Manfred viajó solo. No había control de los movimientos individuales; no había bloqueos de caminos, revisiones policiales ni obligación de presentar documentos. Sudáfrica estaba tan lejos de los centros bélicos principales que no se notaba siquiera la escasez de bienes de consumo, descontando el racionamiento de combustibles y la prohibición de producir harina blanca. Por lo tanto, no había necesidad de contar con cupones de racionamiento ni papeles de identificación.

Cargando una pequeña maleta, Manfred se limitó a sacar un billete de segunda clase a Bloemfontein, la capital de la provincia de Orange. Durante los primeros ochocientos kilómetros, viajó en el compartimiento del tren con otros cinco viajeros.

Como por ironía, la reunión planeada para sabotear al gobierno nacional electo se llevó a cabo en la sede del gobierno provincial. Manfred, al entrar en el imponente despacho del administrador, tuvo conciencia de la extensa influencia que tenía su organización secreta.

El mando de la OB salió a recibirlo. Había cambiado poco desde que había presidido el juramento de sangre de Manfred, en aquella ceremonia celebrada a la luz de las antorchas. Aún barrigudo y de facciones desiguales, vestía ahora un traje de civil, de chaqueta cruzada, de color oscuro. Saludó calurosamente a Manfred con un apretón de manos y una palmada en el hombro, sonriendo de oreja a oreja.

—Le estaba esperando, hermano. Antes que nada, permítame felicitarlo por sus triunfos desde que nos vimos por última vez y por la magnífica labor que ha realizado hasta ahora.

Hizo pasar a Manfred y lo presentó a los otros cinco hombres sentados a la larga mesa.

—Todos hemos prestado el juramento de sangre. Puede hablar con entera libertad —le dijo a Manfred.

El joven comprendió entonces que estaba ante el consejo supremo de la hermandad. Se sentó a un extremo de la mesa, frente al mando, y ordenó sus pensamientos un instante. Comenzó diciendo:

—Caballeros, les traigo los saludos personales del Führer del pueblo alemán Adolf Hitler. Me ha encargado garantizarles la estrecha amistad que siempre ha existido entre la nación afrikáner y alemana, y decirles que está dispuesto a apoyar por todos los medios nuestros esfuerzos por recuperar lo que nos corresponde por derecho, la tierra que pertenece a los afrikáner por derecho de nacimiento y de conquista.

Manfred hablaba con lógica y apasionamiento. Había preparado ese discurso con ayuda de los expertos en propaganda del gobierno nazi, ensayándolo hasta lograr una comunicación perfecta. Por las expresiones deslumbradas de quienes lo escuchaban le era posible apreciar su éxito.

—El Führer sabe muy bien que este país ha sido privado de casi todos los hombres en edad militar que simpatizan con el gobierno de Smuts y con los británicos. Casi ciento sesenta mil hombres están en el norte luchando más allá de nuestras fronteras. Esto facilita nuestra tarea.

—Smuts ha confiscado todas las armas que estaban en manos particulares —interrumpió uno de los hombres—. Se ha llevado las escopetas de caza, los fusiles, hasta los cañones conmemorativos de las plazas. No habrá alzamiento sin armas.

—Acaba de señalar el meollo del problema —reconoció Manfred—. Para triunfar necesitamos dinero y armas. Los conseguiremos. —¿Nos los enviarán los alemanes?

—No. —Manfred negó con la cabeza—. Se ha estudiado la posibilidad, pero ha sido rechazada. Hay mucha distancia, excesivas dificultades para depositar grandes cantidades de armas en una costa inhóspita, y los puertos están bien custodiados. Sin embargo, en cuanto dominemos los puertos se nos enviarán armas pesadas muy pronto por medio de los submarinos de la armada alemana. A cambio, nosotros les abriremos nuestros puertos, prohibiendo la ruta del Cabo a los británicos.

—Entonces, ¿de dónde sacaremos las armas que necesitamos para el alzamiento?

—De Jannie Smuts —dijo Manfred.

Todos se movieron, incómodos, e intercambiaron miradas dubitativas.

—Con la aprobación de ustedes, naturalmente, voy a reclutar y a adiestrar una pequeña fuerza de ataque entre nuestros Stormjagters, escogiendo una elite. Asaltaremos los depósitos gubernamentales de armas y municiones para coger lo que nos hace falta. Y lo mismo en cuanto al dinero. Lo sacaremos de los bancos.

La enormidad del concepto y su atrevimiento dejaron a todos sorprendidos. Manfred prosiguió, mientras los otros lo miraban fijamente, enmudecidos:

—Actuaremos velozmente y sin cuartel; cogeremos las armas y serán distribuidas. Después, tras dar una señal, nos alzaremos: cuarenta mil patriotas que tomaremos todas las riendas del poder, la policía y el ejército, los sistemas de comunicaciones, los ferrocarriles y los puertos. En cada uno de esos lugares tenemos ya a nuestros hombres. Todo se hará al recibir la señal prefijada.

—¿Cuál será esa señal? —preguntó el mando de la OB.

—Será algo que pondrá a todo el país de cabeza. Algo abrumador. Pero todavía no es tiempo para hablar de eso. Baste decir que la señal ha sido elegida, así como el hombre que deberá darla. —Manfred lo miró con firmeza y seriedad—. Ese honor caerá sobre mí. He sido adiestrado para la obra y lo haré solo, sin ayuda. A partir de entonces, ustedes sólo tendrán que tomar las riendas, prestar nuestro apoyo al victorioso ejército alemán y conducir a nuestro pueblo hasta la grandeza que nuestros enemigos le han denegado.

En silencio, observó las expresiones de los presentes; vio en sus rostros el fervor patriótico y en sus ojos una nueva luz.

—Caballeros, ¿cuento con la aprobación de ustedes para proceder?

El mando los consultó a todos con la mirada, recibiendo de cada uno, por turno, una breve inclinación de cabeza. Se volvió hacia Manfred.

—Cuenta con nuestra aprobación y con nuestra bendición. Me encargaré de que reciba apoyo y ayuda de cada miembro de la hermandad.

—Gracias, caballeros —dijo Manfred en voz baja—. Y ahora, permítanme repetirles las palabras que Adolf Hitler dice en su gran libro Mein Kampf. “Dios Todopoderoso, bendice nuestras armas cuando llegue el momento. Sé justo, como siempre lo has sido. Juzga ahora si somos merecedores de libertad. Bendice, Señor, nuestra batalla.”

—¡Amén! —exclamaron todos, levantándose de un salto para hacer el saludo de la OB, con el puño apretado contra el pecho.

—¡Amén!

El Jaguar verde estaba aparcado al aire libre, junto a la carretera y al borde del acantilado. Tenía aspecto de haber sido abandonado como si llevara allí días, semanas enteras.

Blaine Malcomess aparcó su Bentley más atrás y caminó hasta el borde del acantilado. Era la primera vez que visitaba ese sitio, pero Centaine le había descrito la ensenada y el modo de hallar el sendero. Se inclinó hacia fuera para mirar abajo. El barranco era muy alto, pero no caía en pico; hasta se podía distinguir la senda que zigzagueaba a lo largo de noventa metros hasta la bahía Smitswinkel. Allí, en el fondo, se veían los techos de tres o cuatro chozas toscas, sembradas en la curva de la bahía, tal como Centaine le había advertido.

Se quitó la chaqueta para dejarla en el asiento delantero del Bentley; el descenso sería un esfuerzo sofocante. Cerró con llave la portezuela y echó a andar por el sendero del acantilado. Si había acudido no era sólo porque Centaine se lo hubiera suplicado, sino por su propio afecto, su orgullo y su sentido de responsabilidad hacia Shasa Courtney.

Varias veces, en el pasado, había supuesto que Shasa sería su hijastro o su yerno. Mientras bajaba el sendero volvió a experimentar la profunda pena ante esas expectativas, que no se habían visto cumplidas hasta el momento.

Él y Centaine no estaban casados, aunque ya habían transcurrido casi tres años desde la muerte de Isabella. Recordó que Centaine había huido de él la noche de su fallecimiento; lo había evitado durante muchos meses, a pesar de todos los esfuerzos de Blaine por encontrarla. Algo terrible debía de haber ocurrido aquella noche ante el lecho de muerte de su mujer. Aun después de la reconciliación, Centaine se negaba a hablar de eso. Jamás dejaba caer siquiera una sugerencia de lo que había ocurrido entre ambas. Él se odiaba por haberla puesto en poder de Isabella. Había hecho mal en confiar en ella, pues el daño realizado entonces no había cicatrizado jamás. Hizo falta casi un año de paciencia y gentilezas por parte de Blaine para que Centaine pudiera retomar el papel de amante y protectora, que tanto disfrutara antes.

Sin embargo, ni siquiera quería mencionar el asunto del matrimonio. Si él trataba de insistir, se mostraba agitada e inquieta. Era casi como si Isabella siguiera con vida, como si pudiera, desde su fría tumba, ejercer algún poder malévolo sobre ambos. Nada había que Blaine deseara tanto como hacer su legítima esposa a Centaine Courtney, a los ojos de Dios y del mundo entero, pero comenzaba a dudar de que eso ocurriera algún día.

—Por favor, Blaine, no me hables de eso ahora. No puedo… no puedo mencionar el asunto. No, no puedo decirte por qué. Hemos sido muy felices así, como estamos ahora, muchos años. No quiero correr el riesgo de malograr esta felicidad.

—Te estoy pidiendo que te cases conmigo. Te estoy pidiendo que confirmes y des base a nuestro amor, no que lo destruyas.

—Por favor, Blaine, dejemos las cosas así. Ahora no.

—¿Cuándo, Centaine? Dime cuándo.

—No sé. De veras, querido, no lo sé. Sólo sé que te quiero mucho.

Además, estaban Shasa y Tara. Eran como dos almas perdidas que se buscaban mutuamente en la oscuridad. Él sabía cuánto se necesitaban. Lo había comprendido desde el principio. Pero siempre fallaban al intentar el contacto vital, definitivo, y se apartaban dolorosamente. Parecía no haber motivos para eso, como no fueran el orgullo y el empecinamiento; cada uno de ellos, privado del otro, se veía disminuido, sin poder llevar a su realización su gran capacidad, sin aprovechar a fondo las raras bendiciones otorgadas al nacer.

Dos jóvenes dotados de belleza y talento, fortaleza y energía, lo malgastaban todo en la búsqueda de algo que no existía, en sueños imposibles, o lo quemaban en la desesperación y la tristeza.

“No puedo permitir que sigan así”, se dijo, decidido. “Aunque me odien por esto, debo evitarlo.”

Al llegar al pie del sendero, se detuvo para mirar su entorno. No necesitaba descansar; aunque el descenso había sido arduo, y a pesar de sus casi cincuenta años, estaba en mejores condiciones físicas que muchos hombres de treinta y cinco.

La bahía Smitswinkel estaba cerrada por una medialuna de altos acantilados, abierta sólo en su extremo más alejado a la mayor expansión de la bahía False. Rodeada por esa protección, el agua tenía la serenidad de un lago y tanta claridad que los tallos de las algas eran visibles hasta los ocho o nueve metros de profundidad, donde se anclaban al fondo. Era un escondrijo delicioso, y él se tomó algunos momentos para apreciar su apacible belleza.

Había allí cuatro cobertizos, cada uno muy separado de los otros, encaramados a las rocas, sobre la playa estrecha. Tres de ellos estaban desiertos y con las ventanas cerradas con tablas. El último era el que él buscaba, y hacia allí caminó.

Al acercarse vio que tenía las ventanas abiertas, pero las cortinas estaban corridas, desteñidas por el aire salitroso. En la galería pendían redes de pesca, un par de remos y una caña de pescar. En la playa, por encima de la marca de la marea alta, descansaba un bote.

Blaine subió los pocos escalones de piedras y se acercó a la puerta. Estaba abierta, de modo que entró en la única habitación.

La pequeña cocina estaba fría; la sartén, sobre ella, mostraba restos de grasa endurecida. En el centro había una mesa donde amontonaban platos y vasos sucios; una columna de hormigas negras trepaba por una pata, en busca de restos. Nadie había barrido el suelo de madera, crujiente por la arena. Contra la pared lateral había dos literas superpuestas de cara a la ventana. En la de arriba no había colchón, pero la inferior era un enredo de mantas grises y un duro colchón de crin, con el forro manchado y roto. Encima de todo eso yacía Shasa Courtney.

Aunque faltaban pocos minutos para el mediodía, el muchacho estaba durmiendo. En el suelo lleno de arena, al alcance de un brazo fláccido, se veía una botella de whisky casi vacía y un vaso grande. Shasa sólo tenía puestos unos pantalones cortos viejos. Su cuerpo había tomado el color de la caoba aceitada y el vello de sus brazos, aclarado por el sol, parecía de oro; pero en el pecho seguía siendo oscuro. Por lo visto, llevaba varios días sin afeitarse. El pelo largo se desparramaba sobre la almohada sucia. Sin embargo, el intenso bronceado cubría las señales más obvias de su vida disipada.

Dormía tranquilamente, sin que su cara reflejara el torbellino interior que lo había llevado desde Weltevreden a esa pobre cabaña. En todos los aspectos, excepto uno, seguía siendo un joven de magnífico porte. Por eso el vacío del ojo izquierdo resultaba aún más chocante. La parte superior de la cuenca presentaba una depresión en el lado exterior, allí donde el hueso se había astillado; la cicatriz que le cruzaba la ceja oscura era de un blanco reluciente. La cuenca vacía se hundía en el cráneo y sus párpados se separaban un poco dejando al descubierto el tejido rojo de la abertura, entre las gruesas pestañas.

Resultaba imposible mirar esa horrible herida sin sentir piedad, y Blaine tardó algunos segundos en juntar fuerzas para lo que debía hacer.

—¡Shasa! —llamó, dando a su voz un tono áspero.

El muchacho gruñó suavemente. El párpado del ojo tuerto sufrió una torsión.

—Despierta, hombre. —Blaine se acercó al camastro para sacudirlo por el hombro—. Despierta. Tenemos que hablar.

—Vete —murmuró Shasa, no del todo despierto—. Vete y déjame en paz.

—¡Despierta, maldición!

El ojo sano de Shasa se abrió, parpadeando, y fijó en Blaine una mirada legañosa. Al enfocar la vista, su expresión se alteró.

—¿Qué diablos hace usted aquí?

Apartó la cara, ocultando el ojo vaciado, mientras buscaba a tientas hasta encontrar, entre la ropa enredada, un trozo de paño negro con una banda elástica. Con la cara aún desviada, se puso el parche en el ojo y sujetó la banda a su cabeza, antes de volverse hacia Blaine. Ese parche le daba el atractivo de un pirata, realzando, de algún modo perverso, su atractivo físico.

—Tengo que “achicar el barco” —barbotó, saliendo a tropezones de la cabaña.

Mientras él no estaba, Blaine quitó el polvo a uno de los banquillos y lo pegó contra la pared para sentarse en él. Recostó la espalda en el muro y encendió uno de sus largos cigarros.

Shasa volvió a entrar, levantándose la parte delantera de los pantalones y se sentó en el borde de la litera, sujetándose la cabeza con las dos manos.

—Tengo un sabor de boca horrible, como si un gato callejero me hubiera meado dentro —murmuró.

Alargó la mano hacia la botella que tenía entre los pies y vertió en el vaso lo que restaba de whisky. Después de lamer del cuello la última gota, arrojó la botella vacía más o menos en dirección al rebosante cubo de basura, puesto junto a la cocina.

—¿Quiere uno? —preguntó, levantando el vaso.

Blaine sacudió la cabeza. Shasa lo miraba por encima del vidrio.

—Esa cara sólo puede significar una de dos cosas ~—observó—. O acaba de oler un pedo o me está reprobando.

—Supongo que ese lenguaje sucio es una proeza reciente, como la nueva costumbre de emborracharte. Te felicito por ambas cosas. Van bien con tu nueva imagen.

—¡Deje de joder, Blaine Malcomess! —contestó Shasa, desafiante mientras se llevaba el vaso a los labios. Hizo pasar el whisky entre los dientes, enjuagándose la boca con él. Después de tragarlo, se estremeció y exhaló ruidosamente los vapores.

—Le envió mi madre —dijo, secamente.

—Me dijo dónde podía encontrarte, pero no me envió.

—Es lo mismo. —Shasa se llevó el vaso a los labios dejando correr la última gota en la lengua—. Quiere que vuelva a sacar diamantes del polvo, a juntar uvas, cultivar algodón y juntar papeles. No entiende nada.

—Entiende mucho más de lo que tú reconoces.

—Ahí fuera están combatiendo, David y mis otros compañeros. Están arriba, por el cielo. Y yo aquí, en el polvo, inválido, arrastrándome en la mugre.

—Porque tú elegiste la mugre. —Blaine echó un vistazo a la sucia vivienda—. Y aquí, lloriqueando y arrastrándote.

—Será mejor que se vaya al diablo —le advirtió Shasa—, antes de que pierda los estribos.

—Será un placer, te lo aseguro. —Blaine se levantó—. Te juzgué mal. Vine a ofrecerte un trabajo, un importante trabajo de guerra, pero ya veo que no eres bastante hombre para eso. —Se detuvo ante la puerta de la cabaña—. También te traía una invitación para una fiesta que se celebrará el viernes por la noche. Tara va a anunciar su compromiso matrimonial con Hubert Langley. Pensé que podía divertirte. Pero dejémoslo así.

Salió, con sus pasos largos y decididos. A los pocos segundos, Shasa también salió a la galería para seguirlo con la mirada. Blaine subió por el sendero, sin mirar atrás. Cuando desapareció por la cima, el muchacho se sintió súbitamente abandonado. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo importante que era Blaine Malcomess en su vida, cuánta falta le hacían su consejo y su experiencia, dentro del campo de polo y fuera de él.

—Buscaba tanto parecerme a él… —se dijo, en voz alta—. Y ahora no lo conseguiré jamás.

Se tocó el parche negro que le cubría el ojo.

—¿Por qué a mí? —exclamó, con la queja eterna de los perdedores—. ¿Por qué a mí?

Y cayó en el primer peldaño, con la vista perdida en las aguas verdes y tranquilas de la bahía.

Poco a poco fue captando las palabras de Blaine en toda su dimensión. Pensó en el trabajo que le había ofrecido: un importante trabajo de guerra. Pensó en Tara y en Hubert Langley; vio los ojos grises y el pelo rojo de la muchacha. La autocompasión lo invadió como una ola oscura y fría.

Se levantó, inquieto, para volver al cobertizo. Abrió el armario de la cocina, donde quedaba una sola botella de Haig.

—¿Qué pasó con las otras? —se preguntó—. ¿Hay ratones?

Quitó la tapa y buscó un vaso. Estaban todos sucios, amontonados en la pila de la cocina. Entonces se llevó la botella a los labios. Los vapores del alcohol le irritaron el ojo. Bajó la botella antes de beber y la miró fijamente. Su estómago dio un vuelco, llenándose de súbita repulsión, tanto física como emocional.

Entonces vació la botella en la pila y dejó que el dorado liquido corriera hacia el desagüe. Cuando se vació, era demasiado tarde, la necesidad de beber volvió con toda su fuerza, horrorizándolo. Sentía la garganta reseca y dolorida La mano que sostenía la botella vacía comenzó a temblar. El deseo de olvido le dolía en todas las articulaciones; el ojo le ardía tanto que tuvo que parpadear para despejarlo.

Arrojó la botella contra la pared del cobertizo y salió corriendo a la luz del sol por los escalones que descendían hasta la playa. Se quitó el parche y los pantalones de rugby para sumergirse en las aguas frías y verdes. Se adentró en el agua y nadó con fuertes brazadas de crol. Cuando llegó a la entrada de la ensenada le dolían todos los músculos y el aliento quemaba en sus pulmones. Giró hacia atrás y, sin aflojar el ritmo de sus brazadas, nadó otra vez hacia la playa. En cuanto sus pies tocaron el fondo, volvió a girar. Hizo una y otra vez ese trayecto, hora tras hora, hasta quedar tan agotado que no le habría sido posible levantar un brazo sobre la superficie. Tuvo que cubrir los últimos cien metros en un doloroso avance lateral.

Se arrastró hasta la playa, de bruces en la arena mojada, y quedó tendido como un cadáver. Promediaba la tarde cuando se sintió con fuerzas suficientes para arrastrarse hasta el cobertizo.

En el portal contempló el desastre que había provocado. Luego tomó la escoba que estaba detrás de la puerta y se puso manos a la obra.

Terminó al caer la tarde. Lo único que no podía solucionar era lo de las sábanas sucias. Amontonó la ropa de la cama con sus ropas sucias, para que la dhobi wallah de Weltevreden se hiciera cargo del lavado. Luego llenó un cazo con agua de lluvia, acumulada en un tanque junto a la puerta trasera, y lo calentó en la cocina.

Se afeitó con cuidado, se puso la camisa y los pantalones más limpios que encontró y ajustó el parche sobre el ojo. Después de cerrar la puerta del cobertizo, escondió la llave y, llevando el montón de ropa sucia, trepó el sendero hasta la cima.

Su Jaguar estaba cubierto de polvo y sal marina. La batería se había descargado. Tuvo que dejar correr el coche colina abajo para que arrancara.

Centaine estaba en su estudio, sentada ante el escritorio, revisando un montón de documentos. Al verlo entrar se levantó de un salto. Iba a correr hacia él, pero se contuvo con visible esfuerzo.

—Hola, querido, qué buen aspecto tienes. Me tenías preocupada. Ha pasado tanto tiempo… Cinco semanas.

Ese parche seguía horrorizándola. Cada vez que lo veía recordaba las últimas palabras que le dijera Isabella Malcomess: “por ojo, Centaine Courtney. Recuerda mis palabras: ojo por ojo”. En cuanto pudo dominarse, fue tranquilamente a saludar a su hijo y levantó la cara para recibir un beso.

—Me alegro de que hayas vuelto, chéri.

—Blaine Malcomess me ha ofrecido un trabajo, un empleo de guerra. Estoy pensando en aceptarlo.

—Debe de ser importante, sin duda —asintió Centaine—. Me alegro por ti. Yo puedo mantener el negocio en pie hasta que vuelvas.

—No lo pongo en duda, Mater —respondió él, con una sonrisa irónica—. Después de todo, te las has arreglado muy bien, en los últimos veintidós años, para mantener el negocio en pie.

La larga columna de vagones de mercancías, tirados por dos locomotoras de vapor, subió la última cuesta del paso. En aquel plano inclinado, las locomotoras despedían brillantes columnas de vapor plateado por las válvulas. Las montañas resonaban con el rugir de sus estruendosas calderas.

Con un último esfuerzo, franquearon la parte superior del paso e irrumpieron en la alta meseta, ganando velocidad de un modo dramático.

Sesenta kilómetros más allá, el tren aminoró la marcha y se detuvo en el patio de maniobras de una estación intermedia, junto al río Touws.

El personal de relevo esperaba en la oficina del jefe de estación. Después de saludar a sus compañeros recién llegados con algunas bromas, treparon a los estribos. La primera locomotora fue desacoplada y llevada a una vía lateral. Ya no hacía falta, pues el resto del trayecto, unos mil quinientos kilómetros hacia el norte, hasta los campos auríferos de Witwatersrand, corría por terrenos relativamente planos. La segunda locomotora volvería por el paso de la montaña para ayudar al próximo tren de carga a subir las empinadas cuestas.

El personal relevado echó a andar hacia las cabañas del ferrocarril, llevando el almuerzo y los abrigos, contento de haber llegado a tiempo para darse un baño caliente y comer. Sólo uno de los maquinistas se retrasó en el andén, observando el tren que se alejaba rápidamente.

Contó los vagones que pasaban ante él. Los números doce y trece eran coches cerrados, pintados de plata para distinguirlos y reflejar los rayos del sol. A cada lado tenían una cruz roja y, en letras de casi dos metros y que cruzaban los vagones en toda su longitud, la advertencia. Cada uno había sido cargado en la fábrica Somerset West con veinte toneladas de gelignita, destinadas a las minas auríferas del grupo Anglo American.

Cuando el coche del guardia pasó junto a él, el maquinista entró apaciblemente en la oficina del jefe de estación. Éste todavía se encontraba en el otro extremo del andén, con las banderillas rojas y verdes bajo el brazo. El maquinista cogió el auricular del teléfono colgado en la pared y giró la manivela.

—Central —dijo en afrikaans—, póngame con Matjiesfontein once dieciséis.

Esperó a que la operadora estableciera la comunicación, anunciando:

—Puede hablar.

Pero antes esperó el chasquido de la operadora al salir de la línea.

—Aquí Van Niekerk.

—Aquí Espada blanca.

La respuesta, aunque esperada, le erizó el pelo de la nuca.

—Va con veintitrés minutos de retraso. Salió hace dos minutos. Los vagones son los números doce y trece.

—Muy bien.

Manfred De La Rey dejó el auricular en su sitio y echó un vistazo a su reloj de pulsera; después sonrió a las dos mujeres que le observaban con aprensión desde el otro lado de la cocina.

—Gracias, Mevrou —dijo a la mayor—. Le agradecemos esta ayuda. Les doy mi palabra de que ustedes no sufrirán ningún problema por esto.

—Los problemas son cosa vieja para nosotros, Meneer —aseguró la orgullosa anciana—. En el noventa y nueve, los rooinekke incendiaron mi granja y mataron a mi marido.

Manfred había dejado la moto detrás del granero. La puso en marcha y regresó por la senda, uno o dos kilómetros, hasta salir a la carretera principal. Allí se dirigió hacia el norte; unos pocos kilómetros más allá, la carretera tomó una dirección paralela a las vías ferroviarias. En la base de una colina rocosa, ambas volvieron a separarse. Las vías ascendían una loma y desaparecían tras ella.

Manfred detuvo la moto y comprobó que la carretera estuviera despejada, hacia atrás y hacia delante. Luego fue por otro camino de los granjeros y siguió las vías hasta el otro lado de la colina. Una vez más, se detuvo, dejó la moto y estudió el terreno.

Estaba lo bastante lejos, con respecto a la granja de la viuda, para no despertar sospechas sobre la anciana. La colina ocultaba esa parte de las vías a quien pasara por la carretera principal, pero ésta se hallaba a poca distancia, ofreciendo una huida rápida en cualquier dirección. La cuesta haría que la locomotora redujera la marcha casi a paso humano. Él había observado a otros trenes de carga al pasar por allí.

Salió de la carretera, siguiendo las huellas de otras ruedas que habían aplastado la hierba. En el primer repliegue del terreno, entre unos cuantos espinos, estaban los camiones. Eran cuatro —uno de tres toneladas, otro de cuatro y un gran Bedford pardo, de diez—. Lo difícil había sido conseguir cupones de combustible en cantidad suficiente para llenar los tanques.

Desde los camiones hasta la vía había apenas cien pasos de distancia. Sus hombres esperaban, descansando, tendidos en la hierba. Pero al oír el ruido de la moto se levantaron para agolparse en torno a él. Encabezaba el grupo Roelf Stander.

—Llegará a las nueve y media —le dijo Manfred—. Los vagones son el doce y el trece. Atiende eso.

En la banda había un empleado del ferrocarril que calculó la distancia entre la locomotora y los vagones cargados de explosivos. Roelf y Manfred dejaron a los otros escondidos y salieron a las vías para marcar las distancias. Manfred deseaba detener el tren de tal modo que los dos vagones cargados quedaran frente a los camiones escondidos entre los espinos.

Marcaron la distancia a partir de ese punto. Manfred puso las cargas en una empalme de vías. Después volvió atrás, en compañía de Roelf, y preparó las luces rojas de advertencia, utilizando como guía los cálculos de su ayudante.

Cuando terminaron ya había oscurecido, así que pudieron proseguir con el paso siguiente: instalar a sus hombres en sus respectivas posiciones. Todos eran jóvenes, elegidos por su corpulencia y su fuerza física. Vestían ropas toscas, de colores oscuros, y estaban armados con armas que habían sobrevivido a la expropiación del gobierno de Smuts. Sólo Roelf y Manfred llevaban modernas Luger alemanas, parte del contenido de las bolsas descargadas por el submarino.

Manfred se hizo cargo del grupo menos numeroso, mientras Roelf esperaba con el otro, encargado de descargar los vagones; todos se instalaron en la oscuridad.

Manfred fue el primero en oírlo: un susurro lejano en la noche, aún a gran distancia. Alertó a los otros con tres agudos toques de silbato y se dedicó a armar la batería, conectando los cables a los terminales de bronce. El enorme ojo de cíclope de la locomotora se encendió al pie de la colina. Los hombres se pusieron las máscaras y permanecieron ocultos entre la hierba, junto a las vías.

El palpitar de la máquina se volvió más lento e intenso al subir la cuesta. Trepaba trabajosamente, pasó junto al primer grupo y, un poco más allá, golpeó la primera de las señales de advertencia. La llama se encendió con un ruido seco, iluminando la pradera con su luz roja y parpadeante en cincuenta metros a la redonda.

Manfred oyó el chillido metálico de los frenos y se relajó un poco. El maquinista estaba actuando reflexivamente. No sería necesario hacer volar las vías. Se encendió la segunda llama, lanzando lenguas rojas desde bajo las ruedas. Por entonces la locomotora se detenía, con una gran descarga de vapor lanzada por los tubos de emergencia.

Antes de que se detuviera del todo, Manfred saltó al estribo y plantó la Luger en los rostros atónitos del maquinista y su fogonero.

—¡Párenla! ¡Apaguen el reflector! —chilló, a través de la máscara—. Y después bajen de la cabina.

Los operarios pusieron los frenos y bajaron con las manos en alto. De inmediato se los revisó y maniató. Manfred recorrió todo el tren. Cuando llegó a los vagones de explosivos, los hombres de Roelf ya habían forzado las puertas y estaban descargando los cajones de madera, por medio de una cadena humana.

—¿Y el guardia del último coche? —preguntó Manfred.

—Ya lo hemos atado —respondió Roelf.

Manfred volvió a las vías y desactivó pronto las cargas explosivas allí dispuestas; le complacía que no hubiera sido necesario dispararlas. Cuando regresó a los vagones doce y trece, el primer camión ya estaba completamente cargado.

—¡Lleváoslo! —ordenó Roelf.

Uno de sus hombres subió a la cabina, puso el motor en marcha y se alejó con las luces apagadas.

El segundo vehículo se acercó, yendo hacia atrás, hacia los vagones. Se reinició la operación.

Manfred consultó su reloj.

—Doce minutos —murmuró.

Estaban adelantados a los cálculos.

El maquinista, el guardia y el fogonero fueron atados con firmeza y encerrados en el último coche, mientras el traslado de explosivos proseguía rápida y fácilmente.

—Listo —gritó Roelf—. Ya no podemos cargar más.

—Cuarenta y ocho minutos —informó Manfred—. Muy bien. ¡Bueno, adelante todo el mundo!

—¿Y tú?

—¡Idos! —ordenó Manfred—. Yo me arreglo solo.

Cuando el Bedford se alejó, esperó a que encendiera los faros, ya en la carretera de la granja. Se apagó el ruido del motor. Manfred estaba solo. Si Roelf o los otros hubieran sabido lo que él pensaba hacer entonces, habrían tratado de impedirlo.

Subió al vagón de explosivos, aún lleno a medias de cajones de madera blanca. Apenas habían podido llevarse una parte del cargamento, y el segundo vagón estaba intacto. Quedaban, por lo menos, veinticinco toneladas de explosivos en el tren.

Preparó el artefacto con un retraso de quince minutos y lo dejó entre los cajones, empujándolo hasta donde le fue posible, para que no quedara a la vista. Después saltó a tierra y corrió hasta la locomotora. Ninguno de los tres hombres encerrados en el último coche era miembro de la Ossewa Brandwag. Si se los dejaba con vida, no dejarían de hacer declaraciones peligrosas a la policía. Manfred sintió poca pena por ellos. Eran bajas de guerra.

Subió a la cabina de la locomotora y soltó los frenos. Luego abrió gradualmente los aceleradores. Las ruedas giraron y el tren dio un brinco hacia delante. Luego comenzó a trepar la cuesta, a sacudidas.

Manfred abrió las válvulas hasta la mitad y las trabó allí. Después saltó a tierra y dejó que los vagones pasaran a su lado, retumbando. Iban cobrando velocidad, poco a poco. Al ver pasar el último coche, se encaminó hasta el grupo de espinos y montó en la moto.

Esperó con impaciencia, echando un vistazo a su alrededor cada dos o tres minutos.

La explosión, cuando al fin se produjo, fue una breve llama anaranjada, como un gran relámpago en el horizonte septentrional, seguida, después de una larga pausa, por la onda expansiva que le golpeó la cara, y un ruido, como el de la marea distante que rompe contra una costa rocosa.

Manfred puso en marcha su vehículo y se dirigió hacia el sur, perdiéndose en la noche.

Era un buen comienzo, pero todavía quedaba mucho más por hacer. Blaine levantó la vista, al ver que Shasa entraba en su oficina, vacilando en el umbral. El muchacho vestía su pulcro uniforme de las Fuerzas Aéreas, con las condecoraciones en el pecho y las insignias de su rango en los hombros.

—Buenos días, Shasa —saludó Blaine, tristemente—. Son las diez. ¿Puedo ofrecerte un whisky?

Shasa hizo una mueca.

—He venido a disculparme por mi conducta del otro día. Fue imperdonable, señor.

—Siéntate. —Blaine señaló el sillón junto a la biblioteca—. Todos actuamos como idiotas en algún momento de la vida. El secreto consiste en saber cuándo lo estamos haciendo. Acepto las disculpas.

Shasa tomó asiento y se cruzó de piernas, pero volvió a descruzarlas.

—¿Me había hablado de un trabajo?

Blaine, asintiendo, se levantó para acercarse a la ventana. En los jardines, una vieja estaba alimentando a las palomas. Mientras la observaba, estudió su decisión definitiva. ¿No estaría dejando que el interés por Centaine Courtney y su hijo le empañara el sentido del deber? Lo que tenía pensado era crítico para el bienestar del Estado. ¿Y si Shasa era demasiado joven y poco experimentado para esa tarea? Pero ya lo había meditado muchas veces. Volvió a su escritorio y cogió una carpeta negra sin nada escrito en su portada.

—Esto es muy secreto —dijo, sopesando la carpeta en la mano derecha—. Un informe muy secreto y delicado, con su correspondiente análisis. —Lo entregó a Shasa—. No debe salir de esta oficina. Léelo aquí. Tengo una reunión con el mariscal de campo Smuts. —Retiró la manga para mirar el reloj—. Estaré aquí dentro de una hora. Entonces volveremos a hablar.

Tardó más de una hora, pero cuando volvió Shasa aún estaba leyendo. Levantó la vista hacia Blaine, desde el sillón, con la carpeta abierta entre las manos. Su expresión era preocupada y grave.

—¿Qué opinas? —preguntó Blaine.

—Había oído hablar de la OB, por supuesto —replicó Shasa—, pero no tenía idea de que fuera algo así. Es todo un ejército secreto, señor, en nuestro mismo seno. Si llegara a efectuar una movilización plena contra nosotros… —Sacudió la cabeza, tratando de hallar las palabras debidas—. Una revolución, una guerra civil, mientras la mayoría de nuestros combatientes se encuentran en el norte.

—Han comenzado a avanzar —dijo Blaine, con suavidad—. Hasta ahora han estado perdiendo el tiempo, con el típico estilo de los afrikáner, riñendo entre ellos. Pero recientemente ha ocurrido algo que los ha movido a una nueva decisión. —Se interrumpió para cavilar por un momento. Luego continuó—: No hace falta decir, Shasa, que cuanto estamos comentando no debe ser repetido, ni siquiera a los familiares más íntimos.

—Por supuesto, señor —aseguró Shasa, con cara de ofendido.

—Te enteraste de la explosión de un tren cargado de dinamita en la línea del río Touws hace dos semanas?

—Sí, señor. Un accidente horrible. El maquinista y sus ayudantes volaron también.

—Tenemos nuevas pruebas. Ya no creemos que haya sido un accidente. Las tres personas estaban en el coche del guarda; hay indicaciones de que uno de ellos, como mínimo, estaba atado de pies y manos. Creemos que alguien sacó del tren una gran cantidad de explosivos y que luego voló el resto para ocultar el robo.

Shasa lanzó un suave silbido.

—Y me parece que esto fue sólo el comienzo. Estoy convencido de que se ha iniciado una nueva fase, que irá en rápida escalada, desde ahora en adelante. Como te dije, algo ha provocado esto. Debemos descubrir qué es y aplastarlo cuanto antes.

—¿En qué puedo ayudar, señor?

—Este asunto es algo grande, de alcance nacional. Debo mantener un estrecho contacto con los jefes de policía de las diversas provincias, junto con los de inteligencia militar. Es preciso coordinar cuidadosamente toda la operación. Necesito un ayudante personal, un agente de contacto. Te ofrezco ese trabajo.

—Es un honor, señor, pero no me explico por qué me elige a mí. Hay muchos mejor cualificados…

—Nos conocemos bien, Shasa —le interrumpió Blaine—. Trabajamos juntos desde hace muchos años y formamos un buen equipo. Confío en ti. Sé que estás dotado de sesos y fibra. No necesito a un policía; necesito a alguien que comprenda mi modo de pensar y que siga mis órdenes implícitamente. —De pronto, Blaine sonrió—. Además, necesitas un trabajo. ¿Me equivoco?

—No se equivoca, señor. Gracias.

—Por el momento estás con licencia de convaleciente, pero haré que te transfieran desde las Fuerzas Aéreas al departamento del Interior. Conservarás tu rango y tu sueldo de jefe de escuadrón, pero desde ahora en adelante estarás directamente bajo mis órdenes.

—Comprendo, señor. —¿Has pilotado desde que perdiste el ojo, Shasa?

Había ido directamente al tema, mencionando lo del ojo sin evasiones. Nadie había hecho eso hasta entonces, ni siquiera Mater.

El aprecio de Shasa hacia Blaine se reavivó.

—No, señor.

—Lástima. Tal vez debas viajar de un lado a otro a gran velocidad. —Blaine observó el rostro del muchacho y le vio apretar los dientes, decidido.

—Es sólo cuestión de calcular adecuadamente las distancias —murmuró Shasa—. Sólo hace falta práctica.

Blaine sintió una oleada de gratificación.

—Ensaya otra vez con la pelota de polo —sugirió, como con indiferencia—. Es buena práctica para calcular distancias. Pero ahora vamos a hablar de cosas más serias. El policía encargado de la investigación general es el inspector jefe Louis Nel, de la Estación Central de Ciudad del Cabo. Te lo presentaré. Te gustará; es un tipo de primera.

Conversaron y planificaron durante una hora más antes de que Blaine lo despidiera, diciendo:

—Con esto tienes bastante para empezar. Preséntate aquí mañana por la mañana, a las ocho y media.

Pero cuando el muchacho llegó a la puerta, él añadió:

—A propósito, Shasa. La invitación para el viernes por la noche sigue pendiente. A las ocho, de esmoquin o uniforme de gala. Trata de ir, ¿quieres?

Sara Stander estaba sola en su cama, en la oscuridad. Los dos niños mayores dormían en el cuarto vecino. Junto a la cama, el bebé, en su cuna, resoplaba en sueños, satisfecho.

El reloj del ayuntamiento dio las cuatro. Sara había oído todas sus campanadas a partir de la medianoche. Pensó en ir al otro cuarto para asegurarse de que los niños estuvieran bien arropados (el pequeño Petrus siempre pataleaba, apartando las mantas), pero en ese momento oyó que la puerta de la cocina se abría sigilosamente. Con el cuerpo rígido, contuvo el aliento para escuchar.

Oyó que Roelf entraba y comenzaba a desvestirse en el baño: el doble ruido de las botas al caer y, algo después, el chirrido de la puerta. La cama se hundió bajo su peso. Ella se fingió dormida. Era la primera vez que su marido volvía tan tarde. Había cambiado mucho desde la vuelta de Manfred. Desvelada en la oscuridad, pensó: “Él es quien trae problemas. Nos destruirá a todos. Te odio, Manfred De La Rey.”

Roelf, junto a ella, tampoco dormía. Estaba inquieto y nervioso. Las horas pasaron con lentitud, mientras Sara se obligaba a permanecer inmóvil. Cuando el bebé gimió, ella lo acostó en su cama para darle el pecho. Sara siempre había tenido buena leche; la criatura pronto dejó escapar un eructo y volvió a dormir. Ella la acostó en la cuna. En el momento en que se deslizaba entre las sábanas, Roelf alargó una mano hacia ella.

Ninguno de los dos habló, y ella juntó coraje para aceptarlo. Detestaba aquello. Nunca era como en aquellas recordadas ocasiones compartidas con Manfred. Sin embargo, esa noche Roelf se comportó de manera diferente. Se colocó sobre ella con celeridad, casi brutalmente, y acabó enseguida, con un grito áspero, salvaje. Después se apartó de ella y cayó en un sueño profundo. Sara, despierta, lo escuchaba roncar.

A la hora del desayuno le preguntó, serenamente:

—¿Adónde fuiste anoche?

La ira de Roelf fue inmediata.

—Cállate la boca, mujer —le gritó, empleando la palabra bek, que se refiere a la boca del animal y no a la del ser humano—. No tengo por qué darte explicaciones.

—Estás metido en alguna tontería peligrosa —continuó ella, sin prestar atención a la advertencia—. Tienes tres hijos, Roelf; no puedes hacer estupideces.

—¡Basta, mujer! —le chilló él—. Es asunto de hombres. No te entrometas en esto.

Sin decir otra palabra, salió rumbo a la universidad, donde trabajaba de profesor en la facultad de derecho. Ella sabía que le bastarían diez años para alcanzar la cátedra, siempre que no se metiera en problemas.

Después de limpiar la casa y hacer las camas, puso a los niños en el cochecito doble y empujó el vehículo por la acera, hacia el centro de la aldea. Se detuvo una vez para hablar con la esposa de otro profesor y también para comprarles dulces a los dos mayorcitos. Mientras pagaba las golosinas, reparó en los titulares de un periódico.

—Me llevaré también el Burger —dijo.

Cruzó la calle y se sentó en un banco del parque, mientras leía el artículo referido a la explosión de un tren de mercancías en alguna parte de las montañas. Luego plegó el periódico y permaneció inmóvil, pensando.

El día anterior, Roelf había salido después del almuerzo. La explosión se había producido algo antes de las diez y media de la noche. Después de calcular tiempos y distancias, sintió un horror frío que le dio calambres en el estómago. Volvió a poner a los niños en el cochecito y fue a correos. Dejó el coche a la vista, junto a la cabina telefónica.

—Central, por favor, comuníqueme con la jefatura de policía de Ciudad del Cabo.

—Un momento, por favor.

De pronto captó, en toda su magnitud, lo que iba a hacer. ¿Cómo iba a entregar a Manfred De La Rey sin traicionar también a su marido? Sin embargo, estaba segura de que era su deber impedir que Roelf hiciera esas cosas terribles destinadas al desastre. Era su deber para con su marido y sus hijos.

—Jefatura de Policía de Ciudad del Cabo. ¿En qué puedo servirle?

—En… —tartamudeó Sara. Y de inmediato—: No, disculpe. No tiene importancia.

Colgó el auricular y salió corriendo de la cabina. Con decisión, empujó el cochecito hacia su chalé. Sentada a la mesa de la cocina, lloró en silencio, aturdida, sola, insegura.

Al cabo de un rato se limpió los ojos con el delantal y se preparó una taza de café.

Shasa aparcó el Jaguar frente a la casa de Blaine Malcomess, pero tardó en bajar. Necesitaba analizar lo que iba a hacer.

“Probablemente volveré a quedar como un idiota”, pensó.

Movió un poco el espejo retrovisor para mirarse. Se pasó un peine por el pelo y ajustó cuidadosamente el parche sobre el ojo. Después bajó.

Los coches estaban aparcados, muy pegados entre ellos, a los dos lados de la avenida Newlands. La fiesta era grande, doscientos o trescientos invitados. Claro que Blaine Malcomess era un hombre importante y el compromiso de su hija merecía un buen festejo.

Shasa cruzó la calle. Las puertas estaban abiertas de par en par, pero aun así era difícil entrar en la casa. Hasta llegar al vestíbulo, estaba atestada de gente. Una orquesta de músicos negros, en lo mejor de la fiesta, tocaba “The Lambeth Walk” en el salón, los bailarines saltaban alegremente. Se abrió paso a empujones hasta el bar. Ni siquiera Blaine Malcomess podía servir whisky, que ya no se podía conseguir. En esos tiempos se consideraba patriótico beber coñac del Cabo, pero Shasa pidió una gaseosa.

“Mis aficiones alcohólicas han desaparecido”, pensó, agriamente. Con la copa en la mano, se abrió paso por los salones atestados, estrechando la mano de viejos amigos, besando a las mujeres en la mejilla. A muchas de ellas, en algún momento, las había besado de otro modo.

—Cuánto me alegro de verte, Shasa…

Todos trataban de no fijar la atención en el parche negro. Al cabo de algunos segundos, él seguía su búsqueda.

Estaba en el comedor, con el cocinero y dos criadas, supervisando los toques finales de una complicada cena fría. Al levantar la vista, vio a Shasa y quedó petrificada. Lucía un vestido muy tenue, de color gris rojizo, y tenía el pelo suelto sobre los hombros. El había olvidado el brillo de esos ojos, como de madreperla gris.

Ella hizo un gesto para despedir a los sirvientes. Shasa se acercó, a paso lento.

—Hola, Tara. He vuelto.

—Sí, me enteré. Hace cinco semanas que volviste. Pensé que ibas a… —se calló para observarle—. Me enteré de que te condecoraron —comentó, tocándole la cinta del pecho—. Y de que fuiste herido. —Volvió a estudiarle la cara con toda franqueza, sin dejar de mirar el ojo izquierdo, y acabó por sonreír—. Te da un aspecto muy audaz.

—Pues no me siento nada audaz.

—Me doy cuenta —reconoció ella—. Has cambiado.

—¿Te parece?

—Sí. Ya no eres tan… —Meneó la cabeza, irritada por no hallar la palabra exacta—… tan engreído y seguro de ti mismo.

—Quiero hablar contigo —dijo él—. En serio.

—Está bien. ¿De qué se trata?

—Aquí no. Hay demasiada gente.

—¿Mañana?

—Mañana será demasiado tarde. Ven conmigo ahora mismo. ¿Estás loco, Shasa? Esta fiesta es para celebrar mi compromiso.

—Acercaré el Jaguar a la entrada de servicio —dijo él—. Te hará falta un abrigo. Fuera hace frío.

Aparcó el coche frente a la pared. Ése era el sitio en el que ambos solían celebrar sus largas despedidas. Apagó las luces. Estaba seguro de que ella no iría, pero de todos modos esperó. Su sorpresa fue auténtica, e intenso su alivio, al ver que Tara abría la puerta y se deslizaba en el asiento del acompañante. Se había puesto unos pantalones holgados y un suéter de cuello alto. No pensaba volver a la fiesta.

—¡Vamos! —dijo—. Vámonos lejos de aquí.

Durante un rato guardaron silencio; él le echaba un vistazo cada vez que las lámparas de alumbrado público iluminaban el interior del automóvil. Tara mantenía la vista fija hacia delante y una leve sonrisa. Por fin dijo:

—Antes nunca necesitabas de nada, de nadie. Eso era lo que no podía soportar de ti.

Shasa no respondió.

—Pero creo que ahora me necesitas. Lo sentí en el momento en que volví a verte. Por fin me necesitas de verdad.

Él guardó silencio. Las palabras parecían superfluas. En cambio, alargó una mano para coger la de Tara.

—Ahora estoy dispuesta, Shasa —dijo—. Llévame a algún lugar donde podamos estar solos, completamente solos.

La luna iluminaba el sendero. Ella se pegó a Shasa, buscando apoyarse, y ambos rieron, sofocados por la excitación. En medio del acantilado se detuvieron para besarse.

Él abrió la puerta del cobertizo y encendió la lámpara de parafina. Vio, con alivio, que los sirvientes de Weltevreden habían seguido sus órdenes. En el camastro había sábanas limpias y el suelo estaba encerado.

Tara, en el centro de la habitación, apretó las manos frente al regazo, en un gesto protector, con los ojos enormes, luminosos al fulgor de la lámpara. Cuando él la tomó en sus brazos, comenzó a temblar.

—Por favor, Shasa —susurró—, sé amable. Estoy muy asustada.

Shasa fue paciente y amable, pero Tara no tenía la capacidad de medir y reconocer su inmensa habilidad, la seguridad con que se comportaba. Sólo supo que él parecía presentir cada cambio sutil en sus sentimientos, anticipar cada respuesta de su cuerpo. Por eso no la avergonzó su propia desnudez, y todos sus miedos, todas sus dudas se disolvieron rápidamente bajo las manos tiernas y los labios amantes de Shasa. Por fin se descubrió adelantándose a él, aprendiendo velozmente a guiarlo y alentarlo con pequeños movimientos sutiles, con jadeos y exclamaciones de aprobación.

Por fin levantó la vista hacia él, maravillada, susurrando:

—Nunca pensé… nunca soñé que sería así. Oh, Shasa, cuánto me alegro de que hayas vuelto a mí.

La sucursal Fordsburg del Standard Bank atendía a todas las minas de oro del complejo Central Rand. Cuando se pagaban los salarios semanales de los obreros negros, por decenas de miles, todo el dinero se retiraba de esa sucursal. Y el jefe de contadores era miembro de la OB.

Se llamaba Willem De Kok; era un hombrecillo pálido, de ojos miopes y neblinosos, ocultos tras gruesas gafas. Pero su aspecto era engañoso. A los pocos minutos de conocerlo, Manfred De La Rey descubrió en él una mente rápida, una completa dedicación a la causa y casi demasiado coraje para un cuerpo tan menudo.

—El dinero entra el jueves por la tarde, entre las cinco y las seis. Lo traen en un coche blindado, con escolta de motoristas. No es buen momento para actuar, habría disparos casi con seguridad —explicó De Kok.

—Comprendo —asintió Manfred—. Antes de continuar dígame, por favor, cuánto dinero se transfiere habitualmente.

—Entre cincuenta y setenta mil libras, salvo el último jueves de cada mes; entonces añadimos también el sueldo mensual de los empleados. En esas fechas se aproxima a cien mil. Además, siempre tenemos un efectivo permanente de unas veinticinco mil libras.

Se habían reunido en la casa de uno de los funcionarios de las minas. Él mismo había reunido a los stormjagters de la zona, que actuarían en la operación. Era un grandote rubicundo, llamado Lourens, con aspecto de bebedor. Manfred no estaba del todo satisfecho de él; aunque hasta entonces no había encontrado motivos para su desconfianza, tenía la impresión de que ese hombre no sería leal bajo presión.

—Gracias, Meneer De Kok. Continúe, por favor.

—El señor Cartwright, el gerente del banco, abre la puerta trasera del edificio para que entren el dinero. Naturalmente, a esa hora de la tarde el banco está cerrado para las operaciones normales. El señor Cartwright y yo, junto con los dos cajeros de mayor antigüedad, contamos el dinero y expedimos un recibo. Después se deposita el efectivo en la caja fuerte y se cierra hasta el día siguiente. Yo tengo una llave y la mitad de la combinación. El señor Cartwright, la otra llave y la otra mitad de la combinación.

—Ése sería el mejor momento —se anticipó Manfred; al retirarse la escolta policial y antes de que la caja fuerte quede cerrada.

—Es una posibilidad —reconoció De Kok—. Sin embargo, a esa hora todavía hay luz y mucha gente en las calles. El señor Cartwright es un hombre difícil; podrían producirse muchos problemas. ¿Puedo decirle cómo lo haría yo, si estuviera al cargo?

—Se lo agradezco, Meneer De Kok. Me alegra contar con su ayuda.

Diez minutos antes de la medianoche, el señor Peter Cartwright abandonó el salón de la francmasonería, al terminar la reunión. Era presidente de la logia y aún llevaba su delantal sobre el esmoquin. Siempre aparcaba su Morris en la parte trasera del salón, pero esa noche, mientras intentaba arrancar, algo duro se le clavó en la nuca. Una voz fría dijo, serenamente:

—Esto es una pistola, señor Cartwright. Si no hace exactamente lo que se le dice, recibirá un tiro en la nuca. Conduzca hasta el banco, por favor.

Aterrorizado, Peter Cartwright condujo el coche hasta estacionarlo junto a la puerta trasera del banco, siguiendo las instrucciones de los dos enmascarados que ocupaban el asiento trasero. En los últimos meses se habían producido varios asaltos a bancos; cuatro, por lo menos, en Witwatersrand. Durante uno de ellos había muerto un guardia. El gerente no ponía en duda lo peligroso de su situación ni las malas intenciones de sus secuestradores.

En cuanto bajó del Morris, los dos hombres lo sujetaron cada uno por un brazo, y lo empujaron hasta la puerta trasera del banco. Uno de ellos golpeó la puerta con la culata de su pistola. Para asombro de Cartwright, se abrió inmediatamente. Sólo entonces comprendió cómo lo habían hecho los asaltantes para entrar: Willem de Kok, su contable, estaba ya dentro, en pijama y batín, con el pelo revuelto y la cara cenicienta de terror. Por lo visto, lo habían sacado a rastras de la cama.

—Lo siento, señor Cartwright —balbuceó—. Me obligaron.

—Domínese, hombre —le espetó Cartwright—. Su propio temor le hacía hablar con brusquedad.

De pronto, su expresión cambió: acababa de ver a las dos mujeres: la regordeta esposa de De Kok y su amada Mary, con rulos en la cabeza y bata de seda rosada.

—Peter —gimió ella—. Oh, Peter, no dejes que hagan nada… —¡Basta, Mary! Que no te vean así. Cartwright miró a sus secuestradores. En total, eran seis, incluyendo a los dos que le habían capturado. Su experiencia en el análisis de caracteres le permitió distinguir al líder casi de inmediato; era un hombre alto y corpulento, cuya densa barba negra se rizaba por debajo de la máscara de tela. Por encima de la máscara asomaban los ojos, extrañamente claros, como los de un gran felino salvaje. Su miedo se convirtió en verdadero terror al ver aquellos ojos amarillos, pues advirtió que en ellos no había sentimientos caritativos.

—Abra la caja fuerte —dijo el hombre en inglés, pero con fuerte acento extranjero.

—No tengo la llave —dijo Cartwright.

El hombre de los ojos amarillos sujetó a Mary Cartwright por la muñeca y la obligó a ponerse de rodillas.

—No se atreva —barbotó el marido.

El hombre apoyó el cañón de su pistola en la sien de Mary.

—Mi esposa está embarazada —dijo Cartwright.

—En ese caso, no le haga pasar un mal rato.

—Ábreles, Peter. Que se lleven el dinero. No es nuestro —aulló Mary—. Es del banco. Dáselo.

Y empezó a orinar en pequeños chorros que empaparon la falda de su bata.

Cartwright se acercó a la puerta de acero de la caja fuerte y sacó el reloj de bolsillo; la llave pendía en la punta de la cadena. En él hervían la ira y la humillación, mientras marcaba la combinación y hacía girar la llave. Dio un paso atrás, y De Kok se adelantó para hacer otro tanto. Entonces, mientras todos tenían la atención fija en la puerta de la caja fuerte, que se estaba abriendo, él echó un vistazo a su escritorio. Tenía la pistola en el primer cajón del lado derecho. Era una Webley de servicio, calibre 455, y siempre tenía un proyectil preparado. Por entonces la indignación que le producía el tratamiento recibido por su esposa sobrepasaba su terror.

—¡Sacad el dinero! —dijo el jefe de los ojos claros.

Tres de los asaltantes entraron apresuradamente en el sótano, con bolsas de lona.

—Mi esposa —dijo Cartwright—. Debo atenderla.

Nadie se opuso cuando él se levantó para ayudarla a llegar al escritorio. La instaló tiernamente en la silla, murmurando palabras reconfortantes, que eclipsaron el suave ruido del cajón al abrirse. Retiró la pistola y la deslizó en el bolsillo del delantal de masón. Luego retrocedió, dejando a su esposa ante el escritorio. Con ambas manos elevadas a la altura de los hombros, en actitud de rendición, fue a reunirse con De Kok contra la pared opuesta. Las dos mujeres estaban fuera de la línea de fuego, pero él esperó a que los tres asaltantes salieran del sótano, cada uno cargado con una bolsa llena de billetes.

Una vez más, toda la atención estaba fija en las grandes bolsas abultadas. Cartwright metió la mano en el bolsillo del blanco delantal de cuero y sacó la pistola.

El primer disparo cruzó la habitación en una larga bocanada de humo azul. Siguió disparando, mientras las balas del Luger penetraban por su cuerpo y lo arrojaban contra la pared. Disparó hasta que el detonador de la Webley golpeó en un cartucho vacío, pero su última bala se había clavado en el suelo de cemento, entre sus pies. Ya estaba muerto cuando se deslizó por la pared agujereada. Quedó acurrucado al pie, y la sangre formó un charco bajo su cuerpo.

TIROTEO EN EL RAND BANK.
DOS MUERTOS. ASALTO VINCULADO CON OB.

Las letras OB llamaron la atención de Sara Stander en el puesto de periódicos. Entró en la tienda para comprar golosinas a los niños, como siempre; después, como si acabara de ocurrírsele, pidió un ejemplar del diario.

Cruzó hasta el parque y, mientras los dos niños correteaban por el prado, ella siguió meciendo el coche con un pie, distraídamente, para mantener tranquilo al bebé mientras leía ávidamente la primera página.

“El señor Peter Cartwright, gerente de un banco de Fordsburg, fue muerto a tiros anoche al intentar evitar un asalto a la sede bancaria. Uno de los asaltantes también murió; otro fue seriamente herido y está bajo custodia policial. Los primeros cálculos estiman que los cuatro asaltantes indemnes huyeron con una suma en efectivo superior a las cien mil libras.

“Esta mañana, un portavoz de la policía dijo que los interrogatorios preliminares al herido han establecido definitivamente la participación de miembros de la Ossewa Brandwag en el hecho delictivo.

“El coronel Blaine Malcomess, ministro del Interior, anunció, desde su despacho del parlamento de Ciudad del Cabo, que ha ordenado una investigación en las actividades subversivas de la OB, y que cualquier ciudadano capaz de dar alguna información debe ponerse en contacto con la comisaría de policía más cercana o llamar a los siguientes números: Johannesburgo 78114, Ciudad del Cabo 42444. El ministro aseguró que toda información será tratada como estrictamente confidencial.”

Sara permaneció sentada en el parque casi una hora, tratando de tomar una decisión, desgarrada por la lealtad que debía a su familia y la patriótica responsabilidad para con su propio pueblo. Estaba terriblemente confundida. ¿Era correcto hacer volar trenes, asaltar bancos y matar a personas inocentes, todo en nombre de la libertad y la justicia? ¿Sería una traidora si trataba de salvar a su marido y a sus hijos? ¿Y los otros inocentes que no dejarían de morir si Manfred De La Rey continuaba con su obra? No le costó imaginar el desastre y el caos de una guerra civil. Volvió a leer el periódico y aprendió de memoria el número de teléfono.

Llamó a los niños y condujo el cochecito al otro lado de la calle. Al llegar a la acera opuesta, cuando se dirigía hacia correos, vio que el anciano señor Oberholster, el jefe de correos, la observaba desde la ventana de su oficina. Era uno de ellos; Sara lo había visto con el uniforme de la OB, cuando pasaba por el chalé para acompañar a Roelf a una reunión.

De inmediato sintió el pánico de la culpabilidad. Todas las llamadas telefónicas pasaban por el conmutador del correo. A Oberholster no le costaría escuchar la conversación. O quizá el operador reconociera su voz. Giró en dirección contraria y se encaminó hacia la carnicería, como si ésa hubiera sido su primera intención. Allí compró un kilo de chuletas de cerdo, el plato favorito de Roelf, y volvió apresuradamente a su casa. Deseaba estar fuera de la calle, a solas, para poder pensar.

Al entrar en la cocina oyó voces de hombre en el cuarto que Roelf utilizaba como estudio. Había vuelto temprano de la universidad. El pulso de Sara se aceleró al oír la voz de Manfred. Se sintió desleal y culpable por el efecto que él podía provocar todavía en ella. Manfred llevaba casi tres semanas sin visitar la casa, y ella comprendió que lo había echado de menos, pensando en él todos los días con sentimientos que oscilaban entre el odio más agrio y el resentimiento, hasta una trémula excitación física.

Comenzó a preparar la cena para Roelf y los niños, pero las voces masculinas le llegaban con toda claridad. De vez en cuando hacía una pausa en su trabajo para escuchar. En cierta oportunidad oyó que Manie decía:

—Cuando yo estaba en Johannesburgo…

Conque había estado en Johannesburgo. El asalto al banco se había producido dos noches antes. Era tiempo suficiente para que él regresara, por carretera o en el tren correo. Pensó en los dos hombres que habían muerto; el periódico decía que el gerente del banco dejaba a la esposa embarazada y con dos hijos pequeños. ¿Cómo se sentiría esa mujer, sin marido y con tres pequeños por criar?

En ese instante la distrajo nuevamente la voz de los hombres. Lo que oyó le dejó el corazón lleno de presentimientos.

“¿Dónde terminará todo esto?”, se dijo, tristemente. “Oh, ojalá no siguieran. Ojalá Manie se fuera, para que pudiéramos vivir en paz…”

Pero la sola idea la dejó desolada.