro de Manfred. Una vez aplicado, caliente y fétido, resultó muy eficaz. En el curso de diez días, Manfred se encontró en condiciones de volver a viajar.

El mismo sangoma proporcionó una tintura herbácea, con la que Manfred dio a su piel el matiz exacto de los negros del norte. Los ojos amarillos no eran una grave desventaja. Entre los mineros negros que volvían a sus casas, cumplido el contrato con Wenela, existían ciertos símbolos que confirmaban su rango de sofisticados hombres de mundo: cajas metálicas para guardar los tesoros adquiridos, la rosada libreta de ahorros, llena de números, el plateado casco de minero, que se les permitía conservar, y, por último, unas gafas negras.

Uno de los Búfalos de Hendrick, que trabajaba en la oficina de ERPM, se encargó de proporcionar los papeles de viaje, totalmente auténticos. Manfred abordó el tren de Wenela con sus gafas ahumadas y la piel teñida del mismo color que sus vecinos. Todos eran Búfalos de Hendrick y lo rodearían para protegerlo.

Le resultó extraño, pero tranquilizador, que los escasos funcionarios blancos que encontró en el largo viaje rara vez lo miraran de frente. Como era negro, la mirada de los hombres parecía resbalar por su cara.

Manfred y Hendrick abandonaron el tren en Okahandja y, con un grupo de trabajadores, subieron al autobús que los llevaría aquellos últimos kilómetros, por carreteras calurosas y polvorientas, hasta el kraal de Hendrick. Dos días después volvieron a ponerse en marcha, esta vez a pie, con rumbo noroeste, internándose en el páramo ardiente.

Durante la temporada anterior había llovido mucho; encontraron agua en muchas de las hoyas del Kavango. Pasaron dos semanas antes de que aparecieran los kopjes, como una caravana de camellos contra la neblina azul del calor, a lo largo del horizonte desértico.

Mientras avanzaban hacia las colinas, Manfred se dio cuenta de que era totalmente forastero en ese desierto. Hendrick y su padre habían echado raíces en él, pero el muchacho, desde la infancia, había vivido en ciudades, grandes o pequeñas. Nunca habría podido regresar sin la guía del negro; más incluso, no habría sobrevivido sino unos pocos días en esa tierra implacable.

El kopje hacia el cual avanzaban parecía idéntico a los demás. Sólo al escalar la empinada ladera granítica, al erguirse en la cumbre, acudieron los-recuerdos en tropel. Quizás habían sido deliberadamente sofocados, pero ahora brotaban otra vez en nítidos detalles. Manfred casi pudo ver las facciones de su padre, devastadas por la fiebre, y sentir el hedor de la gangrena. Recordó, con renovado tormento, las ásperas palabras de rechazo con que el padre lo había impulsado hacia la salvación.

Sin vacilar, se encaminó hacia la grieta que abría la cúpula de granito y se arrodilló ante ella. El corazón le dio un vuelco cuando, al mirar hacia abajo, no distinguió nada en las intensas sombras.

—Conque los famosos diamantes han desaparecido —rió Hendrick, cínico, al ver su horror—. Tal vez se los comieron los chacales.

Manfred, sin prestarle atención, sacó de la mochila un hilo de pescar. Después de atar la plomada y el firme anzuelo a un extremo, los dejó caer por la hendidura y trabajó con paciencia, paseando el anzuelo a lo largo de la grieta, mientras Hendrick le observaba, sentado en la estrecha franja de sombra, sin ofrecerle ayuda.

El anzuelo se clavó en algo, muy al fondo. Manfred, con cautela, hizo presión en el hilo. Como resistiera, fue recogiéndolo, cada vez con mayor energía. De pronto algo cedió y el anzuelo quedó libre. El muchacho recogió el cordel, mano sobre mano. Una punta del gancho se había abierto por el peso, pero aún había un fragmento de lona podrida sujeto a la punta.

Manfred rehizo el gancho y volvió a dejarlo caer por la grieta, hurgando en lo hondo, centímetro a centímetro, hacia los costados, hacia arriba, hacia abajo. Después de media hora, el anzuelo volvió a trabarse.

En esa oportunidad, el peso siguió colgado en él. Algo rozaba contra el granito y, poco a poco, un bulto informe surgió a la vista. Lo recogió lentamente, conteniendo el aliento en el último par de metros. En el momento en que lo retiraba de la grieta, la lona de la vieja bolsa se abrió, dejando deslizar una cascada de piedrecillas blancas sobre la roca.

Dividieron los diamantes en dos montones iguales, como habían acordado, y echaron a suertes quién elegía en primer lugar. Ganó Hendrick. Manfred guardó su parte en la bolsa de tabaco vacía que había llevado para guardar los diamantes.

—Dijiste la verdad, pequeño Manie —admitió Hendrick—. Hice mal en dudar de ti.

A la noche siguiente llegaron al río y durmieron juntos frente al fuego. Por la mañana, después de enrollar las mantas, se miraron de frente.

—Adiós, Hennie. Tal vez el camino vuelva a unirnos.

—Ya te lo he dicho, pequeño Manie: los dioses de la espesura nos han atado. Nos volveremos a ver. De eso estoy seguro.

—Espero con grandes deseos ese día.

—Sólo los dioses decidirán si volvemos a vernos como padre e hijo, como hermanos… o como enemigos mortales.

Hendrick se echó la mochila al hombro y, sin mirar atrás, se alejó por el desierto. Manfred le observó hasta perderlo de vista. Luego siguió la ribera hacia el noroeste. Esa noche llegó a una aldea de ribereños. Dos jóvenes lo llevaron en canoa hasta la orilla portuguesa. Tres semanas después, Manfred llegaba a Luanda, capital de la colonia portuguesa, y tocaba el timbre del consulado alemán.

Esperó tres semanas en Luanda, esperando órdenes de la Abwehr de Berlín. Poco a poco fue comprendiendo que el retraso era deliberado. Había fracasado en la tarea asignada y, en la Alemania nazi, el fracaso era imperdonable.

Vendió uno de los diamantes más pequeños por una parte de su valor real, y aguardó a que se cumpliera su castigo. Todas las mañanas se presentaba en el consulado alemán, pero el agregado militar lo despedía disimulando apenas su desprecio.

—Todavía no hay órdenes, Herr De La Rey. Debe tener paciencia.

Manfred pasaba sus días en los cafés de la costa; las noches, en albergues baratos, repasando interminablemente los detalles de su fracaso, o pensando en el tío Tromp y en Roelf, que estaban en un campo de concentración, en Heidi y el niño, que estaban en Berlín.

Por fin llegaron sus órdenes. Se le proporcionó un pasaporte diplomático alemán para que se hiciera a la mar en un carguero portugués hasta las Islas Canarias. Desde allí voló a Lisboa en un avión civil de matrícula española.

En Lisboa se encontró con el mismo desprecio deliberado. Se le indicó, con indiferencia, que buscara alojamiento y esperara esas órdenes que parecían no llegar nunca. Escribió cartas personales al coronel Sigmund Boldt y a Heidi. Aunque el agregado consular le aseguraba que habían salido a hacer una visita diplomática a Berlín, no recibió respuesta.

Vendió otro diamante pequeño para alquilar un alojamiento más amplio en un viejo edificio de la ribera del Tajo. Pasaba los largos días ociosos leyendo, estudiando o escribiendo. Comenzó a trabajar, simultáneamente, en dos proyectos literarios; eran una historia política de Sudáfrica y una autobiografía, ambas planeadas para animarse y sin intención de ser publicadas. Aprendió portugués con un maestro retirado, que vivía en el mismo edificio, y no abandonó su riguroso entrenamiento físico, como si aún boxeara profesionalmente. Llegó a conocer todas las librerías de segunda mano que había en la ciudad; allí compraba todos los libros de leyes que encontraba, en alemán, inglés o portugués. Pero el tiempo libre aún le pesaba en las manos. Lo irritaba esa imposibilidad de tomar parte en el conflicto que rugía en todo el globo.

La guerra se volvió contra las potencias del Eje. Los Estados Unidos de América habían entrado en el conflicto y sus fortalezas voladoras estaban bombardeando las ciudades de Alemania. Manfred supo de la terrible conflagración que había destruido Colonia y escribió otra carta a Heidi, tal vez la centésima desde su llegada a Portugal.

Tres semanas después, en una de sus visitas regulares al consulado alemán, el agregado militar le entregó un sobre. Con un arrebato de alegría, reconoció en él la letra de Heidi.

Le decía que, por no haber recibido ninguna de sus cartas anteriores, había llegado a creerle muerto. Expresaba su maravilla y su alegría porque estuviera con vida y adjuntaba una instantánea de sí misma con el pequeño Lothar.

Por la fotografía, Manfred vio que su esposa había engordado un poco; eso le daba un aspecto más asentado y bello que el de su último recuerdo. Su hijo, en poco más de tres años, se había convertido en un robusto niño de rizos rubios, cuyas facciones prometían fuerza, además de belleza. Como la fotografía era en blanco y negro, no mostraba el color de sus ojos. Los deseos de Manfred por verlos a ambos se volvieron intolerables. Escribió a Heidi una carta larga y apasionada, explicándole su situación e instándola a hacer lo posible para conseguir un billete, a fin de reunirse con él en Lisboa. Sin dar detalles específicos, le dio a entender que estaba en condiciones financieras de mantenerlos a ambos y que tenía planes para un futuro común.

Heidi De La Rey, despierta en su cama, escuchaba los bombardeos por tercera noche consecutiva. El centro de la ciudad estaba devastado; la ópera y la estación ferroviaria, totalmente destruidos; por la información a la que tenía acceso en el Departamento de Propaganda, sabía de los triunfos aliados en Francia y en Rusia, así como de los cien mil soldados alemanes capturados en Minsk.

A su lado, el coronel Sigmund Boldt dormía de un modo muy inquieto, dando vueltas y gruñendo hasta perturbarla más que los lejanos bombardeos norteamericanos. En realidad, él tenía motivos para estar preocupado. Todos lo estaban desde el fallido intento de asesinato contra el Führer. Ella había visto películas sobre la ejecución de los traidores, donde se mostraba cada ínfimo detalle del tormento, con las víctimas colgadas en ganchos para reses. El general Zoller había sido uno de ellos.

Sigmund Boldt no había tomado parte en la conspiración, de eso Heidi estaba segura; pero tampoco estaba tan lejos para no verse afectado por la ola que levantó el atentado. Heidi era su amante desde hacía casi un año, y ya notaba las primeras señales de su falta de interés por ella. Sabía, además, que los días de influencia y poder que tenía el coronel estaban contados. Pronto volvería a estar sola, sin raciones alimentarias especiales para ella y el pequeño Lothar. Siguió escuchando los bombardeos. El ataque había terminado y el ruido de los motores se redujo a un zumbido de mosquitos. Pero volverían. En el silencio siguiente a su desaparición, Heidi pensó en Manfred y en sus cartas, a las que ella nunca había contestado. Él estaba en Lisboa; en Portugal no había bombardeos.

Al día siguiente, mientras desayunaban, habló con Sigmund.

—Sólo pienso en el pequeño Lothar —explicó.

Y creyó ver un destello de alivio en la expresión del coronel. Quizá ya había estado pensando en cómo deshacerse de ella sin alboroto. Esa misma tarde escribió a Manfred enviando la carta al consulado alemán en Lisboa, y adjuntó una fotografía suya y del niño.

El coronel Sigmund Boldt actuó rápidamente. Aún gozaba de suficiente influencia para conseguir un pase y documentos para Heidi en menos de una semana. La llevó al aeropuerto en su Mercedes negro y la despidió con un beso al pie del avión.

Tres días después, Sigmund Boldt era arrestado en su casa de Grünewald. Una semana más tarde moría tras el interrogatorio en una celda de la Gestapo; en todo momento había alegado su inocencia.

El pequeño Lothar De La Rey echó su primer vistazo a África espiando entre las barandillas del carguero portugués, que entraba en la bahía de la Tabla. Sujeto de la mano por sus padres, rió de placer cuando los remolcadores salieron al encuentro de la nave.

No había guerra desde hacía dos años, pero Manfred había tomado precauciones extraordinarias antes de llevar a su familia a África. Para empezar escribió al tío Tromp, que había sido liberado al terminar la guerra. Por él supo las noticias políticas y familiares. La tía Trudi se encontraba bien y las dos muchachas se habían casado. Roelf, liberado al mismo tiempo que el tío Tromp, había vuelto a su puesto en la universidad. Era feliz con Sara y esperaban un nuevo miembro en la familia para fines de ese año.

En lo político, el panorama era prometedor. Aunque la Ossewa Brandwag y las otras organizaciones paramilitares habían sido desmembradas y sumidas en el descrédito, sus integrantes formaban parte del Partido Nacional, liderado por el doctor Daniel Malan, rejuveneciendo y vigorizando esa agrupación. La unidad afrikáner era más sólida que nunca; la inauguración de un gran monumento dedicado a los voortrekker, en un kopje de Pretoria, había entusiasmado al Volk de tal manera que muchos de quienes habían combatido por Smuts, en Italia y en el norte de África, acudían en tropel a apoyar la causa.

Más aún, Smuts había cometido un error político al invitar a la familia real británica a visitar el país. Esa presencia había servido para polarizar los sentimientos del público, entre los angloparlantes y los afrikáner. Aun muchos de los hombres de Smuts estaban ofendidos por la visita.

El doctor Hendrick Frensch Verwoerd, que había abandonado su cátedra en la universidad de Stellenbosch para convertirse en el director de Die Vaderland, sólo permitió una referencia a la visita real en su periódico: advirtió a los lectores que podía producirse algún corte de tráfico en Johannesburgo debido a la presencia de visitantes extranjeros en la ciudad.

Al pronunciarse el discurso de lealtad en la inauguración del parlamento sudafricano, el doctor Daniel Malan y todos los miembros de su Partido Nacionalista se habían ausentado de la cámara, a modo de protesta.

El tío Tromp concluía su carta diciendo: “Ya ves que hemos salido de la tormenta fortalecidos y purificados como Volk, y más decididos que nunca en nuestros esfuerzos. Nos esperan días de grandeza, Manie. Vuelve a la patria. Necesitamos hombres como tú.”

Aun así, Manfred no tomó decisiones inmediatas. Volvió a escribir a su tío para preguntarle entre líneas qué se sabía de una espada blanca que él había dejado allí. Después de cierto retraso, supo que nadie sabía nada de la espada. Discretas averiguaciones entre amigos de la policía permitían afirmar que, aunque el caso de la espada desaparecida aún estaba abierto, ya no estaba sometido a investigación activa ni nadie conocía su paradero ni el nombre de su propietario. Debía suponerse que no se encontraría jamás.

Manfred dejó a Heidi y al niño en Lisboa para viajar por tren a Zurich, donde vendió el resto de los diamantes. Dada la euforia de la postguerra, los precios eran altos; de esta manera pudo depositar casi doscientas mil libras en una cuenta bancaria suiza.

Al llegar a Ciudad del Cabo, la familia bajó a la costa sin llamar la atención, aunque Manfred, como ganador en las olimpiadas, habría podido ser blanco de una gran publicidad, de haberlo deseado. Pero se movió con cautela; visitó a antiguos amigos, ex miembros de la OB y aliados políticos, para asegurarse de que no hubiera sorpresas desagradables cuando otorgara su primera entrevista al periódico Burger. Explicó a la prensa que había pasado la guerra en Portugal, país neutral, porque no deseaba luchar ni en un bando ni en el otro. Ahora volvía a su patria para ofrecer su contribución al progreso político del sueño afrikáner: una República de Sudáfrica, libre de los dictados de cualquier potencia extranjera.

Había dicho lo que más convenía; era un triunfador olímpico, en una tierra donde se veneraba al atletismo. Era gallardo, inteligente y devoto; tenía una esposa atractiva y un hermoso hijo. Aún contaba con amigos en puestos elevados. Y el número de esos amigos crecía cada vez más.

Se asoció a una próspera firma de abogados, con sede en Stellenbosch. El socio principal era un abogado llamado Van Schoor, muy activo en la política y todo un lumbrera del Partido Nacionalista. El propició el ingreso de Manfred en su agrupación.

El joven se dedicó plenamente a los asuntos de Van Schoor y De La Rey; con la misma aplicación, a los del Partido Nacionalista del Cabo. Demostró gran capacidad como organizador en la recolección de fondos. Al terminar el año 1947 era ya miembro de la Broederbond.

La Broederbond o “hermandad” era otra sociedad secreta de los afrikáner. No había reemplazado a la difunta Ossewa Brandwag, puesto que ya existía cuando ésta, con la que frecuentemente competía. A diferencia de la OB, no era rimbombante y abiertamente militar; no contaba con uniformes ni ceremonias a la luz de las antorchas. Trabajaba en silencio, en grupos pequeños, usando las casas particulares y las oficinas de hombres poderosos e influyentes, pues la participación sólo se ofrecía a los mejores. Consideraba a sus miembros como una elite de superafrikáner, cuya finalidad era la formación de una República Afrikáner. Al igual que la desbandada OB, se rodeaba de un férreo secreto. A diferencia de ella, exigía de sus miembros mucho más que una estirpe puramente afrikáner. Cada uno debía ser líder de un grupo o al menos un líder en potencia. La invitación a incorporarse a la hermandad llevaba consigo la promesa de una gran preferencia y de favor político en la futura república.

La primera recompensa de Manfred fue casi inmediata: al inaugurarse la campaña para las elecciones generales de 1948, De La Rey fue elegido candidato oficial nacionalista por el escaño marginal de la Holanda de los hotentotes.

Dos años antes, en una elección parcial, el escaño había sido obtenido, en nombre del Partido Unido de Smuts, por un joven héroe de la guerra, procedente de una rica familia angloparlante: Shasa Courtney, que volvía a ser nominado por el Partido de la Unión para las elecciones generales.

A Manfred De La Rey le fue ofrecido un puesto más seguro, pero él prefirió deliberadamente la Holanda de los hotentotes. Buscaba la oportunidad de enfrentarse nuevamente a Shasa Courtney. Recordaba vívidamente aquel primer encuentro, en el muelle de pesca de Walvis Bay. Desde entonces, sus destinos parecían haberse ligado inextricablemente en un nudo gordiano; Manfred presentía que era preciso enfrentarse a aquel adversario, una vez más, para desatar ese nudo.

A fin de prepararse para la campaña y de satisfacer su larga enemistad, inició una investigación sobre la familia Courtney, en particular sobre Shasa y su madre, la señora Centaine de Thiry Courtney, Casi de inmediato descubrió pasajes misteriosos en el pasado de la mujer, que fueron acentuándose a medida que ampliaba sus investigaciones. Entonces contrató a una empresa de investigadores parisinos que debían examinar en detalle los antecedentes familiares de Centaine y sus orígenes.

En la visita mensual a su padre, alojado en la prisión central de Pretoria, sacó a relucir el nombre de Courtney y suplicó al frágil anciano que le dijera cuánto sabía sobre esa familia.

Al inaugurarse la campaña, Manfred sabía que sus investigaciones le habían otorgado una importante ventaja. Se lanzó a los forcejeos de toda elección sudafricana con gran placer y determinación.

Centaine de Thiry Courtney estaba en la cima de Monte Tabla, un poco apartada con respecto a los demás. Desde el asesinato de sir Garry, la montaña la entristecía invariablemente, aun cuando la contemplaba desde las ventanas de su estudio de Weltevreden. Esa era la primera vez que ascendía a la cumbre desde aquel día trágico, y estaba allí sólo por no rechazar la invitación de Blaine, que deseaba ir oficialmente acompañado por ella. “Además”, se dijo, por ser franca consigo misma, “sigo siendo lo bastante esnob para disfrutar de una presentación ante los reyes de Inglaterra”.

El Ou Baas estaba conversando con el rey Jorge, señalando los puntos geográficos salientes con su bastón. Llevaba su viejo sombrero de paja y unos pantalones sueltos, abolsados; su parecido con sir Garry causó en Centaine una punzada de dolor que le hizo desviar la mirada.

Blaine estaba con el pequeño grupo que rodeaba a las princesas reales. Estaba contando un cuento, y Margarita Rosa rió, encantada. “Qué guapa es”, pensó Centaine, “qué piel tan tersa. Una verdadera rosa de Inglaterra”. La princesa se volvió para decir algo a otro de los jóvenes, que había sido presentado a Centaine un momento antes. Era oficial de las Fuerzas Aéreas; como Shasa; un hombre apuesto de rostro fino y sensitivo. Centaine sintió que se despertaban sus instintos femeninos al captar la mirada secreta que intercambiaba la pareja. Era inconfundible y le levantó el ánimo; siempre le ocurría lo mismo cuando veía a dos enamorados jóvenes.

El humor sombrío volvió casi de inmediato. Pensando en el amor y en la juventud, observó a Blaine. Él, ignorante de su mirada, se mostraba tranquilo y encantador; pero había plata en su pelo, relucientes alas de plata por encima de esas orejas salientes que ella quería tanto, y profundas arrugas en su cara bronceada, alrededor de los ojos, en las comisuras de la boca y junto a la nariz aguileña. Su cuerpo seguía siendo firme, plano de vientre, gracias al ejercicio de caminar y cabalgar, pero era como el de un león viejo. Más deprimida aún, Centaine se enfrentó al hecho de que Blaine ya no estaba en la flor de la vida. Muy al contrario, ya lo veía en el umbral de la ancianidad.

“Oh, Dios”, pensó, “yo misma voy a cumplir cuarenta y ocho años dentro de pocos meses”. Y levantó la mano para tocarse la cabeza. Allí también había plata, pero tan diestramente teñida que parecía apenas la decoloración del sol africano. En la intimidad de su alcoba, el espejo le revelaba otras verdades desagradables antes de que ella las ocultara bajo cremas, polvos y maquillaje.

“¿Cuánto tiempo nos queda, querido?”, se preguntó con tristeza. “Ayer éramos jóvenes e inmortales, pero hoy veo, por fin, que para todo hay un final.”

En ese momento Blaine se giró hacia ella. Centaine reconoció su rápido gesto de preocupación al verla tan entristecida. Después de disculparse ante los demás, se acercó a ella.

¿Por qué tanta seriedad en un día tan bonito? ~—preguntó, sonriente. —Estaba pensando en que eres un desvergonzado, Blaine Malcomess.

La sonrisa de su compañero desapareció.

—¿Qué pasa, Centaine?

—¿Cómo puedes exhibir tan flagrantemente a tu amante ante las cabezas coronadas del imperio? —acusó ella—. Tiene que ser un delito capital. Podrían decapitarte en la Torre.

Él la miró fijamente por un momento; entonces su sonrisa volvió, juvenil y gozosa.

—Mi querida señora, tiene que existir un modo de escapar a esa fatalidad. ¿Y si cambiara tu posición? De impúdica amante a casta esposa.

Ella rió de un modo infantil. Pocas veces lo hacía, pero en esas ocasiones, Blaine la encontraba irresistible.

—Qué momento y qué lugar para recibir una proposición matrimonial. Y más aún para aceptarla.

—¿Qué dirían sus majestades si te besara aquí y ahora? Blaine se inclinó hacia ella, que dio un salto atrás, sobresaltada. —¡Qué hombre tan loco! Ya verás cuando lleguemos a casa —amenazó.

Él la cogió del brazo y ambos fueron a reunirse con los demás.

—Weltevreden es una de las casas más encantadoras del Cabo —reconoció Blaine—. Pero no me pertenece. Y quiero cruzar el umbral de mi propia casa con mi novia en brazos.

—Pero no podemos vivir en tu casa. —Centaine no necesitaba dar explicaciones. Por un momento, el fantasma de Isabella pasó entre ellos como una sombra oscura.

—¿Y en el chalé? —preguntó él, riendo para borrar el recuerdo de su esposa—. Tiene una cama estupenda. ¿Qué otra cosa se necesita?

—Lo conservaremos —aceptó ella—. Y de vez en cuando nos escaparemos para hacerle una visita.

—¡Oh, domingos pecaminosos! ¡Bien! —Mira que eres vulgar, hombre.

—Bueno. ¿Y dónde viviremos?

—Buscaremos una casa. Una casa especial para los dos.

Fueron doscientas hectáreas y pico de montaña, playa y costa rocosa, con abundantes plantas de protea y una magnífica vista a la bahía y al verde Atlántico. La casa era una inmensa mansión victoriana, construida a fines de siglo por un viejo magnate de las explotaciones mineras, y necesitaba desesperadamente la atención que Centaine procedió a dedicarle. Sin embargo, ella mantuvo el nombre: Rhodes Hill. Para Centaine, uno de sus principales atractivos era que le posibilitaba, tras veinte minutos de viaje en el Daimler, estar en los viñedos de Weltevreden.

Shasa había tomado la presidencia de la empresa Courtney al terminar la guerra, aunque Centaine conservaba un sitio en la junta directiva y no faltaba a ninguna reunión. Él y Tara se mudaron al gran cháteau de Weltevreden, pero Centaine los visitaba todos los fines de semana y, a veces, con más frecuencia. Experimentaba una punzada de dolor al ver que Tara había cambiado la disposición de los muebles y rediseñado los jardines, pero se esforzaba en mantener la boca cerrada.

En esos tiempos pensó con frecuencia en la anciana pareja de bosquimanos que la rescató del mar y el desierto. En esas ocasiones cantaba suavemente el himno que O’wa había compuesto para el pequeño Shasa:

Sus flechas volarán a las estrellas

y cuando los hombres digan su nombre hasta en ellas se oirá…

Y hallará agua buena,

dondequiera que vaya hallará agua buena…

Si bien, después de tantos años, los chasquidos y las entonaciones de la lengua san se le trababan extrañamente en la lengua, se decía que la bendición de O’wa había dado sus frutos. Aquello, más su propia y rigurosa dirección, había encaminado a Shasa hacia las aguas buenas de la vida.

Poco a poco, con la ayuda de David Abrahams en Windhoek, Shasa había inyectado a la empresa Courtney un nuevo espíritu de vigor, juventud y aventura. Aunque los veteranos Abrahams y Twentyman-Jones meneaban la cabeza, y hasta la misma Centaine se veía obligada, de vez en cuando, a vetar los proyectos más arriesgados de su hijo, la compañía cobró ímpetu y aumentó su importancia. Cada vez que Centaine examinaba los libros u ocupaba su asiento ante la mesa de la junta directiva, hallaba menos motivos de queja y más para felicitarse. Hasta al doctor Twentyman-Jones, el colmo de los pesimistas, se le había oído murmurar: “Ese muchacho tiene bien puesta la cabeza.” Y luego, horrorizado por su desliz, había añadido morosamente: “Eso sí, buen trabajo nos dará que la conserve así.”

Cuando Shasa fue elegido candidato del Partido Unido, en las elecciones parlamentarias parciales por la Holanda de los hotentotes, y obtuvo su victoria por estrecho margen, Centaine vio que todas sus ambiciones maternales se convertían en realidad. Era casi seguro que se le ofreciera algo más importante en las elecciones generales venideras: tal vez el puesto de subsecretario de Minería e Industria. Más adelante, algún ministerio de gabinete. ¿Y después? Centaine dejó que la idea le provocara pequeños escalofríos, pero no se permitió obnubilarse en ella, por si la ambición malograba su suerte actual. Sin embargo, era posible; su hijo tenía buenas cualidades: hasta el parche negro aumentaba su personalidad; hablaba con gracia e inteligencia; sabía interesar a la gente y hacerse simpático.

Era rico, ambicioso y astuto. Además, contaba con su propio respaldo y el de Tara. Era posible, más que posible.

Por alguna notable contorsión dialéctica, Tara Malcomess Courtney había retenido intacta su conciencia social, aunque dirigía la finca de Weltevreden como si hubiera nacido para ello. Como cabía esperar, conservó su nombre de soltera. Era capaz de volar desde su elegante vecindario a las clínicas y los comedores populares de los barrios pobres sin pisar en falso, y llevaba consigo donaciones más cuantiosas de las que Shasa hubiera deseado.

Se lanzó a los deberes de la maternidad con idéntica dedicación. Sus tres primeros intentos dieron resultados masculinos, saludables y bulliciosos. Eran, por orden de antigüedad, Sean, Garrick y Michael. En su cuarta visita al lecho de partos produjo, sin perder tiempo ni esfuerzos en el proceso, a su obra maestra. Tara le dio el nombre de su propia madre, Isabella. Shasa quedó hechizado por ella desde el momento mismo en que la levantó en brazos y recibió un poco de leche en grumos sobre el hombro.

Hasta ese momento, había sido el espíritu de Tara y su interesante personalidad lo que había impedido que su marido, por aburrimiento, respondiera a las invitaciones, sutiles y no tan sutiles, lanzadas por las aves de presa femeninas.

Centaine, muy consciente de que las venas de su hijo estaban cargadas con caliente sangre de Thiry, se atormentaba por la indiferencia de Tara ante el peligro. “Oh, Mater, Shasa no es de ésos.” Centaine sabía hasta qué punto lo era. “Mon Dieu, si empezó a los catorce…” Sin embargo, acabó por tranquilizarse cuando “la otra” entró finalmente en la vida de Shasa, pero bajo la forma de Isabella Courtney Malcomess. Habría sido muy fácil que un desliz fatídico acabara con todo, destrozándole el dulce cáliz que ella estaba a punto de saborear. Ahora, por fin, Centaine se sentía a salvo.

Sentada bajo los robles, junto al campo de polo de Weltevreden, se sintió huésped de honor en la que fuera su casa, honrada y satisfecha. Las niñeras de color atendían a los dos más pequeños; Michael tenía poco más de un año; Isabella aún mamaba. Sean estaba en medio del campo, sentado en el pomo de la silla, chillando de entusiasmo, mientras el padre lo llevaba a todo galope. Seguro entre los brazos de Shasa, lo instaba:

—¡Más rápido, papá, más rápido!

Garrick, en las rodillas de Centaine, saltaba de impaciencia.

—¡A mí! —chillaba—. ¡Ahora yo!

Shasa se acercó al galope y frenó el poni en seco. Bajó a Sean de la silla, aunque se agarraba como un piojo, mientras Garrick abandonaba de un brinco el regazo de Centaine para correr hacia su padre.

—¡Yo, papá, me toca a mí!

Shasa se inclinó desde la silla y levantó al niño para montarlo delante de él. Una vez más, partieron al galope; era un juego del que nunca se cansaban. A la hora del almuerzo ya habían agotado a dos caballos.

Se oyó el ruido de un vehículo que bajaba desde el cháteau, y Centaine se levantó involuntariamente al reconocer el latido característico del Bentley. De inmediato recobró la compostura y salió al encuentro de Blaine, con un poco más de dignidad de la que permitía su nerviosismo. Al ver la expresión con que bajaba del coche, apretó el paso.

—¿Qué pasa, Blaine? —preguntó, dándole un beso en la mejilla—. ¿Algo anda mal?

—No, en absoluto —la tranquilizó él—. Los nacionalistas han anunciado a sus candidatos al parlamento. Eso es todo.

—¿Quién compite contra ti? —Centaine era toda atención—. ¿Otra vez el viejo Van Schoor?

—No, querida. Sangre nueva. Es alguien a quien probablemente no hayas oído mencionar: Dawid Van Niekerk.

—¿Y a quién nombraron candidato por la Holanda de los hotentotes? —Como lo viera vacilar, insistió de inmediato—. ¿Quién es, Blaine?

Él la cogió del brazo y la condujo lentamente hacia la familia, que se había reunido bajo los robles para tomar el té.

—La vida es muy extraña —dijo.

—Blaine Malcomess, te pedí una respuesta, no unas cuantas joyas de filosofía casera. ¿Quién es?

—Lo siento, querida —murmuró él, apenado—. Han nombrado a Manfred De La Rey como candidato oficial del partido.

Centaine se detuvo en seco, sintiendo que la cara se le quedaba sin sangre. Blaine la sujetó con más fuerza, viendo que vacilaba sobre los pies. Desde el principio de la guerra, Centaine no había tenido ninguna noticia de su segundo hijo, el que nunca reconociera.

Shasa inició su campaña con una asamblea abierta en el salón de los boyscouts de Somerset West. Viajó con Tara desde Ciudad del Cabo, a lo largo de cuarenta y cinco kilómetros, hasta esa bella aldea situada al pie del Paso Sir Lowry, tras la escarpada barrera de las montañas. Tara insistió en que utilizaran su viejo Packard; nunca se había sentido cómoda en el nuevo Rolls-Royce de Shasa.

—¿Cómo soportas usar cuatro ruedas que cuestan lo suficiente como para vestir, educar y alimentar a cien niños negros desde la cuna hasta la tumba?

Por primera vez en su vida Shasa comprendió lo práctico y prudente de no exhibir su riqueza a los ojos de los votantes. Tara era, en verdad, inapreciable. Como político con aspiraciones, no habría podido pedir una pareja mejor. Madre de cuatro niños encantadores, franca, dueña de fuertes opiniones y de una astucia natural, que se anticipaba a los prejuicios y a los entusiasmos de la mayoría. Además, era llamativamente hermosa y su sonrisa podía iluminar cualquier mitin aburrido; a pesar de haber tenido cuatro partos en poco más de cuatro años, seguía luciendo una figura maravillosa, de cintura estrecha y buenas caderas; sólo su busto había crecido.

“Puesta frente a frente con Jane Russell, le sacaría una ventaja redonda”, pensó Shasa, riendo por lo bajo. Ella lo miró de soslayo.

—Esa es tu risa de degenerado —lo acusó—. No me digas lo que estás pensando. Prefiero escuchar tu discurso.

Lo ensayó ante Tara, empleando los gestos adecuados, mientras ella intercalaba alguna sugerencia sobre el contenido o la forma de expresión. “Aquí convendría una pausa más larga”, o “muéstrate feroz y decidido”, o “yo no insistiría tanto en eso del Imperio; ya no está de moda”.

Tara seguía conduciendo a un ritmo furioso. El viaje terminó pronto. A la entrada del local había grandes retratos de Shasa, en mayor tamaño que el natural, y el salón estaba gratificantemente lleno. Todos los asientos estaban ocupados; hasta había diez o doce jóvenes de pie en la parte trasera. Parecían estudiantes; a Shasa le pareció que no tenían la edad suficiente para votar.

El organizador del Partido Unido, que lucía una insignia en la solapa, señaló a Shasa diciendo que no necesitaba presentaciones y exaltó la buena obra realizada por el distrito durante su breve representación previa.

Después se levantó Shasa, alto y elegante con su traje azul, no demasiado nuevo ni demasiado fino, pero de impecable camisa blanca, pues sólo los petimetres usaban camisa de color. Llevaba corbata de las Fuerzas Aéreas para recordar al público su actuación durante la guerra. El parche sobre el ojo era otro acento sobre los sacrificios hechos por el país. Su sonrisa resultó encantadora y sincera.

—Amigos míos —comenzó.

Y no pudo ir más allá. Ahogó su voz una barahúnda de pataleos, estribillos y burlas. Shasa trató de convertir eso en una broma, fingiendo que dirigía aquel orquestado alboroto, pero su sonrisa fue perdiendo sinceridad, según los gritos se prolongaban, sin señales de acallarse, ensañándose más y más con el correr de los minutos. Por fin resolvió iniciar su discurso hablando a gritos para hacerse oír por encima del tumulto.

Eran unos trescientos los que habían ocupado toda la parte trasera del salón; pusieron de manifiesto que apoyaban al Partido Nacionalista y a su candidato, agitando banderas donde se veía la insignia de la agrupación y retratos del grave y apuesto Manfred De La Rey.

Pasados los primeros minutos, los votantes más maduros, que ocupaban la parte delantera del salón, presintieron la demostración de violencia y sacaron a sus esposas por la entrada lateral, originando un renovado estallido de burlas.

De pronto, Tara Courtney se levantó de un salto para ponerse junto a Shasa. Enrojecida de furia, con los ojos grises, duros y refulgentes como bayonetas, chilló:

—¿Qué clase de hombres son ustedes? ¿Les parece justo esto? ¿Y se hacen llamar cristianos? ¿Dónde está su caridad cristiana? ¡Al menos, den a este hombre una oportunidad!

Su voz tenía volumen, y su furiosa belleza frenó al público. La caballerosidad innata de los jóvenes comenzó a hacer su efecto. Uno o dos se sentaron, sonriendo mansamente, y el ruido comenzó a ceder. Pero un hombre corpulento, de cabello oscuro, se adelantó para incitarlos:

—Kom, kérels. Vamos, muchachos, despachemos al soutie a Inglaterra, que es donde debe estar.

Shasa conocía a ese hombre. Era uno de los organizadores partidarios locales. Había formado parte del equipo olímpico de 1936 y pasado casi todas las guerras internado en un campo de concentración. Era profesor de derecho en la universidad de Stellenbosch. Shasa le desafió, en afrikaans:

—¿No cree, Meneer Roelf Stander, en el imperio de la ley y en el derecho a expresarse libremente?

Antes de que pudiera concluir llegó el primer proyectil, describiendo una amplia parábola, para estrellarse contra la mesa, frente a Tara. Era una bolsa de papel, llena de excrementos de perro. Inmediatamente se produjo un bombardeo de fruta pasada y rollos de papel higiénico, pollos muertos y pescado podrido.

Los partidarios del Partido Unido se levantaron para pedir orden a gritos, pero Roelf Stander convocó a sus hombres con un gesto y todos, gozosamente, se lanzaron a la batalla. Entre las sillas tumbadas, las mujeres gritaban, los hombres lanzaban juramentos y todos caían amontonados.

—Manténte detrás de mí —indicó Shasa a Tara—. ¡Agárrate de mi chaqueta!

Se fue abriendo camino hacia la puerta, golpeando a quienquiera que se le interpusiera. Un hombre cayó ante un gancho de derecha de Shasa.

—Eh, oiga —protestó quejosamente, desde el suelo—, yo soy de los suyos.

Shasa, sin prestarle atención, sacó a Tara por la puerta lateral y la arrastró corriendo hasta el Packard.

Ninguno de los dos habló hasta que estuvieron otra vez en la carretera principal, con los faros apuntando hacia la masa oscura de Monte Tabla. Sólo entonces, Tara, que iba al volante, preguntó:

—¿A cuántos derribaste?

—A tres de los otros… y uno de los nuestros.

Ambos estallaron en una nerviosa carcajada de alivio.

—Parece que esto va a ser muy divertido.

La campaña de 1948 se libró con animosidad creciente. Por todo el país se opinaba que Sudáfrica había llegado a un fatídico cruce de caminos.

Los hombres de Smuts estaban horrorizados por la intensidad de los sentimientos que los nacionalistas habían logrado engendrar entre los afrikáner. No estaban preparados, en absoluto, para la movilización casi militar de todas las fuerzas al mando del Partido Nacionalista.

Había pocos votantes negros y, entre todos los sudafricanos blancos, los afrikáner formaban una pequeña mayoría. Smuts había confiado en el apoyo de los anglohablantes más una parte moderada del electorado afrikáner. Al acercarse el día de las elecciones, el moderado respaldo se fue dejando ganar por la ola de histeria nacionalista. En el Partido Unido los ánimos se volvían cada vez más sombríos.

Tres días antes de las elecciones, mientras Centaine, en su nuevo jardín, supervisaba los cien nuevos rosales de flores amarillas, el secretario salió corriendo de la casa.

—Ha venido el señor Duggan, señora.

Andrew Duggan era director del Cape Argus, periódico que, entre los que se publicaban en el Cabo en inglés, tenía la mayor difusión. Era buen amigo de Centaine y visitaba regularmente su casa, pero aun así resultaba muy desconsiderado de su parte llegar sin previo aviso. Centaine tenía el pelo hecho un desastre a pesar del gran pañuelo; estaba ruborizada, sudorosa y sin maquillaje.

—Dígale que no estoy en casa —ordenó.

—El señor Duggan le hace llegar sus disculpas, pero dice que es un asunto de mucha urgencia. En realidad, dijo “de vida o muerte”, señora.

—Oh, está bien. Dígale que lo atenderé dentro de cinco minutos.

Después de cambiarse los pantalones sueltos y el suéter por un vestido de mañana, se dio unos apresurados toques con la borla de los polvos y corrió al salón frontal, donde Andrew Duggan contemplaba el Atlántico desde los ventanales. Su recepción no fue muy efusiva; ni siquiera le presentó la mejilla para recibir un beso como pequeña muestra de su descontento. Andrew se deshizo en disculpas.

—Ya sé que es un atrevimiento venir de este modo, Centaine, pero necesitaba hablar contigo y no podía hacerlo por teléfono. Di que me perdonas, por favor.

Ella, ablandada, sonrió.

—Te perdono. Y te voy a ofrecer un té para demostrártelo.

Le llevó la finísima taza de porcelana y se sentó en el sofá, a su lado.

—¿Así que de vida o muerte? —comentó.

—Más correctamente, de vida y nacimiento.

—Me intrigas. Explícate, Andy, por favor.

—He recibido informaciones extrañísimas, Centaine, apoyadas por documentos que, en principio, parecen auténticos. Si lo son, me veré obligado a publicar la historia. La información se refiere a ti y a tu familia, pero especialmente a ti y a Shasa. Es muy perjudicial…

Se le apagó la voz. Miró a Centaine como pidiéndole permiso para continuar.

—Sigue, por favor —dijo ella, con una calma que no sentía.

—Para no ser demasiado explícito: se nos ha dicho que tu casamiento con Blaine ha sido tu primer y único casamiento. —Centaine sintió que el plomizo peso del horror se aplastaba sobre ella—. Y eso, naturalmente, significaría que Shasa es ilegítimo.

Ella alzó la mano para interrumpirlo.

—Respóndeme a una sola pregunta: tu informante es el candidato nacionalista por la Holanda de los hotentotes o uno de sus representantes. ¿Me equivoco?

Él inclinó la cabeza en un leve gesto afirmativo, aunque dijo:

—No podemos dar a conocer nuestras fuentes. Lo prohíben las normas de nuestro periódico.

Guardaron silencio largo rato, mientras Andrew Duggan observaba a Centaine. Qué mujer tan extraordinaria, indómita aun frente a la catástrofe. Le entristecía pensar que a él podía tocarle aniquilar sus sueños. Adivinaba sus ambiciones y simpatizaba con ellas. Shasa Courtney tenía mucho que ofrecer a la nación.

—Tienes los documentos, naturalmente —preguntó Centaine.

Él afirmó con la cabeza.

—Mi informante los retendrá hasta que yo me comprometa a publicar la historia antes de las elecciones. —¿Y tú lo harás?

—Si no obtengo de ti algo que refute esas afirmaciones, tendré que publicarlo. Es de interés público.

—Dame tiempo hasta mañana por la mañana —pidió ella como favor personal—, Andy.

—Muy bien —accedió él—. Te debo eso al menos. —Y se levantó—. Disculpa, Centaine. Ya te he robado demasiado tiempo.

En cuanto Andrew Duggan se hubo retirado, Centaine subió a darse un baño y a cambiarse. Media hora después iba en el Daimler rumbo a la ciudad de Stellenbosch.

Eran más de las cinco de la tarde cuando aparcó frente a las oficinas de Van Schoor y De La Rey; la puerta se abrió con sólo un empujón. Uno de los socios aún estaba trabajando.

—Meneer De La Rey se ha ido pronto. Se llevó un expediente para trabajar en su casa, sin que le molestaran.

—Tengo que tratar con él algo muy urgente. ¿Puede darme su dirección particular?

Era una casa con techo de tejas, modesta pero agradable, situada junto al río. Alguien dedicaba mucho cuidado al jardín, pues estaba lleno de flores a pesar de lo avanzado de la estación y las primeras nieves que cubrían la montaña.

Abrió la puerta una rubia alta y fuerte, de facciones bonitas y pechos grandes. Su sonrisa era reservada, manteniendo la puerta cerrada a medias.

Querría hablar con Meneer De La Rey —le dijo Centaine, en afrikaans—. ¿Puede informarle que ha venido la señora Malcomess?

—Mi marido está trabajando. No me gusta molestarlo… Pero pase; le preguntaré si puede recibirla.

Dejó a Centaine en la sala de entrada, empapelada de rojo oscuro, con cortinas de terciopelo y pesados muebles teutónicos. Centaine estaba demasiado nerviosa para sentarse. En medio del vestíbulo, se dedicó a contemplar las pinturas colgadas sobre la chimenea, sin prestarles la menor atención. Por fin notó que la estaban observando.

Se giró rápidamente. Un niño, desde la puerta, la miraba con serena franqueza. Era un muchacho encantador, de siete u ocho años, cuyos rizos rubios contrastaban con los ojos y las cejas oscuros. Sus ojos eran los de Centaine, y ella los reconoció inmediatamente. Ese niño era nieto suyo; lo supo por instinto, y el impacto la hizo temblar. Ambos se miraron fijamente. Por fin, Centaine juntó coraje para aproximarse, paso a paso, y tenderle la mano.

—Hola —saludó, con una sonrisa—. ¿Cómo te llamas?

—Soy Lothar De La Rey —respondió él, con aire importante—, y tengo casi ocho años.

“¡Lothar!”, pensó Centaine. El nombre traía recuerdos y dolores que añadir a sus emociones. Aun así, mantuvo la sonrisa.

—Qué niño tan alto y tan guapo… —dijo.

Iba a tocarle la mejilla cuando reapareció la mujer a sus espaldas.

—¿Qué haces aquí, Lothie? —protestó—. No has terminado de comer. Vuelve a la mesa inmediatamente, ¿me oyes?

El niño se fue corriendo, mientras la mujer se disculpaba con una sonrisa.

—Perdone; es que está en la edad inquisitiva. Mi marido la recibirá, Mevrou. ¿Quiere acompañarme, por favor?

Centaine, aún estremecida por el breve encuentro con su nieto, no estaba preparada para el nuevo golpe de verse con su hijo cara a cara. Manfred estaba sentado ante un escritorio lleno de documentos. Clavó en ella su desconcertante mirada amarilla y dijo en inglés:

—No puedo decir que sea un placer recibirla en mi casa, señora Malcomess. Usted es enemiga mortal de mi familia y de mí mismo.

—Eso no es cierto. —Centaine notó que su voz sonaba sofocada y trató, desesperadamente, de dominarse.

Manfred hizo un gesto despectivo.

—Usted robó y estafó a mi padre y lo dejó lisiado. Por su culpa ha pasado la mitad de su vida en prisión. Si lo viera ahora, hecho un anciano destrozado e inútil, no vendría a pedirme favores.

—¿Está seguro de que vengo a pedirle un favor? —preguntó ella. Manfred se echó a reír.

—¿A qué otra cosa puede venir? Me ha perseguido… desde el día en que la vi en el tribunal, durante el juicio de mi padre. Me ha seguido y me ha observado, acechándome como una leona hambrienta. Sé que busca destruirme como destruyó a mi padre.

—¡No! —Centaine sacudió la cabeza con vehemencia, pero él prosiguió, implacable.

—Ahora se atreve a venir para suplicarme favores. Ya sé lo que quiere.

Abrió el cajón de su escritorio y retiró una carpeta de un archivo. Los papeles que contenía cayeron sobre el escritorio. Entre ellos, Centaine reconoció los certificados de nacimiento franceses y viejos recortes de periódico.

—¿Quiere que se los lea o prefiere hacerlo usted misma? ¿Qué otra prueba necesito para mostrar al mundo que usted es una prostituta y su hijo, un bastardo?

Ella hizo un gesto de dolor ante las palabras.

—Ha sido muy minucioso —observó, con suavidad.

—En efecto, muy minucioso. Tengo todas las pruebas…

—No —le contradijo ella—. Todas, no. Usted sabe de uno de mis hijos bastardos. Pero hay otro. Le hablaré de mi segundo bastardo.

Por primera vez, Manfred dio muestras de inseguridad. La miraba fijamente, sin saber qué decir. Por fin sacudió la cabeza.

—Usted no tiene vergüenza —se maravilló—. Se jacta de sus pecados ante el mundo entero.

—Ante el mundo entero, no —corrigió Centaine—. Sólo ante la persona a quién más conciernen. Sólo ante ti, Manfred De La Rey.

—No comprendo.

—Entonces te explicaré por qué te seguía; por qué te acechaba como una leona, según tu expresión. No era del modo en que una leona acecha a su presa, sino como una leona vigila a sus cachorros. Tienes que saber, Manfred, que tú eres mi otro hijo. Te di a luz en el desierto, y Lothar te alejó de mí antes de que viera tu cara. Eres hijo mío y Shasa es tu medio hermano. Si él es bastardo, tú también. Si lo aniquilas con esa excusa, te aniquilas a ti mismo.

—¡No me lo creo! —Manfred retrocedió ante ella—. ¡Mentiras, puras mentiras! Mi madre era una alemana de noble cuna. Tengo su fotografía. ¡Mire! ¡Allí está, en la pared!

Centaine le echó un vistazo.

—Ésa era la esposa de Lothar —explicó—. Murió casi dos años antes de que tú nacieras.

—No, no es cierto. No puede ser cierto.

—Pregúntale a tu padre, Manfred —dijo ella, con suavidad—, ve a Windhoek. Allí estará registrada la fecha en que murió esa mujer.

Él comprendió que era verdad y cayó en la silla, hundiendo la cabeza en las manos.

—Si usted es mi madre, ¿cómo es posible que la odie tanto?

Centaine se acercó a él.

—No tanto como me he odiado yo misma por abandonarte y renunciar a ti. —Y se inclinó para besarlo en la cabeza—. Si al menos… Pero es tarde, demasiado tarde. Tal como has dicho, somos enemigos, separados por un abismo tan grande como el océano. Ninguno de nosotros podrá cruzarlo jamás. Pero no te odio, Manfred, hijo mío. Nunca te he odiado.

Le dejó así, encorvado sobre su escritorio, y salió lentamente de la habitación.

Al día siguiente, al mediodía, telefoneó Andrew Duggan.

—Mi informante ha retirado sus declaraciones, Centaine. Dice que los documentos relacionados con el caso han sido quemados. Creo que alguien se encargó de él, Centaine, pero no sé quién pudo ser.

El 25 de mayo de 1948, víspera de las elecciones generales, Manfred arengaba a una inmensa multitud en la iglesia reformada de Stellenbosch. Todos los asistentes eran férreos partidarios nacionalistas. No se permitió la entrada de ningún opositor; Roelf Stander y su brigada se encargaron de eso.

Sin embargo, tampoco Manfred pudo iniciar su discurso. La ovación que la multitud le brindó le hizo guardar silencio durante cinco minutos. Al terminar, todos permanecieron en atento silencio, mientras él les daba una visión del futuro.

—Bajo el gobierno de Smuts esta tierra nuestra se poblará con una raza de mestizos pardos. Los únicos blancos restantes serán los judíos: esos mismos judíos que, en este mismo instante, en Palestina, están asesinando a inocentes soldados británicos a diestro y siniestro. Como saben todos, Smuts se ha apresurado a reconocer el nuevo Estado de Israel. Era de esperar: los patrones que le pagan son los judíos propietarios de las minas auríferas…

—Skande! —gritó la multitud—. ¡Escándalo!

El hizo una pausa impresionante antes de continuar:

—Lo que nosotros ofrecemos, en cambio, es un plan… No, más que un plan: una visión, una visión noble y audaz que asegurará la supervivencia de nuestro Volk, con su sangre pura, inmaculada. Una visión que, al mismo tiempo, protegerá a todos los otros pueblos de esta tierra: los de color del Cabo, los indios, las tribus negras. Este concepto grandioso ha sido forjado por hombres de genio, que trabajan con dedicación y desinteresadamente, hombres como los doctores Theophilus Donges, Nicolaas Diederichs y Hendrick Frensch Verwoerd. Todas, mentes brillantes.

La multitud rugió en señal de acuerdo. Él tomó un sorbo de agua y revisó sus notas hasta que se hizo el silencio.

—Es un concepto idealista, cuidadosamente elaborado, totalmente infalible, que permitirá a las diferentes razas vivir en paz, dignidad y prosperidad, al tiempo que las hará mantener su identidad y cultura propias. Por este motivo, hemos denominado a esta política “separatismo”. Tal es nuestra visión, que llevará a nuestra tierra a la grandeza; una visión que maravillará al mundo, ejemplo para todos los hombres de buena voluntad. Es lo que llamamos Apartheid. Ese, mi amado pueblo, es el manto glorioso que estamos preparados para tender sobre nuestro país. Apartheid, mis queridos amigos: eso es lo que les ofrecemos. La brillante visión del Apartheid.

Pasaron varios minutos sin que pudiera hablar. Cuando volvió el silencio, él prosiguió en un tono más práctico y seco.

—Naturalmente, antes será necesario extraer a los votantes de color que ya están registrados en los padrones…

Cuando terminó, una hora más tarde, lo llevaron en volandas desde el salón.

Tara y Shasa, muy juntos, esperaban a que los funcionarios acabaran el recuento de votos y anunciaran el resultado de las elecciones en el distrito electoral de la Holanda de los hotentotes.

El salón estaba ocupado por una multitud entusiasta. Se oían risas, estribillos y algún ruido violento. El candidato nacionalista, en el otro extremo, acompañado por su rubia y alta esposa, estaba rodeado por un inquieto grupo de simpatizantes.

Uno de los organizadores del Partido Unido hizo frenéticas señas a Shasa, por encima de la multitud, pero el joven estaba charlando animadamente con un grupo de admiradoras. Fue Tara quien acudió discretamente a la llamada. Volvió pocos segundos después.

Shasa, al ver su expresión, interrumpió la charla para ir a su encuentro, abriéndose paso por entre la multitud.

—¿Qué pasa, querida? Parece que hubieras visto un fantasma.

—Es el Ou Baas —susurró ella—. Una llamada telefónica del Transvaal. Smuts ha perdido Standerton. Ganaron los nacionalistas.

—Oh, no, qué dices —exclamó Shasa, horrorizado—. Hace veinticinco años que el Ou Baas tiene ese escaño. No pueden dejarlo a un lado ahora.

—Los británicos dejaron a un lado a Winston Churchill —observó Tara—. Ya no quieren más héroes.

—Es una señal —murmuró el joven—. Si Smuts desaparece, todos desaparecemos con él.

Diez minutos después llegó otro comunicado. El coronel Blaine Malcomess había perdido las elecciones de Gardens por casi un millar de votos.

—Un millar de votos… —Shasa trató de asimilarlo—. Es una oscilación del diez por ciento más o menos. ¿Qué pasará ahora?

El funcionario electoral subió al estrado, en un extremo del salón. Tenía los resultados en la mano. La multitud quedó en silencio.

—Señoras y señores, los resultados de la elección por el distrito de los hotentotes holandeses —entonó—. Manfred De La Rey, Partido Nacionalista: 3.126 votos; Shasa Courtney, Partido Unido: 2.012 votos; Claude Sampson, Independiente: 196 votos.

Tara cogió a Shasa de la mano y ambos salieron, encaminándose hacia el Packard. Ocuparon el asiento delantero, pero Tara no puso el motor en marcha. Ambos estaban conmovidos y confusos.

—No lo puedo creer —susurró ella.

—Me siento como si estuviera en un tren a toda marcha —dijo Shasa—. Corre por un largo túnel oscuro, sin que haya modo de escapar ni de detenerlo. —Lanzó un suave suspiro—. Pobre Sudáfrica —murmuró—. Sólo Dios sabe lo que te depara el futuro.

Moses Gama estaba rodeado de hombres. El pequeño cuarto, con sus paredes de hierro corrugado, estaba abarrotado. Eran su guardia pretoriana, entre los cuales Swart Hendrick era el jefe.

Sólo iluminaba la habitación una humeante lámpara de parafina, cuya flama amarilla destacaba las facciones de Moses.

“Es un león entre los hombres”, pensó Hendrick, comparándolo otra vez con uno de los antiguos reyes: Chaka o Mzilikazi, aquellos grandes elefantes negros. Así habrían convocado ellos a los jefes guerreros, así habrían ordenado la batalla.

—En estos mismos instantes, los duros bóers festejan su victoria en todo el país —decía Moses Gama—. Pero yo digo, hijos míos, y digo de verdad que, bajo la hoguera de su orgullo y su avaricia, yacen las cenizas de su propia destrucción. No será fácil y puede ser lento. Será un trabajo duro e incluso sanguinario. Pero el mañana nos pertenece.

El nuevo subsecretario de Justicia abandonó su oficina y recorrió el largo pasillo de la Union Buildings, esa enorme fortaleza diseñada y construida por sir Herbet Baker, sobre un pequeño kopje contiguo a la ciudad de Pretoria. Era la sede administrativa del gobierno sudafricano.

Fuera había oscurecido, pero casi todas las oficinas tenían las luces encendidas. En todas ellas se estaba trabajando fuera de horario. No era nada fácil hacerse cargo de las riendas del poder, pero Manfred De La Rey disfrutaba en todos sus detalles de la tediosa tarea a él asignada. Era sensible a los honores para los cuales había sido elegido. Era joven (según algunos, demasiado) para el puesto de subsecretario. Pero ya les demostraría que se equivocaban.

Llamó a la puerta del ministro y entró al oír la orden:

—Kom Binne. ¡Pase!

Charles Robberts Swart, “Blackie”, era tan alto que llegaba casi a la deformidad. Tenía las manos enormes sobre el escritorio en frente suyo.

—Manfred. —Su sonrisa fue como una grieta aparecida en una piedra granítica—. Aquí tienes el pequeño regalo que te prometí. —Recogió un sobre que lucía el sello de la Unión Sudafricana y se lo entregó.

—Jamás sabré cómo expresarle mi gratitud, ministro. —Manfred cogió aquel sobre—. Mi única esperanza para expresarla es por medio de mi lealtad y mi abnegado trabajo en los años venideros.

Ya en su propia oficina, Manfred abrió el sobre y desplegó el documento que contenía. Saboreando lentamente cada palabra, leyó el indulto otorgado a nombre de Lothar De La Rey, convicto de varios crímenes y sentenciado a prisión de por vida.

Manfred volvió a doblar el documento y lo guardó nuevamente en su sobre. Al día siguiente lo entregaría al director de la prisión personalmente. Allí estaría para recoger a su padre de la mano y guiarlo a la luz del sol.

Se levantó y, acercándose a la caja fuerte, hizo girar la combinación y abrió la pesada puerta de acero. Había allí tres carpetas de archivo en el estante superior, que él llevó a su escritorio. Una provenía de Inteligencia Militar; la segunda, del CID; la tercera, de su propio ministerio de Justicia. Había hecho falta tiempo y planes cuidadosos para retirar de los archivos oficiales todos sus antecedentes. Allí estaban las tres, en su escritorio: los únicos datos existentes sobre “Espada Blanca”.

Sin darse prisa, leyó las tres, cuidadosamente. Cuando terminó había pasado ya la medianoche, pero ya estaba seguro de que nadie había establecido nunca el vínculo entre “Espada Blanca” y Manfred De La Rey, ganador de una medalla olímpica y actual subsecretario de Justicia.

Recogió las tres carpetas y las llevó a la oficina exterior para pasarlas por la máquina trituradora. Mientras observaba las finas tiras de papel que surgían por el otro lado, como fideos enroscados, analizó lo que había descubierto en ellas.

—Conque hubo una traidora —murmuró—. Fui delatado. Una mujer, una mujer joven que hablaba en afrikaans. Ella lo sabía todo: desde lo de las armas en Pretoria hasta la emboscada en la montaña. Es la única mujer joven que lo sabía todo.

A su debido tiempo recibiría su castigo, pero Manfred no tenía prisa: había muchas cuentas que ajustar, muchas deudas que cobrar.

Cuando la última página de los informes quedó reducida a diminutas serpentinas, Manfred cerró su oficina con llave y fue en busca del nuevo Ford sedan negro, el que correspondía a su rango.

En él volvió a la suntuosa residencia oficial del elegante barrio de Waterkloof. Subió la escalera hacia el dormitorio, con cuidado de no despertar a Heidi. Estaba otra vez embarazada; su sueño era algo precioso.

Tendido en la oscuridad, no pudo conciliar su propio sueño. Tenía demasiado en que pensar, demasiados planes a trazar. Sonriente, pensó: “Conque al fin tenemos la espada del poder en nuestras manos… y ya veremos quiénes son ahora los perros sometidos.”