Shasa viajó desde Witwatersrand en el Rapid, pilotando solo, y aterrizó en Youngsfield al anochecer. Desde el aeródromo fue directamente a la casa de Blaine, en la avenida Newlands.
Tara le abrió la puerta; la cara se le iluminó al ver que se trataba de él.
—¡Oh querido, te eché de menos!
Se besaron arrebatadamente hasta que la voz de Blaine los separó:
—Mira, Shasa, no quisiera interrumpir nada importante, pero cuando puedas dedicarme un momento… Me gustaría recibir tu informe.
Tara se ruborizó furiosamente.
—¡Nos estabas espiando, papá!
—Exhibición pública, querida mía. No hacía falta espiar. Vamos, Shasa.
Le condujo a su estudio y le indicó que tomara asiento.
—¿Te sirvo algo?
—Una gaseosa, señor.
—¡Qué bajo hemos caído! —Blaine se sirvió un poco de su atesorado whisky y entregó a Shasa su refresco—. Bueno, ¿qué es eso que no podías decir por teléfono?
—Tal vez tengamos, por fin, un golpe de suerte, señor.
Por orden de Blaine, Shasa había viajado a Johannesburgo al surgir la vinculación entre el asalto al banco de Fordsburg y la Ossewa Brandwag, para presenciar el interrogatorio del ladrón capturado.
—Como usted sabe, el tipo es funcionario de las minas. Se llama Thys Lourens y figuraba en nuestra lista de miembros conocidos de la OB. No era de los peces gordos, precisamente, pero tiene un aspecto que impresiona, aunque parece algo alcohólico. Dije al inspector de policía que usted quería respuestas…
—Nada de violencia —advirtió Blaine, frunciendo el ceño.
—No, señor. No fue necesario. Lourens no era tan duro como parecía. Sólo hizo falta informarle que la pena por asalto armado y complicidad en homicidio era la horca, pero que estábamos dispuestos a hacer un trato. Y empezó a hablar. Cuando le llamé por teléfono esta mañana, le dije la mayor parte de lo que él había declarado.
—Sí. Continúa.
—Después nos dio los nombres de los otros hombres involucrados en el asalto; es decir, de tres de ellos. Pudimos arrestarlos antes de que yo volviera. Sin embargo, el jefe de la banda era un hombre a quien él sólo había conocido tres días antes del asalto. No conocía su nombre ni su paradero.
—¿Te dio una descripción?
—Sí. Físicamente grande, pelo y barba negros, nariz torcida, cicatriz sobre un ojo. Una descripción bastante detallada. Pero nos dijo algo más que puede resultar vital.
—¿Qué?
—Un nombre en clave. Al jefe sólo se lo conoce por Die Wit Swaard, la Espada Blanca. Todos tenían órdenes de colaborar con él, desde los oficiales superiores hasta los stormjagters.
—Espada Blanca —musitó Blaine—. Parece salido de un tebeo infantil.
—Por desgracia, no es tan infantil —prosiguió Shasa—. Hice entender al inspector jefe que es preciso reservarse el nombre clave y la descripción, hasta que usted dé órdenes personales.
—Bien. —Blaine dio un sorbo al whisky, complacido de que Shasa justificara tan pronto la confianza depositada en él—. Espada Blanca. ¿Será ése el detonador que estábamos buscando, el catalizador que, por fin, ha puesto en acción la OB?
—Bien podría ser, señor. Todos los miembros de la banda que fueron arrestados le tienen un gran respeto a primera vista. Es evidente que él fue la fuerza impulsora de todo eso, y ha desaparecido por completo. No hay rastro del dinero que falta. A propósito, hemos establecido que la suma supera las ciento veintisiete mil libras.
—Bonita suma —murmuró Blaine—. Y debemos suponer que ha ido a engrosar el presupuesto guerrero de la OB, probablemente junto con la gelignita robada del tren.
—En cuanto a ese nombre en clave, señor, sugeriría que no se lo revele a la prensa ni a nadie que no esté vinculado con la investigación.
—Estoy de acuerdo, pero quiero conocer tus motivos. A ver si son iguales que los míos.
—En primer lugar, no conviene alertar a los periodistas. No deben saber que le seguimos la pista.
—En efecto —asintió Blaine.
—El otro motivo es que servirá para confirmar la fiabilidad de cualquier informante que mencione ese nombre.
—No te comprendo —dijo Blaine, frunciendo el entrecejo.
—La llamada hecha a la ciudadanía ha dado como resultado un torrente de llamadas telefónicas. Por desgracia, la mayoría son informaciones falsas. Si dejamos que el nombre clave sea de conocimiento general, todo el mundo lo mencionará.
—Comprendo. Quien use el nombre en clave estará presentando sus credenciales.
—Eso es, señor.
—Muy bien, nos lo reservaremos por el momento. ¿Algo más? —Por ahora no.
—Entonces voy a contarte qué ha pasado aquí mientras tú no estabas. Me he reunido con el Primer ministro, y hemos decidido declarar a la OB organización política. Todos los empleados públicos, incluyendo a la policía y al ejército, estarán obligados a renunciar inmediatamente a su militancia en el caso de ser miembros.
—Eso no cambiará su modo de pensar —señaló Shasa.
—No, por supuesto —coincidió Blaine—. Aun así tendremos al cuarenta o al cincuenta por ciento del país en contra de nosotros a favor de la Alemania nazi.
—Esto no puede seguir así, señor. Usted y el Ou Baas tendrán que provocar un enfrentamiento.
—Sí, lo sabemos. En cuanto la investigación esté terminada, en cuanto tengamos una lista amplia de los líderes, atacaremos.
—¿Se los va a arrestar? —exclamó Shasa, sobresaltado.
—Sí. Se los detendrá por todo lo sucedido en la guerra, como enemigos de Estado. El muchacho soltó un leve silbido.
—Es bastante drástico, señor. Eso podría conducir a problemas graves.
—Por eso debemos detenerlos a todos al mismo tiempo. No podemos permitir que se nos escape ninguno. —Blaine se levantó—. Veo que estás exhausto, Shasa, y estoy seguro de que Mademoiselle Tara querrá decirte algunas cosas. Te espero en mi oficina mañana a las ocho y media en punto. —Mientras caminaban hacia la puerta del estudio, Blaine añadió, como si acabara de recordarlo—: A propósito, tu abuelo, sir Garry, llegó esta mañana a Weltevreden.
—Ha venido para festejar su cumpleaños —dijo Shasa, sonriendo—. Tengo muchos deseos de verle. Espero que usted y el mariscal Smuts asistan a la merienda como de costumbre.
—¡No me lo perdería por nada del mundo!
Blaine abrió la puerta del estudio. Tara, al otro lado del vestíbulo, mariposeaba con aire inocente, fingiendo elegir un libro de entre los de la biblioteca.
Blaine sonrió.
—Tara, deja que Shasa duerma un poco esta noche, ¿me oyes? No quiero tener que trabajar mañana con un zombi.
A la mañana siguiente, la reunión celebrada en la oficina de Blaine se prolongó por más tiempo del que ellos esperaban. Después se trasladó a la oficina del Primer ministro, donde Smuts interrogó personalmente a Shasa. Sus preguntas eran tan incisivas que el muchacho quedó agotado por el esfuerzo de seguir el paso a aquella mente mercurial. Escapó con alivio, seguido por la advertencia de Smuts:
—Queremos a ese tal Espada Blanca, sea quien fuere, y lo queremos antes de que siga haciendo daño. Haz llegar este mensaje a todos los involucrados en la investigación.
—Sí, señor.
—Que las listas estén en mi escritorio antes del fin de semana. Esos tipos deben estar entre rejas, donde no molesten.
A media mañana, Shasa llegó a la comisaría de policía y aparcó el Jaguar en el sitio que le habían reservado.
El cuarto de operaciones especiales estaba instalado en uno de los amplios sótanos. Había un agente de guardia ante la puerta, y Shasa tuvo que firmar el registro. La entrada estaba reservada a las personas que figuraban en una lista dada. Muchos miembros de la policía eran afiliados o simpatizantes de la OB, y el inspector Louis Nel había elegido a su equipo con sumo cuidado.
Era un hombre calvo y taciturno, cuya edad y tipo de trabajo le había impedido ofrecerse para prestar servicio militar más allá de las fronteras, hecho que lo resentía profundamente. Sin embargo, Shasa no tardó en descubrir que resultaba fácil cobrarle aprecio y respeto, aunque no complacerlo. Pronto establecieron una buena relación laboral.
Nel, en mangas de camisa y con un cigarrillo colgándole de la boca, estaba hablando por teléfono, pero cubrió el auricular con la mano e hizo una imperiosa señal al muchacho.
—¿Dónde diablos estabas? Ya iba a enviar un grupo en tu busca —dijo—. Siéntate. Quiero hablar contigo.
Shasa se encaramó a una esquina del escritorio; mientras el inspector continuaba con su conversación telefónica, contempló por la ventana la laboriosa sala de operaciones. Se habían asignado al inspector Nel ocho detectives y un grupo de taquígrafas. El cuarto estaba lleno de humo de cigarrillos y tableteo de máquinas de escribir. Sonó uno de los teléfonos amontonados en el escritorio del inspector, que levantó la vista, pidiendo a Shasa:
—Responde tú. Ese maldito del conmutador central me pasa todas las llamadas.
Shasa cogió el auricular.
—Buenos días; aquí la estación central de policía. ¿En qué puedo servirle?
Como sólo le respondió el silencio, repitió sus frases en afrikaans.
—Hola. Quiero hablar con alguien…
Quien llamaba era una mujer, una mujer joven y muy agitada; hablaba en afrikaans, con voz insegura y jadeante.
—En el periódico —continuó—, dicen que ustedes quieren información sobre la Ossewa Brandag. Quiero hablar con alguien sobre eso.
—Me llamo Courtney —dijo Shasa, siempre en afrikaans—. Soy el jefe de escuadrón Courtney. Le agradezco mucho que desee colaborar con la policía. Puede contarme todo lo que sepa. —Trató de que su voz fuera cálida y tranquilizadora, ya que percibió que la mujer tenía miedo; tal vez estaba a punto de cambiar de idea y cortar la comunicación—. Tómese todo el tiempo que quiera. Estoy aquí para escucharla. —¿Usted es de la policía?
—Sí, señora. ¿Querría darme su nombre? —¡No! No le voy a decir…
El comprendió de inmediato que había cometido un error.
—Está bien, perfectamente. No tiene por qué darme su nombre —se apresuró a decir. Hubo un largo silencio; se la oía respirar—. Tómese todo el tiempo necesario —repitió, con suavidad—. Bastará con que me diga lo que desea.
—Están robando las armas. —La voz de la mujer era un susurro.
—¿Qué armas? ¿Puede decírmelo? —preguntó Shasa, con cautela.
—Las de la fábrica de armamentos de Pretoria. El taller del ferrocarril.
Shasa irguió la espalda y sujetó el auricular con las dos manos. Casi toda la fabricación de armas y municiones se estaba llevando a cabo en los talleres ferroviarios de Pretoria. Era el único establecimiento dotado de equipo pesado, tornos de alta velocidad y prensas de vapor capaces de producir cañones y culatas para fusiles y ametralladoras. Los cartuchos para municiones se estampaban en la casa de la moneda, pero se enviaban a los talleres del ferrocarril para el proceso final.
—Lo que usted me está diciendo es muy importante —comentó con cautela—. ¿Puede decirme cómo roban las armas?
—Ponen hierros viejos en los cajones y roban los fusiles —susurró la mujer.
—¿Y quién está haciendo todo eso? ¿Sabe el nombre del responsable?
—No conozco a los del taller, pero sí al encargado. Sé quién es.
—Necesitamos saber su nombre —dijo Shasa, persuasivo. Pero la mujer guardó silencio. El muchacho comprendió que luchaba consigo misma. Cualquier insistencia la asustaría.
—¿Quiere decirme quién es? —preguntó—. Tómese su tiempo.
—Se llama… —La mujer vaciló e hizo otra pausa. Por fin barbotó—: Lo llaman Wit Swaard, Espada Blanca.
Shasa sintió que se le erizaba la piel, como si estuviera lleno de parásitos. Su corazón pareció detenerse, dejar de latir por un instante y partir en loca carrera.
—¿Cómo dijo usted?
—Espada Blanca. Se llama Espada Blanca —repitió la mujer. Se oyó un crepitar, un chasquido. La comunicación se cortó.
—¡Hola, Hola! —gritó Shasa por el auricular—. ¿Me oye? ¡No cuelgue!
Pero la comunicación interrumpida se limitó a devolverle un eco de burla.
Shasa estaba junto al escritorio cuando Blaine hizo la llamada al subdirector de la policía de Marshall Square, en Johannesburgo.
—En cuanto tenga la orden de registro, cierre los talleres. Que nadie entre ni salga. Ya he hablado con el jefe militar del Transvaal. Él y su personal le brindarán toda la cooperación necesaria. Quiero que inicie la revisión de inmediato. Abra todos los cajones de armas que haya en depósito y revíselos, pieza a pieza, con los registros de producción de la fábrica. Yo salgo inmediatamente hacia allá en avión. Por favor, haga que un coche de la policía me espere en el aeródromo de Robert Heights a… —Consultó la hora con Shasa—… A las cinco de la tarde. Mientras tanto, quiero que imponga un secreto absoluto a todos los hombres involucrados en el registro. Otra cosa, subdirector: por favor, elija sólo a hombres que no puedan pertenecer a ninguna organización subversiva, especialmente a la Ossewa Brandwag.
Shasa condujo el Jaguar hasta Youngsfield. En cuanto aparcaron tras el hangar, Blaine desplegó sus largas piernas para salir del coche deportivo.
—Bueno, al menos hemos terminado con la parte más horrible del viaje —comentó.
Bajo la torre de control de Robert Heights les esperaba un agente de policía. Les recibió en cuanto Blaine y Shasa descendieron del Rapid.
—¿Cómo marcha la investigación? —preguntó Blaine, en cuanto se hubieron estrechado la mano—. ¿Qué han encontrado hasta ahora?
—Nada, señor ministro. —El inspector sacudió la cabeza—. Hemos revisado más de seiscientos cajones de fusiles. Es un trabajo largo, pero hasta ahora todo parece estar en orden.
¿Cuántos cajones hay en total?
—Novecientos ochenta.
—Así que han revisado más de la mitad. —Blaine movió la cabeza.
—De todas maneras, iremos a echar un vistazo.
Se ajustó el sombrero y se abotonó el abrigo hasta el cuello, pues el viento era frío y la hierba de los campos estaba plateada por las heladas. Él y Shasa subieron al asiento trasero del negro Packard policial. Ninguno de ellos pronunció palabra en el breve trayecto hasta el centro de Pretoria.
Ante el portón del taller había una doble guardia de policía y personal militar, que investigó escrupulosamente a los ocupantes del Packard, sin dejarse impresionar por el rango de Blaine.
El inspector encargado de la investigación estaba en la oficina del gerente. Tenía poco que añadir a lo que ya sabían. Hasta el momento, no había sido posible hallar ninguna irregularidad en la producción ni en el embalaje de las armas.
—Hagamos un recorrido —ordenó Blaine, secamente.
Todo el grupo (Blaine, Shasa, el inspector jefe y el gerente del taller) salieron a la planta de producción principal. Destinada primero a la reparación de los equipos rodantes, había sido modernizada para poder fabricar totalmente las locomotoras necesarias; se la utilizaba actualmente para armar los vehículos blindados para la guerra del desierto, en el norte de África. La investigación policial no había interrumpido el funcionamiento de la fábrica; el enorme taller resonaba con el tronar de las prensas y la cacofonía de los tornos.
—¿Cuántos hombres trabajan aquí? Blaine tuvo que gritar para hacerse oír en medio de ese estruendo.
—Casi tres mil, en total. Trabajamos ahora en tres turnos, a causa de la guerra.
El gerente los condujo al edificio más alejado.
—Aquí es donde fabricamos las armas pequeñas —gritó—. Mejor dicho, las partes metálicas. Las piezas de madera están a cargo de particulares.
—Enséñenos los artículos terminados y el embalaje —ordenó Blaine—. Si hay algún problema, tiene que ser allí.
Después del ensamblado y la verificación, los fusiles terminados y engrasados eran envueltos en papel amarillo. Después se empaquetaban en largos cajones de madera de diez unidades. Por fin se cargaban los cajones en una cinta transportadora, que los llevaba hasta el almacén del despacho.
Cuando entraron en el almacén, diez o doce agentes uniformados estaban trabajando con cincuenta empleados de la fábrica dedicados a retirar cada uno de los cajones para sacar y revisar cada uno de los fusiles. Los cajones revisados se llevaban al extremo opuesto del almacén. Shasa vio de inmediato que apenas quedaban unos cincuenta por abrir. El jefe del almacén se acercó apresuradamente desde su escritorio para increpar a Blaine, indignado:
—No sé quién es usted, pero si esta maldita orden es cosa suya habría que echarlo a patadas. Hemos perdido todo un día de producción. Hay un tren carguero esperando para llevar estas armas a nuestros muchachos, allá en el norte.
Shasa se apartó del grupo y fue a observar el trabajo de los agentes de policía.
—¿No aparece nada? —preguntó a uno de ellos.
—Estamos perdiendo el tiempo —gruñó el hombre, sin levantar la vista.
Shasa se maldijo en silencio. Por su culpa se había perdido todo un día de producción, en plena guerra; era una tremenda responsabilidad. Desolado, siguió observando mientras abrían, revisaban y volvían a cerrar los cajones restantes.
Los agentes se reunieron ante la puerta del almacén y los obreros de la fábrica se retiraron para retomar sus puestos en las líneas de producción. El inspector de policía se acercó al desconsolado grupo.
—Nada, señor ministro. Lo siento.
—Era necesario —dijo Blaine, mirando a Shasa—. No es culpa de nadie.
—¡Claro que es culpa de alguien, joder! —intervino el jefe del almacén, truculento—. Ya os habéis divertido bastante. ¿Ahora puedo seguir cargando el resto del embarque?
Shasa lo miró fijamente. En la conducta de ese hombre, algo le producía un escalofrío de advertencia. Esa actitud irritada y defensiva, su mirada huidiza…
“Por supuesto”, pensó. “Si hay un cambio, aquí es donde se produce, y este tipo tiene que estar metido en el asunto hasta el cuello.” Su mente comenzaba a sacudirse la inercia de la desilusión.
—Bueno —reconoció Blaine—. Estamos perdiendo el tiempo.
Pueden seguir con el trabajo.
—Un momento, señor —intervino Shasa, bajando la voz. Se volvió hacia el jefe del almacén—. ¿Cuántos vagones de ferrocarril ha cargado?
Otra vez aquello: los ojos desviados, la leve vacilación. El hombre estaba a punto de mentir. De pronto echó una mirada involuntaria a los anuncios de embarque, que estaban en su escritorio. Shasa se acercó rápidamente para coger los documentos.
—Ya se han cargado tres vagones —observó—. ¿Dónde están?
—Se los han llevado —murmuró el jefe del almacén, disgustado.
—En ese caso, que los traigan inmediatamente —intervino Blaine, enérgico.
Bajo las lámparas del andén de carga, él y Shasa hicieron abrir el primero de los vagones. Por dentro, estaba lleno hasta el techo de cajones verdes.
—Si aquí hay algo raro, debe de estar debajo de todo —sugirió Shasa—. Para deshacerse de la prueba cuanto antes, el responsable hará cargar los cajones alterados en primer lugar.
—Saquen los cajones del fondo —ordenó Blaine, ásperamente. Los primeros embalajes fueron llevados al andén.
—¡Bien! —Blaine señaló la parte trasera del vagón—. Sacad ese cajón y abridlo.
Cuando saltó la tapa, el agente la dejó caer estruendosamente en el suelo de cemento.
—¡Mire esto, señor!
Blaine se acercó a él y clavó la vista en el cajón abierto. De inmediato levantó la cabeza.
El jefe del almacén corría hacia las puertas por el otro extremo del cobertizo.
—¡Arresten a ese hombre! —gritó el ministro, de inmediato. Dos agentes se adelantaron a toda carrera y lo sujetaron. A pesar de sus furiosos forcejeos, lo arrastraron hasta el andén de carga. Blaine se volvió hacia Shasa, con expresión sombría y dura mirada.
—Bueno, muchacho. Espero que estés contento. Nos has traído una montaña de trabajo y muchas noches sin dormir.
Quince hombres con rictus grave, sentados en torno a una larga mesa, escuchaban silenciosamente el informe de Blaine Malcomess.
—No hay manera de establecer con certeza cuántas armas faltan. Se han enviado otros dos embarques grandes desde principios de este mes, y ninguno de ellos ha llegado a su destino. Todavía están en tránsito, pero debemos suponer que faltan armas en ambos embarques. Calculo que pueden ser dos mil fusiles, más un millón y medio de balas.
Los hombres sentados a la mesa se agitaron, inquietos, pero nadie habló.
—Eso es alarmante, por supuesto. Sin embargo, lo peor del asunto es el robo de treinta a cincuenta ametralladoras Vickers, de la misma fuente.
—Es increíble —murmuró Denys Reitz—. Bastaría para armar una rebelión de carácter nacional. Podría repetirse lo de 1914. Debemos asegurarnos de que esto no se sepa. Causaría pánico.
Blaine prosiguió:
—También debemos tener en cuenta las toneladas de explosivos robadas del tren. Es casi seguro que las utilizarán para interrumpir las comunicaciones y evitar la organización de nuestro limitado poder militar. Si se produjera una rebelión…
—Por favor, Blaine, dinos —intervino el Primer ministro, levantando un dedo—: en primer lugar, ¿tenemos alguna indicación respecto al momento en que saldrán para intentar el golpe de Estado?
—No, Primer ministro. Como máximo, puedo hacer un cálculo basado en nuestro probable descubrimiento del robo de armas. Deben de haber comprendido que el robo sería descubierto en cuanto el primer embarque llegara a destino. Casi con seguridad, planean actuar antes de entonces.
—¿Cuándo llegará el embarque a El Cairo?
—Dentro de dos semanas, aproximadamente.
—En ese caso, debemos esperar a que realicen el intento dentro de pocos días.
—Temo que sí, Primer ministro.
—Mi siguiente pregunta, Blaine: ¿Hasta qué punto está avanzada tu investigación? ¿Tienes una lista completa de los jefes y los stormjagters de la OB?
—Completa, no; hasta el momento sólo tenemos unos seiscientos nombres. Creo que eso incluye a casi todos los hombres clave. Pero no hay modo de asegurarse, por supuesto.
—Gracias, Blaine.
El Primer ministro se tiró pensativamente de la perilla plateada.
Su expresión era casi serena; sus ojos azules permanecían tranquilos, sin preocupaciones. Todos esperaron a que él volviera a hablar.
—¿Hay nombres delicados en esa lista? —preguntó.
—Figura el administrador del Estado libre de Orange.
—Sí, lo sabemos.
—Y doce miembros del parlamento, incluido un ex ministro de gabinete.
—Privilegios parlamentarios —murmuró Scouts—. No podemos tocarlos.
—Además, líderes religiosos, cuatro oficiales de alto rango, por lo menos, importantes funcionarios civiles y un subcomisario. Blaine leyó la lista en su totalidad. Cuando hubo terminado, el Primer ministro ya había tomado su decisión.
—No podemos esperar —dijo—. Exceptuando a los miembros del parlamento, quiero que se preparen órdenes de arresto y encarcelamiento para todos los sospechosos de esa nómina. Las firmaré en cuanto estén listas. Mientras tanto, quiero que planees el arresto simultáneo de toda esa gente y hagas los preparativos necesarios para su encarcelamiento.
—Están los campos de concentración construidos para los prisioneros de guerra italianos, en Baviaanspoort y Pietermaritzburg —señaló Blaine.
—Bien —dijo el mariscal de campo—. Quiero que todos esos hombres estén tras alambradas de púas lo antes posible. Y que se encuentren las armas y los explosivos robados. Inmediatamente.
—No podemos esperar —dijo Manfred De La Roy, cauteloso—. Correremos peligro con cada hora. Cada día nos acerca al abismo. Una semana podría significar el desastre.
—No estamos preparados. Necesitamos tiempo —intervino uno de los otros hombres que ocupaban el compartimiento del tren.
Eran ocho, incluido Manfred. Habían abordado el tren expreso al sur por separado, en distintas estaciones, a lo largo de los últimos trescientos kilómetros. El maquinista del tren era simpatizante de la OB y había stormjagters en los pasillos, actuando como centinelas. Nadie podría llegar a ellos ni escuchar la conversación.
—Usted nos prometió diez días más para completar los preparativos finales.
—No tenemos diez días disponibles, hombre. ¿No ha escuchado lo que acabo de decir?
—No se puede —repitió el hombre, tercamente.
—Se puede. —Manfred elevó la voz—. ¡Hay que poder! El administrador intervino, severamente:
—Basta ya, caballeros; dejemos la lucha para nuestros enemigos.
Manfred, con obvio esfuerzo, moderó su tono.
—Pido disculpas por mi arrebato. De cualquier modo, repito que no disponemos de tiempo. Se ha descubierto el reemplazo de las armas en los talleres del ferrocarril; diez de nuestros hombres están arrestados. Uno de los nuestros, en la plaza Marshall, nos ha dicho que tienen órdenes de arresto contra más de doscientos de nuestros miembros principales, y que se llevarán a cabo el domingo. Para eso faltan sólo cuatro días.
—Tenemos perfecta conciencia de eso —dijo el administrador—. Lo que debemos hacer ahora es decidir si podemos adelantar todo el plan… o si conviene abandonarlo. Escucharé la opinión de cada uno. Después votaremos. Nos atendremos a la decisión de la mayoría. Escuchemos primero al brigadier Koopman.
Todos miraron al oficial del ejército. Vestía de civil, pero su porte militar era inconfundible. Abrió un mapa grande sobre la mesa plegadiza y lo utilizó para ilustrar su informe, presentado con un estilo profesional y objetivo. Primero estableció el orden de batalla del ejército y la disposición de las tropas que quedaban en el país. Luego prosiguió:
—Como ven, las dos concentraciones principales son las barracas de adiestramiento para infantería, en Roberts Heights y en Durban, donde esperan que se les embarque para servir en ultramar. Con casi ciento sesenta mil hombres fuera del país, no quedan sino cinco mil. No hay aviones modernos, descontando los cincuenta Harvard para adiestramiento. Eso posibilita la inmovilización de las tropas en sus posiciones presentes, al menos los primeros días, que serán cruciales para tomar el control. Se puede hacer si destruimos las carreteras principales y los puentes del ferrocarril, sobre todo los que cruzan los ríos Vaal, Orange y Umzindusi.
Después de seguir con su exposición durante otros diez minutos, resumió:
—Tenemos a nuestros hombres ubicados en puestos de mando, hasta en el generalato. Ellos podrán protegernos de cualquier acción militar directa. Después arrestarán a los generales de Smuts y pondrán al ejército de nuestra parte, para apoyar al nuevo gobierno republicano.
Los hombres presentes fueron exponiendo sus informes. Manfred fue el último en hablar.
—Caballeros —comenzó—, en las últimas doce horas he estado en contacto por radio con la Abwehr alemana, por intermedio de su representante en la Angola portuguesa. Él nos ha transmitido las garantías del alto mando alemán y del mismo Führer. El Altmar, un submarino de aprovisionamiento, está en este momento a trescientas millas náuticas de Ciudad del Cabo; lleva más de quinientas toneladas en armamentos, y sólo espera la señal para acudir en nuestra ayuda.
Hablaba en voz baja, pero convincente. Sintió que el humor general se decantaba a su favor. Al terminar se produjo un silencio breve, pero intenso. Por fin, el administrador dijo:
—Ahora tenemos todos los hechos a la vista. Debemos tomar una decisión. Es la siguiente: antes de que el gobierno pueda arrestarnos y meternos en prisión, junto con los otros líderes legítimos del Volk, llevaremos a cabo el plan. Nos alzaremos y derrocaremos al gobierno actual. Con el poder en nuestras manos, volveremos a poner a nuestra nación en el camino de la libertad y la justicia. Preguntaré a cada uno de ustedes, por turnos, si se deciden por el sí o por el no.
—Ja —dijo el primero.
—Ek stem ja. Digo que sí.
—Ek stem ook ja. Yo también digo que sí.
Por fin, el administrador hizo el resumen.
—Todos estamos de acuerdo. Ninguno de nosotros está contra la empresa. —Hizo una pausa para mirar a Manfred De La Rey—. Usted nos ha hablado de una señal que iniciará el alzamiento, algo que pondrá al país de cabeza. ¿Puede decirnos ahora cuál será esa señal?
—La señal —dijo Manfred—, será el asesinato del traidor Jan Christian Smuts.
Le miraron fijamente, en silencio. Estaba claro que habían sospechado algo importante, pero no eso.
—Los detalles de su ejecución política han sido cuidadosamente planeados —los tranquilizó Manfred—. En Berlín elaboraron tres planes alternativos, cada uno para una fecha distinta, según lo que indicaran las circunstancias. El primer plan, el de la fecha más próxima, es el que se ajusta a la situación actual. Smuts será ejecutado el próximo sábado, dentro de tres días. Un día antes de que se cumplan las órdenes de arresto contra nuestros líderes.
El silencio se prolongó un minuto más. Luego el administrador preguntó:
—¿Dónde? ¿Cómo se hará?
—No le hace falta saber eso. Haré lo que sea necesario, solo y sin ayuda. A ustedes les corresponderá actuar deprisa y con energía en cuanto se divulgue la noticia de su muerte. Deben adelantarse para llenar el vacío y tomar las riendas del poder.
—Así sea —dijo el administrador serenamente—. Cuando llegue el momento, estaremos listos. Quiera Dios bendecir nuestra batalla. De los ocho hombres presentes en el compartimiento, sólo Manfred siguió a bordo cuando el expreso abandonó la estación de Bloemfontein para iniciar su larga travesía hacia Ciudad del Cabo.
—Tengo autorización para tener un arma de fuego en la finca —dijo a Manfred Sakkie Van Vuuren, el gerente de la bodega—. La utilizamos para disparar contra los mandriles que invaden viñedos y huertas.
Lo condujo por la escalera, hasta la fresca penumbra de los sótanos.
—Si alguien oye unos cuantos disparos en las montañas, no les prestará atención. Pero si lo interrogan, diga que es empleado de la finca y envíemelos.
Abrió el frente falso del tonel y se retiró. Manfred, arrodillado en el suelo, abrió una de las bolsas impermeables. Primero sacó el transmisor de radio y le puso las pilas nuevas que le había conseguido Van Vuuren. El aparato estaba instalado dentro de una mochila de lona, fácilmente transportable.
Abrió la segunda bolsa, de la que sacó el estuche del fusil. Era un máuser modelo 98, con aquella estupenda posibilidad de disparar una bala de calibre 173 a una velocidad de 750 metros por segundo. Había 50 balas, especialmente cargadas a mano por uno de los técnicos alemanes, y la mira telescópica era de Zeiss. Manfred la fijó al fusil y llenó el cargador. Después de guardar el resto de las municiones, cerró el tonel.
Van Vuuren lo llevó en camión hasta uno de los valles de las montañas; cuando la carretera se perdió, lo dejó allí y emprendió el regreso por la senda rocosa y serpenteante.
Manfred esperó a que se perdiera de vista. Entonces levantó su fusil y su mochila para iniciar el ascenso. Tenía tiempo de sobra; no había necesidad de apretar el paso, pero el esfuerzo físico le causaba placer. Partió a largos pasos, disfrutando el sudor en la cara y el cuerpo.
Cruzó la primera cadena de colinas bajas y, después de atravesar los valles boscosos, ascendió otra vez, hasta uno de los picos principales. Se detuvo cerca de la cima para instalar la radio. Puso las antenas en las ramas de dos arbustos y las orientó cuidadosamente hacia el norte.
Luego tomó asiento, apoyando la espalda contra una piedra para comer los bocadillos que le había preparado la pequeña Sara. Debía establecer contacto con el agente de la Abwehr en Luanda, capital de la Angola portuguesa, a las tres, hora de Greenwich, y faltaba casi una hora.
Después de comer, sacó el máuser y lo manejó con cariño, volviéndose a familiarizar con su peso y su equilibrio. Se lo puso sobre el hombro y miró por la mira telescópica.
En Alemania se había entrenado interminablemente con esa misma arma. Se sabía capaz de volar un ojo a un hombre a trescientos metros de distancia. Sin embargo, era esencial probar el fusil para asegurarse de que aún estaba en buenas condiciones. Necesitaba un blanco parecido a una forma humana, pero desde donde estaba no veía nada adecuado. Apartó cuidadosamente el arma y consultó su reloj. Entonces dedicó su atención a la radio.
Sacó el aparato morse y hojeó el cuaderno hasta encontrar la página donde ya tenía codificado el mensaje. Después de flexionar los dedos, comenzó a transmitir, golpeando la tecla de bronce con un movimiento rápido y fluido. Sabía que el operador de Luanda reconocería su estilo, aceptándolo como prueba de su identidad, más valedera que su nombre clave.
—Base Águila, aquí Espada Blanca.
A la cuarta llamada recibió respuesta. La señal, en sus auriculares, sonaba fuerte y clara.
—Adelante, Espada Blanca.
—Confirmo plan uno en marcha. Repito plan uno. Acuse recibo.
No había necesidad de enviar un mensaje largo, aumentando la posibilidad de que lo interceptaran. Todo estaba dispuesto desde antes de su viaje, con teutónica atención en los detalles.
—Entendido plan uno. Buena suerte. Cambio y fuera. Base Águila.
—Cambio y corto Espada Blanca.
Enrolló las antenas, guardó el transmisor y, cuando iba a cargarse la mochila al hombro, un ladrido explosivo resonó en los barrancos. Manfred se dejó caer tras la piedra, con el máuser en la mano. El viento estaba a su favor.
Pasó casi media hora esperando, sin moverse, callado y atento.
Por fin vio, en el fondo del valle, los primeros movimientos entre las rocas cubiertas de líquenes y las matas proteáceas.
Los mandriles avanzaban en el orden habitual: cinco o seis machos jóvenes a la vanguardia, hembras y crías en el centro y tres enormes patriarcas grises cerrando la marcha. Las crías más pequeñas iban colgadas del vientre de las madres, aferradas al pelaje áspero. Las más crecidas las montaban como jinetes. Los tres machos guerreros se balanceaban, arrogantes, con la cabeza en alto, casi perrunos.
Manfred eligió el más grande de los tres simios y lo observó por la mira telescópica. Lo dejó subir por la cuesta hasta que lo tuvo a trescientos metros de distancia.
El mandril macho dio un súbito salto hacia delante y alcanzó la parte alta de una piedra casi tan grande como una choza. Allí permaneció, erguido sobre los cuartos traseros y con los codos apoyados en las rodillas; tenía mucho de humano en su postura. Cuando abrió la boca, en un bostezo cavernoso, mostró los colmillos, afilados y largos como un índice humano.
Manfred, cuidadosamente, movió el gatillo hasta que sintió su resistencia, con un chasquido casi inaudible; luego fijó las líneas cruzadas de la mira sobre la frente del mandril. Tocó el primer gatillo, siempre concentrado en la frente peluda del animal, y el fusil le golpeó el hombro. El disparo resonó en todo el valle, descendiendo desde los barrancos como un trueno.
El mandril dio un giro mortal desde la piedra, mientras el resto del grupo huía cuesta abajo, gritando de pánico.
Manfred se levantó y, con la mochila al hombro, descendió cautelosamente por la pendiente. Encontró el cadáver del simio acurrucado al pie de la roca. Aún se retorcía con movimientos reflejos, pero faltaba la parte alta del cráneo. Había sido amputada a la altura de los ojos, como con un golpe de hacha. La sangre brotaba a chorros por la base del cerebro, manando sobre las piedras.
Manfred hizo girar el cadáver con los pies, satisfecho. Esa bala especial, de punta hueca, podía decapitar a un hombre con la misma pulcritud, y el fusil había sido certero a trescientos metros, con una desviación inferior a los dos centímetros.
—Estoy más preparado que nunca —murmuró, mientras descendía por la montaña.
Shasa no había vuelto a Weltevreden ni visto a Tara desde el viaje a Pretoria. Llevaba todo ese tiempo sin salir de la jefatura de policía. Comía en la taberna policial y dormía unas pocas horas en el dormitorio instalado sobre la sala de operaciones. Por lo demás, estaba totalmente dedicado a preparar la redada.
Sólo en la provincia del Cabo había que entenderse con casi ciento cincuenta sospechosos. Para cada uno de ellos era preciso extender la orden de registro, establecer los lugares donde se podía hallar al sujeto y nombrar a los agentes de policía que efectuarían cada arresto.
Se había elegido el domingo deliberadamente, pues casi todos los sujetos eran calvinistas devotos, miembros de la iglesia holandesa reformada, y no dejarían de asistir a los servicios religiosos de la mañana. Se podía anticipar el paradero de cada uno con un alto grado de certeza. Con toda probabilidad, los encontrarían en una actitud mental religiosa, carentes de toda sospecha y sin voluntad de presentar resistencia al arresto.
Llegó el mediodía del viernes, y sólo entonces recordó Shasa que al día siguiente se celebraría la merienda de cumpleaños de su abuelo. Entonces llamó a Weltevreden desde la jefatura policial.
—Oh, chéri, qué mala noticia. Sir Garry se llevará tal desilusión… Ha preguntado por ti a cada momento, desde su llegada… y todos tenemos muchas ganas de verte.
—Lo siento, Mater.
—¿No puedes reunirte con nosotros, aunque sólo sea una hora?
—No es posible, Mater, créeme. Yo lo siento tanto como el que más.
—No hace falta que subas a la montaña, Shasa. Bastaría con que bebieras una copa de champán con nosotros en Weltevreden antes de iniciar el paseo. Puedes volver a tu oficina inmediatamente a seguir trabajando en eso tan importante. ¿No lo intentarás, chéri, ni siquiera por tu madre?
Al notar que el muchacho vacilaba, añadió:
—Vendrán Blaine y el mariscal Smuts. Los dos lo han prometido. Si llegas a las ocho en punto, sólo para desear feliz cumpleaños a tu abuelo, prometo que podrás irte antes de las ocho y media.
—Oh, está bien, Mater —capituló él, sonriendo—. ¿No te aburres de salirte siempre con la tuya?
—He tenido que aprender a soportarlo, chéri —respondió ella, riendo también—. Hasta mañana.
—Hasta mañana —saludó él.
—Te quiero, chéri.
—Yo también, Mater.
Colgó sintiéndose culpable por haber cedido ante su madre. Iba a llamar a Tara, para decirle que no podría acompañarla a la excursión, cuando uno de los sargentos lo llamó desde el otro extremo del cuarto.
—Señor Courtney, esta llamada es para usted.
—¿Quién es? —No lo dijo, pero es una mujer.
Shasa caminó hacia el aparato, sonriendo. Tara, anticipándose, había sido la primera en llamar.
—Hola. ¿Eres tú, Tara? —dijo, ante el auricular.
Se produjo un silencio. Sólo se oía el ruido suave de alguien que jadeaba. Los nervios del muchacho se pusieron tensos. Bajó la voz, tratando de que sonara amistosa y alentadora, y dijo en afrikaans:
—Habla el jefe de escuadrilla Courtney. ¿Se trata de la señora con quien ya he conversado?
—Ja. Soy yo.
Reconoció la voz: joven, sofocada, temerosa.
—Le estoy muy agradecido. Lo que usted hizo ha salvado muchas vidas, vidas de personas inocentes.
—Los periódicos no dijeron nada sobre las armas —susurró la mujer.
—Puede estar orgullosa de lo que ha hecho —repitió él. Y añadió, siguiendo su inspiración—: Habrían muerto muchas personas; tal vez hasta mujeres y niños pequeños.
Las palabras “niños pequeños” parecieron decidirla, pues balbuceó:
—Todavía hay mucho peligro. Están planeando algo terrible. Espada Blanca va a hacer algo. Pronto, muy pronto. Le oí decir que será la señal, que pondrá a la nación de cabeza…
—¿Puede decirme qué será? —preguntó Shasa, tratando de no asustarla, siempre en voz baja y tranquilizadora—. ¿Qué es lo que planea?
—No lo sé. Sólo sé que ha de ser muy pronto.
—¿Puede averiguar de qué se trata?
—No sé. Puedo intentarlo.
—Por el bien de todos, por las mujeres y los niños, ¿averiguará de qué se trata?
—Sí, lo intentaré.
—Me encontrará aquí, en este teléfono… —De pronto recordó su promesa a Centaine—. O en este otro número. —Le dictó el número de Weltevreden—. Pruebe aquí si no me encuentra en el otro número.
—Comprendo.
—¿Puede decirme quién es Espada Blanca? —Era un riesgo calculado—. ¿Conoce su verdadero nombre?
De inmediato se oyó un chasquido y la comunicación se cortó. Ella había colgado. Shasa bajó el auricular y se quedó mirándolo. Tenía la sensación de que, con esa última pregunta, la había asustado para siempre.
“Algo que pondrá a la nación de cabeza.” Le perseguían esas palabras, abrumándolo con una ominosa sensación de un desastre inminente.
Manfred conducía tranquilamente por la carretera De Waal, junto a los edificios de la universidad. Era pasada la medianoche; las calles estaban casi desiertas, descontando a unos pocos juerguistas con pasos mareados que volvían a sus casas. El coche que conducía era un pequeño Morris, nada digno de atención, en cuyo portaequipaje, bajo una lona alquitranada y raída, viajaba el fusil. Manfred vestía el mono azul de los ferroviarios; sobre él se había puesto un grueso suéter de pescador y un abrigo pesado.
Iba ya hacia su puesto, para evitar que lo vieran en las montañas de día, armado con un fusil. En los fines de semana, las laderas de Monte Tabla eran muy frecuentadas por montañistas, observadores de pájaros, exploradores y parejas.
Pasó ante la estación forestal y giró por la avenida Rhodes para avanzar por ella hacia la montaña, cuya mole ocultaba la mitad del estrellado cielo nocturno. Ya a poca distancia, aminoró la marcha y echó un vistazo al espejo retrovisor para asegurarse de que no lo siguiera ningún vehículo. Luego apagó los faros y giró abruptamente hacia un sendero forestal.
Siguió por él a paso lento hasta llegar al portón de la estación forestal. Allí se detuvo y, dejando el motor en marcha, bajó para probar su llave en la cerradura del portón. Se la había dado Roelf, asegurándole que el guardabosques era amigo. La llave giró con facilidad. Manfred condujo el Morris al interior de los terrenos y cerró tras de sí, colocando el candado en la cadena, pero sin cerrarlo.
Estaba ahora en el tramo inferior de un camino de cornisa, por el que ascendió en una serie de giros cerrados. Un kilómetro y medio más allá, justo antes de llegar a la cima, apartó el Morris del camino, dando marcha atrás, para que no estuviera a la vista de cualquier transeúnte. Retiró el máuser del portaequipaje y lo envolvió cuidadosamente con una tela alquitranada. Después cerró con llave las portezuelas del automóvil y desanduvo el trayecto, rumbo al camino que rodeaba la montaña, llevando el arma al hombro. Utilizó su linterna lo menos posible, sólo para iluminar momentáneamente el camino, ocultando el rayo con su propio cuerpo. A los veinte minutos interceptó el sendero que ascendía directamente el barranco Esqueleto e iluminó con su linterna el cartel de cemento, para leer las palabras pintadas allí.
CAMINO SMUTS
El bloque de hormigón se parecía más a una lápida que a un letrero, y él sonrió ceñudamente ante lo apropiado de la comparación. El viejo mariscal había hecho de esa cuesta el más famoso de todos los accesos a la cumbre.
Manfred ascendió a buen paso, sin descansar. A trescientos cincuenta metros de altura llegó a la cima achatada. Allí se detuvo un momento para mirar atrás. Mucho más abajo, el valle de Constantia se acurrucaba en la noche, iluminado sólo por el polvo estelar de algunas lámparas. Él le volvió la espalda e inició los últimos preparativos. Dos días antes había explorado el lugar, hasta elegir el sitio desde donde haría el disparo. Había medido la distancia exacta desde allí hasta el punto del sendero en que un hombre se haría visible al llegar a la cima.
A ese sitio se trasladó. Era un hueco entre dos pedruscos, algo cubierto por los matorrales de la montaña. Extendió la tela alquitranada sobre las matas para acostarse en ella, aplastando la vegetación hasta convertirla en un colchón cómodo.
Se contorsionó hasta adoptar la posición de disparo; con el máuser apoyado contra la mejilla, apuntó al extremo del sendero, doscientos cincuenta metros más allá. A través del visor Zeiss distinguía cada rama del arbusto que crecía junto al camino, claramente recortado contra el suave resplandor que surgía del valle.
Dejó el arma en la lona que tenía delante, listo para utilizarla inmediatamente. Después se levantó el cuello del abrigo hasta las orejas y se encogió. Tendría que esperar largamente en medio del frío. Para pasar el tiempo, revisó todos los planes que le habían llevado a aquel lugar y a la posibilidad de que, al día siguiente por la mañana, poco antes o poco después de las diez y media, su presa ascendiera por el sendero que llevaba su nombre y apareciera en las líneas cruzadas de su mira telescópica.
Los informes sobre Jan Christian Smuts, minuciosamente reunidos por la Abwehr en Berlín, donde él los estudiara tan ávidamente, demostraban que, desde hacía diez años, en esa misma fecha, el mariscal de campo acudía a su cita con un viejo amigo. El destino de una nación dependía de que él volviera a hacerlo. Shasa cruzó los portones de Weltevreden y condujo su Jaguar por el largo camino de entrada hasta el cháteau. Frente a la casa había diez o doce automóviles, entre ellos, el Bentley de Blaine. Aparcó junto a él y consultó la hora. Eran las ocho y diez; llegaba tarde. Mater estaría enfadada, pues valoraba mucho la puntualidad.
Ella volvió a sorprenderlo: se levantó de un salto de la larga mesa para correr a abrazarlo. Las veinte personas estaban ya reunidas para disfrutar del famoso desayuno de Weltevreden. El mueble gruñía bajo el peso de la comida en sus fuentes de plata. Los sirvientes, vestidos con largas kanzas blancas y gorros rojos, esbozaron grandes sonrisas al ver a Shasa, mientras los invitados emitían un placentero zumbido de bienvenida.
Allí estaban todos los que Shasa apreciaba: el abuelo Garry a la cabecera de la mesa, vivaz como un duende travieso; Anna, a su lado, con la cara roja fruncida en una infinidad de sonrisas, cual un cariñoso bulldog; Blaine; Tara, encantadora como la mañana de primavera; Matty, toda llena de pecas y con el pelo de zanahoria; el Ou Baas; y Mater, por supuesto. Sólo faltaba David.
Shasa se acercó a cada uno de ellos, riendo y bromeando, entre abrazos, besos y apretones de manos. Hubo exclamaciones y silbidos cuando echó un picotazo a la mejilla ruborizada de Tara. Entregó al abuelo Garry su regalo y esperó, a su lado, a que él desenvolviera los ejemplares de la primera edición de Los viajes de Burchell, especialmente encuadernados, entre exclamaciones de deleite. Estrechó la mano del Ou Baas, respetuosamente, encendido de placer ante su elogio:
—Estás haciendo un buen trabajo, Kérel.
Por fin, cambió unas palabras apresuradas con Blaine, antes de llenar su plato delante de la mesa y ocupar una silla entre Tara y Mater. Se negó a tomar champán, aduciendo:
—Hoy tengo que trabajar.
Y jugó con el pie de Tara, bajo la mesa, mientras participaba en la hilaridad que resonaba a lo largo de la mesa.
Todos se levantaron pronto; las dos mujeres fueron en busca de sus abrigos, mientras los hombres salían a asegurarse de que las alfombras y las cestas de la excursión estuvieran ya en los automóviles.
—Lamento que no puedas acompañarnos, Shasa —dijo el abuelo, llevándolo a un lado—. Tenía esperanzas de que pudiéramos conversar un rato, pero Blaine me ha dicho lo importante que es tu trabajo.
—Trataré de venir mañana por la noche. Entonces, la presión será menor.
—No volveré a Natal sin haber pasado un rato contigo. Tú eres quien prolongará el apellido Courtney, mi único nieto.
Shasa sintió un arrebato de profundo afecto por aquel anciano sabio y amable; de algún modo, el hecho de que ambos padecieran una mutilación (sir Garry, de la pierna; Shasa, del ojo) parecía haber forjado entre ellos un vínculo aún más fuerte.
—Hace años que no voy a Theuniskraal a visitaros, a ti y a Anna —estalló Shasa, impulsivamente—. ¿Puedo ir a pasar un par de semanas con vosotros?
—Nada nos daría mayor placer.
Sir Garry lo abrazó, en el momento en que se acercaba el mariscal Smuts.
—¿Todavía hablando, viejo Garry? ¿No terminas nunca? Vamos, tenemos que trepar una montaña. El último en llegar a la cima irá a un asilo para ancianos.
Los dos amigos se sonrieron. Habrían podido pasar por hermanos; ambos eran de complexión ligera, pero fuerte y bien proporcionada; ambos lucían perillas plateadas y deplorables y viejos sombreros.
—¡Adelante!
Sir Garry empuñó su bastón, enlazó su brazo con el del mariscal de campo y lo condujo al asiento trasero del Daimler amarillo de Centaine.
El Daimler encabezaba la procesión, seguido por el Bentley de Blaine. Tara arrojó un beso a Shasa al pasar. El muchacho permaneció en los peldaños de entrada de Weltevreden, desierta y silenciosa después de aquella partida. Por fin subió a su propio cuarto, seleccionó unas cuantas camisas limpias, calcetines y calzoncillos y guardó todo en una bolsa.
Mientras bajaba la escalera se desvió hacia el estudio de Centaine y cogió el teléfono. Respondió uno de los sargentos de guardia en la sala de operaciones de la jefatura.
—Hola, sargento. ¿Hay algún recado para mí?
—Un momento, señor. Voy a mirar. —Volvió a los pocos segundos—. Sólo uno, señor. Hace diez minutos. Fue una mujer que no quiso dar su nombre.
—Gracias, sargento. Shasa colgó apresuradamente. Descubrió que le temblaba la mano y se le había acelerado la respiración. Una mujer que no quiso dar su nombre. Tenía que ser ella. ¿Por qué no le había llamado a Weltevreden, si tenía el número?
Permaneció junto al teléfono, deseando que sonara. No ocurrió nada. A los cinco minutos se puso a pasear por la habitación, entre los amplios ventanales y el enorme escritorio de barniz dorado estilo Luis XIV, vigilando el aparato silencioso. Estaba indeciso. ¿Debía volver a la jefatura por si ella volvía a telefonearle allí? ¿Y si llamaba a Weltevreden? ¿Convenía llamar al sargento? No, eso ocuparía la línea.
—¡Vamos! —dijo—. ¡Llama!
Echó una mirada a su reloj. Había perdido treinta y cinco minutos sin decidir nada.
—Tengo que dejar las cosas así. No puedo esperar todo el día.
Se acercó al escritorio y alargó la mano hacia el aparato. Sonó antes de que pudiera tocarlo. No lo esperaba, y el timbre le hirió ásperamente los nervios. Levantó arrebatadamente el auricular.
—Jefe de Escuadrón Courtney —dijo, en afrikaans—. ¿Es usted, Mevrou?
—He olvidado el número. Tuve que volver a casa para buscarlo —dijo la mujer. Su voz estaba enronquecida por el esfuerzo de haber corrido—. No pude llamar antes. Había gente, mi marido…
Se detuvo. Había dicho demasiado.
—Está bien. No se preocupe. Todo va bien.
—No —dijo ella—. Lo que van a hacer es terrible, terrible. —¿Quiere contármelo?
—Van a matar al mariscal de campo…
—¿Qué mariscal de campo?
—El Ou Baas, el mariscal Smuts.
Por un momento, Shasa no pudo hablar; luego estalló:
—¿Sabe cuándo piensan hacerlo?
—Hoy. Hoy le dispararán un tiro.
—Eso no es posible. —Shasa no quería creerlo—. El Ou Baas ha subido a Monte Tabla para merendar allí, con…
—¡Sí, sí! —La mujer estaba sollozando—. En la montaña. Espada Blanca lo está esperando en la montaña.
—Oh, Dios mío… —Shasa se sentía paralizado, como si tuviera las piernas llenas de cemento y un gran peso en los pulmones. Por un instante no pudo respirar. Luego dijo—: Usted es una mujer valiente. Gracias por lo que ha hecho. Colgó el auricular y abrió rápidamente el cajón del escritorio. Las Beretta con incrustaciones de oro estaban en su estuche. Retiró una y verificó la carga. Había seis balas en el cargador y una carga extra dentro del estuche. Shasa se metió la pistola en el cinturón y la carga en el bolsillo, ya andando hacia la puerta.
La pistola era inútil como no fuera a quemarropa, pero los rifles de caza estaban bajo llave en un armario de la sala de armas; las municiones se guardaban por separado y su llave estaba en el Jaguar. Tardaría unos minutos preciosos en ir en su busca, abrir el armario, descolgar su Mannlicher, buscar las balas… No tenía tiempo que perder. El grupo había partido casi cuarenta minutos antes. A esas horas ya debían de estar por la mitad de la montaña. Allí estaban todas las personas que él quería… y un asesino las esperaba arriba.
Bajó los peldaños a toda prisa y se metió de un salto en el Jaguar. El automóvil arrancó con un bramido, trazando un círculo cerrado. La grava voló de sus ruedas traseras en el camino de entrada, mientras la aguja del cuentakilómetros ascendía rápidamente hasta los ciento veinte por hora. Shasa cruzó los portones y se lanzó hacia las estrechas curvas de la carretera que rodeaba la base de la montaña. Más de una vez estuvo a punto de derrapar fuera del camino, dada la velocidad con que tomaba las curvas, pero aun así tardó quince minutos enteros en llegar al jardín botánico Kirstenbosch. Los otros vehículos estaban allí, el Daimler, el Bentley y el Packard de Denys Reitz, aparcados en una columna irregular. Por lo demás, el área de estacionamiento estaba vacía.
Shasa echó un vistazo a la montaña, que se alzaba seiscientos metros por encima de él. Tenía a la vista el sendero que ascendía desde el bosque, zigzagueando por el barranco del Esqueleto y pasando junto a la hondonada de Breakfast Rock, en la línea del horizonte, para cruzar luego el borde hacia la cima plana.
Una línea de huellas avanzaba por la senda, apenas saliendo del bosque. El Ou Baas y su abuelo marcaban el furioso paso de costumbre, demostrándose mutuamente su buen estado físico. Al protegerse los ojos del sol, reconoció el vestido amarillo de su madre y la falda turquesa de Tara, apenas motas de color contra el muro gris y verde de la montaña. Iban muy por detrás de los ancianos.
Shasa echó a correr. Subió la primera cuesta al trote, marcándose el ritmo. Al llegar al camino de circunvalación, a los trescientos metros, se detuvo junto al letrero de cemento para respirar profundamente unas cuantas veces. Mientras tanto, estudió el sendero hacia delante.
A partir de allí era muy empinado; zigzagueaba por el bosque, siguiendo la ribera del arroyo en una serie de peldaños rocosos, desiguales. Lo encaró a buen paso, pero sus zapatos eran de suela fina y se sujetaban mal al suelo. Cuando salió del bosque, lo hizo jadeando desesperadamente y con la camisa empapada de sudor. Aún faltaban casi trescientos metros hasta la cima, pero vio inmediatamente que había ganado terreno con respecto a los suyos.
Caminaban distribuidos a lo largo de la senda. Las dos primeras siluetas eran las del abuelo y el Ou Baas. A esa distancia resultaba imposible distinguir a uno del otro, pero quien los seguía a pocos pasos era Blaine; se estaba retrasando, sin duda, para que los ancianos no se exigieran demasiado. El resto del grupo iba en grupos de dos o tres, con las mujeres mucho más atrás.
Cogió aliento y gritó. Las mujeres se detuvieron para mirar hacia atrás.
—¡Deteneos! —les gritó, con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡No sigáis!
Una de las mujeres lo saludó con la mano (Matty, probablemente), pero siguieron ascendiendo. No lo habían reconocido, ni habían entendido su orden de parar. Lo tomaban por otro alpinista simpático. Estaba perdiendo tiempo; los ancianos estaban a punto de llegar a la cima.
Shasa volvió a trepar con todas sus fuerzas, saltando por encima de los obstáculos, sin prestar atención al fuego que tenía en los pulmones ni al agotamiento de sus piernas; subía por pura fuerza de voluntad.
Cuando sólo le faltaban tres metros para alcanzar a Tara, la muchacha miró hacia atrás.
—¡Shasa! —exclamó, encantada, aunque sorprendida—. ¿Qué haces…?
Él la rozó al pasar.
—No puedo detenerme —gruñó, sin dejar de ascender.
Pasó junto a Anna y, después, junto a su madre.
—¿Qué pasa, Shasa?
—¡Después!
No tenía aliento para responder; toda su existencia se concentraba en las piernas. El sudor le chorreaba sobre los ojos, enturbiándole la visión.
Vio que los dos ancianos cogían por el breve tramo transversal previo a la cima, y se detuvo para gritar otra vez. La voz surgió sólo como un jadeo agónico. El abuelo y el Ou Baas desaparecieron sobre la cresta de la pendiente, seguidos por Blaine a veinte pasos de distancia. El disparo sonó amortiguado por la distancia, pero aun así Shasa reconoció el impacto claro y distinto de un máuser.
De algún modo halló nuevas fuerzas para volar hacia la cima, saltando de roca en roca. Ese único disparo aún parecía resonar en su cabeza. Oyó el grito de alguien. O tal vez era sólo el salvaje sollozar de su aliento y el trueno de la sangre en sus propios tímpanos.