A David Abrahams le gustaba volar, casi tanto como correr. Era lo que le había acercado a Shasa al principio. Aunque Abe Abrahams trabajaba para Centaine y era uno de sus amigos más íntimos casi desde el nacimiento de David, los dos muchachos no se habían prestado verdadera atención hasta que ingresaron en la universidad, en el mismo año. Desde entonces se habían vuelto inseparables y eran miembros fundadores del club universitario de aviación, al que Centaine había donado un Tiger Moth para los entrenamientos.
David estaba estudiando derecho; se daba tácitamente por sabido que, cuando se licenciara, trabajaría con su padre en Windhoek, lo cual significaba, naturalmente, que sería uno de los empleados de Centaine. Ella le observaba cuidadosamente desde hacía años, sin haberle encontrado vicio alguno; por eso aprobaba su amistad con Shasa.
David era más alto que su padre; tenía el cuerpo flaco de los corredores y una cara fea, atractiva y llena de humor, denso pelo rizado y gran nariz picuda, heredada de Abe. Sus mejores rasgos eran sus oscuros ojos semíticos y sus manos, largas y sensibles, que manipulaban ahora los controles del Dragon Rapide. Piloteaba con una dedicación casi religiosa, tal como el sacerdote que cumple con el rito de alguna religión arcana. Trataba al avión como si fuera un ser vivo; Shasa, en cambio, volaba como un ingeniero: con conocimiento y gran habilidad, pero sin la pasión mística de David.
David sentía la misma pasión por las carreras pedestres que por muchas otras cosas de su existencia. Era uno de los motivos por los que Shasa le quería tan profundamente. Él daba sabor a su vida, acentuando el placer que Shasa obtenía de las actividades compartidas con él. Esas últimas semanas podrían haber sido aburridas sin la compañía de David.
Con la bendición de Centaine, denegada tercamente casi un año, para ser otorgada misteriosamente en el último momento, los dos habían volado en el Rapid a la Mina Hani, un día después de terminar los exámenes finales.
En la mina, el doctor Twentyman-Jones dispuso que dos camiones de cuatro toneladas los esperaran, totalmente equipados para campamento, con criados, rastreadores, desolladores y un cocinero. Uno de los empleados de la compañía, hombre muy versado en la vida salvaje y la caza mayor, estaba al mando de la expedición.
La meta era Caprivi Strip, una remota franja de espesura situada entre Angola y Bechuanalandia. La entrada a esa zona estaba severamente restringida y se prohibía la caza, salvo en circunstancias excepcionales. Los otros deportistas se referían a ella, envidiosos, llamándola “el coto de caza privado de los ministros de Sudáfrica”. Blaine Malcomess les había conseguido permisos de ingreso y de caza.
Bajo las serenas indicaciones y la mano firme del canoso minero, los dos jóvenes habían llegado a entender y respetar mejor la vida silvestre y el fascinante espectro de vida que contenía. En pocas semanas, él les enseñó en parte cuál era el puesto del hombre en el frágil equilibrio de la naturaleza, infiltrando en ellos los principios de la cacería ética.
—La muerte de cada animal es un hecho triste, pero inevitable. Sin embargo, la muerte de la selva, el pantano o la pradera que mantiene a toda la especie es una tragedia —explicaba—. Si los reyes y los nobles de Europa no hubieran sido ávidos cazadores, los alces, los jabalíes y los osos ya serían animales extinguidos. Fueron los cazadores quienes salvaron el bosque del hacha y el arado de los campesinos. —Ellos escuchaban atentamente junto a la fogata—. Los hombres que cazan por amor a las bestias que persiguen protegerán a las hembras preñadas y con cría de los cazadores furtivos; incluso salvarán la selva de las cabras y el ganado. No, jóvenes amigos; Robin Hood era un sucio cazador furtivo. El verdadero héroe era el sheriff de Nottingham.
Pasaron días encantadores entre los matorrales. Salían del campamento a pie, antes de que aclarara, y volvían cansados como caballos, cuando el sol ya se había puesto. Cada uno de ellos mató su león y experimentó, ante el hecho, la tristeza y el júbilo del cazador; también volvió decidido a defender aquel bello y salvaje país de las depredaciones causadas por hombres codiciosos e inconscientes. Y Shasa, bendecido en su nacimiento con la promesa de una gran fortuna y mucha influencia, llegó a comprender, en alguna medida, que esa responsabilidad podía recaer sobre él en gran parte, algún día.
Tal como David había previsto, las mujeres resultaron superfluas. Sin embargo, Shasa había insistido en llevar una para sí y otra para su amigo. La elegida por Shasa tenía casi treinta años de edad. “Las mejores melodías se tocan con violines viejos”, aseguró a David. Además, estaba divorciada. “Nunca domo a mis propios caballos de polo.” Tenía ojos azules grandes, boca roja y madura y una silueta neumática, aunque no le sobraba demasiado cerebro. David la apodó “Jumbo”, explicando: “Es tan cabeza dura que podrían pasarle los elefantes por el cráneo.”
Shasa había convencido a Jumbo para que llevara una amiga para David, y ella había elegido a otra divorciada, alta y morena, de rizos largos; llevaba los brazos delgados y el cuello largo cargados de cuentas y brazaletes. Usaba boquilla de marfil y tenía una mirada intensa, ardiente, hablaba poco… habitualmente para pedir otra ginebra.
David la apodó “Camello”, por su sed insaciable. Sin embargo, las dos resultaron ser compañeras ideales, pues brindaban lo que de ellas se esperaba con vigor y experiencia, si así se les pedía. Por el resto del tiempo, se contentaban con pasar el día en el campamento. Al atardecer requerían pocas atenciones y no trataban de sabotear la conversación participando en ella.
—Estas han sido, probablemente, las mejores vacaciones de mi vida. —Shasa se reclinó en el asiento del piloto, mirando soñadoramente adelante, mientras David, en el asiento del copiloto, se encargaba de los mandos—. Pero todavía no han terminado. —Echó un vistazo a su reloj—. Dentro de una hora más llegaremos a Ciudad del Cabo. Mantén el avión en curso.
Y desabrochó su cinturón de seguridad.
—¿Adónde vas? —preguntó David.
—No voy a abochornarte respondiendo a tu pregunta, pero no te sorprendas si Camello viene a la cabina para estar contigo.
—Me preocupas, de veras. —David parecía muy serio—. Si sigues así, acabarás por reventar algo.
—Nunca me sentí más vigoroso —le aseguró Shasa, mientras salía trabajosamente del asiento.
—No me refería a ti, querido; la que me preocupa es Jumbo.
David sacudió tristemente la cabeza. Shasa, riendo entre dientes, le dio una palmada en el hombro y entró en la cabina trasera.
Camello fijó en él su mirada oscura y fanática, mientras se echaba un poco de ginebra y agua tónica en la pechera de la blusa. Jumbo, riendo como una niña, contorsionó su gordo culo para hacer sitio a Shasa. El le susurró algo al oído. Jumbo puso cara de desconcierto, lo cual no era desacostumbrado en ella.
—El Club de la Milla de Altitud. ¿Qué cuernos es eso?
Shasa volvió a susurrarle algo y ella echó un vistazo por la ventanilla, hacia abajo.
—No me había dado cuenta de que estábamos tan alto. —Cuando te asocias recibes un broche especial le dijo Shasa, hecho de oro y diamantes.
El interés de Jumbo cobró vuelo.
Oh, caramba, ¿qué clase de broche?
—Un gatito volador, con alas de oro y ojos de diamante.
—¿Un gatito?, por qué un gati…? —Se interrumpió al encenderse la intención en sus ojos de porcelana azul—. Eres terrible, Shasa Courtney!
Bajó los ojos, parpadeando pudorosamente, mientras Shasa guiñaba un ojo a Camello, diciendo:
—Creo que David quiere decirte algo.
Camello se levantó, obediente, con el vaso en la mano. Todos sus brazaletes y collares tintinearon cuando avanzó hacia el otro lado.
Una hora después, Shasa acercaba el Rapide a la pista y lo posaba en la hierba, como quien unta de mantequilla una tostada caliente. Antes de detenerlo, giró el morro y lo dirigió hacia los hangares, donde lo detuvo, con un resoplido del motor derecho. Sólo entonces reparó en el Daimler amarillo estacionado a la sombra del hangar, y en Centaine, junto al coche.
—Por Alá, ha venido Mater. ¡David, que nuestras bellezas se echen cuerpo a tierra?
—Demasiado tarde —gruñó su amigo—. Jumbo, bendita sea, ya la está saludando con la mano por la ventanilla.
Shasa juntó coraje para soportar la ira de su madre, mientras Jumbo bajaba la escalerilla, entre risitas y sosteniendo a Camello, a quien ya le fallaban las piernas.
Centaine no dijo nada, pero tenía un taxi esperando junto al Daimler. Shasa jamás preguntaría cómo había sabido lo de las muchachas, pero ella hizo que el taxi se adelantara y metió a la tambaleante pareja en el asiento trasero, con una mirada que parecía un látigo.
—Pon el equipaje de las mujeres en el portaequipaje —ordenó a Shasa secamente. En cuanto estuvo cargado, hizo otra señal al conductor—. Llévelas adonde se les antoje.
Camello se dejó caer en el asiento, con los ojos dilatados, pero Jumbo asomó por la ventanilla trasera, saludando con la mano y arrojando besos a Shasa, hasta que el taxi desapareció por los portones del aeropuerto. Entonces el muchacho inclinó la cabeza, esperando el gélido sarcasmo de su madre.
—¿Habéis tenido buen viaje, querido? —preguntó ella, dulcemente, acercándole la mejilla para recibir un beso.
Las dos muchachas no volvieron a ser mencionadas.
—¡Maravilloso! —El beso de Shasa estaba lleno de gratitud, alivio y auténtico placer por verse otra vez a su lado. Quiso contarle todo, pero ella le interrumpió, diciendo:
—Más tarde. Ahora quiero que hagas revisar el Rapide y cargar combustible. Mañana volaremos a Johannesburgo.
Una vez en Johannesburgo, se hospedaron en el Carlton. Centaine en poseía el treinta por ciento del capital accionario del establecimiento, y la suite real estaba a su disposición siempre que se hallaba en la ciudad.
El hotel no tardaría en necesitar una gran renovación, pero ocupaba una situación privilegiada en el centro de Johannesburgo. Mientras se cambiaba para cenar, Centaine sopesó la posibilidad de hacerlo derribar totalmente para aprovechar el terreno. Decidió que sus arquitectos prepararan un informe y apartó los negocios de su mente, dedicando a Blaine el resto de la velada y toda su atención.
Corriendo un innecesario riesgo de provocar habladurías, ella y Blaine bailaron hasta las dos de la mañana en el club nocturno del último piso.
Al día siguiente, él tenía planeada toda una serie de entrevistas en Pretoria; había sido la excusa ante Isabella para ese viaje. Así pues, Centaine pudo pasar todo el día con Shasa. Por la mañana asistieron a una venta de potrillos pura sangre, pero los precios resultaron ridículamente elevados, y ellos salieron sin haber comprado un solo animal.
Almorzaron en el pabellón de África del Este, donde Centaine disfrutó, más que de la comida, de las miradas envidiosas y calculadoras que le echaban las mujeres de las mesas vecinas.
Por la tarde fueron al zoológico. Mientras alimentaban a los monos y remaban en el lago, analizaron los planes de Shasa para el futuro. Ella descubrió, con deleite, que el muchacho no había abandonado en un ápice su decisión de asumir sus deberes y responsabilidades en la empresa Courtney, en cuanto hubiera obtenido su diploma.
Llegaron al Carlton con tiempo de sobra para cambiarse antes de la pelea. Blaine, que ya llevaba esmoquin, con un whisky en la mano, se repantigó en uno de los sillones, contemplando a Centaine, dedicada a arreglarse. A ella le gustó; era como jugar otra vez a estar casados; hasta le pidió que le pusiera los pendientes y desfiló ante él, dando una vuelta para desplegar sus largas faldas.
Es la primera vez que voy a una pelea, Blaine. ¿No estamos demasiado elegantes?
—Te aseguro que la gente va de rigurosa etiqueta.
—¡Oh, Dios!, estoy tan nerviosa… No sé qué voy a decirle cuando tenga la oportunidad… —Se interrumpió—. Conseguiste entradas, ¿no?
El se las mostró, sonriendo.
—Primera fila, y tengo contratado un coche con chófer.
Shasa entró en la suite con un chal de seda blanca sobre los hombros del esmoquin y la corbata negra cuidadosamente asimétrica, para que no se confundiera con aquellas monstruosidades modernas que se abrochaban sobre la camisa.
“Qué espléndido está.” El corazón de Centaine se henchió al verle. “¿Cómo voy a protegerlo de las arpías?”
Después de darle un beso, él fue al armario y le sirvió la acostumbrada copa de champán.
—¿Le sirvo otro whisky, señor? —preguntó a Blaine.
—Gracias, pero me limito a uno, Shasa —rechazó Blaine.
El muchacho se sirvió un gingerale seco. Si por algo no cabía preocuparse, pensó la madre, era por el licor. El alcohol nunca sería la debilidad de Shasa.
—Bueno, Mater —dijo el joven, levantando la copa—, brindo por tu nuevo interés en el caballeresco arte del boxeo. ¿Estás versada en los objetivos generales del deporte?
—Según creo, consiste en que dos muchachos suban al cuadrilátero y traten de matarse mutuamente. ¿Me equivoco?
—Es la definición exacta, Centaine —rió Blaine.
Nunca le dirigía términos cariñosos delante de Shasa. No por primera vez, se preguntó qué pensaría el muchacho de la relación entre ella y Blaine. Debía sospechar algo, sin duda. Pero Centaine ya tenía demasiados motivos de preocupación aquella noche para añadir otro.
Centaine bebió su champán y, esplendorosa con sus diamantes y sus sedas, llevada del brazo por los dos hombres más importantes de su vida, salió hacia la limusina que esperaba.
Las calles de la universidad de Witwatersrand, alrededor del gimnasio, estaban llenas de vehículos estacionados; las columnas de automóviles avanzaban por la colina, popa contra morro; en las aceras se agolpaban multitudes de estudiantes excitados y aficionados al boxeo, que corrían hacia el vestíbulo. A causa de ello, el chófer se vio obligado a dejarles a doscientos metros de la entrada, para que se incorporaran a la muchedumbre que avanzaba a pie.
En el vestíbulo, la atmósfera era ruidosa y estaba cargada de expectación. Cuando ocuparon los asientos reservados, Centaine se sintió aliviada al ver que todos, en las tres primeras filas, vestían de gala, y que había casi tantas señoras como caballeros. Había tenido pesadillas en las que se veía como la única mujer del público.
Soportó las pruebas eliminatorias previas, tratando de demostrar interés en la conversación que le daban Blaine y Shasa, pero los combatientes de las categorías menores eran tan pequeños y esmirriados que parecían gallos de pelea desnutridos; la acción, en virtud de rápida, engañaba la vista. Además, su mente y su interés estaban puestos en la aparición del muchacho que había ido a ver.
Terminó otra pelea; los boxeadores, magullados y cubiertos de sudor, bajaron del cuadrilátero. Un silencio expectante cayó sobre el salón y las cabezas comenzaron a estirarse hacia el vestuario.
Blaine verificó su programa, murmurando:
—¡Ahora viene!
Entonces, un rugido sanguinario brotó de los espectadores.
—Allí está. —Blaine le tocó el brazo, pero ella descubrió que no podía volver la cabeza.
“Ojalá no hubiera venido”, pensó, encogiéndose en el asiento. “No quiero que me vea.”
Manfred De La Rey, el peso medio desafiante, fue el primero en subir al cuadrilátero, atendido por su entrenador y sus dos ayudantes. El grupo de Stellenbosch rugía, con las banderas de la universidad, mientras lanzaba el grito de guerra característico. De inmediato respondieron los estudiantes de Witwatersrand, con gritos de burla, vítores y pataleos. El ruido imperante hacía daño en los tímpanos. Manfred subió al cuadrilátero y ejecutó una pequeña danza, arrastrando los pies, con las manos enguantadas por encima de la cabeza; el batín de seda le colgaba de los hombros como un manto.
Tenía el pelo crecido, pasado de moda; en vez de peinarlo con Brylcreem lo dejaba alrededor de la cabeza como una aureola dorada. Su fuerte mandíbula no llegaba a ser pesada; los huesos de la frente y los pómulos eran prominentes y bien esculpidos, pero los ojos sobresalían sobre todos sus rasgos: claros e implacables como los de un gran felino carnicero, subrayados por sus cejas oscuras.
Desde los anchos hombros, el cuerpo descendía en una pirámide invertida hasta las caderas y las líneas de las piernas, largas y bien definidas; no había en su físico grasa ni carne floja; cada uno de sus músculos era visible bajo la piel.
Shasa se puso tenso en el asiento al reconocerlo y rechinó furiosamente los dientes, recordando el impacto de aquellos puños en su carne, la sofocante viscosidad del pescado muerto que casi le había ahogado, como si los años intermedios no hubieran transcurrido.
—Lo conozco, Mater —gruñó, apretando los dientes—. Es el muchacho con quien me peleé en el muelle de Walvis Bay.
Centaine le puso una mano en el brazo para contenerlo, pero no le dirigió una mirada ni una palabra. En cambio echó un vistazo al rostro de Blaine. Lo que vio en él la dejó preocupada.
La expresión de Malcomess era sombría; Centaine sintió su enfado y su dolor. A mil quinientos kilómetros de allí había podido ser comprensivo y magnánimo, pero al tener ante sí la prueba viviente de otros amoríos sólo podía pensar en el hombre que le había hecho aquel bastardo, en el consentimiento… no, en la jubilosa participación de Centaine en el acto. Pensaba en ese cuerpo de mujer, que habría debido ser sólo de él, amado por un desconocido, por un enemigo contra quien él había arriesgado su vida en combate.
“Oh, Dios, ¿por qué he venido?”, se torturó ella. Y de pronto sintió que algo se fundía y cambiaba de forma en su interior. Entonces tuvo la respuesta. “Carne de mi carne”, pensó. “Sangre de mi sangre.”
Y recordó el peso de ese hijo en el vientre, y los espasmos de la vida que crecía en ella. Todos los instintos de la maternidad afloraron, amenazando sofocarla. El furioso grito del nacimiento volvió a resonar en su cerebro, ensordeciéndola. “¡Mi hijo!”, estuvo a punto de gritar en voz alta. “Mi propio hijo.”
El magnífico luchador del cuadrilátero giró la cabeza en su dirección y la vio por primera vez. Dejó caer las manos a los costados y levantó el mentón, mirándola con tan concentrado veneno, con odio tan agrio en aquellos ojos amarillos que fue como el golpe de una porra llena de clavos contra su rostro indefenso. Manfred De La Rey le volvió deliberadamente la espalda y se dirigió a su rincón.
Blaine, Shasa y Centaine permanecían rígidos y silenciosos, en medio de una multitud que rugía y entonaba estribillos. Ninguno de los tres miraba a sus compañeros. Sólo Centaine se movía, retorciendo la punta de su chal de lentejuelas, mordiéndose el labio inferior para evitar que temblara.
El campeón subió al cuadrilátero, Ian Rushmore era dos o tres centímetros más bajo que Manfred, pero más amplio de pecho, dotado de largos brazos simiescos, muy musculosos, y cuello tan corto y grueso que daba la impresión de tener la cabeza directamente plantada en los hombros. El vello negro, espeso y áspero, asomaba en rizos sobre la parte superior de la camiseta. Parecía potente y peligroso como un jabalí.
Sonó la campana. Entre el rugido sanguinario de la muchedumbre, los dos luchadores se encontraron en medio del cuadrilátero. Centaine ahogó una exclamación involuntaria ante el ruido del puño enguantado contra la carne. Comparado con los breves golpes de los combates precedentes, aquello era como el enfrentamiento de dos gladiadores.
A ella le era imposible distinguir alguna ventaja entre los dos hombres que daban vueltas y terribles puñetazos que rebotaban en la sólida guardia de brazos y guantes. Zigzagueaban, se agachaban y volvían a enfrentarse, mientras la multitud, alrededor, aullaba frenética y descontrolada.
El asalto terminó tan abruptamente como había comenzado; los luchadores se separaron para volver a los pequeños grupos de ayudantes, que se afanaron en atenderlos, lavándolos con esponjas, masajeándolos, dándoles aire fresco o susurrándoles indicaciones. Manfred tomó un sorbo de agua que su entrenador, un hombre corpulento, de gran barba negra, le acercó a la boca. Se enjuagó con el líquido y luego, mirando deliberadamente a Centaine, como si la escogiera entre el público con aquellos ojos claros, escupió el agua en el balde que tenía a sus pies, sin apartar la vista de ella. La mujer comprendió que era una muestra de odio y se acobardó ante esa ira. Apenas oyó a Blaine, que murmuraba a su lado:
—Yo daría este asalto por empatado. De La Rey no afloja nada y Rushmore le tiene miedo.
Entonces los boxeadores volvieron a levantarse, a saltar en círculos y a arrojarse golpes con los puños enguantados, gruñendo como animales exigidos al pegar y recibir; los cuerpos les brillaban de sudor por el esfuerzo; allí donde asestaban un puñetazo se encendía una mancha roja y reluciente. Aquello siguió y siguió. Centaine llegó a sentir náuseas ante el salvajismo primitivo de aquella escena, ante los ruidos, el olor y el espectáculo de la violencia.
—Rushmore ha ganado este asalto —dijo Blaine, tranquilamente, al sonar otra vez la campana.
Ella le odió, por un momento, al verle tan tranquilo. Sentía un sudor pegajoso en la cara y las náuseas amenazaban con abrumarla. Blaine prosiguió:
—De La Rey tendrá que mejorar en los próximos dos asaltos. Si no, Rushmore va a hacerlo papilla. Está cobrando cada vez más confianza.
Ella habría querido levantarse de un salto y salir corriendo, pero no le respondían las piernas. Volvió a sonar la campana y los dos hombres salieron otra vez, al fulgor de los reflectores. Centaine trató de apartar la vista, pero no pudo. Y siguió observando lo que ocurría, con enfermiza fascinación. Vio cómo se desarrollaba cada escena, en sus más vívidos detalles, y supo que jamás podría olvidarlo.
Vio que el guante de cuero rojo se convertía en un borrón, penetrando por una diminuta abertura en el círculo defensivo de los brazos. Vio que la cabeza del otro hombre se movía de un modo seco, como si hubiera llegado al límite de la horca. Vio cada una de las gotas de sudor que volaron de sus rizos empapados, como si alguien hubiera arrojado una pesada piedra al estanque, y las facciones que se retorcían grotescamente, perdiendo la forma ante el impacto, para convertirse en una careta de agonía.
Oyó el golpe, y el ruido de algo que se rompía: dientes, huesos o tendones. Y gritó, pero su grito se perdió, tragado por la alta marca de sonido que estallaba en mil gargantas a su alrededor. Entonces se metió los dedos en la boca, pues los golpes seguían llegando, tan veloces que los horribles ruidos de los impactos se encadenaban como el del batidor en el bol de crema espesa, y la carne se convertía en una ruina colorada bajo ellos. Centaine siguió gritando, mientras contemplaba la espantosa rabia amarilla en los ojos del hijo que ella había gestado. Lo vio convertirse en una bestia asesina y delirante, y vio cómo se marchitaba y se quebraba su adversario, retrocediendo como si sus piernas no tuvieran huesos, para caer en un giro, rodando hasta quedar de espaldas, con los ojos ciegos clavados en los reflectores. Roncaba, tragándose la sangre espesa y brillante que le brotaba de la nariz deshecha, cayendo en la boca abierta. Manfred De La Rey bailoteó a su lado, aún poseído por su ira asesina, y Centaine pensó que iba a echar la cabeza atrás para aullar como los lobos, o a arrojarse contra ese objeto roto caído a sus pies, para arrancarle el cuero cabelludo y blandirlo en alto, en obscena muestra de triunfo.
—Sácame de aquí, Blaine —sollozó—. Por favor, sácame de aquí.
Y los brazos de su compañero la pusieron en pie y la llevaron fuera.
Detrás de ella, el rugido sanguinario se fue desvaneciendo. Bebió a grandes tragos el aire frío y dulce de la pradera, como si acabara de ser rescatada en el momento mismo en que se ahogaba.
“El león del Kalahari se gana el pasaje a Berlín”, vocearon los titulares. Centaine, estremecida por el recuerdo, dejó caer el periódico junto a la cama y cogió el teléfono.
—Shasa, ¿a qué hora podemos volver a casa? —preguntó, en cuanto la voz del muchacho, gangosa de sueño, sonó en el auricular.
Blaine entró procedente del cuarto de baño, con espuma de afeitar en las mejillas.
—¿Estás decidida? —preguntó, al verla colgar.
—No tiene sentido que procure, siquiera, hablar con él —respondió ella—. Ya viste cómo me miraba.
—Tal vez haya otra ocasión…
Era un intento de consolarla, pero vio la desesperación en sus ojos y corrió a abrazarla.
David Abrahams batió su propio récord en la carrera de doscientos metros, por casi un segundo, en el primer día de las pruebas eliminatorias para las Olimpiadas. Sin embargo, al segundo día no le fue tan bien como esperaba; apenas pudo ganar por medio metro la prueba final de los cuatrocientos metros.
Aun así, su nombre figuraba entre los primeros de la lista que se leyó en el banquete, seguido de un gran baile, con que se clausuraron los cinco días de certámenes clasificatorios. Shasa, que estaba sentado a su lado, fue el primero en estrecharle la mano y darle grandes palmadas en la espalda. David iría a Berlín.
Dos semanas después se llevaron a cabo las eliminatorias de polo en el Club manda de Johannesburgo. Shasa fue seleccionado para el equipo B de “candidatos posibles”, contra el equipo A, capitaneado por Blaine, de “candidatos probables”; sería el último encuentro del último día.
Centaine, sentada en las últimas gradas del palco de honor, observaba a Shasa, que estaba en uno de los días más inspirados de su carrera. Aun así adivinaba, con el corazón desesperado, que eso no era suficiente. Shasa no perdió una intercepción, no erró un solo tiro durante los cinco primeros chukkers. En un momento dado, llegó a tomar la pelota bajo el mismo hocico del caballo de Blaine, con un despliegue de audacia que hizo poner de pie a todos los espectadores. Y tampoco eso —Centaine lo adivinó— sería suficiente.
Clive Ramsay, el rival de Shasa por el puesto número dos en el equipo a seleccionar, había jugado bien toda la semana. Tenía cuarenta y dos años y una sólida carrera detrás de sí; había actuado como segundo de Blaine Malcomess en casi treinta partidos internacionales. Su carrera de polista estaba llegando a la cima, y Centaine sabía que los seleccionadores no podían descartarlo en favor del candidato más joven y audaz; aunque tuviera mejores dotes, contaba con menos experiencia y, por lo tanto, era menos digno de confianza. Casi los veía mover sabiamente las cabezas, fumando cigarros: “El joven Courtney tendrá una buena oportunidad la próxima vez.” Y los odió por anticipado, incluyendo a Blaine Malcomess.
De pronto, la multitud lanzó un aullido. Ella también se levantó de un salto.
Shasa, gracias a Dios, estaba fuera del asunto; galopaba por la línea lateral, listo para cruzarse, mientras su propio número uno, otro joven de empuje, desafiaba a Clive Ramsay en el centro del campo.
Probablemente no fue deliberado, sino consecuencia de una implacable necesidad de lucirse, pero el capitán de Shasa chocó con Clive Ramsay en la intercepción de un modo peligroso, poniendo a su caballo de rodillas. Clive salió despedido de la silla y cayó dando tumbos al suelo, duro como el hierro. Esa misma tarde, los rayos X confirmaron una fractura múltiple de fémur, que el cirujano traumatólogo vio obligado operar.
—Nada de polo durante un año, como mínimo —ordenó, cuando su paciente salió de la anestesia.
Después de eso, cuando los seleccionadores se reunieron en cónclave, Centaine aguardó con interés más noticias, abrigando renovadas esperanzas. Al discutirse el nombre de Shasa, Blaine rehusó participar, tal como había adelantado. Pero cuando volvieron a llamarle al salón, el presidente gruñó:
—Muy bien, irá el joven Courtney en vez de Clive.
A pesar de sí mismo, Blaine experimentó una oleada de júbilo y orgullo; Shasa Courtney era lo más parecido a un hijo varón que podría tener jamás.
En cuanto le fue posible, telefoneó a Centaine para darle la noticia:
—Esto no se sabrá hasta el viernes, pero Shasa irá a Berlín.
Centaine quedó fuera de sí de alegría.
—Oh, Blaine, querido, ¿cómo voy a hacer para dominarme hasta el viernes? —exclamó—. ¡Piensa en lo divertido que será ir a Berlín juntos, los tres! Podemos llevar el Daimler y cruzar en automóvil toda Europa. Shasa no conoce Mort Homme. Podemos pasar algunos días en París, y tú me llevarás a cenar a Laserre. Hay tantas cosas que preparar… Pero ya hablaremos de eso cuando nos veamos, el sábado.
—¿El sábado?
Se había olvidado. Centaine lo percibió en su voz.
—Es el cumpleaños de sir Garry, ¡la merienda en la montaña! —Suspiró de exasperación—. Oh, Blaine, es una de las pocas fechas en el año en que podemos estar juntos… justificadamente.
—¿Y es otra vez, tan pronto, el cumpleaños de sir Garry? Pero ¿qué le ha pasado a este año? —protestó él.
—Oh, Blaine, te has olvidado —lo acusó ella—. No me puedes fallar. Este año la celebración será doble: el cumpleaños y la selección de Shasa para las Olimpiadas. Prométeme que irás, Blaine.
Él vaciló un instante. Había prometido a Isabella que la llevaría con las niñas a casa de su madre, en Franschoek, para pasar allí el fin de semana.
—Lo prometo, tesoro. Allí estaré.
Ella jamás sabría lo que iba a pagar Blaine por esa promesa, pues Isabella se cobraría con exquisitos refinamientos de crueldad el compromiso roto. Era la droga lo que había provocado ese cambio en Isabella, se repetía, una y otra vez. En el fondo, ella seguía siendo la misma persona, dulce y gentil, con la que se casó. Pero el dolor incesante y la droga la habían echado a perder, y él trataba de conservarle el respeto y el afecto.
Trató de recordar su encanto, delicado y etéreo como el de una rosa apenas abierta. Pero ese encanto había desaparecido hacía tiempo, dejando pétalos marchitos y el hedor de la descomposición. Cada poro de su piel exudaba el olor dulzón y enfermizo del láudano; las profundas llagas, jamás cicatrizadas, de las nalgas y la parte inferior de la espalda, despedían un vaho sutil, pero penetrante, que él había llegado a aborrecer. Se le hacía difícil estar cerca de ella. Su aspecto y su olor le resultaban repulsivos; sin embargo, al mismo tiempo, le colmaban de indefensa piedad y de corrosivos remordimientos hacia su infidelidad.
Ella se había convertido en un esqueleto. No había carne en los huesos de aquellas piernas frágiles, que eran como los miembros zancudos de aves acuáticas, perfectamente rectas y sin forma, sólo distorsionadas por el bulto de la rodilla y los pies inútiles, desproporcionadamente grandes, en el extremo.
Sus brazos estaban igualmente flacos y hasta su cráneo había perdido carne. Los labios estaban recogidos hacia atrás, descubriendo los dientes; cuando trataba de sonreír, cuando hacía una mueca de enfado (lo cual era más frecuente), parecía una calavera. Hasta las encías estaban pálidas, casi blancas.
También su piel tenía la apariencia de papel de arroz, por lo blanca y sin vida, tan fina y traslúcida que dejaba ver las venas de las manos y la frente, en un dibujo azul. En la cara, lo único dotado de vida eran los ojos; ahora había en ellos un brillo malicioso, como si odiara a Blaine por tener un cuerpo saludable y lujurioso, mientras el suyo estaba destruido e inútil.
—¿Cómo puedes hacer algo así, Blaine? —le preguntó con el mismo gemido acusador y agudo que había utilizado ya incontables veces—. Me lo prometiste. Sabe Dios que te veo muy poco. Esperaba tanto este fin de semana, desde hace…
Siguió y siguió. Él trató de no escuchar, pero se descubrió pensando otra vez en su cuerpo.
Después de haber pasado casi siete años sin verla desvestida, hacía apenas un mes había entrado en su vestidor, convencido de que ella estaba en la glorieta del jardín, donde pasaba casi todo el día. Pero estaba allí, desnuda, tendida en la camilla de masajes, mientras la enfermera diurna estaba a su cuidado. La impresión debió de verse claramente en la cara de Blaine cuando las dos mujeres levantaron la vista, sobresaltadas.
En el pecho esmirriado de Isabella sobresalían todas las costillas; sus pechos eran vacíos sacos de piel que le colgaban desde las axilas. La mata oscura del vello púbico resultaba incongruente y obscena en la cuenca huesuda de la pelvis, bajo la cual brotaban aquellas piernas similares a palillos, en un ángulo desarticulado, tan consumidas que, entre los muslos, el espacio era más ancho que una mano de hombre con los dedos abiertos.
—¡Sal de aquí! —había gritado ella. Él apartó los ojos y salió precipitadamente—. ¡Sal de aquí y no vuelvas a entrar jamás!
Y ahora su voz tenía el mismo timbre.
—Está bien, vete a tu merienda, si es inevitable. Ya sé que soy una carga para ti. Sé que no soportas pasar sino unos pocos minutos en mi presencia…
El, sin soportarlo más, levantó una mano para acallarla.
—Tienes razón, querida. Fue un acto de egoísmo mencionarlo, siquiera. Que no se vuelva a hablar del asunto. Iré con vosotros, por supuesto.
Vio la vengativa chispa de triunfo en los ojos de Isabella y la odió de pronto, por primera vez. Sin poder contenerse, pensó: “¿Por qué no se muere? Sería mejor para ella y para todos los que la rodeamos”. De inmediato se horrorizó de su propia idea; la culpa lo invadió de tal modo que se acercó apresuradamente a la silla de ruedas y se inclinó hacia ella, para tomar con ambas manos aquella diestra fría y huesuda, estrechándola con suavidad, mientras la besaba en los labios.
—Perdona, por favor —susurró.
Sin embargo, sin que la invocara, se le apareció la imagen de Isabella en su ataúd. Allí estaba, bella y serena como antes, con el pelo nuevamente espeso, lustroso, esparcidos en la almohada de satén los mechones rojizos y dorados. Cerró los ojos con fuerza para apartar la imagen, pero persistió, aun cuando ella se aferró de su mano.
—Oh, será divertido estar juntos y solos un par de días. —Él quiso apartarse, pero ella le retuvo—. Ahora tenemos tan pocas oportunidades de conversar… Pasas mucho tiempo en el parlamento. Y cuando no estás trabajando vas a jugar al polo.
—Te veo todos los días, por la mañana y por la noche. —Oh, lo sé, pero nunca conversamos. Ni siquiera hemos hablado del viaje a Berlín, y ya queda poco tiempo.
—¿Hay mucho de que hablar al respecto, querida? —preguntó él, con cautela, mientras se desasía para volver a su silla, al otro lado de la glorieta.
—Por supuesto, Blaine. —Ella le sonrió, exponiendo esas encías pálidas tras los labios encogidos. El gesto le dio una expresión astuta, casi taimada, que a Blaine le resultó perturbadora—. Hay muchos arreglos por hacer. ¿Cuándo parte el equipo?
—Tal vez no viaje con el equipo —advirtió él con cautela—. Quizá parta algunas semanas antes y me detenga en Londres y en París, para tener algunos encuentros con el gobierno británico y el francés, antes de seguir hasta Berlín.
—Oh, Blaine, y aún debemos arreglarlo todo para que yo te acompañe.
El tuvo que controlar su expresión, pues Isabella lo observaba con atención.
—Sí —dijo—, habrá que planearlo todo con cuidado.
La idea era insoportable; tanto como deseaba estar con Centaine, poder abandonar los disimulos y no temer que los descubrieran…
—Antes que nada, querida, es preciso asegurarse de que el viaje no empeore tu salud.
—No quieres que vaya, ¿verdad? —La voz de Isabella se elevó ásperamente.
—Por supuesto que…
—Es una maravillosa ocasión para escapar de mí. —Por favor, Isabella, tranquilízate. Te vas a…
—No finjas que te importo. Hace nueve años que soy una carga para ti. Desearías verme muerta, sin duda.
—Isabella… —Pero le había impresionado lo acertado de la acusación.
—Oh, no te hagas el santo, Blaine Malcomess. Aunque esté atada a esta silla, puedo ver y oír lo que pasa.
—No quiero continuar así. —Blaine se levantó—. Volveremos a hablar cuando te hayas calmado…
—¡Siéntate! —chilló la mujer—. ¡No voy a permitir que te vayas corriendo a ver a tu puta francesa, como siempre!
Blaine hizo una mueca de dolor, como si hubiera recibido un golpe en plena cara. Ella prosiguió con jactancia: Bueno, al fin lo he dicho. Mierda, no te imaginas cuántas veces he estado a punto de decirlo. No te imaginas lo bien que se siente una cuando puede decirlo: ¡puta! ¡pendón!
—Si dices una palabra más, me iré —le advirtió él.
—¡Buscona! —añadió ella con placer—. ¡Ramera! ¡Tirada!
Blaine giró sobre sus talones y bajó de dos en dos los peldaños de la glorieta.
—¡Blaine! —gritó ella—. ¡Vuelve!
El siguió caminando hacia la casa. El tono de Isabella cambió.
—Lo siento, Blaine. Te pido perdón. Vuelve, por favor. ¡Por favor!
Y él no pudo negarse. A su pesar, regresó. Descubrió que le temblaban las manos de furia y horror; se las metió en los bolsillos y se detuvo al pie de la escalera.
—Está bien —dijo, con suavidad—. Lo de Centaine Courtney es cierto. La quiero. Pero también es cierto que hemos hecho todo lo posible para evitar que te sintieras herida o humillada. Así que no vuelvas a hablar así de ella. Si Centaine lo hubiera permitido, me habría ido con ella hace años… abandonándote. Que Dios me perdone, pero te habría abandonado. Sólo ella me obligó a seguir aquí, y sólo por ella me quedo.
Ella estaba tan arrepentida e impresionada como Blaine. Al menos, así pareció cuando volvió a levantar la vista. Entonces quedó al descubierto que había fingido arrepentimiento sólo para hacerlo volver y tenerlo bajo el alcance de su lengua.
—Ya sé que no puedo ir a Berlín contigo, Blaine. Se lo he preguntado al doctor Joseph y él me lo prohíbe. Dice que el viaje me mataría. Sin embargo, sé lo que estáis planeando, tú y esa mujer. Sé que has utilizado toda tu influencia para lograr que Shasa Courtney sea integrado en el equipo; así le das a ella una excusa para viajar también. Sé que habéis ideado un maravilloso interludio ilícito y no puedo impedir que vayas…
Él abrió los brazos en un gesto de furiosa resignación. Era inútil protestar, y la voz de Isabella volvió a elevarse, con esa insistente aspereza.
—Bueno, voy a decirte una cosa: olvidaos de la luna de miel que estábais planeando. He dicho a las niñas, tanto a Tara como a Mathilda Janine, que irán contigo. Ya se lo he dicho y están muy entusiasmadas. Ahora, todo corre de tu cuenta. O cometes la crueldad de desilusionar a tus hijas, o asumes el papel de niñera, en lugar del de Romeo que pensabas representar en Berlín. —Su voz se elevó un poco más; el centelleo de sus ojos era vengativo—. ¡Y te lo advierto, Blaine Malcomess, si te niegas a llevarlas, les diré por qué. Pongo a Dios por testigo: les diré que su amado papaíto es un mentiroso, un hombre falso, un libertino mantenido por mujeres!
Aunque todo el mundo, desde los periodistas más especializados hasta el último de los fanáticos, confiaban en que Manfred De La Rey integraría el equipo de boxeo enviado a Berlín, toda la ciudad de Stellenbosch estalló de orgullo cuando se anunció oficialmente, no sólo que él era el peso medio para competir, sino también que Roelf Stander representaría a los pesos pesados y al reverendo Tromp Bierman le tocaría la tarea de entrenador oficial.
Hubo una recepción oficial y un desfile por las calles de la ciudad. En una reunión de la Ossewa Brandwag, el general los puso como ejemplo de la virilidad afrikáner, destacando la abnegación y capacidad combativa de ambos muchachos.
—Son los jóvenes como éstos los que darán a nuestra nación el sitio que le corresponde por derecho en esta tierra —dijo.
Y mientras desde las filas uniformadas recibía el saludo de la OB, con el puño derecho apretado contra el corazón, prendió en la chaqueta de Manfred y Roelf la insignia de oficial.
—Por Dios y por el Volk —les exhortó el mando superior.
Manfred nunca había experimentado tanto orgullo ni tanta determinación a honrar la confianza depositada en él.
En las semanas siguientes, el entusiasmo fue en aumento. El equipo oficial tuvo que probarse las guerreras verdes y doradas, los pantalones blancos y los anchos sombreros Panamá, que componían el uniforme con el que marcharían en el estadio olímpico. Hubo interminables reuniones informativas dedicadas a todos los temas posibles, desde las reglas de etiqueta y buena educación imperantes en Alemania, hasta las disposiciones tomadas para el viaje, pasando por las características de los adversarios con los que, probablemente, deberían enfrentarse en la marcha hacia la final.
Tanto Manfred como Roelf fueron entrevistados por periodistas de todas las revistas y periódicos del país. En el programa de radio Ésta es tu tierra, que se transmitía en toda la nación, se les dedicó media hora completa.
Sólo una persona parecía ajena al entusiasmo.
—Las semanas que vas a pasar lejos serán más largas que toda mi vida —dijo Sara a Manfred.
—No seas tonta —rió él—. Todo pasará sin que te des cuenta, y volveré con una medalla de oro colgada del cuello.
—No me llames tonta —le espetó ella—, ¡nunca más!
Él se echó a reír.
—Tienes razón —dijo—. Mereces mucho más que eso.
Sara había asumido las tareas de cronometradora y auxiliar de Manfred y Roelf en las carreras vespertinas. Descalza, volaba por los atajos de la colina y el bosque, para esperarlos en sitios prefijados con el cronómetro que le prestaba el tío Tromp, con una esponja mojada y un frasco de zumo de naranja frío para refrescarlos. En cuanto se habían mojado, después de beber un poco, partían otra vez, y ella volvía a correr, cruzando el valle o la cumbre, hasta la parada siguiente.
Dos semanas antes de hacerse a la mar, Roelf se vio obligado a perder unos de esos ejercicios vespertinos, pues debía presidir una reunión extraordinaria del consejo estudiantil. Manfred corrió solo.
Cogió por la ladera empinada y larga del cerro Hartenbosch, a toda carrera, volando por la cuesta con largos pasos elásticos, fija la vista en la cima. Allí lo esperaba Sara; el sol otoñal, ya bajo, brillaba a sus espaldas, coronándola de oro y atravesando la tela fina de sus faldas, de tal manera que sus piernas quedaban dibujadas en la transparencia. Manfred pudo ver cada línea, cada ángulo de su cuerpo, casi como si estuviera desnuda.
Se detuvo involuntariamente, en medio de un paso, y permaneció inmóvil, con la vista fija en ella y el pecho palpitante, no sólo por el esfuerzo.
“Es hermosa.” Le sorprendía no haberlo notado antes. Caminó lentamente por el último tramo, sin apartar los ojos de Sara, confundido por ese brusco descubrimiento de estar hambriento de ella, la necesidad que había reprimido hasta entonces, sin admitirla ante sí mismo, y que ahora, de pronto, amenazaba con consumirle.
Ella le salió al encuentro; así, descalza, era mucho más pequeña que él, y eso pareció aumentar su terrible apetito. Le ofreció la esponja; como él no hiciera movimiento alguno por cogerla, comenzó a limpiarle el sudor del cuello y los hombros.
—Anoche soñé que estábamos otra vez en el campamento —susurró mientras le lavaba los antebrazos—. ¿Te acuerdas del campamento junto a las vías, Manie? Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Tenía la garganta cerrada y no podía hablar.
—Vi a mamá tendida en la tumba. Fue terrible. Pero luego cambió la imagen. Ya no era mamá, eras tú. Estabas pálido, estabas guapo, pero yo sabía que te había perdido… y mi dolor era tan devorador que quería morir también, para estar contigo para siempre.
Manie la cogió en sus brazos y la dejó sollozar contra su pecho. El cuerpo de Sara era fresco, suave, dócil; le temblaba la voz.
—Oh, Manie, no quiero perderte. Por favor, vuelve a mí… sin ti no quiero seguir viviendo.
—Te quiero, Sarie —dijo él con voz áspera. Sara se sobresaltó.
—Oh, Manie.
—Hasta ahora no me había dado cuenta —admitió él con voz ronca.
—Oh, Manie, siempre lo he sabido. Te amé desde el primer minuto del primer día que te vi y te amaré hasta el último —exclamó ella, ofreciéndole la boca—. Bésame, Manie; si no me besas, moriré.
El contacto de aquellos labios encendió algo en Manie; su fuego y su humo le oscurecieron la razón y la realidad. De pronto se encontró con ella bajo los pinos, junto al sendero, tendido en un lecho de dulces agujas; el aire otoñal era como seda en su espalda desnuda, pero no tan sedoso como el cuerpo de Sara bajo el suyo, ni tan caliente como las húmedas profundidades en las que iba sumergiéndose.
No comprendió lo que estaba ocurriendo hasta que Sara gritó de dolor y de placer. Entonces ya era demasiado tarde; se encontró respondiendo a su grito, sin poder contenerse, arrastrado por una marea revuelta hasta llegar a un lugar donde nunca había estado antes, cuya existencia ni siquiera había soñado.
La realidad y la conciencia volvieron lentamente, desde muy lejos. Él se apartó de ella y la miró con horror, mientras volvía a cubrirse:
—Lo que hemos hecho es pecaminoso. No tiene perdón.
—No. —Ella sacudió la cabeza, vehemente; aún desnuda, alargó una mano—. No, Manie, no es pecaminoso que dos personas se amen. ¿Cómo podría serlo? Es algo dado por Dios, algo bello y sagrado.
La noche antes de que Manfred partiera hacia Europa, con el tío Tromp y el equipo, el muchacho volvió a dormir en su viejo cuarto de la casa parroquial. Cuando la antigua casa quedó a oscuras y en silencio, Sara se escabulló por el pasillo. Manfred había dejado su puerta sin llave. No protestó cuando ella dejó caer el camisón y se introdujo entre las sábanas, a su lado. Permaneció con él hasta que las palomas comenzaron a arrullar en las ramas de los robles, junto a la galería. Entonces lo besó por última vez, susurrando:
—Ahora nos pertenecemos mutuamente, para siempre.
Faltaba sólo media hora para zarpar, y el camarote de Centaine estaba atestado, hasta tal punto que los camareros se veían obligados a pasar las copas de champán por encima de la cabeza de los invitados. Era toda una expedición llegar de un extremo de la habitación al otro. Sólo faltaba allí uno entre los amigos de Centaine: Blaine Malcomess. Había decidido no hacer notorio el hecho de que se habían embarcado en el mismo buque correo; se reunirían sólo cuando estuvieran lejos del puerto.
En la fiesta estaban Abe Abrahams, reventando de orgullo, rodeando a David con un brazo, y el doctor Twentyman-Jones, alto y lúgubre como un marabú. Habían viajado desde Windhoek para esa despedida. También estaban, naturalmente, sir Garry y Anna, y Ou Baas Smuts con su pequeña esposa, cuya melena esponjada, combinada con las gafas metálicas, la asemejaban a una propaganda del té Mazzawattee.
En el rincón más apartado, Shasa, rodeado por un ramillete de señoritas, contaba algo que era seguido con chillidos de asombro y exclamaciones de incrédula maravilla. Cuando iba por la mitad, súbitamente, perdió el hilo de lo que estaba diciendo y clavó la vista en el ojo de buey abierto a su lado. Acababa de ver, en la cubierta de los botes salvavidas, la cabeza de una muchacha.
No pudo ver su cara: sólo el perfil y la parte trasera de su cabeza, una cascada de rizos castaños y rojizos sobre un cuello largo y esbelto; una pequeña oreja que sobresalía entre los rizos en un ángulo vistoso. Fue apenas un vistazo, pero algo en el porte de esa cabeza le hizo perder todo interés en las mujeres que lo rodeaban.
Se irguió sobre la punta de los pies, volcando su champán, para asomar la cabeza por el ojo de buey, pero la muchacha ya había pasado y sólo pudo verla por detrás. Tenía la cintura increíblemente estrecha, pero el trasero se movía, descarado, meciendo rítmicamente las faldas al caminar. Sus pantorrillas estaban perfectamente torneadas, con tobillos finos y bien formados. Dobló la esquina con un último mareo de nalgas, dejando a Shasa decidido a conocer su rostro.
—Disculpen, señoritas.
Su público emitió gritos de desencanto, pero él escapó del círculo y comenzó a abrirse paso hacia la puerta. Antes de que llegara, las sirenas iniciaron su sonora advertencia y sonó el anuncio:
—Ultimo aviso, señoras y caballeros: todos los visitantes a tierra…
Entonces comprendió que se había quedado sin tiempo.
—Probablemente era un fantasma: una retaguardia de diosa y una cara infernal. Además, es casi seguro que no viaja con nosotros —se consoló.
El doctor Twentyman-Jones le estrechó la mano, deseándole buena suerte en las Olimpiadas. Él trató de olvidar ese puñado de rizos rojos y dorados, tratando de concentrarse en sus obligaciones sociales, pero no le resultó fácil.
Ya en cubierta, buscó una cabeza rojiza que bajara por la planchada; la buscó también entre la multitud del muelle, pero Centaine le estaba tirando del brazo y la brecha entre la nave y la tierra se agrandaba.
—Vamos, chéri, vamos a ver dónde nos han asignado asiento.
—Pero si tú estás invitada a la mesa del capitán, Mater —protestó él—. Tienes la tarjeta en…
—Sí, pero tú y David no —señaló ella—. Ven, David, vamos a averiguar dónde se os ha ubicado. Si no es un buen sitio, lo haremos cambiar.
Shasa se dio cuenta de que ella tenía algo entre manos. Por lo general, no se preocupaba por esos detalles, segura de que su apellido era garantía de preferencia. Pero ahora se mostraba insistente; sus ojos tenían esa expresión que el hijo denominaba “chispa maquiavélica”.
—Bueno, vamos —concedió, indulgente.
Y los tres bajaron la escalera de nogal hasta el comedor de primera clase.
Al pie de la escalera había unos cuantos viajeros experimentados, dando muestras de afabilidad al jefe de camareros; los billetes de cinco libras desaparecían como por arte de magia en los bolsillos del amable caballero, sin dejar bulto alguno; había nombres borrados y vueltos a anotar en el plan de asientos.
A cierta distancia del grupo había una silueta alta y familiar, que Shasa reconoció de inmediato. Cierto detalle, como el movimiento nervioso de la cabeza hacia la escalera, indicó a Shasa que esperaba a alguien. La deslumbrante sonrisa con que miró a Centaine no dejó dudas al respecto.
—Caramba, Mater —exclamó Shasa—; no sabía que Blaine pensara viajar hoy. Supuse que zarparía después, con los otros…
Calló de pronto. Acababa de percibir la brusca inspiración de su madre y la presión de sus dedos en el hueco del brazo.
“Lo tenían planeado”, comprendió, con un destello de asombro. “Por eso estaba tan nerviosa.” Y por fin vio la luz. “Uno nunca lo piensa, tratándose de la madre, pero ellos son amantes. Lo han sido durante todos estos años, y yo no me he dado cuenta.” Acudieron en tropel pequeños detalles, hasta entonces insignificantes y ahora cargados de sentido, “¡Blaine y Mater, que me cuelguen! Quién lo hubiera pensado…” Y sintió el arrebato de las emociones encontradas. En ese momento comprendió que Blaine Malcomess había llegado a reemplazar, en gran parte, al padre que él no había conocido, y de inmediato sintió un ataque de celos y de indignación moral. “De todos los hombres del mundo, lo habría escogido a él… pero Blaine Malcomess, pilar de la sociedad y del gobierno, y Mater, que se pasa la vida censurándome… ¡Los muy diablos han estado disfrutando años enteros sin que nadie lo hubiera sospechado!”
Blaine se estaba acercando.
—¡Qué sorpresa, Centaine!
Mater, riendo, le alargó la mano.
—¡Pero caramba, Blaine Malcomess, no tenía idea de que estuvieras a bordo!
Shasa pensó, agriamente: “Qué actuación maravillosa. Nos han engañado a todos durante años. Dejan a Clark Gable y a Ingrid Bergman a la altura de dos principiantes.”
De repente, la cuestión perdió su relevancia. Lo único importante era que dos muchachas seguían a Blaine, en dirección a ellos.
—Centaine, sin duda recuerdas a mis dos hijas. Tara… Mathilda Janine…
“Tara.” Shasa cantó el nombre mentalmente, en silencio. “Tara, qué nombre más encantador.” Era la muchacha que había divisado en la cubierta de los botes, y la descubría apenas cien veces más hermosa de lo que sospechaba.
Tara. Era alta; apenas le faltaban unos centímetros para llegar al metro ochenta. Pero sus piernas eran como varas de mimbre, y su cintura, como un junco. Tara Tenía rostro de virgen, serenamente oval; su cutis era una mezcla de crema y pétalos, casi demasiado perfecto. Pero la salvaba de una vacuidad insípida su pelo del color de las castañas, la boca ancha y fuerte, como la de su padre, y los ojos, elásticos como el acero, brillantes de inteligencia y decisión.
Saludó a Centaine con la deferencia debida y volvió hacia Shasa una mirada directa.
—Tú también recordarás a Tara, Shasa —dijo Blaine—. Fue a Weltevreden hace cuatro años.
¿Podía tratarse de aquella pequeña peste? Shasa la miró fijamente; aquella chiquilla de faldas cortas y costras en las rodillas huesudas, que lo había avergonzado con sus vítores vocingleros e infantiles… Parecía imposible, y la voz se le atascó en la garganta.
—Cuánto me alegro de volver a verte, Tara, después de tanto tiempo.
Ella se amonestó: “Recuerda, Tara Malcomess: muéstrate controlada y altanera.” Le costaba no estremecerse de vergüenza al recordar el modo en que había rondado en torno a él, como un cachorro que pidiera un mimo. “Qué bestezuela torpe era”, pensó. Pero se había sentido herida por un enamoramiento tan poderoso, a primera vista, que aún experimentaba aquel dolor.
Sin embargo, logró exhibir un dejo exacto de indiferencia al murmurar.
—Ah, ¿nos conocíamos? Parece que lo he olvidado, disculpa. —Le alargó la mano—. Bueno, encantada de conocerte otra vez… ¿Shasa?
—Shasa, sí —confirmó él, cogiendo aquella mano como si fuera un talismán sagrado.
“¿Por qué no nos hemos visto desde entonces?”, se preguntó. Inmediatamente comprendió el motivo. “Fue deliberado. Blaine y Mater se cuidaron de que no volviéramos a vernos, para que no les complicara las cosas. No querían que Tara informara a su madre.” Pero se sentía demasiado contento para enfadarse con ellos.
—¿Habéis reservado mesa? —preguntó, sin soltarle la mano.
—Papá estará en la mesa del capitán. —Tara miró a su padre con un gesto adorable—. Y a nosotras nos deja solas.
—Podríamos sentarnos los cuatro juntos —suspiró Shasa, apresuradamente—. Vamos a hablar con el maitre.
Blaine y Centaine intercambiaron una mirada de alivio. Las cosas estaban saliendo exactamente como las habían planeado, pero con una variante que ellos no tenían prevista.
Mathilda Janine se había ruborizado al estrechar la mano de David Abrahams. De las dos hermanas, ella era el patito feo; no sólo había heredado la boca ancha de su padre, sino también la nariz grande y las orejas prominentes; su pelo no era castaño y dorado, sino del color de las zanahorias.
“Pero él también es un narigudo”, pensó, desafiante, mientras estudiaba a David. De pronto, sus pensamientos se fueron por la tangente: “Si Tara le dice que sólo tengo dieciséis años, me voy a morir”.
El viaje fue una tempestad de emociones, lleno de deleites, sorpresas, frustraciones y tormentos para todos ellos. Durante los catorce días de navegación hasta Southampton, Blaine y Centaine vieron rara vez a los cuatro jóvenes. Se encontraban con ellos para tomar un cóctel junto a la piscina, antes del almuerzo, y para el baile de rigor después de la cena. David y Shasa revoleaban alternadamente a Centaine por la pista, mientras Blaine hacía lo mismo con sus hijas. Después se producía un rápido intercambio de miradas entre los cuatro jóvenes y, tras las complicadas excusas, todos desaparecían hacia la clase turista, donde estaba la verdadera diversión, mientras los padres se dedicaban a sus almidonados placeres en las cubiertas superiores.
Tara, con un traje de baño de una sola pieza, de color verde lima, era el espectáculo más magnífico que Shasa viera en su vida. Bajo la tela adherente, sus pechos tenían la forma de dos peras aún no maduras. Cuando salía de la piscina, chorreando agua por esas piernas largas y elegantes, él llegaba a distinguir bajo la tela el hoyuelo del ombligo y los pequeños bultitos de los pezones; entonces debía hacer uso de todo su dominio para no gemir en voz alta.
Mathilda Janine y David se habían descubierto mutuamente un estrafalario sentido del humor; pasaron casi todo el viaje desternillándose de risa. La muchacha se levantaba a las cuatro y media, todas las mañanas, cualquiera que fuese la hora a la que se había acostado, para alentar bulliciosamente a David, mientras él cumplía con las cincuenta vueltas por la cubierta de los botes.
“Se mueve como una pantera”, pensaba ella. “Largo, suave, gracioso.” Y tenía que idear cincuenta frases ingeniosas, todas las mañanas, para decírselas cuando pasara delante de ella. Se perseguían alrededor de la piscina y forcejeaban como en éxtasis bajo el agua. Sin embargo, descontando algún beso breve y furtivo ante la puerta del camarote de las hermanas, a ninguno de los dos se le ocurría llevar la relación más allá. David había aprovechado su breve relación con Camello, pero nunca se le habría ocurrido permitirse las mismas acrobacias con alguien tan especial como Matty.
Shasa, por el contrario, no sufría tales inhibiciones. Era mucho más experimentado en lo sexual que David; una vez que pudo recobrarse del sobrecogimiento inicial ante la belleza de Tara, inició un ataque insidioso, pero determinado, contra la fortaleza de su virginidad. Sin embargo, sus logros fueron aun menos espectaculares que los de David.
Le llevó casi una semana llegar a la intimidad necesaria para que Tara le permitiera untarle la espalda y los hombros con el bronceador. Hacia la madrugada, cuando se atenuaban las luces para la última pieza y la orquesta tocaba una canción almibarada, ella apoyaba su mejilla aterciopelada contra la de él, pero cuando Shasa trataba de oprimir contra ella la parte inferior de su cuerpo, apenas pasaban algunos segundos antes de que se echara hacia atrás. Si él trataba de besarla delante del camarote, Tara lo mantenía a distancia, apoyándole las manos contra el pecho, y soltaba esa risa grave, tentadora.
“Esa boba es completamente frígida”, se decía Shasa frente al espejo, mientras se afeitaba. “Debe de tener un témpano bajo las bragas.” Sólo pensar en esas regiones lo hacía temblar de frustración; entonces decidía abandonar la persecución. Pensaba en las cinco o seis mujeres, no todas jóvenes, que le habían dedicado miradas obviamente provocadoras. “Podría divertirme con cualquiera de ellas… o con todas, en vez de andar jadeando detrás de la señorita Ingle de Lata.”
Sin embargo, una hora más tarde se encontraba jugando de pareja con ella en el campeonato de palas, o untando de bronceador aquella impecable espalda, con dedos estremecidos de deseo, o tratando de que ella no ganara una discusión sobre las virtudes y los defectos de los planes gubernamentales para quitar el voto a los ciudadanos negros de la provincia.
Había descubierto, algo horrorizado, que Tara Malcomess tenía una conciencia política muy desarrollada. Si bien existía un vago entendimiento, entre Shasa y su madre, de que él se dedicaría a la política en algún momento, su interés por los complejos problemas del país (y su comprensión de ellos) no eran como los de Tara. Las opiniones de la muchacha le resultaban casi tan perturbadoras como su atractivo físico.
—Creo, como papá, que lejos de quitar el voto a los pocos negros que lo tienen, deberíamos otorgarlo a todos ellos.
—¡A todos! —exclamaba Shasa, horrorizado—. ¡No me digas que crees eso! —Por supuesto. A todos de inmediato no, pero sí sobre una base de civilización; el gobierno debe ser ejercido por quienes han demostrado ser aptos para gobernar. Hay que dar el voto a los que tienen la educación y responsabilidad necesarias. En el curso de dos generaciones, podrían estar empadronados todos los hombres y todas las mujeres, negros o blancos.
Shasa se estremecía con sólo pensarlo; sus aspiraciones a lograr un escaño en el parlamento no sobrevivirían a semejante cosa. Pero ésa era probablemente, la menos radical entre las opiniones de Tara.
—¿Cómo podemos impedir que la gente sea propietaria de tierras en su propio país, o que ofrezca su trabajo al mejor postor, o que negocie colectivamente?
Los sindicatos eran los instrumentos de Lenin y el demonio; era un hecho que Shasa había mamado con la leche de su madre.
“Es una bolchevique. ¡Pero qué bolchevique más hermosa, joder”, pensaba, mientras tiraba de ella para levantarla, a fin de terminar con esa intragable conferencia.
—Ven, vamos a nadar.
“Es un fascista ignorante”, pensaba ella, furiosa. Pero cuando notaba el modo en que lo miraban las otras mujeres, tras las gafas oscuras, habría querido arrancarles los ojos. Por la noche, ya acostada, pensaba en el contacto de sus manos sobre la espalda desnuda y la presión de su cuerpo contra ella en la pista de baile, y se ruborizaba en la oscuridad, ante las fantasías que le llenaban la cabeza.
“Si lo dejo actuar, aunque sea un poquito, sé que no podré detenerlo. Ni siquiera tendré deseos de detenerlo.” Y se endurecía para resistirle. “Controlada y altanera”, repetía, como si fuera una fórmula mágica contra los traicioneros caprichos de su propio cuerpo.
Por alguna extraordinaria coincidencia resultó que Blaine había embarcado el Bentley en la bodega, junto con el Daimler de Centaine.
—Podríamos ir en caravana a Berlín —exclamó Centaine, como si la idea se le acabara de ocurrir.
Y los cuatro miembros más jóvenes del grupo dejaron oír su clamorosa aceptación. De inmediato se produjeron las intrigas por la distribución de los asientos. Centaine y Blaine, entre mansas protestas, permitieron que se les asignara el Bentley; los otros los seguirían en el Daimler, con Shasa al volante. Desde Le Havre transitaron las carreteras polvorientas del noroeste de Francia, cruzando las ciudades cuyos nombres aún resonaban de terror: Amiens y Arras. La hierba verde había cubierto los cenagosos campos donde Blaine combatiera, pero las cruces blancas brillaban como margaritas bajo el sol.
—Dios quiera que la humanidad no vuelva a pasar por eso —murmuró Blaine.
Centaine alargó una mano para tomar la suya.
En la pequeña aldea de Mort Homme estacionaron frente a la posada de la calle principal. En cuanto Centaine franqueó la puerta para pedir alojamiento, Madame, desde el escritorio, la reconoció de inmediato y chilló de entusiasmo.
—Henri, viens vite! C’est Mademoiselle de Thiry, du cháteau.
Y corrió para abrazar a Centaine y besarla en ambas mejillas.
Desalojaron a un viajante de comercio y las mejores habitaciones fueron puestas a disposición del grupo. Hubo que dar explicaciones cuando Blaine y Centaine pidieron cuartos separados, pero la comida de esa noche fue, para Centaine, exquisitamente nostálgica. Comprendía todas las especialidades de la zona: carne a la cacerola, trufas, tartas, y el vino de la región. Madame, junto a la mesa, puso al corriente a Centaine de todos los chismes: muertes y nacimientos, bodas, fugas y relaciones de los últimos diecinueve años.
Temprano por la mañana, Centaine y Shasa dejaron dormidos a los otros para ir al cháteau. Era un montón de escombros y paredes ennegrecidas, donde se veían ventanas sin marcos y los agujeros de las balas, entre hierbas crecidas y desolación. Centaine, en medio de las ruinas, lloró por su padre, que había muerto en el incendio de la casona, por no abandonarla ante el avance alemán.
Después de la guerra la propiedad había sido vendida para saldar las deudas acumuladas por el anciano en toda una vida de lujos y licores. Ahora era propiedad de Hennessy, la gran firma destiladora de coñac. Centaine sonrió al pensar que el anciano habría disfrutado de esa ironía.
Juntos treparon la loma, tras el cháteau en ruinas; desde la cima, Centaine señaló la huerta que delimitaba el antiguo aeródromo en los tiempos de la guerra.
—Allí estaba apostado el escuadrón de tu padre, al borde de la huerta. Yo esperaba aquí todas las mañanas, hasta que despegaba la escuadrilla, y los saludaba cuando salían a combatir.
—Pilotaban SE5a, ¿verdad?
—Después sí, pero al principio sólo había viejos Sopwiths. —La madre levantó la vista al cielo—. La máquina de tu padre estaba pintada de amarillo brillante. Yo lo llamaba le petit jaune, el pequeño amarillo. Todavía lo veo, con su casco de piloto. Solía levantarse las gafas para que le viera los ojos al pasar por aquí. Oh, Shasa, qué noble, alegre y joven era. Una joven águila que alzaba el vuelo.
Descendieron la colina y volvieron lentamente, conduciendo el coche por entre los viñedos. Centaine pidió a Shasa que se detuviera junto a un pequeño granero de piedra, en la esquina del campo norte. El hijo la contempló, intrigado, notando que pasaba algunos minutos ante la puerta de la construcción. Regresó al Daimler con una leve sonrisa y un fulgor suave en los ojos.
Al ver la mirada inquisitiva de Shasa, le dijo:
—Aquí solía encontrarme con tu padre.
Y el muchacho, en un destello de clarividencia, comprendió que él había sido concebido en ese granero desvencijado de una tierra extranjera. Lo extraño de ese pensamiento quedó en él mientras regresaban a la posada.
A la entrada de la aldea, frente a la pequeña iglesia, volvieron a detenerse para entrar en el cementerio. La tumba de Michael Courtney estaba en el extremo más alejado, bajo un tejo. Centaine había encargado la lápida desde África, pero la veía por primera vez. Era un águila de mármol, encaramada sobre un desgarrado estandarte de batalla, con las alas extendidas y a punto de volar. A Shasa le pareció demasiado espectacular como recordatorio de un muerto. Ambos se inclinaron a leer la inscripción:
DEDICADO A LA MEMORIA DEL CAPITAN MICHAEL COURTNEY RFC.
CAÍDO EN COMBATE EL 19 DE ABRIL DE 1917.
MÁS GRANDE AMOR NO TUVO NADIE.
Alrededor de la lápida habían crecido las hierbas. Madre e hijo se arrodillaron para limpiar la tumba. Después permanecieron al pie, con la cabeza inclinada.
Shasa había supuesto que se conmovería profundamente ante la sepultura de su padre; en realidad, se sentía lejano e impertérrito. El hombre enterrado bajo esa lápida se había convertido en arcilla mucho antes de que él naciera. Experimentaba mayor proximidad con él a nueve mil kilómetros de distancia, cuando dormía en su cama, usaba su vieja chaqueta de tweed, manejaba su rifle y sus cañas de pescar, lucía su estilográfica de oro o sus gemelos de platino y ónix.
En la iglesia encontraron al sacerdote. Era un hombre joven, no mucho mayor que Shasa, y Centaine se sintió desencantada; esa juventud parecía quebrar su tenue vínculo con Michael y el pasado. De todas maneras, libró dos cheques por grandes sumas: uno, para reparar la cúpula de cobre; el otro, para que se pusieran flores frescas en la tumba de Michael todos los domingos a perpetuidad. Regresaron al Daimler seguidos por las fervientes bendiciones del cura.
Al día siguiente continuaron hacia París en los dos coches. Centaine había telegrafiado por anticipado para reservar alojamiento en el Ritz de la Plaza Vendóme.
Como Blaine y Centaine tenían toda una serie de compromisos con diversos miembros del gobierno francés, los cuatro jóvenes quedaron supeditados a sus propios recursos. Muy pronto descubrieron que París era ciudad de romances y aventuras.
Subieron al primer piso de la Torre Eiffel en uno de los chirriantes ascensores; desde allí se persiguieron mutuamente por la escalera abierta hasta lo más alto, donde contemplaron la ciudad entre exclamaciones de asombro. Pasearon del brazo por los senderos del río, bajo los fabulosos puentes del Sena. Tara, armada de su pequeña cámara de cajón, los fotografió en los peldaños de Montmartre, con el Sacré Coeur como fondo. Pidieron café y medialunas en los cafés al aire libre; almorzaron en el Café de la Paix, cenaron en La Coupole y vieron La Traviata en la ópera.
A medianoche, después de que las chicas dieran las buenas noches a su padre y a Centaine para retirarse respetuosa y formalmente a su cuarto, Shasa y David las sacaban por el balcón, y los cuatro iban a bailar a las discotecas de la orilla izquierda del Sena o a escuchar jazz en los sótanos de Montmartre. Allí descubrieron a un trombonista negro que provocaba escalofríos, y una pequeña cervecería donde se podían comer caracoles y frutas silvestres a las tres de la madrugada.
En el último amanecer, mientras se escabullían por el pasillo para acompañar a las chicas hasta su cuarto, oyeron voces familiares en el ascensor, que se detenía en aquel piso. Los cuatro tuvieron el tiempo suficiente para arrojarse de cabeza por la escalera y tenderse en el primer descansillo, amontonados. Mientras las muchachas se metían el pañuelo en la boca para ahogar las risas, Blaine y Centaine, esplendorosos con sus ropas de gala e ignorando su presencia, caminaron del brazo hacia las habitaciones de ella.
Fue triste abandonar París para ellos, pero llegaron a la frontera alemana con buen ánimo. Cuando presentaron los pasaportes a los aduaneros franceses, éstos les hicieron señales de pasar con típica desenvoltura francesa. El grupo dejó los coches aparcados ante la barrera y trotó hasta el puesto fronterizo alemán, donde de inmediato llamó la atención la diferencia de actitud entre aquellos funcionarios y los anteriores.
Los dos alemanes estaban meticulosamente ataviados; sus botas deslumbraban, sus gorras tenían el ángulo reglamentario y lucían esvásticas negras en el brazo izquierdo. En la pared, detrás del escritorio, los miraba el ceñudo Führer.
Blaine dejó el montón de pasaportes en el escritorio con un cordial:
—Guten Tag, mein Herr.
Mientras él charlaba con Centaine, uno de los funcionarios revisó los documentos, uno a uno, comparando a cada miembro del grupo con la fotografía correspondiente. Después de estampar el visado con un sello donde figuraban el águila negra y la esvástica, pasaban al siguiente pasaporte.
El de Dave Abrahams era el último del montón. Al llegar a él, el funcionario hizo una pausa; tras releer la cubierta, se dedicó a revisar cada página del documento con aire pedante, levantando la mirada con frecuencia para estudiar las facciones del muchacho. Al cabo de varios minutos, los viajeros, en silencio, comenzaron a intercambiar miradas de extrañeza.
—Creo que algo anda mal, Blaine —observó Centaine, en voz baja. Malcomess volvió al escritorio.
—¿Algún problema? —preguntó.
El alemán le respondió en un inglés entrecortado, pero correcto.
—Abrahams. Es nombre judío, ¿no?
Blaine enrojeció de indignación, pero antes de que pudiera responder, David se adelantó hasta el escritorio.
—¡Es nombre judío, sí! —dijo, tranquilamente.
El funcionario asintió, pensativo, dando golpecitos en el pasaporte con el dedo índice.
—¿Usted admite que es judío?
—Soy judío —replicó el muchacho, en el mismo tono sereno.
—No consta en su pasaporte que sea usted judío —señaló el funcionario de aduanas.
—¿Y eso es necesario? —preguntó David. El alemán se encogió de hombros.
—¿Quiere entrar en Alemania… siendo judío?
—Quiero entrar en Alemania para participar en los Juegos Olímpicos, a los que he sido invitado por el gobierno alemán.
—¡Ah! ¿Es atleta olímpico? ¿Un atleta olímpico judío?
—No, soy atleta olímpico sudafricano. ¿Mi visado está en orden? —El funcionario no se dignó a responder la pregunta.
—Espere aquí, por favor. —Y desapareció por la puerta trasera, llevándose el pasaporte de David.
Lo oyeron hablar con alguien en la oficina de atrás, y todos miraron a Tara. Era la única del grupo que hablaba un poco de alemán, pues había estudiado el idioma antes de licenciarse, aprobando la asignatura con las mejores notas.
—¿Qué dice? —preguntó Blaine.
—Hablan demasiado rápido. Repiten mucho no sé qué de “judíos” y “olimpiadas” —respondió Tara.
En ese momento volvió a abrirse la puerta trasera y el funcionario reapareció, acompañado de un hombre regordete y rubicundo, obviamente un superior suyo, pues su uniforme y sus modales eran más grandiosos.
—¿Quién es Abrahams? —preguntó.
—Soy yo.
—¿Es judío? ¿Admite ser judío?
—Sí, soy judío. Lo he dicho muchas veces. ¿Hay algún problema con mi visado?
—Espere aquí, por favor.
En ese instante, los tres funcionarios se retiraron a la oficina trasera, siempre llevando el pasaporte de David. Se oyó el tintineo de un teléfono y la voz del funcionario de mayor responsabilidad, alta y servil.
—¿Qué está pasando? —Todos miraban a Tara.
—Habla con alguien de Berlín —explicó ella—. Les está diciendo lo de David.
El diálogo parcial del cuarto vecino terminó con cuatro “Jawohl, mein Kapitün”, repetido cada vez con más potencia. Por fin, un estentóreo “Heil Hitler!”, y el tintineo del aparato.
Los tres funcionarios volvieron a la oficina delantera. El rubicundo superior selló el pasaporte de David y se lo entregó con un ademán enérgico.
—¡Bienvenido al Tercer Reich! —dijo. Con la mano derecha en alto, la palma abierta extendida hacia ellos, gritó Heil Hitler! Mathilda Janine estalló en risas nerviosas:
—¿No es divertido?
Blaine la cogió por un brazo y la condujo fuera de la oficina.
Así entraron en Alemania, silenciosos y entristecidos.
En el primer albergue de la carretera pidieron alojamiento. Centaine, contra su costumbre, lo aceptó sin inspeccionar antes las camas, las tuberías y la cocina. Después de cenar, nadie tuvo ganas de jugar a las cartas ni de explorar la aldea; antes de las diez, todos estaban acostados.
Sin embargo, a la hora del desayuno habían recobrado el buen humor; Mathilda Janine les hizo reír con un poema que había compuesto en honor a las extraordinarias proezas que su padre, Shasa y David iban a realizar en las Olimpiadas.
El buen humor aumentó durante la jornada mientras viajaban por el bello paisaje alemán, con sus aldeas y sus castillos, como salidos de los cuentos de Hans Andersen, sus selvas de pinos, oscuramente contrastadas con las praderas abiertas y los ríos torrentosos, cruzados por puentes de piedra en forma de arco. A lo largo del trayecto vieron varios grupos de jóvenes vestidos con el atuendo nacional: los muchachos, de lederhosen y sombreros emplumados; las chicas, de dirndls. Todos saludaban con la mano y de viva voz, al pasar los dos grandes automóviles a buena velocidad.
Almorzaron en una posada llena de gente, música y risas; comieron carne de jabalí con patatas y manzanas asadas, y bebieron un Mosela con sabor a uvas y a sol de los valles verdes.
—Aquí la gente parece tan contenta y próspera… —comentó Shasa al mirar alrededor.
—El único país del mundo donde no hay desempleo ni pobreza —afirmó Centaine.
Pero Blaine se limitó a probar el vino sin decir nada.
Por la tarde entraron en la llanura que quedaba al norte de Berlín. Shasa, que iba delante, apartó el Daimler de la carretera con tanta brusquedad que David se aferró al tablero y las muchachas, en el asiento trasero, gritaron asustadas.
Shasa bajó de un salto, dejando el motor en marcha, mientras gritaba:
—¡David, David, mira eso! ¿No es lo más bello que has visto en tu vida? Los otros se apelotonaron a su lado, con la vista clavada en el cielo mientras Blaine detenía el Bentley tras el Daimler. Él y Centaine se les unieron, cubriéndose los ojos con las manos para protegerlos del sol.
Junto a la autopista había un aeródromo. Los hangares estaban pintados de plata; la gran veleta movía su largo brazo blanco a impulsos de la leve brisa. Tres aviones de combate llegaron en formación, desde el fulgor del sol, preparados para aterrizar. Eran esbeltos como tiburones; la panza y la parte inferior de las alas estaban pintadas de azul claro; la parte superior, manchada como para camuflaje; las bases de las hélices eran de color amarillo intenso.
—¿Qué son? —preguntó Blaine a los dos jóvenes pilotos.
Ambos respondieron al unísono:
—109. Messerschmitt.
De las alas sobresalían las bocas de las ametralladoras, y los ojos del cañón miraban con maldad desde el centro de las hélices.
—¡Lo que daría por pilotar uno de ésos!
—Un brazo…
—… y una pierna…
—¡… y mi salvación eterna!
Los tres aviones de combate cambiaron de formación y descendieron hacia el aeródromo.
—Dicen que van hasta a quinientos veinticinco kilómetros por hora en línea recta.
—¡Oh, qué maravilla! ¡Ved cómo vuelan!
Las chicas, contagiadas por su entusiasmo, palmotearon y rieron, mientras las máquinas de guerra pasaban un poco por encima de ellos y tocaban la pista a unos cientos de metros.
—Valdría la pena ir a la guerra sólo por pilotar algo parecido a eso —exclamó Shasa, alborozado.
Blaine se volvió hacia el Bentley para disimular su repentina ira ante aquel comentario. Centaine se deslizó en el asiento, a su lado, y ambos viajaron en silencio durante cinco minutos antes de que ella comentara:
—A veces es tan infantil y tonto… Lo siento, Blaine. Sé que te ha molestado.
Él lanzó un suspiro.
—Nosotros éramos iguales. Nos parecía “un gran juego”; pensábamos que sería la gloria de toda una vida, que nos convertiría en hombres y en héroes. Nadie nos habló de las entrañas desgarradas, del terror, del olor que despedían los muertos tras cinco días al sol.
—No volverá a ocurrir —aseguró Centaine fieramente—. ¡Por favor, que no vuelva a ocurrir!
Mentalmente volvió a ver el avión incendiado con el cadáver de su amado ennegrecido y retorciéndose; pero la cara ya no era la de Michael sino la de su único hijo. El bello rostro de Shasa estalló como una salchicha demasiado cerca de las llamas, dejando escapar los dulces jugos de la vida joven.
—Por favor, Blaine —susurró—, detén el coche. Creo que voy a vomitar.
Conduciendo deprisa habrían podido llegar a Berlín esa noche, pero una de las pequeñas ciudades por las que pasaron tenía sus calles decoradas para una celebración. Centaine averiguó que era la fiesta del patrón local.
—Oh, quedémonos, Blaine —exclamó. Y se unieron a las festividades.
Esa tarde hubo procesión. La imagen del santo fue llevada por las callejuelas adoquinadas; una banda iba detrás, acompañada por angelicales niñas rubias, ataviadas con el ropaje tradicional, y niños de uniforme.
—Son de las Juventudes Hitlerianas —explicó Blaine—. Algo así como los antiguos boyscouts de Baden-Powell, pero con mucho más énfasis en las aspiraciones y el patriotismo alemanes.
Después de la procesión hubo baile en la plaza a la luz de las antorchas; había carros donde se servían espumosas jarras de cerveza o copas de Sket, el equivalente alemán del champán; las camareras, con delantales de encaje y mejillas de manzana madura, llevaban rebosantes bandejas de rica comida: patas de cerdo, ternera, pescado ahumado y quesos.
Encontraron una mesa libre en la esquina de la plaza; los de las mesas vecinas los saludaban en voz alta, bromeando con alegría. Bebieron cerveza y bailaron al compás del “umpa-pá” de la banda.
De pronto, abruptamente, el clima sufrió un cambio. La risa se volvió más quebradiza y forzada; las caras y los ojos de los comensales cobraron una expresión precavida. La banda comenzó a tocar con demasiado volumen, mientras los bailarines hacían esfuerzos febriles.
Cuatro hombres acababan de llegar a la plaza. Llevaban uniformes pardos, con correajes cruzados sobre el pecho, el omnipresente brazalete con la esvástica y gorras pardas, con la correa pasada por debajo de la barbilla. Cada uno de ellos llevaba una alcancía de madera; se dispersaron y comenzaron a pasar por las mesas.
Aunque todos hacían su donación, ponían sus monedas en la caja sin mirar a los uniformados. Las risas eran forzadas y nerviosas; la gente mantenía la vista fija en la cerveza o en sus propias manos hasta que los recolectores hubieran pasado a la mesa vecina; sólo entonces intercambiaban una mirada de alivio.
—¿Quiénes son esas personas? —preguntó inocentemente Centaine sin disimular su interés.
—Son de la SA —respondió Blaine—. Tropas de asalto; los matones del Partido Nacionalsocialista. Fíjate en ése.
El hombre que indicaba tenía la cara fofa y ancha de los campesinos, inexpresiva y brutal.
—No es raro que siempre haya gente para este tipo de trabajo; la necesidad hace al hombre. Recemos para que no sea ése el rostro de la nueva Alemania.
El SA había reparado en su evidente interés; se encaminó directamente hacia la mesa de ellos, con su andar bamboleante, amenazador y calculado.
—¡Los papeles! —dijo.
—Quiere ver nuestra documentación —tradujo Tara. Blaine entregó el pasaporte.
—¡Ah, turistas extranjeros!
El SA cambió de actitud. Devolvió el pasaporte a Blaine, con una sonrisa simpática y unas palabras agradables.
—Dice: “Bienvenidos al paraíso de la Alemania nacionalsocialista” —tradujo Tara.
Blaine hizo un gesto de afirmación.
—Dice: “Verán que el pueblo alemán está ahora contento y orgulloso”… y algo más, que no he entendido.
—Dile: “Esperamos que siempre estén contentos y orgullosos”. —El SA les dedicó una amplia sonrisa, se puso firme y chocó los tacones de las botas.
—Heil Hitler! —exclamó, haciendo el saludo nazi. Mathilda Janine se deshizo en risas.
—No lo puedo evitar —jadeó, ante la severa mirada de su padre—. Cuando hacen eso, me da un ataque.
Los de la SA abandonaron la plaza. La tensión se alivió de un modo notorio; la banda aminoró su frenético volumen y los bailarines tomaron un ritmo más lento. La gente volvió a mirarse y a sonreír con naturalidad.
Esa noche, Centaine se envolvió hasta las orejas en el grueso edredón de plumas, acurrucada contra Blaine.
—¿Has notado —preguntó—, que todos aquí parecen atrapados entre la risa febril y las lágrimas nerviosas? Tras un momento de silencio, gruñó:
—Hay en el aire un olor que me preocupa. Me parece el hedor de una epidemia mortal.
Y se estremeció y la estrechó contra sí.