Hendrick despertó por culpa del histérico parloteo de los hombre sentados formando un círculo. Al abrirse paso hasta la atestada ventanilla, lo primero que vio fue una montaña, tan alta que bloqueaba el cielo hacia el norte. Era una montaña rara y maravillosa, que centelleaba con una perlada luz amarilla bajo el sol matinal; tenía la cima perfectamente plana y los costados inclinados simétricamente.

—Qué clase de montaña es ésa? —se extrañó Hendrick.

—Una montaña extraída de la panza de la tierra —le dijo Moses—. Es un terreno de mina, hermano: una elevación construida por el hombre con las rocas que excavan desde abajo.

Por dondequiera que Hendrick mirara, allí estaban aquellos relucientes escoriales de cumbre plana en la ondulante pradera, erguidos contra el cielo. Cerca de cada uno había altas jirafas de acero, esqueléticas y de cuello largo, con gigantescas ruedas a modo de cabeza que giraban interminablemente en el pálido firmamento.

—Torres de perforación —le dijo Moses—. Bajo cada una de esas cosas hay un agujero que llega hasta las entrañas del mundo, hasta las tripas de la roca que contiene el amarillo Goldi, por el que los blancos sudan, mienten y engañan… incluso matan con frecuencia.

El tren siguió su marcha, descubriendo maravilla tras maravilla: edificios tan altos que no los habrían creído posibles; carreteras que corrían como ríos de acero, con vehículos rugientes; altas chimeneas que colmaban el cielo de negras nubes de tormenta. Y multitudes tras multitudes, seres humanos más numerosos que los gamos al emigrar en el Kalahari; hombres negros, con cascos plateados y botas de goma hasta la rodilla, regimientos enteros de negros que marchaban hacia las altas torres de perforación o, al cambiar los turnos, se alejaban cansadamente de las perforaciones, salpicados de barro amarillo de pies a cabeza. Había hombres blancos en las calles y en las plataformas, y también mujeres blancas que lucían vestidos de alegres colores, con expresiones ausentes y desdeñosas. Y más gente en las ventanas de los edificios que se amontonaban, formando un muro contra la pared de ladrillo rojo, a la vera de los rieles. Era un todo demasiado vasto y confuso para que ellos lo asimilaran de una vez. Apretados contra las ventanillas, observaban boquiabiertos, entre exclamaciones.

—¡,Dónde están las mujeres? —preguntó Hendrick, de pronto. Moses sonrió.

—¿Qué mujeres, hermano?

—Las negras, las mujeres de nuestra tribu.

—Aquí no hay mujeres del tipo que tú conoces. Sólo están las Isi febi, que lo hacen por oro. Todo aquí se hace por oro.

Una vez más, se vieron apartados de las vías principales hacia un sitio cercado donde las barracas blancas se extendían en filas interminables. Sobre los portones, un letrero decía:

ASOCIACIÓN DE OBREROS NATIVOS DE WITWATERSRAND CENTRO DE INDUCCIÓN DE CENTRAL RAND

Desde los coches se les condujo a un largo cobertizo, donde un par de sonrientes auxiliares negros les indicaron que se desnudaran por completo. Las hileras de negros desnudos se adelantaron arrastrando los pies, bajo la mirada paternal de los auxiliares, que los trataban con jovial cordialidad.

—Algunos se han traído todo el ganado —reían—. Tienen cabras en el pelo y vacas en el vello púbico.

Hundieron grandes brochas en baldes llenos de ungüento y untaron con él la cabeza y las ingles de los reclutas.

—Frotad, frotad —indicaron—. Aquí no queremos piojos ni nada que pique.

Y los reclutas, aclimatándose al nuevo ambiente, rugían de risa al untarse mutuamente con aquella manteca pegajosa.

En el extremo del cobertizo se entregó a cada uno un pequeño jabón desinfectante.

—Vuestras madres pensarán que oléis como mimosas en flor, pero hasta las cabras se estremecen cuando pasáis contra el viento —rieron los auxiliares, empujándolos hacia las duchas de agua caliente.

Cuando salieron, bien restregados y aún desnudos, los médicos les estaban esperando. En esa oportunidad, el examen médico fue exhaustivo. Fueron auscultados y revisados en todos los orificios del cuerpo.

—¿Qué te pasó en la boca y en la cabeza? —preguntó un médico a Hendrick—. No, no me digas nada. Prefiero no saberlo. —Ya había visto heridas como ésas—. ¡Esas bestias que están a cargo de los trenes! Bueno, te mandaremos al dentista para que te arranque esas raíces. Es demasiado tarde para coserte la cabeza. ¡Te quedarán unas cicatrices encantadoras! Aparte de eso, estás estupendo. —Dio unas palmadas a los músculos de Hendrick, duros, negros y relucientes—. Te asignaremos trabajos subterráneos para que cobres el bono adicional.

Después se les proporcionó un mono gris y unas botas claveteadas. Luego recibieron una comida pantagruélica y sin límites en cuanto a cantidad.

—No es como yo esperaba —comentó Hendrick, llenándose la boca de guiso—. Hay buena comida, blancos que sonríen y nada de palizas. No se parece a lo del tren.

—Hermano, sólo un tonto castiga y alimenta mal a sus bueyes… y estos blancos no son tontos.

Uno de los otros ovambos llevó el plato vacío de Moses a la cocina para traerlo lleno. Ya no hacía falta que él diera órdenes para obtener esos pequeños servicios. Los hombres que le rodeaban se ocupaban de satisfacer sus deseos como si ése fuera su legítimo derecho. La muerte de Tshayela, el capataz blanco, ya había sido aderezada y convertida en leyenda por sus múltiples repeticiones; aquello realzaba la estatura y la autoridad de Moses Gama y su lugarteniente; todos pisaban con suavidad en torno a ellos e inclinaban la cabeza respetuosamente cuando Moses o Hendrick les dirigían la palabra.

Al amanecer del día siguiente, una vez levantados, les fue servido un abundante desayuno, compuesto por tortas de maíz y maus, leche agria muy espesa. Luego se les condujo a una larga aula con techo de hierro.

A Goldi vienen hombres de cuarenta tribus diferentes desde todos los rincones de la tierra, que hablan otros tantos idiomas distintos: desde el zulú al tswana, desde el herero al basuto. Y sólo uno entre mil sabe una palabra de inglés o afrikaans explicó Moses a su hermano, mientras los otros les abrían sitio, respetuosamente, en uno de los bancos—. Ahora nos enseñarán el lenguaje especial de Goldi, la lengua con la que se entienden todos aquí, blancos y negros.

Un venerable auxiliar zulú, cuya cabeza lucía una capa de brillantes motas plateadas, era el instructor de fanakalo, lengua franca de las minas auríferas. El nombre había sido tomado de su propio vocabulario y significaba, literalmente: “Así, asá”. Era la frase que los reclutas oirían con frecuencia en las semanas venideras: “¡Hazlo así! ¡Trabaja asá!” Sebenza fanakalo!

El instructor zulú, en el estrado, estaba rodeado por todos los utensilios del oficio de minero, dispuestos de tal modo que él pudiera tocarlos con el puntero. Los reclutas repetirían el nombre al unísono. Cascos y linternas, martillos y picos, aparejos de seguridad: a todos los conocerían íntimamente antes de trabajar en su primer turno.

Por el momento, el viejo zulú se tocó el pecho, diciendo:

—¡Mina! —Luego señaló a la clase, añadiendo—: ¡Wena!

Y Moses guió al coro:

—¡Yo!! ¡Vosotros!

—¡Cabeza! —dijo el instructor—. ¡Brazo! ¡Pierna! —tocándose el cuerpo.

Y los alumnos le imitaron con entusiasmo.

Pasaron toda la mañana trabajando con el idioma. Después de almorzar se les dividió en grupos de veinte. El que incluía a Moses y a Hendrick fue conducido a otro edificio con techo de hierro, similar al aula. Sólo difería en cuanto a su mobiliario. De pared a pared se sucedían largas mesas sobre caballetes. La persona que les dio la bienvenida era un blanco de peculiar pelo rojizo, bigote del mismo color intenso y ojos verdes. Vestía una bata blanca, larga, como las de los médicos; como ellos, se mostraba sonriente y cordial. Les indicó por señas que tomaran asiento y habló en inglés. Sólo Moses y Hendrick le comprendieron, aunque pusieron mucho cuidado en no delatarse, manteniendo una pantomima de perplejidad e ignorancia.

—Muy bien, amigos. Soy el doctor Marcus Archer, psicólogo. Vamos a hacerles un test de aptitud para ver qué trabajo conviene a cada uno.

El blanco les sonrió e hizo una señal con la cabeza al auxiliar, que tradujo:

—Hagan lo que les diga Bomvu, el colorado. Así les mediremos la estupidez.

La primera prueba era un ejercicio de construcción con bloques, que Marcus Archer había ideado personalmente, a fin de medir la destreza manual básica y la percepción de la forma mecánica. Los bloques de madera, multicolores y de formas diversas, debían ser dispuestos dentro de un marco situado ante cada sujeto, como si se tratara de un rompecabezas elemental; el tiempo acordado para su realización era de seis minutos. El auxiliar explicó el procedimiento e hizo una demostración. Cuando los reclutas estuvieron sentados, Marcus Archer ordenó:

¡Eriza! ¡Hacedlo!

Y puso en marcha su cronómetro.

Moses completó su acertijo en un minuto y seis segundos. Según los minuciosos registros del doctor Archer, hasta esa fecha habían efectuado ese test ciento dieciséis mil ochocientos dieciséis sujetos. Ninguno de ellos lo había terminado en menos de dos minutos y medio. Abandonó el estrado para acercarse a Moses y verificar su prueba. La solución era correcta. Con una señal afirmativa, estudió con aire caviloso las facciones inexpresivas de Moses.

Naturalmente, Moses le había llamado la atención de inmediato. Nunca en su vida había visto a un hombre tan hermoso, blanco o negro, y las preferencias del doctor Archer se inclinaban poderosamente hacia la piel negra. Era uno de los motivos principales que le habían llevado a África cinco años antes, pues el doctor Marcus Archer era homosexual.

Había llegado al tercer año de su carrera universitaria antes de admitir eso ante sí mismo. El hombre que le enseñó aquellos agridulces placeres fue el mismo que estimuló su intelecto con las extrañas y novedosas doctrinas de Karl Marx, más los subsiguientes refinamientos introducidos por Vladimir Ilich Lenin. Su amante lo afilió secretamente al Partido Comunista Británico y, una vez graduado, le presentó a los camaradas de Bloomsbury. Sin embargo, el joven Marcus nunca se había sentido completamente a gusto en el Londres intelectual; le faltaban la lengua afilada, el ingenio agrio y rápido, la crueldad felina que eran necesarios allí. Después de un amorío breve y muy poco satisfactorio con Lytton Strachey, se le aplicó el famoso “tratamiento” de Lytton y fue marginado por el grupo.

Entonces se retiró a los páramos de la Universidad de Manchester, para dedicarse a la nueva ciencia de la psicología industrial. En Manchester inició una larga y feliz relación amorosa con un jamaicano que tocaba el trombón; sus vinculaciones con el partido se descuidaron. Sin embargo, le faltaba descubrir que el partido jamás olvida a sus elegidos. A la edad de treinta y un años, ya con cierta reputación profesional, pero deprimido y al borde del suicidio por el agrio fin de sus amores con el jamaicano, vio acercarse uno de los tentáculos del grupo político, que lo acogió entre sus pliegues.

Le dijeron que había una oportunidad dentro de su campo profesional en las minas de Sudáfrica. Por entonces, sus preferencias por la piel negra se habían convertido en adicción. El Partido Comunista Sudafricano, aún en pañales, necesitaba impulso; si deseaba ese puesto, podía contar con él. Se le dio a entender que podía elegir libremente, pero nunca hubo dudas en cuanto al resultado. En el curso de un mes zarpó rumbo a Ciudad del Cabo.

En los cinco años siguientes efectuó un importante trabajo de pionero en la Cámara de Minería, recibiendo así el reconocimiento público y una profunda satisfacción. Aunque sus vinculaciones con el partido habían sido cuidadosamente disimuladas, el trabajo encubierto que realizaba en ese aspecto era aún más importante. Su entrega a los ideales del marxismo cobró potencia con los años, al comprobar por sí mismo lo inhumano de la discriminación racial y clasista, el terrible abismo que separaba al proletariado negro, pobre y desposeído, de las enormes riquezas y los privilegios que tenía la burguesía blanca. Había descubierto que, en aquella tierra bella y fértil, todos los males de la condición humana prosperaban como en un invernadero desmesurado hasta convertirse casi en caricatura del mal.

Marcus Archer contempló a ese noble joven, cuya cara parecía la de un dios egipcio, con la piel del color de la miel quemada, y se sintió lleno de anhelos.

—Hablas inglés, ¿verdad? —preguntó.

Moses asintió con la cabeza.

—Sí, lo hablo —dijo, con suavidad.

Marcus Archer tuvo que girar en redondo y volver a su estrado. Le era imposible disimular su pasión. Con dedos temblorosos, cogió una tiza y escribió en la pizarra, concediéndose una pausa para dominar sus emociones.

Los exámenes continuaron el resto de la tarde; gradualmente se iba clasificando a los sujetos según diversos grados y niveles, basándose en los resultados. Al terminar, sólo uno había obtenido el grado superior. Moses Gama había completado las pruebas más difíciles con el mismo aplomo que al terminar la primera, y el doctor Archer comprendió que acababa de descubrir a un prodigio. A las cinco en punto terminó la sesión. Los hombres se retiraron dando las gracias, pues la última hora había fatigado hasta a los más inteligentes. Sólo Moses permanecía impertérrito. Cuando pasó junto al escritorio, el doctor Archer dijo:

—¡Gama! —Había sacado el nombre del registro—. Quisiera que probaras una tarea más.

Y condujo a Moses a lo largo de la galería hasta su despacho, que estaba en un extremo.

—¿Sabes leer y escribir. Gama?

—Sí, doctor.

—Tengo la teoría de que se puede estudiar la letra de una persona para conocer su personalidad —explicó Archer—. Me gustaría que me escribieras algo.

En la tarjeta que entregó a Moses estaba impreso un poema infantil. Moses mojó la pluma y el psicólogo se inclinó un poco más para observarlo. Su escritura era grande y fluida; los caracteres formaban ángulos agudos; la inclinación era decidida y progresiva. Todo indicaba la presencia de una determinación mental y una implacable energía.

Mientras estudiaba la escritura, Archer apoyó una mano, como por casualidad, en el muslo de Moses, percibiendo intensamente los duros músculos bajo la piel aterciopelada. La pluma soltó unas gotas de tinta con el sobresalto del individuo, pero su mano siguió escribiendo con firmeza. Al terminar, dejó el lápiz con cuidado y, por primera vez, miró a Marcus Archer directamente a sus ojos verdes.

—Gama —dijo el psicólogo, con voz estremecida, mientras sus dedos se ponían tensos—, eres demasiado inteligente para malgastar el tiempo picando piedras.

Hizo una pausa y subió lentamente la mano por la pierna de Moses.

El ovambo le miró a los ojos sin vacilar. Su expresión no se alteró, pero dejó que sus muslos se abrieran lentamente. El corazón de Archer palpitaba locamente contra las costillas.

—Quiero que seas mi asistente personal, Gama —susurró.

Moses estudió la magnitud del ofrecimiento. Tendría acceso a los registros de todos los trabajadores empleados por la industria aurífera; tendría protección y privilegios, más el derecho de circular por donde otros negros tenían la entrada prohibida. Las ventajas eran tan numerosas que no se consideró capaz de abarcarlas en un solo instante. Por el hombre que le hacía la propuesta no sentía casi nada, ni asco ni deseo, pero no tendría reparos en pagar el precio exigido. Si el blanco deseaba que le trataran como a mujer, Moses estaba dispuesto a prestarle ese servicio.

—Si, doctor —dijo—; me gustaría trabajar para usted.

La última noche que pasaron en las barracas del centro de inducción, Moses llamó a sus lugartenientes, que se arracimaron en torno a su camastro.

—Muy pronto iréis desde aquí al Goldi. No todos estaréis juntos, pues hay muchas minas a lo largo de la cordillera. Algunos bajarán al interior de la tierra; otros trabajarán en la superficie, en los molinos y las plantas de reducción. Estaremos separados un tiempo, pero no olvidéis que somos hermanos. Yo, el hermano mayor, no os olvidaré. Tengo trabajo importante para asignaros. Os buscaré, dondequiera que estéis, y vosotros debéis estar listos para responder a mi llamada.

Eh, fe! —gruñeron todos, en señal de acuerdo y obediencia. Somos tus hermanos menores. Estaremos atentos a tu voz.

—Tenéis que saber que estaréis siempre bajo mi protección; cualquier acción que se realice contra uno de vosotros será vengada. Ya habéis visto qué les sucede a quienes ofenden a nuestra hermandad.

—Lo hemos visto —murmuraron—. Lo hemos visto… y es la muerte.

—Es la muerte —confirmó Moses—. También es la muerte para cualquiera de la hermandad que nos traicione. Es la muerte para todos los traidores.

—Muerte a todos los traidores. —Se balancearon al unísono, cayendo, una vez más, bajo el hechizo hipnótico que Moses Gama tejía en torno a ellos.

—He escogido un tótem para nuestra hermandad —prosiguió el jefe—. He elegido como tótem al búfalo, porque es negro y poderoso, porque todos los hombres lo temen. Nosotros somos los Búfalos.

—Somos los Búfalos. —Repetían orgullosos ante esa distinción—. Somos los Búfalos negros, y todos los hombres aprenderán a temernos.

—Estas son las señales secretas por las que reconoceremos a los nuestros. —Hizo la señal, y después, individualmente, les estrechó la mano derecha a la manera del hombre blanco, pero de un modo diferente, con doble presión y un giro del dedo corazón—. Así reconoceréis a vuestros hermanos cuando acudan a vosotros.

Se saludaron mutuamente en las barracas oscuras; cada uno de ellos estrechó la mano de todos los demás, a la usanza nueva; fue como una iniciación.

—Pronto sabréis de mí. Hasta que os llame, deberéis hacer lo que el blanco os pida. Debéis trabajar mucho y aprender. Debéis estar dispuestos a responder cuando llegue la convocatoria.

Moses les envió a sus respectivas literas y permaneció a solas con Hendrick, conversando con él en voz baja.

—Has perdido las piedras blancas —le dijo—. A estas horas, los pájaros y los animales pequeños habrán devorado el pan de mijo. Las piedras estarán diseminadas y perdidas; el polvo las cubrirá, la hierba crecerá sobre ellas. Han desaparecido, hermano.

—Sí, han desaparecido —se lamentó Hendrick—. Después de tanta sangre, de tanta lucha, de las privaciones que sufrimos, están diseminadas como semillas en el viento.

—Estaban malditas —le consoló Moses—. Desde que las vi supe que sólo acarrearían desastres y muerte. Son juguetes del hombre blanco. ¿Que habrías hecho con riquezas de blanco? Al tratar de gastarlas, al intentar comprar cosas de blanco, de inmediato habrías Llamado la atención de la policía. Y habrías terminado en la celda o en el extremo de una cuerda.

Hendrick guardó silencio estudiando la verdad de esas palabras. ¿Qué habría podido comprar con las piedras? Los negros no podían poseer tierras. Con más de cien cabezas de ganado, habría despertado la envidia del jefe local. Ya tenía todas las esposas que podía desear… y más aún. Los negros no conducían automóviles. Los negros no llamaban la atención sobre sí mismos de modo alguno cuando eran prudentes.

—No, hermano —le dijo Moses—. No eran para ti. Gracias a los espíritus de tus antepasados, te fueron arrebatadas para devolverlas a la tierra, a donde pertenecen.

Hendrick gruñó.

—Aun así, me habría gustado tener ese tesoro, verlo en mis manos, aunque fuera en secreto.

—Hay otros tesoros aún más importantes que los diamantes y el oro del blanco, hermano.

—¿Qué tesoros son ésos? —preguntó Hendrick.

—Sígueme, que yo te guiaré a ellos.

—Pero dime cuáles son —insistió el mayor.

—Lo descubrirás a su debido tiempo. —Moses sonrió—. Pero ahora debemos hablar de cosas más importantes; los tesoros vendrán después. Préstame atención. Bomvu, el pequeño doctor al que le gusta ser tratado como a mujer, te ha asignado al Goldi llamado Central Rand Consolidated. Es una de las minas más ricas, con muchos pozos profundos. Irás bajo tierra, y te conviene hacerte famoso allá. He convencido a Bomvu para que envíe contigo a diez de nuestros mejores Búfalos. Ellos serán tu impi, tus guerreros escogidos. Debes comenzar con ellos, que construirán la base del trabajo, reuniendo junto a ti a los fuertes, los rápidos, los temerarios.

—¿Qué haré con esos hombres?

—Mantenerlos dispuestos. Pronto tendrás noticias mías. —¿Y los otros Búfalos?

—Por sugerencia mía, Bomvu los ha enviado, en grupos de diez, a cada una de las otras Goldi que hay a lo largo de la cordillera. Habrá pequeños grupos de hombres nuestros por doquier, e irán en aumento. Pronto seremos un gran rebaño de Búfalos negros, que ni siquiera el más salvaje de los leones se atreverá a desafiar.

El descenso inicial de Swart Hendrick al interior de la tierra fue la primera oportunidad, en su vida, en que se sintió aterrorizado hasta perder el sentido, incapaz de hablar ni de pensar, tan espantado que ni siquiera pudo gritar o resistirse.

El pánico se inició cuando se vio en la larga fila de mineros negros, cada uno de los cuales usaba botas de goma negra y mono gris, más un casco plateado en la cabeza, con un reflector incluido. Hendrick avanzó por la rampa entre la muchedumbre apretujada, de uno al otro lado de la aglomeración; como el ganado al entrar en el matadero, se detenían y volvían a avanzar. De pronto se encontró en la vanguardia de la hilera, frente al portón de malla de acero que cerraba la entrada al pozo de la mina.

Más allá del portón se veían los cables de acero que colgaban en el interior del pozo, como serpientes pitones con escamas brillantes; por encima de su cabeza se erguía el esqueleto de acero del castillete. Al levantar la vista vio las enormes ruedas recortadas contra el cielo a treinta metros de altura, que giraban, se detenían e invertían su marcha.

De pronto se abrieron los portones de malla y él se vio arrastrado, junto con otros cuerpos negros, hacia la jaula que había detrás. Entraron setenta, hombro con hombro. Las puertas se cerraron; el suelo cayó bajo sus pies y se detuvo de inmediato. Al oír ruido de pasos sobre su cabeza, volvió a levantar la vista, comprendiendo que la caja era doble; en el compartimento superior se amontonaban otros setenta hombres.

Una vez más oyó el estruendo de los portones metálicos al cerrarse y el telégrafo le sobresaltó: cuatro timbres largos, la señal de descenso. Y la caja cayó nuevamente, pero esta vez con una aceleración tan violenta que su cuerpo pareció liberarse; sus pies apenas se apoyaban en las placas de acero que formaban la superficie y el vientre se apretó a sus costillas. Aquello desató su terror.

En la oscuridad, la caja descendió como un cohete, retumbando y traqueteando como un tren expreso por un túnel. El pavor iba en aumento, minuto a minuto, en una eternidad. Hendrick se sintió sofocado, abrumado por la idea del enorme peso de roca que tenía encima; sus oídos se henchían ante la presión. Uno, dos, tres kilómetros, directamente hacia el interior de la tierra.

La caja se detuvo tan abruptamente que las rodillas de Hendrick cedieron. Sintió que la carne de la cara tiraba hacia abajo desde los huesos del cráneo, estirándose como si fuera goma. Los portones se abrieron con estruendo y se vio arrojado al exterior, a la galería principal. Era una caverna con paredes de roca mojada, centelleante, atestada de hombres; los había a cientos, como ratas en una cloaca, y marchaban en torrentes hacia los interminables túneles que perforaban las entrañas del mundo.

Por todas partes había agua, que brillaba ante el resplandor sin relieves de la luz eléctrica, corriendo en canales a cada lado de la galería; hacía ruido bajo los pies, y tamborileaba en sitios ocultos o goteaba desde la roca mellada del techo. El aire mismo estaba denso de agua, húmedo, caliente y claustrofóbico, hasta el punto que tenía una textura gelatinosa; parecía colmarle los tímpanos, ensordeciéndole, y se filtraba espesamente en el interior de sus pulmones, como si fuera melaza. El terror de Hendrick duró tanto como aquella larga marcha por la galería, hasta que llegaron a los tajos de arranque. Allí se dividieron en equipos separados y desaparecieron en las sombras.

Los tajos de arranque eran las vastas cámaras abiertas de donde se había extraído ya la mena aurífera; el muro estaba sostenido por columnas de madera; el suelo, abajo, tenía la forma de una rampa que seguía la dirección de la veta.

Los hombres de su equipo avanzaban pesadamente, guiando a Hendrick hasta su puesto. Allí, bajo una lámpara eléctrica descubierta, esperaron al capataz blanco del sector: un corpulento afrikáner, escoltado por sus dos ayudantes negros.

El puesto era una cámara de tres lados, abierta en la roca, con el número sobre la entrada. Había un banco largo contra la pared posterior y una letrina, cuyos baldes abiertos se ocultaban tras trozos de tela alquitranada.

El equipo tomó asiento en el banco, mientras los ayudantes pasaban lista; por fin, el jefe preguntó, en fanakalo:

—¿Dónde está el nuevo martillo?

Hendrick se puso de pie. Cronje, el jefe de la sección, se acercó hasta detenerse frente a él. Sus ojos estaban al mismo nivel, pues ambos eran corpulentos. El jefe tenía la nariz torcida, como si se la hubieran quebrado largo tiempo atrás en una pelea olvidada. Examinó a Hendrick con atención; cuando notó los dientes rotos y las cicatrices de su cabeza, evidenció un respeto con desgana, como para probarlo. Los dos eran fuertes y duros: lo dos reconocieron mutuamente esas características. Fuera, a la luz del sol y en el dulce aire fresco, serían un blanco y un negro. Allá abajo, dentro de la tierra, eran, simplemente, dos hombres.

—¿Sabes manejar el martillo? —preguntó Cronje, en fanakalo.

—Sí sé —replicó Hendrick, en afrikaans.

Le habían hecho practicar con la herramienta durante dos semanas en los pozos de adiestramiento de la superficie. Cronje parpadeó y le agradeció con una sonrisa el uso de su propio idioma.

—Dirijo el mejor equipo de romperrocas dentro de la CRC —dijo, siempre sonriente—. Tú aprenderás a romper la roca, amigo mío, o yo te romperé la cabeza y el culo, ¿me entiendes?

—Entiendo.

Hendrick también sonrió. Cronje alzó la voz para llamar:

—¡Todos los taladradores, aquí!

Se levantaron del banco. Eran cinco, todos tan forzudos como Hendrick. Hacía falta una fuerza física tremenda para manejar los taladros. Ellos eran la elite de los equipos; ganaban casi el doble y recibían bonificación por espacio perforado; además, obtenían un inmenso respeto entre los otros hombres.

Cronje anotó los nombres en la pizarra instalada bajo la lamparilla eléctrica: Henry Tabaka estaba al pie de la lista; el número uno era Zama, el corpulento zulú. Cuando Zama se quitó la chaqueta y la arrojó a su segundo, sus grandes músculos negros se abultaron, relucientes bajo la luz eléctrica.

—¡Ja! —exclamó, mirando a Hendrick—. Conque ha venido un pequeño chacal ovambo chillando desde el desierto.

Los otros hombres rieron, obsequiosos. Zama era el príncipe entre los que trabajaban con el taladro de la sección; todos reían cuando él hacía un chiste.

—Yo creía que el mandril zulú sólo se rascaba las pulgas en las cimas del Drakensberg para hacer oír su voz a lo lejos —replicó Hendrick, tranquilamente.

Por un momento se produjo un silencio estremecedor; luego, una risa breve e incrédula.

A ver, vosotros dos, charlatanes —intervino Cronje—: a romper un poco de roca.

Los llevó hacia arriba, hasta la faz rocosa donde la veta de oro se veía como una banda gris, horizontal, en el muro mellado; algo opaco, nada llamativo, sin la más leve chispa preciosa. El oro estaba encerrado allí.

El techo era bajo; había que doblarse en dos para alcanzar la veta: pero el espacio era amplio; se extendía por cientos de metros en la oscuridad, a cada lado. Otros equipos estaban trabajando allí, y sus voces repercutían, despertando ecos, mientras las linternas arrojaban sombras extrañas.

—¡Tabaka! —chilló Cronje—. ¡Aquí!

Había marcado con pintura blanca los sitios a perforar, indicando la inclinación y profundidad de cada agujero.

La voladura era una explosión precisa y calculada, con cargas de gelignita. Los agujeros exteriores serían cargados con explosivos medidos para formar las paredes superior e inferior de la perforación que abrirían primero, y las explosiones interiores se activarían un segundo después. Eran los cortes que desprenderían de la faz rocosa la mena aurífera.

—¡Maya! —gritó Cronje. “¡Dale!” Y tardó un segundo en observar a Hendrick, que se inclinaba hacia el taladro.

Era una herramienta fea, con forma de ametralladora pesada, provista de largas mangueras neumáticas que se conectaban con el sistema de aire comprimido, instalado en la galena principal. Sin pérdida de tiempo, Hendrick fijó la barrena de seis metros a la boca del taladro. Con la ayuda de su segundo, arrastró la herramienta hasta la faz rocosa. Hizo falta toda la fuerza de Hendrick y de su ayudante para levantarla y apoyar la punta de la barrena en la marca de pintura blanca y así efectuar la primera incisión. Hendrick se instaló tras la herramienta, apoyando todo el peso en el hombro derecho, y su segundo dio un paso atrás. El ovambo abrió la válvula.

El estruendo era ensordecedor; era una implosión sónica que golpeaba los tímpanos con una presión de doscientos cincuenta kilos por centímetro cuadrado, entraba rugiendo en el martinete y lanzaba contra la roca la larga barrena de acero.

Todo el cuerpo de Hendrick se estremecía y temblaba al impulso de la herramienta contra el hombro, pero aun así apoyó contra ella su peso. La cabeza le saltaba sobre la gruesa columna del cuerpo, con tanta velocidad que hacía borrosa su visión; sin embargo, con los ojos entornados, apuntó la barrena en el ángulo exacto indicado por el jefe de sección. El agua se filtraba por el acero ahuecado, saliendo por el agujero en una niebla amarilla, que salpicaba la cara de Hendrick.

El sudor brotó de su negra piel, corriéndole por la cara como si estuviera bajo una lluvia torrencial, mezclado con el lodo que se deslizaba por su espalda desnuda y salpicaba en forma de rocío con el impulso de los golpes que la herramienta daba contra su hombro.

A los pocos minutos le ardía toda la superficie del cuerpo. Era la afección de Los taladradores, causada por el roce de la piel, sacudida mil veces por minuto por el movimiento del taladro. Con cada minuto el tormento se intensificaba. Aunque trató de evadirse mentalmente, era como si le estuvieran pasando un soplete por el cuerpo.

La larga barrena de acero se hundió lentamente en la roca, hasta Llegar a la marca de profundidad que se había pintado en ella. Hendrick cerró la válvula. No hubo silencio, puesto que, aunque su capacidad auditiva estaba entorpecida, como si tuviera los oídos llenos de algodón, aún percibía los ecos del ruido contra el interior del cráneo.

Su segundo se adelantó a la carrera, tomó la barrena y le ayudó a retirarla del primer agujero para colocar la punta en la segunda marca de pintura. Una vez más, Hendrick abrió la válvula; el estruendo y el tormento recomenzaron. Sin embargo, el ardor de su cuerpo se fue calmando gradualmente, borrado por el entumecimiento. Hendrick se sentía descarnado, como si le hubieran inyectado cocaína bajo la piel.

Así permaneció ante la roca durante todo ese turno; seis horas, sin alivio ni descanso. Cuando todo acabó y se retiraron de allí, salpicados y cubiertos de barro amarillo de la cabeza a los pies, agotados hasta carecer de dolor y sensaciones, hasta Zama, el enorme zulú, se tambaleaba y tenía los ojos opacos.

En el puesto, Cronje anotó el total de trabajo completado ante cada uno de los nombres escritos en la pizarra. Zama había perforado dieciséis esquemas; Hendrick, doce; el siguiente, diez.

Ha u! —murmuró Zama, mientras subían a la superficie en la caja atestada—. En su primer turno, el chacal se convierte en segundo taladrador.

Y Hendrick encontró apenas la fuerza suficiente para responder:

—Y en el segundo turno, el chacal será primer taladrador.

Pero jamás fue así. Ni una sola vez pudo perforar más que el zulú. Sin embargo, al terminar el primer mes, estando Hendrick en la cervecería de la empresa, con los otros ovambos del tótem del Búfalo, el zulú se acercó a su mesa llevando dos jarras de dos litros, colmadas de cremosa y efervescente cerveza de mijo que se vendía a los obreros. Era espesa como papilla, igualmente nutritiva y muy poco alcohólica.

Zama puso una jarra frente a Hendrick y dijo:

—Este mes rompimos bastante roca, tú y yo, ¿eh, chacal?

—Y el mes próximo romperemos mucha más, ¿eh, mandril?

Ambos, rugiendo de risa, levantaron las jarras al mismo tiempo y bebieron hasta vaciarlas.

Zama fue el primer zulú iniciado en la hermandad de los Búfalos. No era tan natural como parecía, pues las barreras tribales, al igual que las cordilleras, resultaban difíciles de franquear.

Pasaron tres meses antes de que Hendrick viera otra vez a su hermano; por entonces, ya había extendido su influencia a todos los mineros negros de la CRC, con Zama como lugarteniente. Los Búfalos comprendían ahora a hombres de muchas tribus diferentes: zulúes, shangaans y matabeles. El único requisito era que los nuevos iniciados fueran hombres duros y de confianza, pues debían ejercer alguna influencia al menos sobre una parte de los ocho mil mineros negros; también se requería que los administradores les hubieran asignado puestos de autoridad dentro de la empresa: empleos de oficina, ayudantes de capataz o policías internos.

Algunos de los hombres abordados se resistieron a las propuestas de la hermandad. Uno de ellos, un ayudante de capataz zulú, con treinta años de antigüedad y un mal entendido sentimiento de deber hacia su tribu y hacia la empresa, cayó en una de las tolvas, en el sexagésimo nivel de la galería principal, después de haberse negado cierto día. Su cuerpo fue convertido en una pasta fangosa por las toneladas de roca que cayeron sobre él. Al parecer, nadie había presenciado el accidente.

Uno de los indunas de la policía privada, que también se resistió a las proposiciones de la hermandad, fue encontrado en su caseta de guardia, ante los portones principales de la propiedad, muerto a puñaladas. Un tercero murió quemado en las cocinas; tres Búfalos presenciaron ese infortunado accidente. A partir de entonces no hubo más rechazos.

Cuando llegó, por fin, el mensajero enviado por Moses, identificándose con la señal secreta y la forma de estrechar la mano, traía la convocatoria a una reunión. Hendrick pudo abandonar los terrenos de la mina sin que nadie le detuviera.

Por decreto del gobierno, los mineros negros estaban estrictamente confinados a los terrenos alambrados. En opinión de la Cámara de Minas y los grandes de Johannesburgo, dejar que miles de negros sueltos vagaran por los campos auríferos a voluntad era una invitación al desastre. Habían pasado ya por la saludable lección de los chinos. En 1904, casi cincuenta mil coolies chinos habían llegado a Sudáfrica, para compensar la gran escasez de mano de obra no cualificada en las minas de oro. Sin embargo, los chinos eran demasiado inteligentes e inquietos para dejarse confinar en los terrenos de la compañía y restringirse al trabajo bruto; además, sus sociedades secretas estaban muy bien organizadas. El resultado fue una ola de ilegalidad y terror que invadió las minas de oro: violaciones y asaltos, drogas y apuestas. En 1908, con grandes gastos, todos los chinos fueron reagrupados y enviados nuevamente a su patria. El gobierno estaba decidido a evitar la repetición de ese azote; por eso imponía estrictamente el cercado de los terrenos.

No obstante, Hendrick atravesó los portones de la CRC como si fuera invisible. Cruzó la planicie abierta a la luz de las estrellas, hasta encontrar el sendero cubierto de hierbas que debía seguir hasta la vieja mina abandonada. Allí había un Ford sedan negro, estacionado tras el cobertizo de hierro corrugado, ya herrumbroso y desierto. Al acercarse Hendrick cautelosamente, los faros se encendieron, iluminándole. El quedó petrificado.

Por fin se apagaron las luces y la voz de Moses llamó, desde la oscuridad:

—Te veo, hermano.

Se abrazaron impulsivamente, mientras Hendrick reía.

—¡Ja! Así que ahora vas en coche, como los blancos.

—El coche es de Bomvu.

Moses lo condujo hasta él y el mayor se dejó caer contra el respaldo de cuero, con un suspiro de alivio.

—Esto es mucho mejor que caminar.

—Y ahora dime, Hendrick, hermano; ¿qué ha pasado en CRC?

Moses escuchó sin decir nada hasta que el otro hubo terminado su largo informe. Luego hizo una señal afirmativa.

—Has comprendido mis deseos. Es exactamente lo que yo deseaba. La hermandad debe incluir a gente de todas las tribus, no sólo ovambos. Tenemos que llegar a todos los grupos, a todas las propiedades, a todos los rincones de las minas.

No es la primera vez que lo dices —gruñó Hendrick—, pero nunca me explicaste por qué. Yo confío en ti, pero los hombres que he reunido, el impi que me hiciste formar, se dirigen a mí con una sola pregunta: “¿Por qué? ¿Qué vamos a ganar con esto? ¿Qué nos ofrece la hermandad?”

—Y tú, ¿qué les respondes, hermano?

—Les digo que deben tener paciencia. —Hendrick frunció el entrecejo—. No sé la respuesta, pero pongo cara de sabio. Y si me fastidian, como los niños… pues les castigo como a niños. —Moses rió, encantado, pero Hendrick sacudió la cabeza.

—No te rías. No puedo seguir castigándolos por mucho más tiempo.

El otro le dio una palmadita en el hombro.

—Tampoco hará falta. Pero ahora dime, Hendrick: ¿qué es lo que más echas de menos, desde que trabajas en la CRC? —La sensación de tener una mujer abajo.

—Eso lo tendrás antes de que acabe la noche. ¿Y qué más, hermano?

—El fuego del buen licor en la panza, no esa agua sucia que vende la cervecería de la empresa.

—Hermano —replicó Moses, muy serio—, acabas de responder a tu propia pregunta. Esas son las cosas que tus hombres conseguirán por medio de la hermandad. Son las sobras que arrojaremos a nuestros perros de caza: mujeres, licor y dinero, por supuesto. Pero para quienes formemos la cabeza de los Búfalos habrá más, mucho más.

Y puso en marcha el motor del Ford.

Los yacimientos auríferos de la Witwatersrand forman un extenso arco, de cien kilómetros de longitud. Las propiedades más antiguas, tales como East Daggafontein, están en el sector oriental del arco, donde los yacimientos estaban, originariamente, a la vista; las propiedades más nuevas se encuentran al oeste, donde las vetas se hunden hasta grandes profundidades; pero esas minas profundas, como la Blyvooruitzicht, son enormemente ricas. Todas se yuxtaponen a lo largo de esa fabulosa medialuna, rodeadas por el desarrollo urbano que el oro atrae y fomenta.

Moses condujo el Ford negro hacia el sur, alejándose de las minas y de las edificaciones hechas por los blancos. La carretera que seguían no tardó en convertirse en un camino estrecho, con profundas huellas y charcos dejados por la última tormenta. Perdía el rumbo y comenzaba a describir giros, degenerando en un laberinto de sendas rurales.

Las luces de la ciudad quedaron atrás, pero allí comenzaba otra iluminación: el resplandor de cien hogueras de leña, cuya luz anaranjada quedaba opacada por el mismo humo. Había una fogata frente a cada uno de los cobertizos, hechos de papel alquitranado y hierro corrugado viejo, tan apretados que apenas dejaban estrechos pasos entre sí. Allí, entre esos albergues improvisados, se sentía la presencia de mucha gente invisible, como si hubiera todo un ejército acampado allí, en la llanura abierta.

—¿Dónde estamos? —preguntó Hendrick.

—En una ciudad que ningún hombre conoce, una ciudad cuyos habitantes no existen.

Hendrick divisó sus siluetas oscuras, en tanto el Ford avanzaba a trompicones por la carretera desigual, entre cobertizos y casuchas; los faros, al moverse sin sentido, iluminaban pequeñas escenas de camafeo; un grupo de niños negros que apedreaban a un perro callejero; un cuerpo tendido junto al camino, muerto o borracho; una mujer agachada, orinando en un rincón del hierro corrugado; dos hombres trabados en silencioso combate mortal, enormes y brillantes con los ojos sorprendidos por los faros. Otras formas oscuras se escabullían furtivamente entre las sombras; cientos de ellas, además de otros miles cuya presencia se presentía.

—Esto es la Granja de Drake —le dijo Moses—; una de las ciudades de colonos intrusos que rodean los Goldi de los blancos.

El olor de ese extenso y amorfo amontonamiento humano era humo de leña y agua servida, sudor rancio sobre cuerpos calientes y comida chamuscada sobre las fogatas al aire libre. Era el hedor de la basura que se pudría en los charcos de lluvia y la nauseabunda dulzura de los parásitos chupasangre entre la ropa de cama que nunca se lava.

—¿Cuántos viven aquí?

—Cinco mil, diez mil… Nadie lo sabe, a nadie le importa.

Moses detuvo el Ford, apagando el motor y las luces. El silencio, a partir de entonces, no fue auténtico silencio; era el murmullo de las multitudes, como el mar oído desde lejos; gemir de bebés, ladrido de perros mestizos, una mujer cantando, hombres que maldecían, hablaban y comían, parejas que copulaban o discutían ásperamente, gente que moría, defecaba, roncaba, jugaba por dinero o bebía en la noche.

Moses bajó del Ford y llamó imperativamente hacia la oscuridad; cinco o seis siluetas oscuras aparecieron presurosas, desde los cobertizos. Eran niños, aunque su edad y su sexo resultaran difíciles de determinar.

—Montad guardia junto a mi automóvil —ordenó Moses.

Y arrojó una moneda que centelleó a la luz del fuego, hasta que uno de los niños la atrapó en el aire.

—¡Eh je. Babá! —chillaron.

Moses condujo a su hermano entre los cobertizos, a lo largo de cien metros. El canto de las mujeres se hizo más audible: era un sonido escalofriante y lleno de evocaciones. También se percibía el zumbar de muchas otras voces y el olor agrio del alcohol rancio, mezclado con la carne que se cocía sobre el fuego.

Habían llegado a un edificio largo y bajo: un simple cobertizo, armado con material de desecho; tenía las paredes torcidas y el techo hundido. Moses llamó a la puerta; una linterna le iluminó la cara de lleno antes de que se le abriera de par en par.

—Bueno, hermano. —Moses tomó a Hendrick del brazo y le hizo cruzar la puerta—. Vas a conocer una taberna clandestina. Aquí tendrás todo lo que te he prometido: mujeres y licor hasta que te hartes de ambos.

El tugurio estaba atestado de seres humanos, tan colmado que la pared opuesta se perdía en una niebla de humo de tabaco. Había que gritar para hacerse oír a muy poca distancia. Las caras negras brillaban de sudor y entusiasmo. Los hombres eran mineros; bebían, cantaban, reían y daban manotazos a las mujeres. Algunos estaban muy ebrios; unos cuantos habían caído al suelo de tierra y yacían sobre sus propios vómitos. Las mujeres, procedentes de todas las tribus, se habían pintado la cara a la manera de las blancas; vestían ropas alegres y translúcidas; cantaban y bailaban, sacudiendo las caderas, mientras iban eligiendo a los hombres provistos de dinero para llevárselos a tirones, por las puertas abiertas en la parte trasera del cobertizo.

Moses no tuvo que forcejear para abrirse paso entre la apretada muchedumbre: se abrió ante él casi por milagro. Muchas de las mujeres le saludaron respetuosamente. Hendrick, que lo seguía de cerca, se admiró del reconocimiento que había conseguido su hermano en los tres breves meses transcurridos desde que llegaran a la cordillera.

Ante la puerta, en el extremo más alejado de la taberna, montaba guardia un feo rufián, de cicatriz en la cara, pero también él reconoció a Moses y le saludó dando palmadas, antes de apartar la lona para permitirles pasar a la trastienda.

Ese cuarto, menos atestado, tenía mesas y bancos para los parroquianos. Allí las muchachas aún tenían la gracia de la juventud, ojos brillantes y rostros frescos. Ante una mesa separada, en el rincón, se sentaba una negra enorme; tenía la serena cara de luna que caracteriza a los zulúes de alta cuna, pero la gordura casi borraba sus contornos. Su piel de ámbar oscuro se estiraba, muy tensa, sobre tanta abundancia; el abdomen le colgaba en una serie de neumáticos sobre el bajo vientre; tenía grandes rollos negros bajo los brazos y alrededor de las muñecas. Frente a ella, sobre la mesa, se veían pulcros montones de monedas, de plata y cobre, y fajos de billetes multicolores. Minuto a minuto, las muchachas llevaban más dinero que añadir a los montones.

Al ver a Moses, los dientes perfectos de la mujer brillaron como porcelana preciosa; se levantó trabajosamente; sus muslos eran tan elefantiásicos que caminaba con los pies muy separados, pero se acercó a Moses y le saludó como si fuera un jefe de tribu: tocándose la frente y entrechocando las manos con respeto.

—Te presento a Mama Nginga —dijo Moses a su hermano—. Es la mayor alcahueta de la Granja de Drake. Y pronto será la única de los alrededores.

Sólo entonces notó Hendrick que conocía a casi todos los hombres allí sentados. Eran Búfalos que habían viajado en el tren de Wenela y pronunciado el juramento de iniciación con él. Fue saludado con sincero deleite y presentado a los nuevos miembros, con estas palabras:

—Este es Henry Tabaka, el de la leyenda. El hombre que mató a Tshayela, el capataz blanco…

Y Hendrick vio un respeto inmediato en los ojos de esos desconocidos. Eran hombres de las otras minas, reclutados por los Búfalos más antiguos. En general, se había escogido bien.

—Mi hermano no ha probado mujeres ni licor bueno desde hace tres meses —les dijo Moses, mientras tomaba asiento a la cabecera de la mesa central—. No queremos de tu skokiaan, Mama Nginga. —E informó a su hermano, simulando un aparte—: Lo prepara ella misma, con carburo y alcoholes metílicos; para darle potencia y sabor, añade serpientes muertas y fetos abortados.

Mama Nginga chillaba de risa.

Mi skokiaan es famoso desde Fordsburg a Bapsfontein. Hasta algunos hombres blancos, los mabuni, vienen por él.

—Para ellos será bueno —concedió Moses—, pero no para mi hermano.

Mama Nginga les envió a una de sus muchachas con una botella de coñac del Cabo; Moses sujetó a la chica por la cintura y la retuvo con facilidad. Después de abrirle la blusa europea que lucía, le sacó los grandes senos redondos, que brillaron a la luz de las lámparas como carbón lavado.

—Así empezaremos, Búfalos míos: con una chica y una botella —dijo—. En Goldi hay cincuenta mil hombres solitarios, lejos de sus esposas, todos ellos hambrientos de carne joven y dulce. Hay cincuenta mil hombres sedientos de trabajar en la tierra, y los blancos les prohíben saciar la sed con esto. —Sacudió la botella de licor dorado—. Hay cincuenta mil hombres alzados y sedientos en Goldi, todos con dinero en los bolsillos. Los Búfalos les daremos lo que desean.

Empujó a la muchacha al regazo de Hendrick; ella se enroscó al gigante con lujuria profesional, plantándole los pechos brillantes en la cara.

Cuando despuntó el alba sobre el villorrio de la Granja de Drake, Moses y Hendrick se abrieron paso por los fétidos callejones hasta donde habían dejado el Ford; los niños aún estaban montando guardia, como chacales alrededor de la presa matada por un león. Los hermanos habían pasado toda la noche en la trastienda de Mama Nginga; el plan preliminar estaba, por fin, trazado, y cada uno de los lugartenientes conocía su área de acción y su responsabilidad.

—Pero aún queda mucho por hacer, hermano —dijo Moses, mientras ponía el Ford en marcha—. Debemos encontrar el licor y las mujeres. Tendremos que atraer a todas las otras tabernas y burdeles a nuestro kraal, como si fueran cabras, y sólo existe un modo de hacerlo.

—Ya sé cómo —asintió Hendrick—. Y para eso contamos con un impi.

—Y con un induna, un general, para que mande al impi. —Moses lanzó sobre su hermano una mirada significativa—. Ha llegado la hora de que salgas de la CRC, hermano. Ahora necesitaremos de todo tu tiempo y de toda tu fuerza. No malgastarás más energías rompiendo roca por una limosna del blanco. De ahora en adelante romperás cabezas a cambio de poder y grandes riquezas. —Sonrió apenas—. Ya no tendrás que lamentarte por haber perdido tus piedras blancas. Yo te daré mucho más.

Marcus Archer dispuso que el contrato de Hendrick en la CRC quedara cancelado, y le hizo suministrar papeles para que viajara en uno de los trenes especiales, destinados al retorno de los mineros que se habían ganado el pasaje de vuelta a las reservas y a las lejanas aldeas. Pero Hendrick nunca cogió ese tren. Desapareció de los registros del hombre blanco y fue absorbido por el sombrío submundo de las barriadas.

Mama Nginga puso a su disposición uno de los cobertizos que había detrás de su taberna; una muchacha estaba siempre a mano, para barrer y lavar su ropa, preparar su comida y calentarle la cama.

Seis días después de su llegada a la Granja, el impi de los Búfalos abrió su campaña. Hendrick había discutido cuidadosamente: con ellos el objetivo, que era simple y claro. Convertirían la Granja de Drake en su propia ciudadela.

La primera noche, doce de las tabernas rivales fueron arrasadas por el fuego. Los propietarios ardieron con ellas, al igual que los parroquianos demasiado ebrios para salir de los tugurios incendiados. La Granja de Drake estaba mucho más allá del sector donde operaban los bomberos de los blancos, de modo que no se hizo intento alguno de combatir las llamas. Antes bien, los habitantes de la Granja se reunieron a contemplar el espectáculo, como si fuera un circo organizado especialmente para entretenerlos. Los niños bailaban y chillaban a la luz de los incendios, aullando de risa cuando las botellas de licor estallaban como petardos.

Casi todas las muchachas escaparon de las llamas. Las que estaban trabajando al iniciarse el fuego salieron corriendo, desnudas, manoteando sus escasas ropas y llorando a mares por la pérdida de todos sus bienes terrenales. Sin embargo, allí había hombres amables y considerados, que las consolaron y las condujeron al establecimiento de Mama Nginga.

A las cuarenta y ocho horas, todas las tabernas habían sido reconstruidas de sus cenizas y las muchachas estaban otra vez trabajando. Su suerte había mejorado mucho: estaban bien alimentadas y vestidas; contaban con un Búfalo que las protegería de sus clientes cuidaría de que nadie las engañara ni abusara de ellas. Claro que si ellas, a su vez, trataban de engañar o quedarse con la ganancia, se las castigaría con firmeza. Pero eso era lo que ellas esperaban; así se sentían parte del tótem, y él reemplazaba a los padres y hermanos que habían dejado en las reservas.

Hendrick les permitía quedarse con un porcentaje fijo de lo cobrado y procuraba que sus hombres respetaran ese derecho.

—La generosidad engendra lealtad; la firmeza, un corazón amante —explicaba a sus Búfalos.

Extendió su política de “casa feliz” a los parroquianos y a todos los habitantes de la Granja. Los mineros negros que llegaban al villorrio recibían una protección tan esmerada como las muchachas. En muy poco tiempo fueron atracadores sin patria, carteristas y otros pequeños empresarios independientes. Mejoró la calidad del licor; desde aquel momento todo se destiló bajo la supervisión personal de Mama Nginga.

Era fuerte como un elefante y mordía como una hiena rabiosa, pero ya no provocaba ceguera ni roía el cerebro; además, como se fabricaba en grandes cantidades, el precio resultaba razonable. Por dos chelines, cualquier hombre podía emborracharse hasta caer redondo o acostarse con una muchacha sana y limpia.

Los hombres de Hendrick salían al encuentro de todos los autobuses y trenes que llegaban desde los distritos rurales, trayendo a las jóvenes negras que huían de sus aldeas para ir hacia el brillo deslumbrante de Goldi. A las que eran bellas, se las llevaba a la Granja de Drake. Cuando ese aprovisionamiento se tomó insuficiente, por el aumento de la demanda, Hendrick envió a sus hombres a las aldeas lejanas, para reclutar a las muchachas en la fuente misma, con dulces palabras y promesas de cosas bonitas.

Los grandes de Johannesburgo y la policía tenían plena conciencia de la proximidad de esos submundos no reconocidos, surgidos al sur de los campos auríferos; sin embargo, acobardados por la perspectiva de tener que hallar acomodo para miles de vagabundos y malhechores si cerraban esos centros, hacían la vista gorda y aplacaban su conciencia cívica con redadas ocasionales, donde se imponían arrestos y fuertes multas.

Por otra parte, como la incidencia de asesinatos, robos y otros delitos graves descendiera misteriosamente en la Granja de Drake, que se había convertido en una zona relativamente ordenada y tranquila, la tolerancia y la condescendencia se tornaron más pragmáticas. Cesaron las redadas policiales y aumentó la prosperidad de la zona, conforme se extendía su reputación de lugar ameno y libre de peligros entre los miles de mineros negros que trabajaban a lo largo de la cordillera. Cuando tenían pase para abandonar los distritos, solían viajar cuarenta o cincuenta kilómetros para llegar hasta allí, dejando atrás otros centros de entretenimiento.

No obstante, aún quedaban muchos miles de parroquianos potenciales que jamás podrían llegar a la Granja de Drake, y hacia ellos volvió su atención Moses Gama.

—Como ellos no pueden venir a nosotros, nosotros tendremos que ir a ellos.

Explicó a Hendrick qué era preciso hacer, y a Hendrick le tocó negociar la compra de una flota de camiones de segunda mano, además de emplear a un mecánico de color para que los renovara y los mantuviera en buen funcionamiento.

Cada atardecer, las caravanas de vehículos, cargados de licor y mujeres, salían de la Granja de Drake y recorrían los campos mineros en toda su longitud, para estacionar en algún sitio discreto, cerca de las grandes propiedades mineras: un bosquecillo, un valle entre los escoriales o un pozo abandonado. Los guardianes de los terrenos cercados, que eran Búfalos en su totalidad, se aseguraban de que los clientes pudieran entrar y salir. Ahora todos los miembros del tótem podían compartir la buena suerte del clan.

—Y bien, hermano, ¿aún echas de menos tus piedras blancas? —preguntó Moses, tras dos años de operación.

—Es como prometiste —rió Hendrick—. Ahora tenemos todo lo que uno pueda desear.

—Te contentas con muy poco —le recriminó Moses.

—¿Hay más? —preguntó el mayor.

—Apenas hemos comenzado.

—¿Y qué será ahora, hermano?

—¿Has oído hablar de los sindicatos? —preguntó Moses. ¿Sabes de qué se trata?

Hendrick se mostró dubitativo, frunciendo el entrecejo.

—Sé que los mineros blancos tienen sindicatos, y también los blancos del ferrocarril. He oído hablar de eso, pero no sé gran cosa de ese asunto. Es cosa de los blancos; no tiene nada que ver con nosotros.

—Te equivocas —corrigió el menor, serenamente—. El Sindicato de Mineros Africanos tiene muchísimo que ver con nosotros, Es el motivo por el que tú y yo vinimos a Goldi.

—¿No hemos venido por dinero?

—Cincuenta mil miembros afiliados, pagando cada uno un chelín por semana como contribución sindical. ¿Te parece que no es dinero?

Moses sonrió mientras su hermano hacía el cálculo. La avaricia le contorsionó la sonrisa, de tal forma que la abertura de dientes rotos asomó como el pozo negro de una mina.

—¡Ya lo creo que es dinero!

Moses había aprendido una buena lección de sus fracasados intentos por establecer un sindicato en la Mina Hani. Los obreros negros eran almas simples, sin el menor vestigio de conciencia política; los separaban las rivalidades entre tribus; no se consideraban parte de una sola nación.

—El tribalismo es el gran obstáculo de nuestro camino —explicó a su hermano—. Si fuéramos un solo pueblo seríamos como un océano negro, infinito en nuestro poder.

—Pero no somos un solo pueblo —señaló Hendrick—. Tal como los blancos no son un solo pueblo. El zulú es tan diferente del ovambo como el escocés del cosaco ruso o el afrikáner del inglés.

—¡Ja! —sonrió Moses—. Veo que has estado leyendo los libros que te di. Cuando llegamos a Goldi nunca habías oído hablar de los cosacos rusos.

—Tú me has enseñado mucho sobre los hombres y el mundo en que viven —reconoció Hendrick—. Ahora explícame cómo vas a hacer que los zulúes llamen hermanos a los ovambos. Dime cómo vas a tomar el poder que los blancos tienen en sus manos con tanta firmeza.

—Son cosas posibles. El pueblo ruso era tan diverso como nosotros, los negros del África. Hay asiáticos, europeos, tártaros y eslavos; sin embargo, bajo el liderazgo de un gran hombre, se han convertido en una sola nación, capaz de destronar a una tiranía aún más infame que ésta. Los pueblos negros necesitan un líder consciente de lo que les conviene y capaz de obligarlos a hacerlo, aunque mueran diez mil o un millón en el intento.

—¿Un líder como tú, hermano? —preguntó Hendrick. Moses esbozó su sonrisa lejana y enigmática.

—Primero, el Sindicato de Mineros —dijo—. Cada paso a su tiempo, como el niño que aprende a caminar. Es preciso obligar al pueblo a hacer lo que le conviene a la larga, aunque al principio sea doloroso.

—No estoy seguro… —Hendrick sacudió su gran cabeza afeitada, donde las cicatrices sobresalían, orgullosas, como gemas de ónix negro muy pulido—. ¿Qué es lo que buscamos? ¿Riquezas o poder?

—Tenemos suerte —respondió Moses—. Tú quieres riquezas y yo quiero poder. Por el medio que he escogido, los dos obtendremos lo que deseamos.

Aun contando con implacables contingentes de Búfalos en cada una de las minas, el proceso de sindicalización fue lento y frustrante. Por necesidad, gran parte de él debía efectuarse en secreto, pues la Ley de Conciliación Industrial, dictada por el gobierno, imponía serias limitaciones a la asociación de trabajadores negros y prohibía, específicamente, que éstos negociaran colectivamente. Además, había oposición entre los mismos trabajadores, dada su natural suspicacia y su antagonismo contra los representantes del nuevo sindicato, todos ellos Búfalos designados y no elegidos libremente. Por otra parte, los trabajadores comunes se mostraban reacios a entregar parte de sus salarios, tan duramente ganados, para algo que no entendían y en lo que no confiaban.

Sin embargo, con el asesoramiento del doctor Marcus Archer y el impulso de los Búfalos de Hendrick, se logró poco a poco la sindicalización de los trabajadores, en cada una de las diversas minas. La renuncia de los mineros a ceder sus chelines de plata fue aplacada. Hubo víctimas, por supuesto, y murieron algunos hombres, pero finalmente más de veinte mil miembros pagaron sus cuotas de afiliación al Sindicato de Mineros Africanos.

La Cámara de Minas, asociación de intereses mineros, se encontró ante un hecho consumado. Al principio, sus miembros se alarmaron; el instinto los llevaba a destruir inmediatamente ese cáncer. Sin embargo, sus integrantes eran, ante todo, comerciantes y empresarios; su único interés era sacar a la superficie el metal amarillo, con el menor ruido posible y con dividendos regulares para sus accionistas. Comprendían que una batalla sindical podía causar la ruina de sus intereses. Por lo tanto, sostuvieron las primeras conversaciones, informales y cautas, con el inexistente sindicato. Se llevaron una grata sorpresa al descubrir que el autodesignado secretario general era una persona inteligente, coherente y razonable. En sus declaraciones no había rastros de dialéctica bolchevique; lejos de mostrarse radical y belicoso, actuaba de un modo solidario y hablaba con respeto.

—Con este hombre se puede trabajar —se dijeron los unos a los otros—. Y parece tener influencia. Necesitábamos un portavoz de los trabajadores, y éste parece un tipo decente. Podría haber sido mucho peor. Con él podremos manejarnos.

Sin duda, las primeras entrevistas dieron resultados excelentes; se solucionaron algunos problemas pequeños, pero molestos desde hacía tiempo, a satisfacción del sindicato y con beneficio para los propietarios de minas.

A partir de entonces, el sindicato, aunque informal y no reconocido, contó con la aceptación tácita de la Cámara. Cuando surgía un problema con los obreros, se llamaba a Moses Gama y todo quedaba rápidamente resuelto. En cada ocasión, la posición de Moses se consolidaba. Y por parte del sindicato, naturalmente, nunca existieron amenazas de huelgas ni militancia de ninguna clase.

—¿Comprendéis ahora, hermanos? —explicó Moses, en la primera reunión de su comité central de mineros Africanos, llevada a cabo en la taberna de Mama Nginga—. Si se arrojan contra nosotros con toda su fuerza, mientras aún seamos débiles, quedaremos destrozados por toda la eternidad. Ese Smuts es un demonio; constituye, realmente, el acero en la lanza del gobierno. En 1922 no vaciló en mandar tropas armadas de ametralladoras contra los huelguistas blancos. ¿Qué no haría contra los huelguistas negros? Regaría la tierra con nuestra sangre. No. debemos adormecerlos. La paciencia es la gran fuerza de nuestro pueblo. Nosotros tenemos cien años; el blanco, en cambio, sólo vive para el día de hoy. Con el correr del tiempo, las hormigas negras de la pradera levantan montañas y devoran el cadáver del elefante. El tiempo es nuestra arma y es también el enemigo del blanco. Paciencia, hermanos; un día, el blanco descubrirá que no somos bueyes para uncir a las varas de su carreta. Descubrirá, por el contrario, que somos leones de melena negra, feroces devoradores de carne blanca.

—Con qué celeridad han pasado los años, desde aquellos días en que viajábamos en el tren de Tshayela por los desiertos del oeste hacia las montañas planas y brillantes de Goldi

Hendrick observaba los escoriales en el horizonte, mientras Moses conducía el viejo Ford entre el escaso tránsito del domingo por la mañana. Conducía con serenidad, ni demasiado aprisa ni con demasiada lentitud, obedeciendo las reglas de tránsito; se detenía con tiempo ante los semáforos en rojo, esas maravillas de la era tecnológica, que sólo habían sido instalados en las carreteras principales en los últimos meses. Moses siempre conducía de ese modo.

—Nunca hay que llamar la atención innecesariamente, hermano —aconsejaba a Hendrick—. Nunca des a los policías blancos una excusa para que te detengan. Ya te odian por conducir un coche que ellos no pueden comprar. No es cuestión de ponerse en sus manos.

La carretera rodeaba los extensos prados del Country Club de Johannesburgo; eran verdes oasis en la planicie pardusca, regados, atendidos y cortados hasta que se convertían en alfombras de terciopelo, por donde los golfistas paseaban en grupos de cuatro, seguidos por los cadis descalzos. Más atrás, entre los árboles, relumbraban las paredes blancas del edificio del club. Moses aminoró la marcha y se dirigió al final de los terrenos, donde la carretera cruzaba el pequeño lecho seco de Sand Spruit. El letrero anunciaba allí: “Granja Rivonia”.

Siguieron por la carretera sin pavimentar, donde el polvo levantado por las cuatro ruedas quedaba suspendido tras ellos en el aire inmóvil, hasta posarse suavemente en la hierba de las orillas.

La carretera pasaba entre un puñado de fincas pequeñas, de dos, tres y cuatro hectáreas; la propiedad del doctor Marcus Archer era la última. El psicólogo no hacía ningún intento de aprovechar la tierra; no tenía pollos, caballos ni huerta, como los otros pequeños propietarios. Sólo había un edificio cuadrado y sin pretensiones; tenía un techo de paja raído y una amplia galería que abarcaba los cuatro costados. Lo separaba de la carretera una deslucida plantación de gomeros australianos.

Bajo los gomeros había otros cuatro vehículos. Moses se desvió de la carretera y detuvo el motor.

Si, mi hermano. Los años han pasado con celeridad —coincidió—. Siempre es así cuando los hombres persiguen propósitos horrendos, y el mundo está cambiando mucho. Se aproximan grandes acontecimientos. Han pasado diecinueve años desde la Revolución Rusa y Trotsky ha sido exiliado. Herr Hitler ocupa la Renania y en Europa se habla de guerra: una guerra que destruirá para siempre la maldición del capitalismo, y de la cual la revolución emergerá victoriosa.

Hendrick se echó a reír, pero el hueco negro entre sus dientes convirtió la risa en una mueca grotesca.

—Esas cosas no nos conciernen.

—Te equivocas otra vez. Nos conciernen por encima de todas las cosas.

—Yo no las entiendo.

—Entonces, te ayudaré. —Moses le tocó el brazo—. Ven, hermano. Te haré dar el paso siguiente en tu aprendizaje sobre el mundo.

Abrió la puerta del Ford; Hendrick bajó por el lado y le siguió hacia la vieja casa.

—Será prudente que mantengas los ojos y las orejas abiertas, pero la boca cerrada —le indicó Moses al llegar a los peldaños de la galería frontal—. Así aprenderás mucho.

Mientras subían los peldaños, Marcus Archer salió corriendo para saludarlos, con expresión radiante de placer al ver a Moses. Se acercó para abrazarlo y, con un brazo todavía alrededor de su cintura, giró hacia Hendrick.

—Tú debes ser Henny. Hemos hablado mucho de ti.

—Usted y yo nos vimos en el centro de inducción, doctor Archer.

—Eso fue hace mucho tiempo —replicó el psicólogo, estrechándole la mano—. Y tienes que tutearme, eres miembro de nuestra familia.

Miró a Moses con visible adoración. Hendrick lo comparó con una recién casada, embobada por la virilidad de su marido.

Hendrick sabía que Moses vivía allí, en Granja Rivonia, con Marcus Archer, pero esa relación no le causaba repulsión. Comprendía que el consejo y la ayuda de ese hombre habían tenido una importancia vital en los éxitos de esos años; por eso aprobaba el precio que Moses pagaba por ellos. El mismo Hendrick había usado de ese modo a otros hombres, nunca en relación amorosa, sino como forma de torturar al enemigo capturado. A su modo de ver, no había humillación ni degradación mayores que se pudieran infligir a un hombre. Sin embargo, sabía que, en la situación de su hermano, no vacilaría en utilizar a ese extraño hombre pelirrojo tal como él lo deseaba.

—Moses ha sido muy pícaro al no traerte antes a visitarnos. —Marcus dio una palmada juguetona al brazo de su amigo—. Aquí hay muchas personas interesantes y de gran importancia que deberías conocer desde hace siglos. Ahora ven, deja que te presente.

Cogió a Hendrick del brazo y le guió hasta la cocina.

Era una cocina de granja tradicional, con suelo de lajas, cocina de leña en un extremo y, colgados del techo, manojos de cebollas, jamones y salchichones.

Había once hombres sentados ante la larga mesa de madera amarilla. Cinco de ellos eran blancos; los otros, negros. Por edad, había desde jóvenes inexpertos hasta maduros sabios de cabellos grises. Marcus llevó a Hendrick a lo largo de cada hilera, presentándole a cada uno, comenzando por el hombre que ocupaba la cabecera.

—Te presento al reverendo John Dube, de quien habrás oído hablar con el nombre de Mafukuzela.

Hendrick sintió una desacostumbrada ola de respeto.

—Hau, Babá —saludó, con vasto respeto, al anciano y apuesto zulú.

Sabía que era el líder político de la nación zulú y, además, editor y fundador del periódico Manga Lase Natal (“El sol de Natal”), Más importante aún: era el presidente del Congreso Nacional Africano, única organización política que intentaba obrar como portavoz de todas las naciones negras del continente Africano.

—Te conozco —dijo Dube a Hendrick, sin alzar la voz—. Has hecho un valioso trabajo con el nuevo sindicato. Te doy la bienvenida, hijo mío.

Por comparación con John Dube, los otros hombres presentes interesaron poco a Hendrick, aunque había un negro, no mayor de veinte años, que le impresionó por su dignidad y poderosa presencia.

—Este es nuestro joven abogado…

—¡Todavía no, todavía no! —protestó el joven.

—Nuestro futuro abogado —se corrigió Marcus Archer—. Nelson Mandela, hijo del jefe Henry Mandela, del Transkei.

Mientras se estrechaban la mano, a la manera del hombre blanco, que aún azoraba a Hendrick, éste miró al joven estudiante a los ojos, pensando: “Es un león joven”.

Los hombres blancos impresionaron poco a Hendrick. Había abogados, un periodista y un hombre que escribía libros de poesía, de los que Hendrick nunca había oído hablar; sin embargo, los otros le trataban con respeto.

Lo único que llamó la atención de Hendrick acerca de aquellos blancos fue la cortesía que le manifestaban. En una sociedad donde el blanco rara vez reconocía la existencia de un negro, salvo para darle una orden, generalmente con brusquedad, resultaba extraño encontrarse con tanta afabilidad. Todos estrecharon la mano a Hendrick sin azoramiento, lo cual era extraño en sí, y le hicieron sitio ante la mesa. Le sirvieron vino de la misma botella y le pasaron comida en el mismo plato del que se habían servido ellos. Cuando le dirigían la palabra, era de igual a igual, llamándole “camarada” y “hermano”.

Al parecer, Marcus Archer tenía reputación de buen cocinero; había estado ocupado junto a la cocina de leña, hasta lograr fuentes de comida tan picada, mezclada, decorada y rebosante de salsas que Hendrick no habría podido decir, por el gusto o la vista, si se trata de pescado, ave o carne roja. Sin embargo, los demás aplaudieron lo celebraron con exclamaciones y comieron con voracidad.

Moses había aconsejado a Hendrick que mantuviera la boca llena de comida y no de palabras; debía hablar sólo cuando se dirigieran a él directamente, y aun en esos casos respondería con monosílabos. Sin embargo, los otros no dejaban de mirarle con respeto, pues constituía una figura impresionante: enorme la cabeza, pesada como una bala de cañón, con la cicatriz brillante, sobresaliente en el cráneo afeitado, y la mirada cavilosa, amenazadora.

La conversación interesó poco a Hendrick, pero fingió una concentrada atención, en tanto los otros analizaban, entusiasmados, la situación de España. El gobierno del Frente Popular, coalición de trotskistas, socialistas, republicanos de izquierda y comunistas, se veía amenazado por un motín del ejército, bajo la dirección del general Francisco Franco; los invitados de Marcus Archer se manifestaban llenos de jubilosa indignación por la traición fascista. Parecía probable que la nación española se hundiera en una guerra civil, y todos ellos sabían que sólo en la caldera de la guerra se podía forjar la revolución.

Dos de los comensales blancos, el poeta y el periodista, declararon su intención de partir hacia España cuanto antes para participar en la lucha, y los otros blancos no disimularon su admiración y envidia.

—Qué tipos con suerte. Yo iría como una bala, pero el partido quiere que me quede aquí.

Se hicieron muchas referencias al partido” en el curso de aquella larga tarde de domingo. Poco a poco, el grupo volvió su atención concertada hacia Hendrick, como si hubiera sido dispuesto de antemano. Para él fue un alivio que Moses le hubiera obligado a leer fragmentos de El Capital y algunas obras de Lenin, sobre todo Qué hacer? y El Estado y la revolución. En realidad, le habían resultado difíciles y hasta penosas; sólo las comprendía imperfectamente. Pero Moses se las había dado ya masticadas, ofreciéndole lo esencial sobre el pensamiento de Marx y Lenin.

Ahora todos se turnaban para hablar directamente con Hendrick, y él comprendió que le estaban sometiendo a una especie de examen. Consultó con una mirada a Moses, que no alteró su expresión, y tuvo la sensación de que le impulsaba a actuar de cierto modo. ¿Trataba de advertirle que guardara silencio? Hendrick no estaba seguro, pero en ese momento oyó que Marcus Archer decía, con total claridad:

—Claro que la formación de un sindicato entre los mineros negros es, en sí, suficiente para asegurar el triunfo de la revolución, a su debido tiempo…

Pero daba a su frase una inflexión de pregunta y observaba con astucia a Hendrick. El ovambo no habría podido decir de dónde surgió en él la inspiración que le hizo gruñir:

—No estoy de acuerdo con eso.

Todos guardaron silencio, esperando, expectantes.

—La historia de la lucha atestigua que los trabajadores, sin ayuda, sólo llegarán a la idea del sindicalismo, de combinar sus recursos para luchar contra los patrones y el gobierno capitalista. Pero se requieren revolucionarios profesionales, atados a sus ideales por una lealtad completa y por la disciplina de tipo militar, para llevarla lucha a su término definitivo y victorioso.

Era una cita casi textual del ¿Qué hacer? de Lenin, y Hendrick había hablado en inglés. Hasta Moses pareció sorprendido por ese logro, mientras los otros intercambiaban sonrisas encantadas. Hendrick echó una mirada fulminante y volvió a su silencio, impresionante y monumental.

Eso fue suficiente. No hizo falta que volviera a hablar. Al caer la noche, los otros salieron a la oscuridad, entre despedidas y frases de agradecimiento, para subir a sus automóviles y alejarse, con portazos y rugir de motores, por la carretera polvorienta; Moses supo que había alcanzado ya aquello que perseguía al llevar a su hermano a Granja Rivonia.

Hendrick había prestado juramento como miembro pleno, a un tiempo, del Partido Comunista Sudafricano y del Congreso Nacional Africano.

Marcus Archer le había asignado el dormitorio de huéspedes. Tendido en la cama estrecha, oyó el retozar de Moses y Marcus en el dormitorio principal, al otro lado del pasillo, y se sintió abruptamente convencido de que, en ese día, habían sido sembradas las semillas de su destino; más allá de los límites exteriores de su suerte, el tiempo y el modo de su propia muerte se habían decidido en las últimas horas. Al quedarse dormido, se vio arrastrado a la oscuridad en una ola de exaltación y miedo.

Moses le despertó antes de que aclarara. Marcus les acompañó hasta el Ford. La pradera, blanca de escarcha, crujía bajo los pies y había formado una costra en el parabrisas del coche.

Marcus estrechó la mano de Hendrick:

—Adelante, camarada —dijo—. El futuro nos pertenece.

Y quedó en la oscuridad escarchada, siguiéndolos con la vista.

Moses no volvió directamente a la ciudad. En cambio, estacionó el Ford junto a uno de los altos escoriales y ascendió, con su hermano por el lado de la montaña plana, ciento cincuenta metros casi en pendiente. Alcanzaron la cima justo cuando el sol franqueaba el horizonte, convirtiendo la pradera invernal en oro pálido.

—¿Comprendes ahora? —preguntó Moses, cuando se irguieron, hombro con hombro, al borde del precipicio.

De pronto, como el amanecer mismo, Hendrick divisó los tremendos designios de su hermano en su totalidad.

—No quieres una parte —dijo, con suavidad—, aunque sea la parte más grande. —Extendió los brazos en un gesto amplio, que lo abarcaba todo allá abajo, de horizonte a horizonte—. Lo quieres todo. La tierra entera y cuanto contiene.

Y su voz se llenó de maravilla ante la enormidad de la visión.

Moses sonrió. Por fin, su hermano había comprendido.

Tras descender del escorial, se encaminaron en silencio hacia el Ford. En silencio viajaron hacia la Granja de Drake, pues no había palabras para describir lo que acababa de ocurrir, tal como no las hay para describir el nacimiento y la muerte. Sólo al abandonar los límites de la ciudad, cuando se vieron obligados a detenerse en uno de los cruces del ferrocarril con la carretera principal, volvió a entrometerse en ellos el mundo exterior.

Un pilluelo negro, harapiento y estremecido por el frío de la mañana invernal, corrió hasta la ventanilla del Ford, agitando un periódico plegado a través del vidrio. Moses bajó la ventanilla, arrojó un cobre a la criatura y dejó el periódico en el asiento, entre ambos.

Hendrick frunció el entrecejo, interesado, y desplegó la publicación, sosteniéndola de tal modo que ambos pudieran ver la primera página. Los titulares, a toda página, decían:

EQUIPO SUDAFRICANO ELEGIDO PARA LAS OLIMPIADAS DE BERLÍN. LA NACIÓN LES DESEA BUENA SUERTE.

—Yo conozco a ese muchacho blanco —exclamó Hendrick, mostrando el hueco de sus dientes en una sonrisa, al reconocer una de las fotografías que acompañaban el artículo.

—Yo también —asintió Moses.

Pero estaban mirando dos caras diferentes en las largas filas de fotografías, que mostraban rostros blancos y jóvenes.

Manfred sabía, por supuesto, que el tío Tromp tenía horarios rarísimos. Cada vez que le despertaban sus esfínteres en la madrugada, se arrastraba hasta el excusado, contra el seto de moroto y veía, con los ojos nublados por el sueño, la lámpara encendida en la ventana del estudio.

Una vez, más despabilado que de costumbre, abandonó el sendero y se escurrió entre los repollos de la tía Trudi para mirar por encima del alféizar. El tío Tromp, sentado ante su escritorio como un oso desmelenado, con la barba enredada por el manoseo constante de sus gruesos dedos y los quevedos que cabalgaban sobre el gran pico de su nariz, murmuraba furiosamente para sí, mientras garabateaba en hojas de papel suelto, desparramadas en el escritorio como escombros tras el huracán. Manfred había dado por sentado que estaba trabajando en uno de sus sermones, pero no le pareció extraño que ese esfuerzo continuara, noche tras noche, durante casi dos años.

De pronto, una mañana, el cartero de color subió con su bicicleta por la carretera polvorienta, cargado con un enorme paquete de papel marrón, condecorado con estampillas, etiquetas y lacre sellado. La tía Trudi puso el misterioso paquete en la mesita del vestíbulo, y todos los niños buscaron excusas para deslizarse a mirarlo, sobrecogidos de respeto. Por fin, a las cinco, el tío Tromp llegó en su carro. Las niñas, con Sara a la cabeza, corrieron chillando a su encuentro, antes de que pudiera descender.

—Hay un paquete para ti, papá.

Se amontonaron a sus espaldas, mientras él examinaba ostentosamente el paquete postal y leía la etiqueta en voz alta. Después, el tío Tromp sacó el cortaplumas con mango de madreperla, probó deliberadamente el filo de la hoja con el pulgar y cortó los cordeles que ataban el paquete, para desenvolverlo con cuidado.

—¡Libros! —suspiró Sara.

Y todas las niñas se alejaron con palpable desilusión. Sólo Manfred permaneció allí.

Eran seis gruesos ejemplares del mismo libro, todos idénticos, encuadernados en rojo y con los títulos en letras doradas, aún relucientes, recién salidos de la imprenta. Algo en la actitud del tío Tromp, en la expresión tensa con la que observaba a Manfred, como esperando su reacción, le indicó que aquel montón de libros tenía un significado especial.

El muchacho leyó el titulo del primero, más bien largo y difícil: El afrikáner: su sitio en la historia y en África. Estaba escrito en afrikaans, un idioma en cierne que aún luchaba por ser reconocido como tal. Eso le pareció extraño, pues todas las obras eruditas importantes, aun las escritas por afrikáner, eran redactadas en holandés. Iba a hacer un comentario al respecto cuando su mirada bajó hacia el nombre del autor. Entonces dio un respingo, soltando una exclamación ahogada.

—¡Tío Tromp!

El anciano rió entre dientes, con modesta gratificación. ¡Lo escribiste tú! —La cara de Manfred se encendió de orgullo—. Escribiste un libro.

Ja, Jong. Hasta los perros viejos aprenden mañas nuevas.

El tío Tromp recogió los libros en sus brazos y entró en el estudio a zancadas. Puso el montón en el centro de su escritorio y miró a su alrededor, atónito, pues Manfred le había seguido.

—Disculpa, tío Tromp —dijo el muchacho, comprendiendo su traspié. Sólo una vez había entrado en ese cuarto y por invitación especial—. No pedí permiso. ¿Puedo pasar, Oom, por favor?

—Parece que ya has pasado. —El tío Tromp trataba de mostrarse severo—. A estas alturas, más vale que te quedes.

Manfred se acercó al escritorio con las manos por detrás. En esa casa había aprendido a sentir un inmenso respeto por la palabra escrita. Se le había enseñado que los libros eran el tesoro más preciado de todos los hombres, receptáculos del genio otorgado por Dios.

—¿Puedo tocar uno? —preguntó.

Como el tío Tromp asintiera, alargó tímidamente una mano y rozó el nombre del autor con la punta de un dedo: Reverendo Tromp Bierman. Luego tomó el primer ejemplar, esperando que el anciano le pegara un bramido en cualquier momento. No fue así. Abrió el libro y se quedó mirando los pequeños tipos impresos en papel amarillento, esponjoso y barato.

—¡,Puedo leerlo, tío Tromp, por favor? —se descubrió suplicando.

Una vez más, esperaba una negativa, pero la expresión del tío se tornó ligeramente asombrada.

—¿Quieres leerlo? —parpadeó con leve sorpresa, pero luego rió entre dientes—. Bueno, supongo que para eso lo escribí, para que la gente lo lea.

Súbitamente sonrió como un niño travieso y arrebató el libro de las manos de Manfred. Sentado ante su escritorio, con las gafas puestas en la nariz, mojó la pluma y escribió algo en la primera hoja del libro abierto. Después de releer lo anotado, entregó el ejemplar a Manfred con un florido ademán.

A Manfred De La Rey, un joven afrikáner que ayudará a crear, para nuestro pueblo, un sitio en la historia y en A frica, seguro por toda la eternidad.

Afectuosamente, tu tío

Tromp Bierman

Con el libro apretado contra el pecho, Manfred retrocedió hacia la puerta, como temiendo que le fuera arrebatado otra vez.

—¿Es mío? ¿De veras es para mí? —susurró.

Como el tío Tromp asintiera, diciendo: “Sí. Jong, es para ti”, giró en redondo y huyó, olvidando, en su prisa, expresar su gratitud.

Leyó el libro en el curso de tres noches, permaneciendo sentado hasta muy pasada la medianoche, con una manta sobre los hombros, entornando los ojos para ver a la luz vacilante de la vela. Eran quinientas páginas de letra pequeña, cargadas de citas de las Escrituras, pero redactadas en un lenguaje fuerte y sencillo, sin adjetivos ni descripciones excesivas, que iba directamente al corazón de Manfred. Cuando lo terminó, reventaba de orgullo por el coraje, la fortaleza y la fe de su pueblo, y ardía de furia por la manera cruel en que habían sido perseguidos y despojados por sus enemigos.

Permaneció con el libro cerrado en el regazo, perdida la vista en las sombras ondulantes, mientras revivía detalladamente los vagabundeos y sufrimientos de su joven nación, compartiendo el tormento en las barricadas, cuando las hordas de negros paganos se habían lanzado en torrentes sobre ellos, con las plumas de guerra al viento y el acero plateado de los assegais tamborileando contra los escudos de cuero; compartió la maravilla de viajar por el océano herbáceo del continente, hasta el bello paraje silvestre, puro y despoblado, que sería suyo; finalmente, compartió el amargo tormento de ver la tierra, antaño libre, nuevamente arrebatada por extranjeros arrogantes, y la humillación final de la esclavitud, política y económica, que les era impuesta en su propia tierra, la tierra que sus antepasados habían conquistado y en la cual habían nacido.

Como si la ira del joven le hubiera convocado, el tío Tromp llegó por el sendero, haciendo crujir la grava con los pies, y entró en el cobertizo. Se detuvo en la puerta y se acercó a Manfred, que estaba encogido en la cama. El colchón se hundió, chirriando bajo su peso.

Permanecieron en silencio cinco minutos enteros, antes de que el tío Tromp preguntara:

—Conque te las arreglaste para terminarlo.

Manfred tuvo que sacudirse para volver al presente.

—Creo que es el libro más importante que se haya escrito —susurró—. Tan importante como la Biblia.

—Eso es una blasfemia, Jong. —El tío Tromp trataba de parecer severo, pero la satisfacción que experimentaba suavizó la línea de su boca.

Manfred, en vez de disculparse, prosiguió:

—Por primera vez sé quién soy… y por qué estoy aquí.

—En ese caso, no han sido vanos mis esfuerzos —murmuró el pastor. Guardaron silencio otra vez, hasta que el anciano suspiró—. Escribir un libro es una cosa solitaria —musitó—. Es como llorar con toda tu alma en la oscuridad, cuando no hay nadie que oiga tu Llanto, nadie que te responda.

—Yo te he oído, tío Tromp.

Ja, Jong, tú sí. Pero sólo tú.

Sin embargo, el tío Tromp se equivocaba. Había otros con el oído atento allí fuera, en la oscuridad.