Heidi y Manfred se casaron en la ribera del lago Havel, en el jardín del coronel Sigmund Boldt. Era una tarde dorada de principios de septiembre; las hojas se estaban volviendo amarillas y rojas con el primer toque del otoño. Para estar presentes, el tío Tromp y Roelf Stander se habían quedado en Alemania después de que partieran los equipos olímpicos. Roelf hizo de padrino, mientras el tío oficiaba la sencilla ceremonia.

Como Heidi era huérfana, su padrino fue Sigmund Boldt. Allí estaban diez o doce de sus amigos, casi todos altos funcionarios y colegas del Ministerio de Propaganda e Información, pero también primos y parientes más lejanos, con el uniforme negro de las SS, el azul de la Luftwaffe o el gris de la Wehrmacht, y muchachas atractivas, algunas ataviadas con los tradicionales dirndls que tanto propiciaba el partido nazi.

Tras la breve y simple ceremonia calvinista, el coronel Boldt ofreció un banquete al aire libre, bajo los árboles. Un cuarteto cuyos miembros lucían lederhosen y sombreros tiroleses, tocaba la música popular aprobada por el Partido, alternándola con tradicionales aires campestres. Los invitados bailaron en la pista improvisada, construida con tablones de madera puestos en el césped.

Manfred, absorto en su encantadora esposa, no reparó en la súbita excitación que demostraban los invitados, ni el apresuramiento con que el coronel Boldt corrió a saludar a un pequeño grupo. De pronto, la banda inició la marcha del partido nazi.

Todos los invitados estaban de pie y firmes. Manfred, intrigado, dejó de bailar y se puso firmes, junto a Heidi. Cuando el pequeño grupo de recién llegados pisó la pista improvisada, todos los invitados elevaron el brazo en el saludo nazi, gritando al unísono:

—¡Heíl Hitler!

Sólo entonces comprendió Manfred lo que estaba ocurriendo, el increíble honor que se les estaba otorgando.

El hombre que avanzaba hacia él lucía una chaqueta blanca, abotonada hasta el cuello, con la simple Cruz de Hierro al valor como único adorno. Su rostro era pálido, cuadrado y fuerte; su pelo oscuro estaba cepillado hacia delante sobre la frente alta, y gastaba un pequeño bigote recortado bajo la nariz, grande y bien formada. No se trataba de un rostro extraordinario, pero los ojos eran distintos a todos los que Manfred había visto en su vida; le quemaron el alma con su penetrante intensidad; llegaron hasta su corazón, esclavizándolo para siempre.

Levantó en el saludo nazi la mano derecha, todavía encerrada en yeso, y Adolf Hitler sonrió, asintiendo:

—Me han dicho que usted es amigo de Alemania, Herr De La Rey.

—Soy de sangre alemana, verdadero amigo y ardiente admirador suyo. No tengo palabras para describir el grande y humilde honor que siento ante su presencia.

—Lo felicito por su valiente victoria sobre el negro americano —Adolf Hitler le alargó la mano—. Y también lo felicito por haberse casado con una de las encantadoras hijas del Reich. —Manfred estrechó la diestra del Führer con la izquierda, estremecido de abrumador respeto ante la importancia del momento—. Le deseo mucha felicidad —continuó Hitler—, y ojalá este matrimonio forje lazos de hierro entre usted y el pueblo alemán.

La mano del Führer era fría y seca, fuerte, pero elegante, como la de un artista. Manfred se sintió sofocado por las emociones.

—Siempre, mí Führer; los lazos entre nosotros durarán siempre. Adolf Hitler asintió una vez más. Después de estrechar la mano a Heidi, sonriendo ante sus gozosas lágrimas, se retiró tan bruscamente como había llegado, dedicando una palabra y una sonrisa a los invitados más importantes.

—Nunca soñé… —susurró Heidi, prendida al brazo de Manfred—. Mi felicidad es completa.

—Eso es la grandeza —comentó el muchacho, siguiéndolo con la vista—. Esa es la verdadera grandeza. Cuesta recordar que es un simple mortal… no un dios.

Sara Bester pedaleaba por la calle principal de Stellenbosch, zigzagueando entre el poco tránsito; cuando reconocía a alguien en las aceras, saludaba con una sonrisa, agitando la mano. Llevaba sus textos escolares atados al canasto de la bicicleta. La falda de gimnasia se le levantaba casi hasta las rodillas y tenía que sujetarse el sombrero.

Esa mañana, su clase había recibido las notas de la evaluación anterior, y ella estaba deseosa de decirle a la tía Trudi que había pasado del quinto al segundo lugar. La directora había anotado, en su boletín: “Muy bien, Sara; no dejes de trabajar.” Era su último año. En octubre cumpliría los diecisiete y, al mes siguiente, se matricularía en la universidad.

Manie estaría orgulloso. Era por su inspiración y su aliento que ella trataba de estar entre las primeras. En ese momento comenzó a soñar despierta, pedaleando bajo los robles. La ausencia duraba ya mucho tiempo, pero Manie volvería pronto a casa; entonces podría decirle aquello y todo saldría bien. Ya no pasaría las noches afligida y llorando. Cuando Manie volviera —Manie, tan fuerte, bueno y amoroso— lo arreglaría todo.

Pensó en casarse con él, en prepararle el desayuno, lavar sus camisas, zurcir sus calcetines y caminar con él hasta la iglesia, llamándolo Meneer, como la tía Trudi al tío Tromp; pensó en acostarse a su lado todas las noches, en despertar junto a él todas las mañanas y en ver su bella cabeza rubia en la almohada, y supo que no deseaba otra cosa en el mundo.

—Sólo a Manie —susurró—. Siempre a Manie, sólo a él. Es todo lo que nunca he tenido y todo lo que ansío.

Más adelante vio al cartero ante el portón de la casa parroquial, y saltó de la bicicleta, preguntando:

—¿Tiene algo para nosotros, señor Grobler? El cartero la miró con una gran sonrisa, extrayendo de su bolsa un sobre de color.

—Un telegrama —le dijo, con aire importante—. Un telegrama de ultramar. Pero no es para ti, pequeña, sino para tu tía.

—¡Ya me encargo yo!

Sara garabateó su firma en el registro de recibo, plantó su bicicleta en el portón y subió corriendo los escalones de entrada.

—¡Tía Trudi! —gritó—. ¡Un telegrama! ¿Dónde estás?

Los olores que provenían de la cocina le indicaron dónde debía buscar y entró precipitadamente.

—¡Es un telegrama!

La tía Trudi estaba ante la gran mesa amarilla, con el rodillo de amasar en las manos, harina hasta los codos y mechones de pelos rubios y plateados haciéndole cosquillas en la nariz. Se los apartó de un soplido al enderezarse. Su piel brillaba, húmeda por el calor de la cocina, donde borboteaban grandes ollas de mermelada.

—¡Caramba! ¡Qué modo de comportarte! Debes aprender a actuar como una señorita, Sarie. Ya no eres una niña.

—¡Pero es un telegrama! Mira, un telegrama de verdad. El primero que hemos recibido.

Hasta la tía Trudi quedó impresionada. Alargó la mano para cogerlo, pero se detuvo.

—Tengo las manos llenas de harina. Ábrelo tú, Sarie.

Sara desgarró el sobre.

—¿Lo leo en voz alta? —preguntó.

—Sí, sí, léelo. ¿De quién es?

—Del tío Tromp. Firma: “Tu abnegado marido Tromp Bierman”.

—¡Qué viejo tonto! —gruñó tía Trudi—. Ha pagado cinco palabras de más. Lee lo que dice.

—Dice: “Debo informarte de que Manfred se…” —La voz de Sara murió en el silencio. Su expresión, llena de luminosa expectación, se hizo pedazos ante la hoja.

—Sigue, niña —la instó la tía Trudi—. Lee.

Sara volvió a comenzar, con voz leve y susurrante.

—“Debo informarte de que Manfred se ha casado hoy con una muchacha alemana llamada Heidi Kramer. Piensa estudiar en la Universidad de Berlín y no volverá a casa conmigo. Pienso que le deseas tanta felicidad como yo. Tu abnegado marido Tromp Bierman.”

Sara apartó los ojos del papel. Ambas se miraron fijamente, hasta que la tía Trudi balbuceó:

—Abandonarnos.

—No puedo creer… Nuestro Manfred, imposible. Él no es capaz… Él no puede.

Y entonces vio la cara de la muchacha. Se había puesto gris como las cenizas de la chimenea.

—Oh, mi pequeña Sarie…

Las regordetas facciones de la tía Trudi se derrumbaron compasión y el dolor compartido. Alargó los brazos hacia la muchacha, pero ella dejó caer el telegrama, que revoloteó hasta el suelo de la cocina, y salió de la habitación a toda prisa.

Cogió su bicicleta y subió al sillín. Erguida sobre los pedales, para impulsarla con más fuerza, movió las piernas al compás de su corazón. El sombrero se le voló de la cabeza y quedó colgando a su espalda, suspendido de la cinta que lo sujetaba al cuello. Tenía los ojos grandes y secos, el rostro aún gris de espanto. Salió de la aldea a toda velocidad, dejando atrás la vieja finca de Lanzerac, y se encaminó instintivamente hacia las montañas.

Cuando la senda se volvió demasiado empinada y desigual, dejó caer la bicicleta y prosiguió a pie, cruzando el bosque de pinos, hasta llegar a la primera cima. Allí abandonó el sendero, a tropezones, y se dejó caer en el húmedo lecho de agujas, en el punto exacto donde había dado su amor, su cuerpo y su alma a Manfred.

Una vez que pudo recobrar el aliento, tras la veloz carrera montaña arriba, permaneció tendida, inmóvil, sin llorar, con la cara apretada a la curva de su propio brazo. Al avanzar la tarde, el viento tomó una dirección noreste y las nubes se agolparon en los altos picos, por encima de donde estaba ella. Comenzó a llover y la oscuridad cayó prematuramente. El aire se volvió helado; el viento gemía entre los pinos, sacudiendo gotas de agua que caían en el cuerpo tendido, hasta que su ropa quedó totalmente empapada. Ella no levantó la cabeza; así acostada, boca abajo, temblaba como un cachorro perdido; su corazón lloraba en la oscuridad, clamando: “Manfred, Manfred, ¿a dónde te has ido? ¿Por qué te he perdido?”

Un poco antes del amanecer, uno de los grupos que habían salido a buscarla, tras inspeccionar las montañas durante toda la noche, tropezó con ella y la bajaron por la ladera.

—Es neumonía, Mevrou Bierman —dijo el médico a la tía Trudi cuando ella lo llamó por segunda vez en esa noche—. Usted tendrá que luchar para salvarla, pues ella no parece tener voluntad de vivir.

La tía Trudi no permitió que llevaran a Sara al nuevo hospital del barrio. La atendió personalmente, día y noche, lavándole la transpiración y el calor del cuerpo, cuando la fiebre aumentaba; sentada junto a la cama, le sostenía la mano caliente, y no abandonó la habitación aun cuando la crisis hubo pasado. Sara estaba pálida y consumida; la carne parecía habérsele derretido en la cara, dejando facciones huesudas y flacas, ojos sin brillo, demasiado grandes para las cavidades amoratadas en las que se hundían.

Al sexto día, cuando la muchacha pudo incorporarse y tomar un poco de sopa sin ayuda, el médico hizo su última visita y, a puerta cerrada, examinó a Sara detalladamente. Más tarde se reunió con la tía Trudi en la cocina y habló con ella en voz baja, con aire muy serio. Una vez que hubo abandonado la casa parroquial, la tía Trudi volvió al dormitorio y se sentó junto a la cama, en la misma silla donde había cumplido con su larga vigilia.

—Sara —dijo, tomando la mano delgada de la muchacha, frágil y fría—, ¿cuándo tuviste la regla por última vez?

Sara la miró sin responder durante largos segundos. Después, por primera vez en aquellos días, comenzó a llorar. Lágrimas lentas, casi viscosas, le brotaban desde lo hondo de aquellos ojos acosados; sus hombros flacos se estremecían en silencio.

—Oh, mi niña… —La tía Trudi la apretó contra la abultada almohada de su seno—. Mi pobrecita… ¿Quién te hizo esto?

Sara lloraba en silencio. La mujer le acarició el pelo.

—Tienes que decírmelo… —De pronto, la mano acariciante quedó petrificada sobre la cabeza de la muchacha, cuando comprendió—. Manie. ¡Fue Manie!

No era una pregunta, pero la confirmación fue inmediata, pues un sollozo estalló en el pecho torturado de la joven.

—Oh, Sarie, oh, mi pobrecita Sarie…

Involuntariamente, la tía Trudi giró la cabeza hacia una pequeña fotografía enmarcada que la enferma tenía junto a su cama. Era un retrato de Manfred De La Rey, con atuendo de boxeo, en la clásica postura del pugilista y con el cinturón plateado de campeón. La inscripción decía: “A la pequeña Sarie, de su hermano mayor, Manie.”

—¡Qué cosa tan terrible! —balbuceó la mujer—. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?

A la tarde siguiente, mientras la tía Trudi aderezaba en la cocina una pata de venado que le había regalado un feligrés, Sara entró descalza.

—No deberías haberte levantado, Sarie —le reprochó la tía con severidad. Enseguida se quedó en silencio, pues la muchacha ni siquiera la miraba. El fino camisón de algodón blanco le colgaba flojamente del cuerpo consumido. Tuvo que apoyarse en una silla, pues aún estaba muy débil.

Por fin reunió fuerzas y se acercó a la cocina económica, como una sonámbula; retiró con las pinzas la tapa de hierro negro que cubría el fogón, y por la abertura brotaron puntas anaranjadas. Sólo entonces vio la tía Trudi que Sara llevaba en la mano la fotografía de Manfred, retirada de su marco. La estudió algunos segundos y la dejó caer entre las llamas.

El cuadrado de carbón no tardó en rizarse, completamente negro. Su imagen se desvaneció en un gris fantasmal antes de quedar oscurecido por el fuego. Con la punta de las pinzas, Sara pinchó las blandas cenizas hasta reducirlas a polvo, y aún continuó castigando las llamas con innecesaria fuerza. Por fin volvió a poner la cubierta en su sitio y dejó caer las pinzas tambaleándose. Pudo haber caído contra los hornillos calientes, pero la tía Trudi la sujetó y la condujo hasta una silla. La muchacha se quedó mirando el fogón durante varios minutos, antes de hablar:

—Le odio —dijo, con suavidad.

La tía Trudi inclinó la cabeza sobre el venado para ocultar los ojos.

—Tenemos que conversar, Sarie —dijo, blandamente—. Es preciso decidir lo que vamos a hacer.

—Yo sé lo que debo hacer —replicó Sara.

Su tono dejó helada a la tía Trudi. No era la voz de una niña dulce y alegre, sino el de una mujer endurecida, rencorosa y llena de frío odio por lo que la vida le había ofrecido hasta entonces.

Once días más tarde, Roelf Stander llegó a Stellenbosch. Seis semanas después, se casaba con Sara en la iglesia reformada de Holanda.

El hijo de Sara nació el 16 de marzo de 1937. Fue un parto difícil, pues el bebé era de huesos grandes, mientras que la madre, de caderas estrechas, no estaba aún del todo repuesta de su neumonía.

Roelf recibió autorización para entrar a la sala de partos inmediatamente después del nacimiento. Junto a la camilla, contempló fijamente la cara hinchada y enrojecida del recién nacido.

—¿Le odias, Roelf? —preguntó ella.

Sara tenía el pelo empapado de sudor; estaba pálida y exhausta. Roelf guardó silencio durante unos instantes, mientras meditaba la respuesta. Por fin sacudió la cabeza.

—Es parte de ti —dijo—. Jamás podría odiar nada que fuera tuyo.

Ella le tendió la mano. Roelf se acercó a la cama para cogerla.

—Eres una buena persona. Voy a ser buena esposa para ti, Roelf. Te lo prometo.

—Sé exactamente lo que vas a decir, papá.

Mathilda Janine se había sentado frente a Blaine, en su oficina del parlamento.

—¿De veras? A ver, quiero que me digas exactamente lo que voy a decir.

Mathilda Janine levantó el índice.

—Primero dirás que David Abrahams es un joven muy decente, muy buen estudiante de derecho y deportista de reputación internacional, que ganó una de las dos únicas medallas otorgadas a este país en las Olimpiadas de Berlín. Después dirás que es gentil, amable y bondadoso, que tiene un maravilloso sentido del humor y que baila muy bien; que es buen mozo, a su modo, y que sería un estupendo marido para cualquier chica. Y entonces dirás: “Pero…” y te pondrás serio.

—Conque yo iba a decir todo eso, ¿no? —Blaine sacudió la cabeza, maravillado—. Bueno. Ahora digo “pero” y pongo cara seria. Por favor, continúa por mí, Matty.

—“Pero”, dirás, seriamente, “es judío”. Notarás la inflexión. Ahora te pones, no sólo serio, sino significativamente serio.

—Esto impone cierta tensión a mis músculos faciales. Significativamente serio. Muy bien, continúa.

—Mi querido papá no cometerá la torpeza de añadir: “No me interpretes mal, Matty; entre mis mejores amigos hay algunos judíos.” No serías tan torpe, ¿verdad?

—Jamás. —Blaine trató de no sonreír; aunque todavía le preocupaba mucho esa proposición, las travesuras de su feúcha pero bien amada hija menor le eran irresistibles—. Jamás diría semejante cosa.

—“Pero”, dirás, “los matrimonios mixtos son muy difíciles. Matty. El matrimonio ya es bastante difícil sin complicarlo con diferencias en las religiones, las costumbres y el modo de vida”.

—Qué prudente de mi parte —asintió Blaine—. ¿Y qué responderías tú?

—Te diría que llevo un año recibiendo instrucción del rabino Jacobs y que, hacia fines del mes próximo, seré judía. Blaine hizo una mueca de dolor.

—Es la primera vez que me ocultas algo, Matty. —Se lo dije a mamá.

—Comprendo.

Ella sonrió alegremente, aun tratando de convertir aquello en un juego.

—Luego dirías: “Pero todavía eres una criatura, Matty.”

—Y tú responderías: “Voy a cumplir los dieciocho.”

—Y tú pondrás cara de gruñón para preguntar: “¿Qué perspectivas económicas tiene David?”

—Y tú me dirías: “David entrará a trabajar en la empresa Courtney a fin de año, con un sueldo de dos mil libras al año.”

—¿Cómo sabes eso? —Matty quedó atónita—. David sólo me lo ha contado a mí…

Se calló al adivinar cuál era la fuente de la información, removiéndose en la silla. Las relaciones entre su padre y Centaine Courtney la preocupaban más de lo que estaba dispuesta a admitir.

—¿Le quieres, Matty?

—Sí, papá. Con todo mi corazón.

—Y ya tienes el permiso de tu madre. De eso estoy seguro.

Con el correr de los años, tanto Mathilda Janine como Tara habían adoptado la costumbre de enfrentarse sinceramente con sus padres. La muchacha asintió, con cara culpable. Blaine eligió un cigarro de la caja que tenía en el escritorio y, mientras lo preparaba, frunció el entrecejo, pensativo.

—Esto no es cosa que puedas decidir a la ligera, Matty.

—No lo decido a la ligera. Hace dos años que conozco a David.

—Siempre pensé que harías carrera…

—Y la voy a hacer, papá. Mi carrera será hacer feliz a David y darle montones de hijos.

El padre encendió el cigarro y gruñó:

—Bueno, entonces será mejor que me envíes a David. Quiero explicarle cuáles serán las consecuencias si no cuida bien a mi pequeña.

Mathilda Janine corrió al otro lado del escritorio para dejarse caer en sus rodillas, rodeándole el cuello con los brazos.

—¡Eres el padre más maravilloso del mundo!

—Cuando te satisfago —aclaró él.

La muchacha lo abrazó hasta que le dolieron los brazos y a él, el cuello. Shasa y David volaron a Windhoek en el Rapide para traer a Abe Abrahams y a su esposa, a fin de que asistieran a la boda. El resto de la familia y casi todos los amigos del novio, incluido el doctor Twentyman-Jones, llegaron en tren. Junto con los amigos y parientes de Mathilda Janine Malcomess, formaron una multitud que colmó la gran sinagoga en toda su capacidad.

David habría querido que Shasa fuera su padrino, pero ya había sido necesaria una delicada persuasión para que el rabino Jacobs, estrictamente ortodoxo, celebrara la ceremonia sin tener en cuenta que la novia se había convertido a la fe expresamente para casarse. Por lo tanto, David no podía introducir un padrino gentil en el schul. Shasa tuvo que conformarse con sostener un palio de la huppah. Sin embargo, en la recepción brindada por Blaine, en su casa de la avenida Newlands, Shasa pronunció un divertido discurso, que convirtió a David en el blanco de su ingenio.

La fiesta de boda proporcionó al muchacho la oportunidad de efectuar una de sus periódicas reconciliaciones con Tara Malcomess. En los dos años transcurridos desde las Olimpiadas, aquella relación había sido una serie de días soleados y tormentosos, tan rápidamente alternados que ni siquiera los dos protagonistas sabían cómo estaba la cosa en un momento dado.

Se las componían para estar en desacuerdo sobre casi todo; aunque la política era el tema favorito de las discusiones, otra de las divergencias perennes era la situación de los pobres y los oprimidos en una tierra donde ambas situaciones abundaban.

Por lo general, Tara tenía mucho que decir sobre la insensibilidad de las clases gobernantes blancas, ricas y privilegiadas, y sobre la iniquidad del sistema que permitía a un joven, cuyos únicos méritos demostrados eran su bello rostro y una madre rica e indulgente, tener como juguetes quince caballos de polo, un Jaguar SS y un biplano Tiger Moth, mientras miles de niños negros lucían los vientres hinchados por la desnutrición y las piernas deformadas por el raquitismo.

Esos temas no agotaban la habilidad de ambos para hallar motivos de pelea. Tara sostenía opiniones muy fuertes sobre los “su puestos deportistas”, que salían a la pradera armados con rifles de alto poder para matar animales y pájaros bellos e inocentes. Tampoco aprobaba el obvio deleite con que algunos jóvenes sin cerebro veían acercarse, lenta pero inexorablemente, las nubes de la guerra deseando la aventura que ella parecía ofrecer. Y despreciaba a cualquier persona capaz de conformarse con unos resultados bastante buenos, cuando con un poco de aplicación podría haber terminado una carrera exitosa, que tantos deseaban sin poder cursar, con notas honoríficas en ingeniería.

A Shasa, por su parte, le parecía un sacrílego que una muchacha bella como una diosa tratara de disimular su cuerpo y su rostro, tratando de pasar por hija del proletariado. Tampoco aprobaba que esa misma joven pasara la mayor parte de su tiempo estudiando o en las barriadas pobres, sirviendo a los mocosos de la calle la sopa gratuita, preparada con el dinero que ella misma había mendigado en las calles.

Mucho menos le gustaban los estudiantes de medicina y los doctores recién licenciados, bolcheviques todos ellos, con quienes ella pasaba tanto tiempo, trabajando como enfermera sin título ni sueldo, atendiendo a sucios pacientes pardos y negros, enfermos de cosas altamente contagiosas, como la tuberculosis, la sífilis, la diarrea infantil, la lepra, y otros males como los efectos secundarios del alcoholismo crónico y las desagradables consecuencias de la pobreza y la ignorancia.

—¡Suerte la de San Francisco de Asís, que no tuvo que competir contigo! Habría quedado como Atila el rey de los hunos.

Los amigos de Tara le resultaban aburridos por lo serios y obsesivos que eran, además de ostentosos por sus barbas izquierdistas y sus ropas raídas.

—No tienen refinamiento ni educación, Tara. ¿Cómo puedes andar por la calle con ellos?

—Tienen la fineza del futuro y la educación de toda la humanidad.

—¡Y ahora estás hablando como cualquiera de ellos, Dios me ampare!

Sin embargo, esas diferencias eran leves y carentes de importancia cuando se las comparaba con el monumental desacuerdo que los separaba en cuanto a la virginidad de Tara Malcomess.

—Por lo que más quieras, Tara, la reina Victoria murió hace treinta y siete años. Estamos en el siglo XX.

—Gracias por la lección de historia, Shasa Courtney. Pero si tratas de meterme la mano por debajo de la falda te voy a quebrar el brazo en tres partes.

—Lo que tienes ahí abajo no tiene nada de extraordinario. Hay muchas otras señoritas que… —Lo de “señoritas” es un eufemismo, pero dejémoslo pasar. Te sugiero que, en el futuro, limites tus atenciones a esas señoritas y me dejes en paz.

—Es la única sugerencia sensata que has hecho en toda la noche.

Y Shasa, lleno de frustración y helada cólera, puso en marcha el Jaguar, con el tubo de escape tronando y retumbando en los pinares, sobresaltando a las otras parejas que habían aparcado en la oscuridad.

Viajaron montaña abajo a una velocidad salvaje. Shasa detuvo el gran coche deportivo en la grava, frente a las puertas de caoba de los Malcomess.

—No te molestes en abrirme la puerta —dijo Tara, fríamente.

Y descargó tal portazo que el muchacho hizo una mueca de dolor.

Eso había sido dos meses antes, y Shasa no había dejado de pensar en ella un solo día. Mientras sudaba en el gran pozo de la mina diamantífera, mientras estudiaba un contrato con Abe Abrahams en la oficina de Windhoek, o contemplaba las fangosas aguas del río Orange, transformadas en láminas de plata por el equipo de irrigación, la imagen de Tara surgía en su mente sin invitación. El trataba de borrarla pilotando el Tiger Moth, a tan poca altura que el tren de aterrizaje levantaba nubes de polvo en la superficie del Kalahari, o dedicándose a acrobacias aéreas, precisas e intrincadas. Sin embargo, en cuanto aterrizaba, el recuerdo de Tara estaba allí, esperándolo.

Cazaba los rojos leones del Kalahari en el vasto desierto, tras las místicas colinas de la H’ani, o se sumergía en los multifacéticos asuntos de las empresas maternas, bajo la dirección de Centaine, observando sus métodos, absorbiendo su modo de pensar. Por fin, ella tuvo la suficiente confianza para ponerle al mando de las subsidiarias menores.

Shasa jugaba al polo con una dedicación casi furiosa, exigiendo de los caballos y de sí mismo todo lo que podían dar. Tenía la misma obsesiva determinación por el cortejo y seducción de mujeres, en asombrosa sucesión: jóvenes y no tan jóvenes, feas y bonitas, casadas y solteras, más y menos experimentadas. Pero cuando vio a Tara Malcomess otra vez, tuvo la extraña sensación de que había vivido sólo a medias aquellos meses de separación.

Tara, para la boda de su hermana, había descartado las ropas desteñidas de los intelectuales izquierdistas. Vestía de seda gris, con destellos azulados; la tela, tan bella, no podía igualarse al gris acero de sus ojos. Se había cambiado el corte de pelo, cuyos densos rizos formaban un bonito gorro alrededor de la cabeza, dejando al descubierto su cuello largo; eso parecía acentuar su estatura y la longitud de sus miembros perfectos.

Por un momento se miraron a través de la atestada tienda. Shasa tuvo la impresión de que, bajo el dosel, acababa de estallar un relámpago, y adivinó que ella también le había echado de menos. Tara inclinó la cabeza amablemente y dedicó toda su atención al hombre que la acompañaba.

Shasa ya lo conocía. Se llamaba Hubert Langley y era miembro de la solidaria brigada de Tara. Entre los otros invitados, vestidos de traje, sólo él llevaba una raída chaqueta con parches de cuero en los codos. Era dos o tres centímetros más bajo que la muchacha, de pelo rubio, prematuramente escaso; usaba gafas con montura de acero y su barba tenía el color y la textura de un pollito sin emplumar. Daba clases de sociología en la universidad.

Cierta vez, Tara había confiado a Shasa:

—Huey es miembro activo del Partido Comunista. ¿Verdad que es asombroso? —Su voz sonaba muy respetuosa—. Está totalmente dedicado a eso y tiene un cerebro muy brillante.

—Se podría decir que es una joya reluciente en un engarce grasiento y sucio —comentó Shasa, precipitando así otro de los periódicos alejamientos.

En ese momento, ante sus ojos, Huey puso una de sus zarpas pecosas en el impecable brazo de Tara; cuando le rozó la mejilla con esos bigotes ralos, susurrando una de las joyas de su brillante intelecto junto a aquella orejita de nácar, Shasa se dijo que el garrote vil era demasiado poco para él.

Cruzó la tienda, caminando tranquilamente, para intervenir en la escena. Tara le saludó con frialdad, disimulando perfectamente el hecho de que el pulso le palpitaba, enloquecido, en los oídos. Sólo había cobrado conciencia de lo mucho que le añoraba al verle pronunciar su discurso, tan urbano y seguro de sí mismo, tan divertido e irritantemente atractivo.

“Eso sí: no vamos a subir otra vez a la vieja calesita”, se reprochó, reuniendo todas sus defensas. Mientras tanto, él ocupó la silla contigua, sonriéndole y bromeando ligeramente con ella, mientras la observaba con abierta e irresistible admiración. Habían compartido muchas cosas: amigos, lugares, diversiones y peleas; él sabía exactamente cómo avivarle el sentido del humor. Tara comprendió que, si empezaba a reír, todo habría terminado. Se resistió a hacerlo, pero él debilitaba sus defensas con destreza, eligiendo el momento, y las iba derribando tan pronto como ella las instalaba. Por fin, la muchacha se rindió con un tintineo de risas que ya no podía contener, y él obró con prontitud, separándola de Huey.

Mathilda Janine, desde el balcón, buscó con la mirada a su hermana mayor y le arrojó el ramo. Tara no hizo ningún esfuerzo por cogerlo, pero Shasa lo alcanzó en el aire y se lo entregó con una reverencia, mientras los otros invitados aplaudían, con expresión complaciente.

En cuanto David y Matty se marcharon, arrastrando una serie de zapatos viejos y envases de lata tras el viejo Morris del joven, Shasa logró sacar a Tara de la tienda y llevársela en el Jaguar. No cometió el error de llevarla al bosque de pinos, escena de la última e histórica pelea. En cambio, condujo hacia Hout Bay y aparcó en la cima de los altos precipicios. Mientras el sol hacía estallar una silenciosa bomba de colores anaranjados y rojos en el sombrío Atlántico gris, cayeron uno en brazos del otro, en un frenesí de reconciliación.

El cuerpo de Tara estaba dividido en dos zonas por una línea, invisible pero muy clara, alrededor de la cintura. En ocasiones muy bien intencionadas, como la presente, la zona por encima de la línea, tras una adecuada exhibición de resistencia, quedaba abierta al acceso. Sin embargo, la zona situada al sur de la línea era inviolable. Esta restricción los dejaba a ambos cargados de tensión nerviosa. Por fin, al amanecer, se separaron lánguidamente, con un último y largo beso ante la puerta de los Malcomess.

Esa última reconciliación duró cuatro meses, todo un récord para ellos. Después de preparar un balance emocional, donde las numerosas ventajas de la soltería quedaban superadas por una sola consideración (“no puedo vivir sin ella”), Shasa le propuso formalmente matrimonio y recibió una respuesta devastadora:

—No seas tonto, Shasa. Aparte de una vulgar atracción animal, tú y yo no tenemos absolutamente nada en común.

—Eso es una perfecta estupidez, Tara —protestó él—. Venimos del mismo ambiente social, hablamos el mismo idioma, nos divierten las mismas cosas.

—Pero tú no te interesas por nada, Shasa.

—Sabes que pienso ingresar en el parlamento.

—Eso es una decisión profesional, no algo que venga del corazón. No es interesarse por los pobres, los necesitados y los indefensos.

—A mí me interesan los pobres…

—A ti te interesa Shasa Courtney, nadie más. —La voz de Tara hería como un estilete—. Para ti, pobre es cualquiera que no pueda mantener más de seis caballos para el polo.

—Tu papá tenía quince en adiestramiento la última vez que los conté —apuntó él, agrio.

—Deja a mi padre fuera de esto —le espetó ella—. Papá ha hecho más por los negros y los mulatos de este país que…

Él levantó las dos manos para interrumpirla.

—¡Vamos, Tara! Sabes que soy el más ardiente admirador de Blaine Malcomess. No era mi intención denigrarlo. Simplemente, trataba de que te casaras conmigo.

—Es inútil, Shasa. Tengo la férrea convicción de que la enorme riqueza de esta tierra debe ser redistribuida, quitada a los Courtney y los Oppenheimer, para devolverla…

—Ésas son palabras de Hubert Langley, no de Tara Malcomess. Tu pequeño amigo comunista debería pensar en generar nuevas riquezas, en vez de repartir las viejas. Si tomas todo lo que los Courtney y los Oppenheimer poseemos y lo repartes equitativamente, cada uno tendrá lo suficiente para una buena comida; veinticuatro horas después, todos estaremos pasando hambre otra vez, incluidos los Courtney y los Oppenheimer.

—¡Ya ves! —exclamó ella, triunfal—. No te importa que todo el mundo se muera de hambre, siempre que tú comas.

Él aspiró profundamente ante esa injusticia, preparándose para un contraataque a toda escala. Justo a tiempo, vio en los ojos grises la luz del combate y se contuvo.

—Si nos casamos —dijo, tratando de dar a su voz un sonido humilde—, podrás influir sobre mí y convencerme para que piense como tú…

Ella, que estaba lista para uno de esos maravillosos enfrentamientos a gritos, quedó un poco alicaída.

—¡Maldito capitalista! —protestó—. Eso es pelear sucio. —No quiero pelear contigo, querida mía. Por el contrario, lo que quiero hacer contigo es algo diametralmente opuesto. Tara rió a su pesar.

—Ésa es otra cosa que me disgusta de ti. Piensas con eso que tienes en los calzoncillos.

—Todavía no me has respondido: ¿quieres casarte conmigo?

—Tengo que entregar un ensayo mañana por la mañana, a las nueve en punto, y esta tarde estoy de turno en la clínica, a partir de las seis. Hazme el favor, Shasa, llévame a casa ahora mismo. —¿Sí o no?

—Tal vez —respondió ella—, pero sólo cuando note una gran mejoría en tu conciencia social. Y, naturalmente, después de que me licencie.

—Para eso faltan dos años más.

—Dieciocho meses —corrigió ella—. De todos modos, no es una promesa, sino un gordo “tal vez”.

—No sé si puedo esperar tanto.

—En ese caso, adiós, Shasa Courtney.

Jamás prolongaron el récord más allá de los cuatro meses, pues tres días después Shasa recibió una llamada telefónica. Estaba en una reunión, con su madre y el nuevo experto en vinos que Centaine había hecho venir desde Francia, analizando los diseños de etiquetas para la última cosecha de Cabernet Sauvignon. El secretario de Centaine entró en la oficina.

—Tiene una llamada, señor Shasa.

—En este momento no puedo atenderla. Tome el mensaje y diga que yo llamaré. —Shasa no levantó la vista de las etiquetas.

—Es la señorita Tara. Dice que es urgente.

Shasa echó una mirada tímida a su madre. Una de sus reglas estrictas era que los negocios estaban antes que nada y no debían mezclarse con actividades sociales o deportivas. Sin embargo, en esa oportunidad le hizo una señal afirmativa.

—Vuelvo en un minuto —prometió él. A los pocos segundos estaba de vuelta.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó Centaine, levantándose apresuradamente al verle la cara.

—Tara —dijo él—. Es Tara. —¿Está bien?

—Está detenida.

En diciembre de 1838, en una tribu del río Búfalo, Dingaan, el rey; zulú, había lanzado a sus impis de guerreros, armados con azagaya y escudos de cuero, contra el círculo de carretas de los Voortrekkers los antepasados del pueblo afrikáner.

Las ruedas de las carretas fueron atadas con cadenas; los espacios intermedios, bloqueados con ramas de espinos. Los Voortrekkers se instalaron tras la barricada, con sus largas carabinas, veteranos todos ellos de diez batallas semejantes, hombres valerosos y los mejores tiradores del mundo. Diezmaron a las hordas zulúes, cubriendo el río de muertos, de orilla a orilla, dejando sus aguas carmesíes; desde entonces en adelante, se lo conocería con el nombre de río Sangre.

Ese día cayó en pedazos el poderío del imperio zulú; los líderes de los Voortrekkers, descubierta la cabeza en el campo de batalla, establecieron una alianza con Dios: en adelante, celebrarían el aniversario de la victoria con un servicio religioso y una acción de gracias, por toda la eternidad.

Esa fecha se había convertido en la celebración más sagrada dentro del calendario calvinista afrikáner, después de la Navidad. Representaba todas sus inspiraciones como pueblo, conmemoraba sus sufrimientos, honraba a sus héroes y a sus antepasados.

Por consiguiente, el centésimo aniversario de la batalla tuvo un significado especial para los afrikáner. Durante los prolongados festejos, el líder del partido nacionalista declaró: “Debemos hacer de Sudáfrica un lugar seguro para el hombre blanco. Es una vergüenza que los blancos se vean obligados a vivir y trabajar junto a razas inferiores; la sangre de color es mala sangre, y es preciso que nos protejamos de ella. Necesitamos una segunda victoria si queremos rescatar nuestra civilización blanca.”

En los meses siguientes, el doctor Malan y su partido nacionalista introdujeron en el parlamento una serie de leyes de orientación racista. Iban desde el considerar delito el matrimonio mixto hasta establecer la segregación física de blancos y hombres de color, ya fueran asiáticos o africanos, y desautorizar a todas las personas de color que ya gozaban de derecho al voto, asegurándose de que las otras no lo obtuvieran jamás. Hasta mediados de 1939, Hertzog y Smuts habían logrado que estas propuestas fueran rechazadas.

El censo de Sudáfrica establecía una distinción entre los diversos grupos raciales: “los de color del Cabo y otras razas mixtas”. Estas no eran, como se podría creer, la casta de colonos blancos y tribus nativas, sino los restos de las tribus khoisan, los hotentotes, bosquimanos y damaras, junto con los descendientes de los esclavos asiáticos que habían sido llevados al Cabo de Buena Esperanza en los barcos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

En conjunto, eran un pueblo atractivo, miembros útiles y productivos de una compleja sociedad. Tendían a ser de estructura pequeña y piel clara, facciones vagamente orientales y ojos almendrados. Eran alegres, inteligentes e ingeniosos, adictos a los espectáculos brillantes, el carnaval y la música, diestros y voluntariosos en el trabajo, buenos cristianos o musulmanes devotos. Llevaban siglos viviendo al modo de la Europa occidental y, desde los tiempos de la esclavitud, mantenían una estrecha y amable asociación con los blancos.

El Cabo era su ciudadela, y allí estaban mejor que casi todos los otros grupos de color. Gozaban de derecho al voto, aunque con padrones separados; muchos de ellos, hábiles artesanos y pequeños comerciantes, habían logrado un nivel de vida y una solvencia material que sobrepasaban los de sus vecinos blancos. Sin embargo, la mayoría trabajaba en el servicio doméstico o en las empresas urbanas, logrando apenas cubrir sus necesidades. Eran ellos los que ahora caían bajo los intentos del doctor Daniel Malan, en cuanto a imponer la segregación en el Cabo y en todos los rincones del país.

Hertzog y Smuts sabían perfectamente que muchos de sus seguidores simpatizaban con los nacionalistas. Si se oponían rígidamente a ellos, podían echar a perder la delicada coalición del Partido Unido. Contra su voluntad, idearon una contrapropuesta de segregación residencial, que perturbaría el delicado equilibrio social en una mínima proporción y que apaciguaría a su propio partido, quitando base a la oposición nacionalista, al convertir en ley una situación ya existente.

—Queremos estabilizar la situación actual —explicó el general Jan Smuts. Una semana después de esta explicación, una multitud numerosa y ordenada de personas de color, a la que se sumaron muchos blancos liberales, se reunieron en la plaza Greenmarket, el centro de Ciudad del Cabo, para protestar apaciblemente contra la legislación propuesta.

Otras organizaciones, el Partido Comunista Sudafricano y el Congreso Nacional Africano, la Liga Trotsky de Liberación Nacional y la Organización de Pueblos Africanos, olfatearon sangre en el aire: sus miembros aumentaron las filas de la congregación. En el centro de la vanguardia, justo bajo el improvisado palco de los altavoces, estaba Tara Malcomess, con el pelo reluciente y los ojos azul grisáceos encendidos de justiciero ardor. A su lado, aunque ligeramente por debajo de ella, se veía a Hubert Langley, respaldado por un grupo de sus estudiantes de sociología. Todos miraban al orador, en cantados y llenos de entusiasmo.

—Este tipo es magnífico —susurró Hubert. Me extraña que no hayamos oído hablar de él antes.

—Es del Transvaal —dijo uno de sus estudiantes, que lo había oído. Y se inclinó hacia él para explicar—: Uno de los principales del Congreso Nacional Africano del Witwatersrand. Hubert asintió.

—¿Sabes cómo se llama?

—Gama. Moses Gama. Moses, Moisés, un nombre que le pega; es quien liberará a su pueblo del cautiverio.

Tara se dijo que rara vez se veía a hombre tan bello, entre los blancos o entre los negros. Era alto y delgado; su rostro era el de un joven faraón: inteligente, noble y fiero.

—Vivimos tiempos de dolor y gran peligro. —Su voz tenía un alcance y un timbre que provocó en Tara un estremecimiento involuntario—. Tiempos que fueron anunciados en el Libro de Proverbios. —Hizo una pausa y alargó las manos en un gesto elocuente, al citar—: “Hay una generación cuyos dientes son espadas, y cuyas muelas son como cuchillos para devorar a los pobres de la tierra y a los necesitados de entre todos los hombres.”

—¡Eso es magnífico! —Tara volvió a estremecerse.

—Nosotros, amigos, somos los pobres y los necesitados. Cuando cada uno de nosotros está solo, somos débiles. A solas, somos presa de aquellos que tienen dientes como espadas. Pero juntos podemos ser fuertes. Si estamos juntos, podemos resistirles.

Tara se unió a los aplausos, batiendo palmas hasta que se le entumecieron las manos. El orador guardó silencio, esperando que todos callaran. Entonces continuó:

—El mundo es como una gran cacerola de aceite que se calienta poco a poco. Cuando hierva habrá agitación, vapor, y eso alimentará al fuego que arde abajo. Las llamas volarán hasta el cielo. A partir de entonces nada será como antes. El mundo que conocemos se alterará para siempre. Sólo una cosa es segura, tan segura como que mañana saldrá el sol: el futuro pertenece al pueblo, y África pertenece a los africanos.

Tara descubrió que estaba llorando histéricamente, aplaudiendo y elogiándolo a gritos. En comparación con Moses Gama, los otros oradores resultaron aburridos y entrecortados. Ella, furiosa por esa ineptitud, miró en derredor, buscando a Moses Gama en la multitud, pero el hombre había desaparecido.

—Esa clase de personas no se atreve a permanecer mucho tiempo en un mismo sitio —explicó Hubert. Tienen que moverse como las semillas de cardo, para que no los arreste la policía. Los generales nunca combaten en la vanguardia; para la revolución son demasiado valiosos para que se los use como carne de cañón. Lenin sólo volvió a Rusia al terminar la lucha. Pero ya tendremos noticias de Moses Gama. Acuérdate de lo que te digo. La multitud, alrededor, recibió indicaciones de formar una procesión detrás de la banda de quince músicos. Cualquier reunión era buena excusa para que la “gente de color del Cabo” hiciera música. En filas de cuatro y cinco personas, la manifestación comenzó a abandonar la plaza. La banda tocaba Alabama, imponiendo un clima festivo. La muchedumbre reía y cantaba; se parecía más a un desfile que a una manifestación.

—Mantendremos una actitud pacífica y ordenada —repetían los organizadores, reforzando las órdenes previas—. Nada de disturbios; no queremos problemas con la policía. Vamos a marchar hasta el parlamento y allí entregaremos una petición al Primer ministro.

En la procesión había dos o tres mil personas, más de lo que los organizadores habían esperado. Tara marchaba en la quinta fila, detrás del doctor Goollam Gool, su hija Cissie y los otros líderes de color.

Bajo la conducción de la banda, anduvieron por la calle Adderley, la arteria principal de la ciudad. Mientras marchaban hacia el parlamento, las filas de la manifestación aumentaron con la llegada de parados y curiosos. Cuando los líderes trataron de entrar por la calle del parlamento, los seguía ya una columna de cinco mil personas, que medía setecientos u ochocientos metros; entre esa gente, casi la mitad estaban allí por diversión y curiosidad, y no por motivos políticos.

A la entrada de la calle del parlamento los esperaba un pequeño grupo de policías. Había una barricada y, frente a la reja que protegía el edificio del parlamento, había más policías armados con porras y largos látigos de piel de hipopótamo.

La procesión se detuvo ante la barrera policial. El doctor Gool hizo una seña a la banda para que guardara silencio y se adelantó a parlamentar con el inspector que mandaba el grupo, mientras fotógrafos y periodistas de los órganos locales se agolpaban alrededor para escuchar las negociaciones.

—Deseo presentar una petición al Primer ministro, en nombre del pueblo de color de la provincia del Cabo —comenzó a decir el doctor Gool.

—Doctor, usted preside una muchedumbre rebelde. Debo pedirle que haga que se disperse —contraatacó el inspector de policía.

Ninguno de sus hombres había sido provisto de armas de fuego; la atmósfera era casi cordial. Uno de los trompetistas tocó una áspera escala. El inspector, sonriendo ante el insulto, agitó el índice como un maestro de escuela ante un alumno travieso; la multitud reía. Todo el mundo entendía bien aquella clase de trato paternalista. El doctor Gool y el inspector discutieron y regatearon de un modo amistoso, sin alterarse ante los comentarios de los matones escondidos entre la muchedumbre. Por fin se envió a buscar un mensajero parlamentario. El doctor Gool le entregó la solicitud y se volvió hacia la multitud.

Muchos de los ociosos se habían retirado, ya perdido el interés, y sólo permanecía allí el núcleo original de la procesión.

—Amigos míos: nuestra petición ha sido llevada al Primer ministro —les dijo el doctor Gool—. Hemos logrado nuestro objetivo. Ahora podemos confiar en el general Hertzog, hombre bueno y amigo del pueblo, que hará lo correcto. He prometido a la policía que ahora nos retiraremos en silencio y sin causar disturbios.

—Hemos sido insultados —clamó Hubert Langley, a todo pulmón—. Ni siquiera se dignan hablar con nosotros.

—Que nos escuchen —dijo otra voz.

Sonaron fuertes palabras de acuerdo y otras de disentimiento, igualmente potentes. La procesión comenzó a perder su forma ordenada; se henchía y ondulaba.

—¡Por favor, amigos míos…!

La voz del doctor Gool quedó casi ensordecida por el alboroto. El inspector de policía dio una orden. Las reservas policiales avanzaron por la calle y formaron tras la barricada, con los bastones listos, frente a la vanguardia de la multitud.

Durante unos minutos el clima fue desagradable y confuso. Por fin se impusieron los líderes de color y la muchedumbre comenzó a dispersarse… exceptuando un duro grupo de trescientos o cuatrocientos jóvenes, blancos y negros, muchos de ellos estudiantes. Tara era una de las pocas mujeres.

La policía avanzó, alejándolos con firmeza, pero ellos se reagruparon espontáneamente, en una banda menos numerosa, pero más cohesiva, y comenzaron a marchar hacia el distrito seis, zona de la ciudad en que habitaban, casi con exclusividad, gentes de color; estaba en las proximidades del centro comercial, pero sus límites, difusos y poco claros, eran uno de los temas de la legislación propuesta, en cuanto a separar físicamente a los grupos raciales.

Los manifestantes más jóvenes y agresivos se cogieron del brazo y comenzaron a entonar estribillos. Los destacamentos policiales los seguían, frustrando con firmeza sus esfuerzos por volver a la zona central de la ciudad y encaminándolos hacia sus propios barrios.

—África para los africanos —cantaban al andar.

—Todos somos del mismo color bajo la piel.

—Pan y libertad.

De pronto, uno de los estudiantes de Hubert Langley se puso lírico y repitió el antiguo estribillo de los oprimidos, que él les había enseñado:

Cuando Adán sembraba y Eva paría ¿quién era entonces la señoría?

La banda comenzó a tocar una protesta más moderna:

“Mis ojos han visto la gloria de la llegada del Señor.” Después se lanzaron con “Nkosi sikelela África”: Dios salve a África.

Cuando entraron por las callejuelas estrechas y atestadas del distrito seis, las pandillas salieron a mirarlos con interés y acabaron por unirse a la diversión. En aquellas manzanas atestadas vivían quienes tenían cuentas personales a saldar, criminales descarados y oportunistas.

Medio ladrillo apareció volando, arrojado desde la compacta multitud, y se estrelló contra la vidriera de uno de los almacenes, cuyo dueño blanco era famoso por negarse a los créditos y cobrar muy altos precios. La muchedumbre sufrió una descarga; se oyó el grito de una mujer y los hombres comenzaron a aullar, como lobos en manada.

Alguien metió la mano por el agujero del vidrio y sustrajo algunas prendas masculinas. De nuevo voló algo hacia otro escaparate. La policía cerró filas y avanzó.

Tara trataba desesperadamente de ayudar a imponer el orden, suplicando a los ladrones, que invadían los negocios entre risas. Pero la apartaron a empujones y estuvo a punto de caer al suelo.

—Vete a tu casa, blanquita —le gritó uno de la banda, en sus narices—. Aquí no haces falta.

Entró corriendo en el negocio y salió con una máquina de coser entre los brazos.

—¡Basta! —pidió Tara, saliéndole al encuentro—. Deja eso donde estaba. Lo estás estropeando todo. ¿No te das cuenta? ¡Es lo que ellos quieren que hagas!

Y castigó con los puños el pecho del hombre, que retrocedió ante su furia. De todos modos, la calle estaba atestada de gente: ladrones, miembros de bandas callejeras, ciudadanos comunes y manifestantes, todos confundidos, irritados, temerosos. Desde el otro extremo de la calle, la policía atacó en falange, con los bastones en alto y los látigos restallantes, para barrer la multitud calle abajo.

Tara salió corriendo del establecimiento saqueado, en el momento en que un corpulento agente, de uniforme azul oscuro, propinaba fuertes bastonazos a un menudo sastre malayo que había salido de su local en persecución de quien se llevaba una pieza de paño.

El agente golpeó al sastre con el bastón, aplastándole el gorro rojo. Cuando el hombrecillo cayó al suelo, se inclinó hacia él para propinarle otro golpe. Tara se arrojó contra el policía. Fue un acto reflejo, como el de una leona que protegiera a su cachorro. El policía estaba inclinado hacia delante, de espaldas a ella. Tara le cogió por sorpresa. El hombre cayó despatarrado, pero la muchacha sujetaba su bastón con fuerza. La correa que lo ataba a la muñeca se rompió.

De pronto, Tara se encontró armada y triunfante; a sus pies, el uniformado enemigo del proletariado y sirviente de la burguesía.

Había salido tras las filas de la policía, que acababa de pasar junto al negocio y estaba de espaldas a ella. Los golpes secos de los bastones y los chillidos aterrorizados de las víctimas la enfurecieron. Eran los pobres, los necesitados, los oprimidos. Y allí estaban los opresores. Y allí también, con el bastón en alto, estaba Tara Malcomess.

Normalmente, Shasa habría tardado poco más de media hora en llevar su Jaguar, desde los portones de Weltevreden, hasta la comisaría de Victoria Road. Esa tarde le llevó casi una hora tras mucho discutir.

La policía había acordonado la zona. Encima del distrito seis pendía un ominoso manto de humo negro, que se extendía por la bahía de la Tabla. Los agentes de policía, en cada bloqueo, se mostraban tensos e irritables.

—No puede pasar, señor —dijo un sargento, deteniendo al Jaguar—. No se permite la entrada a nadie. Esos malditos negros están arrojando ladrillos y quemando cuanto les cae a la vista.

—Acabo de recibir un mensaje, sargento. Mi novia está allí y me necesita. Está en terribles dificultades. Tiene que permitirme verla.

—Lo siento, señor, pero tengo órdenes.

Había seis agentes ante la barricada; cuatro de ellos eran de color, miembros de la policía municipal.

—Sargento, ¿qué haría usted si su madre o su esposa lo necesitaran? El hombre echó alrededor una mirada mansa.

—Le diré qué vamos a hacer, señor. Mis hombres van a abrir el bloqueo por un solo minuto y nos pondremos de espaldas. Yo no lo he visto. No sé nada de usted.

Las calles estaban desiertas, pero cubiertas de escombros, piedras sueltas, ladrillos y vidrios rotos, que crujían bajo las ruedas del Jaguar. Shasa condujo a baja velocidad, horrorizado ante la destrucción que veía, con los ojos entornados para protegerlos del humo que le oscurecía la vista cada pocos metros. En una o dos ocasiones vio siluetas que acechaban en los callejones o desde las ventanas altas de los edificios indemnes, pero nadie trató de detenerlo ni atacarlo. De cualquier modo, llegó con gran alivio al destacamento policial de Victoria Road y a la protección de las brigadas, convocadas rápidamente.

—Tara Malcomess. —El sargento del escritorio reconoció inmediatamente el nombre—. ¡Sí, ya lo creo que sabemos de ella! Después de todo, hicieron falta cuatro agentes para traerla.

—¿De qué se la acusa, sargento?

—A ver… —consultó la hoja de cargos—. Hasta ahora, sólo de participación en una manifestación ilegal, destrucción malintencionada de propiedad, incitación a la violencia, insultos y amenazas, obstaculización de la labor policial, ataque a uno y/o varios policías, ataque común, ataque a mano armada y/o ataque intencionado.

—Pagaré la fianza.

—Yo diría, señor, que eso le va a salir bastante caro.

—Es hija del coronel Malcomess, el ministro del gabinete. —Bueno, ¿por qué no lo dijo antes? Espere aquí, por favor. Tara tenía un ojo negro, la blusa desgarrada y el pelo revuelto.

Miró a Shasa por entre los barrotes de su celda.

—¿Y Huey? —quiso saber.

—Huey se puede ir al infierno, para lo que me importa.

—Entonces yo me iré con él —declaró Tara, truculenta—. No me voy de aquí si él no viene conmigo.

Shasa reconoció el gesto obstinado de sus virginales facciones y suspiró. Aquello le costó cien libras: cincuenta por Tara y cincuenta por Huey.

—Pero no pienses que voy a llevarle en mi coche —declaró—. Cincuenta libras es demasiado por un bolchevique. Que vuelva a su cama andando, si quiere.

Tara subió al asiento delantero del Jaguar y se cruzó de brazos desafiante. Sin que ninguno de los dos pronunciara palabra, el muchacho puso en marcha el motor y partió con innecesaria violencia, despidiendo humo azul por la fricción de las cubiertas.

En vez de dirigirse hacia los adinerados barrios blancos del sur, condujo el Jaguar, rugiendo, por las cuestas inferiores del Pico del Diablo. Aparcó ante uno de los miradores que daban a los edificios humeantes y demolidos del distrito seis.

—¿Qué haces? —preguntó ella, al verle apagar el motor.

—¿No quieres echar un vistazo a tu obra? —propuso él, con frialdad—. Debes de estar orgullosa de lo que has logrado. Ella se movió en el asiento, inquieta.

—No fuimos nosotros —murmuró—. Fueron los skollies y los gánsters.

—Mi querida Tara, se supone que así debe funcionar la revolución. Se insta a los elementos criminales a que destruyan el sistema existente, quebrando el gobierno de la ley y el orden; entonces intervienen los líderes y vuelven a imponer el orden, fusilando a los revolucionarios. ¿No has estudiado las enseñanzas de Lenin, tu ídolo?

—Fue culpa de la policía…

—Sí, siempre es culpa de la policía. Eso también forma parte del plan de Lenin.

—La cosa no es así…

—Cállate —le espetó él—. Por una vez en la vida, calla y escucha. Hasta ahora he soportado tus aires de Juana de Arco. Era algo tonto e ingenuo, pero lo soporté porque te quería. Pero si empiezas a quemar hogares, a arrojar ladrillos y bombas, entonces ya no me parece divertido.

—No te atrevas a hablarme con ese aire condescendiente —estalló la muchacha.

—Mira, Tara, mira ese humo, esos incendios. Allí está la gente por quien tanto te interesas, las personas a quienes en teoría quieres ayudar. Es a sus casas y a su medio de vida a los que has arrimado la antorcha.

—No pensé que…

—No, claro que no lo pensaste. Pero voy a decirte algo y quiero que lo recuerdes bien. Si tratas de destruir esta tierra que amo y de hacer sufrir a su pueblo, serás mi enemiga. Y te combatiré hasta la muerte.

Tara guardó silencio largo rato, sin mirarle; por fin dijo, en voz baja:

—¿Quieres llevarme a casa, por favor? —Él cogió por el trayecto más largo, junto a la costa atlántica, para evitar las áreas de disturbio. No volvieron a decir una palabra hasta que Shasa se detuvo frente a la casa de los Malcomess.

—Puede que tengas razón —murmuró ella, entonces—. Tal vez somos, en realidad, enemigos.

Bajó del Jaguar y permaneció un instante mirándolo, sentado tras el volante de la cabina descubierta.

—Adiós, Shasa —dijo con tristeza. Y entró en la casa.

—Adiós, Tara —susurró él—. Adiós, mi amada enemiga.