Todos los Courtney estaban reunidos en la sala principal de Weltevreden. Sir Garry y Anna se habían sentado en el largo sofá a rayas tapizado en damasco. Habían viajado desde Natal para celebrar el cumpleaños de sir Garry, la semana anterior, con la merienda tradicional en Monte Tabla. Con ellos había estado el Ou Baas, el general Jan Christian Smuts, como casi siempre.

Sir Garry y lady Anna tenían pensado regresar a su casa pocos días después de la excursión. Los retuvo en Weltevreden la horrible noticia de la invasión alemana a Polonia. Era correcto que la familia permaneciera unida en esos momentos desesperados. Los dos se cogían de la mano, como jóvenes amantes. En el último año, sir Garry se había dejado crecer una barbilla plateada, tal vez en inconsciente imitación de su viejo amigo, el general Smuts. Eso aumentaba su aspecto erudito, añadiendo un rasgo de distinción a sus facciones, pálidas y estéticas. Inclinado levemente hacia delante y apoyado en su mujer, ponía toda su atención en la radio que Shasa Courtney estaba manipulando, con el entrecejo fruncido ante el crepitar y los silbidos del aparato.

—La BBC está en el dial cuarenta y uno —le dijo Centaine, secamente, echando un vistazo a su reloj, tachonado de diamantes—. Haz el favor de apurarte, chéri, o nos perderemos la transmisión.

—¡Ah! —Shasa sonrió al despejarse las interferencias. Las campanadas del Big Ben se oyeron con claridad. Al acabarse, el locutor anunció:

—Hora, son las doce en punto, según el meridiano de Green wich; en lugar del boletín informativo, transmitiremos una declaración del señor Neville Chamberlain, el Primer ministro…

—Dale más volumen, chéri —ordenó Centaine. Las fatídicas palabras, mesuradas y graves, tronaron en la elegante sala.

Todos escuchaban en total silencio. La perilla de sir Garry temblaba; se quitó las gafas de la nariz para mascar, distraídamente, una de las patillas. Anna, a su lado, se retorció para desplazarse hasta el borde del sofá, con los gruesos muslos abiertos bajo su propio peso; su rostro fue tomando, poco a poco, un intenso color de ladrillo. Apretó con más fuerza la mano de su marido, con los ojos fijos en el gabinete de caoba que contenía la radio.

Centaine estaba sentada en un sillón de respaldo alto, junto a la enorme chimenea de piedra. El vestido de verano, blanco y con una cinta amarilla a la cintura, le daba un aspecto muy juvenil. Aunque ya tenía treinta y nueve años, aún no había una sola hebra de plata en los densos rizos oscuros; también su piel seguía clara; las leves patas de gallo que asomaban en el rabillo de sus ojos se borraban casi por completo, gracias a los aceites y a las cremas caras. Tenía un codo apoyado en el brazo del sillón y se tocaba la mejilla con un dedo, pero sin apartar la vista de su hijo.

Shasa se paseaba por el largo cuarto, entre la radio y el piano de cola e iba y venía con pasos rápidos e inquietos, con las manos cruzadas a la espalda y la cabeza gacha, en actitud concentrada.

Centaine vio en él demasiado parecido a su padre. Michael, aunque algo mayor y no tan apuesto en la época de sus relaciones, había tenido la misma gracia. Recordó que ella lo había creído inmortal como un joven dios, y entonces sintió que el terror volvía a su alma, el mismo terror paralizante e inútil, al oír que las palabras de guerra resonaban en ese bello hogar, del que ella había querido hacer una fortaleza contra el mundo.

“Nunca estamos a salvo; no hay refugio”, pensó. “Todo vuelve a empezar y no puedo salvar a quienes quiero. Shasa y Blaine… se irán los dos, y no puedo impedirlo. La última vez fueron Michael y papá; esta vez, Shasa y Blaine. Y cómo odio esto, Dios mío. Odio la guerra y odio a los hombres perversos que la causan. Por favor, Dios mío, esta vez sálvanos. Te llevaste a Michael y a papá; por favor, salva a Shasa y a Blaine. Son todo lo que tengo; por favor, no me los quites.”

La voz lenta y profunda hablaba en la habitación. Shasa quedó petrificado en el centro, girando la cabeza hacia la radio.

“Y es, por lo tanto, con el más profundo dolor que debo informarlo: ahora existe un estado de guerra entre Gran Bretaña y Alemania.” Así acabó la transmisión. Fue reemplazada por compases lentos y tristes de música de cámara.

—Apaga, chéri —dijo Centaine, con suavidad.

La habitación quedó en completo silencio. Por varios segundos, nadie se movió. De pronto, Centaine se puso de pie, con una alegre sonrisa, y pasó su brazo por el de Shasa.

—A ver, todos —exclamó—, el almuerzo está listo. Con un día tan hermoso, comeremos en la terraza. Shasa abrirá una botella de champán.

Mantuvo un monólogo alegre y brillante hasta que todos estuvieron sentados a la mesa, con las copas llenas. De pronto, su ficción se derrumbó. Giró la cabeza hacia sir Garry, con expresión torturada.

—Nosotros no tenemos que entrar en esto, ¿verdad, papá? El general Hertzog prometió que nos mantendría fuera. Dice que esta guerra es cosa de los ingleses. No tendremos que enviar a nuestros hombres otra vez… esta vez no, ¿verdad, papá?

Sir Garry le cogió la mano.

—Tú y yo sabemos cuál fue el precio, la última vez… —Se le cortó la voz y no pudo mencionar el nombre de Michael. Tras un momento, pudo dominarse—. Ojalá pudiera darte seguridad, querida mía. Ojalá pudiera decir lo que deseas oír.

—No es justo —dijo Centaine, miserablemente—. No, no es justo.

—En eso estoy de acuerdo. No es justo. Sin embargo, allá hay una monstruosa tiranía, un mal enorme que nos tragará a todos, a nuestro mundo entero, si no presentamos resistencia.

Centaine se levantó de un salto y corrió al interior de la casa. Shasa se levantó deprisa para seguirla, pero sir Garry le retuvo, poniéndole una mano en el brazo. Diez minutos después, Centaine volvió a salir. Se había lavado la cara para renovar el maquillaje. Estaba sonriente, pero en sus ojos había un brillo febril cuando ocupó su sitio a la cabecera de la mesa.

—Quiero alegría —rió—. Es una orden. Nada de cavilaciones tristes, pensamientos morbosos ni palabras… Vamos a divertirnos y… —Hizo una pausa; su risa vaciló. Había estado a punto de decir “Seamos felices juntos, por última vez, quizá.”

El 4 de septiembre de 1939, un día después de que Gran Bretaña y Francia declararan la guerra a la Alemania nazi, el general Barry Hertzog se levantó para hablar ante el parlamento de la Unión Sudafricana.

—Tengo el triste y doloroso deber de informar a esta cámara que el gabinete de gobierno está dividido en cuanto a la situación de este país con respecto a la guerra que existe, en la actualidad, entre Gran Bretaña y Francia, por una parte, y Alemania por la otra.

Hizo una pausa y volvió a ponerse las gafas para estudiar las caras que lo flanqueaban en los bancos del gobierno. Luego prosiguió, con gravedad:

—Tengo la firme creencia de que el ultimátum presentado a Alemania por el gobierno británico, concerniente a la ocupación de Polonia por parte de la Wehrmacht alemana, no compromete a este país. Tampoco la ocupación de Polonia constituye una amenaza a la seguridad de la Unión Sudafricana…

Entre los bancos de la oposición surgió un gran rugido de aprobación; mientras tanto, en las bancas oficialistas, Smuts y sus partidarios registraron su protesta con el mismo vigor.

—Es un asunto local entre Alemania y Polonia —prosiguió Hertzog—, que no da a este país ninguna causa para participar en la declaración de guerra. Por lo tanto, propongo que Sudáfrica permanezca neutral; que ceda la base naval de Simonstown a Gran Bretaña, pero que, en los otros aspectos, mantenga su relación actual con todos los países beligerantes, como si la guerra no se estuviera librando.

El envejecido Primer ministro era un orador fluido y convincente. Mientras continuaba apoyando la posición neutral, Blaine Malcomess, desde los bancos del oficialismo, observaba disimuladamente la reacción de los partidarios de Smuts.

Sabía cuáles de ellos estaban tan dispuestos como él y el Ou Baas a ponerse junto a Gran Bretaña, y cuáles vacilaban, inseguros. Mientras Hertzog continuaba con su discurso, percibió el vuelco de las emociones hacia el bando del viejo general; con incredulidad y creciente vergüenza, previó la ignominiosa decisión que tomaría el parlamento. Su ira creció al ritmo de su vergüenza.

El general Hertzog seguía hablando. Blaine lo escuchaba apenas con un oído, mientras garabateaba una nota para Ou Baas. De pronto, toda su atención volvió a lo que decía el Primer ministro:

—Finalmente, considerando la ética de la invasión alemana de Polonia, bien se podría justificar este acto, si se tomara en consideración el hecho de que la seguridad del Estado alemán…

Blaine sintió que su espíritu ascendía, raudo, percibiendo el súbito golpe, la repulsión emocional entre quienes comenzaban a inclinarse por la neutralidad. “Se le ha ido la mano”, escribió Blaine, en una página en blanco. “Está defendiendo la agresión de Hitler. Hemos ganado.”

Arrancó la hoja de su cuaderno y la entregó al general Smuts, quien, después de leerla, hizo una leve señal de asentimiento. Luego se puso de pie para expresar la otra cara del argumento.

—Gran Bretaña es nuestra amiga, nuestra mejor y más antigua amiga. Debemos permanecer a su lado hasta el fin —dijo, con su voz aguda y sus características erres—. Lejos de ser una disputa local, la invasión en Polonia tiene consecuencias que superan ampliamente a Danzig y a las altas esferas, hasta llegar al corazón y al alma de los libres, en todos los rincones del planeta.

Cuando al fin se puso a votación la moción, en favor de la guerra o la neutralidad, los nacionalistas del doctor Malan votaron en bloque por la neutralidad. Del partido del propio Hertzog, un tercio siguió ese ejemplo, junto con tres miembros de su gabinete.

Sin embargo, Smuts y sus hombres (Reitz, Malcomess, Stuttaford y los otros) ganaron la votación. Por el estrecho margen de ochenta votos contra sesenta y siete, Sudáfrica declaró la guerra a la Alemania nazi.

En un último y desesperado intento de frustrar la declaración, el general Hertzog disolvió el parlamento y convocó elecciones generales, pero el gobernador general, sir Patrick Duncan, rechazó la solicitud. En cambio, aceptó la renuncia del viejo general e invitó a Jan Christian Smuts a formar un nuevo gobierno, que conduciría a la nación en la guerra.

—El Ou Baas no me deja ir —dijo Blaine.

Centaine corrió hacia él, cruzando el dormitorio del chalé, y se irguió de puntillas para abrazarle.

—Oh gracias a Dios, Blaine, querido. No sabes cuánto he rezado. Y El me respondió. No soportaba la idea de perderos a los dos, a ti y a Shasa. No podría sobrevivir.

—No me enorgullece quedarme en casa mientras los otros van a combatir.

—Ya combatiste una vez, valerosamente, sin egoísmos —señaló ella—. Eres mil veces más valioso aquí que muerto en tierra extranjera.

—El Ou Baas me ha convencido de eso —suspiró Blaine.

Le rodeó la cintura con un brazo para conducirla a la sala. Ella comprendió que esa noche, por una vez, no harían el amor. Él estaba demasiado nervioso. Esa noche sólo quería hablar, y a ella le correspondía escuchar sus dudas, sus miedos y sus lamentaciones.

Surgieron en tropel, sin secuencia lógica. Ella se sentó muy cerca para que Blaine pudiera tocarla con sólo extender una mano.

—Nuestra posición es muy precaria. ¿Cómo vamos a librar una guerra, si sólo contamos con una mayoría de trece votos en la cámara? Por contra, tenemos una sólida oposición que odia al Ou Baas y lo que ellos llaman “guerra inglesa”. Lucharán contra nosotros a cada paso. Y el pueblo también está profundamente dividido contra nosotros. Dentro de nuestras propias fronteras tenemos enemigos tan crueles como los nazis, la Ossewa Brandwag, los Camisas Negras y los Camisas Grises, el Deutsche Bund del oeste de África, enemigos dentro y fuera.

Ella le sirvió otro whisky con soda y le llevó el vaso. Era el segundo de la noche; Centaine no recordaba haberle visto beber nunca más de uno.

—Pirow nos ha traicionado. Ahora es uno de ellos; sin embargo, se mantuvo durante años en un puesto de confianza. —Oswald Pirow había sido ministro de Defensa en el gobierno de Hertzog—. Le dimos un presupuesto de cincuenta y seis millones para defensa, con la indicación de armar un ejército moderno y efectivo. Lo que hizo, a traición, fue entregarnos un ejército de papel. Creímos en sus informes y sus frases tranquilizadoras, pero desde que se ha ido nos encontramos sin armas modernas, con un puñado de tanques anticuados, aviones vetustos y un ejército inferior a los mil quinientos soldados de las fuerzas permanentes. Pirow se negó a armar a esta nación para una guerra que él y Hertzog no estaban decididos a librar.

La noche avanzaba, pero ambos estaban demasiado nerviosos para pasarla durmiendo. Cuando él rechazó el tercer whisky, Centaine fue a la cocina para preparar café. Blaine la siguió. Mientras esperaban a que el agua hirviera, permaneció detrás de ella, abrazándola por la cintura.

—El general Scouts me ha asignado el ministerio del Interior del nuevo gabinete. Uno de los motivos por los cuales me ha elegido es haber encabezado la comisión investigadora sobre la Ossewa Brandwag y las otras organizaciones subversivas. Una de mis principales funciones será anular todo el esfuerzo que ellos hagan para sabotear nuestros preparativos bélicos. El mismo Ou Baas se ha hecho cargo del ministerio de Defensa, y ya ha prometido a Gran Bretaña un ejército de cincuenta mil voluntarios, listos para combatir en cualquier lugar de África. Llevaron la bandeja al salón. Mientras Centaine servía el café, sonó el teléfono, agudo y chocante en el silencio del chalé. Ella dio un brinco y salpicó la bandeja de líquido oscuro.

—¿Qué hora es, Blaine?

—La una menos diez.

—No voy a atender. Deja que suene.

Centaine meneaba la cabeza, con la vista fija en el insistente aparato, pero él se levantó.

—Sólo Doris sabe que estoy aquí —dijo—. Tuve que decírselo, por si acaso…

No hacían falta más explicaciones. Doris era su secretaria, la única al tanto de sus relaciones. Naturalmente, debía saber dónde localizarlo. Centaine levantó el auricular.

—Habla la señora Courtney. —Escuchó un momento—. Sí, Doris, está aquí.

Entregó el teléfono a Blaine y le volvió la espalda. Él escuchó durante algunos segundos. Luego dijo, en voz baja:

—Gracias, Doris. Estaré allí dentro de veinte minutos. —Al colgar miró a Centaine en silencio—. Lo siento, Centaine.

—Voy a buscar tu chaqueta.

La sostuvo para que él deslizara los brazos dentro de las mangas. Mientras él se abotonaba, se volvió hacia ella, diciendo:

—Es por Isabella. —Al ver la sorpresa de Centaine, aclaró—: Está con el médico. Me necesitan. Doris no quiso decir nada más, pero parece que es grave.

Cuando Blaine se fue, ella recogió la cafetera y las tazas para llevarlas a la cocina y lavar todo. Rara vez se había sentido tan sola. El chalé estaba silencioso y frío; le sería imposible dormir. Volvió al salón y puso un disco en el tocadiscos; era un aria de Aida, de Verdi, una de sus favoritas. Mientras escuchaba, los recuerdos vinculados con ella volvieron subrepticiamente desde el pasado: Michael, Mort Homme, la otra guerra, tanto tiempo atrás. La melancolía la inundó por completo.

Por fin se quedó dormida, sentada en el sillón, con las piernas recogidas bajo el cuerpo. El teléfono la despertó con un sobresalto. Alargó la mano para responder sin haberse despertado del todo.

¡Blaine! —reconoció su voz al instante—. ¿Qué hora es?

—Las cuatro pasadas.

—¿Hay algún problema, Blaine? —preguntó, ya del todo despierta.

—Isabella —dijo él—. Pregunta por ti.

—¿Por mí? —Centaine estaba confundida.

—Quiere que vengas.

—No puedo, Blaine. No es posible, y tú lo sabes.

—Se está muriendo, Centaine. El médico dice que no pasará del día de hoy.

—Oh, Dios mío, Blaine, cuánto lo siento. —Extrañada, se dio cuenta de que era, en efecto, verdad—. Pobre Isabella… —¿Vendrás?

—¿Quieres tú que vaya, Blaine?

—Es su última voluntad. Si nos negamos, nuestros remordimientos serán mucho peores.

—Voy —dijo ella, y colgó.

Le llevó apenas unos minutos lavarse la cara, cambiarse y aplicar un maquillaje ligero. Condujo por las calles, casi desiertas, hasta la gran casa de Blaine, la única de la zona que tenía las luces encendidas.

Él salió a recibirla. Ante las grandes puertas de caoba, sin abrazarla, dijo, sencillamente:

—Gracias, Centaine.

Sólo entonces vio ella que la hija estaba en el vestíbulo, detrás de él.

—Hola, Tara —la saludó.

La muchacha había estado llorando. Sus grandes ojos grises estaban hinchados y enrojecidos. Ante su acentuada palidez, el pelo rojizo parecía arder como un incendio de matorrales.

—Lamento lo de tu madre —añadió Centaine.

—No, no lo lamenta. —Tara la miró con una expresión hostil que cambió de pronto. La chica, sollozando, echó a correr por el pasillo. Una puerta se cerró de golpe, en la parte trasera de la casa.

—Está muy afligida —explicó Blaine—. Tienes que disculparla.

—Comprendo —dijo Centaine—. Creo que en parte me lo merezco.

Blaine fue a negar con la cabeza, pero se limitó a decir:

—Acompáñame, por favor.

Mientras subían juntos la escalera circular, Centaine preguntó:

—¿Qué tiene, Blaine?

—Una degeneración de la columna y el sistema nervioso. El proceso viene avanzando poco a poco desde hace años. Ahora ha aparecido una neumonía. Ya no puede resistir.

—¿Tiene dolores? —preguntó ella.

—Sí. Siempre ha tenido dolores, más de los que una persona normal puede soportar.

Recorrieron el ancho pasillo alfombrado. Blaine dio un golpecito a la puerta del extremo y abrió.

—Pasa, por favor.

El cuarto era grande; estaba decorado con frescos y reposados tonos verdes y azules. Las cortinas estaban corridas; una lámpara iluminaba la mesita de noche. Junto a la cama, estaba el médico. Blaine condujo a Centaine hasta el dosel de la cama.

Ella había tratado de prepararse, pero aun así dio un respingo al ver la silueta que yacía sobre el montón de almohadas. Recordaba siempre la serena belleza de Isabella Malcomess. Ahora, en cambio, una máscara mortuoria la miraba desde las cuencas hundidas. La sonrisa inmóvil de aquellos dientes amarillentos, el rictus de aquellos labios encogidos, resultaba grosero en cierto modo. El efecto se acentuaba por el contraste de la densa cabellera rojiza, que formaba una nube en torno de la cara consumida.

—Ha sido muy amable al venir.

Centaine tuvo que inclinarse hacia la cama para oír aquella débil voz.

—Vine en cuanto supe que me requería.

El médico intervino, en voz baja.

—Sólo puede quedarse unos minutos. La señora Malcomess necesita descanso.

Pero Isabella agitó la mano, en un gesto de impaciencia. Centaine vio que era una garra de pájaro, de frágiles huesos, cubiertos por una red de venas azules y una piel que tenía el color del sebo.

—Quiero que hablemos en privado —susurró la enferma—. Por favor, doctor, déjenos solas.

Blaine se inclinó sobre ella para mullirle las almohadas.

—Por favor, querida, no te canses —dijo.

Esa gentileza para con la moribunda provocó en Centaine una punzada de celos imposibles de reprimir.

Blaine y el médico se retiraron en silencio, cerrando la puerta con un chasquido de la cerradura. Ambas quedaron a solas por primera vez. Centaine fue presa de una sensación de irrealidad. Durante muchos años, esa mujer había constituido un grave obstáculo en su vida; su misma existencia la había hecho sufrir toda clase de emociones viles, desde remordimientos hasta celos, desde ira hasta odio. Pero en ese momento, junto a su lecho de muerte, todo se evaporó. Sólo quedaba una vasta sensación de lástima.

—Acércate, Centaine —susurró Isabella, llamándola con otro aleteo de su mano consumida—. Hablar me cuesta tanto…

Centaine, siguiendo un impulso, se arrodilló junto a la cama, de tal modo que los ojos de ambas quedaron a pocos centímetros. Experimentaba una terrible necesidad de hacer penitencia por toda la infelicidad que le había causado, de pedir el perdón de Isabella. Pero la enferma fue la primera en hablar.

—Dije a Blaine que quería hacer las paces contigo, Centaine. Le dije que comprendía que vosotros dos os hubierais enamorado sin poder evitarlo, que habíais tratado de hacerme sufrir lo menos posible, y yo me he dado cuenta de eso. Le dije que tú nunca fuiste cruel, que podrías habértelo llevado, pero nunca me impusiste esa última humillación. Que, aun cuando yo ya no era mujer, me permitiste conservar los restos de mi dignidad.

Centaine sintió que la compasión le inundaba el alma y los ojos. Habría querido estrechar en sus brazos a esa frágil criatura moribunda, pero algo en los ojos de Isabella se lo impidió. Era una luz de orgullo feroz. Centaine se limitó a inclinar la cabeza y guardó silencio.

—Le dije a Blaine que tú habías llenado su vida con la felicidad que yo no podía darle, pero, a pesar de eso y gracias a tu generosidad, aún podía tener una parte de él.

—Oh, Isabella, no sé cómo decirte…

La voz de Centaine se quebró. Isabella la hizo callar con un gesto. Parecía estar preparándose para un esfuerzo enorme. Un leve rubor subió a sus mejillas y la fiera luz de sus ojos cobró fuerza. Su respiración se hizo más rápida. Cuando volvió a hablar, su voz era más potente y más dura.

—Le dije todo eso para convencerlo de que te trajera. Si hubiera adivinado mis intenciones, jamás te habría permitido venir. —Levantó la cabeza de la almohada. Su voz se convirtió en un silbido de serpiente—. Ahora puedo decirte lo mucho que te he odiado, cada hora de cada largo año. Y que el odio me mantuvo viva hasta ahora, para que no pudieras casarte con él. Y que ahora, mientras me muero, ese odio ha aumentado cien veces…

Se detuvo, jadeando, sin aliento, y Centaine retrocedió ante su mirada. Comprendió que Isabella había sido llevada a la locura por el tormento soportado, por la larga corrosión del odio y de los celos.

—Si la maldición de una agonizante tiene algún poder —dijo Isabella—, te maldigo, Centaine Courtney, con mi último aliento. Ojalá experimentes la misma tortura que me has impuesto; ojalá conozcas el dolor que yo he padecido. El día en que te presentes ante el altar con mi marido, yo te buscaré desde la tumba…

—¡No! —Centaine se levantó de un salto y retrocedió hacia la puerta—. ¡Basta! ¡Basta, por favor!

Isabella se echó a reír. Fue un sonido estridente, casi macabro.

—Te maldigo, y que mi maldición empañe tu pasión adúltera. Maldigo cada minuto que paséis juntos cuando yo me haya ido. Maldigo cualquier semilla que él plante en tu vientre. Maldigo cada beso y cada caricia. Te maldigo a ti y maldigo a tu descendencia. Maldigo todo lo tuyo. Ojo por ojo, Centaine Courtney. Recuerda mis palabras: ¡ojo por ojo!

Centaine cruzó la habitación y se arrojó contra la puerta. La abrió de par en par y siguió corriendo por el pasillo. Blaine estaba subiendo las escaleras, apresuradamente, y trató de detenerla, pero ella se desprendió de sus manos y corrió hasta la calle, donde había aparcado el Daimler.

Llevaba varias horas al volante, con el acelerador presionado a fondo, arrancando un bramido constante del gran motor y una columna de polvo del suelo detrás de ella, cuando cobró conciencia de lo que estaba haciendo. Volvía al desierto, a aquellas soñadoras y místicas colinas que los pequeños bosquimanos llamaban “El sitio de toda la vida”.

Pasaron dos meses antes de que Centaine regresara del Kalahari. Durante todo ese tiempo, había malogrado los esfuerzos de Blaine por establecer contacto con ella; se negaba a responder a sus cartas y las llamadas telefónicas que él hacía a Abe Abrahams y al doctor Twentyman-Jones.

Leyó el aviso fúnebre de Isabella Malcomess en los periódicos que llegaban a la Mina H’ani con varias semanas de retraso, pero sólo sirvieron para aumentar su sensación de aislamiento y la horrible premonición de tragedias y desastres que la maldición de Isabella le había dejado.

Por fin volvió a Weltevreden ante la insistencia de Shasa. Llegó con el pelo cubierto de polvo y el intenso bronceado del Kalahari, pero aún cansada y sin ánimo. Shasa debía de haber recibido su telegrama, y tenía que haber oído el motor del Daimler en el camino de entrada, pero no la estaba esperando en los peldaños de la entrada. Al entrar, Centaine comprendió por qué.

Shasa se apartó de la ventana, desde donde la había visto llegar, y cruzó la habitación para ir a recibirla. Vestía de uniforme.

Se detuvo en la puerta, petrificada como un bloque de hielo. Cuando le vio ir hacia ella, la memoria la llevó hacia atrás, en el tiempo y en el espacio, hasta otro encuentro con un joven alto, increíblemente apuesto, con la misma guerrera caqui, el mismo cinturón lustrado, la misma gorra inclinada en un ángulo elegante, y las alas de piloto en el pecho.

—Has llegado, Mater, gracias a Dios —la saludó él—. Tenía que verte antes de partir.

—¿Cuándo? —preguntó ella, balbuceante, aterrorizada ante la respuesta que iba a recibir—. ¿Cuándo te vas?

—Mañana.

—¿Adónde? ¿Adónde te envían?

—Primero, a Roberts Heights. —Era una base de adiestramiento de las Fuerzas Aéreas, situada en el Transvaal—. Allí me enseñarán a pilotar aviones de combate. Después, adonde nos envíen. Deséame buena suerte, Mater.

Ella vio que había destellos amarillos en las hombreras de su uniforme: la insignia de quienes se habían ofrecido voluntarios para luchar fuera de las fronteras del país.

—Sí, querido mío, te deseo buena suerte —dijo.

Y supo que se le rompería el corazón cuando le viera partir.

El rugido del Rolls-Royce Merlin llenaba la cabeza de Shasa, a pesar de los auriculares de la radio que llevaba sobre el casco de piloto. El avión de combate, un Hawker Hurricane, tenía la cabina abierta; el viento de la hélice le castigaba la cabeza, pero así disponía de una visión ininterrumpida del azul cielo africano que lo rodeaba. Los tres cazas volaban en formación de flecha. La pintura de camuflaje, que imitaba el color del desierto, no podía disimular sus líneas bellas y mortíferas. Shasa encabezaba la escuadrilla. Su ascenso había sido rápido, pues el mando era algo natural en él; había aprendido esa lección de Centaine Courtney. Sólo tardó dieciocho meses en alcanzar el rango de jefe de escuadrilla.

Volaba con una guerrera de manga corta y pantalones cortos de color caqui, con calzado de ante en los pies, pues el calor estival de Abisinia era brutal. A la cintura llevaba un revólver de servicio Webley, arma arcaica para el piloto de un avión tan moderno.

Todos ellos habían adquirido la costumbre de usar armas cortas desde que la sección de inteligencia hiciera circular esas fotografías repulsivas. Una de las unidades motorizadas para reconocimiento, al invadir una aldea de las montañas, había descubierto los restos de dos pilotos sudafricanos que, obligados a descender, habían sido capturados por los insurrectos abisinios: los shufta, bandidos de las colinas. Los pilotos habían sido entregados a las mujeres de la aldea. Fueron primeramente castrados; después, azotados con hierros calientes y destripados, tan hábilmente que aún estaban con vida tras habérseles quitado las vísceras. Por último, les abrieron las mandíbulas con ramas espinosas y las mujeres orinaron en sus bocas abiertas hasta ahogarlos. Por eso todos llevaban, desde entonces, armas cortas con que defenderse o asegurarse de no ser capturados con vida.

Ese día el aire era claro y brillante bajo un cielo azul, sin una sola nube; la visibilidad era ilimitada. Por debajo y hacia delante se extendían las escarpadas tierras altas de Abisinia: grandes montañas de cimas planas, separadas por profundas gargantas oscuras, desierto y roca, todo reseco por el sol hasta quedar como la piel de los viejos leones cubiertos de cicatrices.

Los tres cazas buscaron altura. Habían partido del polvoriento aeródromo de Yirga Alem apenas unos minutos antes, en respuesta a una débil pero desesperada súplica de la infantería de avance, captada por la radio del campamento. Shasa condujo a la escuadrilla en un giro hacia el norte y distinguió la pálida hebra de la carretera, que serpenteaba entre las montañas mucho más abajo. De inmediato volvió a escudriñar el cielo como cualquier piloto de combate, volviendo la cabeza y moviendo los ojos de un lado a otro, sin fijar la vista más de un segundo. Fue el primero en divisarlos.

Eran motas diminutas: una nube de mosquitos negros contra doloroso azul.

—Escuadrilla Popeye, aquí el jefe. ¡Enemigo a la vista! —dijo al micrófono—. ¡Altura de las once en punto! Diez o más… y parecen Capronis. ¡Buster, Buster!

“Buster” era la orden de dar velocidad máxima.

—Los veo —respondió Dave Abrahams, inmediatamente.

Era extraordinario que ambos hubieran podido permanecer juntos desde el adiestramiento en Roberts Heights, a través de todos los vagabundeos de la campaña del este de África, hasta acabar combatiendo con el cuerpo de Sudáfrica de Dan Pienaar, para hacer retroceder a los italianos del duque de Aosta por las montañas, rumbo a Addis Adaba.

Shasa echó una mirada a su alrededor. David había acercado su Hurricane a su ala izquierda y también llevaba la cabina descubierta; ambos se miraron con una gran sonrisa. Dave tenía la narizota quemada y despellejada por el sol; las correas del casco caían bajo el mentón, sin abrochar. Daba ánimos tenerlo en la punta del ala. Luego los dos cerraron las cabinas transparentes, preparándose para el ataque, y miraron hacia delante. Shasa condujo a la escuadrilla en un suave giro, ascendiendo hacia el sol: la clásica táctica de combate.

Los lejanos mosquitos se convirtieron rápidamente en las siluetas familiares de los bombarderos trimotores Caproni. Shasa contó doce, en filas de a tres. Se dirigían otra vez hacia el cruce de carreteras de Kerene, donde la avanzada sudafricana estaba atascada en el paso, entre las altas murallas de las mesetas. En aquel momento, Shasa vio que las bombas caían desde la primera fila de aviones.

Bajo las válvulas llenas, los motores Rolls-Royce se quejaron gimiendo al ascender, girando hacia el sol que cegaba a los artilleros italianos. Shasa giró sobre el ala y bajó al ataque.

Entonces pudo ver el origen del claro polvo levantado por las explosiones; brotaban alrededor del cruce, cayendo en las columnas de vehículos, que parecían hormigas en las entrañas de las colinas. Allá abajo, aquellos pobres tipos estaban recibiendo un duro castigo. La segunda escuadrilla de Caproni bajó en picado descargando bombas. Aquellos gordos huevos grises, con aletas en un extremo, descendieron en un movimiento engañosamente lerdo y bamboleante. Shasa giró la cabeza, echando un último vistazo al cielo; se desvió en dirección oblicua al sol, para verificar que los cazas italianos no estuvieran esperando allá arriba, en una emboscada. Pero el cielo era de un azul sin mácula. Entonces concentró toda su atención en la mira de su ametralladora.

Eligió al primer Caproni de la tercera escuadrilla con la esperanza de que su ataque malograra la puntería del bombardero. Con un toque de timón izquierdo, giró la nariz del Hurricane hacia abajo, por el grosor de un cabello, hasta que el Caproni azul y plateado se meció en el disco de su mira. Estaba a seiscientos metros; contuvo el fuego. Veía claramente la insignia de los haces con el hacha de la Roma imperial en el fuselaje. Dentro de la cabina, los dos pilotos inclinaban la cabeza hacia tierra, esperando que cayeran las bombas. Las ametralladoras gemelas de la torrecilla giratoria estaban dirigidas hacia la cola del avión.

Quinientos metros. Ya veía la cabeza y los hombros del artillero; tenía la parte trasera del casco dirigida hacia Shasa; todavía no tenía noticias de las tres mortíferas máquinas que se lanzaban, aullando, hacia su cuarto de estribor.

Cuatrocientos metros, tan poco que Shasa distinguía ya los humos despedidos por los motores de los Caproni. Y el artillero aún no sabía nada.

Trescientos metros. El compartimiento de bombas comenzó a abrirse bajo el vientre hinchado del Caproni, preñado de muerte. Ahora Shasa distinguía las hileras de remaches en el fuselaje y en las anchas alas azules. Sujetó con fuerza la palanca de mandos que emergía por entre las rodillas y retiró el seguro del disparador, preparando las ocho ametralladoras Browning que tenía en las alas.

Doscientos metros. Guió con la punta de los pies los timones de cola; la mira giró hacia el fuselaje del Caproni. Shasa miró a través de ella, frunciendo un poco el entrecejo en su concentración, con el labio inferior apretado entre los dientes. De pronto, una línea de feroces cuentas fosforescentes cruzó el morro de su Hurricane: el artillero del segundo Caproni lo había visto, por fin, y disparaba una ráfaga de advertencia hacia su proa.

Cien metros. El artillero y ambos pilotos del primer Caproni, alertados por la ráfaga, habían vuelto la cabeza y acababan de verlo. El encargado de la torrecilla cambiaba de dirección frenéticamente, tratando de apuntar sus armas. A través de la mira, Shasa vio su cara blanca, contorsionada de terror.

Ochenta metros. Siempre con el entrecejo fruncido, Shasa presionó con el pulgar el botón disparador. El Hurricane, estremecido aminoró la velocidad, como efecto del retroceso causado por las ocho Brownings, y Shasa se sintió lanzado contra el cinturón de seguridad por la desaceleración. Chorros brillantes de balas trazadoras como chispas eléctricas, cayeron hacia el Caproni. Shasa contempló el impacto, dirigiéndolo con rápidos y sutiles toques de mando.

El artillero italiano jamás llegó a disparar las ametralladoras de torrecilla. La cubierta transparente se desintegró alrededor de él; el fuego concentrado lo hizo pedazos. La mitad de la cabeza y uno de sus brazos se le salieron como a una muñeca de trapo, y escaparon girando en el chorro de los motores. De inmediato, Shasa apuntó hacia la medalla de plata que formaba la hélice en su giro y la vulnerable raíz del ala que tenía en su mira. La nítida silueta del ala se disolvió como cera sobre una llama. La glicerina y el vapor del combustible brotaron del motor en láminas líquidas; el ala entera giró lentamente hacia atrás, sobre la raíz, y se desprendió dando vueltas como una hoja seca en el viento de la hélice. El bombardero quedó cabeza abajo y descendió en una espiral invertida, aplanada por la falta de un ala, dejando un zigzag irregular de humo, vapores y llamas.

Shasa dedicó toda su atención a la siguiente formación de cazas. Describió un giro, siempre a toda máquina, y lo hizo de modo tan cerrado que el cerebro se le quedó sin sangre, dejando su vista agrisada y nubosa. Tensó los músculos del vientre y apretó las mandíbulas para resistir aquella falta de circulación y, ya en trayectoria horizontal, se arrojó de cabeza hacia el siguiente Caproni.

Los dos aviones volaron el uno hacia el otro, a una velocidad extrema. El fuselaje del Caproni se hinchó como por milagro, hasta colmar todo el campo visual de Shasa. Él disparó a quemarropa y levantó la nariz de su avión. Pasaron como relámpagos, a tan poca distancia que Shasa sintió la sacudida del viento arrojado por la hélice de su enemigo. Giró para volver, furiosamente, disolviendo la formación italiana y diseminando los aviones por el cielo. Giraba, se lanzaba en picado y disparaba sus ametralladoras, una y otra vez. Por fin, súbitamente, como ocurre en el combate aéreo, todos desaparecieron.

Shasa quedó solo en la inmensidad azul, sudoroso por la reacción de adrenalina. Tenía los dedos tan apretados a la palanca de mandos que le dolían los nudillos. Emprendió el regreso, acelerando, y verificó su medidor de combustible. Aquellos desesperados minutos a toda máquina habían consumido más de medio tanque de combustible.

—Escuadrilla Popeye, aquí el jefe. Adelante, todas las unidades —dijo por el micrófono.

La respuesta fue inmediata.

—¡Jefe, aquí Tres! —Era el tercer Hurricane, con el joven Le Roux a los mandos—. Tengo apenas un cuarto de tanque.

—Está bien, Tres, vuelva a la base de manera independiente —ordenó Shasa. Y volvió a llamar—: Popeye Dos, aquí el jefe. ¿Me recibe? Escrutaba el cielo en derredor, tratando de distinguir el avión de David, con los primeros escalofríos de preocupación.

—Adelante, Popeye Dos —repitió, mirando hacia abajo.

Buscaba el humo que se eleva de cualquier aparato caído, en la tierra parda y escarpada. Su pulso dio un brinco al oír la voz de David, con toda claridad.

—Jefe, aquí Dos. Estoy averiado.

—David, ¿dónde diablos estás?

—Aproximadamente quince kilómetros al este del cruce Kerene, a ocho mil pies de altitud.

Shasa echó un vistazo hacia el este. Casi de inmediato distinguió una fina línea gris que se estiraba sobre el horizonte azul, en dirección sur. Parecía una pluma.

—Veo humo en tu zona, David. ¿Estás en llamas?

—Afirmativo. Tengo fuego en el motor.

—¡Ya voy, David, aguanta!

Shasa tomó altura y aceleró a fondo. David estaba algo más abajo; hacia allí se dirigió, aullando.

—David, ¿es grave?

—Pavo asado —fue la lacónica respuesta.

Hacia delante, Shasa vio el Hurricane incendiándose.

David pilotaba su averiada máquina haciendo que se deslizara de costado, para que las llamas no se volcaran hacia la cabina, sino en dirección contraria. Perdía altura deprisa, tratando de cobrar velocidad para alcanzar el punto crítico en que el incendio, privado de oxígeno, se extinguiría espontáneamente.

Shasa descendió hacia él y aminoró su propia velocidad, manteniéndose a doscientos metros de distancia y algo más arriba. Tenía a la vista los agujeros dejados por las balas en el ala y el fuselaje de la otra máquina. Uno de los italianos había disparado una buena ráfaga hacia ella. La pintura estaba ennegrecida e iba ampollándose ya muy cerca de la cabina. David forcejeaba con la cubierta transparente, tratando de abrirla.

“Si la cubierta se traba, David se cocinará allí dentro”, pensó Shasa. Pero en ese momento la cubierta se abrió, deslizándose hacia atrás con facilidad. David lo miró desde su aparato. Alrededor de su cabeza, el calor de las llamas invisibles distorsionaba el aire. En la manga de la guerrera apareció una mancha parda, al chamuscarse el algodón.

—¡Ni caso! Me largo, Shasa. Courtney vio el movimiento de sus labios. Su voz tronó en los auriculares. Antes de que pudiera responder, su amigo se quitó el casco de la cabeza y soltó el cinturón de seguridad. Después de levantar una mano en gesto de despedida, puso el Hurricane incendiado en posición invertida y se dejó caer desde la cabina abierta.

Descendió con los miembros extendidos, como una desordenada estrella de mar, girando como una rueda; por fin, una cascada de seda estalló desde la mochila del paracaídas; floreció en un níveo capullo que tiró de él hacia atrás, quebrando su caída. Entonces empezó a flotar en dirección a la tierra recocida y aleonada que lo esperaba, mil quinientos metros más abajo. La leve brisa llevaba su paracaídas hacia el sur.

Shasa aminoró su velocidad hasta perder altura en la misma proporción que el paracaídas. Entonces comenzó a describir círculos en torno a David, manteniéndose a doscientos o trescientos metros de distancia. Estirando el cuello desde su cabina abierta, trataba de calcular dónde aterrizaría David, al tiempo que echaba miradas nerviosas al contador de combustible. La aguja oscilaba justo por encima de la línea roja.

El avión incendiado se estrelló en la planicie polvorienta y estalló, con un rápido aliento de dragón. Shasa investigó el terreno.

Directamente abajo había riscos grises, que formaban conos de roca más oscura. Entre uno y otro, huecos rocosos, desiguales como cuero de cocodrilo. Pero más allá del último risco había un valle más liso. Mientras descendía, Shasa distinguió los surcos regulares del cultivo primitivo en las suaves laderas del valle. David tocaría tierra en el último risco, o muy cerca de él.

Courtney entornó los ojos. ¡Población humana! Había un pequeño grupo de chozas en un extremo del valle. Por un momento se sintió reanimado, pero de inmediato recordó las fotografías, aquellos trozos de carne humana, mutilada y profanada. Apretando los dientes, echó un vistazo a David, que se balanceaba en el sudario del paracaídas.

Inclinó lateralmente el Hurricane, descendiendo hacia el valle, y lo niveló a cincuenta pies de altura para volar entre los riscos pedregosos hacia el valle. Pasó rugiendo por encima de los toscos cultivos; eran pobres tallos de sorgo que formaban líneas quebradas, pardos por la sequía. Hacia delante distinguió varias siluetas humanas.

Un grupo de hombres corría hacia el valle desde la aldea; eran veinte o más, vestidos con largas túnicas de un gris sucio, que ondeaban alrededor de las piernas negras. El pelo se abultaba en oscuras matas esponjosas; todos iban armados; unos con carabinas modernas, probablemente cogidas en el campo de batalla; otros con largos jezails que se cargaban por la boca.

Mientras el Hurricane pasaba bramando sobre ellos, tres o cuatro dejaron de correr y se echaron el arma al hombro, apuntando hacia Shasa. El joven vio el destello de la pólvora negra, pero no sintió el impacto de las balas contra su aparato.

No hacían falta más pruebas de sus intenciones hostiles. Los hombres armados corrían por el fondo del barranco, agitando los fusiles, tratando de abatir a la pequeña figura que bajaba en paracaídas.

Shasa volvió a descender. Apuntó hacia el grupo y abrió fuego con las ocho Browning, a quinientos metros de distancia. Alrededor de las túnicas estalló una furiosa tormenta de balas y polvo. Cuatro o cinco hombres saltaron por el aire y fueron arrojados al suelo por la descarga.

De inmediato se vio obligado a ascender otra vez para esquivar las colinas que cerraban el valle. Al describir una nueva vuelta, vio que los shufta se habían reagrupado y corrían otra vez para interceptar a David, que ya estaba a menos de trescientos metros de altura. Obviamente, caería en la cuesta del risco.

Shasa descendió para efectuar otro ataque, pero en ese momento los shufta se diseminaron y, a cubierto entre las rocas, dispararon una furiosa descarga cerrada contra el aviador, que pasaba por encima de ellos. Las ametralladoras levantaron nubes de polvo y piedras, pero causaron poco efecto.

Ascendió y volvió a nivelar su vuelo, girando la cabeza para observar el sitio en que aterrizaba David. El paracaídas pasó a la deriva sobre el risco, evitándolo apenas por un par de metros; luego recibió la ráfaga descendente de la cuesta posterior y cayó a plomo.

Shasa vio que David aterrizaba pesadamente, dando tumbos por la cuesta rocosa. Por fin, un tirón del paracaídas lo puso nueva mente de pie. Forcejeó con los pliegues y los cordajes enredados hasta que la seda se derrumbó en un montón plateado y el muchacho pudo despojarse del arnés.

Se puso de pie, mirando cuesta abajo, hacia el grupo de shufta que ascendían, aullando. Shasa le vio desabrochar la pistolera para sacar el arma de servicio. Con una mano a modo de visera, levantó la vista hacia el avión que volaba en círculos.

Shasa descendió casi hasta su nivel y, al pasar, le señaló la cuesta hacia abajo, con ademán urgente. David lo miró sin comprender. Parecía muy pequeño y abandonado en esa ladera desierta. A tan poca distancia, Shasa pudo ver la cara de resignación con que agitó el brazo, despidiéndose, antes de volverse hacia los salvajes que corrían a apresarlo.

Su amigo disparó otra ráfaga de ametralladora en dirección a los shufta, que volvieron a diseminarse en busca de refugio. Aún estaban a unos ochocientos metros de David; él les había retrasado algunos segundos preciosos. Impuso al Hurricane el giro más cerrado posible, rozando con la punta del ala los espinos y, en el momento de nivelar, bajó el tren de aterrizaje. Con las ruedas colgando, volvió a pasar cerca de David y repitió el gesto anterior, señalando el valle.

Vio que un gesto de comprensión iluminaba el rostro de David, quien echó a correr cuesta abajo a grandes saltos, como si flotara sobre las rocas oscuras, rozándolas apenas.

Shasa giró en el fondo del valle y sobrevoló el terreno arado, al pie de la pendiente. Vio que David ya iba por la mitad de la cuesta y que los shufta estaban tratando de desviarlo… pero de inmediato tuvo que concentrar todo su ingenio en el aterrizaje.

En el último momento extendió todos los alerones y dejó que el Hurricane descendiera flotando, perdiendo velocidad: palanca atrás, atrás, atrás. A medio metro de la tierra arada, el avión perdió fuerza y cayó estruendosamente. Rebotó y volvió a caer y a rebotar; una rueda quedó atrapada en el surco; el avión levantó la cola, casi a punto de tumbarse hacia delante, pero siguió carreteando, sacudiendo cruelmente a Shasa contra el cinturón.

Había descendido; con una posibilidad contra dos de estropear el avión, estaba en tierra y David casi había llegado al fondo del risco.

Casi de inmediato comprendió que el muchacho no podría llegar. Entre los shufta, cuatro corredores estaban adelantándose e iban a detenerlo antes de que llegara al sembradío. Los otros shufta se habían detenido y estaban disparando a demasiada distancia. Shasa vio que las balas levantaban pequeñas volutas de polvo a lo largo de la cuesta, algunas peligrosamente cerca de David.

Shasa puso el Hurricane en dirección opuesta, erguido sobre un pedal de timón para que las ruedas funcionaran en la tierra desigual. Cuando la proa quedó apuntando directamente hacia los cuatro primeros shufta, pisó a fondo el acelerador. El Hurricane levantó la cola y quedó, por un momento, en posición horizontal. Shasa descargó sus ocho Brownings. Un tornado de disparos barrió el campo, segando los tallos secos, y alcanzó al grupo de corredores. Dos de ellos quedaron convertidos en bultos de harapos rojos; el tercero giró en una vertiginosa danza macabra, velado por un telón de polvo. El bandido restante se arrojó cuerpo a tierra. En ese momento, la cola del Hurricane volvió a descender sobre la rueda trasera. Las ametralladoras ya no podían seguir apuntando.

David estaba a unos cientos de metros y avanzaba deprisa, con sus largas piernas al vuelo. Shasa giró el avión para apuntar hacia el valle; la cuesta descendente sumaría velocidad al despegue.

—¡Vamos, Davie! —chilló, asomándose desde la cabina—. ¡Esta vez, la medalla será de oro, muchacho!

Algo dio en la caseta del motor, justo frente a la cubierta de la cabina emitiendo un sonido metálico antes de rebotar. En la pintura quedó una mancha plateada. Shasa miró hacia atrás: los shufta estaban en el borde del sembradío y se adelantaban a toda carrera. Se detuvieron para disparar, y otra bala pasó junto a la cabeza del piloto, obligándolo a agacharse.

—¡Vamos, Davie!

Ya oía el aliento jadeante de su amigo por encima del latido del motor en punto muerto. Una bala golpeó el ala, abriendo un pulcro agujero redondo en la tela.

—Anda, Davie…

El sudor había manchado la guerrera de David, engrasando su cara enrojecida. Llegó al Hurricane y saltó sobre el ala. El avión se inclinó ante su peso.

—A mi regazo —chilló Shasa—. ¡Sube!

David se dejó caer en sus rodillas, respirando con gruñidos.

—¡No veo nada enfrente! —gritó Shasa—. Encárgate de los mandos y del acelerador. Yo maniobraré los timones de cola.

Al sentir las manos de David en la palanca de mandos y el acelerador, retiró las suyas. El latido del motor se volvió más rápido: el Hurricane comenzaba a correr.

—Un toque de timón izquierdo —pidió David, con voz quebrada y áspera de fatiga.

Shasa movió un par de centímetros el timón izquierdo.

En un vendaval de ruido y polvo, el motor Rolls-Royce alcanzó toda su potencia. Partieron dando tumbos a través del campo en un curso errático, según Shasa manejaba los timones de cola a ciegas, obedeciendo las instrucciones de su amigo.

No tenía visión hacia delante, pues David se la obstruía por completo, aplastándolo en el asiento. Torció la cabeza para mirar sobre el borde de la cabina; el suelo pasaba como una mancha al aumentar la velocidad. Los tallos de sorgo seco azotaban los bordes de las alas con un sonido casi tan feo como el silbar de los proyectiles. Los shufta sobrevivientes seguían disparando, pero la distancia era cada vez mayor.

El Hurricane pasó por una pequeña loma del terreno, que los despidió por el aire. Las sacudidas cesaron abruptamente. Estaban en el aire, tomando altura.

—¡Lo conseguimos! —gritó Shasa, asombrado por la victoria. Y en el momento en que las palabras partían de sus labios, algo le golpeó en la cara.

La bala era un trozo de hierro trabajado a martillo, largo y grueso como un pulgar. Había sido disparado con un mosquete Tower 1779, gracias a un puñado de pólvora negra. Golpeó el marco metálico de la cubierta transparente, junto a la cabeza de Shasa, y el trozo de hierro salió despedido, girando a gran velocidad, Cuando se hundió en la cara de Shasa, por el costado, la velocidad del proyectil había sido ya notablemente reducida y el fragmento no penetró hasta el cerebro.

Shasa ni siquiera perdió el sentido. Tuvo la sensación de que le habían dado un martillazo en el rabillo del ojo izquierdo. Su cabeza recibió tal impacto que dio contra el otro lado de la cabina.

Sintió que se le despedazaba el hueso frontal del cráneo, sobre la órbita; el ojo se le inundó de sangre caliente. Ante la cara, como una cortina, pendían harapos de su propia carne.

—¡David! —gritó—. ¡Estoy herido! ¡No veo!

David torció el cuerpo para mirar hacia atrás. Al ver la cara de su compañero, lanzó un grito de espanto. La sangre manaba en chorros y láminas, que el viento de la hélice convertía en tules rosados contra su propia cara.

—¡No veo, no veo! —repetía Shasa. Su rostro era carne cruda y un torrente rojo—. ¡No veo, David, no veo!

El muchacho se quitó la bufanda de seda que llevaba al cuello y la puso en las manos ciegas de su amigo.

—Trata de detener la hemorragia —gritó, por encima de los rugidos del motor.

Shasa hizo un bulto con la bufanda y oprimió con ella la horrible herida, mientras David dedicaba toda su atención al vuelo de regreso, a baja altura, rozando las colinas pardas.

Tardaron quince minutos en llegar al aeródromo de Yirga Alem. David posó el Hurricane en la pista polvorienta y fue, con la cola levantada, hasta la ambulancia que había pedido desde el aire.

Sacaron a Shasa de la ensangrentada cabina. Con ayuda de un auxiliar médico, David lo llevó en brazos y dando tumbos hasta la ambulancia. Un cuarto de hora después, Shasa, anestesiado, yacía en la mesa de operaciones del hospital. Un médico de las Fuerzas Aéreas estaba trabajando con él.

Despertó de la anestesia en medio de una gran oscuridad. Levantó la mano para tocarse la cara. Estaba cubierta de vendajes. El pánico creció en él.

—¡David! —trató de gritar.

Pero sólo surgió un balbuceo gangoso a causa del cloroformo.

—Todo va bien, Shasa. Aquí estoy.

La voz sonaba cerca. Lo buscó a tientas.

—¡Davie! ¡Davie!

—Todo va bien, Shasa. No habrá problemas.

Shasa halló su mano y se aferró a ella.

—No veo nada. Estoy ciego.

—Son sólo los vendajes —le aseguró el amigo—. El médico está encantado contigo.

—¿No me estás mintiendo, David? —suplicó Shasa—. Di e que no estoy ciego.

—No estás ciego —susurró David.

Por suerte, Shasa no podía verle la cara. Sus dedos desesperados se aflojaron poco a poco. Un minuto después hicieron efecto los calmantes y volvió a caer en la inconsciencia.

David pasó toda la noche sentado junto a su cama. Aun en la oscuridad, la habitación era un horno. Él limpiaba el sudor reluciente en el cuello y en el pecho del enfermo. También le apretaba la mano al oírle en sueños gemir:

—¿Mater? ¿Estás ahí, Mater?

Después de medianoche, el médico ordenó a David que fuera a descansar, pero el joven se negó.

—Tengo que estar aquí cuando despierte. Debo ser yo quien lo diga. Le debo eso, por lo menos.

Fuera del hospital, los chacales ladraron al amanecer. Cuando la primera luz se filtró por la lona, Shasa volvió a despertar y preguntó, de inmediato:

—¿David?

—Aquí estoy, Shasa. —Duele horrores, David, pero me dijiste que no había problemas. Recuerdo que me lo dijiste, ¿verdad?

—Sí, lo dije.

—Pronto volveremos a volar juntos, ¿verdad, Davie, amigo? El viejo equipo: Courtney y Abrahams, de nuevo en combate. Al no recibir respuesta, su tono cambió:

—No estoy ciego, ¿o sí? ¿Volveremos a volar?

—No estás ciego —dijo David—, pero no volverás a volar. Te envían a tu casa, Shasa.

—¡Dime la verdad! —ordenó Shasa—. No trates de protegerme, porque será peor.

—Está bien. Te lo diré francamente. La bala te reventó el globo ocular izquierdo. El médico tuvo que extirpártelo.

Shasa levantó la mano para tocarse el lado izquierdo de la cara, como si no se lo creyera.

—Conservas completa la visión del ojo derecho, pero no volverás a pilotar Hurricanes. Lo siento, Shasa.

—Sí —susurró su amigo—. También yo.

Esa noche, David volvió de visita.

—El mando te ha propuesto para una condecoración. Y la vas a recibir, por supuesto.

—Cojonudo —dijo Shasa—. Cojonudísimo.

Ambos guardaron silencio un rato. Por fin David volvió a hablar.

—Me salvaste la vida, Shasa.

—Cállate, Davie, no seas pesado.

—Mañana por la mañana saldrás en el transporte Dakota. Estarás en Ciudad del Cabo para Navidad. Da recuerdos a Matty y al bebé.

—Te cambiaría el puesto con mucho gusto —le aseguró Shasa—. Pero cuando vuelvas a casa te organizaremos una gran fiesta.

—¿Puedo hacer algo por ti, Shasa? ¿Necesitas algo? preguntó David, mientras se levantaba.

—En realidad, sí. ¿Podrías conseguir una botella de whisky para mí, Davie?

El comandante del submarino se apartó del periscopio e hizo una señal afirmativa a Manfred De La Rey.

—¡Mire, por favor! —dijo.

Manfred ocupó su sitio ante el periscopio, apretando la frente contra la goma para mirar por la lente. Estaban a tres kilómetros de la costa; sobre la superficie estaba anocheciendo. El sol se ponía tras la tierra.

—¿Reconoce las características geográficas? —preguntó en alemán el comandante del submarino.

El hombre tardó en contestar, pues le resultaba difícil articular palabra. Sus emociones eran demasiado poderosas.

Cinco años. Habían pasado cinco largos años desde que viera esa amada costa por última vez, y su júbilo era enorme. Jamás sería realmente feliz fuera de su añorada África.

Sin embargo, los años transcurridos no habían sido infelices. Allí estaba Heidi y, aquel último año, Lothar, bautizado así en honor de su abuelo paterno. Ellos dos constituían el eje de su existencia. Y también estaba su trabajo: dos ocupaciones a la vez, cada una de ellas llena de exigencias y de satisfacciones.

Sus estudios habían culminado con una licenciatura en la Universidad de Berlín en Derecho Romano Holandés y Derecho Internacional.

Y estaba además su preparación militar. A veces, estas ocupaciones lo mantenían alejado de su nueva familia durante varios meses, pero se había convertido en un abnegado operario de la Abwehr alemana, muy bien adiestrado. Dominaba muchas y raras habilidades; era operador de radio, experto en explosivos y en armas pequeñas; había efectuado diez saltos en paracaídas, cinco de ellos en la oscuridad, y podía pilotar un avión ligero; era experto en claves y códigos, mortífero con fusil o arma corta, diestro en el combate cuerpo a cuerpo y asesino hábil. Era dueño de un cuerpo y una mente agudos como la punta de un puñal. Había aprendido el arte de la retórica y el discurso persuasivo; había estudiado las estructuras políticas y militares de Sudáfrica hasta conocer todas sus zonas vulnerables y cómo aprovecharlas. Ahora estaba listo, hasta donde él y sus amos podían prever, para la tarea que le esperaba. Ni un solo hombre en un millón tendría una oportunidad como la que se le brindaba: la oportunidad de moldear la historia y cambiar el detestable orden del mundo. Se le había impuesto la grandeza, y él se sabía digno del desafío.

—Sí —respondió al comandante en alemán—, reconozco los accidentes geográficos.

Habían pasado un verano alegre y despreocupado en aquella zona, escasamente poblada, de la costa suroriental de África. La familia de Roelf Stander poseía cinco mil hectáreas allí y ocho kilómetros de costa. Allí, al pie de las colinas, centelleando bajo los últimos rayos del sol, se veían las paredes encaladas de la pequeña casa veraniega donde habían vivido.

—Sí —repitió—. Es el punto de cita.

—Esperaremos la hora convenida —dijo el comandante, y dio órdenes de bajar el periscopio.

Siempre a tres kilómetros de la costa, veinte metros por debajo de la superficie, el submarino permaneció suspendido en las oscuras aguas con los motores apagados, mientras el sol se hundía tras el horizonte y caía la noche sobre el continente africano. Manfred recorrió el estrecho pasillo hasta el diminuto cubículo que compartía con dos jóvenes oficiales. Debía iniciar sus preparativos para el desembarco.

En las semanas transcurridas desde que partieron de Bremerhaven, había llegado a odiar ese navío siniestro. Odiaba los alojamientos atestados y la íntima proximidad de otros hombres; odiaba el movimiento y la incesante vibración de las máquinas. Nunca se había acostumbrado a la idea de estar encerrado en una caja de hierro, en la profundidad de las frías aguas oceánicas. Odiaba también el hedor del gasoil y el aceite, y el olor de los otros hombres encerrados con él. Deseaba con toda el alma el aire puro de la noche en sus pulmones y los fuertes soles africanos en la cara.

Se despojó rápidamente del jersey blanco y la chaqueta azul marino. En cambio, se puso las ropas gastadas e informales de los campesinos afrikáner, los colonos intrusos. Aún estaba muy bronceado por el entrenamiento en las montañas; se había dejado crecer el pelo y tenía una barba espesa y rizada que le envejecía varios años. Al mirarse en el pequeño espejo de la mampara dijo, en voz alta:

—No me reconocerán. Ni mi propia familia me reconocerá.

Se había teñido de negro el pelo y la barba, imitando el color de sus cejas, y tenía la nariz más gruesa y torcida. Jamás se la había curado debidamente tras la fractura que le hizo el norteamericano Cyrus Lomax en la final olímpica; también una de sus cejas estaba deformada por una cicatriz. Era muy diferente al joven atleta rubio que había partido de África cinco años antes. Después de encasquetarse el sombrero manchado hasta los ojos, miró su propia imagen con satisfacción. Luego abandonó el espejo y se puso de rodillas para sacar el equipo guardado bajo la litera.

Los envases impermeables habían sido cerrados con cinta engomada. Cuando hubo verificado cada paquete numerado con su lista, un marinero alemán se los llevó para amontonarlos al pie de la escalerilla, junto a la torrecilla del submarino.

Manfred consultó su reloj. Tenía el tiempo justo para comer algo cuando el contramaestre lo llamó. Manfred, con la boca aún llena de pan y fiambre, corrió a la sala de mandos.

—Hay luces en la costa —observó el capitán, retirándose del periscopio para ceder su sitio a Manfred.

En la superficie, la oscuridad era total. A través de las lentes, Manfred distinguió inmediatamente las tres fogatas de señales, una en cada saliente de los promontorios y la última en la playa.

—Es la señal correcta, capitán —asintió, irguiendo la espalda—. Deberíamos salir a la superficie y dar nuestra respuesta.

Entre el crepitar del aire comprimido que purgaba los tanques de inmersión, el submarino salió a la superficie, semejante al Leviatán. Mientras aún flotaba en su propia espuma, el capitán y Manfred subieron la escalerilla y salieron al puente. El aire nocturno era fresco y perfumado. El joven lo aspiró a grandes bocanadas, apuntando los prismáticos hacia la negrura de la costa.

El capitán dio una silenciosa orden al técnico de señalización, que movió la manivela de la lámpara, lanzando rápidos rayos de luz amarilla sobre el océano oscuro, escribiendo las letras W, E, y B en morse; era la abreviatura de “Espada Blanca”. Tras una breve pausa, una de las hogueras se extinguió. Unos minutos después se apagó la segunda. Sólo quedaba encendida la de la playa.

—Es la respuesta debida —gruñó Manfred—. Por favor, haga que suban mi equipo, capitán.

Esperaron casi media hora hasta que una voz, en la oscuridad, los saludó diciendo:

—¿Espada Blanca?

—Acérquese —ordenó Manfred, en afrikaans.

Un pequeño bote pesquero se acercó a ellos, a fuerza de remo. Manfred se apresuró a estrechar la mano del capitán, haciéndole el saludo nazi:

—¡Heil Hitler!

Luego bajó a la cubierta inferior. En cuanto el casco de madera del bote tocó un costado del submarino, Manfred dio un ágil brinco y se sostuvo, con facilidad, en el banco central. El remero del asiento de proa se levantó para saludarlo.

—¿Eres tú, Manie?

—¡Roelf! —Manfred lo abrazó un instante—. ¡Qué alegría verte! Subamos mi equipo a bordo.

La tripulación del submarino arrojó los envoltorios de goma, que fueron colocados en el fondo del bote. La pequeña embarcación se apartó de inmediato. Manfred cogió el remo que estaba junto a Roelf y se alejaron. Después, apoyados en los remos, ambos observaron que el negro tiburón metálico desaparecía en un torbellino de aguas blancas.

Una vez más, remaron hacia la costa, mientras Manfred preguntaba:

—¿Quiénes son los otros?

Indicaba con el mentón a los otros tres remeros.

—Todos hombres nuestros; granjeros de la zona. Los conozco desde que era niño. Se puede confiar en ellos por completo.

No volvieron a hablar hasta que el bote estuvo en la arena seca, oculto entre las matas.

—Voy a traer el camión —murmuró Roelf.

Minutos después, los faros amarillos descendían por la escarpada carretera de la playa. Roelf aparcó el vehículo junto al bote pesquero.

Los tres granjeros ayudaron a trasladar el equipo a la parte trasera del camión y cubrieron los bultos con paja seca y una vieja tela alquitranada. Luego treparon a lo alto de la carga, mientras Manfred ocupaba el asiento del pasajero, dentro de la cabina.

—Primero dame noticias de mi familia —estalló—. Ya habrá tiempo de sobra para hablar de trabajo.

—El tío Tromp está siempre igual. ¡Qué sermones predica ese hombre! Sarie y yo vamos todos los domingos.

—¿Cómo está Sara? —preguntó el recién llegado—. ¿Y el bebé?

—Estás atrasado —rió Roelf—. Ya van tres bebés: dos niños y una niña de tres meses. Pronto los verás a todos.

Fueron dejando a los granjeros, uno por uno, a lo largo de la serpenteante carretera de tierra, con un rápido apretón de manos y una palabra de agradecimiento. Por fin quedaron a solas. Algunos kilómetros más allá llegaron a la carretera costera principal, próxima a la aldea de Riversdale, y giraron hacia el oeste, en dirección a Ciudad del Cabo, que distaba trescientos kilómetros. Viajaron toda la noche, deteniéndose sólo a cargar combustible, en la pequeña ciudad de Swellendam, y para turnarse ante el volante. Cuatro horas después cruzaban las montañas y descendían hacia el amplio litoral. Volvieron a detenerse a pocos kilómetros de Stellenbosch, ante una de las empresas cooperativas vinateras. Aunque eran las tres de la mañana, el gerente los estaba esperando y les ayudó a descargar el equipo para llevarlo al sótano.

—Te presento a Sakkie Van Vuuren —dijo Roelf—. Es un buen amigo. Te ha preparado un lugar seguro para el equipo.

El hombre los condujo hasta la parte trasera del sótano, donde estaba la última hilera de toneles. Eran grandes cubas de roble, cada una de las cuales contenía dos mil litros de vino rojo fresco, pero el gerente dio una palmada contra un tonel, que despidió un sonido hueco.

—Yo mismo hice el trabajo —dijo, sonriendo, mientras abría la parte frontal de la cuba. Estaba montada sobre bisagras, como si fuera una puerta; detrás, el tonel estaba vacío—. Aquí nadie encontrará la mercancía.

Amontonó los bultos dentro de la cuba y volvió a cerrar. El tonel era irreconocible entre los otros de la hilera.

—Cuando llegue el momento, estaremos listos para actuar —dijo el gerente—. ¿Cuándo será?

—Pronto, amigo mío —le prometió Manfred—, muy pronto. Él y Roelf siguieron viaje hasta la aldea de Stellenbosch. —Cuánto me alegro de haber vuelto.

—Sólo pasarás aquí una noche, Manie —le dijo Roelf—. Aun con esa barba negra y esa nariz quebrada, se te conoce demasiado.

Te reconocerían.

Aparcó el camión en el patio de un vendedor de coches de segunda mano, cuyo local estaba próximo a las vías del ferrocarril, y dejó la llave bajo la esterilla del suelo. Por fin, los dos cubrieron el último kilómetro y medio a pie, caminando por las calles desiertas hasta la casa de Roelf; era un chalé entre otros muchos. Entraron por la puerta trasera, que daba a la cocina. Una silueta familiar se levantó de su asiento, ante la mesa, para saludarlos.

—¡Tío Tromp! —exclamó Manfred.

El anciano le tendió los brazos y Manfred corrió a ellos.

—Pareces un verdadero rufián con esa barba —respondió el reverendo—. Y ya veo que el norteamericano te hizo un trabajo duradero en la cara.

Manfred miró por encima del hombro de su tío. Había una mujer en la puerta de la cocina. Aquello lo confundió; era una mujer, una muchacha. En su rostro se veía una especie de sabiduría triste; su expresión era seca y desprovista de alegría.

—¿Sara? —Manfred dejó al tío Tromp para ir hacia ella—. ¿Cómo estás, hermanita?

—Nunca he sido tu hermana, Manfred —advirtió ella—. Pero estoy muy bien, gracias.

No hizo ademán alguno de abrazarlo. Manfred quedó obviamente perturbado por la frialdad de ese recibimiento.

—¿Eres feliz, Sara?

—Tengo un buen marido y tres hijos preciosos —respondió ella, mirando a Roelf—. Tendréis hambre. Sentaos. Podéis conversar mientras preparo el desayuno.

Los tres se sentaron ante la mesa de la cocina. De vez en cuando, Manfred echaba una mirada oculta a Sara, que trabajaba delante de los fogones. Estaba preocupado, asolado por la culpa y los recuerdos. Acabó por dominarse y concentró su atención en lo que decían los otros.

—Todas las noticias son buenas. Los británicos fueron hechos trizas en Dunquerque, Francia ha caído y los Países Bajos también. Los submarinos alemanes están ganando la guerra del Atlántico y hasta los italianos triunfan en el norte de África.

—No sabía que fueras uno de nosotros, tío Tromp —interrumpió Manfred.

—Sí, hijo mío; soy tan patriota como tú. La Ossewa Brandwag ya cuenta con cuarenta mil miembros. Cuarenta mil hombres escogidos, situados en puestos de poder y autoridad. Mientras tanto, Jannie Smuts ha enviado a ciento sesenta mil anglófilos a combatir fuera del país. Se ha puesto a nuestra merced.

—Nuestros líderes están enterados de tu llegada, Manie —le dijo Roelf—. Saben que traes un mensaje del Führer en persona y están deseosos de conocerte.

Manfred pidió:

—¿Puedes concertar una reunión lo antes posible? Hay mucho que hacer. Tenemos una obra gloriosa por delante.

Sara Stander, silenciosa delante de la cocina, cascaba huevos en la sartén, avivando el fuego. Aunque no apartó la vista de su trabajo ni llamó la atención, se dijo:

“Has venido para traer tristezas y sufrimientos a mi vida, una vez más, Manfred De La Rey. Con cada palabra, cada gesto, cada mirada, reabres las heridas que creía cicatrizadas. Has venido a destruir la poca vida que me resta. Roelf te seguirá ciegamente a la estupidez. Has venido a amenazar a mi marido y mis hijos…” Y el odio que sentía por Manfred se volvió más potente y acendrado, con el recuerdo de aquel amor que él había asesinado a traición.