La llegada de un desconocido a la aldea era todo un acontecimiento; la llegada de tres desconocidos a la vez fue algo sin precedentes que despertó una tormenta de chismes y elucubraciones que mantuvo a toda la población en una fiebre de curiosidad.
Los forasteros llegaron desde el sur, en el tren correo que pasaba una vez por semana. Taciturnos y de rostro pétreo, vestidos con telas oscuras y severas, cargaron sus propias bolsas de viaje y cruzaron la carretera desde la pequeña estación, hasta llegar a la diminuta pensión de la viuda Vorster. No se les volvió a ver hasta el domingo por la mañana, momento en que aparecieron para bajar a grandes pasos por la acera, hombro contra hombro, sombríos y devotos. Lucían corbatas blancas y trajes negros tal como lo hacían los diáconos de la iglesia holandesa reformada; bajo el brazo derecho llevaban sus libros de oraciones encuadernados en cuero negro, como si fueran sables prontos a desenvainarse contra Satanás y todas sus obras.
Después de recorrer el pasillo central, ocuparon el primer banco ante el púlpito, como si les correspondiera por derecho. Las familias que habían ocupado esos bancos por generaciones enteras, en vez de protestar, buscaron silenciosamente otros sitios en la parte posterior de la nave.
Los rumores sobre la presencia de los forasteros (que ya habían sido apodados “los tres sabios”) habían llegado a los distritos circundantes más remotos. Aun aquellos que llevaban años sin pisar una iglesia, atraídos por la curiosidad, atestaban entonces todos los bancos o permanecían contra los muros. La asistencia superó incluso a la del último día de Dingaan, fecha de la Alianza con Dios, en conmemoración de la victoria contra las hordas zulúes, una de las celebraciones más sagradas en el calendario de la iglesia reformada.
Los cánticos fueron impresionantes. Manfred, junto a Sara, se sintió tan conmovido por la cristalina belleza de su dulce voz de contralto, que inspirado por ella trató de superarla con su resonante y poco educado registro de tenor. Aun bajo la alta capucha de su sombrero tradicional, Sara parecía un ángel rubio y adorable, brillantes sus facciones por el éxtasis religioso. Su feminidad, a los catorce años, apenas afloraba en incierto y tierno capullo; Manfred se sintió extrañamente sofocado al mirarla por encima del libro de himnos que compartían. Ella levantó la vista para sonreírle, llena de confianza y adoración.
Al terminar el himno, los congregados tomaron asiento con mucho rumor de pies y toses ahogadas, ante un silencio tenso y expectante. Los sermones del reverendo Bierman eran renombrados en todo el suroeste de África; constituían el mejor entretenimiento del territorio, además del nuevo cinematógrafo de Windhoek, al que muy pocos se habían atrevido a entrar. Ese día, el tío Tromp estaba inspirado, provocado por los tres caballeros sobrios e inescrutables sentados en la primera fila, que no habían tenido siquiera la deferencia de presentarle sus respetos desde su llegada. El pastor apoyó sus grandes puños nudosos en la barandilla del púlpito y se inclinó sobre ellos, como un campeón de lucha en guardia. Luego echó una mirada a su grey con indignado desprecio, y todos gimieron ante él, trémulos de deleite, sabiendo exactamente qué presagiaba esa expresión. Pecadores! emitió el tío Tromp con un bramido que resonó contra las vigas del techo. Los tres forasteros de traje oscuro saltaron en el asiento, como si alguien hubiera accionado un explosivo bajo el banco.
—La casa de Dios está llena de pecadores impenitentes…
Y ya no se detuvo; los azotó con horribles acusaciones, amilanándolos con ese tono especial que Manfred, para sí, llamaba “la voz”. Después los adormeció con suaves pasajes sonoros y promesas de salvación, antes de arrojarles nuevamente amenazas de fuego y condenación, como feroces lanzas, hasta que algunas de las mujeres se echaron abiertamente a llorar. Hubo espontáneos gritos roncos que exclamaban “amén”, “alabado sea el Señor” y “aleluya”. Por fin, todos se arrodillaron, estremecidos mientras él rezaba por sus almas.
Más tarde todos salieron en tropel, con una especie de alivio nervioso, gárrulos y alegres como si acabaran de sobrevivir a algún mortífero fenómeno natural, semejante a un terremoto o un huracán en el mar. Los tres desconocidos fueron los últimos en retirarse. Ante la puerta, donde el tío Tromp esperaba para saludarles, le estrecharon la mano y conversaron con él por turnos, en voz baja y seria.
El tío Tromp los escuchó con gravedad; luego consultó algo brevemente con la tía Trudi antes de volverse nuevamente a ellos.
—Me sentiría muy honrado si quisieran entrar en mi casa y compartir mi mesa.
Los cuatro hombres se encaminaron, en digna procesión, hasta la casa del pastor, mientras la tía Trudi y los niños les seguían a respetuosa distancia. En cuanto estuvieron fuera de la vista, la mujer dio secas instrucciones a las niñas, que corrieron a abrir las cortinas del comedor, utilizado sólo en ocasiones muy especiales, y a llevar el juego de vajilla a la gran mesa que Trudi heredara de su madre.
Los tres forasteros no permitieron que la conversación, profundamente erudita, interfiriera en el paladeo de la buena cocina. Al otro lado de la mesa, los niños comían en silencio, pero con los ojos dilatados. Más tarde, los hombres salieron a la galería frontal para tomar café y fumar en pipa; el zumbido de sus voces resultaba soporífero en el calor del mediodía. Después se hizo la hora de volver a la divina adoración.
El texto que el tío Tromp había escogido para el segundo sermón era: “El Señor ha trazado para ti un sendero recto en la espesura.” Lo desarrolló con su formidable retórica y toda su potencia, pero en esa oportunidad incluyó pasajes de su propio libro, asegurando a la congregación que el Señor les había elegido como pueblo, asignándoles un sitio. Sólo faltaba que ellos reclamaran ese sitio en la tierra que constituía su herencia. Más de una vez, Manfred vio que los tres severos desconocidos se miraban mutuamente en el primer banco, mientras le escuchaban.
Los forasteros partieron el lunes por la mañana en el tren al sur. En los días y semanas siguientes, una tensa expectativa impregnó la casa del pastor Tromp, quien, faltando a su costumbre, dio en esperar al cartero ante el portón, todas las mañanas. Después de saludarlo, revisaba apresuradamente la correspondencia. Día a día, su desilusión se volvía más evidente.
Pasaron tres semanas antes de que dejara de esperar la llegada del cartero. Por eso estaba en el cobertizo, afinando esa salvaje izquierda de Manfred, cuando por fin llegó la carta.
Estaba en la mesa del vestíbulo cuando el tío Tromp fue a la casa para lavarse antes de comer. Manfred, que lo acompañaba, le vio palidecer al observar el sello del alto moderador de la Iglesia en el reverso del sobre. El reverendo tomó la carta y corrió a su estudio, descargando un portazo en las narices de su sobrino. La cerradura giró con un fuerte ruido metálico. La tía Trudi tuvo que retrasar la cena casi veinte minutos antes de que él saliera. Cuando el tío Tromp dio gracias a Dios por la comida, lleno de alabanzas, prolongó la oración al doble de lo habitual. Sara ponía los ojos en blanco y desviaba cómicamente su mirada en dirección a Manfred, que frunció el entrecejo en un rápido gesto de advertencia. Por fin, Bierman rugió el “amén”, pero aún no recogía su cuchara. Lo que hizo fue mirar a la tía Trudi, a lo largo de la mesa, con una sonrisa radiante.
—Mi querida esposa —dijo—, has sido paciente en todos estos años, sin quejarte nunca.
La tía Trudi se puso escarlata.
—Frente a los niños no, Meneer —susurró.
Pero la sonrisa del tío Tromp se hizo aun más amplia.
—Me han asignado Stellenbosch —le dijo.
El silencio fue total. Todos lo miraban, incrédulos, comprendiendo muy bien lo que decía.
—Stellenbosch —repitió él, saboreando la palabra en la lengua, haciendo gárgaras con ella, como si fuera el primer sorbo de un vino raro y noble.
Stellenbosch era una pequeña ciudad rural, a cincuenta kilómetros de Ciudad del Cabo. Los edificios, de estilo holandés, estaban encalados hasta encandilar como la nieve. Las calles anchas se cobijaban bajo los buenos robles que el gobernador Van Stel había hecho plantar en el siglo XVIII. Alrededor de la ciudad, los viñedos de las grandes fincas formaban un maravilloso juego de retazos; más allá los oscuros precipicios de las montañas se elevaban en un decorado celestial.
Aunque bonita y pintoresca, el pequeño pueblo era también la ciudadela misma del pueblo afrikáner, atesorada en la universidad, cuyas facultades se agrupaban bajo los verdes robles y las protectoras barricadas de las montañas. Era el centro de la intelectualidad afrikáner. Allí se había forjado el idioma, que aún estaba elaborándose. Allí debatían y meditaban los teólogos. El mismo Tromp Bierman había estudiado bajo los soñadores robles de Stellenbosch. Todos los grandes provenían de ese lugar: Louis Botha, Hartzog. Jan Christian Smuts. Nadie que no fuera graduado de Stellenbosch había encabezado nunca el gobierno de la Unión Sudafricana: muy pocos miembros del gabinete provenían de otros claustros. Era la Oxford y la Cambridge del sur de África. Y la parroquia había sido asignada a Tromp Bierman. Era un honor insuperable, y ahora las puertas se abrirían para él. Se sentaría en el centro mismo, ejerciendo el poder y con la promesa de un poder aún mayor; sería uno de los innovadores, de los que impulsaban la marcha. Ahora todo se se convertía en algo posible: el concejo del Sínodo, la presidencia misma; nada de todo eso estaba fuera de su alcance. Ya no había límites ni fronteras. Todo era posible.
—Fue por el libro —susurró la tía Trudi—. Nunca lo imaginé. Nunca comprendí.
—Sí, fue por el libro —rió el tío Tromp—. Y por treinta años de duro trabajo. Viviremos en la gran mansión de Eikeboom Straat, cobrando mil por año. Cada uno de los niños tendrá su propio cuarto Y un puesto en la universidad pagado por la iglesia. Predicaré ante los hombres poderosos de la tierra y ante nuestra juventud más brillante, Estaré en el concejo de la universidad. Y tú, mi querida consorte, tendrás a tu mesa a profesores y ministros del gobierno; sus esposas serán tus compañeras…
Se interrumpió, con aire de culpabilidad, para añadir:
—Pero ahora rezaremos. Pediremos a Dios que nos conceda humildad, que nos salve de los pecados mortales de la soberbia y la avaricia. ¡De rodillas, todo el mundo! —rugió—. ¡De rodillas!
Cuando les permitió levantarse otra vez, la sopa ya estaba fría.
Partieron dos meses después, cuando el tío Tromp hubo transferido sus funciones al joven dómine, recién salido de la facultad de teología, en la misma universidad a la que el anciano los llevaba.
Daba la impresión de que todos los hombres, mujeres y niños de ciento cincuenta kilómetros a la redonda, habían ido a la estación para despedirles. Sólo entonces Manfred cobró conciencia del enorme afecto y la estima que la comunidad sentía por su tío. Los hombres se habían puesto los trajes de ir a la iglesia; cada uno de ellos le estrechó la mano, le dio roncamente las gracias y le deseó buen viaje. Algunas mujeres Lloraban y todas ellas habían llevado regalos: había cestas de mermeladas y conservas, tartas de leche y koeksisters, picadillos y comida suficiente para alimentar a todo un ejército en el viaje al sur.
Cuatro días después, la familia cambió de tren en la estación central de Ciudad del Cabo. Apenas tuvieron tiempo de desfilar por la calle Adderley, maravillados por la legendaria mole aplanada de Monte Tabla, antes de correr al vagón durante un tramo mucho más corto, cruzando las planicies del cabo y los extensos viñedos, rumbo a las montañas.
En el andén de Stellenbosch les esperaban los diáconos de la iglesia y la mitad de la congregación, para darles la bienvenida. La familia descubrió, en muy poco tiempo, que el ritmo de su vida había cambiado dramáticamente.
Casi desde el primer día, Manfred se vio totalmente inmerso en los estudios para superar los exámenes de ingreso en la universidad. Estudiaba desde las primeras horas de la mañana hasta entrada la noche, todos los días; después de dos meses se sometió a los exámenes, a lo largo de una dolorosa semana, y pasó otra aún más dolorosa, esperando a que se dieran los resultados. Obtuvo las mejores notas en alemán, el tercer puesto en matemáticas y la octava media general. Los hábitos de aplicación aprendidos en la casa de los Bierman estaban dando su fruto, y le inscribieron en la facultad de derecho para cursar el semestre que se iniciaba a fines de enero.
La tía Trudi se opuso enérgicamente a que abandonara la mansión para entrar en una de las residencias universitarias masculinas.
Tal como ella señalaba, el muchacho tenía un cuarto para él solo: las niñas lo echarían tanto de menos que acabarían por distraerse (se decía que ella estaba entre los sufrientes); además, a pesar del principesco estipendio que cobraba ahora el tío Tromp, el costo de residencia sería una carga para el presupuesto familiar.
El tío Tromp habló con el rector de la universidad e hizo algunos arreglos financieros de los que nunca habló con la familia. Luego se puso enérgicamente de parte de Manfred.
—Con eso de vivir en una casa Llena de mujeres, el muchacho acabará por enloquecer. Debe ir donde se beneficie con la compañía de otros hombres jóvenes y con la plena vida universitaria.
Así, el 25 de enero, Manfred se presentó en la imponente residencia masculina de estudiantes, un edificio típico del estilo holandés imperante en el Cabo. Se llamaba Rust en Vrede, nombre que podía traducirse por “Descanso y Paz”. A los pocos minutos de su llegada, el muchacho notó lo irónico del nombre, pues se vio atrapado en el bárbaro rito de la iniciación.
Se le privó de su nombre, a cambio del cual le fue dado el apodo de Poep, que compartía con los otros diecinueve ingresantes de la casa. En traducción libre, la palabra significaba “flato”. Se le prohibió el uso de ciertos pronombres, reemplazados en adelante por “este flato”. Debía pedir autorización para todos sus actos, no sólo a los veteranos de la residencia, sino a todos los objetos inanimados que en ella encontrara. Por lo tanto, se veía obligado a balbucear interminables inanidades, tales como: “Honorable puerta, este flato desea pasar”, u “honorable taza, este flato desea sentarse en usted.”
Dentro de la residencia, ni a él ni a sus compañeros novatos se les permitían los medios ambulatorios normales: debían caminar hacia atrás en todo momento, aun bajando escaleras. Estaban incomunicados con respecto a sus amigos y familiares; en especial, se les prohibía muy estrictamente hablar con otra persona del sexo opuesto; si se los sorprendía mirando vagamente en dirección a una muchacha bonita, se les colgaba un letrero del cuello que no podían quitarse ni siquiera al bañarse: “¡Cuidado! Maníaco sexual suelto.”
Los veteranos hacían una redada en sus habitaciones cada hora, puntualmente, desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana. Se amontonaba la ropa de cama en medio de la habitación y se la empapaba con agua: sus libros y sus pertenencias, arrebatados de estantes y cajones, iban a parar al montón de sábanas mojadas. Los veteranos realizaron esas funciones por turnos, hasta que los alumnos nuevos, tiritando, acabaron por dormir sobre el mosaico del pasillo, ante las habitaciones, dejando que el caos interior enmoheciera. Momento en que el estudiante más antiguo, un señorial y excelente alumno de cuarto año llamado Roelf Stander, realizó una inspección formal de las habitaciones.
—Vosotros sois la nube de flatos más asquerosa que haya deshonrado jamás esta universidad —les dijo al terminar la inspección—. Se os concede una hora para dejar esos cuartos impecables y en perfecto orden. Después seréis llevados en marcha por la cantera, como castigo por esa falta de pulcritud.
Era ya medianoche cuando Roelf Stander se declaró, finalmente, satisfecho con el estado de los dormitorios. Entonces se les preparó para la marcha.
Eso requería desnudarlos hasta dejarlos en calzoncillos, con una funda de almohada sobre la cabeza, y atarlos en columna con una cuerda alrededor del cuello. Con las manos atadas a la espalda, se les hizo recorrer las calles de la ciudad desértica y salir a las montañas. La carretera elegida era desigual y pedregosa; cada vez que caía uno de ellos, arrastraba consigo a los novatos de delante y de atrás. A las cuatro de la mañana se les condujo de nuevo a la ciudad, con los pies ensangrentados y los cuellos despellejados por la áspera cuerda de cáñamo. Entonces descubrieron que las habitaciones habían sido arrasadas otra vez y que la siguiente inspección de Roelf Stander se llevaría a cabo a las cinco en punto. La primera clase de la jornada se iniciaba a las siete. No hubo tiempo para desayunar.
Todo eso entraba bajo la designación de sana y limpia diversión; las autoridades universitarias hacían la vista gorda, sobre la base de que los muchachos son siempre muchachos y que el rito de iniciación era “tradicional”, con el resultado de inspirar el espíritu comunitario a los recién llegados.
Sin embargo, los matones y sádicos que acechan en cualquier comunidad aprovechaban a pleno ese clima de indulgencia. Hubo varias palizas inmisericordes. Uno de los debutantes fue untado de alquitrán y emplumado. Manfred había oído mencionar ligeramente ese castigo, pero sólo entonces comprendió el terrible tormento que se provoca cuando se impermeabiliza la piel de la víctima, untándole el pelo y el vello del cuerpo con pez caliente. El muchacho fue hospitalizado y no regresó a la universidad, pero el caso se silenció por completo.
Hubo otros que cayeron en esas primeras semanas, pues los autodesignados guardianes de la tradición universitaria no tenían tolerancia para con las constituciones delicadas en lo físico o en lo mental. Una de las víctimas, un asmático, fue declarado culpable de insubordinación y sentenciado al ahogo formal.
La sentencia se ejecutó en el baño de la residencia, donde cuatro forzudos veteranos sujetaron a la víctima y lo introdujeron cabeza abajo en el interior del inodoro. Dos estudiantes del último año de medicina controlaban su pulso y los latidos del corazón durante el castigo, pero no habían tenido en cuenta su afección asmática; el muchacho estuvo a punto de ahogarse en serio. Sólo con frenéticos esfuerzos de los médicos en ciernes y con una inyección intravenosa de estimulantes pudieron reactivarle el corazón. Abandonó la universidad al día siguiente, como los otros descartados, para no volver.
Manfred, a pesar de su corpulencia y su apostura, que le convertían en un blanco natural, pudo contener la ira y mantener la boca callada. Se sometió estoicamente a Las provocaciones más extremas, hasta que, en la segunda semana de tormento, apareció una nota en el tablero de la sala común:
Todos los flatos deben presentarse en el gimnasio de la universidad, el sábado a las 16 horas, para la prueba de ingreso en el equipo de boxeo.
Firmado: Roelf Stander capitán de boxeadores.
Cada una de las residencias universitarias se especializaba en un deporte; una era la casa del rugby; otra, de las carreras pedestres. Pero Rust en Vrede se caracterizaba por el boxeo. Aparte de haber sido la antigua residencia del tío Tromp, ése era el motivo por el cual Manfred había solicitado ingresar en ella.
También por ese motivo, el interés despertado por la prueba de los novatos superó sobradamente lo que Manfred había esperado. Había allí trescientos espectadores, por lo menos. Cuando los flatos llegaron al gimnasio, todos los asientos que rodeaban el cuadrilátero estaban ya ocupados. Uno de los veteranos les hizo formar en fila y les condujo a los vestuarios. Allí se les concedieron cinco minutos para ponerse unas zapatillas de tenis, pantalones cortos y camisetas. Luego se les alineó contra los casilleros, por orden de estatura.
Roelf Stander recorrió las filas, consultando la lista que tenía en la mano para concertar las luchas. Por lo visto, les había estado estudiando en las semanas precedentes para calcular el potencial de cada uno. Manfred, el más alto y corpulento de los nuevos, ocupaba el extremo de la fila. Roelf Stander se detuvo frente a él.
—No hay flato tan fuerte y maloliente como éste —anunció, y guardó silencio un instante, mientras observaba a Manfred—. ¿Cuánto pesas, flato?
—Este flato es un peso medio, señor.
Roelf entornó ligeramente los ojos. Ya había elegido a Manfred como el de mejores perspectivas; la jerga técnica lo alentó.
—¿Has boxeado antes, flato?
La descorazonante respuesta le agrió la expresión.
—Este flato nunca ha participado en una pelea, señor, pero tiene cierta práctica.
—¡Oh, bueno, está bien! Yo soy peso pesado, pero no hay nadie que se pueda enfrentar contigo, así que haremos unos asaltos si prometes no hacerme mucho daño.
Roelf Stander era capitán del equipo universitario, campeón provincial de aficionados y uno de los mejores candidatos de Sudáfrica para las Olimpiadas de Berlín de 1936. Se trataba de un buen chiste, hecho por un estudiante avanzado, y todo el mundo lo festejó servilmente. Ni el mismo Roelf pudo disimular una sonrisa ante su ridículo pedido de misericordia.
—Bueno, comenzaremos con los pesos mosca —continuó, mientras les precedía en la marcha hacia el gimnasio.
Los novatos se sentaron en un banco largo, al final de la sala, desde donde se gozaba de una imperfecta vista del cuadrilátero, por encima de la cabeza de los espectadores más privilegiados. Roelf y sus ayudantes, miembros todos del equipo de pugilismo, pusieron los guantes a los primeros candidatos y los condujeron al cuadrilátero.
Mientras eso ocurría, Manfred notó cierta presencia en la primera fila de asientos; alguien se había puesto de pie y trataba de llamarle la atención. Echó un vistazo al veterano que los vigilaba, pero éste tenía la mirada fija en el cuadrilátero. Entonces pudo, por primera vez, mirar a aquella persona.
Había olvidado la belleza de Sara, o tal vez ella había florecido en las semanas transcurridas. Con los ojos chispeantes y las mejillas encendidas de entusiasmo, agitó un pañuelo de encaje y pronunció su nombre con alegría.
Manfred mantuvo una expresión inescrutable, pero cerró un ojo en un guiño furtivo, y ella le envió un beso con las dos manos; Luego se dejó caer en el asiento, junto a la mole del tío Tromp.
“¡Han venido los dos!” Eso le animó enormemente. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo solo que se sentía. El tío Tromp giró la cabeza para sonreírle, con dientes muy blancos en la mata negra y escarchada de su barba; luego se volvió hacia el cuadrilátero.
Se inició el primer asalto; dos valientes pesos mosca se atacaron en un torbellino de golpes, pero uno estaba bajo de forma; pronto hubo una salpicadura de sangre en la lona. Roelf Stander interrumpió el encuentro en el segundo asalto y dio al derrotado unas palmadas en la espalda.
—¡Buen trabajo! Perder no es vergonzoso.
Siguieron otros asaltos, todos muy animados; era obvio que los pugilistas hacían lo posible; sin embargo, descontando a un medio pesado prometedor, todos eran muy toscos y carecían de entrenamiento. Por fin sólo quedó Manfred en el banco.
—¡Bueno, flato! —El veterano le ató los guantes—. ¡A ver cómo te portas!
Manfred se quitó la toalla de los hombros y se levantó, en el momento en que Roelf Stander volvía al cuadrilátero desde los vestuarios. Ahora lucía el chaleco marrón y los pantalones con vivos colores dorados, en concordancia con los colores de la universidad. Calzaba costosas botas de cuero blando, atadas encima de los tobillos. Levantó las manos enguantadas para acallar los silbidos y los vítores de simpatía, diciendo:
Señoras y señores: para nuestro último candidato no tenemos rival de su peso entre los novatos. Por lo tanto, si ustedes quieren tener la bondad de soportarme, voy a encargarme de su prueba.
Se repitieron los vítores, pero entre gritos que pedían:
—No lo maltrates, Roelf.
—¡No vayas a matar al pobre diablo!
Stander aseguró, por señas, que tendría misericordia, concentrándose en la sección de platea ocupada por las chicas de las residencias femeninas. Hubo gritos ahogados, risas aniñadas y agitación de cabellos ondulados, pues Roelf medía un metro ochenta y era cuadrado de mandíbula, con dientes blancos y chispeantes ojos oscuros. Su pelo denso y ondulado, brillaba a causa de la Brylcreem; las patillas rizadas y el bigote le daban aspecto de caballero antiguo.
Al llegar a la primera fila de asientos, Manfred no pudo evitar mirar de reojo a Sara y al tío Tromp. La chica saltaba en la platea y tenía los puños apretados contra las mejillas, encendidas por el entusiasmo.
—¡Dale, Manie! —gritó. Vat horn!
El tío Tromp, junto a ella, hizo una señal afirmativa.
—¡Veloz como la mamba, Jong! ¡Valiente como el ratel! —rugió en voz baja, para que sólo el sobrino oyera.
Y Manfred irguió el mentón; en sus pies había una elasticidad nueva cuando atravesó las cuerdas para entrar en el cuadrilátero.
Uno de los otros veteranos había asumido la función de árbitro.
—En este rincón, con ochenta y tres kilos, ochocientos gramos, el capitán del equipo universitario y campeón aficionado de pesos medio en el Cabo de Buena Esperanza: ¡Roelf Stander! Y en este otro rincón, con setenta y siete kilos, novecientos, un novato —por consideración a la delicada concurrencia, no usó el tratamiento honorífico—: Manfred De La Rey.
El marcador de tiempo hizo sonar la campana. Roelf salió de su rincón bailoteando con agilidad, ondulante, esquivando, con una sonrisa leve sobre los guantes de cuero rojo. Ambos avanzaron en círculos, cada uno fuera del alcance del otro, e invirtieron la marcha. Los labios de Roelf perdieron la sonrisa, tensándose en una línea recta y fina. Se evaporó su aire ligero; no esperaba aquello.
No había puntos débiles en la guardia del muchacho que tenía ante sí. El novato mantenía la cabeza gacha entre los hombros musculosos y se movía como si estuviera sobre una nube.
“¡Es un púgil de verdad!”, exclamó Roelf para sí. “Ha mentido; sabe muy bien lo que hace.”
Trató, una vez más, de dominar el centro del cuadrilátero, pero se vio obligado a salir, pues su adversario se movía amenazadoramente hacia la izquierda.
Hasta el momento, ninguno de los dos había intentado un golpe, pero la multitud acalló sus vítores. Presentían que estaban presenciando algo extraordinario; vieron cómo se alteraba la actitud indiferente de Roelf, vieron la intención asesina en su modo de moverse. Y quienes le conocían bien distinguieron las pequeñas arrugas de perturbación e inquietud en el rabillo de los ojos y las comisuras de la boca.
Roelf disparó la izquierda en un golpe de prueba, sin que el adversario se dignara siquiera esquivarlo: lo desvió con el guante, despectivamente, y la piel de Roelf se irritó con la potencia de ese contacto fugaz. Entonces miró profundamente a los ojos de Manfred, utilizando su triquiñuela: dominar al adversario por la mirada.
Los ojos de ese muchacho eran de un color extraño, como topacio o zafiro amarillo. Roelf pensó en los ojos de un leopardo cebado que su padre había cazado con trampa, en las colinas, detrás de la granja natal. Aquellos ojos eran iguales. Y en ese momento cambiaron, encendidos con una luz fría y dorada, implacable, inhumana.
No fue el miedo lo que apretó el pecho de Roelf Stander, sino una premonición de terrible peligro. Lo que estaba en el cuadrilátero, ante él, era un animal. El hambre era visible en sus ojos: un hambre enorme, asesina. Por instinto, lanzó el puño contra aquello.
Usó la izquierda, su mejor mano, poniendo toda su fuerza contra esos ojos amarillos e inmisericordes. El golpe murió en el aire. Trató desesperadamente de recobrarse, pero tenía el puño izquierdo levantado y su flanco quedó abierto, quizá por una centésima de segundo. Algo estalló dentro de él. No vio el puño; no lo reconoció como golpe, pues jamás le habían tocado así hasta entonces. Era como si estuviera dentro de él, reventándole entre las costillas, arrancándole las vísceras, haciendo implosión en sus pulmones. El aliento abandonó su garganta en un tormento silbante al volar hacia atrás.
Las cuerdas lo sujetaron por la parte baja de la espalda y bajo los omóplatos, arrojándolo hacia delante otra vez, como la piedra escapada de una honda. El tiempo pareció reducir su marcha como en un espeso goteo; su vista parecía dotada de aumento, como si le corriera alguna droga por la sangre, y en ese momento vio llegar el puño. Tuvo la extraña fantasía de que no había carne y hueso en ese guante, sino hierro negro, y sus fibras se estremecieron. Pero no estaba en su poder esquivar. Esa vez el impacto fue aún más grande, increíble, superior a todo lo que se pudiera imaginar. Sintió que algo se desgarraba dentro de él y que los huesos de sus piernas se fundían, como cera caliente.
Quiso gritar de dolor, pero aun en ese aprieto ahogó el grito. Quiso caer, lanzarse a la lona antes de que llegara otra vez el puño, pero las cuerdas lo sostuvieron en alto y su cuerpo pareció hacerse trizas, como cristal, mientras la mano enguantada se estrellaba en él y las cuerdas lo arrojaban hacia delante.
Las manos se le apartaron de la cara; vio venir el puño una vez más. Parecía inflarse ante sus ojos, colmando su campo visual. Pero no lo sintió golpear.
Roelf avanzaba hacia el guante con todo su peso. Su cráneo rebotó hacia atrás, contra la tensión de la columna dorsal, y volvió adelante. Cayó de bruces, como muerto, sin el menor movimiento, en la lona blanca.
Todo acabó en cuestión de segundos. La multitud guardó un silencio estupefacto. Manfred aún se mecía sobre la silueta postrada a sus pies, con las facciones contraídas en una máscara salvaje y una extraña luz amarilla en los ojos, no del todo humano, atrapado aún por la enfermedad asesina.
De pronto, una mujer gritó en la multitud. De inmediato surgieron la consternación y el alboroto. Los hombres se levantaron bruscamente, estrellando las sillas, rugiendo de asombro y júbilo, y se lanzaron en carrera hacia el cuadrilátero para rodear a Manfred, palmeándole la espalda. Otros, de rodillas junto a la silueta tendida en la lona, se daban instrucciones mutuamente para levantarlo con cuidado. Uno de ellos trataba en vano de restañar la sangre. Todos estaban aturdidos y temblorosos.
Las mujeres habían quedado pálidas de espanto; algunas aún gritaban, deliciosamente horrorizadas, con los ojos llenos de una excitación teñida de sexualidad. Estirando el cuello, observaron a Roelf Stander, a quien habían sacado por encinta de las cuerdas para llevarlo por el pasillo, laxo como un cadáver y con la cabeza bamboleante. La sangre le brotaba de la boca roja, cruzándole la mejilla hasta empapar el pelo brillante. Y giraron hacia Manfred, que era Llevado suspendido a los vestuarios por un grupo de veteranos. Una de ellas alargó la mano para tocarlo en el hombro, con los ojos ardiendo de interés físico.
El tío Tromp cogió a Sara del brazo para calmarla, pues chillaba como una fanática, y la sacó del gimnasio, a la luz del sol.
—Estaba maravilloso —balbuceó ella, aún incoherente por el entusiasmo—. Qué rápido, qué hermoso… Oh, tío Tromp, nunca en mi vida había visto nada igual. ¿No es maravilloso?
El reverendo asintió con un gruñido, sin hacer comentarios, y la dejó parlotear durante todo el trayecto de regreso a la casa parroquial. Sólo cuando subieron a la amplia galería de entrada se detuvo para volver la vista atrás, como hacia un sitio o una persona a la que abandonaba con profunda pena.
—Su vida ha cambiado, y la nuestra cambiará también —murmuró, sobriamente—. Ruego a Dios todopoderoso que ninguno de nosotros llegue a lamentar lo que nos ha ocurrido, pues soy yo quien ha provocado todo esto.
Los ritos de iniciación se prolongaron por tres días más. A Manfred aún no se le permitía más contacto que el de sus compañeros novatos. Sin embargo, para ellos se había convertido en una especie de dios; era la esperanza de salvación, y se agruparon patéticamente en torno a él durante las últimas humillaciones y degradaciones, en busca de fortaleza.
La última noche fue la peor. Con los ojos cubiertos por una venda, sin haber podido dormir, se les obligó a permanecer sentados en una viga estrecha, con un cubo de hierro galvanizado en la cabeza, contra el cual uno de los veteranos descargaba un garrotazo sin previo aviso. La noche pareció prolongarse toda la eternidad. Al amanecer se les retiraron los cubos y las vendas. Roelf Stander les hizo un discurso.
—¡Hombres! —comenzó.
Todos parpadearon de estupor ante ese apelativo, aún aturdidos por la falta de sueño y medio ensordecidos por los golpes sobre los cubos.
—¡Hombres! —repitió Stander—. Estamos orgullosos de vosotros. Sois el mejor grupo de novatos que hemos tenido en esta casa desde que yo mismo ingresé en la universidad. Aguantasteis todo lo que se os hizo, sin un solo chillido. Bienvenidos a Rust en Vrede. A partir de ahora, esta casa es vuestra y nosotros, vuestros hermanos.
Un momento después, los veteranos se agolpaban con ellos, riendo, entre abrazos y palmadas.
—¡Vamos, hombres! ¡A la taberna! ¡La cerveza corre de nuestra cuenta! —aulló Roelf.
Cantando la marcha de la residencia, desfilaron del brazo los cien por la calle hasta el viejo hotel Drosdy, donde golpearon la puerta cerrada hasta que el tabernero, desafiando los horarios permitidos, se resignó a abrirles.
Mareado por el sueño y con medio litro de cerveza en el estómago, Manfred sonreía estúpidamente, aferrado al mostrador para no perder el equilibrio. De pronto tuvo la sensación de que iba a ocurrir algo y giró en redondo.
La muchedumbre se había abierto ante él, dejando libre un pasillo por donde Roelf Stander se acercaba sigilosamente, fiero y amenazante. El pulso de Manfred se aceleró al comprender que sería la primera confrontación entre ambos desde la pelea en el cuadrilátero, tres días antes. Y no tendría nada de placentera. Dejó la jarra vacía y sacudió la cabeza para despejarse, enfrentándose al otro. Ambos se fulminaron con la vista.
Roelf se detuvo frente a él. Los otros, novatos y veteranos, se apretujaron para no perderse una sola palabra. El suspenso se alargó Varios segundos, sin que nadie se atreviera a respirar.
—Dos cosas quiero hacer contigo —gruñó Roelf Stander. Y de pronto, mientras Manfred se preparaba, sonrió. Fue una sonrisa luminosa, encantadora. Alargó la mano derecha. Primero, quiero estrecharte la mano. Segundo, quiero invitarte a una cerveza. Joder, Manie, cómo pegas. Nunca había combatido con alguien así.
Hubo un aullido de risas y la jornada se disolvió en una niebla de vapores alcohólicos y camaradería.
Ese habría sido el fin del asunto. Aunque la iniciación formal había terminado con la aceptación de Manfred en la fraternidad de Rust en Vrede, aún existía una gran división social entre el distinguido estudiante avanzado, capitán de púgiles, y el debutante recién ingresado. Sin embargo, al día siguiente, una hora antes de la cena, sonó un golpe en la puerta de Manie y Roelf entró garbosamente, vestido con su toga universitaria y su birrete. Se dejó caer en el único sillón, cruzó los pies sobre el escritorio del muchacho y se dedicó a charlar tranquilamente sobre boxeo, derecho y geografía de Sudáfrica. Sólo se levantó cuando sonó la campana.
—Mañana te despertaré a las cinco de la madrugada para que salgamos a correr. Dentro de dos semanas tenemos un encuentro importante contra los Ikeys —dijo muy sonriente, al ver la expresión del muchacho—. Sí. Manie, estás en el equipo.
A partir de entonces, Roelf fue a su cuarto todas las noches, antes de cenar. Con frecuencia llevaba una botella de cerveza en el bolsillo de la toga, y ambos compartían la bebida, sirviéndola en vasos para enjuagarse la boca; la amistad se volvía más relajada y estable.
Eso no pasó inadvertido entre los otros miembros de la residencia, tanto veteranos como novatos, y elevó el rango de Manie. Dos semanas después se llevó a cabo el encuentro contra el equipo de Ikeys, en cuatro categorías. Manie vistió entonces los colores de la universidad por primera vez. “Ikeys” era el apodo que daban a los estudiantes de la Universidad de Ciudad del Cabo, de habla inglesa, tradicionalmente rival de Stellenbosch, la universidad de los afrikáner, cuyos alumnos eran apodados Maties. Tan aguda era la rivalidad entre ambas que los aficionados de los Ikeys viajaron en autobús cincuenta kilómetros, vestidos con los colores de la universidad, llenos de cerveza y alborotado entusiasmo. Después de ocupar la mitad del gimnasio, rugieron sus cánticos universitarios contra los partidarios de los Maties que ocupaban la otra mitad.
Manie debía enfrentarse con Laurie King, un peso medio provisto de buenas manos y mandíbula de cemento, que había participado en cuarenta peleas de aficionados, sin que lo derribaran hasta entonces. Casi nadie había oído hablar de Manfred De La Rey, y los pocos que tenían referencias suyas menospreciaban aquella única victoria, atribuyéndola a un golpe de suerte contra un adversario que, de todos modos, no lo había tomado en serio.
Sin embargo, Laurie King había oído la anécdota y se la tomaba muy a pecho. Se mantuvo a distancia la mayor parte del primer asalto, hasta que la multitud comenzó a abuchearlo con impaciencia. A aquellas alturas ya había estudiado a Manfred; el muchacho se movía bien, pero no era tan peligroso como le habían dicho; se le podía alcanzar con un izquierdazo a la cabeza. Y decidió probar su teoría.
Lo último que recordó fue un par de feroces ojos amarillos, que ardían como el sol de Kalahari al mediodía; después, la lona áspera le despellejó la mejilla, al caer de cabeza en el cuadrilátero. No recordaba haber visto llegar el golpe. Aunque sonó la campana antes de que terminara la cuenta, Laurie King no pudo salir al segundo asalto: la cabeza le bamboleaba como si estuviera ebrio, y sus ayudantes tuvieron que llevarlo cogido hasta los vestuarios.
En la primera fila, el tío Tromp rugía como un búfalo herido, mientras Sara, a su lado, chillaba hasta quedar ronca; lágrimas de júbilo y entusiasmo le mojaban las pestañas y las mejillas.
A la mañana siguiente, el corresponsal de boxeo enviado por Die Burger, el periódico afrikaans, apodaba a Manfred “El león del Kalahari”, mencionando que no sólo era sobrino del general Jacobus Hercules De La Rey, héroe del Volk, sino también pariente del reverendo Tromp Bierman, campeón de boxeo, escritor y nuevo dómine de Stellenbosch.
Roelf Stander y todo el equipo de boxeadores esperaron a Manfred a la salida de su clase de sociología.
—Nos has estado ocultando cosas, Manie —le acusó un furioso Roelf, mientras le rodeaban—. No nos dijiste que eres sobrino de Tromp Bierman, nada menos. Por el amor de Dios, hombre, él fue campeón nacional durante cinco años. ¡Derribó a Slater y al negro Jephta!
—¿No te lo dije? —Manie frunció el entrecejo, pensativo—. Probablemente se me olvidó.
—Tienes que presentárnoslo, Manie —dijo el subcapitán—. Todos queremos conocerle. Anda, hombre, por favor.
—¿Crees que él estaría dispuesto a entrenarnos, Manie? ¿Por qué no se lo preguntas? Diablos, si tuviéramos a Tromp Bierman como entrenador…
Roelf se detuvo, enmudecido por lo grandioso de la idea.
—Os propongo una cosa —sugirió Manie—. Si todo el equipo de boxeo va a la iglesia el domingo por la mañana, estoy seguro de que mi tía Trudi nos invitará a almorzar. Y os aseguro, caballeros, que no sabe qué es el paraíso quien no ha probado el koeksisters de mi tía.
Así pues, acicalados y llenos de Brylcreem, con las galas domingueras abotonadas, los boxeadores de la universidad ocuparon todo un banco de la iglesia, y sus voces, al entonar los himnos, estremecieron las vigas del techo.
La tía Trudi tomó aquella ocasión como un desafío a su habilidad culinaria. Ella y las muchachas se tomaron toda la semana para preparar la comida. Los invitados, jóvenes de estupendo estado físico, llevaban semanas subsistiendo con los menús de la universidad, y contemplaron aquel banquete con incrédulo apetito. Con toda gallardía, se esforzaron por repartir su atención entre el tío Tromp, que estaba en vena y relataba sus peleas más memorables, y sus balbuceantes y ruborizadas hijas, que servían la mesa, la cual crujía bajo los asados, las conservas y los pudines.
Al terminar la comida, Roelf Stander, satisfecho como la pitón que acaba de tragarse una gacela, se levantó para pronunciar un discurso de agradecimiento en nombre del equipo. Iba ya por la mitad cuando cambió de tema, convirtiéndolo en una apasionada súplica para que Tromp Bierman aceptara el cargo de entrenador honorario.
El tío Tromp descartó la solicitud con una risa jovial, como si fuera algo inconcebible. Pero todo el equipo, incluido Manie, añadió sus propias súplicas. El presentó inmediatamente una serie de excusas, cada una más débil que la precedente, todas las cuales fueron estruendosamente rebatidas por el equipo, al unísono. Por fin, con un pesado suspiro de resignación y tolerancia, el reverendo capituló. Mientras aceptaba la ferviente gratitud de los estudiantes y sus calurosos apretones de mano, no pudo ya seguir conteniéndose y sonrió, radiante de evidente placer.
—Os advierto, muchachos: no sabéis en qué os metéis. Hay muchas palabras de las que no tengo el menor conocimiento. Por ejemplo, “estoy cansado” y “ya tengo bastante”, entre otras —sermoneó.
Tras el servicio vespertino, Manie y Roelf volvieron a Rust en Vrede caminando bajo los robles, oscuros y susurrantes. El campeón guardaba un extraño silencio. Sólo habló cuando llegaron al portón principal, y entonces su voz sonó pensativa.
—Dime, Manie, ¿cuántos años tiene tu prima?
—¿Cuál? —preguntó Manie, sin interés—. La gorda se llama Gertrud; la de los hoyuelos, Renata…
—¡No! Vamos. Manie, no seas zorro —le interrumpió su amigo—. La guapa, la de los ojos azules y el pelo dorado y sedoso. La que se va a casar conmigo.
Manfred se detuvo en seco y se volvió para encarársele, con la cabeza hundida entre los hombros y la boca torcida por una mueca feroz.
—No vuelvas a decir eso. —Le temblaba la voz. Aferró a Roelf por la pechera de la chaqueta—. Que no te vuelva a oír porquerías como la que acabas de decir. Te lo advierto: si vuelves a decir una cosa así de Sara, te mato.
La cara de Manfred estaba a pocos centímetros de la de Roelf. En sus ojos asomaba un terrible fulgor amarillo, ira asesina.
—Eh, Manie —susurró Roelf con voz ronca—, ¿qué te pasa? No he dicho nada malo. ¿Te has vuelto loco? No se me ocurriría ofender a Sara.
La ira amarilla se borró lentamente en los ojos de Manfred, que soltó las solapas de Roelf. Sacudió la cabeza como para despejarse. Cuando volvió a hablar, parecía asombrado.
—No es más que una criatura. No deberías hablar así, hombre. Es sólo una niña.
—¿Una criatura? —Roelf rió entre dientes, vacilando, mientras se alisaba la chaqueta—. ¿Estás ciego, Manie? No es ninguna chiquilla. Es la más adorable…
Pero Manfred se apartó, furioso, y cruzó como una tormenta los portones de la residencia.
—Conque así son las cosas, amigo mío —susurró su compañero.
Con un hondo suspiro, metió las manos hasta el fondo de los bolsillos. Y entonces recordó el modo en que Sara miraba a Manfred durante la comida. Y recordó también que le había visto poner la mano en la nuca del muchacho, furtivamente, al inclinarse para recoger su plato vacío.
Volvió a suspirar, bruscamente abrumado por una triste melancolía.
—Hay un millar de chicas bonitas por ahí —se dijo en un intento de quitarse la tristeza—. Todas muriéndose por los huesos de Roelf Stander…
Encogiéndose de hombros con una sonrisa tortuosa, siguió a Manie al interior de la casa.
Manfred ganó las doce peleas siguientes, siempre por fuera de combate y antes de terminar el tercer asalto. Por entonces, todos los periodistas deportivos habían adoptado el apodo de “El león del Kalahari” para describir sus hazañas.
—Está bien, Jong, gana mientras puedas —le advirtió el tío Tromp—. Pero recuerda que no siempre serás joven. Y a la larga no es a fuerza de músculos y puños que uno se mantiene arriba. Es por lo que se lleva dentro de la cabeza, Jong. ¡Y no lo olvides!
Por consiguiente, Manfred se lanzó a sus estudios académicos con el mismo entusiasmo que ponía en su entrenamiento.
Por entonces, el alemán le era casi tan natural como el afrikaans; lo dominaba mucho mejor que el inglés, lengua que hablaba con desgana y con fuerte acento. Descubrió que la ley romano-holandesa le satisfacía por su lógica y su filosofía; leía los Instituta de Justiniano como si fueran literatura. Al mismo tiempo, le fascinaban la política y la sociología. El y Roelf debatían y discutían esas materias interminablemente, cimentando su amistad en el aprendizaje.
Sus proezas en el boxeo le convirtieron instantáneamente en una celebridad dentro del recinto de Stellenbosch. Algunos de los profesores, debido a eso, le trataban con especial preferencia; otros, en cambio, comenzaron por mostrarse deliberadamente antagónicos; actuaban como si él fuera un tonto hasta que no demostrara lo contrario.
—Tal vez nuestro renombrado pugilista nos brinde el brillo de su gran intelecto, arrojando alguna luz sobre el concepto del bolchevismo nacional, en nuestro beneficio.
Quien hablaba era el profesor de sociología y política, un intelectual alto y austero, que tenía la mirada penetrante de los místicos. Si bien había nacido en Holanda, sus padres lo habían llevado a África a temprana edad. El doctor Hendrick Frensch Verwoerd era uno de los mayores intelectuales afrikáner y líder de las aspiraciones nacionalistas de su pueblo. Daba clase a sus estudiantes de primer año sólo una vez por semestre, reservando casi todos sus esfuerzos para los estudiantes destacados de su facultad. En esos momentos, con una sonrisa irónica, contempló a Manfred, que se levantaba lentamente mientras ordenaba sus pensamientos.
El doctor Verwoerd esperó algunos segundos. Iba a hacerle señas para que volviera a sentarse, convencido de que el muchacho era un estúpido, cuando de pronto Manfred inició su respuesta, hablando con cuidadosa exactitud gramatical, con su acento de Stellenbosch, recién aprendido y refinado gracias a la ayuda de Roelf; era el acento purista de los afrikaans.
—El bolchevismo nacional, en contraposición a la ideología revolucionaria del bolchevismo convencional, creado bajo el liderazgo de Lenin, fue, en sus orígenes, un término empleado en Alemania para designar una política de resistencia al Tratado de Versalles.
El doctor Verwoerd parpadeó y dejó de sonreír. El muchacho había visto la trampa a un kilómetro de distancia y separaba inmediatamente los dos conceptos.
—¿Puede decirnos quién fue el padre de la idea? —preguntó el doctor Verwoerd, con una chispa de exasperación en la voz, habitualmente fría.
—Creo que la propuso Karl Radek en 1919. Su foro era una alianza de las potencias parias contra el enemigo occidental común; Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos.
El profesor se inclinó hacia delante como el halcón lanzado contra su presa.
—Desde su punto de vista, señor: esta doctrina, u otra similar, ¿tiene algún vigor en la política actual de África del Sur?
Se dedicaron mutuamente una atención concentrada por el resto de la clase, mientras los compañeros de Manfred, liberados de la necesidad de pensar, escuchaban con diversos grados de confusión o aburrimiento.
El sábado siguiente, por la noche, cuando Manfred ganó el título de campeón del peso medio de la universidad, el doctor Verwoerd estaba sentado en la segunda fila del atestado gimnasio. Era la primera vez que presenciaba uno de los torneos atléticos de la institución, descontando, naturalmente, los de rugby, que ningún afrikáner digno de ese nombre podía pasar por alto.
Pocos días después, el profesional mandó llamar a Manfred para analizar un ensayo presentado por el muchacho sobre la historia del liberalismo; la discusión se prolongó por más de una hora y versó sobre temas diversos. Al terminar, el doctor Verword detuvo a Manfred ante la puerta.
—Aquí tiene un libro que tal vez no haya tenido la oportunidad de leer. —Se lo entregó por encima del escritorio—. Téngalo todo el tiempo que necesite y, cuando lo termine, hágame conocer su opinión.
Manfred, que estaba apurado por llegar a la clase siguiente, ni siquiera leyó el título; al volver a su cuarto lo dejó descuidadamente sobre el escritorio. Roelf le estaba esperando para la carrera vespertina; por eso no tuvo oportunidad de mirar el libro otra vez sino hasta después de haberse puesto el pijama, ya avanzada la noche.
Lo tomó del escritorio y advirtió que ya había oído hablar de él; estaba escrito en alemán, su idioma original. No pudo cerrarlo hasta que la aurora brilló por entre las ranuras de sus cortinas y las palomas comenzaron a arrullar en el alero, junto a su ventana. Entonces volvió a leer el título: Mein Kampf, de Adolf Hitler.
Pasó el resto del día en un trance de revelación casi religiosa; a la hora del almuerzo corrió a su cuarto para seguir leyendo. El autor parecía hablarle directamente, apelando a su sangre alemana y aria. Tenía la extraña sensación de que la obra había sido escrita exclusivamente para él. ¿Por qué, si no, habría incluido Herr Hitler pasajes tan maravillosos como ésos?:
Se considera natural y honroso que los jóvenes aprendan esgrima y se batan a duelo a diestra y siniestra: pero si boxean, eso se considera vulgar. ¿Por qué? No hay otro deporte que fomente tanto el espíritu de ataque, exigiendo decisiones inmediatas y adiestrando el cuerpo con destreza de acero… pero sobre todo, el cuerpo joven y saludable debe aprender también a sufrir golpes: no es función del estado Volkisch crear una colonia de apacibles estetas y degenerados físicos. Si toda nuestra clase superior no hubiera sido criada tan exclusivamente para la etiqueta de alcurnia; si hubiera aprendido, en cambio, a boxear plenamente, nunca habría sido posible una revolución alemana de afeminados, desertores y chusma por el estilo…”
Manfred se estremeció, con una especie de presentimiento, al ver sus propias actitudes sobre la moralidad personal, apenas formuladas, tan claramente expuestas:
Paralelamente al adiestramiento del cuerpo, se debe iniciar una lucha contra el envenenamiento del alma. Hoy en día, toda nuestra vida pública es un invernadero para las ideas y los estímulos de tipo sexual…
Manfred había sufrido en carne propia esos tormentos, como si fueran trampas tendidas para los jóvenes y los puros. Se había visto obligado a luchar contra el clamor malo y lujurioso de su propio cuerpo, expuesto a carteles de propaganda cinematográfica y a revistas, siempre escritas en inglés, ese idioma degenerado y femenil que comenzaba a odiar. Todo representaba a mujeres medio desnudas.
—Tienes razón —murmuró, volviendo furiosamente las páginas—. Estás exponiendo las grandes verdades para toda la humanidad. Debemos ser puros y fuertes.
Su corazón dio un brinco al ver expresadas, en inequívoco lenguaje, las otras verdades que él apenas había oído sugerir. Se sintió transportado por los años al campamento de los parados, junto al ferrocarril de Windhoek, y vio otra vez el ajado periódico con el chiste de Hoggenheimer, que llevaba al Volk hacia la esclavitud. Su cólera fue ardorosa; temblaba de rabia al leer:
Con satánica alegría en el rostro, el joven judío moreno acecha en la oscuridad, esperando a la desprevenida niña, a quien profana con su sangre, robándola a su pueblo.
En su imaginación, vio el cuerpo dulce y claro de Sara, despatarrado bajo la grotesca mole peluda de Hoggenheimer, y se sintió dispuesto a matar.
Más adelante, el autor perforó una vena de su sangre afrikáner, tan hábilmente que el alma de Manfred pareció sangrar sobre la página.
Fueron y son los judíos quienes llevan a los negros a Renania, siempre con el mismo pensamiento secreto y la clara intención de aniquilar a la odiada raza blanca con el mestizaje resultante.
Se estremeció. “¡Swartgevaar!”, “¡Peligro negro!”, había sido el grito de guerra de su pueblo desde que estaban en África, y su atávico corazón palpitó una vez más ante la llamada.
Acabó el libro conmovido y más agotado que si hubiera bajado del cuadrilátero. Aunque ya era tarde, fue en busca del hombre que se lo había prestado y los dos charlaron hasta pasada la medianoche.
Al día siguiente, el profesor dejó caer una palabra de aprobación ante otra persona, situada en un alto puesto.
—He descubierto a uno que, en mi opinión, será un recluta valioso; tiene una mente muy receptiva, y pronto ejercerá gran influencia y poderío entre nuestros jóvenes.
El nombre de Manfred fue expuesto ante el alto mando de una sociedad secreta, en su siguiente cónclave:
—Uno de nuestros mejores estudiantes universitarios, el líder de Rust en Vrede, tiene una estrecha amistad con él.
—Hágalo reclutar —ordenó el presidente del concejo.
Cinco días a la semana, Roelf y Manfred realizaban prácticas de carrera en las montañas, por una ardua carretera de empinadas cuestas y superficie desigual. Después de siete u ocho kilómetros, se detenían a beber en la hondonada de una espumosa cascada blanca. Roelf observó a Manfred, arrodillado en las rocas resbaladizas para recoger agua en el hueco de la mano.
“Está bien elegido”, pensó, coincidiendo en silencio con la decisión de sus superiores. El chaleco ligero y los pantaloncitos cortos destacaban su cuerpo, potente, pero gracioso; su lustroso pelo cobrizo y sus finas facciones resultaban muy atractivos. Sin embargo, la clave de su personalidad estaba en esos dorados ojos de topacio. Hasta Roelf se sentía opacado por la creciente confianza y la seguridad de su joven amigo. “Será un líder fuerte, de los que tan desesperadamente necesitamos.”
Manfred se levantó de un salto, limpiándose el agua de la boca con el brazo.
—Vamos, culo aplastado —rió. El último en llegar a casa es un bolchevique.
Pero Roelf le detuvo.
—Hoy quiero hablar contigo —admitió.
Manfred frunció el entrecejo.
—¡Demonios, hombre! Últimamente no hacemos más que hablar. ¿Por qué aquí?
—Porque aquí nadie va a oírnos. Y te equivocas, Manie, algunos estamos haciendo algo más que hablar. Nos estamos preparando para la acción, para una dura lucha, del tipo que tanto te gusta.
Manfred se volvió hacia él, inmediatamente intrigado, y fue a sentarse en cuclillas frente a su amigo.
—¿Quién? ¿Qué acción? —preguntó.
Roelf inclinó la cabeza.
—Una elite secreta de afrikáner abnegados, los líderes de nuestro pueblo; hombres que tienen los primeros puestos en el gobierno, la educación y la vida comercial de la nación. De ellos se trata. Manie. Y no sólo están los líderes de hoy, sino también los de mañana. Hombres como tú y como yo, Manie.
—¿Una sociedad secreta? —Manfred se meció sobre los talones.
—No, Manie, mucho más que eso: un ejército secreto, dispuesto a luchar por nuestro pobre pueblo pisoteado. Dispuesto a morir para devolver la grandeza a nuestra nación.
Manfred sintió que se le erizaba el vello de los brazos y de la nuca ante la emoción que le corría por las venas. Su reacción fue inmediata y sin cuestionamientos.
—Soldados. Manie; las tropas de asalto de nuestra nación —prosiguió Roelf.
—¿Y tú eres uno de ellos?
—Sí, Manie, yo soy uno de ellos, y también tú. Has llamado la atención de nuestro consejo supremo. Se me ha pedido que te invite a participar en nuestra andadura hacia el destino, en nuestra lucha para cumplir el destino de nuestro pueblo.
—¿Quiénes son nuestros dirigentes? ¿Cómo se llama este ejército secreto?
—Ya lo sabrás. Se te dirá todo cuando hayas pronunciado el juramento de fidelidad —le prometió Roelf, mientras alargaba una mano para cogerlo del brazo, apretando los duros bíceps de Manie con sus dedos poderosos—. ¿Aceptas la llamada del deber? —preguntó—. ¿Te unirás a nosotros, Manfred De La Rey? ¿Llevarás nuestro uniforme, combatirás en nuestras filas?
La sangre holandesa de Manfred, suspicaz e introspectiva, respondió a aquella promesa de intriga clandestina; mientras tanto, su parte alemana deseaba el orden y la autoridad que ofrecía una sociedad de feroces guerreros, caballeros teutones de la era moderna, implacables por Dios y por la patria. También, aunque no tuviera conciencia de ello, la vena espectacular y el amor por lo teatral que había heredado de su madre francesa le inclinaban hacia la pompa militar, los uniformes y las charreteras que Roelf parecía ofrecerle.
Apretó el hombro de su amigo y ambos se abrazaron como compañeros, mirándose profundamente a los ojos.
—Con todo mi corazón —dijo Manfred—. Me uniré a vosotros con todo mi corazón.
La luna llena brillaba sobre las montañas de Stellenbosch, plateando sus murallas y sumiendo sus barrancos en la más profunda oscuridad. Al sur, la Gran Cruz se erguía a gran altura, pero opacada hasta la insignificancia por la inmensa cruz que ardía más cerca, con mayor fiereza, en el claro del bosque. Era un anfiteatro natural, protegido por las densas coníferas que lo rodeaban: un lugar secreto, oculto a las miradas curiosas u hostiles, perfecto para esa finalidad.
Debajo de la fiera cruz se amontonaban los guardias de asalto; sus cinturones lustrosos y sus hebillas relucían a la luz de las antorchas que sostenían en alto. No había más de cien, pues eran la elite; con expresión orgullosa y solemne, contemplaban al diminuto grupo de reclutas nuevos que marchaban cuesta abajo, hacia el general, que esperaba para saludarlos.
Manfred De La Rey fue el primero en presentarse a los líderes. Llevaba camisa negra y pantalones de montar, además de las botas altas, bien lustradas, que caracterizaban a aquella secreta banda de caballeros; pero iban sin sombrero ni adornos, con excepción de la daga envainada que les pendía del cinturón.
El mando superior dio un paso adelante y se detuvo muy cerca de Manfred. Era una figura imponente; alto, de rostro curtido e irregular, saliente y dura la mandíbula. Aunque de cintura gruesa y abdomen hinchado bajo la camisa negra, estaba en la flor de la edad; era un león de melena negra dentro de la manada; un halo de autoridad se posaba holgadamente sobre los anchos hombros.
Manfred lo reconoció de inmediato, pues era un rostro visto con frecuencia en las columnas políticas del periódico nacional. Ocupaba un alto puesto en el gobierno; era administrador de una provincia y gozaba de amplias influencias.
—Manfred De La Rey —preguntó el superior, con voz poderosa—, ¿estás dispuesto a pronunciar el juramento de sangre?
—Estoy dispuesto —pronunció Manfred, con toda claridad, mientras desenvainaba la daga de plata.
Roelf Stander, de uniforme, gorra y botas, con la insignia de la cruz rota en el brazo derecho, se adelantó por detrás y sacó la pistola. Después de amartillarla, apretó la boca contra el pecho de Manfred, apuntando al corazón, sin que su amigo parpadeara. Roelf era su patrocinador. La pistola simbolizaba el hecho de que también sería su verdugo, si Manfred traicionaba el juramento de sangre que estaba por hacer.
Con mucha ceremonia, el superior le entregó un rígido pergamino con el símbolo de la orden: un cuerno para pólvora, como los que usaban los Voortrekkers, pioneros de su pueblo. Debajo tenía impreso el juramento. Manfred lo cogió con una mano, mientras con la otra empuñaba la daga, con la punta contra su corazón, demostrando así su voluntad de dar la vida por los ideales de la hermandad.
—Ante Dios Todopoderoso, y a la vista de mis camaradas —leyó en voz alta-me someto enteramente a los dictados del destino de mi pueblo, divinamente ordenado. Juro ser fiel a los preceptos del Ossewa Brandwag, los centinelas del tren afrikáner, y obedecer las órdenes de mis superiores. Juro por mi vida que guardaré secreto, que atesoraré como sagrados los asuntos y procederes del Ossewa Brandwag. Exijo que, si traicionara a mis camaradas, a mi juramento o a mi Volk, la venganza me siga a mi tumba de traidor. Convoco a mis camaradas a escuchar mi apelación:
Si avanzo, seguidme.
Si retrocedo, matadme.
Si muero, vengadme.
¡Dios todopoderoso me ayude!
Y Manfred se pasó la hoja de plata por la muñeca, hasta que su sangre apareció a la luz de las antorchas, oscura como el rubí, y con ella salpicó el pergamino.
El mando superior se adelantó para abrazarlo. A su espalda, las negras filas rompieron en un jubiloso grito guerrero de victoria. Roelf Stander, a su lado, devolvió la pistola cargada a la funda, con los párpados húmedos de lágrimas de orgullo. Al retroceder el superior, él corrió a tomar la mano derecha de Manfred.
—Hermano. —Hablaba en un susurro sofocado—. Ahora somos realmente hermanos.
A mediados de noviembre, Manfred hizo sus exámenes finales y aprobó con la tercera mejor nota de promedio en una clase de ciento cincuenta y tres alumnos.
Tres días después de conocerse los resultados, el equipo de boxeo de Stellenbosch, con su entrenador a la cabeza, viajó para participar en el campeonato interuniversitario. En esa ocasión, la sede era la universidad de Witwatersrand, en Johannesburgo, y hacia allá fueron boxeadores de las otras instituciones de Sudáfrica, procedentes de todas las provincias y rincones de la Unión.
El equipo de Stellenbosch viajó en tren. En la estación había una multitud de estudiantes y miembros de la facultad, que cantaban y los vitoreaban, despidiéndolos antes de un viaje que se prolongaría por mil quinientos kilómetros.
El tío Tromp se despidió de sus mujeres con un beso, comenzando por la tía Trudi y terminando por Sara, la menor, que ocupaba el extremo de la línea. Manfred le imitó. Vestía una chaqueta deportiva con los colores universitarios y un sombrero de paja; se le veía tan alto y hermoso que Sara, sin poder soportar más, rompió en lágrimas y le echó los brazos al cuello, estrechándolo con todas sus fuerzas.
—Vamos, no seas tonta —le gruñó Manfred, al oído.
Pero su voz sonaba ronca por el tumulto, extraño y desacostumbrado, que el contacto de esa mejilla caliente y sedosa le provocaba bajo las costillas.
—Oh, Manie, te vas tan lejos… —Ella trató de ocultar sus lágrimas en el cuello masculino—. Nunca hemos estado separados por tanta distancia.
—Vamos, bonita. Te están mirando —dijo Manfred—. Dame un beso y te traeré un regalo.
—No quiero regalos. Te quiero a ti —sollozó ella.
Pero levantó su tierno rostro y apoyó sus labios en los de él. Su boca pareció fundirse en su propio calor, húmeda y dulce como una manzana madura.
El contacto duró apenas unos segundos, pero Manfred lo experimentó con tanta intensidad como si la hubiera tenido desnuda entre los brazos. Quedó estremecido por los remordimientos y la repulsión que le provocaba la pronta traición de su propio cuerpo, y por el mal que parecía humear en su sangre, reventando como un cohete en su cerebro. La apartó bruscamente de sí. La muchacha quedó desconcertada y herida, con los brazos aún levantados, mientras él trepaba los peldaños del vagón y se unía al bullicio de sus compañeros.
Cuando el tren partió de la estación, Sara estaba algo separada de las otras chicas; mientras todas giraban en redondo para retirarse en tropel, ella se quedó allí, siguiendo con la vista al tren que corría hacia las montañas, cogiendo velocidad.
Por fin, un recodo de las vías lo puso fuera de la vista. Manfred, que echaba la cabeza atrás, vio que Roelf Stander le observaba, intrigado. De pronto sonrió, abriendo la boca para decir algo, pero Manfred le fulminó con una mirada furiosa y culpable.
—Hou jou bek! ¡Cierra el pico, hombre!
El campeonato interuniversitario se llevó a cabo a lo largo de diez días, con cinco pruebas eliminatorias en cada categoría. Por lo tanto, cada participante combatía cada dos días.
Manfred se clasificó en segundo lugar en su categoría; eso significaba que, probablemente, se enfrentaría al campeón del momento en la ronda final. Era un estudiante de ingeniería que acababa de graduarse en la universidad de Witwatersrand; no le habían derrotado en toda su carrera, y tenía intenciones de dedicarse al boxeo de forma profesional inmediatamente después de las Olimpiadas, para las que se le consideraba un candidato seguro.
“El león del Kalahari se enfrenta a la prueba más difícil de su meteórica carrera. ¿Podrá recibir un castigo tan duro como el que propina? Eso es lo que todo el mundo se pregunta y lo que Ian Rushmore nos responderá a todos, si las cosas resultan como se espera”, escribía el corresponsal del Rand Daily Mail. “No parece haber ningún participante, en la misma categoría, que pueda impedir el enfrentamiento entre De La Rey y Rushmore en la noche del sábado 20 de diciembre de 1935. Será la mano derecha de Rushmore, hecha de granito y gelignita, contra el fustigante estilo ambidextro de De La Rey. Este corresponsal no se perdería esa pelea por todo el oro que yace bajo las calles de Johannesburgo.”
Manfred ganó sus dos primeras peleas con insultante facilidad. Sus adversarios, desmoralizados por su reputación, cayeron en el segundo asalto, en ambas ocasiones, bajo el fuego granate de sus guantes rojos. Para Manfred, el miércoles fue día de descanso.
Abandonó la residencia de la universidad que los albergaba antes de que los otros se levantaran; no desayunó para tomar a tiempo el primer tren procedente de Johannesburgo. Su viaje duraría menos de una hora por las praderas abiertas.
Consumió un frugal desayuno en la cafetería de la estación de Pretoria y partió a pie, con una pesada desgana al andar.
La prisión central de Pretoria era un edificio cuadrado y feo; el interior resultaba igualmente depresivo. Allí se llevaban a cabo las ejecuciones y se cumplían las cadenas perpetuas.
Manfred se acercó a la entrada para visitantes, donde fue atendido por un severo jefe de guardias, que le hizo llenar un formulario de solicitud. Al llegar a la casilla “parentesco con el prisionero”, vaciló por un instante; luego escribió, audazmente: “Hijo”.
El hombre leyó su formulario de punta a punta, lentamente; después miró al muchacho con impersonal seriedad.
—Nadie lo ha visitado; nadie, en todos estos años —dijo.
—Hasta ahora no pude venir —se excusó Manfred—. Había motivos.
—Todos dicen lo mismo. —Pero la expresión del guardia se alteró sutilmente—. Usted es el boxeador, ¿verdad?
—Sí —asintió Manfred.
Y de pronto, siguiendo un impulso, hizo la señal secreta de la OB; los ojos del hombre parpadearon de sorpresa; su mano dejó caer el formulario.
—Está bien. Tome asiento. Le llamaré cuando él esté preparado —dijo.
Por debajo del mostrador, hizo la contraseña de la Ossewa Brandwag, y añadió, en un susurro:
—A ver si matas a ese maldito rooinek el sábado por la noche.
Y le volvió la espalda. Manfred, aunque asombrado, se regocijó al comprobar la repercusión que la hermandad había tenido en el Volk.
Diez minutos después, el guardia condujo a Manfred hasta una celda pintada de verde, con altas ventanas enrejadas, donde sólo había una mesa de cocina sencilla y tres sillas de respaldo recto. Una de las sillas estaba ocupada por un viejo desconocido; Manfred miró más allá, expectante.
El desconocido levantó poco a poco la vista. Estaba encorvado por los años y el trabajo duro; su piel, arrugada y manchada por el sol, caía haciendo bolsas. El pelo era fino y blanco como algodón en rama, formando apenas una pelusa sobre el cuero cabelludo, pecoso como un huevo de chorlito. El cuello flaco y nudoso asomaba del áspero uniforme de la prisión como el de una tortura en su caparazón. Los ojos incoloros y surcados de rojo nadaban en las lágrimas; que se habían acumulado en las pestañas, como rocío.
—¿Papá? —preguntó Manfred, incrédulo, al ver que le faltaba un brazo.
El anciano comenzó a sollozar en silencio. Sus hombros se estremecían; las lágrimas, al romper sobre el borde enrojecido de los párpados, se deslizaron por las mejillas.
—¡Papá! —La ira sofocó a Manfred—, ¿qué te han hecho? Se precipitó hacia delante para abrazar a su padre, tratando de que el guardia no le viera la cara, tratando de protegerlo, de disimular la debilidad y las lágrimas de Lothar.
—¡Papá! ¡Papá! —repetía, desolado, palmeando los hombros flacos bajo el tosco uniforme.
Por fin giró la cabeza para mirar al guardia, en silenciosa súplica. No puedo dejarlos solos. —El hombre comprendía, pero sacudió la cabeza—. Es la norma. Perdería mi puesto.
—Por favor —susurró Manfred.
—¿Me da su palabra de hermano que no tratará de ayudarlo a escapar?
—¡Mi palabra de hermano! —aseguró Manfred.
—Diez minutos —dijo el guardia—. No puedo darles más tiempo.
Y salió de la habitación, cerrando con llave la puerta verde de acero.
Lothar De La Rey se limpió las mejillas mojadas con la palma de la mano, tratando de sonreír, pero le temblaba la voz.
—Mírame, lloriqueando como una vieja. Pero fue sólo la impresión de volver a verte. Ya estoy bien, ya estoy bien. Deja que te mire. Deja que te mire un momento.
Dio un paso atrás y observó con atención el rostro de su hijo.
—Te has convertido en todo un hombre: fuerte y apuesto, como era yo a tu edad. —Siguió con la punta de los dedos las facciones de Manfred. Su mano estaba fría y áspera como piel de tiburón—, he leído lo que publican sobre ti, hijo mío, Aquí nos permiten recibir los diarios. Recorté todo lo que decían de ti y lo tengo guardado bajo el colchón. Estoy muy orgulloso, como todos en este lugar, hasta los soplones.
Manfred le interrumpió en seco.
—¿Cómo te tratan, papá?
—Bien, Manie, bien. —Lothar bajó la vista y sus labios se ahuecaron de desesperación—. Sólo que… de por vida es mucho tiempo. Tanto tiempo, Manie, tanto… Y a veces pienso en el desierto, en los horizontes que se convierten en humo lejano, en el cielo azul, —se interrumpió, tratando de sonreír—. Y pienso en ti todos los días. No pasa un día sin que rece a Dios: “Cuida de mi hijo.”
—No, papá, por favor —dijo Manfred—. ¡No! Me vas a hacer llorar a mí también, —se levantó y acercó la otra silla a la de su padre—. Yo también he pensado en ti, papá, todos los días. Quería escribirte. Hablé con el tío Tromp, pero él dijo que era mejor no… Lothar levantó una mano para acallarlo.
—Ja, Manie, era mejor. Tromp Bierman es un hombre sabio; él sabe lo que conviene. —Esbozó una sonrisa más convincente—. Qué alto te has puesto. Y el color de tu pelo… así era el mío. Te irá bien, lo sé. ¿Qué has decidido hacer de tu vida? Cuéntame, pronto. Tenemos tan poco tiempo…
—Estoy estudiando derecho en Stellenbosch. Aprobé el primer año con la tercera mejor nota.
—Qué maravilla, hijo mío. ¿Y después?
—No estoy seguro, papá, pero creo que debo luchar por nuestra nación. Me siento llamado a luchar porque se haga justicia a nuestro pueblo.
—¿Vas a dedicarte a la política? —preguntó Lothar. Y, como el muchacho asintiera—: Un camino difícil, lleno de recodos y desvíos. Siempre he preferido las carreteras rectas, un caballo entre las piernas y un fusil en la mano. —Luego rió entre dientes con sarcasmo—. Y mira dónde he venido a parar por esa carretera.
—Yo también voy a luchar, papá. Cuando llegue el momento, en el campo de batalla que yo elija.
—Oh, hijo mío, la historia es muy cruel con nuestra gente. A veces pienso, desesperado, que estamos condenados a ser siempre los sometidos.
—¡Te equivocas! —La expresión de Manfred se había endurecido. Se le quebró la voz—. Ya llegará nuestro día, y está amaneciendo. No estaremos sometidos por mucho tiempo más.
Hubiera querido contarle todo a su padre, pero enseguida recordó su juramento de sangre y guardó silencio.
—Manie. —El padre se inclinó hacia él, echando una mirada a toda la celda como un conspirador, antes de tirarle de la manga a su hijo—. Los diamantes… ¿todavía tienes tus diamantes? —De inmediato vio la respuesta en el rostro de Manfred—. ¿Qué pasó con ellos? —Su inquietud era difícil de presenciar—. Eran mi herencia para ti, lo único que podía dejarte. ¿Dónde están?
—El tío Tromp… los descubrió hace años. Dijo que eran malignos, la moneda del demonio, y me obligó a destruirlos.
—¿Cómo, a destruirlos? —Lothar lo miraba boquiabierto.
—A romperlos con una maza sobre un yunque. A hacerlos polvo, uno por uno.
Manfred vio que el antiguo espíritu de su padre volvía a levantar llama. Lothar abandonó la silla de un salto y se paseó por la tilda, furioso.
—¡Tromp Bierman! ¡Si puediera echarte mano! Siempre fuiste un hipócrita santurrón y tozudo… —Pero se interrumpió para volver hacia su hijo—. Manie, están los otros. ¿Recuerdas? El kopje, la colina del desierto. Los dejé allí para ti. Tienes que ir a buscarlos.
Manfred apartó la vista. Con el curso de los años, había tratado de apartar ese recuerdo de su mente. Era algo malo, el recuerdo de algo muy malo, que asociaba con el terror, los remordimientos y el dolor. Había tratado de cerrar la mente a eso, ocurrido tanto tiempo antes, y lo estaba consiguiendo. Pero en ese momento, ante las palabras de su padre, volvió a sentir el hedor de la gangrena en el fondo de la garganta y vio el paquete del tesoro que caía hacia abajo, en la grieta del granito.
He olvidado el camino, papá. Jamás podría volver solo. Lothar le tiraba del brazo.
—¡Hendrick! —balbuceó—. Swart Hendrick! El puede guiarte.
Hendrick. —Manfred parpadeó. Un nombre, medio olvidado, un fragmento del pasado. De pronto, súbita y claramente, le brotó en la mente una imagen de la gran cabeza calva, aquella negra bala de cañón—. Hendrick —repitió. Pero ha desaparecido. No sé adónde fue. Volvió al desierto. No podría encontrarlo.
—¡No, no, Manie! Hendrick está aquí, cerca, en la Witwatersrand. Ahora es todo un personaje, un jefe entre su propia gente.
—¿Cómo lo sabes, papá?
—¡Rumores! Aquí todo se sabe. Vienen de fuera, con noticias y mensajes. Lo sabemos todo. Hendrick me hizo llegar un mensaje. No se olvidó de mí. Fuimos camaradas, cabalgamos juntos por miles de kilómetros y peleamos en cien batallas. Me hizo saber de un sitio donde podría encontrarlo si alguna vez escapaba de estas malditas murallas. —Lothar se inclinó hacia delante y le sujetó la cabeza, acercándole los labios al oído.
—Tienes que ir a buscarlo. El te conducirá a la colina de granito, por debajo del río Okavango. Oh, Dios mío, cuánto me gustaría poder cabalgar por el desierto contigo…
Se oyó el chasquido de las llaves en la cerradura. Lothar sacudió desesperadamente el brazo de su hijo.
—Prométeme que irás, Manie.
—Esas piedras son algo malo, papá.
—Prométemelo, hijo mío, prométeme que no habré soportado todos estos años de cautiverio por nada. Promete que volverás a por las piedras.
—Lo prometo, papá —susurró Manfred, mientras el guardián entraba en la celda.
—Se acabó el tiempo. Lo siento.
—¿Puedo volver mañana para visitar a mi padre?
El guardia negó con la cabeza.
—Sólo una visita por mes.
—Te escribiré, papá. —El muchacho abrazó a Lothar—. De ahora en adelante, te escribiré todas las semanas.
Lothar asintió, inexpresivo. Su rostro se había cerrado; sus ojos estaban velados.
Ja —asintió—, escríbeme de vez en cuando.
Y salió arrastrando los pies.
Manfred se quedó mirando la puerta cerrada hasta que el guardia le tocó el hombro.
—Venga.
Manfred lo siguió hasta la entrada para visitantes, en una maraña de emociones. Sólo cuando cruzó los portones hasta la luz del sol y levantó la vista hacia el imponente cielo Africano, del que su padre había hablado con tanta vehemencia, surgió una emoción que ahogó a las otras.
Era cólera, una cólera desesperada y ciega, que fue haciéndose más fuerte en los días siguientes. Pareció llegar a su punto culminante mientras caminaba entre las hileras de espectadores que lo vitoreaban, hacia el cuadrilátero de cuerdas y lona, iluminado de lleno, vestido de sedas lustrosas, con los guantes carmesíes en sus puños y un deseo asesino en el corazón.
Centaine despertó mucho antes que Blaine; no le gustaba perder durmiendo el tiempo que pasaban juntos. Aún estaba oscuro fuera, pues la cabaña estaba al pie del precipicio de la alta montaña cuya mole le tapaba el primer resplandor del día. Sin embargo, los pájaros del diminuto jardín amurallado ya estaban gorjeando y con sueño. Había hecho cubrir los muros de piedra de madreselva y tacoma para atraerlos; por orden suya, el jardinero llenaba todos los días las cajitas de alpiste. Había tardado meses enteros en hallar la casa perfecta. Debía estar discretamente cercada y contar con un sitio cubierto donde estacionar el Daimler y el nuevo Bentley de Blaine, vehículos que de inmediato llamaban la atención. Era preciso que, desde ella, se pudiera llegar en diez minutos de caminata al parlamento y a las oficinas de Blaine, en el edificio reservado a los ministros del gabinete. Debía tener vista a la montaña y estar edificada en una calle secundaria de cualquier barrio periférico poco elegante por donde difícilmente pasaran amigos, vinculaciones comerciales, políticos de otros bandos o periodistas. Pero sobre todo debía dar esa sensación especial.
Cuando entró en ella, por fin, ni siquiera vio el empapelado desteñido ni las alfombras raídas. En el cuarto principal, sonrió con suavidad diciendo:
—Aquí han vivido personas felices. Sí, ésta es la que quiero. La compraré.
Había registrado el título de propiedad a nombre de una de sus compañías inversoras. Pero no confió a ningún arquitecto ni decorador el proyecto de renovación. Se encargó ella misma de los planos y de la ejecución.
“Tiene que ser el nido de amor más perfecto de cuantos hayan existido.” Después de fijarse el objetivo, inalcanzable, como de costumbre, consultó con el constructor y sus obreros todas las mañanas, mientras se realizaba la obra. Se derribaron los muros que separaban los cuatro pequeños dormitorios, para convertirlos en una sola alcoba, con ventanas francesas y persianas que se abrían hacia el jardín amurallado, desde donde se veía la alta pared de Monte Tabla y, más atrás, el gran acantilado gris.
Hizo construir baños separados para Blaine y para sí misma: el de él, terminado con mármol italiano de color crema, con vetas de rubí y grifería dorada; el de ella parecía una tienda beduina de seda rosada.
La cama era una pieza de museo del renacimiento italiano, con incrustaciones de marfil y laminada en oro.
—Aquí se puede jugar al polo fuera de temporada —comentó Blaine, al verla por primera vez.
Centaine puso allí una magnífica pintura de Turner, llena de sol y de mar dorado, para que se viera desde la cama. Colgó el Bonnard en el comedor y lo iluminó con una araña que parecía un árbol de Navidad invertido; en el aparador puso las mejores piezas de su cubertería Reina Ana y Luis XIV.
Dotó al chalé de cuatro criados permanentes, incluyendo un ayuda de cámara para Blaine y un jardinero con dedicación exclusiva. El cocinero era un malayo capaz de conjugar celestiales pilaffs, boboties y rystafels, los mejores que Blaine hubiera probado, con su paladar exigente y sus conocimientos sobre currys.
Una florista que tenía un puesto cerca del parlamento recibió un encargo de entregar diariamente enormes ramos de rosas amarillas en la vivienda. Centaine surtió la pequeña bodega con los vinos más nobles de Weltevreden; también instaló, a un precio enorme un frigorífico eléctrico para guardar jamones y quesos, frascos de caviar, salmón escocés ahumado y otras necesidades de la buena vida.
Sin embargo, pese a la amorosa atención que dedicaba a los detalles, Centaine se podía considerar afortunada si ambos pasaban allí una sola noche al mes, aunque existían las horas robadas, que ella atesoraba como si fuera una mendiga: un almuerzo en privado cuando el parlamento se suspendía un tiempo, o un interludio a medianoche, si la sesión había durado hasta tarde. De vez en cuando una tarde (y qué tardes), cuando Isabella creía que Blaine estaba entrenando a polo o en una reunión de gabinete.
Centaine giró cuidadosamente la cabeza en la almohada de encaje y miró a su compañero. La luz del amanecer entraba por entre las persianas, haciendo que las facciones de Blaine parecieran talladas en marfil. Centaine lo comparó con un César romano dormido, con aquella nariz imperial y aquella boca ancha y autoritaria.
“En todo menos en las orejas”, pensó. Y sofocó una risa. Era extraño, pero la presencia de Blaine aún podía hacerla comportarse como una adolescente. Se levantó con cuidado, para no molestarle moviendo el colchón, y fue hacia su baño, cogiendo la bata del sofá.
Sin pérdida de tiempo, se cepilló el pelo por partes y buscó rastros de gris. Aliviada por no hallarlos, se cepilló los dientes y se dio baños oculares hasta que el blanco de los ojos quedó limpio y centelleante. Luego se puso crema en la cara y retiró el sobrante; a Blaine le gustaba su piel libre de cosméticos. Mientras usaba el bidé, volvió a sonreír al recordar el burlón asombro de Blaine al ver por primera vez aquel artilugio.
—¡Qué maravilla! —había exclamado—. Un abrevadero en el cuarto baño. ¡Qué cosa tan útil!
A veces se ponía tan romántico que parecía casi francés. Riendo por adelantado, Centaine cogió una bata limpia del armario y corrió a la cocina. Los criados se hallaban en plena actividad, parloteando de entusiasmo, pues el amo estaba allí y todos adoraban a Blaine.
—¿Lo conseguiste, Hadji? —preguntó Centaine, empleando el título honorífico que se da a quienes han realizado el peregrinaje hasta la Meca.
El cocinero malayo sonrió como un gnomo amarillento bajo la borla de su fez rojo; orgulloso, exhibió un par de gruesos y jugosos arenques ahumados.
—Vinieron ayer en el buque correo, señora —se jactó.
—Eres mago, Hadji —aplaudió ella. Los arenques ahumados de Escocia eran el desayuno favorito de Blaine—. Y los vas a preparar como a él le gustan, ¿verdad?
Blaine los prefería hervidos en leche. Hadji puso cara de ofendido ante lo impropio de la pregunta y volvió a sus fogones.
Para Centaine, aquello era un maravilloso juego de simulaciones: jugaba a la esposa, fingiendo que Blaine le pertenecía de verdad. Por eso vigiló a Miriam, que molía los granos de café, y a Khalil, que terminaba de limpiar el traje gris de Blaine, antes de dar un lustre militar a sus zapatos; luego abandonó la cocina para volver al dormitorio en penumbras.
Casi sin aliento, caminó alrededor de la cama, estudiando las facciones del hombre dormido. A pesar del tiempo transcurrido, él seguía causándole el mismo efecto.
“Soy más fiel que ninguna esposa”, se jactó. “Más abnegada, más amante, más…”
El brazo de Blaine se movió con tanta velocidad que ella chilló de miedo al verse tendida en la cama y cubierta con la sábana.
—Estabas despierto —se quejó ella—. Oh, qué hombre tan horrible. No se puede confiar en ti.
En otras ocasiones, aún podían llevarse mutuamente a ese frenesí alocado, a esas retorcidas maratones sensuales que acababan en un estallido de luz y color, como el Turner de la pared. Pero, con más frecuencia, la relación era como esa mañana: una fortaleza de amor, sólido e inexpugnable. La abandonaron contra su voluntad separándose poco a poco, demorándose, mientras el día llenaba la habitación de oro y los platos de Hadji tintineaban en la terraza, detrás de las persianas.
Ella le alcanzó su bata, larga hasta los tobillos, de brocado chino de color azul, con forro carmesí, cinturón bordado de perlas y solapas de terciopelo. Centaine la había elegido por ser extravagante, muy distinta de las ropas sobrias que él usaba habitualmente.
—No me la pondría delante de ninguna otra persona —le había dicho él, observando con timidez su regalo de cumpleaños.
—Y si lo haces, cuida de que yo no me entere! —le advirtió ella. Pasada la primera impresión, a Blaine había acabado por gustarle usarla cuando estaba con ella.
Ambos salieron de la mano a la terraza; Hadji y Miriam, sonrientes y encantados, les prepararon los asientos con una reverencia. La mesa estaba bajo el sol de la mañana.
Centaine, tras una rápida pero férrea inspección, se aseguró de que todo estuviera perfecto: desde las rosas en el florero de Lalique hasta el níveo mantel, pasando por la jarra de plata sobredorada y cristal, llena de jugo de uvas recién exprimidas. Luego abrió el periódico y comenzó a leer en voz alta.
Siempre seguían el mismo orden: primero, los titulares; luego, los informes del parlamento; ella esperaba los comentarios y añadía sus propias ideas. Después pasaba a las páginas de finanzas y los informes de la bolsa, para terminar con los artículos sobre deporte, con especial énfasis en cualquier mención al polo.
—Oh, ya veo que ayer hablaste: “Una enérgica réplica del ministro sin cartera”, dicen.
Blaine sonrió, recogiendo un trozo de arenque ahumado.
—Más que enérgica, yo diría “fastidiada” —comentó.
—¿Qué es este asunto de las sociedades secretas?
—Un poco de lío sobre esas organizaciones militantes, que parecen inspiradas por el encantador Herr Hitler y su banda de matones políticos.
—¿Hay algo de cierto en eso? —Centaine tomó un sorbo de café. Aún no se había acostumbrado a deglutir esos desayunos ingleses—. Al parecer, las tratas con bastante ligereza. —Le miró con los ojos entornados—. Estabas disimulando, ¿verdad?
El le sonrió, culpable. Centaine lo conocía demasiado.
—No se te escapa nada.
—¿No me lo puedes contar?
—En realidad, no debería. —Blaine frunció el entrecejo, pero ella nunca había traicionado su confianza—. La verdad es que estamos muy preocupados —admitió—. Más aún. El Ou Baas considera que es la amenaza más grave desde la rebelión de 1914, cuando De Wet llamó a sus comandos para luchar por el Káiser. Todo eso e un embrollo político y, potencialmente, un campo minado. —Hizo una pausa; ella sabía que el tema no estaba agotado, pero aguardó en silencio a que él se decidiera a continuar—. Bueno, está bien. El Ou Baas me ha ordenado que encabece una comisión investigadora. A nivel de gabinete y muy confidencialmente, sobre la Ossewa Brandwag, que es la más extremista y floreciente de todas, peor aún que la Broederbond.
—¿Y por qué a ti, Blaine? Es algo feo, ¿verdad?
—Sí, es algo feo, y me escogió porque no soy afrikáner. El juez imparcial.
He oído hablar de la OB, por supuesto. Hace años que se habla de ella, pero nadie parece saber gran cosa.
—Son nacionalistas de extrema derecha, antisemitas, antinegros; culpan de todos los males de su mundo a la pérfida Albión; tienen juramentos de sangre y reuniones a medianoche. Es una especie de movimiento de boyscouts del Neanderthal, con Mi lucha como inspiración.
—Todavía no he leído ese libro. Todo el mundo habla de él. ¿Hay alguna traducción al inglés o al francés?
—Oficialmente publicada no, pero tengo una traducción de Relaciones Exteriores. Es una bolsa de pesadillas y obscenidades, un manual de prejuicios y agresión. Te enviaría mi ejemplar, pero como literatura es horrorosa y el contenido emocional te daría asco.
—Tal vez no sea un gran escritor —reconoció Centaine—. A pesar de todo, Blaine, Hitler ha puesto a Alemania de pie tras el desastre de la República de Weimar. Alemania es el único país del mundo que no tiene desempleo y cuya economía está en alza. Tengo acciones de Krupp y Farben, y casi han duplicado su cotización en los últimos nueve meses. —Se calló al ver la expresión de su compañero—. ¿Pasa algo, Blaine?
El había dejado los cubiertos para mirarla fijamente.
—¿Tienes acciones de la industria armamentista alemana? —preguntó, en voz baja.
Ella asintió.
—Es la mejor inversión que he hecho desde que abandonamos el patrón oro… —Paró de hablar; jamás habían vuelto a mencionar ese tema.
—Nunca te he pedido que hagas algo por mí ¿verdad? —preguntó él.
Ella estudió cuidadosamente la pregunta.
—No, nunca.
—Bueno, ahora voy a pedirte algo. Vende esas acciones del armamentismo alemán.
Ella puso cara de desconcierto.
—¿Por qué, Blaine?
—Porque es como invertir en la propagación del cáncer, como financiar las campañas de Genghis Khan.
Ella no respondió, pero su rostro quedó inexpresivo, con la mirada perdida; sus ojos se extraviaron como si sufriera de miopía. La primera vez, Blaine se había alarmado ante esa actitud; no tardó mucho en comprender que, cuando ella ponía los ojos de ese modo, estaba dedicada a la aritmética mental; le fascinaba su celeridad para los cálculos.
Los ojos de Centaine volvieron a centrarse. Ella sonrió en señal de acuerdo.
—A la cotización de ayer, tendré una utilidad de ciento veinte seis mil libras. De cualquier modo, era hora de vender. Telegrafiaré a mis agentes de Londres en cuanto abra el correo.
—Gracias, amor mío. —Blaine sacudió tristemente la cabeza—. Pero me gustaría que ganaras dinero de otro modo.
—Tal vez estés juzgando mal la situación, chéri —sugirió ella con tacto—. Quizá Hitler no sea tan malo como tú piensas.
—No hace falta que sea tan malo como yo pienso. Centaine Basta con que sea tan malo como él dice ser en Mein Kampf para ser digno de la cámara de los horrores.
Blaine tomó un bocado de arenque y cerró los ojos con éxtasis Ella lo observó con un placer casi equivalente. Blaine tragó el bocado, abrió los ojos y declaró cerrado el tema con un movimiento del tenedor.
—La mañana es demasiado bella para horrores —dijo sonriendo—. ¡Léeme la página de deportes, mujer!
Centaine hizo crujir portentosamente las páginas y se preparó para leer en voz alta, pero de pronto perdió el color y se tambaleó en el asiento.
Blaine dejó caer los cubiertos con un tintineo y se levantó de un salto para sostenerla.
—¿Qué pasa, querida?
Estaba alarmado y casi tan pálido como ella. Centaine le apartó las manos para clavar la vista en el periódico, que le temblaba entre las manos. Él se puso rápidamente a su espalda y observó la página por encima de su hombro. Había un artículo sobre la carrera de Kenilwo efectuada en el fin de semana anterior. El caballo de Centaine, un buen potro llamado Bonheur, había perdido la carrera principal por menos de una cabeza, pero eso no podía haber ocasionado tanta aflicción.
De pronto vio, al pie de la página, lo que ella estaba mirando. Era una fotografía de un boxeador, de chaleco y pantalones cortos, que se enfrentaba a la cámara en la postura formal: puños desnudos levantados y expresión ceñuda en sus agradables facciones. Centaine nunca había evidenciado el menor interés por el boxeo, y Blaine quedó intrigado. El titular del artículo decía:
FESTIVAL DE PUÑETAZOS.
CLIMA ELEGANTE PARA EL CAMPEONATO
INTERUNIVERSITARIO.
Aquello no despejó su desconcierto. Entonces echó un vistazo al pie de foto: “El León del Kalahari, Manfred De La Rey, aspirante al título de campeón universitario de peso medio.”
—Manfred De La Rey —Blaine pronunció el nombre con suavidad, tratando de recordar dónde lo había oído anteriormente. De pronto se aclaró su expresión y estrechó los hombros de Centaine—. ¡Manfred De La Rey! Es el muchacho que buscabas en Windhoek. ¿Es éste?
Centaine asintió bruscamente, sin mirarlo.
—¿Es algo tuyo, Centaine?
Ella estaba en medio de un torbellino emocional; de otro modo, su respuesta habría podido ser diferente. Pero le surgió antes de que pudiera morderse la lengua.
—Es mi hijo. Mi hijo bastardo.
Las manos de Blaine cayeron desde sus hombros. Ella le oyó aspirar bruscamente.
—¡Debo de estar loco!
“Hice mal en decírselo”, pensó ella, inmediatamente. “Blaine jamás comprenderá. No podrá perdonarme”.
No se atrevía a afrontar el impacto de la acusación. Bajó la cabeza y se cubrió los ojos con las manos.
“Lo he perdido”, pensó, o Blaine es demasiado recto, demasiado virtuoso para aceptar una cosa así.”
En ese momento, las manos de Blaine volvieron a tocarla; la levantaron del asiento y la volvieron suavemente hacia él.
—Te quiero —dijo Blaine.
Las lágrimas ahogaron a Centaine, que se arrojó hacia él y lo estrechó con todas sus fuerzas.
—Oh, Blaine, qué bueno eres.
—Si quieres hablarme de eso, aquí estoy, para ayudarte. Si prefieres no decir nada, lo entenderé. Recuerda sólo que no importa lo que haya pasado, lo que hayas hecho; eso no cambia mis sentimientos por ti.
—Quiero contártelo. —Ella contuvo sus lágrimas de alivio y levantó la mirada—. Nunca he querido ocultarte cosas. Hace años que deseaba decirte esto, pero soy cobarde.
—Eres muchas cosas, amor mío, pero cobarde, nunca. Blaine volvió a sentarla y acercó su propia silla, para sostenerle la mano mientras ella hablaba.
—Y ahora cuéntame todo.
—Es una historia muy larga, Blaine, y tú tienes reunión de gabinete a las nueve.
—Los asuntos de Estado pueden esperar. Tu felicidad es lo más importante del mundo.
Entonces ella le contó todo, desde el momento en que Lothar De La Rey la rescatara hasta el descubrimiento de la mina diamantífera y el nacimiento de Manfred en el desierto. No ocultó nada; habló de su amor por Lothar, el amor de una muchacha solitaria y perdida por el hombre que la había salvado. Explicó de qué modo se había convertido en odio, al descubrir que Lothar había asesinado a la vieja bosquimana, su madre adoptiva, y que ese odio se había canalizado hacia el hijo de Lothar que llevaba en el vientre. Reveló que se había negado a mirar al recién nacido, haciendo que al parir se lo llevara, aún mojado con las aguas del nacimiento.
—Fue una perversión —susurró—. Pero estaba confundida, asustada. Temía que la familia Courtney me rechazara si introducía un bastardo entre ellos. Oh, Blaine, lo he lamentado diez mil veces… y me he odiado tanto como odiaba a Lothar De La Rey.
—¿Quieres ir a Johannesburgo para verlo otra vez? —preguntó Blaine—. Podríamos volar para ver el campeonato.
La idea sobresaltó a Centaine.
—¿Podríamos? —repitió—. ¿Los dos, Blaine?
—No puedo dejar que vayas sola a algo que tanto te perturba. —Pero ¿puedes viajar? ¿Qué me dices de Isabella?
—Lo que tú necesitas es ahora mucho más importante —respondió él, con sencillez—. ¿Quieres ir?
—Oh, sí, Blaine. Oh, sí, por favor.
Centaine enjugó la última lágrima con la servilleta de encaje, él vio el cambio en su actitud. Siempre le había fascinado verla cambiar de humor como otras mujeres de sombrero. Ahora se mostraba seca, rápida y práctica.
—Shasa debe volver del suroeste hoy mismo. Llamaré a Abe para averiguar a qué hora despegaron. Si todo está bien, podemos ir mañana mismo a Johannesburgo. ¿A qué hora, Blaine?
—Tan temprano como quieras. Esta tarde despejaré mi escritorio y haré las paces con Ou Baas.
—A estas alturas del año el clima ha de ser bueno. Tal vez haya tormentas eléctricas en la planicie alta. —Centaine le cogió la muñeca para ver el reloj de pulsera—. Chéri, todavía puedes llegar a esa reunión de gabinete, si te apuras.
Le acompañó hasta la cochera para despedirlo, siempre jugando a la esposa abnegada, y le besó por la ventanilla abierta del Bentley.
—Te llamaré a la oficina en cuanto llegue Shasa —le murmuró al oído—. Si todavía estás reunido, le dejaré un mensaje a Doris.
Doris era la secretaria de Blaine, una de las pocas personas que conocía la relación entre ambos.
En cuanto él se marchó, Centaine corrió al dormitorio y cogió el teléfono. La línea a Windhoek estaba cargada de crujidos y silbidos. Se hubiera dicho que Abe Abrahams estaba en Alaska.
—Despegaron al rayar el día, hace casi cinco horas —le informó, débilmente—. David va con él, por supuesto.
—¿Qué viento tienen, Abe?
—Deberían tener viento de cola durante todo el trayecto. Yo le calcularía treinta o treinta y cinco kilómetros por hora.
—Gracias. Iré a esperarlos al aeropuerto.
—Eso podría ser algo molesto. —Abe parecía vacilar—. Cuando llegaron de la mina, ayer por la tarde, se comportaron con muchos secretos y deliberadas vaguedades. Esta mañana no me permitieron acompañarlos al aeropuerto. Creo que pueden estar en compañía… si me permites el eufemismo.
Centaine frunció el entrecejo por acto reflejo, aunque le costaba reprobar del todo los amoríos de Shasa. Siempre lo disculpaba con aquello de: “Es la sangre de Thiry. No puede evitarlo.” Experimentaba cierto orgullo indulgente por el fácil éxito de su hijo con el sexo opuesto, y cambió de tema.
—Gracias, Abe. He filmado los nuevos arriendos de Namaqualand, así que se puedes seguir adelante con el contrato.
Hablaron de negocios cinco minutos más, antes de que Centaine colgara. Hizo otras tres llamadas, todas de negocios. Por fin, telefoneó a su secretario, que estaba en Weltevreden, y le dictó cuatro cartas, además del telegrama al agente de Londres, ordenando: “Venda todas acciones Krupp y Farben”.
Después de colgar, hizo venir a Hadji y Miriam y les dio instrucciones para que se hicieran cargo del chalé en su ausencia. Por fin hizo un rápido cálculo. El Dragon Rapid, un bello bimotor azul y plata que Shasa le había hecho comprar, podía volar a doscientos kilómetros por hora: con viento de cola de treinta kilómetros por hora, los muchachos deberían de estar en Youngsfield antes del mediodía.
—Veremos si el gusto del señorito Shasa en cuestiones de mujeres ha mejorado en tiempos recientes.
Condujo su Daimler a poca velocidad, más allá del distrito seis, el vistoso barrio malayo en cuyas callejuelas resonaban los gritos del muecín que llamaba a rezar, las atronadoras bocinas de los pescadores que anunciaban su mercancía y los chillidos de los niños. Dejó atrás el hospital de Groote Schuur y la universidad contigua a la magnífica finca de Cecil Rhodes, su legado a la nación.
“Ha de ser la universidad mejor situada del mundo”, pensó. Los edificios de piedra, con sus columnatas, se erguían ante un fondo de pinos oscuros y contra el acantilado de la montaña; en los prados que les rodeaban pastaban pequeños rebaños de corzos y cebras. Al verla universidad volvió a pensar en Shasa. Acababa de terminar su año lectivo con un merecido notable.
—Siempre he recelado de los que salen primeros en todo —había comentado Blaine, al saber aquellos resultados—. Casi todos son demasiado inteligentes para aprovecharlo y para que lo aprovechen quienes los rodean. Prefiero a los mortales menos excelsos, a esos a quienes la excelencia les exige un esfuerzo considerable.
—Me acusas de malcriarlo —había apuntado ella, sonriente—, pero tú te pasas el rato disculpándolo.
—Ser hijo tuyo, amor mío, no es nada fácil para un muchacho.
—Vas a decirme que no soy buena con él —se enfureció ella.
—Eres muy buena con él. Tal como he sugerido, demasiado buena, tal vez. Es que no le dejas gran cosa. Eres tan triunfadora, tan dominante… Lo has hecho todo. ¿Qué puede hacer él para demostrar su propio valor?
—No soy dominadora, Blaine.
Dije dominante, Centaine, no dominadora. Son dos cosas diferentes. Te quiero porque tienes dominio, pero te despreciaría si fueras dominadora.
—No termino de entender ese idioma tuyo. Lo buscaré en mi diccionario.
—Pregúntale a Shasa. El único sobresaliente lo sacó en inglés —rió Blaine. Luego le rodeó los hombros con un abrazo—. Debes aflojar un poco las riendas, Centaine. Deja que cometa sus propios errores y disfrute de sus propios triunfos. Si quiere cazar, aunque a ti no te parezca bien matar animales que no vas a comer, recuerda que todos los Courtney han sido grandes adictos a la caza mayor. El viejo general Courtney mataba elefantes a cientos, y el padre de Shasa también cazaba. Deja que el muchacho pruebe. Eso y el polo son las únicas cosas que tú no has hecho antes que él. ¿Y volar? —le desafió ella.
—Perdón, también volar.
—Muy bien, dejaré que salga a asesinar animales. Pero dime, Blaine: ¿integrará el equipo de polo para las Olimpiadas? —Francamente, querida… no. ¡Pero si es bueno! ¡Tú mismo lo dijiste!
—Si —dijo Blaine—, es bueno. Tiene fuego y audacia, muy buena vista y un brazo maravilloso, pero le falta experiencia. Si lo eligieran, sería el más joven de los jugadores internacionales que se hayan enviado. Sin embargo, no creo que asista. Creo que el número dos debe ser Clive Ramsay.
Ella le miró fijamente, y Blaine le sostuvo la mirada sin expresión. Adivinaba sus pensamientos. Como capitán, él era uno de quienes efectuarían la selección nacional.
—David irá a Berlín —apuntó ella.
—David Abrahams es la versión humana de la gacela —observó Blaine, con aire razonable—. Tiene el cuarto tiempo mundial en los doscientos metros y el tercero en los cuatrocientos. Tu hijo Shasa va a competir contra diez de los mejores jinetes del mundo, por lo menos, por un sitio en la selección.
—Daría cualquier cosa porque Shasa fuera a Berlín.
—Te creo muy capaz —reconoció Blaine. Ella había construido un ala nueva para la facultad de ingeniería de Ciudad del Cabo, al decidirse, finalmente, que Shasa estudiara allí y no en Oxford. Si, ningún precio le parecía demasiado alto—. Te aseguro, amor mío, que me aseguraré de… —Blaine hizo una pausa, mientras ella se erguía, expectante—… que me retiraré cuando se discuta el nombre de Shasa para la selección.
Centaine, al recordar la conversación, exclamó en voz alta:
—¡Es un maldito virtuoso!
Y golpeó con el puño el volante del Daimler, llena de frustración. De pronto, la imagen de una cama con incrustaciones de oro y marfil la hizo sonreír con perversidad.
—Bueno, tal vez no se pueda decir, exactamente, que es virtuoso.
El aeropuerto estaba desierto. Ella estacionó el Daimler junto al hangar, donde Shasa no pudiera verlo desde el aire. Luego sacó la manta de viaje del portaequipaje y la tendió al pie de un árbol, en el borde de la amplia pista cubierta de césped.
Era un encantador día de verano, a pleno sol, con pocas nubes sobre la montaña y una brisa fuerte que agitaba los pinos, aplacando el calor.
Se instaló sobre la manta con Un mundo feliz, de Aldous Huxley, un libro que quería terminar de leer desde hacía una semana. De vez en cuando levantaba la vista para escrutar el cielo, en dirección al norte.