Con el Daimler encabezando la marcha, corrieron por la amplia Autobahn blanca hasta los suburbios de la capital alemana.

—Cuánta agua, cuántos canales, cuántos árboles.

—La ciudad está construida sobre una serie de canales —explicó Tara—. Son ríos atrapados entre las antiguas morenas terminales que se extienden de este a oeste…

—¿Es posible que lo sepas siempre todo? —la interrumpió Shasa con un gesto burlonamente desesperado.

—A diferencia de algunos que conozco, sé leer y escribir. ¿Qué te parece? —contraatacó ella.

David hizo una mueca teatral.

—¡Ay, cómo ha dolido eso! Y no era para mí, siquiera.

—Muy bien, señorita Sabelotodo —la desafió Shasa—, ya que tanto sabe, ¿qué dice ese letrero?

Señalaba hacia delante, a un gran letrero blanco con letras negras plantado junto a la autopista. Tara lo leyó en voz alta.

—Dice: “¡Judíos! ¡Seguid derecho por aquí! ¡Esta carretera os llevará a Jerusalén, donde debéis estar!” —Al darse cuenta de lo que había dicho, se inclinó para tocar a David en el hombro—. David, lo siento mucho. ¡Nunca debí decir semejante insensatez!

El muchacho permanecía erguido, con la vista perdida en el parabrisas. Al cabo de algunos segundos le dedicó una sonrisa débil.

—Bienvenidos a Berlín —susurró—, el centro de la civilización aria.

—¡Bienvenidos a Berlín! ¡Bienvenidos a Berlín!

El tren que los había llevado a través de media Europa entró en la estación, entre nubes de vapor y gritos de la multitud, casi ahogados por el ritmo de la banda, que tocaba un aire marcial.

—¡Bienvenidos a Berlín!

La muchedumbre se lanzó hacia delante en cuanto el vagón se detuvo. Manfred de La Rey, al bajar, se vio rodeado de personas que le deseaban suerte, sonrientes, contentos, deseosas de estrecharle la mano; había muchachas sonrientes y guirnaldas de flores, preguntas hechas a gritos y flases encendidos.

Los otros atletas vestían, como él, chaqueta deportiva verde, ribeteada en oro, pantalones y zapatos blancos y sombreros de Panamá. También ellos se vieron rodeados por la multitud. Pasaron algunos minutos antes de que se elevara una fuerte voz por encima del bullicio.

—¡Atención, por favor! ¡Permítanme su atención!

La banda marcó un redoble de tambores, mientras un hombre alto, de uniforme oscuro y gafas con montura de acero, daba un paso adelante.

—Ante todo, permítanme ofrecerles los calurosos saludos del Führer y del pueblo alemán. Les damos la bienvenida a estas undécimas Olimpiadas de la era moderna. Sabemos que ustedes representan el espíritu y el valor de la nación sudafricana; les deseamos todo el éxito y muchas, muchas medallas. —Entre aplausos y risas, el orador alzó las manos—. Hay automóviles esperando para llevarles a sus alojamientos de la villa olímpica, donde todo está preparado para que su estada entre nosotros sea, a un tiempo, inolvidable y grata. Ahora tengo el placentero deber de presentarles a la señorita que actuará como guía e intérprete de ustedes en las próximas semanas. —Hizo una seña hacia la multitud; una joven salió de entre la gente y se volvió hacia el grupo de atletas. Se oyó un suspiro colectivo y un murmullo de apreciación.

—Les presento a Heidi Kramer.

Era alta y fuerte, pero inequívocamente femenina; sus caderas y su pecho tenían la forma de un reloj de arena, pero también la gracia de los bailarines y la postura de los gimnastas. Manfred comparó el color de su pelo con el de las auroras del Kalahari; sus dientes, cuando sonreía, eran perfectos, de bordes imperceptiblemente aserrados y translúcidos como porcelana fina. Pero sus ojos estaban más allá de toda descripción, eran más azules y más límpidos que el cielo africano a mediodía. Sin vacilación, el joven se dijo que nunca había conocido mujer tan magnífica. El pensamiento le hizo formular una disculpa silenciosa y culpable, dirigida a Sara. Pero Sara, comparada con esa valquiria alemana, era un dulce gatito junto a un leopardo hembra en la flor de su edad.

—Ahora Heidi se encargará de que recojan el equipaje y de que todos ustedes tengan asiento en las limusinas. Desde ahora en adelante, cualquier cosa que necesiten pueden pedírsela a Heidi. Ella es una hermana mayor y una madrastra.

Todos rieron, silbando y dando vítores. Heidi, sonriente y encantadora, pero también rápida y eficaz, se hizo cargo de todo. A los pocos minutos, una banda de trabajadores uniformados se había llevado el equipaje. Ella los condujo por el largo andén, bajo su cúpula de vidrio, hasta los magníficos vestíbulos de la estación, ante la cual esperaba una columna de Mercedes negros.

Manfred, el tío Tromp y Roelf Stander subieron al asiento trasero de una limusina. El conductor iba a arrancar cuando Heidi le hizo una seña y se acercó corriendo. Llevaba tacones altos, que imponían tensión a los músculos de sus pantorrillas, destacando sus adorables líneas y la fina delicadeza de sus tobillos. Ni Sara ni las otras muchachas que Manfred conocía habían usado jamás tacones altos.

Heidi abrió la portezuela delantera y metió la cabeza en el Mercedes.

—¿Les molestaría, caballeros, que viajara con ustedes? —preguntó, con su radiante sonrisa.

Todos protestaron vigorosamente, incluido el tío Tromp.

—¡No, no! ¡Suba, por favor!

Ella se deslizó junto al chófer. En cuanto hubo cerrado la puerta torció el cuerpo para mirarlos, con los brazos apoyados en el respaldo del asiento.

—No saben cómo me entusiasma conocerlos —les dijo en inglés, aunque con acento—. He leído mucho sobre África, los animales y los zulúes; algún día iré allí. Tienen que prometerme que me contarán muchas cosas sobre su bello país. Y yo les hablaré de mi bella Alemania.

Ellos aceptaron, llenos de entusiasmo. Heidi miró directamente al tío Tromp.

—Déjeme adivinar. Usted debe de ser el reverendo Tromp Bierman, el entrenador de boxeo.

El tío Tromp se quedó radiante.

—Qué sagaz de su parte.

—He visto su fotografía —admitió ella—. ¿Cómo olvidar una barba tan magnífica? —El reverendo puso cara de gran satisfacción—. Pero debe decirme quiénes son sus compañeros.

—Aquí, Roelf Stander, nuestro peso pesado —presentó el tío Tromp—. Y aquí, Manfred De La Rey, nuestro peso medio.

Manfred tuvo la certeza de que ella había reaccionado al oír su nombre: una elevación en la comisura de la boca, un leve entornarse de los ojos. De inmediato volvió a sonreír.

—Todos seremos buenos amigos —dijo.

Manfred respondió, en alemán:

—Mi pueblo, los afrikáner, siempre hemos sido leales amigos del pueblo alemán.

—Oh, habla alemán a la perfección —exclamó la muchacha, encantada, en el mismo idioma—. ¿Dónde aprendió a hablar como uno de nosotros?

—Mi abuela paterna y mi madre eran alemanas de pura sangre. —Entonces encontrará muchas cosas de interés en nuestro país.

Volviendo al inglés, Heidi comenzó a darles una conferencia, señalándoles los puntos principales de la ciudad, mientras el Mercedes negro volaba por las calles, con las banderillas olímpicas flameando sobre el capó.

—Ésta es la famosa Unter den Linden, la calle que tanto amamos los berlineses. —Era amplia y magnífica, bordeada de tilos, que la dividían en dos carriles—. Mide un kilómetro y medio de longitud. Allá detrás está el palacio real. Allí delante, la Brandenburg Tor.

Las altas columnatas del monumento estaban decoradas con enormes estandartes que pendían dé una cuádriga esculpida arriba y llegaban al suelo; junto a la esvástica negra y carmesí se veían los anillos multicolores del símbolo olímpico, flameando con la brisa ligera.

—Ése es el teatro de la ópera. —Heidi se volvió para señalar por la ventana lateral—. Fue construido en 1741…

De pronto, con ese entusiasmo nervioso que parecía caracterizar a todos los ciudadanos de la Alemania nacionalsocialista, exclamó:

—Vean cómo los saluda el pueblo de Berlín. ¡Miren, miren!

Berlín estaba llena de banderas y estandartes. De todos los edificios públicos, de las grandes tiendas y las viviendas particulares, ondeaban millares de banderas con esvásticas y anillos olímpicos. Cuando llegaron, por fin, al edificio de departamentos que se les había asignado, dentro de la villa olímpica, los esperaba una guardia de honor de las Juventudes Hitlerianas con antorchas en alto. Otra banda, desde la acera, comenzó a tocar La voz de Sudáfrica, el himno nacional de los visitantes.

Ya dentro del edificio, Heidi proporcionó a cada uno un folleto lleno de cupones de color, que organizaba las necesidades personales hasta en el último detalle: desde el cuarto y la cama donde dormirían hasta los vestuarios y las taquillas que les corresponderían en los estadios, pasando por los autobuses encargados de transportarlos desde el edificio al complejo olímpico.

—Aquí, en esta casa, contarán con un cocinero y un comedor. La comida será preparada de acuerdo con sus gustos, teniendo en cuenta las dietas especiales y las preferencias de cada uno. Hay un médico y un dentista disponibles a cualquier hora. Tintorería y lavandería, radios y teléfonos, un masajista privado para el equipo, una secretaria con su máquina de escribir…

Todo había sido dispuesto. Los atletas quedaron asombrados ante esa planificación precisa y meticulosa.

—Busquen sus cuartos, por favor; allí encontrará cada uno su equipaje. Deshagan las maletas y descansen. Mañana por la mañana les acompañaré en el autobús a recorrer el Reichssportfeld, el complejo olímpico. Está a quince kilómetros de aquí, de modo que partiremos inmediatamente después de desayunar, a las ocho y media de la mañana. Mientras tanto, si necesitan algo, lo que sea, no tienen más que pedírmelo.

—Sé lo que me gustaría pedirle —susurró uno de los levantadores de pesas, poniendo los ojos en blanco.

Manfred cerró los puños, enfadado por la impertinencia, aunque Heidi no la había oído.

—Hasta mañana —se despidió, alegremente.

Y pasó a la cocina para hablar con el cocinero.

—Eso es una mujer —gruñó el tío Tromp—. Menos mal que soy un viejo religioso y feliz, libre de todas las tentaciones de Eva.

Hubo gritos de burlona conmiseración hacia el reverendo, que ya era como un tío para todos. El reverendo adoptó una súbita seriedad.

—¡Muy bien! ¡A ponerse las zapatillas de correr, banda de haraganes! ¡Quince kilómetros a toda marcha antes de cenar, por favor!

Cuando bajaron a desayunar, Heidi los estaba esperando, alegre, radiante y llena de sonrisas; respondió a todas las preguntas, distribuyó la correspondencia llegada desde Sudáfrica y solucionó algunos pequeños problemas con prontitud y sin problemas. Cuando todos terminaron de comer, los llevó en grupo a la estación de autobuses. Casi todos los atletas de los otros países se hospedaban en la villa olímpica, que bullía de entusiasmo. Hombres y mujeres, con sus equipos deportivos, corrían por la calle, saludándose en una multiplicidad de idiomas; el estupendo estado físico se veía en sus caras jóvenes y en cada uno de sus movimientos. Todos quedaron atónitos ante el tamaño del estadio, un enorme pabellón de salones, gimnasios y piscinas cubiertas, levantados alrededor de una pista ovalada y un teatro al aire libre. Las gradas parecían extenderse hasta el infinito, y el pebetero, en un extremo, con su antorcha apagada, confería cierta solemnidad religiosa a ese templo, dedicado a la adoración del cuerpo humano.

Les llevó la mañana entera recorrerlo todo y recibir respuesta a sus cientos de preguntas. Heidi no descuidaba a nadie, pero Manfred la descubrió más de una vez caminando a su lado. El hecho de hablar ambos en alemán les daba una sensación de intimidad, aun en medio de la multitud. Y no era sólo imaginación del muchacho, pues también Roelf había reparado en la atención especial que su amigo recibía.

—¿Estás disfrutando de tus lecciones de alemán? —preguntó con aire ingenuo a la hora del almuerzo.

Como Manfred le respondiera con un gruñido, sonrió con toda la cara, sin muestras de arrepentimiento.

Los organizadores habían conseguido entrenadores entre los clubes de boxeo locales. En los días siguientes, el tío Tromp los condujo al nivel más alto al que podían llegar con su entrenamiento.

Manfred hacía pedazos a sus adversarios, plantando tales puñetazos en los gruesos acolchados que les cubrían el vientre y la cabeza que, a pesar de esa protección, ninguno aguantaba más de uno o dos asaltos antes de pedir cuartel. Cuando el muchacho volvía a su rincón y miraba alrededor, solía encontrarse con que Heidi Kramer lo estaba observando con el impecable cuello enrojecido y una mirada intensa y extraña en esos ojos increíblemente azules; la punta de su lengua rosada asomaba entre los dientes blancos y cortantes.

Sin embargo, sólo tras cuatro días de entrenamiento, pudo Manfred encontrarse a solas con ella. Había terminado una dura sesión en el gimnasio; después de darse una ducha y vestirse con ropa cómoda, cruzó la entrada principal del estadio. Cuando estaba llegando a la parada del autobús, ella le llamó por su nombre y corrió en su busca.

—Yo también vuelvo al pueblo. Tengo que hablar con el cocinero. ¿Puedo tomar el autobús contigo?

Seguramente lo había estado esperando, y él se sintió halagado y un poco nervioso.

La muchacha caminaba meneando libremente las caderas; cuando se volvía a mirarle, su cabellera giraba como una lámina de seda dorada.

—He observado a los boxeadores de otros países —comentó—, sobre todo a los pesos medios. Y también a ti.

—Sí. —Manfred frunció el entrecejo para disimular su azoramiento—. Te he visto.

—No tienes adversarios a los que temer, salvo al norteamericano.

—Cyrus Lomax —confirmó él—. Sí, la revista Ring lo califica como el mejor del mundo entre los pesos medios. También el tío Tromp ha venido observándolo y dice que es muy bueno. Muy fuerte. Y como es negro, debe tener el cráneo de marfil macizo.

—Será tu único adversario para la medalla de oro —observó ella. La de oro: en sus labios sonaba a música que aceleraba el pulso—. Yo estaré allí para darte ánimos.

—Gracias, Heidi.

Cuando subieron al autobús, los otros pasajeros miraron a la muchacha con admiración y él se sintió orgulloso de tenerla a su lado.

—Mi tío es un gran aficionado al boxeo, Y piensa lo mismo que yo: que tienes una buena posibilidad de derrotar al negro norteamericano. Tiene muchos deseos de conocerte.

—Qué amable de su parte.

—Esta noche da una pequeña recepción en su casa. Me ha pedido que te invite.

—Ya sabes que no es posible. —Él sacudió la cabeza—. Mi entrenamiento…

—Mi tío es un hombre importante, de mucha influencia —insistió Heidi, mirándole con la cabeza inclinada y una sonrisa irresistible—. Será muy pronto. Te prometo que estarás en casa antes de las nueve. —Al verlo vacilar, prosiguió—: Sería una gran alegría para mi tío… y para mí.

—Yo también tengo un tío.

—Si consigo que tu tío Tromp te dé permiso, ¿prometes venir?

A las siete en punto, como quedó acordado, Heidi lo estaba esperando ante el edificio con el Mercedes. El chófer abrió la porte zuela de atrás para que Manfred se instalara junto a ella.

—Estás muy bien, Manfred —comentó Heidi sonriendo.

Llevaba la cabellera rubia peinada en dos gruesas trenzas sobre la cabeza. Los hombros y el escote ponían al descubierto su nívea perfección. El vestido de tafetán azul, coincidía con el color de sus ojos.

—Estás preciosa —comentó Manfred con voz maravillada.

Hasta entonces nunca había dicho un cumplido a una mujer, pero se trataba de una mera observación. Ella bajó la vista, en un gesto de modestia conmovedor, considerando que debía de estar habituada a la adulación de los hombres.

—A la Rupertstrasse —ordenó al conductor.

Bajaron lentamente por la Kurfu stendamm, contemplando a los grupos que alborotaban en las iluminadas aceras. El Mercedes aceleró al entrar en las tranquilas calles del distrito Grunewald, la zona de los millonarios, en la parte oeste. Manfred se relajó en el asiento de cuero, girando hacia la encantadora mujer que tenía a su lado, Ella hablaba con seriedad. Le hizo preguntas sobre él, su familia y su país. El muchacho no tardó en notar que ella poseía insospechados conocimientos sobre Sudáfrica, y se preguntó cómo los habría adquirido.

Heidi conocía la historia de las guerras, los conflictos y las rebeliones, la lucha de su gente contra las bárbaras tribus negras y, más adelante, el sometimiento de los afrikáner a los británicos y el terrible peligro que amenazaba su supervivencia como pueblo.

—Los ingleses —dijo ella— están en todas partes y allí donde van siembran guerra y sufrimiento: en África, en la India, en mi Alemania. También nosotros hemos sufrido opresión y persecuciones. Si no fuera por nuestro bien amado Führer, todavía estaríamos tambaleándonos bajo el yugo de los judíos y los ingleses.

—Sí, el Führer es un gran hombre —afirmó Manfred. Y citó textualmente—: “Aquello por lo que debemos luchar es la salvaguardia de la existencia y reproducción de nuestra raza y de nuestro pueblo, el sustento de nuestros hijos y la pureza de nuestra sangre, la libertad y la independencia de la patria, para que nuestro pueblo pueda madurar hasta cumplir la misión que le fue asignada por el creador del universo.”

—¡Mein Kampf! —exclamó ella—. ¡Conoces de memoria las palabras del Führer!

Manfred comprendió que habían franqueado una puerta importante en su relación.

—Con esas palabras ha expresado todo lo que creo y siento —dijo Manfred—. Es un gran hombre, jefe de una gran nación.

La casa de la Rupertstrasse estaba entre grandes jardines, en la orilla de uno de los bellos rincones del lago Havel. Había diez o doce limusinas estacionadas en el camino de entrada, casi todas con la esvástica flameando sobre el capó y un chófer uniformado al volante. Había luz en todas las ventanas de la casona y, cuando el conductor les dejó junto al pórtico, oyeron música, voces y risas.

Manfred ofreció el brazo a Heidi y ambos atravesaron las puertas de entrada, abiertas de par en par. Después de cruzar un vestíbulo de mármol blanco y negro, cuyas paredes estaban decoradas por un bosque de astas de venado, se detuvieron ante el gran salón.

Estaba colmado de invitados. Casi todos los hombres lucían deslumbrantes uniformes, en los que centelleaban las insignias del rango y el regimiento; las mujeres vestían elegantes sedas y terciopelos, con los hombros desnudos y las melenas muy cortas, según la última moda.

Las risas y las conversaciones se apagaron, pues todos estaban examinando a los recién llegados entre interesantes especulaciones, ya que Manfred y Heidi componían una pareja llamativamente hermosa. Luego se reanudó la conversación.

—Allí está el tío Sigmund —exclamó Heidi, arrastrando a Manfred hacia una alta silueta uniformada, que les salía al encuentro.

—Heidi, querida. —El hombre se inclinó sobre la mano de la muchacha—. Cada vez que te veo estás más guapa.

—Manfred, te presento a mi tío, el coronel Sigmund Boldt. Tío Sigmund, ¿me permites presentarte a Herr Manfred De La Rey, el boxeador sudafricano?

El coronel Boldt estrechó la mano del joven. Su pelo, totalmente blanco, estaba echado hacia atrás, descubriendo el rostro fino de un académico, de buena estructura ósea y nariz aristocráticamente estrecha.

—Heidi me ha dicho que usted es de origen alemán, ¿verdad?

Llevaba un uniforme negro, con insignias de plata en las solapas; tenía un párpado caído y ese ojo le lagrimeaba incontrolablemente; él lo secaba con frecuencia, con un pañuelo de hilo que sostenía en la mano derecha.

—Es verdad, coronel. Tengo vínculos muy fuertes con su patria —replicó Manfred.

—Ah, habla alemán de un modo excelente. —El coronel lo cogió del brazo—. Aquí hay muchas personas que querrán conocerlo. Pero antes dígame: ¿qué piensa del boxeador negro norteamericano, ese tal Cyrus Lomax? ¿Y con qué táctica piensa enfrentarse a él? Con discreta habilidad social, Heidi o el coronel Boldt estaban siempre a su lado para llevarlo de un grupo a otro; como él rechazó el champán que se le ofrecía, el camarero le trajo un vaso de agua mineral.

Sin embargo, lo dejaron por más tiempo que el acostumbrado con un huésped a quien Heidi presentó con el nombre de “general Zoller”: un alto oficial prusiano, que vestía uniforme de campaña gris y lucía una cruz de hierro en el cuello. A pesar de su rostro, bastante común y olvidable, y de sus facciones pálidas y enfermizas, demostró ser dueño de una inteligencia aguda e incisiva. Interrogó minuciosamente a Manfred sobre la política y la situación de Sudáfrica, sobre todo en cuanto a los sentimientos del afrikáner con respecto a sus relaciones con Gran Bretaña y el Imperio.

Mientras hablaban, el general Zoller fumó sin parar una serie de finos cigarrillos envueltos en papel amarillo que despedían un fuerte olor a hierbas; de vez en cuando emitía el jadeo del asma. Manfred descubrió pronto que simpatizaba con él y que poseía un conocimiento enciclopédico de los asuntos africanos. El tiempo pasó muy deprisa. Por fin, Heidi cruzó el salón para avisarle.

—Disculpe, general Zoller, pero he prometido al entrenador de boxeo llevarle a su estrella antes de las nueve.

—Ha sido un placer conocerle, joven. —El general estrechó la mano a Manfred—. Nuestros países deberían ser buenos amigos. Manfred le aseguró:

—Haré cuanto esté en mí poder para que así sea.

—Buena suerte en las Olimpiadas, Herr De La Rey. Ya en el Mercedes otra vez, Heidi comentó:

—Causaste muy buena impresión a mi tío… y a muchos de sus amigos; el general Zoller, para empezar.

—Disfruté mucho de la velada.

—¿Te gusta la música, Manfred?

El se quedó algo sorprendido por la pregunta.

—Me gusta cierto tipo de música, pero no soy experto. —¿Wagner?

—Sí, Wagner me gusta mucho.

—El tío Sigmund me ha dado dos entradas para escuchar a la Filarmónica de Berlín el próximo viernes. Dirigirá Herbert von Karajan, el joven director, con un programa de Wagner. Sé que esa tarde tienes tu primera prueba eliminatoria, pero después podríamos celebrarlo. —Vaciló por un instante y añadió, apresurada—: Perdona. Pensarás que soy muy atrevida, pero te aseguro que…

—No, no. Será un gran honor acompañarte… gane o pierda.

—Ganarás —dijo ella, simplemente—. Estoy segura. —Lo dejó frente al alojamiento del equipo y aguardó a que hubiera entrado antes de ordenar al conductor—: Volvamos a Rupertstrasse.

Cuando llegó otra vez a la casa del coronel, la mayor parte de los invitados se estaba retirando. Ella esperó en silencio hasta que él hubo despedido al último. Entonces, con una inclinación de su cabeza plateada, le dio la orden de seguirlo. El modo de tratarla había cambiado por completo, tornándose brusco y lleno de superioridad.

El coronel abrió una discreta puerta de roble, en el extremo más alejado del salón, y entró por ella. Heidi le siguió, cerrando suavemente tras de sí. De inmediato se puso en posición de firmes y aguardó. Boldt la dejó allí, mientras llenaba dos copas de coñac. Llevó una al general Zoller, que estaba sentado en un sillón, junto a la chimenea, fumando uno de sus cigarrillos de hierbas, con una carpeta de archivo abierta en las rodillas.

—Bueno, Fráulein —dijo el coronel Boldt, dejándose caer en el sillón de cuero, mientras señalaba el diván—, siéntese. Puede ponerse cómoda en la casa de su “tío”.

Ella sonrió amablemente, pero se instaló en la orilla del sofá, con la espalda rígida. El coronel Boldt se volvió hacia el general.

—¿Puedo conocer la opinión del general sobre el individuo?

Zoller levantó la vista de la carpeta.

—Parece haber una zona oscura en torno de la madre del sujeto. ¿Está confirmado que haya sido alemana, como él asegura?

—Temo que no tenemos ninguna confirmación. No hemos podido conseguir pruebas sobre la nacionalidad de la madre, aunque he hecho averiguaciones exhaustivas entre nuestra gente de África suroccidental. En general, se cree que murió cuando lo tuvo en el parto, en la sabana. Sin embargo, por el lado paterno, existen pruebas documentadas de que su abuela era alemana y de que su padre luchó muy valerosamente en el ejército del Káiser destacado en África.

—Sí, ya lo veo —expresó el general, agrio. Y levantó la vista hacia Heidi—. ¿Qué sentimientos le ha expresado a usted, Fráulein?

—Está muy orgulloso de su sangre alemana y se considera un aliado natural del pueblo alemán. Es un gran admirador del Führer y puede citar largamente su obra.

El general tosió y jadeó un poco, encendiendo otro cigarrillo, antes de volver su atención a la carpeta roja, que lucía el emblema del águila y la esvástica en la cubierta. Los otros permanecieron en silencio casi diez minutos. Por fin, él levantó la vista hacia Heidi.

—¿Qué relación ha establecido usted con el sujeto, Fráulein?

—Por órdenes del coronel Boldt he sido simpática con él, manifestándole de diversas maneras mí interés como mujer. Le he probado que tengo conocimientos sobre boxeo y que me interesa ese deporte. También que conozco mucho los problemas de su patria.

—Fráulein Kramer es una de mis mejores agentes —explicó el coronel Boldt—. Se le ha proporcionado amplia información sobre la historia de Sudáfrica y el deporte del boxeo. —El general asintió—. Prosiga, Fráulein.

Heidi obedeció.

—Le he dado a entender que comprendo las aspiraciones políticas de su pueblo, dejando claro que soy su amiga, con posibilidades de ser algo más.

—¿No hay intimidad sexual entre ustedes?

—No, mi general. A mi juicio, el sujeto se ofendería si yo procediera con demasiada celeridad. Como sabemos por sus antecedentes, proviene de una familia estrictamente calvinista. Además, no he recibido órdenes del coronel Boldt en cuanto a iniciar avances sexuales.

—Bien. —El general asintió con la cabeza—. Se trata de un asunto muy importante. El mismo Führer sabe de nuestra operación. Como yo, considera que la punta meridional de África posee una enorme importancia táctica y estratégica en nuestros planes de expansión global. Custodia las rutas marítimas hacia la India y Oriente y, en el caso de que el canal de Suez no esté abierto a nuestra navegación, es la única vía disponible. Además, es un tesoro de materias primas vitales para nuestros preparativos militares: como, diamantes, minerales del grupo del platino. Teniendo esto en cuenta, y después de conocer personalmente al tipo, soy de la firme opinión de que debemos proceder. Por lo tanto, la operación cuenta ahora con sanción departamental completa y una clasificación “en rojo”.

—Muy bien, mi general.

—El nombre clave del operativo será “Espada blanca”, Das Weisse Schwart:

—Jawohl, mi general.

—Fráulein Kramer, queda usted asignada exclusivamente a esta operación. En la primera oportunidad, iniciará relaciones sexuales con el sujeto, de tal modo que no lo alarme ni lo ofenda, sino que aumente nuestro dominio sobre su lealtad. —Muy bien, mi general.

—A su debido tiempo, puede resultar necesario que usted entre en una especie de matrimonio con el sujeto. ¿Hay algún motivo que se lo impida en caso necesario?

Heidi no vaciló.

—Ninguno, mi general. Puede confiar por completo en mi dedicación y en mi lealtad. Haré todo lo que se requiera de mí.

—Muy bien, Fráulein. —El general Zoller tosió y trató, ruidosamente, de tomar aliento. Al proseguir, su voz seguía siendo ronca—. Ahora bien, coronel: convendrá a nuestros propósitos que el sujeto sea ganador de una medalla de oro en estos Juegos. Le dará mucho prestigio en su patria, aparte del aspecto ideológico; un ario debe triunfar sobre toda persona de la inferior raza negra.

—Comprendo, mi general.

—No hay ningún candidato alemán con posibilidades de ganar el título de campeón de los pesos medios, ¿verdad?

—No, mi general; el sujeto es el único candidato blanco con posibilidades. Podemos asegurarnos de que todas sus peleas tengan jueces y árbitros miembros del Partido, que se encuentren bajo el control de nuestro departamento. Naturalmente, no podemos alterar el resultado en el caso de un fuera de combate, pero…

—Naturalmente, Boldt, pero usted hará cuanto esté a su alcance. Y Fráulein Kramer informará diariamente al coronel Boldt de sus progresos con el sujeto.

El clan Courtney-Malcomess se había hospedado en el lujoso hotel Bristol, en vez de hacerlo en la villa olímpica. David Abrahams, en cambio, inclinándose ante los dictados del entrenador de atletismo, compartía el edificio de apartamentos con sus compañeros de equipo. Por eso, Shasa le vio muy poco en esos días de dura preparación, previos a la inauguración de los Juegos.

Mathilda Janine convenció a Tara para que la acompañara a casi todos los entrenamientos; a cambio, ella le prestaba su compañía en los campos de polo. Así, las dos muchachas se pasaban casi todo el día volando del vasto complejo olímpico, a través de todo Berlín, hasta el centro ecuestre, a toda velocidad, que era el único modo en que Tara sabía conducir el Bentley verde de su padre.

El breve abandono de los entrenamientos, combinado con a inminencia de los Juegos, parecían haber acrecentado la velocidad de David, en vez de perjudicarla. Logró algunos tiempos excelentes en esos cinco días, y se resistía valerosamente a las proposiciones de Mathilda Janine, en cuanto a robar “una o dos horas” por la noche.

—Tienes una buena ocasión, David —le dijo su entrenador, verificando su cronómetro tras la última carrera, antes de la ceremonia oficial de apertura—. Tienes que concentrarte. Si lo haces, volverás a tu casa con un trozo de lata.

Tanto Shasa como Blaine estaban encantados con los caballos que les habían proporcionado los alemanes. Tanto con los animales como con todo lo demás: los palafreneros, los establos y el equipo eran irreprochables. Bajo el férreo control de Blaine, el equipo se dedicó a entrenar muy concentrado. Muy pronto volvieron a formar un compenetrado cuerpo de jinetes.

Entre una y otra de sus largas sesiones en el campo de juego, observaban a los otros equipos con que deberían enfrentarse. Los norteamericanos, sin tener en cuenta los gastos, habían cruzado el Atlántico con sus propios caballos. Los argentinos, superándolos, habían llevado también a sus peones, con sombrero de gaucho y pantalones de cuero, decorados con tachas de plata.

—Ésos son los dos equipos que debemos derrotar —advirtió Blaine a sus compañeros—. Pero los alemanes son asombrosamente buenos. Y los británicos, como siempre, se afanarán como negros.

—Podemos aplastarlos a todos. —Shasa les animó con su vasta experiencia—… Con un poco de suerte.

Tara fue la única que se tomó en serio esa jactancia. Desde el palco lo veía volar por el campo lateral, erguido en la silla de montar, como un bello centauro, ligero y esbelto, centelleantes los dientes blancos contra el bronceado de su cara.

—Es tan engreído y testarudo —se lamentó—. Ojalá pudiera dejar de prestarle atención. Ojalá la vida no fuera tan aburrida lejos de él.

El primero de agosto de 1936, a las nueve de la mañana, el vasto estadio olímpico, el más grande del mundo, ya estaba atestado con más de cien mil seres humanos.

El césped de la isla central había sido cultivado hasta convertirse en una lámina de terciopelo verde esmeralda, marcado con las rayas y los círculos blancos que indicaban la distribución de los deportes. La pista de atletismo, en la periferia, era de cenizas de color ladrillo. Muy arriba se elevaba la “tribuna de honor”: la plataforma para la marcha tradicional de los atletas. En un extremo alejado se alzaba el pebetero, con su antorcha de trípode aún fría.

Ante la entrada del estadio se extendía el Maifeld, cuyo amplio espacio contenía el alto campanario, donde se leía: Ich rufe die Jugend der Welt (“yo convoco a la juventud del mundo”). Los grupos de atletas se reunieron frente al largo bulevar del Kaiserdamm, rebautizado para esa solemne ocasión, el Via Triumphalis. Por encima del campo flotaba la gigantesca aeronave Hindenburg, arrastrando la bandera de las Olimpiadas: cinco grandes círculos entrelazados.

Desde lejos se elevó un vago susurro en el frío aire de la mañana. Fue creciendo poco a poco, acercándose. Una larga comitiva de Mercedes descubiertos se aproximaba por la Via Triumphalis, pasaba entre las filas de cincuenta mil hombres de uniforme pardo que flanqueaban la calle por ambos lados, conteniendo a una densa multitud, en el fondo, que rugía de adulación al ver en el primer vehículo una figura que hacía el saludo nazi.

La procesión se detuvo ante la legión de atletas; Adolf Hitler bajó del primer Mercedes con una sencilla camisa parda, pantalones de montar y botas. Aquel atuendo sobrio y sin adornos, en vez de hacerle pasar inadvertido, parecía distinguirlo en la profusión de refulgentes uniformes, encajes de oro, pieles, estrellas y cintas que le seguían hacia las puertas del estadio.

“Conque ése es el loco”, pensó Blaine Malcomess, al verlo pasar a cinco pasos de donde él estaba.

Era exactamente como lo había visto en mil retratos: pelo oscuro peinado hacia delante, pequeño bigote cuadrado. Pero Blaine no estaba preparado para enfrentarse a la intensa mirada mesiánica que le dirigió durante un fugaz instante. Descubrió que se le había erizado eléctricamente el vello de los brazos, pues acababa de mirar a los ojos a un profeta del Antiguo Testamento… o a un demente.

Detrás de Hitler iban todos sus favoritos: Goebbels vestía un traje de verano claro; Goering, en cambio, lucía el uniforme de gala de la Luftwaffe, y saludó a los atletas con su bastón de mariscal. En ese momento, la gran campana de bronce comenzó a tañer, convocando a los jóvenes del mundo.

Hitler y su cortejo se perdieron de vista, entrando en el túnel abierto entre los palcos. Pocos minutos después estallaba una gran fanfarria de trompetas, cien veces amplificada por los altavoces, un gran coro entonaba “Deutschland über alles”. Las filas de atletas se pusieron en marcha, situándose en sus diferentes posiciones para el desfile inicial.

Cuando salían de la oscuridad del túnel a la pista soleada, Shasa intercambió una mirada con David, que marchaba a su lado. Ambos se sonrieron, compartiendo el entusiasmo de la música, el coro y los vítores de cien mil espectadores. Luego miraron adelante con el mentón en alto y los brazos en vaivén, caminando al compás de la grandiosa música de Richard Strauss.

En la hilera que precedía a la de Shasa, Manfred De La Rey salió con la misma audacia, pero sus ojos se mantenían fijos en la figura parda que presidía el palco de honor, rodeado de príncipes y reyes. Cuando llegó a ese punto, sintió deseos de levantar el brazo derecho, gritando: “Heil Hitler”, pero tuvo que contenerse. Tras largas discusiones con el resto del equipo, se había impuesto el criterio de Blaine Malcomess y los otros anglohablantes del grupo sudafricano: en vez de hacer el saludo alemán, los miembros se limitarían a girar la cabeza, en un saludo de “vista a la derecha” al pasar ante el Führer.

Un silbido grave y un pataleo de censura siguió la marcha del grupo entre el público. A Manfred le ardían en los ojos las lágrimas de vergüenza, por la ofensa que se había visto obligado a hacer a tan gran hombre.

El enfado le duró el resto de las asombrosas celebraciones siguientes: el encendido de la antorcha olímpica, el discurso de inauguración del Führer, las cincuenta mil palomas blancas que colmaron el cielo, las banderas de las naciones izadas simultáneamente alrededor del estadio, las demostraciones de gimnastas y bailarines, los reflectores, los fuegos artificiales, la música, el paso de las escuadrillas del mariscal Goering, que oscurecieron el firmamento con sus zumbidos.

Esa noche, Blaine y Centaine cenaron a solas en la suite de ella; ambos sentían un gran cansancio, tras las excitaciones de la jornada.

—¡Qué espectáculo han presentado al mundo! —comentó Centaine—. Creo que nadie, entre nosotros, esperaba algo así.

—Debimos haberlo previsto —replicó Blaine—. Después de haber organizado las concentraciones de Nuremberg, los nazis son los grandes maestros de la exhibición. Ni siquiera los antiguos romanos habían refinado tanto el seductor atractivo del espectáculo público.

—Me encantó —aseguró Centaine.

—Fue algo pagano, idólatra, propaganda flagrante. Herr Hitler publicitando a la Alemania nazi y a su nueva raza de superhombres ante el mundo entero. Pero sí, estoy de acuerdo contigo; por desgracia, fue muy divertido, con un ominoso dejo amenazador y maligno, que lo hizo aún más agradable.

—Eres un viejo cínico, Blaine.

—Es mi única virtud —reconoció él, antes de cambiar de tema—. Ya se han sorteado los partidos de la primera ronda. Por suerte, no nos han tocado los argentinos ni los yanquis.

Debían jugar contra los australianos. Casi de inmediato perdieron sus esperanzas de lograr una fácil victoria, pues los adversarios galoparon como una caballería a la carga desde el primer silbato, haciendo que Blaine y Shasa retrocedieran en desesperada defensa. Mantuvieron ese ataque implacable durante los tres primeros chukkers muy difíciles, sin permitir que el equipo sudafricano se reorganizara en ningún momento.

Shasa mantenía frenados sus propios instintos, que le ordenaban lucirse individualmente. En cambio, se puso por completo bajo el mando de su capitán, respondiendo inmediatamente a sus indicaciones; extraía de Blaine lo único que a él le faltaba: experiencia. En esos minutos desesperados, el vínculo de comprensión y confianza, que tanto tiempo había llevado establecer, fue sometido a una prueba crucial. Sin embargo, se mantuvo. A la mitad del cuarto chukker, Blaine gruñó, pasando junto a su joven número dos:

—Han quemado todos sus cartuchos, Shasa. Ahora veamos si saben tragar su propia medicina.

Shasa tomó el siguiente tiro cruzado y alto de Blaine a toda marcha, estirado sobre los estribos para bajarlo, e impulsó la bola campo arriba, haciendo retroceder a los defensas australianos, antes de enviarla en una perezosa parábola, que acabó bajo el hocico del animal que montaba Blaine. Fue el momento decisivo. Al terminar, desmontaron de sus sudados caballos para palmotearse con fuerza las espaldas, festejando con risas un triunfo que les dejaba algo de incredulidad ante el propio logro.

La victoria se convirtió en malos presagios cuando supieron que, en la segunda ronda, se enfrentarían a los argentinos. David Abrahams tuvo un desempeño decepcionante en su primera eliminatoria en cuatrocientos metros, pues llegó cuarto y no pudo clasificarse. Esa noche, Mathilda Janine rechazó la cena y se acostó temprano.

Dos días después estaba burbujeante y deliraba de entusiasmo: David había ganado las eliminatorias de los doscientos metros y pasaba a las semifinales.

El primer adversario de Manfred De La Rey fue el francés Maurice Artois, que no estaba clasificado dentro de su categoría.

—Rápido como la mamba, valiente como el ratel —susurró Tromp a su sobrino, al sonar la campana.

Heidi Kramer estaba sentada en la cuarta fila, junto al coronel Boldt. Estremecida de inesperado entusiasmo, vio que Manfred abandonaba su rincón para ir al centro del cuadrilátero, moviéndose como un gato.

Hasta ese momento le había costado un gran esfuerzo fingir interés por ese deporte. Los ruidos, los olores y los espectáculos asociados con él le parecían repelentes: el hedor rancio en la lona y el cuero, los gruñidos animales, el golpe de los puños enguantados contra la carne, la sangre, el sudor y la saliva que volaban ofendían su melindrosa naturaleza. Ahora, en compañía de un público cultivado y bien vestido, ataviada ella también de sedas y encajes, perfumada y serena, descubrió que el contraste con la violencia y el salvajismo la asustaba y la excitaba a un tiempo.

Manfred De La Rey, ese joven silencioso y severo, carente de humor, levemente torpe cuando vestía de gala e incómodo entre gentes sofisticadas, se había transformado en una magnífica bestia salvaje. La ferocidad primitiva que parecía exudar, el destello de sus ojos amarillos bajo las cejas negras, al convertir la cara del francés en una máscara sangrante, la excitaron perversamente. Cuando el adversario cayó de rodillas en la impecable lona, ella descubrió que estaba apretando los muslos y que sus ingles, cálidamente derretidas, humedecían la costosa falda de crépe-de-chine.

Esa exaltación persistió mientras ocupó, junto a Manfred, un palco de la majestuosa sala de óperas, en tanto la heroica música teutónica de Wagner llenaba el auditorio con un sonido escalofriante. Se movió un poco en el asiento hasta que su brazo desnudo tocó el de Manfred. Sintió que él se sobresaltaba y comenzaba a apartarse, sólo para interrumpir el movimiento de inmediato. El contacto entre ambos era leve como una gasa, pero les despertaba una aguda conciencia.

Una vez más, el coronel Boldt había puesto el Mercedes a disposición de Heidi, y el chófer los estaba esperando cuando salieron de la ópera. Mientras se instalaban en el asiento trasero, ella vio que Manfred hacía una leve mueca de dolor.

—¿Qué te pasa? —se apresuró a preguntar.

—No es nada.

Heidi le tocó el hombro con dedos fuertes y firmes.

—¿Duele?

—Tengo cierta rigidez en el músculo. Mañana estaré bien.

—Hans, llévenos a mi apartamento, en la Hansa —ordenó al chófer.

Manfred le echó una mirada de turbación.

—Mutti me ha pasado uno de sus secretos especiales. Tengo un ungüento de helechos, realmente mágico.

—No es necesario —protestó él.

—Mi apartamento está camino de la villa olímpica. No tardaremos mucho. Hans puede llevarte en cuanto terminemos.

Hasta ese momento no había podido decidir cómo quedarse a solas con él sin alarmarlo, pero el muchacho aceptó esa sugerencia sin más comentarios. Guardó silencio el resto del trayecto. Ella percibía su tensión, aunque no había repetido sus intentos de tocarlo.

Manfred pensaba en Sara, tratando de formarse mentalmente su imagen, pero surgía borrosa, como un dulce e insípido manchón. Tuvo deseos de ordenar a Hans que lo llevara directamente a la villa olímpica, pero no halló la voluntad necesaria. Lo que estaban haciendo era incorrecto, eso de estar a solas con una joven atractiva. Trató de convencerse de que no había nada de malo, pero al recordar el contacto de su brazo contra el suyo se puso rígido.

—¿Duele? —preguntó ella, malinterpretando su movimiento.

—Apenas —susurró él, y perdió la voz.

Siempre le era más difícil después de una pelea. Se quedaba nervioso y sensible durante varias horas, y entonces su cuerpo solía hacerle endemoniadas jugarretas. Sintió que volvía a ocurrir, y la mortificación, la culpabilidad, le llenaron las mejillas de sangre caliente. ¿Qué pensaría de él esa limpia virgen alemana, sí viera esa obscena, perversa tumescencia? Abrió la boca para decirle que no la acompañaría, pero ella acababa de inclinarse hacia el asiento delantero.

—Gracias, Hans. Déjenos en la esquina; puede esperarnos en la otra manzana.

Ya había salido del coche y estaba cruzando la acera. Manfred no tuvo más remedio que seguirla. El vestíbulo de entrada estaba en penumbra.

—Lo siento, Manfred, pero vivo en el último piso y no hay ascensor.

La subida por las escaleras permitió que el muchacho recobrara el dominio de sí mismo. Ella lo hizo pasar a un apartamento de un solo ambiente.

—Éste es mi palacio —dijo, con una sonrisa de disculpa—. En estos tiempos es muy difícil conseguir alojamiento en Berlín. Le señaló la cama con un gesto. —Siéntate allí, Manfred.

Se quitó la chaqueta que llevaba sobre la blusa blanca y se irguió de puntillas para colgarla en el armario. Los pechos se le movieron hacia delante cuando levantó los brazos, blancos y suaves. Manfred apartó la vista. En la pared había un estante con libros; al ver varias obras de Goethe, recordó que había sido el autor favorito de su padre. “Piensa en cualquier cosa”, se dijo, “en cualquier cosa que no sean esos grandes pechos puntiagudos que se insinúan bajo la tela”.

Ella había entrado en el diminuto baño, donde se oían ruidos de agua y tintineos de vidrio. Volvió con un frasquito verde en las manos y se detuvo frente a él, sonriendo.

—Tienes que quitarte la chaqueta y la camisa —dijo. Él no pudo contestar. No había pensado en eso.

—Esto no está bien, Heidi.

La chica rió suavemente, con un sonido profundo, murmurando:

—No seas tonto, Manfred. Piensa que soy enfermera.

Con mucha suavidad, le quitó la chaqueta; sus senos volvieron a moverse hacia delante, rozando casi la cara de Manfred. Dejó la prenda en el respaldo de la única silla y, pocos segundos después, añadió la camisa plegada. Había calentado el frasco en el lavabo. La loción, aplicada sobre la piel, lo calmó de inmediato. Los dedos de la muchacha eran hábiles y fuertes.

—Relájate —susurró—. Aquí está, ya lo siento. Está duro y anudado. Relájate, deja que el dolor se vaya. —Inclinó suavemente la cabeza hacia él—. Apóyate en mí, Manfred. Sí, eso es.

Estaba frente a él e inclinaba las caderas hacia delante. La cabeza de Manfred quedó apretada contra la parte inferior del torso femenino. Su vientre era blando y cálido; su voz, hipnótica. El muchacho sintió oleadas de placer que partían de aquellos dedos masajeantes.

—Qué duro y fuerte eres, Manfred, Tan blanco, duro, hermoso… Pasaron algunos momentos antes de que él captara el sentido de lo que acababa de oír. Pero los dedos seguían masajeando y acariciando. Todo pensamiento racional huyó de su mente. Sólo tenía conciencia de las manos, de las frases de cariño y elogio que oía murmurar. Y de pronto captó algo más: un olor cálido, almizclado, que se elevaba del vientre contra el que estaba apoyado. No supo reconocerlo como el olor de una joven saludable, físicamente excitada y madura para el amor, pero su propia reacción fue instintiva e innegable.

—Heidi. —La voz le temblaba locamente—. Te deseo. Perdóname, pero te deseo.

—Sí, mein Schatz, lo sé —susurró ella—, yo también te deseo.

Lo empujó suavemente hacia el colchón y comenzó a desabotonarse poco a poco la blusa blanca. Sus grandes pechos de seda, coronados de rubíes, eran lo más bello que Manfred había visto en su vida.

—Te quiero…

Lo gritó muchas veces aquella noche. Cada vez, con diferente voz: maravilla, sobrecogimiento y éxtasis, pues el modo en que ella lo amaba sobrepasaba cuanto había imaginado.

Shasa, con mucha habilidad, había conseguido entradas gratis para que las chicas presenciaran las finales de carreras y saltos, pero los asientos estaban a mucha altura, en el palco norte. Mathilda Janine le pidió los prismáticos para observar la gran pista.

—No lo veo —se quejó.

—Todavía no ha salido —la tranquilizó Shasa—. Primero van a correr los cien metros.

Pero estaba tan nervioso como ella. En la semifinal de los doscientos metros, David Abrahams había llegado segundo, después del gran atleta norteamericano Jesse Owens, “el antílope de ébano”, asegurándose así la participación en la final.

—Estoy tan nerviosa que me va a dar un desmayo —jadeó Mathilda Janine, sin bajar los prismáticos.

Al otro lado de Shasa, Tara también estaba agitada, pero por otros motivos.

—Es indignante —dijo, con tanta vehemencia que Shasa se volvió hacia ella, sorprendido.

—¿Qué pasa?

—¿No has escuchado una sola palabra?

—Perdona, pero ya sabes que David va a salir en cualquier momento…

Su voz se perdió bajo un ensordecedor aplauso; los espectadores se pusieron de pie al ver que los finalistas de los cien metros salían disparados desde sus puestos de salida, corriendo por la pista. Cuando cruzaron la meta, la calidad del sonido se alteró; a la ovación que saludaba al ganador se mezclaron gruñidos de protesta.

—¡Ahí está! —Tara apretó el brazo de Shasa—. Escucha.

A poca distancia, en la multitud, una voz gritó:

—Otro negro norteamericano que gana.

Y, más cerca aún:

—A los norteamericanos debería darles vergüenza dejar que esos animales negros usen sus colores.

—Qué prejuicios asquerosos. —Tara lanzó una mirada fulminante a su alrededor, tratando de identificar a quienes habían hablado entre el mar de caras que les rodeaban. Al no conseguirlo, se volvió hacia su compañero—. Los alemanes están amenazando con anular todos los premios obtenidos por los que ellos consideran razas inferiores: los negros y los judíos —dijo en voz alta—. Es repugnante.

—Cálmate —le susurró Shasa.

—¿A ti no te molesta? —lo desafió la muchacha—. David es judío.

—Claro que me molesta —replicó él, en voz baja, mirando a sus lados, azorado—. Pero cállate, Tara, sé buena. —Creo que…

La voz de Tara se elevó, en respuesta directa a la súplica del muchacho. Pero Mathilda Janine gritó de un modo aún más agudo.

—¡Allí está! ¡Allí está David!

Shasa, aliviado, se levantó de un salto.

—Allí está. ¡Vamos, Davie, vamos! ¡Corre como los gamos!

Los finalistas de la carrera de doscientos metros se habían reunido en el extremo opuesto de la pista y daban saltos en sus puestos, haciendo girar los brazos como aspas de molino, en sus ejercicios de calentamiento.

—¿Verdad que David es indescriptible? —preguntó Mathilda Janine.

—Es una forma perfecta de describirlo —dijo Shasa.

Mathilda Janine le asestó un puñetazo en el brazo.

—Ya entiendes lo que quiero decir.

El grupo de atletas se distribuyó entre las calles y el encargado de dar la salida se adelantó un paso. Una vez más descendió el silencio sobre la vasta pista. Los corredores permanecían agachados, petrificados en rigurosa concentración.

Sonó el disparo de la pistola, que a esa distancia se oyó como un chasquido. Los atletas se lanzaron hacia delante, en una línea perfecta, con las largas piernas al vuelo y los brazos balanceándose arriba. La línea perdió su perfección, abultándose en el centro. Una pantera flaca y oscura se adelantó al grupo. El rugido de la multitud se convirtió en algo articulado.

—¡Je-se O-Wens! —repetía, en un cántico raudo, mientras el moreno pasaba como un relámpago sobre la línea de llegada, arrastrando a un puñado de competidores.

—¿Qué ha pasado? —gritó Mathilda Janine.

—Ganó Jesse Owens —respondió Shasa, también a gritos para hacerse oír.

—Ya sé, pero David, ¿qué ha pasado con David?

—No sé, no lo he visto. Estaban todos muy cerca.

Esperaron, presas de la fiebre, hasta que los altavoces tronaron con su estentórea orden.

—Achtung! Achtung! —Y se oyeron los nombres en una maraña de palabras alemanas—: Jesse Owens… Carter Brown… —Y entonces, asombrosamente—:… David Abrahams.

Mathilda Janine chilló:

—Aguantadme, que me desmayo. ¡David ha ganado la medalla de bronce!

Todavía estaba chillando y dando saltos en el asiento, entre lágrimas de loca alegría que le corrían hasta el mentón, cuando una silueta flaca y desgarbada, de pantalones y camiseta, subió al peldaño inferior de la pirámide de los triunfadores e inclinó la cabeza para que se le pusiera la medalla de bronce, colgando de una cinta.

Esa noche, los cuatro iniciaron su celebración en el salón de la suite que Centaine ocupaba en el Bristol. Blaine pronunció un breve discurso de congratulación, mientras David, en medio del cuarto, ponía cara de tímido. Se brindó con champán, y Shasa, porque se trataba de un amigo, bebió toda la copa del magnífico Bollinger 1929 que Centaine proporcionó para la fiesta. En el Café Ku-damm, a poca distancia del hotel, bebió otra copa de Sekt. Después, los cuatro se cogieron del brazo y caminaron por la famosa Kurfurstendamm, la calle de las diversiones. Todas las señales de decadencia que los nazis habían prohibido (las botellas de Coca-Cola en las mesas al aire libre, los compases de jazz en los cafés, los carteles cinematográficos en que se veía a Clark Gable y a Myrna Loy) estaban nuevamente a la vista, permitidos por dispensa especial, sólo mientras duraran los Juegos Olímpicos.

Se detuvieron en otro café y en esa oportunidad Shasa pidió un aguardiente seco.

—Despacio —le susurró David, sabiendo que Shasa rara vez probaba más bebidas alcohólicas que un vaso ocasional de vino o una cerveza ligera.

—Davie, amigo, no todos los días un amigo mío gana una medalla olímpica. —Estaba enrojecido bajo el bronceado y sus ojos tenían un brillo febril.

—Bueno, te advierto que no pienso llevarte a hombros —le previno David.

Siguieron caminando por la Ku-damm. Shasa mantenía a las muchachas en una risa constante, con su tonto humor.

—Ach so, meine Líeblings —chapurreaba, mezclando inglés con alemán y una entonación latina—, dis is de famousa Kranzlers cafetería, ¿no? Entraremos a toumar un poco de champán, ¿sí?

—Eso es italiano, no alemán —señaló Tara—. Me parece que estás borracho.

—Esa palabra, borracho, no es digna de tus bellos labios —le dijo Shasa, haciéndola entrar en la elegante cafetería.

—Basta de champán, Shasa —protestó David.

—Mi querido muchacho, no sugerirás que brinde por tu vida eterna con cerveza, ¿verdad?

Shasa chasqueó los dedos para llamar a la camarera, que llenó cuatro copas con el espumoso vino amarillo. Como los cuatro estaban riendo y charlando, ninguno de ellos notó, al principio, el súbito silencio que se había impuesto en la atestada cafetería.

—Oh, caramba —murmuró Tara—. Aquí llega la caballería.

En el salón habían entrado seis guardias de asalto de uniforme pardo. Por lo visto, volvían de alguna ceremonia, pues dos llevaban banderas. También era obvio que habían estado bebiendo; su actitud era belicosa y caminaban con paso vacilante. Algunos de los parroquianos se apresuraron a recoger sombreros y abrigos, pagaron la cuenta y abandonaron el local.

Los seis camisas pardas se acercaron pavoneándose a la mesa contigua a la de los cuatro amigos y pidieron cerveza. El propietario de la cafetería, deseoso de evitar problemas, fue a saludarlos personalmente, con aire amable. Conversaron un rato; después, el propietario se despidió poniéndose firme y haciendo el saludo nazi. De inmediato, los seis SA se levantaron de un salto para devolverle el saludo, entrechocando los tacones de las botas al grito de “Heil Hitler!”

Mathilda Janine, que había bebido como mínimo una copa entera de champán, dejó escapar una carcajada chillona y se deshizo en risitas infantiles. De inmediato, toda la atención de los camisas pardas se centró en ella.

—Cállate, Matty —imploró David.

Pero eso no hizo sino empeorar las cosas. Mathilda Janine puso los ojos en blanco y enrojeció hasta quedar escarlata, en un esfuerzo por contener las risas. De todos modos, acabó por estallar en un resoplido carcajeante. Los camisas pardas cambiaron una mirada y avanzaron como un solo hombre, rodeando la mesa, hombro con hombro. El jefe, un cuarentón macizo, dijo algo a lo que Tara respondió con su alemán escolar.

—Ah —dijo el camisa parda en inglés, con fuerte acento alemán—, son ingleses.

—Mi hermana es muy joven y tonta. —Tara fulminó con la mirada a Mathilda Janine, que dejó escapar otro resoplido sofocado por el pañuelo.

—Son ingleses —dijo el jefe de los camisas pardas, como si aquello explicara tanta locura.

Y todos se habrían retirado si no hubiera sido porque uno de los camisas pardas se había quedado observando a David, En pasable inglés, preguntó:

—¿Es usted el corredor? El que ganó la medalla de bronce. ¿David Abrahams?

David asintió con timidez.

—Es David Abrahams, el corredor judío —añadió el camisa parda. El muchacho palideció. Los dos SA que hablaban inglés dieron explicaciones a sus compañeros, repitiendo varias veces la palabra Juden. Todos miraron a David con hostilidad, apretando los puños contra las caderas, y el sargento preguntó en voz muy alta:

—¿No les da vergüenza, a los ingleses y a los norteamericanos, dejar que los judíos y los negros ganen medallas en su nombre?

Antes de que pudieran contestar, Shasa se puso en pie con una sonrisa amable.

—Me parece, muchachos, que regáis fuera de tiesto. No es judío, en absoluto. Es zulú.

—¿Cómo es posible? —El jefe del grupo parecía desconcertado—. Los zulúes son negros.

—Se equivoca otra vez, amigo. Los zulúes nacen blancos. Se ponen negros cuando se tienden al sol. A éste siempre lo hemos tenido a la sombra.

—Está bromeando —dijo el SA.

—¡Clago que estoy bgomeando! —repitió Shasa, imitando su pronunciación—. ¿Y quién no, con espectáculo tan cómico?

—Shasa, por el amor de Dios, siéntate —dijo David—. Te estás buscando problemas.

Pero Shasa estaba embriagado por el champán y su propio ingenio.

—En guealidad, queguido amigo —manifestó, dando una palmadita en el pecho del SA—, si buscas gudíos, yo soy el único que hay aquí.

—¿Los dos son judíos? —preguntó el SA, entornando los ojos con aire amenazador.

—No seas ganso. Ya se lo he explicado: él es zulú y el judío soy yo.

—Eso es mentira —replicó el SA.

Toda la clientela del salón estaba escuchando el diálogo con mucha atención. Quienes sabían inglés lo traducían a sus compañeros, Shasa, alentado por tanta atención y envalentonado por el champán, continuó:

—Ya veo que necesita una prueba. Para convencerle de que conozco los antiquísimos secretos del judaísmo, le revelaré uno de nuestros misterios más reservados. ¿Alguna vez se ha preguntado qué hacemos con el pellejo que el rabino nos corta de la punta de la flauta?

—Cállate, Shasa —dijo David.

—¿De qué está hablando? —preguntó Mathilda Janine, interesada.

—No seas guarro, Shasa Courtney —dijo Tara.

—¿Bitte? —dijo el SA, intranquilo. Pero los otros parroquianos sonreían ya con expectación. El humor subido de tono era algo habitual en la Ku-damm, y a todos les gustaba aquella insólita turbación de las tropas de asalto.

—Prepárese, voy a revelarlo. —Shasa no prestaba atención a David ni a Tara—. Metemos los prepucios en salmuera, como si fueran arenques, y los enviamos a Jerusalén. Allí, en el sagrado Monte Olivete, el día de Pascua, el rabino más antiguo los pone en fila y hace un pase mágico sobre ellos. Entonces se produce un milagro, ¡un milagro! Comienzan a crecer. —Shasa hizo un gesto para señalar el crecimiento—. Crecen y crecen, y vuelven a crecer. —Los SA le vieron levantar la mano con expresión desconcertada—. Y entonces, ¿saben qué pasa?

El jefe, involuntariamente, negó con la cabeza.

—Cuando se han convertido en grandes y robustos capullos sin descapullar, los enviamos a Berlín, para que se alisten en la SA.

Todos lo miraban boquiabiertos, sin poder creer lo que oían. Shasa completó su recital:

—Y se les enseña a decir —se puso firme y levantó la mano derecha—: “Heil…” ¿Cómo se llama el señor ese? Siempre me olvido.

El jefe lanzó un bramido y lanzó un derechazo. Shasa lo esquivó, pero perdió el equilibrio por culpa del champán, y cayó arrastrando el mantel y haciendo trizas las copas. La botella de champán rodó por el suelo, salpicando líquido, mientras dos camisas pardas saltaban sobre el muchacho, descargando golpes sobre su cabeza y su torso.

David se levantó de un salto para ir en su ayuda, pero otro de los SA le sujetó los brazos por detrás. El joven logró liberar el brazo derecho, giró en redondo y asestó un estupendo derechazo en la nariz del hombre. Éste emitió un aullido y soltó a David para llevarse la mano a la cara. Sin embargo, otros dos SA sujetaron al muchacho por detrás y le torcieron los brazos en la espalda.

—¡Dejadlo en paz! —gritó Mathilda Janine.

Y dio un salto y aterrizó en los hombros de un SA. Le echó la gorra sobre los ojos y le arrancó dos mechones de pelo.

—¡Deja a David, so cerdo!

Le tiraba del pelo con todas sus fuerzas y el SA giró en círculo tratando de quitársela de encima. Las mujeres gritaban y los muebles volaban en pedazos. El propietario, en la puerta de la cocina, se retorcía las manos, con gestos de angustia.

—¡Shasa Courtney! —chilló Tara, furiosa—. ¡Te estás comportando como una pueblerina! ¡Termina inmediatamente esa escena!

Shasa, medio sepultado por un montón de uniformes pardos y puños al vuelo, no dio respuesta audible. Los SA habían sido cogidos por sorpresa, pero se estaban recomponiendo velozmente. La lucha callejera era su especialidad.

A Mathilda la apartaron con una sacudida de hombros y salió despedida hacia el rincón. Tres SA levantaron a Shasa de un tirón, con los brazos sujetos a la espalda, y lo llevaron hacia la puerta de la cocina. David recibió el mismo trato, con un camisa parda prendido de cada brazo. El que tenía la nariz herida los siguió de cerca, sangrando y maldiciendo.

El propietario se hizo a un lado, mientras los SA llevaban a Shasa y a David a través de la cocina, apartando a los cocineros y a las camareras, para sacarlos al callejón trasero. Shasa, en sus inútiles forcejeos, derribó los cubos de basura.

Ninguno de los SA pronunció palabra. No había necesidad de dar órdenes, pues eran profesionales dedicados al deporte que más les gustaba. Con movimientos expertos, inmovilizaron a las dos víctimas contra la pared de ladrillo, mientras uno vapuleaba a los muchachos, lanzando puñetazos a la cara y al cuerpo, alternativamente, gruñendo al compás de los golpes.

Mathilda Janine, que los había seguido, corrió otra vez en defensa de David, pero un empujón indiferente la echó atrás, y la hizo tropezar, hasta que cayó entre los cubos de basura. El SA volvió a lo suyo.

Tara estaba en la cocina, gritando furiosamente al propietario de la cafetería:

—¡Llame inmediatamente a la policía! ¿No me oye? ¡Llame a la policía! ¡Ahí fuera están matando a dos inocentes!

Pero el propietario hizo un ademán de impotencia:

—No serviría de nada, Fráulein. La policía no vendrá.

Shasa se dobló en dos y lo dejaron caer. De inmediato, los tres que lo sujetaban comenzaron a usar las botas. Las puntas de acero se estrellaron contra su vientre, su espalda y sus costados.

El SA que se encargaba de David ya estaba sudando y jadeante por el esfuerzo. Al final dio un paso atrás, midió cuidadosamente el golpe y envió un último derechazo al bamboleante joven, en plena boca. El occipucio crujió contra los ladrillos. Los camisas pardas lo dejaron caer de bruces al suelo. David yacía inmóvil; no hizo nada por evitar las botas que se hundían en su cuerpo inerte. Los SA se cansaron inmediatamente del juego. No era divertido patear a alguien que ya no se retorcía ni gritaba pidiendo clemencia. Con prontitud, recogieron las gorras y las banderas para marcharse en grupo, pasando junto a los dos policías que, en la boca del callejón, trataban de fingir indiferencia.

Mathilda Janine se puso de rodillas junto a David y apoyó la maltratada cabeza en su regazo.

—Dime algo, David —gimió.

Tara salió de la cocina con un paño mojado y se inclinó sobre Shasa, tratando de disimular su preocupación. Pasaron algunos minutos antes de que las víctimas dieran señales de vida. Por fin, Shasa se incorporó y puso la cabeza entre las rodillas, sacudiéndola como si estuviera mareado. David se levantó sobre un codo y escupió un diente, en una bocanada de saliva y sangre.

—¿Te sientes bien, David, muchacho? —preguntó Shasa, entre sus labios aplastados.

—Hazme un favor: jamás vengas a rescatarme —bramó su amigo—. La próxima vez harás que me maten.

Mathilda Janine los ayudó a levantarse. Tara, ahora que veía a Shasa reanimado, se mostraba sombría y llena de desaprobación.

—Nunca en mi vida he visto exhibición más despreciable, Shasa Courtney. Estuviste obsceno y provocativo. Te merecías todo lo que te pasó.

—Mira que eres dura, querida —protestó Shasa.

Él y David, dándose mutuo apoyo, avanzaron renqueando por el callejón. Uno de los agentes de policía, que esperaba en la esquina, les espetó algo al pasar.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Shasa a Tara.

—Ha dicho, con bastante razón —tradujo ella, gélidamente—, que la próxima vez te arrestarán por altercado público.

Mientras los dos caminaban dolorosamente por la Ku-damm, ensangrentados y maltrechos, Mathilda Janine se mantenía junto a ellos. Tara, en cambio, andaba diez o doce pasos más adelante, tratando de mantenerse ajena al grupo, que atraía horrorizadas miradas de los transeúntes. Inmediatamente, todo el mundo apartaba la vista y aceleraba el paso.

Mientras los cuatro subían en el ascensor del Bristol, Mathilda Janine preguntó, pensativa:

—Eso que contaste, Shasa, sobre sembrar no sé qué cosa en el Monte de los Olivos… No entendí. ¿Qué son los schmucks?

David y Shasa se doblaron en dos, en agónico regocijo, apretándose las magulladuras.

—Por favor, Matty —suplicó David—, no hables más. Me duele mucho cuando me río.

Tara se volvió hacia ella, severa:

—Ya verás cuando papá se entere del papel que has desempeñado en todo esto, niña. Se pondrá lívido.

Tenía razón: Blaine se puso furioso, pero no tanto como Centaine Courtney.

Resultó que Shasa tenía cuatro costillas y una clavícula fracturadas. En adelante, sostendría que fue su ausencia del equipo lo que causó la victoria argentina por diez a cuatro, en los cuartos de final de polo, dos días después. David, aparte de dos dientes faltantes, sólo tenía contusiones superficiales, lastimaduras y esguinces.

—No se ha perdido gran cosa —reconoció Centaine, por fin—. Al menos, no habrá publicidad. Esos horrendos periodistas que escriben artículos jactanciosos…

Se equivocaba. Entre los parroquianos de la cafetería había un corresponsal sudafricano de Reuters. Su artículo fue publicado por el Jewish Times, periódico judío de Sudáfrica. Destacaba, sobre todo, la parte desempeñada por Shasa Courtney en defensa de su amigo judío, el corredor ganador de la medalla de bronce. Cuando el grupo volvió a Ciudad del Cabo, Shasa descubrió que era una pequeña celebridad. Tanto él como David fueron invitados a pronunciar un discurso en una comida de los Amigos de Sión.

—La ley de las consecuencias imprevistas —señaló Blaine.

—¿Cuántos votantes judíos hay empadronados, según tus cálculos? —inquirió Centaine, bizqueando ligeramente en su aritmética mental.

Blaine rió entre dientes.

—Eres realmente incorregible, tesoro.

El pabellón de boxeo del gran complejo olímpico estaba lleno en toda su capacidad cuando se llegó al combate final de la categoría de los pesos medios. Había hileras de hombres uniformados a cada lado del pasillo, desde los vestuarios, formando una guardia de honor para los contendientes que subían al cuadrilátero.

—Nos pareció necesario ponerlos —explicó el coronel Boldt a Heidi Kramer, mientras ocupaban sus asientos junto al cuadrilátero. Y echó una mirada significativa a los cuatro jueces. Todos eran alemanes y miembros del partido; habían hecho falta delicadas negociaciones del coronel para que así fuera.

Manfred De La Rey fue el primero en subir al cuadrilátero. Llevaba pantalones cortos de seda verde y una camiseta, verde también, con el emblema del gamo en el pecho; le habían cortado recientemente el pelo, que mostraba las raíces más doradas. El joven echó un rápido vistazo al público, saludando con los puños por encima de la cabeza, para agradecer el tremendo aplauso con que le recibieron. El público alemán lo había adoptado como a uno de sus héroes; esa noche, él era el campeón de la supremacía racial blanca.

Distinguió a Heidi Kramer casi de inmediato, pues sabía dónde buscarla, pero no sonrió. Ella lo miró con la misma seriedad, pero el muchacho sintió que la energía manaba de su cuerpo ante esa presencia. De pronto apartó la vista y frunció el entrecejo; la ira se mezcló con la fuerza de su amor.

Allí estaba esa mujer. Cuando pensaba en Centaine Courtney, siempre la llamaba “esa mujer”. Estaba sólo a tres asientos de su deseada Heidi, con su inconfundible mata de pelo oscuro, vestida de seda amarilla y luciendo diamantes, con gran porte y elegancia. La odió con tanta intensidad que pudo sentirlo en la boca, como hiel y fuego.

“¿Por qué me persigue así?”, se preguntó. Más de una vez la había visto entre la multitud, durante sus peleas anteriores, siempre acompañada por ese hombre alto y arrogante, de nariz y orejas grandes.

Centaine lo estaba observando con esa expresión enigmática, desconcertante, que él había llegado a conocer tan bien. Le volvió deliberadamente la espalda, tratando de expresar todo su odio y su desprecio, y contempló a Cyrus Lomax, que subía al cuadrilátero por el lado opuesto.

El estadounidense tenía un cuerpo musculoso, del color de chocolate, pero su magnífica cabeza era muy africana, como las de aquellas antiguas figuras en bronce de los príncipes ashantis: frente arqueada, ojos separados, gruesos labios con forma de arco asirio nariz plana, ancha. Lucía en el pecho las estrellas y las bandas rojas azules y blancas.

En él había un aire amenazador.

—Es uno de los peores con quienes deberás enfrentarte en vida —le había advertido el tío Tromp—. Si derrotas a éste, los derrotarás a todos. El árbitro los convocó al centro del cuadrilátero y los presentó al público. La multitud rugió al oír el nombre de Manfred, que volvió a su rincón sintiéndose fuerte e indomable. El tío Tromp le untó las mejillas y las cejas con vaselina, antes de colocarle el protector bucal. Le dio una ardorosa palmada en el hombro, que fue como el acicate al toro, y le susurró al oído:

—¡Rápido como la mamba! ¡Valiente como el ratel!

Manfred asintió, ajustándose el protector de goma, y avanzó al sonar el toque de campana, saliendo al blanco y caliente resplandor de los reflectores. El americano acudió a su encuentro, acechándolo como una pantera oscura.

La pelea iba equilibrada. Combatían a poca distancia, con fuerza, arrojándose duros golpes, pero que ellos esquivaban por milímetros. Cada uno parecía adivinar las intenciones del otro con una concentración casi sobrenatural. Movían la cabeza, se retiraban y se agachaban, elásticos como cuerdas, bloqueándose con los brazos, los guantes y los codos. No entraron en contacto en ningún momento, pero ambos se mostraban hostiles, rápidos, peligrosos.

La campana iba marcando los asaltos: cinco, seis, siete. Manfred nunca se había visto obligado a combatir durante tantos minutos; sus victorias solían ser rápidas, acabando con ese fuego ametrallador de golpes que plantaban a su adversario en la lona. Sin embargo, la gran preparación impuesta por el tío Tromp le había dotado de largo aliento, fortaleciendo sus brazos y sus piernas. Aún se sentía fuerte e invulnerable, y sabía que el fin debía llegar pronto. Sólo hacía falta esperar. Cyrus Lomax daba muestras de cansancio; sus golpes ya no surgían con la misma velocidad. Pronto cometería un error, y Manfred lo esperaba, conteniendo su apasionada sed por ver la sangre estadounidense.

Sucedió a mitad del séptimo asalto.

El norteamericano disparó uno de sus izquierdazos. Manfred, sin siquiera verlo, lo percibió por puro instinto animal, y retrocedió con el mentón hundido. El golpe le rozó la cara, pero no llegó a su destino. Manfred estaba casi de puntillas, con el peso echado hacia atrás, pero listo para avanzar; el brazo derecho estaba preparado, con el puño cerrado como un martillo de forja, y Lomax tardó una centésima de segundo en recobrarse. Siete difíciles asaltos le habían dejado exhausto; en esa fracción de tiempo, su lado derecho quedó al descubierto. Manfred no vio la abertura: era demasiado estrecha y fugaz, pero el instinto, una vez más, lo puso en acción y la experiencia guió su brazo. Por los hombros de su adversario, el ángulo de su brazo y la inclinación de la cabeza, adivinó dónde estaba la abertura.

El golpe partió antes de que él pudiera pensar; su decisión fue puramente instintiva: terminar de un solo golpe, decisivo e irreparable, haciendo a un lado su habitual ataque a dos manos.

Se inició en la gran elasticidad de sus muslos y pantorrillas, acelerado como una piedra impulsada por una honda; por la torsión de la pelvis, la columna y los hombros, canalizados hacia el brazo derecho, como un amplio río torrentoso atrapado en un cañón estrecho. Atravesó la guardia del adversario e hizo impacto en el costado de su cabeza oscura, con tanta fuerza que hizo castañetear los dientes del mismo Manfred. Era todo cuanto poseía: entrenamiento y experiencia, toda su potencia, su coraje y sus entrañas; cada uno de sus músculos iba tras aquel golpe, que llegó a su objetivo de forma sólida y limpia.

Manfred sintió que el negro cedía. Sintió que se rompían los huesos de su mano derecha, crepitando como ramas secas. El dolor fue algo blanco y eléctrico, que le corrió como un destello por el brazo, llenándole la cabeza de fuego. Pero en ese dolor estaba el triunfo y un júbilo raudo lo invadió, pues sabía que todo había terminado. Sabía que era el vencedor.

Cuando las llamas de tormento le despejaron la vista, bajó la mirada hacia el norteamericano, que debía estar en la lona, acurrucado a sus pies. Y entonces el loco vuelo de su corazón se detuvo, convirtiéndose en una piedra de desesperación que caía a plomo. Cyrus Lomax aún estaba de pie, herido y tambaleante, con los ojos sin vida, las piernas como de algodón y el cráneo de plomo fundido, vacilando en el borde mismo, pero aún de pie.

—¡Mátalo! —aulló la multitud—. ¡Mátalo!

Manfred vio que hacía falta muy poco, sólo un golpe más con la mano derecha, pues Lomax estaba a punto de caer. Sólo uno más. Pero no quedaba nada. La mano derecha había desaparecido.

El americano caminaba en zigzag, como si estuviera borracho, rebotando en las cuerdas, con las rodillas flojas. De pronto, con un enorme esfuerzo de voluntad, se repuso.

“La mano izquierda”. Manfred reunió cuanto le quedaba “Tengo que derribarlo con la izquierda.” Y fue tras él, a pesar de su propio tormento. Lanzó un izquierdazo a la cabeza, pero el negro lo sofocó lanzándose hacia delante; sin coordinación aún, echó sus brazos a los hombros de Manfred, y se aferró a él como si se ahogara. Manfred trató de empujarlo. La multitud tronaba enloquecida, mientras el árbitro gritaba, para hacerse oír:

—¡Separaos! ¡Separaos!

Pero el norteamericano siguió abrazado el tiempo indispensable.

Cuando el árbitro logró separarlos, sus ojos habían vuelto a tener expresión y pudo retroceder frente a los desesperados esfuerzos de Manfred por acertar con la izquierda. Entonces sonó la campana.

—¿Qué pasa, Manie? —El tío Tromp lo sujetó para guiarle a su rincón—. Lo tenías acabado. ¿Qué te pasó?

—La derecha —murmuró Manfred, dolorido.

El tío Tromp la tocó, apenas por encima de la muñeca, y el muchacho estuvo a punto de gritar. La mano se estaba hinchando, y la contusión se extendía visiblemente por el brazo.

—Voy a tirar la toalla —susurró el tío—. ¡No puedes seguir con esa mano así!

—¡No! —bramó Manfred.

Sus ojos, feroces y amarillos, miraron al otro lado del cuadrilátero, donde trabajaban con el aturdido norteamericano, a fuerza de compresas frías, sales, palmaditas en las mejillas y mucho hablar para que reaccionara.

Cuando sonó la campana, indicando el comienzo del octavo asalto, Manfred notó, desesperado, que su adversario se movía con fuerza y coordinación renovadas. Aún estaba temeroso e inseguro; retrocedía, esperando su ataque, pero minuto a minuto se iba fortaleciendo. Al principio pareció intrigado por el hecho de que Manfred no utilizara otra vez la mano derecha; por fin se hizo la luz en sus ojos.

—Estás listo —gruñó, al oído de Manfred, cuando volvieron a engancharse—. Se acabó la mano derecha, blanquito. ¡Ahora te voy a devorar!

Sus puñetazos empezaron a volverse dolorosos. Manfred retrocedía. Se le estaba cerrando el ojo izquierdo y sentía el gusto cobrizo de la sangre en la boca.

El estadounidense disparó un duro izquierdazo, que Manfred bloqueó instintivamente con la derecha, recibiendo el golpe en el guante. El dolor fue tan intenso que un campo negro cubrió su visión y la tierra dio un tumbo bajo sus pies. La siguiente vez tuvo miedo de bloquear con la derecha; el golpe del norteamericano pasó su defensa y se plantó en su ojo herido. Manfred sintió que la hinchazón le colgaba en la cara como una sanguijuela, como una gorda uva morada que le cerrara el ojo por completo. La campana indicó el final del octavo asalto.

—Faltan dos asaltos —susurró el tío Tromp, aplicándole una bolsa de hielo al ojo hinchado—. ¿Podrás aguantar, Manie?

El muchacho asintió. Cuando salió para el noveno asalto, el negro le salió nerviosamente al paso… con demasiado nerviosismo, pues bajó la mano derecha para asestar un buen golpe y Manfred se le adelantó, propinándole un izquierdazo que lo dejó vibrando sobre los talones.

Si hubiera contado con la mano derecha, habría podido vencerlo. Pero su diestra estaba inutilizada. Lomax esquivó retrocediendo y volvió a danzar en círculos, castigando los ojos de su adversario; trataba de hacerle una herida y al final tuvo éxito. Tocó el grueso saco morado que cerraba el ojo con la cara interior del guante, desgarrándolo con los cordones. Una lámina de sangre cubrió la cara de Manfred, salpicándole el pecho.

Antes de que el árbitro pudiera detenerlos para examinar el daño, sonó la campana. Manfred se retiró a su rincón, tambaleándose. El tío Tromp corrió a su encuentro.

—Voy a parar eso —susurró, feroz, al examinar la terrible herida—. Así no puedes pelear. Podrías perder el ojo.

—Jamás te perdonaré si paras la pelea —replicó Manfred.

No había levantado la voz, pero el fuego de sus ojos amarillos advirtió a Bierman que hablaba muy en serio. El viejo gruñó. Se limitó a limpiar la herida y a aplicar un lápiz estíptico. El árbitro se acercó para examinar el ojo, poniendo a la luz la cara de Manfred.

—¿Puedes seguir? —preguntó, en voz baja.

—Por el Volk y por el Führer. —El hombre asintió.

—¡Eres valiente! —dijo, e hizo la señal para que continuara la lucha.

Ese último asalto fue una eterna agonía; los reveses del norteamericano golpeaban como mazas, dejando cardenales sobre grandes cardenales; cada uno reducía más y más las fuerzas de Manfred y su capacidad de protegerse ante nuevos golpes.

Cada aliento era un tormento más, pues extendía los músculos desgarrados y los ligamentos del pecho, quemando el tejido blando de sus pulmones. El dolor de la mano derecha, trepando por el brazo, se mezclaba con el de cada golpe recibido. La oscuridad cubría la vista del único ojo restante, sin permitirle ver los puñetazos que venían. La tortura rugía como el viento en sus tímpanos y Lomax lo castigó hasta dejarle la cara en carne viva, pero Manfred se quedó de pie.

La multitud estaba indignada; la sed de sangre se había convertido en compasión primero, en horror después. Todos gritaban para que el árbitro pusiera fin a esa atrocidad. Pero Manfred aún seguía derecho, haciendo patéticos esfuerzos por responder con la mano izquierda; los golpes continuaban estrellándose contra su cara ciega y su cuerpo quebrado.

Por fin, aunque demasiado tarde, sonó la campana que ponía fin al combate. Manfred De La Rey todavía estaba en el centro del cuadrilátero, tambaleándose, sin ver ni sentir, sin poder hallar el camino hasta su propio rincón. El tío Tromp corrió a abrazarlo con ternura, llorando; las lágrimas le corrían sin pudor por la barba al guiar a Manfred hasta el banquillo.

—Mi pobre Manie —susurró—, hice mal en permitir esto. Debí haberlo impedido.

Al otro lado del cuadrilátero, Cyrus Lomax estaba rodeado por una muchedumbre de simpatizantes, que reían y le daban palmadas en la espalda. El negro realizó un breve y fatigado baile triunfal, mientras esperaba que los jueces confirmaran su victoria; sin embargo, arrojaba miradas afligidas al hombre que acababa de destruir. En cuanto se oyera el anuncio se acercaría a él, para expresarle su admiración por tal demostración de coraje.

—Achtung! Achtung! —El árbitro tenía las tarjetas de los jueces en una mano y el micrófono en la otra. Su voz atronó por los altavoces—. Señoras y caballeros: el ganador de la medalla de oro, por puntos, es… Manfred De La Rey, de Sudáfrica.

Se produjo en el vasto salón un silencio tenso, incrédulo, que perduró con los latidos del acelerado corazón de Manfred. De inmediato, una tormenta de protestas, un rugido de indignación y furia, de abucheos y golpes contra el suelo. Cyrus Lomax corría por el cuadrilátero, como enloquecido, sacudiendo las cuerdas y gritando a los jueces. Cientos de espectadores trataban de subir al cuadrilátero para efectuar una improvisada demostración contra el veredicto.

El coronel Boldt hizo una señal a alguien-que estaba en la parte trasera del salón. Las tropas de asalto, con sus camisas pardas, avanzaron velozmente por los pasillos y rodearon el cuadrilátero, alejando a la furiosa muchedumbre. Luego despejaron un paso hasta los vestuarios, por el cual llevaron a Manfred. Por los altavoces, el árbitro intentaba justificar la decisión:

—El juez Krauser acordó cinco asaltos a De La Rey, dio uno por empatado y cuatro ganados por Lomax…

Pero nadie lo escuchaba. El abucheo llegaba casi a cubrir el sonido de los altavoces a todo volumen.

—Esa mujer debe de tener cinco o seis años más que tú —observó el tío Tromp, cautelosamente, eligiendo sus palabras.

Caminaban por los jardines Tegel; en el aire pendía el primer frío del otoño.

—Tiene tres años más que yo —replicó Manfred—. Pero eso no cambia en nada las cosas. Lo único que importa es que la quiero y ella me quiere.

Aún llevaba la mano derecha enyesada y en cabestrillo.

—Todavía no tienes veintiún años, Manie. No puedes casarte sin autorización de tu tutor.

—Mi tutor eres tú —señaló el muchacho, girando la cabeza para clavarle una desconcertante mirada amarilla de topacio. El tío Tromp bajó la vista.

—¿Cómo vas a mantener a tu esposa? —preguntó.

—El Departamento de Cultura del Reich me ha otorgado una beca para que termine mis estudios de derecho aquí, en Berlín. Heidi tiene un buen trabajo en el Ministerio de Información y casa propia. Además, voy a dedicarme profesionalmente al boxeo; así ganaré lo suficiente para vivir hasta que pueda iniciar mi carrera de abogado. Entonces volveremos a Sudáfrica.

—Lo tienes todo planeado.

El tío Tromp suspiró. Manfred hizo una señal de asentimiento Aún tenía la ceja llena de costrosas cicatrices; quedaría marcado de por vida. En ese momento se tocó la herida, preguntando:

—No me negarás tu autorización, ¿verdad, tío Tromp? Nos casaremos antes de que te vayas… y los dos queremos que tú oficies la ceremonia.

—Me siento halagado.

Pero el tío Tromp parecía preocupado. Conocía a ese muchacho; sabía lo terco que era cuando tomaba una decisión. Si seguía discutiendo, no haría sino empecinarlo más.

—Eres como mi padre —dijo Manfred, simplemente—. Y aún. Tu bendición sería un regalo inapreciable.

—¡Manie, Manie! —exclamó el reverendo—. Tú eres el hijo que nunca tuve. Sólo pienso en lo que más te conviene. ¿Cómo puedo convencerte de que esperes un poco en vez de apresurarte?

—No hay modo de disuadirme.

—Piensa en tu tía Trudi.

—Querrá que sea feliz —interrumpió Manfred.

—Sí, lo sé, pero también está la pequeña Sara…

—¿Qué le ocurre?

Los ojos de Manfred se habían puesto feroces y fríos; endureció la mandíbula, desafiante con su propia culpabilidad.

—Sara te quiere, Manie. Siempre te ha querido; hasta yo me he dado cuenta.

—Sara es mi hermana y la quiero. La quiero como corresponde a un hermano. En cambio, a Heidi la quiero con amor de hombre, y ella me quiere como quieren las mujeres.

—Creo que te equivocas, Manie. Siempre pensé que tú y Sara…

—Basta, tío Tromp. No quiero oír una palabra más. Me casaré con Heidi… espero que con tu permiso y tu bendición. ¿Quieres hacernos esos regalos de matrimonio, por favor?

Y el anciano asintió, pesada, tristemente.

—Te doy mi permiso y mi bendición, hijo mío… y te casaré con el corazón jubiloso.