El general James Barry Munnik Hertzog llegó al Weltevreden en un automóvil cerrado, sin las insignias correspondientes a su alto rango. Jan Christian Smuts y él eran antiguos camaradas de armas. Ambos habían destacado en la lucha contra los británicos durante la guerra sudafricana y participado en las negociaciones de paz que pusieron término a dicho conflicto. Más adelante, ambos formaron parte de la convención nacional que llevó a cabo la creación de la Unión Sudafricana; integraron juntos, además, el primer gabinete ministerial durante el gobierno de Louis Botha.

Desde entonces, sus rumbos habían sido diferentes. Hertzog había adoptado una mira precisa, con su doctrina de “Primero Sudáfrica”. Jan Smuts, en cambio, era el estadista internacional que había ideado la formación del Mercado Común Británico y jugado un papel decisivo en el nacimiento de la Liga de las Naciones.

Hertzog era afrikaner militante; había conseguido que el afrikaans tuviera derechos de igualdad con el inglés como idioma oficial. Su política de “dos corrientes” se oponía a la absorción de su propio Volk por una Sudáfrica más grande. En 1931 había obligado a los británicos a reconocer en el Estatuto de Westminster la igualdad de los dominios del imperio, incluyendo el derecho de secesión con respecto al Mercado Común.

Alto y austero en su aspecto, constituía una figura formidable al entrar en la biblioteca de Weltevreden, la cual Centaine había puesto a disposición del grupo por tiempo indeterminado. Jan Smuts abandonó su asiento, ante la larga mesa cubierta de paño verde, para ir a recibirle.

—¡Bueno! —bufó Hertzog, al estrecharle la mano—. Tal vez no tengamos tanto tiempo para la discusión y las maniobras como esperábamos.

El general Smuts echó un vistazo a Blaine Malcomess y a neys Reitz, confidentes suyos y candidatos al nuevo gabinete, ninguno de los dos habló. Mientras tanto, Hertzog y Nicolas Havenga, el ministro de finanzas por el Partido Nacionalista, se instalaron en el lado opuesto de la larga mesa. Havenga, a los diecisiete años, había luchado contra los británicos junto a Hertzog en el papel de secretario; desde entonces eran inseparables, y él ejercía de ministro desde que los nacionalistas habían tomado el poder, en 1924.

—¿Estamos seguros aquí? —preguntó en ese momento, echando una mirada suspicaz a las puertas de caoba.

Después paseó la mirada por los estantes, que llegaban hasta el ornamentado techo, colmados con los libros de Centaine, todos ellos encuadernados en cuero y con los títulos en oro.

—Muy seguros —le aseguró Smuts—. Podemos hablar abiertamente sin el menor miedo a que alguien nos oiga. Les doy mi garantía personal.

Havenga miró a su jefe en busca de alguna confirmación de seguridad; como el primer ministro asintiera, levantó la voz, con visible asco.

—Tielman Roos ha renunciado a su cargo en la Cámara de Apelaciones —anunció, antes de reclinarse en la silla.

No hacía falta que diera detalles. Tielman Roos era uno de los personajes más pintorescos y conocidos del país. Le llamaban “El león del Norte”, y había sido uno de los más leales entre los partidarios de Hertzog. Cuando los nacionalistas asumieron el poder, le habían nombrado ministro de Justicia y suplente del Primer ministro. Al parecer, estaba destinado a ser el sucesor de Hertzog, su heredero forzoso; entonces se habían interpuesto la mala salud y el desacuerdo con respecto al tema del patrón oro. Retirado de la política, había aceptado un nombramiento en la Cámara de Apelaciones del Tribunal Supremo.

—¿Por su salud? —preguntó Jan Smuts.

—No, por lo del patrón oro —corrigió Havenga, con gravedad—. Piensa declararse públicamente en contra de nuestra adhesión a ese sistema.

—Su influencia es enorme —exclamó Blaine.

—No podemos permitir que arroje dudas sobre nuestra política —coincidió Hertzog—. En estos momentos, una declaración de Roos sería desastrosa. Nuestra primera inquietud debe ser ponernos de acuerdo sobre la política monetaria. Debemos quedar en situación de contestar a su declaración o anticiparnos a ella. Es de vital importancia que ofrezcamos un frente unido.

Su mirada consultó directamente a Smuts.

—Estoy de acuerdo —repuso—. No podemos permitir que nuestra coalición sea desacreditada aun antes de haber llegado a existir.

—Se trata de una crisis —intervino Havenga—, y es preciso manejarla como tal. ¿Podemos conocer su opinión, Ou Baas?

—Ustedes conocen mi opinión. Recordarán que, cuando Gran Bretaña abandonó el patrón oro, les insté a seguir su ejemplo. No quiero reprochárselo a estas alturas, pero desde entonces no he modificado mi punto de vista.

—Explíquenos otra vez sus fundamentos, Ou Baas.

—Por entonces predije que se produciría un vuelco, de la libra de oro sudafricana a la esterlina. El dinero débil siempre desplaza al dinero fuerte. Y no me equivoqué. Eso fue lo que ocurrió —apuntó Smuts, simplemente. Los hombres sentados frente a él pusieron cara de incomodidad—. La pérdida de capitales resultante ha socavado nuestra industria, arrojando a miles y miles de trabajadores a las filas de parados.

—En la misma Gran Bretaña hay millones de desocupados —señaló Havenga, irritado.

—Nuestra negativa a abandonar el patrón oro agravó el desempleo. Ha puesto en peligro nuestra industria aurífera. Los precios de diamantes y lana han descendido brutalmente. Eso ha elevado la depresión hasta el trágico nivel en que nos hallamos.

—Si abandonamos el patrón oro a estas alturas, ¿cuáles serán los beneficios para la industria de nuestro país?

—El primero y más importante: rejuvenecerá nuestra industria de minas auríferas. Si la libra sudafricana alcanza la paridad con la esterlina (y eso es lo que debería ocurrir inmediatamente), eso significará que las minas recibirán siete libras por onza de oro, en vez d las cuatro que reciben actualmente. Es casi el doble. Las minas que han cerrado volverán a abrir. Las otras se expandirán. Se abrirán minas nuevas que proporcionarán trabajo a decenas de miles de negros y blancos, y el capital volverá a fluir hacia nuestro país. Será el cambio decisivo. Tomaremos nuevamente la ruta de la prosperidad.

Los argumentos en favor y en contra iban y venían. Blaine Reitz apoyaban al viejo general. Poco a poco, los dos adversarios retrocedieron ante esa lógica. Por fin, poco después del mediodía Barry Hertzog dijo, súbitamente:

—El momento. Eso provocará una conmoción en la Bolsa Faltan sólo tres días hábiles para Navidad. Debemos retrasar hasta entonces cualquier anuncio y hacerlo sólo cuando la Bolsa esté cerrada.

En la biblioteca reinaba una atmósfera casi palpable. Esa declaración de Hertzog demostró a Blaine que Smuts había ganado, finalmente, la discusión. Sudáfrica abandonaría el patrón oro antes de que reabriera la Bolsa de Valores, en el año nuevo. El coronel experimentó un maravilloso regocijo, una sensación de entusiasmo ante el logro alcanzado. El primer acto de la nueva coalición pondría término a la prolongada agonía económica del país, dándole una promesa de prosperidad y esperanza.

—Todavía tengo suficiente influencia sobre Tielman: puedo pedirle que retrase su anuncio hasta que cierre el mercado…

Hertzog seguía hablando, pero sólo faltaba acordar los detalles.

Aquella noche, después de estrecharla mano de los otros, bajo los frontones blancos de Weltevreden, Blaine se acercó a su Ford, estacionado junto a los robles, embargado por una sensación de fluir en el destino.

Era aquello lo que le había atraído a la arena política: la seguridad de que podía ayudar a cambiar el mundo. Para Blaine, ése era el sentido último del poder: blandirlo como una espada contra los demonios que asolaban a su pueblo y a su patria.

“Me he convertido en parte de la historia” pensó. Y el júbilo lo acompañó por el camino de salida. Su vehículo fue el último en cruzar los magníficos portones de Weltevreden.

Deliberadamente, dejó que el coche del primer ministro, seguido por el Plymouth que conducía Deneys Reitz, cogiera mayor distancia, hasta que ambos desaparecieron por los recodos de la colina. Sólo entonces salió al arcén y esperó algunos minutos, con el motor en punto muerto, mirando por el espejo retrovisor para comprobar que nadie lo veía.

Por fin se puso en marcha otra vez y dio media vuelta. Antes de llegar a los portones de la finca se desvió por un camino lateral que circundaba los Límites de Weltevreden. En cuestión de minutos estaba otra vez en tierras de Centaine, utilizando una de las carreteras posteriores, oculta a la vista del chateau por una plantación de pinos.

Estacionó el Ford entre los árboles y echó a andar por el sendero. Al ver las paredes encaladas de la cabaña, emprendió la carrera; relucían ante él, con los rayos dorados del sol poniente. Era exactamente como Centaine la había descrito.

Se detuvo en el umbral. Centaine no le había oído llegar. Estaba de rodillas junto al hogar sin chimenea, soplando las llamas que se elevaban desde un montón de piñas. La observó un rato desde la puerta, encantado de poder hacerlo sin que ella se diera cuenta. Centaine se había quitado los zapatos; las plantas de sus pies eran rosadas y lisas; tenía tobillos finos, pantorrillas firmes y fuertes, gracias a la equitación y a los paseos, y hoyuelos en el dorso de las rodillas. El no los había visto hasta entonces, y esos hoyuelos le conmovieron. Experimentó esa profunda sensación de ternura que, hasta entonces, sólo había sentido por sus propias hijas, y emitió una leve exclamación.

Centaine se volvió, levantándose de un salto.

—Temí que no vinieras —dijo, corriendo hacia él.

Se acercó, con los ojos brillantes. Tras un largo rato, sin romper el abrazo, interrumpió el beso para observarle la cara.

—Estás cansado —dijo.

—Ha sido un largo día.

—Ven.

Lo llevó de la mano hasta una silla, junto a la chimenea. Antes de que él la ocupara, le quitó la chaqueta y se irguió de puntillas para aflojarle la corbata.

—Siempre he deseado hacer esto por ti —murmuró mientras colgaba la chaqueta en el pequeño armario.

Luego se acercó a la mesa central y le preparó un whisky con soda.

—¿Está bien? —preguntó con nerviosismo.

Blaine tomó un sorbo y asintió.

—Perfecto.

Blaine paseó la mirada por la cabaña, apreciando los ramos de flores, el brillo de la cera reciente en el suelo y los muebles sólidos y sencillos.

—Precioso —comentó.

—He trabajado todo el día para que todo estuviera listo cuando vinieras. —Centaine levantó la vista del puro que estaba preparando—. Aquí vivía Anna antes de casarse con sir Garry. Desde entonces está desocupada. Ahora será nuestra casa, Blaine.

Le llevó un cigarro y le acercó una ramita llameante, hasta que estuvo encendido. Después de poner un cojín de cuero a los pies del coronel, tomó asiento, apoyando en sus rodillas los brazos cruzados, para contemplar su rostro a la luz de las llamas.

—¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

—Bueno… —Parecía pensativo—. ¿Cuánto tiempo me necesitas? ¿Una hora, dos, más?

Y Centaine, radiante de placer, le abrazó las rodillas con fuerza.

—Toda la noche. ¡Será maravilloso!

Había cogido de la cocina de Weltevreden una cesta con provisiones. La cena consistió en ternera y pavo fríos; tomaron vino procedente de sus propios viñedos. Más tarde, ella peló grandes uvas amarillas y se las puso en la boca, de una en una, besándole en los labios entre bocado y bocado.

—Las uvas son dulces —dijo él sonriendo, pero prefiero tus besos.

Por suerte, señor, ni las unas ni los otros escasean.

Centaine preparó café en la chimenea. Lo bebieron juntos, sentados en la alfombra, delante del fuego. Miraban las llamas sin decir palabra. Blaine le acarició los cabellos, finos y oscuros, a la altura de las sienes y en la nuca, hasta que el ambiente sereno adquirió cierta tensión. Cuando le deslizó los dedos por la espalda, la mujer se estremeció y acabó por levantarse.

—¿Adónde vas? —preguntó Blaine.

—Termina de fumar. Después ven y lo sabrás.

Cuando él la siguió al pequeño dormitorio, la encontró sentada en el centro de la cama. Era la primera vez que la veía en camisón. La prenda, de raso amarillo claro, tenía encaje en el cuello y en los puños; su color de marfil antiguo relumbraba a la luz de la vela.

—Qué bella eres —dijo.

—Tú haces que me sienta hermosa —dijo Centaine con gravedad, y le alargó las manos.

Aquella noche el acto sexual fue mesurado y lento, casi majestuoso, en contraste con otras noches, impulsivas y apremiantes. Sólo entonces descubrió Centaine hasta qué punto conocía Blaine su cuerpo y sus necesidades especiales. La satisfacía con calma y habilidad, ganándose por completo su confianza. Esta consideración barrió las últimas reservas de la mujer, llevándola más allá de la noción de sí misma. El cuerpo de Blaine se sumergió en el suyo. Ambos se fundieron de tal modo que la sangre misma parecía mezclarse y el pulso de ambos adquirió idéntico ritmo. Era el aliento de Blaine el que llenaba los pulmones de Centaine. Esta sintió que los pensamientos de él le centelleaban en el cerebro y oyó el eco de sus propias palabras resonando en los tímpanos de su compañero:

—Te quiero, te quiero, te quiero…

—Te quiero, te quiero —respondía él al mismo tiempo. Y los dos fueron uno.

Despertó antes que Centaine. Los pájaros gorjeaban entre los capullos anaranjados de las tacomas, delante de la ventana de la cabaña Un rayo de sol había hallado una ranura entre las cortinas y cortaba el aire como un florete.

Lenta, muy lentamente, para no despertarla, giró la cabeza y observó su rostro. Centaine había dejado caer al suelo la almohada tenía la mejilla aplastada contra el colchón, los labios casi apoyados en el hombro de Blaine y un brazo cruzado en el pecho de éste.

Había un delicado dibujo de venas azules bajo la piel translúcida de los párpados cerrados. Su respiración era tan débil que Blaine se alarmó por un instante. Luego la vio fruncir suavemente el entrecejo y su alarma cedió el paso a la preocupación. Los últimos meses habían dejado diminutas líneas de tensión en las comisuras de la boca y el rabillo de los ojos.

—Mi pobre Centaine.

Sus labios modularon las palabras sin sonido alguno. Poco a poco, el espléndido clima de la noche anterior se borró como la arena bajo la marea creciente de la dura realidad.

—Eres muy valiente. —No había sentido un dolor igual desde que había visto la tumba abierta de su padre—. Si al menos pudiera hacer algo para ayudarte, en este momento de necesidad…

Y al decirlo, un pensamiento acudió a su mente. Dio un respingo tan violento que Centaine, al percibirlo, le volvió la espalda frunciendo nuevamente el entrecejo; en el rabillo de sus ojos latía un nervio. Murmuró algo que no llegó a entender y se quedó quieta, Blaine se tendió a su lado, rígido, tensos todos los músculos, Con los puños apretados y rechinando los dientes, se preguntó horrorizado, furioso y con miedo cómo había podido siquiera pensar semejante cosa. Ahora tenía los ojos muy abiertos, fijos en la brillante moneda que el sol pintaba en la pared opuesta. Se sintió pronto como un hombre atado al potro de tortura, al potro de una tentación terrible.

“Honor.” La palabra le ardía en la mente. “El honor y el deber.” Gruñó en silencio, mientras la otra mitad de su cerebro ardía con la misma fiereza: “El amor.”

La mujer que yacía a su lado no había puesto precio a su amor No había puesto condiciones ni hecho trato alguno. Daba sin pedir nada a cambio. En vez de exigir, había dado libremente, insistiendo en que la felicidad de ambos no fuera sufrimiento para nadie. Había acumulado gratuitamente sobre él todas las dulzuras de su amor, sin, reclamar siquiera el más pequeño de los precios: ni el anillo de oro o la promesa del casamiento, ni juramentos ni garantías. Y él no había ofrecido nada. Hasta aquel momento nada había podido darle como pago.

Por otra parte, Blaine acababa de ser elegido por un hombre lleno de bondad y de grandeza, que depositaba en él una confianza incondicional. Por un lado, el honor y el deber. Por el otro, el amor. Esta vez no había modo de escapar al látigo de su conciencia. ¿A quién traicionaría, al hombre que reverenciaba o a la mujer que amaba? No pudo permanecer quieto un instante más. Con sigilo, apartó la sábana. Los párpados de Centaine temblaron; emitió un leve gemido pero su sueño se hizo más profundo.

Antes de acostarse, le había dejado preparados una navaja limpia y un cepillo de dientes, en el estante del cuarto de baño. Esa muestra de consideración lo tentó más aún. El tormento de la indecisión lo acosaba sin cesar, mientras se afeitaba y se vestía.

Caminó hasta el dormitorio de puntillas y se detuvo junto a la cama.

“Podría irme”, pensó. “Ella jamás conocería mi traición.” Y entonces se sorprendió ante la palabra que había escogido. ¿Era traición mantener intacto su honor, aferrarse a su deber? Apartó el pensamiento con fuerza. Había tomado una decisión.

Extendió una mano y tocó los párpados de Centaine, que se estremecieron. Ella lo miró, con las pupilas muy negras, grandes, descentradas. De inmediato se contrajeron. Hubo una sonrisa cómoda, soñolienta y satisfecha.

—Querido —murmuró—… ¿Qué hora es?

—¿Estás despierta, Centaine?

La mujer se incorporó rápidamente, horrorizada.

—¡Blaine, ya estás vestido! ¡Tan pronto!

—Escúchame. Centaine. Esto es muy importante. ¿Me estás escuchando?

Ella asintió, parpadeando para alejar los últimos vestigios del sueño, y lo miró con seriedad.

—Vamos a abandonar el patrón oro, Centaine —dijo Blaine, con voz áspera, endurecida por la culpa y el autodesprecio—. Ayer tomaron la decisión, Ou Baas y Barry Hertzog. Cuando vuelva a abrirse la Bolsa, en Año Nuevo, habremos dejado el oro.

Centaine lo miró sin comprender, cinco segundos enteros. De pronto, al captar la idea, dilató los ojos; poco a poco, el fuego que los encendía volvió a apagarse.

—Dios mío, cuánto debe de haberte costado decírmelo —murmuró, con voz estremecida por la compasión, pues conocía su sentido del honor y lo profundo de su dedicación—. Me quieres de verdad, Blaine. Ahora estoy convencida.

Sin embargo, Blaine le lanzó una mirada feroz. Centaine nunca le había visto aquella expresión. Casi parecía odiarla por lo que había hecho. Sin poder soportar aquella actitud, se puso de rodillas en el centro de la cama revuelta y le alargó los brazos en actitud suplicante.

—Soy una tumba. No repetiré lo que has dicho.

El rostro de Blaine se contrajo a causa de la culpa.

—En ese caso, habré hecho este sacrificio por nada. —No me odies, Blaine.

La ira se borró del rostro del hombre.

—¿Odiarte? —murmuró con tristeza—. No, Centaine, eso sería imposible.

Y se marchó dando zancadas.

Ella quiso correr tras él, tratar de consolarlo, pero sabía que eso iba más allá de lo posible, aun para un amor tan poderoso. Comprendió que Blaine, como un león herido, necesitaba estar solo, y se quedó escuchando sus fuertes pisadas, que se alejaban por el camino, a través de la plantación.

Sentada ante su escritorio de Weltevreden, a solas, Centaine puso el teléfono de bronce y marfil en el centro de la mesa.

Tenía miedo. Lo que estaba por hacer la pondría mucho más allá de las leyes, tanto de la sociedad como de los tribunales. Iba a iniciar un viaje por territorio inexplorado, un viaje solitario y peligroso que podía acabar en la desgracia y el encarcelamiento.

Cuando sonó el teléfono, dio un respingo y se quedó mirándolo con temor. Volvió a sonar. Centaine tragó aire y descolgó.

—Su llamada a Rablcin y Swales, señora Courtney —dijo su secretario—. Tengo al señor Swales en línea.

—Gracias, Nigel. —Percibió el tono hueco de su propia voz carraspeó para despejarse la garganta.

Señora Courtney. —Era la voz de Swales, el socio más antiguo de aquella firma, dedicada a la correduría de Bolsa; no era la primera vez que trataba con él—. Permítame felicitarle las Pascuas.

—Gracias, señor Swales. —La voz de Centaine sonaba seca, pragmática—. Tengo una orden de compra para usted, señor, me gustaría que la cumpliera antes de que cierre el mercado, hoy mismo.

—Desde luego —dijo Swales—. Nos ocuparemos de ella in mediatamente.

—Quiero que compre quinientas mil de East Rand Proprietary Mines —dijo.

Hubo un silencio en el auricular.

—Quinientas mil, señora Courtney —repitió Swales—. ERPM está a veintidós con seis. Eso representa casi seiscientas mil libras. —Exactamente.

—Señora Courtney… —Swales se interrumpió.

—¿Hay algún problema, señor Swales?

—No, ninguno en absoluto. Me ha cogido por sorpresa, nada más, por la magnitud de la orden. Me dedicaré ahora mismo.

—Le enviaré por correo un cheque por el total en cuanto reciba la notificación de la compra. —Después de una pausa, Centaine añadió gélidamente—: A menos que quiera usted un adelanto, claro está.

Contuvo el aliento. Le sería imposible reunir siquiera el adelanto que el señor Swales tenía derecho a pedir.

—Por favor, señora Courtney… No habrá pensado que… Debo disculparme, sinceramente, por haberle hecho pensar que ponía en tela de juicio su solvencia. No hay ningún apuro, en absoluto. Le enviaré por correo la notificación, como de costumbre. Usted siempre tiene crédito en Rabkins y Swales. Espero poder confirmarle la compra mañana por la mañana, lo más tarde. Como bien sabe usted, mañana es el último día de operaciones antes del cierre navideño.

Las manos de Centaine temblaron con tanta violencia que le costó poner el auricular en la horquilla.

—¿Qué he hecho? —susurró.

Conocía bien la respuesta. Acababa de cometer una estafa, delito para el cual existía una pena máxima de diez años de prisión. Había contraído una deuda que no tenía posibilidad de pagar. Estaba en bancarrota y lo sabía, pero acababa de cargarse con otra obligación por medio millón de libras. Presa de súbitos remordimientos, alargó la mano hacia el teléfono para cancelar la orden, pero el aparato sonó antes de que lo tocara.

—Señora Courtney, tengo al señor Anderson, de Hawkes y Giles, en la línea.

—Pásemelo, por favor. —Se sorprendió de que la voz no le temblara al decir con indiferencia—: Señor Anderson, tengo una orden de compra para ustedes.

Hacia mediodía había telefoneado a siete corredores de Bolsa, todos de Johannesburgo, para ordenar la compra de acciones de compañías auríferas por valor de cinco millones y medio de libras. Por fin le falló el coraje.

—Cancele las otras dos llamadas, Nigel, por favor —dijo, con, serenidad.

Y corrió a su baño privado, en el extremo del corredor, cubriéndose la boca con las manos.

Llegó apenas a tiempo y cayó de rodillas frente al blanco inodoro de porcelana, donde vomitó un chorro violento, con el que liberó su terror, su vergüenza, su culpabilidad. Siguió haciendo arcadas y vomitando hasta que su estómago quedó vacío. Los músculos del pecho le dolían, le ardía la garganta como si se la hubieran desollado con ácido.

El día de Navidad había sido siempre una fecha muy especial para Centaine desde la niñez de Shasa, pero aquella mañana se despertó de un humor muy sombrío.

Aún en bata, ambos intercambiaron sus regalos en las habitaciones de Centaine. El le había pintado una tarjeta especial decorada con flores silvestres desecadas. Su regalo fue la última novela Francois Mauriac, Nudo de víboras; en la primera página había escrito: “Pase lo que pase, aún nos tenemos el uno al otro. Shasa”.

El regalo de Centaine para él fue un casco de piloto, con las gafas. El la miró asombrado, pues su madre había dejado claro que se oponía a verle volar.

—Sí, chéri. Si quieres aprender a pilotar, no te lo impediré.

—¿Podemos pagar semejante cosa, Mater? Es decir, ya sabes.

—Deja que yo me preocupe por eso.

—No, Mater. —Shasa meneó firmemente la cabeza—. Ya no soy una criatura. De ahora en adelante te voy a ayudar. No quiero nada que complique más las cosas para ti… para los dos.

Ella corrió a abrazarle, oprimiendo su mejilla contra la del hijo para que él no le viera el brillo de las Lágrimas en los ojos.

—Somos hijos del desierto. Sobreviviremos, querido.

Pero el humor de Centaine sufrió grandes cambios durante el resto del día, mientras representaba el papel de gran señora del castillo de Weltevreden. Recibió a los numerosos visitantes, sirvió jerez y bizcochos, cambió regalos con todo el mundo, siempre riendo, encantadora. De pronto, con el pretexto de vigilar a los criados, corría a encerrarse en el estudio, con las cortinas corridas, y allí luchaba contra la depresión, las dudas y los terribles presentimientos. Shasa parecía comprender; cuando ella desaparecía, ocupaba su lugar, súbitamente maduro y responsable, prestándole una ayuda que nunca, hasta entonces, le había sido solicitada.

Muy poco antes del mediodía, uno de sus visitantes se presentó con noticias que permitieron a Centaine olvidar, durante un breve tiempo, sus propios temores. El reverendo Canon Birt era el director de Bishops, y se apartó con Centaine y Shasa unos instantes.

—Usted sabe, señora Courtney, que el joven Shasa se ha ganado una fama excelente en Bishops. Por desgracia, este próximo año será el último que pase con nosotros. Le echaremos de menos. Sin embargo, no la cogeré por sorpresa si le digo que lo he seleccionado para que sea el capitán de la escuela en el próximo semestre, y que el cuerpo directivo ha aprobado mi elección.

—Por favor, Mater, frente al señor director, no —susurró Shasa, atormentado por el bochorno, cuando la madre le abrazó jubilosamente.

Ella, deliberadamente, le besó en ambas mejillas, según la costumbre que él denominaba “francesa”.

Eso no es todo, señora Courtney. —Canon Birt sonrió ante ese despliegue de orgullo maternal—. El cuerpo directivo me ha pedido que la invite a formar parte de él. Usted será la primera mujer… bueno, la primera gran señora que participe en esa institución.

Centaine estuvo a punto de aceptar, pero la premonición de una inminente catástrofe financiera, como si fuera la sombra del hacha del verdugo, le nubló la vista.

—Sé que usted es una persona muy ocupada… —añadió el director, como para incitarla.

—Me siento muy honrada, señor —dijo ella—, pero debo tener en cuenta algunos problemas personales. ¿Podría darle mi respuesta en el año nuevo?

—Siempre que no sea un rechazo definitivo…

—No, se lo aseguro. Si me es posible, aceptaré.

Una vez despachado el último de los invitados. Centaine pudo, reunir a la familia, incluidos sir Garry, Anna y los amigos más íntimos, para ir al campo de polo, donde se llevaría a cabo el siguiente acto de la tradicional fiesta navideña en Weltevreden.

Allí se había congregado todo el personal de color, con hijos y padres ancianos, además de los empleados antiguos, jubilados por estar demasiado viejos para trabajar, y de todas las personas que dependían de Centaine. Vestían las galas domingueras, en una maravillosa variedad de estilos, cortes y colores; las niñas llevaban cinta: en el pelo; los niños más pequeños, por una vez, iban calzados.

La banda de la finca, formada por violines, acordeones y banjos, dio la bienvenida a la patrona. El canto, la voz misma de África, era melodioso y bello. Ella tenía un regalo para cada una de aquellas personas, y los fue entregando junto con un sobre que contenía una bonificación navideña. Algunas de las más ancianas, fortalecidas por su antigüedad y por la ocasión, le dieron un abrazo; el ánimo de Centaine era tan precario que esas espontáneas demostraciones; de afecto la hicieron sollozar otra vez, como comenzaron a hacer las otras mujeres.

Aquello se estaba convirtiendo rápidamente en una orgía sentimental. Shasa se apresuró a indicar a la banda que tocara algo alegre, y los músicos eligieron Alabama, la antigua canción que conmemoraba el paso del barco confederado por las aguas del Cabo para capturar al Sea Bride, el 5 de agosto de 1803.

Después, Shasa supervisó la apertura del primer tonel, lleno de vino dulce de la finca. Casi de inmediato se secaron las lágrimas volvió el humor festivo.

Una vez que los corderos estuvieron goteando grasa en las parrillas, abierto ya el segundo tonel, el baile fue borrando las inhibiciones; las parejas más jóvenes comenzaron a escabullirse hacia los viñedos. Entonces Centaine reunió al grupo de la casa grande y dejó solos a los empleados.

Al pasar por el viñedo hugonote, oyeron risas y forcejeos entre las viñas, tras la pared de piedra. Sir Garry comentó, comprendo:

—No creo que en Weltevreden vaya a faltar mano de obra en un futuro previsible. Parece que se está plantando una buena cosecha. Eres tan desvergonzado como ellos —bufó Anna.

Pero ella misma rió por lo bajo, como las jóvenes del viñedo, pues él le había susurrado algo al oído, estrechando su gruesa cintura.

Aquella pequeña muestra de intimidad provocó en Centaine una punzada de soledad. Pensó en Blaine, nuevamente con deseos de llorar. Pero Shasa, como si percibiera su dolor, la cogió de la mano y la hizo reír con uno de sus chistes tontos.

La cena familiar era parte de la tradición. Antes de comer, Shasa leyó en voz alta un trozo del Nuevo Testamento, tal como lo había hecho en cada Navidad, desde su sexto cumpleaños. Después, él y Centaine distribuyeron los regalos amontonados al pie del árbol. El salón se llenó con el susurro del papel y las exclamaciones de agrado.

La cena consistió en pavos asados y un buen trozo de carne, seguido por el rico pudín navideño. Shasa encontró en su porción la moneda de oro de la buena suerte, como todos los años, sin saber que Centaine la había puesto cautelosamente al servir. Cuando todos se retiraron, saciados y soñolientos, cada uno a su dormitorio.

Centaine se escabulló por los ventanales de su estudio y cruzó corriendo la plantación, para irrumpir en la cabaña.

Blaine la estaba esperando. Y ella corrió hacia él.

—Tendríamos que estar juntos. En Navidad y todos los días.

El la acalló con un beso, haciendo que se odiara íntimamente por la tontería que acababa de decir. Centaine se echó atrás en sus brazos, con una sonrisa brillante.

—No pude envolver tu regalo de Navidad. La forma no se adaptaba y la cinta no quedaba en su sitio. Tendrás que aceptarlo al natural.

—¿Dónde está?

—Sígame, señor, y le será entregado. Algo más tarde, él dijo:

—Este sí que es el regalo más bonito que me han hecho nunca. ¡Y muy útil, además!

En el día de Año Nuevo no había periódicos, pero Centaine escuchó todos los informativos de la radio, de hora en hora. No se mencionó el patrón oro ni otros temas políticos. Blaine se había ido; pasó el día ocupado en reuniones y discusiones relativas a su candidatura en las próximas elecciones parlamentarias de Gardens. Shasa estaba en una de las fincas vecinas, invitado a pasar algunos días. Centaine se vio sola con sus dudas y sus miedos.

Leyó hasta pasada la medianoche. Después, tendida en la oscuridad, sólo pudo dormir a ratos, asolada por las pesadillas. En cada oportunidad despertaba con un sobresalto y volvía a su sueño inquieto.

Mucho antes del amanecer, abandonando todo intento de descansar, se vistió con ropas de montar y una chaqueta forrada con piel de oveja. Después de ensillar a su potro favorito, recorrió en la oscuridad poco menos de ocho kilómetros hasta la estación ferroviaria de Claremont, para esperar el primer tren de Ciudad del Cabo.

Estaba aguardando en el andén cuando los paquetes de periódicos cayeron al cemento, desde el vagón de carga. Los vendedores negros se precipitaron sobre ellos, charlando y riendo, y dividiendo los paquetes para su distribución. Centaine arrojó un chelín de plata al más próximo y desplegó la publicación.

Los titulares ocupaban la mitad de la primera página, y la hicieron tambalear.

SUDÁFRICA ABANDONA EL PATRÓN ORO GRAN INCENTIVO PARA LAS MINAS AURÍFERAS

Apenas paseó la mirada por el artículo, pues no lograba entender nada más. Aún aturdida, volvió a Weltevreden. Sólo al llegar a los portones captó el asunto en toda su dimensión. Weltevreden seguía siendo suya; lo sería siempre. Se levantó en los estribos y gritó de alegría; poniendo al caballo a todo galope, le hizo franquear el muro de un salto y correr entre las hileras de vides.

Después de dejar al animal en su establo, cubrió corriendo todo el camino hasta el chateau. Necesitaba hablar con alguien. Si hubiera podido hacerlo con Blaine… Pero en el comedor estaba sir Garry siempre el primero en desayunar.

—¿Te has enterado, querida? —exclamó entusiasmado al ver la entrar—. Lo oí en el informativo de las seis. Abandonamos el patrón oro. ¡Hertzog se ha decidido! ¡Cuántas fortunas ganadas perdidas habrá hoy! Los que tengan acciones de oro van a duplicar a triplicar su dinero. Querida, ¿te ocurre algo?

Centaine se había dejado caer en la silla, a la cabecera de la mesa.

—No, no. —Negó frenéticamente con la cabeza—. No pasa nada, ya no. Todo está bien. Maravilloso, magnífico, estupendamente bien.

Blaine telefoneó a la hora de almorzar. Era la primera vez que llamaba a Weltevreden, y su voz sonaba hueca y extraña en la línea ruidosa. Sin dar su nombre, se limitó a decir:

—En la cabaña, a las cinco.

—Si, allí estaré.

Centaine habría querido decir más, pero la comunicación se cortó.

Bajó una hora antes a la cabaña, con flores frescas, sábanas recién planchadas para la cama y una botella de champán. Cuando él entró en el salón, ya lo estaba esperando.

—No tengo palabras para expresar adecuadamente mi gratitud —dijo.

—Así lo prefiero, Centaine —dijo él, con seriedad—. ¡Sin palabras! No volveremos a hablar de eso. Trataré de convencerme de que no pasó nada. Por favor, promete que no lo mencionarás nunca, mientras vivamos y nos amemos.

—Te doy mi solemne palabra —aseguró ella. De inmediato, el alivio y la alegría ascendieron en burbujas. Le besó, riendo—. ¿No vas a abrir el champán? —Y levantó la copa desbordante, repitiendo esas palabras como un brindis—: Mientras vivamos y nos amemos, querido mío.

La Bolsa de Valores de Johannesburgo reabrió el 2 de enero. En la primera hora se pudieron efectuar muy pocas transacciones, pues el local era un campo de batalla; los agentes se hacían pedazos, pidiendo atención a gritos. A la hora del cierre, el mercado estaba establecido en sus nuevos niveles después de una buena sacudida.

Swales, de Rabión y Swales, fue el primero en telefonear a Centaine. Su tono era optimista y efervescente como el mercado.

—Mi querida señora Courtney. —Dadas las circunstancias, Centaine dejó pasar la familiaridad—. Su sincronización ha sido casi milagrosa. Como usted sabe, no pudimos, por desgracia, cumplir con toda su orden de compra. Sólo pudimos conseguir cuatrocientas cuarenta mil acciones de ERPM, a un promedio de veinticinco chelines de precio. El volumen de su compra impulsó el precio en dos y seis puntos. Sin embargo… —Centaine casi le oyó hincharse para hacer su gran anuncio—. Sin embargo, me complace decirle que, esta mañana, las acciones de ERPM se están cotizando a cinco chelines con cinco y siguen subiendo. Espero llegar a sesenta chelines antes de que termine la semana.

—Venda —ordenó Centaine, tranquilamente. Le oyó ahogarse al otro lado de la línea.

—Si me permite darle un consejo…

—Venda —repitió ella—. Venda todo.

Y colgó. Con la vista perdida por la ventana, trató de calcular sus ganancias, pero el teléfono volvió a sonar antes de que hiciera la suma. Uno tras otro, sus agentes de Bolsa informaron, triunfalmente, sobre los contratos que habían adquirido en su nombre. Por fin hubo una Llamada desde Windhoek.

—Doctor Twentyman-Jones —dijo, reconociéndolo instantáneamente—, cuánto me alegra oír su voz.

—Señora Courtney, tengo una buena noticia —dijo el ingeniero con expresión lúgubre—. La Mina Hani volverá a dar beneficios a pesar de los límites que De Beers nos impone.

—Hemos pasado el mal trago —dijo Centaine con entusiasmo.

—Todavía ha de llover mucho —dijo Twentyman-Jones—. Yo no me precipitaría. No por mucho madrugar, amanece más temprano.

—Le quiero, doctor. —Centaine se echó a reír, encantada. Hubo un silencio horrible que levantó ecos en mil quinientos kilómetros de cable—. Estaré allí en cuanto pueda escapar de esto. A partir de ahora tendremos mucho trabajo, usted y yo.

Colgó y fue en busca de Shasa. Estaba en los establos, conversando con sus palafreneros, que embetunaban los arneses, sentados al sol.

Chéri, voy a Ciudad del Cabo. ¿Me acompañas?

—¿Y para qué quieres ir hasta allí, Mater?

—Es una sorpresa.

No había manera más infalible para conseguir toda la atención de Shasa. El muchacho dejó caer el arnés que estaba lustrando y se levantó de un salto.

El entusiasmo de Centaine era contagioso. Ambos estaban riendo cuando entraron en el salón de ventas de Porters Motors. El gerente salió de su despacho a toda prisa.

—Cuánto tiempo sin verla, señora Courtney. ¿Puedo desearla un feliz y próspero año nuevo?

—Empieza bien en ambos aspectos —confirmó ella, sonriendo. Y hablando de felicidad, señor Tims, ¿cuándo podrá entregarme un Daimler nuevo?

—¿Amarillo, naturalmente? ¡Y con bordes negros, naturalmente!

¿Con los accesorios de costumbre? ¿Tocador y armario para cóctel?

—Con todo eso, señor Tims. Cablegrafiaré a nuestra oficina de Londres inmediatamente. ¿En cuatro meses, digamos, señora Courtney?

—Digamos mejor en tres meses, señor Tims.

Shasa apenas pudo contenerse hasta que salieron a la acera. —Mater, ¿te has vuelto loca? ¡Somos pobres!

—Bueno, chéri, seamos pobres con un poco de clase. —Y ahora, ¿adónde vamos?

—Al correo.

Ante el mostrador de telégrafos, Centaine redactó un telegrama para Sothebys, de Bond Street.

Venta descartada. STOP. Por favor cancelen preparativos.

Después fueron a almorzar a un hotel de Mount Nelson.

Blaine había prometido encontrarse con ella en cuanto pudiera escapar de la reunión en la que se analizaría el posible gabinete de coalición. Cumplió con su palabra; la estaba esperando en el bosque de pinos. Al ver su expresión, la alegría de Centaine se marchitó.

—¿Qué pasa, Blaine?

—Caminemos un poco, Centaine, Me he pasado el día encerrado.

Subieron las cuestas de Karbonkelberg, detrás de la finca. En la cima, sentados en un tronco caído, contemplaron un magnífico crepúsculo.

—“Éste fue el cabo más bello que descubrimos en todo nuestro viaje alrededor de la tierra…” —dijo, citando erróneamente el libro de bitácora de Vasco de Gama.

Pero Blaine no la corrigió como ella esperaba.

—Cuéntame, Blaine —insistió, cogiéndole del brazo.

Él la miró de frente.

—Isabella —dijo, sombrío.

—¿Tienes noticias de ella? —El ánimo de Centaine dio otro tumbo ante ese nombre.

—Los médicos no pueden hacer nada. Volverá en el próximo buque correo que zarpe de Southampton.

En el silencio que siguió, el sol se hundió en el mar de plata, llevándose la luz del mundo. El alma de Centaine quedó igualmente en sombras.

—Qué ironía —susurró—. Gracias a ti lo tengo todo en esta vida, salvo lo que más deseo: tú, amor mío.

Las mujeres molieron el mijo en los morteros de madera hasta convertirlo en una harina blanca, tosca y suelta, con la que llenaron una de las bolsas de cuero.

Swart Hendrick, seguido por su hermano Moses, abandonó el kraal llevando la bolsa, al elevarse la luna nueva, y se deslizó silenciosamente por el barranco, en medio de la noche. Mientras Hendrick montaba guardia, Moses trepó al viejo nido de búhos y descendió trayendo los paquetes de papel grueso.

Siguieron caminando a lo largo del barranco hasta que no hubo posibilidades de que les vieran desde la aldea; aun entonces ocultaron cautelosamente la pequeña fogata que encendieron entre las piedras. Hendrick rompió los paquetes y echó los diamantes en una pequeña calabaza, mientras Moses preparaba una pasta en otra calabaza, mezclando la harina de mijo con agua, hasta dejar una masa blanda.

Hendrick, minuciosamente, quemó las envolturas de papel y revolvió las cenizas hasta reducirlas a polvo. Cuando eso estuvo hecho, hizo una señal a su hermano menor. Moses volcó la masa en las brasas encendidas. Cuando comenzó a burbujear, el mayor de los hermanos sepultó las piedrecitas relucientes en la masa sin levadura.

Moses murmuraba con tristeza, mientras las tortas de mijo se iban endureciendo. Parecía un ritual de hechicería:

—Estas son piedras de la muerte. De ellas no recibiremos alegría. Los blancos las quieren demasiado; son las piedras de la locura y la muerte.

Hendrick, sin prestarle atención, dio forma a las hogazas que se estaban cocinando; entornaba los ojos para protegerlos del humo y se sonreía secretamente. Cuando las tortillas quedaron muy hechas por debajo, les dio la vuelta y dejó que se cocinaran hasta que adquirieron la dureza de un ladrillo. Entonces las retiró del fuego y las puso a enfriar. Por fin guardó ese tosco pan en la bolsa de cuero, y ambos regresaron silenciosamente a la aldea dormida.

Por la mañana se marcharon temprano. Las mujeres les acompañaron uno o dos kilómetros, ululando luctuosamente y entonando la canción de despedida. Ellos las dejaron atrás, sin echarles un solo vistazo. Avanzaban hacia el horizonte profundo y oscuro, llevando sus bultos en equilibrio sobre la cabeza. Aunque no reparaban en eso todos los días, se repetía esa pequeña escena en un millar de aldeas, a lo largo de todo el subcontinente.

Días más tarde, los dos hombres, siempre a pie, llegaron al puesto de reclutamiento. Era un almacén general consistente en un espacio único y grande; el edificio era el único de un remoto cruce de vías, al borde del desierto. El comerciante blanco aumentaba sus precarias transacciones comprando pellejos de vaca a las tribus nómadas de la zona y reclutando empleados para “Wenela”.

“Wenela” era la sigla de Witwatersrand Native Labour Association (Asociación de Trabajadores Nativos de Witwatersrand), una empresa omnipresente que extendía sus tentáculos por la vasta sabana Africana. Desde las cumbres de las montañas del Dragón, en Basutolandia, hasta los pantanos de Zambeze y Chobe, desde las tierras sedientas del Kalahari hasta los bosques pluviales de la alta meseta de Niasalandía, congregaba a los negros que llegaban en pequeños grupos, canalizándolos primero en un arroyo y, finalmente, en un poderoso río, que corría interminablemente hasta los fabulosos campos auríferos de la Cordillera de Aguas Blancas, la Witwatersrand del Transvaal.

El comerciante observó con ligereza a aquellos dos nuevos candidatos, plantados en silencio ante él. Sus rostros se mantenían deliberadamente inexpresivos, con los ojos en blanco; era la única defensa perfecta del negro Africano en presencia del hombre blanco.

—¿Nombre? —preguntó el comerciante.

—Henry Tabaka. —Hendrick había elegido el nuevo nombre para ocultar su parentesco con Moses; además, así descartaba cualquier vinculación casual con Lothar De La Rey y el robo.

—¿Nombre? —repitió el comerciante, mirando a Moses.

—Moses Gama. —Lo pronunció con la ge gutural.

—¿Han trabajado antes en alguna mina? ¿Saben inglés? Basie.

Se mostraban obsequiosos y el comerciante sonrió.

—¡Bien, muy bien! Cuando vuelvan de Goldi serán hombres ricos. Muchas mujeres. Mucho flacaflaca, ¿eh? —Con una sonrisa rijosa, entregó a cada uno una tarjeta verde de Wenela y un billete de autobús—. El autobús vendrá pronto. Esperen fuera —ordenó.

Y de inmediato perdió todo interés por ellos. Ya había ganado las comisiones de reclutamiento, una guinea por cabeza; era dinero fácil y allí acababan sus obligaciones con los reclutados.

Esperaron al pie del retorcido espino, a un lado del almacén. Pasaron cuarenta y ocho horas antes de que el autobús del ferrocarril apareciera dando tumbos, haciendo ruido y exhalando humo azul por el tubo de escape.

El vehículo se detuvo brevemente y arrojaron sus flacos bultos al portaequipajes, que ya estaba repleto de calabazas, cajas, fardos, cabras atadas y jaulas de corteza entretejida con aves de corral en su interior. Luego subieron al cargado transporte y se apretaron en uno de los duros bancos de madera. El vehículo pedorreó y siguió bailoteando por la planicie; los pasajeros negros, amontonados hombro contra hombro, saltaban y se mecían en idéntico compás.

Dos días después, el autobús se detuvo ante unos portones de alambre espinoso; era un puesto de Wenela, en las afueras de Windhoek. Casi todos los pasajeros (todos hombres jóvenes) descendieron del vehículo y miraron alrededor, perdidos, hasta que los llamó un corpulento capataz negro, que lucía las placas de bronce de la autoridad en el brazo y un látigo largo en la mano. Los organizó en una hilera y los condujo a través de los portones.

El gerente blanco del puesto estaba sentado en la galería de la oficina, con las botas apoyadas en el bajo muro y una botella de cerveza alemana junto al codo, abanicándose con su sombrero. El capataz negro fue empujando a los nuevos reclutas, uno a uno, para que él los estudiara. El gerente rechazó a uno solo; era un hombre flaco, que apenas tuvo fuerzas para arrastrarse hasta la galería.

—Ese hijo de puta se cae de tuberculosis. —Tomó un sorbo de cerveza—. Échalo de aquí. Que se vaya.

Cuando vio a Hendrick enderezó la espalda en la silla y dejó el vaso de cerveza.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó.

—Tabaka.

—Coño, hablas inglés. —El gerente entornó los ojos. Sabía distinguir inmediatamente a los que darían problemas; en eso consistía su trabajo. Los reconocía por los ojos, que lucían con un brillo de inteligencia y agresividad. Los reconocía por el modo de caminar y de erguir los hombros; ese negrazo ceñudo y erguido iba a dar muchos problemas.

—¿Te has metido en Líos con la policía, muchacho? —volvió a preguntar—. ¿Robaste ganado? ¿Mataste a tu hermano? ¿Te flacaflaqueaste a su mujer, tal vez? ¿Eh?

Hendrick le miró inexpresivamente.

—Responde, muchacho.

—No.

—Cuando te dirijas a mí, llámame Baas, ¿entendido?

—Si, Baas —dijo Hendrick, cautelosamente.

El gerente abrió el informe policial que tenía en la mesa, a su lado, y lo hojeó lentamente, levantando la vista sin previo aviso para sorprender cualquier señal de culpabilidad o aprensión en la cara de Hendrick. Pero el negro se había puesto nuevamente la máscara Africana: muda, resignada e inescrutable.

—Cielos, cómo apestan. —Arrojó la carpeta a la mesa y ordenó al capataz negro—: Llévatelos.

Con la botella y el vaso en la mano, volvió a su oficina.

—Deberías saber que eso no se hace, hermano —susurró Moses mientras los conducían hacia la hilera de chozas—. Cuando te encuentres con una hiena blanca hambrienta, no le pongas la mano en la boca.

Hendrick no respondió.

Tuvieron suerte; la cuota de reclutamiento estaba casi completa; ya había trescientos negros esperando en las chozas, tras la cerca de alambre de púas. Algunos llevaban diez días allí; era hora de iniciar la siguiente etapa del viaje, de modo que Hendrick y Moses no se vieron obligados a soportar otra espera interminable. Esa noche, tres vagones de ferrocarril fueron puestos sobre la línea que corría junto al campamento. Los capataces les despertaron antes del amanecer.

—Coged vuestras cosas. Shayilel Ha llegado la hora. El tren espera para llevaros a Goldi, el lugar del oro.

Volvieron a formar en fila y fueron respondiendo a medida que se pasaba lista. Después marcharon hacia los vagones.

Allí había otro encargado blanco. Era alto, bronceado por el sol, y llevaba las mangas de la camisa muy subidas para que se le vieran los bíceps. Del sombrero negro, informe, brotaban mechones de pelo rubio. Sus facciones eran lisas, de corte eslavo; tenía los dientes torcidos y manchados de tabaco; sus ojos eran de un color azul claro y neblinoso. Sonreía perpetuamente, de un modo blando e idiota, aspirando el aire por el agujero de un diente negro. De la muñeca, por medio de una tira de cuero, le colgaba un Látigo de hipopótamo. De vez en cuando, sin motivo visible, tocaba con la punta del látigo las piernas desnudas de algún hombre, cuando pasaba ante él; más que crueldad deliberada, era un acto indiferente, nacido del desinterés y el desdén; aunque el golpe era liviano como una pluma, dolía como un aguijonazo, y la víctima aceleraba el ascenso de la escalerilla, con una exclamación ahogada.

Cuando Hendrick llegó a su lado, los labios del capataz descubrieron los dientes picados y la sonrisa se ensanchó. El gerente del campamento le había señalado al gigantesco ovambo.

“Uno de los malos”, le habían advertido. “Vigílalo. No dejes que se propase.”

Al tocar con el látigo la sensible carne de la corva de Hendrick, imprimió al golpe la fuerza de su muñeca.

—¡CheCha! —ordenó—. ¡Daos prisa!

Y el látigo se envolvió a la pierna de Hendrick. No llegó a abrir la piel, pues el hombre era experto en eso, pero dejó una magulladura violeta en la piel oscura y aterciopelada.

Hendrick se detuvo en seco, con la otra pierna levantada hasta el primer peldaño y la mano libre asida a la barandilla. Sin soltar el bulto que sostenía sobre el hombro, giró lentamente la cabeza hasta mirar de frente los ojos desteñidos del capataz.

—Sí-le acicateó el blanco con voz suave.

Por primera vez había una chispa de interés en sus ojos. Alteró sutilmente su postura, poniéndose de puntillas.

—¡Si! —repitió.

Quería entenderse con ese negro piojoso allí mismo, delante de los otros. Pasarían cinco días en esos vagones, cinco días calurosos, con sed, que pondrían de punta los nervios y alterarían el humor. A él le gustaba arreglar eso al principio del viaje. Sólo hacía falta uno; si daba un buen ejemplo allí, antes de partir, se ahorraba un montón de problemas posteriores. De ese modo, todo el mundo sabía qué le esperaba si se alborotaba un poco. Sabía por su experiencia que nadie molestaba lo más mínimo después de esas demostraciones.

—Vamos, kaffir.

Bajó la voz aun más para dar al insulto un tono más personal e intenso. Le gustaba aquella parte del trabajo y la hacía muy bien. Ese bastardo arrogante no estaría en condiciones de viajar cuando terminaran de arreglar cuentas. No serviría de mucho, con cuatro o cinco costillas hundidas y, tal vez, la mandíbula fracturada.

Hendrick fue demasiado rápido para él. Subió la escalerilla de un salto, dejando al capataz al lado del vagón, Listo para afrontar el ataque, con el mango del látigo preparado para clavarse en el cuello de Hendrick, cuando avanzara.

El movimiento del ovambo cogió al capataz completamente por sorpresa. Cuando trató de alcanzar las piernas de Hendrick con un buen latigazo, llegó medio segundo tarde y el golpe quedó silbando en el aire.

Moses, que seguía a su hermano, vio la expresión asesina del blanco.

—Esto no ha terminado —advirtió a Hendrick, mientras ambos dejaban sus bultos en las rejillas para el equipaje. Se ubicaron en los duros bancos de madera que corrían a lo largo del vagón—. Te atacará otra vez.

A media mañana, los tres vagones fueron acoplados a un tren largo de vagones mejores. Tras unas horas de sacudidas y falsas partidas, la caravana ascendió lentamente por las colinas y fue hacia el sur.

Ya avanzada la tarde, el tren se detuvo media hora en una pequeña estación, donde cargaron un carro con comida en el coche principal. Ante los ojos claros del capataz blanco, los dos encargados negros hicieron circular el carro por los coches atestados: cada uno de los reclutas recibió un pequeño plato de lata, Lleno de maíz blanco, sobre el cual se había puesto un cucharada de guiso de alubias.

Cuando llegaron al asiento de Swart Hendrick, el capataz blanco apartó a sus ayudantes y cogió el plato para servir la porción de Hendrick.

—Debemos cuidar de este kaffir —dijo, en voz alta—. Tiene que estar fuerte para trabajar en Goldi.

Y puso una segunda porción de guiso en el plato, para ofrecerlo al ovambo.

—Toma, kaffir.

Pero cuando Hendrick alargó la mano hacia el plato, el hombre lo dejó caer al suelo. El guiso caliente salpicó los pies del gigantesco negro, en tanto el capataz pisaba la masa de maíz, aplastándola con su bota. Luego dio un paso atrás, con una mano en la empuñadura de su cachiporra, sonriendo con toda la cara.

—¡Epa!, negro piojoso, qué torpe eres. No se sirve más que una ración. Si quieres comerla del suelo, es cosa tuya.

Esperó con nerviosismo la reacción de Hendrick. Con una mueca de desencanto, vio que el otro bajaba la vista y se inclinaba para recoger la pasta de maíz, haciendo una bola entre los dedos, que luego se puso en la boca y masticó como un tonto.

—Estos negros de mierda son capaces de comer cualquier cosa, hasta su propio excremento —bramó el hombre.

Y continuó su marcha.

Las ventanas del vagón tenían barrotes; las puertas de ambos extremos estaban cerradas con llave y por fuera con candado. El capataz llevaba en el cinturón el llavero, con el que había asegurado cuidadosamente todas las puertas a su paso. Sabía, por experiencia, que muchos de los reclutas tenían malos presentimientos al iniciarse el viaje; impulsados por la nostalgia y el miedo creciente a lo desconocido, por la perturbadora novedad de cuanto les rodeaba, comenzaban a desertar; algunos llegaban a saltar desde el coche en movimiento. El capataz hacía una ronda de vez en cuando y contaba minuciosamente las cabezas, aun en medio de la noche. Cuando pasaba junto a Hendrick, enfocaba el rayo de su linterna contra la cara del hombre dormido, para despertarlo cada vez que recorría los coches.

Jamás cejaba en sus esfuerzos por provocar a Hendrick; se había convertido en un desafío, una especie de contienda entre ambos. El sabía que allí había algo; lo había visto en los ojos de Hendrick: sólo un destello de violencia, amenaza y energía.

Y estaba decidido a apagarlo, a sacarlo a la luz, donde pudiera hacerlo trizas.

—Paciencia, hermano —susurraba Moses a Hendrick—. Contén tu ira. Adminístrala con cuidado. Déjala crecer hasta que puedas ponerla a tu servicio.

Hendrick confiaba cada vez más en el consejo de su amigo a medida que transcurrían los días. Moses era inteligente y persuasivo; su lengua, rápida para elegir la palabra debida. Y aquel don especial que poseía hacía que los otros hombres le escucharan con atención.

Aquellas dotes especiales quedaron demostradas en las jornadas siguientes. Al principio, Moses hablaba sólo con los hombres que se sentaban cerca de él, en el coche atestado y caluroso. Les contaba cómo sería el sitio al que iban, cómo les tratarían los blancos, qué se esperaba de ellos y cuáles serían las consecuencias si desilusionaban a los nuevos patrones.

Las caras negras que le rodeaban, escuchando, expresaban atención. Los que se hallaban más lejos no tardaron en estirar el cuello para captar sus palabras:

—Habla más alto, Gama. Habla para que todos podamos oír tus palabras.

Moses Gama elevaba la voz, su clara y atractiva voz de barítono, y todos atendían con respeto.

—En Goldi habrá muchos negros, más de los que vosotros creéis posible. Zulús, xhosas, ndebeles, swazis, nyasas… Cincuenta tribus diferentes, y otros tantos idiomas, que no habéis oído nunca. Algunos serán enemigos tradicionales de las tribus a las que vosotros pertenecéis; esperarán como hienas la oportunidad de arrojarse contra vosotros. A veces, cuando estéis muy abajo, donde siempre es de noche, estaréis a merced de esos hombres. Para protegeros, debéis poneros bajo la dirección de un hombre fuerte. A cambio de su protección, tenéis que dar a ese jefe obediencia y lealtad.

Muy pronto, todos llegaron a reconocer que Moses Gama era ese líder fuerte. En cuestión de días se convirtió en el jefe indiscutido del coche tres. Mientras hablaba con aquellos hombres, respondiendo a sus preguntas, calmando sus miedos, Moses, a su vez, los evaluaba uno a uno, observándolos, sopesándolos, seleccionando y descartando. Comenzó a cambiar el orden de los asientos para que los elegidos por él estuvieran más cerca del centro, de él mismo; así reunió a su alrededor a la crema de los reclutas. De inmediato, los elegidos adquirieron prestigio; formaban una elite pretoriana en torno del nuevo emperador.

Hendrick veía cómo manipulaba a los hombres, cómo los sometía a la fuerza de su personalidad, y se llenaba de orgullo y admiración; renunciando a sus últimas reservas, le entregó voluntariamente toda su lealtad, su amor y su obediencia.

Por la vinculación con Moses, Hendrick también se convirtió en destinatario del respeto y la veneración de los otros. Era el capitán y el lugarteniente de Moses; lo reconocían como tal, y poco a poco Hendrick fue entendiendo que, en aquellos pocos días, su hermano había constituido un impi, una banda de guerreros en los que podía confiar implícitamente, sin que ello le costara un esfuerzo visible.

En aquel coche, que apestaba a sudor rancio y a váter atascado, hipnotizado por los ojos y las palabras mesiánicas de su propio hermano, Hendrick recordaba a los otros grandes gobernantes negros que habían surgido de la niebla en la historia Africana; todos ellos habían encabezado, primero, una banda pequeña; después, una tribu; finalmente, una vasta horda de guerreros, para cruzar con ellos todo el continente, asolándolo todo.

Pensó en Mantatisi, Chaka, Mizikazi; en Shangaan y Angoni. Con un destello de clarividencia, los vio en sus comienzos, sentados así ante alguna remota hoguera de campamento, en el páramo, rodeados por un pequeño grupo; así habían tejido el hechizo sobre ellos, atrapando la imaginación y el espíritu con el lazo de seda de las palabras y las ideas, inflamándolos de sueños.

“Estoy en el comienzo de una aventura que aún no comprendo”, pensó. “Todo cuanto he hecho hasta ahora era sólo mi iniciación; tanta lucha, tanta muerte, tantos esfuerzos no han sido sino mi adiestramiento. Ahora estoy listo para la hazaña, cualquiera que sea, y Moses Gama me llevará a ella. No necesito saber cuál es. Basta con seguir sus pasos.”

Escuchaba ávidamente a Moses, que pronunciaba nombres nunca oídos, exponiendo ideas nuevas y extrañamente excitantes.

—Lenin —decía Moses— no es un hombre, sino un dios en la tierra.

Y todos se apasionaban con la historia de una tierra del norte, donde las tribus se habían unido bajo la autoridad de aquel hombre-dios, Lenin, para derrocar a un rey, y al hacerlo así se habían convertido en parte de lo divino.

Se entusiasmaban cuando les hablaba de una guerra como el mundo no había visto nunca. La atávica sed de batalla les quemaba en las venas, acelerándoles el corazón, dura y caliente como la cabeza del hacha de combate, cuando sale de la forja, roja y centelleante. “Revolución”, llamaba Moses a aquella guerra. Y cuando la explicaba, comprendían que era posible ser parte de esa gloriosa batalla, asesinos de reyes, parte de la divinidad.

La puerta del coche se abrió impetuosamente. El capataz blanco la cruzó y se detuvo con las manos en las caderas, sonriéndoles sin alegría. Todos bajaron la cabeza y clavaron la vista en el suelo, poniendo pantallas a sus ojos. Pero los que estaban más cerca de Moses, los elegidos, la elite, comenzaron a comprender, en ese momento, cuándo se libraría la batalla y quiénes eran los reyes a matar.

El capataz blanco percibió la atmósfera cargada del coche. Era tan espesa como el olor de los cuerpos sucios y el fétido lavabo; era eléctrica como el aire de mediodía, en los días suicidas de noviembre, antes de que estallaran las grandes lluvias. Buscó rápidamente a Hendrick, que estaba sentado en el centro del vagón.

“Una manzana podrida”, pensó, y todo el cesto se echa a perder”. Tocó la porra que llevaba al cinto. Había descubierto, con pesar, que el látigo era demasiado largo para resultar efectivo en el limitado espacio de los vagones. La cachiporra, con sus setenta centímetros de madera dura, tenía un extremo ahuecado y lleno de plomo. Con ella podía romper huesos, aplastar cráneos y matar a un hombre instantáneamente, si hacía falta. De lo contrario, con una delicada modificación del golpe, se limitaba a aturdirlo. Era un artista con la cachiporra y en el manejo del látigo, pero para cada uno había un momento y un lugar. En esa ocasión correspondía usar la cachiporra.

Avanzó lentamente por el vagón, fingiendo ignorar a Hendrick, y examinó las otras caras al pasar. Apreció la nueva rebeldía de sus rostros ceñudos y comenzó a irritarse contra el hombre que le dificultaba la labor.

“Debí haberlo liquidado desde el principio”, se dijo. “Es casi demasiado tarde. ¿Yo, que adoro la vida tranquila y las cosas fáciles! Bueno, ahora tendré que hacerlo lo mejor que pueda.”

Al pasar junto a Hendrick le echó una mirada indiferente. Por el rabillo del ojo vio que el ovambo se relajaba un poco al verle seguir por el pasillo, entre los asientos.

“Lo estás esperando, muchacho. Sabes que debe ocurrir. Y no voy a desilusionarte.”

Se detuvo ante la otra puerta del vagón. Como si acabara de ocurrírsele otra idea, volvió lentamente por el pasillo, sonriendo para sí. Se detuvo otra vez frente a Hendrick y aspiró ruidosamente el aire por el hueco del diente.

—Mírame, kaffir —invitó, con voz agradable. Hendrick levantó la barbilla para mirarlo.

—¿Dónde está tu mphale, tu equipaje? —preguntó.

Cogió al ovambo por sorpresa. Hendrick, muy consciente del tesoro que guardaba sobre su cabeza, en la rejilla, miró instintivamente la bolsa de cuero.

—Bien. —El capataz retiró la bolsa y la dejó caer en el suelo, frente a Hendrick.

—Ábrela —ordenó, aún sonriente, con una mano en la cadera y otra en la empuñadura de la cachiporra—. Vamos, ábrela, kaffir. A ver qué ocultas ahí dentro.

Eso nunca le había fallado hasta el momento. Hasta el más dócil de los hombres reaccionaba para proteger sus pertenencias, por insignificantes y desprovistas de valor que fueran.

Poco a poco, Hendrick se inclinó para desatar la bolsa de cuero, se enderezó y se mantuvo en actitud pasiva. El capataz blanco se agachó para coger la bolsa por el fondo y se incorporó sin apartar los ojos de Hendrick. Sacudió el saco vigorosamente, esparciendo el contenido por el suelo.

Lo primero que rodó fue el rollo de las mantas, que el capataz desplegó con la punta de la bota. Había un chaleco de piel de oveja y otras prendas, más un cuchillo de unos veintitrés centímetros, con su vaina de cuero.

—Qué arma tan peligrosa —apuntó el capataz—. Ya sabes que en los vagones no se permiten armas peligrosas.

Levantó el cuchillo y presionó la hoja contra el nicho de la ventana, hasta romperla. Luego arrojó los dos pedazos por los barrotes de la ventanilla, junto a la nuca de Hendrick.

El ovambo no se movió, aunque el capataz esperó un minuto casi completo, mirándolo provocativamente. El único ruido era el tableteo de las ruedas sobre los durmientes y el vago resoplido de la locomotora, a la cabeza del tren. Entre los otros pasajeros negros ninguno estaba mirando aquel pequeño drama; todos mantenían la vista perdida hacia delante, el rostro en blanco y los ojos ciegos.

—¿Qué mierda es ésta? —preguntó el capataz tocando con la punta del pie uno de los pasteles de mijo.

Aunque Hendrick no movió un músculo, el blanco vio, en aquellos ojos negros y ahumados, la primera chispa. “Sí”, pensó, regocijado. “Eso es. Ahora actuará.” Y recogió una hogaza para olfatearla, pensativo.

—Pan de kaffir —murmuró—. No está permitido. Reglas de la compañía. Nada de comida en el tren.

Puso el panecillo plano sobre el canto, para que pasara entre los barrotes, y lo dejó caer por la ventanilla abierta. La hogaza rebotó en el terraplén, bajo las ruedas de acero, y se hizo pedazos. El capataz, riendo entre dientes, se agachó para recoger otro.

Algo se rompió en la cabeza de Hendrick. Llevaba demasiado tiempo conteniéndolo, y la pérdida de los diamantes le volvió loco.

Se arrojó contra el hombre blanco, saltando desde el asiento, pero el capataz estaba preparado. En cuanto enderezó el brazo derecho, la punta de su cachiporra se hundió en el cuello de Hendrick. Mientras el negro caía hacia atrás, ahogándose, con la mano cerrada al cuello, él azotó con la cachiporra la parte frontal de su cráneo, midiendo con exactitud la fuerza para no matarle. La mano de Hendrick se apartó del cuello y el corpulento ovambo se tambaleó hacia delante. Pero el capataz no le dejó caer; con la mano izquierda le arrojó otra vez contra el asiento, sujetándolo, mientras manejaba su arma.

La cachiporra sonaba como un hacha contra madera, rebotando en el hueso del cráneo. Abrió la fina piel del cuero cabelludo y la sangre brotó en pequeñas fuentes de rubí. El capataz golpeó tres veces, con fuerza muy calculada; luego hundió la punta de la porra en la boca abierta y floja de su víctima, para romperle ambos incisivos a la altura de las encías.

“Siempre hay que marcarlos.” Era una de sus máximas. “Hay que marcarlos para que no se olviden.”

Sólo entonces soltó al hombre inconsciente y lo dejó caer, de cabeza, en el centro del pasillo.

De inmediato giró sobre sus talones y se irguió sobre la punta de los pies, como una víbora que adopta la clásica postura de ataque. Con la cachiporra lista en la diestra, miró fijamente los ojos espantados de todos los negros. Ellos se apresuraron a bajar la vista. El único movimiento era la sacudida de los cuerpos por el traqueteo del vagón.

La sangre de Hendrick estaba formando un charco bajo su cabeza e iba corriendo, como pequeñas serpientes de color rojo oscuro, por el suelo del pasillo. El capataz volvió a sonreír, mirando la figura postrada con una expresión casi paternal. Había sido una magnífica actuación: rápida y completa, tal como la planeara, y eso le hacía sentir satisfecho. El hombre tendido a sus pies era su propia creación, de la que se sentía orgulloso.

Recogió las otras tortas de mijo, retirándolas de la sangre, y las arrojó por entre las rejas de la ventanilla. Por fin se sentó en cuclillas junto al hombre caído y, con la espalda de su camisa, limpió cuidadosamente los últimos rastros de sangre que quedaban en su cachiporra. Por fin volvió a guardarla en su cinturón y se marchó lentamente por el pasillo.

Ya todo estaba en orden. El clima había cambiado, como si se hubiera neutralizado. No habría más dificultades. Su trabajo estaba terminado y bien hecho.

Salió a la plataforma del vagón y, con una sonrisa leve, echó el cerrojo a la puerta corrediza que dejaba atrás.

En ese mismo instante, los ocupantes del vagón volvieron a la vida. Moses dio órdenes rápidas y secas; dos de ellos pusieron a Hendrick en su asiento; otro fue al tanque de agua que estaba junto al lavabo, mientras Moses abría su propia mochila para sacar un cuerno con tapa.

Mientras los otros sostenían la cabeza bamboleante de Hendrick, él vertió en su cuero cabelludo el polvo del cuerno. Era una mezcla de cenizas y hierbas, reducidas a partículas muy finas, que él frotó con el dedo en la carne viva. Cesó la hemorragia. Con un paño húmedo, Moses limpió la boca rota de su hermano. Luego esperó, acunando en sus brazos la cabeza inconsciente.

Moses había observado, con interés casi clínico, el conflicto entre su hermano y el blanco, conteniendo y dirigiendo deliberadamente la reacción de Hendrick, hasta que el drama llegó a su punto explosivo. El vínculo con su hermano aún era tenue. El padre, hombre próspero y lujurioso, había embarazado regularmente a sus quince esposas. Moses tenía más de treinta hermanos, y por muy pocos experimentaba un afecto especial, más allá del vago deber para con la familia y la tribu. Hendrick, muchos años mayor, había abandonado el kraal cuando Moses aún era niño. Desde entonces le habían llegado las leyendas sobre sus hazañas; la fama del mayor había crecido gracias a esos relatos de episodios salvajes y desesperados. Pero las leyendas no eran sino leyendas hasta que se probara su veracidad; una reputación puede estar basada en palabras y no en hechos.

El momento de la prueba estaba cerca. Moses estudiaría los resultados y en ellos basaría la relación futura entre ambos. Necesitaba a un hombre duro como lugarteniente: un hombre de acero. Lenin había elegido a José Stalin. El también elegiría a un hombre de acero, que fuera como un hacha; con él como arma daría forma a sus propios planes, tallándolos en la dura madera del futuro. Si Hendrick no pasaba la prueba, Moses lo haría a un lado, con tan poca compasión como la que se siente por un hacha cuya hoja se quiebra al primer golpe contra el tronco de un árbol.

Hendrick abrió los ojos y miró a su hermano con pupilas dilatadas. Luego, gimiendo, se tocó las heridas abiertas en el cuero cabelludo. El dolor le arrancó una mueca; sus pupilas se contrajeron y enfocaron la mirada. En tanto erguía el cuerpo, la ira llameó en sus honduras.

—¿Los diamantes?

Su voz era grave y silbante como las mortíferas serpientes del desierto.

—Perdidos —respondió Moses, tranquilamente.

—Tenemos que volver… para buscarlos.

Pero Moses sacudió la cabeza.

—Han quedado esparcidos como semillas de hierba; no hay modo de marcar el sitio donde cayeron. No, hermano: estamos prisioneros en este vagón. No podemos volver. Los diamantes se han perdido para siempre.

Hendrick se sentó, en silencio, mientras exploraba con la lengua la boca destrozada: pasando la punta sobre los restos quebrados de sus incisivos, estudió la fría lógica de su hermano. Moses esperaba en silencio. Esa vez no daría órdenes, no señalaría la dirección a tomar, ni siquiera con sutileza. Hendrick debía llegar a eso por cuenta propia.

—Tienes razón, hermano —dijo el mayor por fin—. Los diamantes se han perdido. Pero voy a matar al hombre que nos hizo esto.

Moses no dio muestras de emocionarse. Tampoco le estimuló. Se limitaba a esperar.

—Lo haré con astucia. Hallaré el modo de matarlo sin que nadie lo sepa, salvo él y nosotros.

El otro siguió esperando. Hasta allí, Hendrick había cogido el sendero que le habían trazado. Sin embargo, aún le quedaba un trecho. Esperó, y todo salió tal como deseaba.

—¿,Estás de acuerdo en que debo matar a ese perro blanco, hermano?

Al pedir la autorización de Moses Gama, lo reconocía como líder y señor; se ponía en las manos de su hermano. Moses, sonriendo, le tocó el brazo en señal de aprobación.

—Hazlo, hermano —ordenó.

Si fallaba, los blancos lo colgarían de una cuerda; si triunfaba, habría demostrado ser un hacha, un hombre de acero.

Hendrick cavilaba sombríamente en su asiento. Pasó otra hora sin pronunciar palabra; de vez en cuando se masajeaba las sienes, cuando el dolor palpitante de los golpes amenazaba con hacerle estallar el cráneo. Por fin se levantó para recorrer lentamente el vagón, examinando una a una las ventanillas enrejadas, mientras sacudía la cabeza, murmurando de dolor. Regresó a su asiento y permaneció allí un rato. Después volvió a levantarse y recorrió el pasillo, arrastrando los pies, hasta el lavabo.

Allí cerró con llave. Había un agujero abierto en el suelo, por donde se veía el borrón precipitado del terraplén, debajo del coche. Muchos de los hombres, al usar el lavabo, no habían hallado el agujero; en el suelo chapoteaban la orina oscura y las heces salpicadas.

Hendrick fijó su atención en la única ventanilla, carente de vidrios. La abertura estaba cubierta por una malla de acero con armazón metálico, atornillada al marco de madera en cada esquina y en el centro de cada lado.

Al volver a su asiento susurró a Moses:

—Ese mono blanco se llevó mi cuchillo. Necesito otro.

Moses no hizo preguntas. Era parte de la prueba. Hendrick debía hacerlo todo solo; si fallaba, aceptaría las consecuencias sin pretender que Moses las compartiera o intentara ayudarle. Dijo algo discretamente a los hombres que le rodeaban y, en cuestión de pocos minutos, una navaja de bolsillo pasó de mano en mano, hasta quedar en la de Hendrick.

El ovambo regresó al lavabo y aflojó los tornillos del armazón de tela metálica, poniendo cuidado de no rayar la pintura circundante ni dejar señales de que se los hubiera tocado. Después de retirar los ocho tornillos, quitó el marco de su sitio y lo puso a un lado.

Esperó a que las vías describieran una curva hacia la derecha; entonces echó una mirada por la ventana abierta. El tren estaba yendo en dirección opuesta; los primeros coches y los carros de carga estaban fuera de la vista, hacia delante. Asomó por la ventanilla y miró hacia arriba.

A lo largo del techo había un reborde. Estiró la mano para deslizar los dedos por aquel saliente hasta hallar apoyo y se izó a pulso; sólo tenía los pies dentro de la ventanilla, mientras que el resto colgaba fuera. Alzó los ojos hasta el techo y memorizó la inclinación y el contorno; luego volvió a meterse por la ventanilla del lavabo. Puso la tela metálica en su sitio y metió los tornillos enroscándolos con el dedo. Volvió a su asiento.

Al anochecer, el capataz blanco y sus dos ayudantes pasaron por el vagón con el carro de la comida. Al llegar a Hendrick, el hombre sonrió sin rencor.

—Ahora estás guapo, kaffir. A las doncellas negras les encantará besar esa boca. —Se volvió para dirigirse a las silenciosas filas de negros—. Si alguno de vosotros quiere estar así de guapo, decídmelo. Lo haré gratis.

Un momento antes del oscurecer, los dos capataces negros pasaron recogiendo los platos vacíos.

—Mañana por la noche estarás en Goldi —dijo uno de ellos a Hendrick—. Allí hay un médico blanco que te curará las heridas. —Había un dejo de simpatía en su impasible cara negra—. No fuiste prudente al enfurecer a Tshayela, el que golpea. Has aprendido una dura lección, amigo. Recordadla bien, todos vosotros.

Y cerró con llave al salir del vagón.

Hendrick contemplaba el crepúsculo por la ventanilla. En los cuatro días de viaje, el paisaje había cambiado por completo, según ascendían a la meseta de las planicies altas. Las pasturas mostraban el pardo desteñido de las escarchas invernales; la roja tierra había sido abierta por las dongas de la erosión, y estaba dividida en campos geométricos por alambradas de púas. Las viviendas aisladas parecían perdidas en la pradera abierta, donde los molinos de viento se erguían como flacos centinelas. El ganado, escaso de carnes, tenía cuernos largos y pelaje multicolor: rojo, negro y blanco.

Hendrick, que había pasado toda su vida en las vastedades despobladas, sintió que esas alambradas eran restrictivas. Allí nunca se estaba lejos de otros hombres o de sus obras; las aldeas por las que pasaban eran extensas y pobladas como Windhoek, la ciudad más grande que él pudiera imaginar.

—Ya verás cuando lleguemos a Goldi —le dijo Moses.

Fuera caía la oscuridad; los hombres, alrededor de ellos, se estaban preparando para dormir, envolviéndose en las mantas hasta la coronilla para soportar el frío de las praderas, que entraba por las ventanillas abiertas.

Hendrick esperó a que el capataz blanco hiciera su primer recorrido, cuando apuntó el rayo de su linterna a la cara del ovambo; éste le miró parpadeando, sin tratar de fingirse dormido. El capataz siguió su camino y, al salir del vagón, cerró la puerta con llave.

Hendrick se levantó silenciosamente. Moses se movió en la oscuridad, sin decir palabra. El mayor fue a encerrarse en el lavabo. Aflojó apresuradamente los tornillos y retiró el marco de su sitio. Después de ponerlo contra la pared, salió por la ventanilla. El aire frío de la noche le envolvió la cabeza, obligándole a entornar los ojos para protegerlos de las negras bocanadas de la locomotora, que le hirieron las mejillas y la frente en cuanto buscó apoyo para las manos.

Subió sin dificultad; luego, con una sacudida, e impulsándose con los pies, se apoyó en el techo y estiró un brazo. Encontró asidero en el agujero de ventilación y siguió ascendiendo, arrastrándose boca abajo.

Permaneció inmóvil por un rato, jadeando, con los ojos cerrados con fuerza, hasta dominar el dolor palpitante de la cabeza. Entonces se incorporó sobre las rodillas y comenzó a arrastrarse hacia delante, siguiendo el borde central del techo.

La noche era clara; la tierra mostraba la plata de las estrellas y el azul de las sombras; el viento le rugía en la cabeza. Se puso de pie, manteniendo el equilibrio contra el balanceo del vagón, y avanzó con los pies separados y las rodillas flexionadas. Una premonición de peligro le hizo levantar la vista. Vio que una forma oscura se precipitaba hacia él, brotando de la noche, y se arrojó de plano contra el techo, justo cuando el férreo brazo de una torre de agua pasaba, centelleando, por encima de su cabeza. En un segundo más lo habría decapitado; la idea le hizo estremecer con el frío y el espanto de la muerte cercana. Al cabo de un minuto, tranquilizado, volvió a reptar hacia delante, sin levantar la cabeza más que unos pocos centímetros, hasta Llegar al borde frontal del techo.

Allí permaneció, despatarrado y boca abajo, mirando cautelosamente por el borde. Debajo tenía la plataforma de los dos vagones más próximos; el espacio abierto entre los techos era tan largo como un brazo, y más allá se articulaban los estribos, que acompañaban el traqueteo del tren en las curvas. Cualquier persona que pasara de un coche a otro debía cruzar ese espacio, por debajo de donde Hendrick esperaba. Gruñendo de satisfacción, echó una mirada atrás.

Así tendido, uno de sus pies quedaba junto a una chimenea de ventilación. Se arrastró hacia atrás y, después de retirar el grueso cinturón de cuero de sus presillas, lo sujetó a la abertura de ventilación, formando un lazo en el cual metió uno de sus pies hasta el tobillo.

Una vez más se estiró sobre el techo, con un pie sujeto, y abrazó los brazos hacia el espacio abierto entre los vagones. Llegaba a tocar la barandilla de la plataforma. Como había bombillas instaladas en cajas de alambre bajo el saliente del techo, la zona estaba totalmente iluminada.

Se retiró un poco y permaneció tendido sobre el vagón; desde abajo, sólo se veían sus ojos y la parte superior de la cabeza; de todas maneras, las luces cegarían a quien mirara hacia arriba. Así se instaló para esperar, como un leopardo en un árbol, extendido sobre el abrevadero.

Pasó una hora y otra más, pero Hendrick sólo podía calcular el tiempo por la lenta rotación de las estrellas en el cielo nocturno. Se sentía tieso y congelado, pues el viento azotaba su cuerpo carente de protección. Lo soportó estoicamente, sin permitirse dormitar ni aflojar su concentración. La espera es siempre una parte importante de la cadena, del juego de la muerte que él había practicado ya cien veces…

De pronto, aun a pesar del ruido del tren y el ritmo de los durmientes, oyó un chasquido de acero contra acero y el repiqueteo de llaves en la cerradura, allá abajo. Entonces se preparó.

El hombre pisaría los estribos yuxtapuestos con toda celeridad, pues no desearía estar en esa posición, vulnerable y expuesta, sino los segundos necesarios para el cruce. Hendrick tendría que ser aún mas veloz.

Oyó que la puerta corrediza volvía a chocar contra el marco. La cerradura volvió a girar, y un instante después apareció, por debajo de él, el sombrero del capataz blanco.

De inmediato. Hendrick lanzó el cuerpo hacia delante y se dejó caer hasta la cintura en el espacio abierto entre los coches. Sólo lo sostenía el cinturón de cuero ceñido a su tobillo. Lothar le había enseñado la llave doble; pasó un brazo alrededor del cuello del hombre blanco y sujetó la otra mano en el hueco de su propio codo; así, la cabeza del capataz quedó entre sus brazos como en una morsa que lo alzó en vilo.

El blanco emitió un sonido estrangulado; de sus labios escapó una lluvia de saliva que chisporroteó a la luz eléctrica, mientras Hendrick tiraba de él hacia arriba, como si lo izara en una horca.

El sombrero del capataz cayó en la noche, como un gato negro. El hombre pataleaba y retorcía violentamente su cuerpo, lanzando zarpazos a los brazos musculosos que le ceñían el cuello. Su largo pelo rubio se agitaba con el viento de la noche. Hendrick lo alzó hasta que los ojos de ambos estuvieron a pocos centímetros de distancia; entonces le sonrió en la cara, descubriendo el foso negro y mutilado de su propia boca, con los incisivos rotos, aún llenos de sangre seca. Vio, a la luz de las lámparas, que el blanco le reconocía, dilatando sus ojos claros.

—Sí, amigo —susurró—. Soy yo, el kaffir.

Tiró del hombre para subirlo otro par de centímetros y le apoyó la parte trasera del cuello contra el borde del techo. Después, con total deliberación, hizo presión contra la base del cráneo. El blanco se retorció, forcejeando como un pez en el arpón, pero Hendrick lo sostuvo con facilidad, mirándolo profundamente a los ojos. Siguió torciéndole el cuello hacia atrás, con el antebrazo bajo la mandíbula.

Sintió que la columna vertebral se ponía tensa por la presión. Ya no soportaba más, y él la retuvo por un segundo en el punto máximo. Luego, con una sacudida, alzó el mentón del hombre dos centímetros más y la columna se rompió como una rama seca. El blanco quedó bailando en el aire, entre contorsiones y sacudidas. Hendrick vio que sus claros ojos azules se volvían vidriosos, opacos e inmóviles. Junto con el ruido del viento oyó el gorgoteo de la descarga involuntaria de los intestinos de aquel cuerpo sin vida.

El ovambo balanceó el cadáver como si fuera un péndulo; cuando saltó la barandilla de la plataforma, lo dejó caer entre los dos vagones, directamente hacia las vías. El acero giratorio lo engulló como un trozo de carne en las cuchillas de una máquina picadora.

Hendrick permaneció inmóvil un instante hasta recobrar el aliento. Sabía que el cuerpo mutilado del capataz quedaría diseminado a lo largo de un kilómetro de vías.

Se desabrochó el cinturón y volvió a ponérselo. Después se arrastró por el techo hasta verse directamente encima de la ventanilla del lavabo. Pasó los pies por el marco y, retorciendo el cuerpo, se dejó caer en el interior del cubículo. De inmediato puso la tela metálica en su marco y ajustó los tornillos. Al volver a su asiento, vio que Moses Gama le observaba. Le hizo una señal afirmativa y se echó la manta sobre la cara. En pocos minutos estuvo dormido.

Le despertaron los gritos de los capataces negros y las sacudidas del vagón, apartado de la línea principal. El nombre de la pequeña aldea donde se habían detenido estaba pintado en una tabla blanca situada encima del andén: “Vryburg”. Pero para él no significaba nada.

Muy pronto el andén y los vagones quedaron invadidos por la policía ferroviaria. Los uniformados de azul ordenaron a todos los reclutas que descendieran y formaran una fila, estremecidos y soñolientos bajo los reflectores, para pasar lista. Todos estaban presentes.

Hendrick dio un codazo a su hermano y señaló con la barbilla las ruedas y la parte inferior del vagón. Todo estaba salpicado de sangre; se veían diminutas astillas y partículas de carne roja.

Durante todo el día siguiente los coches permanecieron en la vía lateral, mientras la policía interrogaba individualmente a cada uno de los reclutas en la oficina del jefe de estación. A media tarde era obvio que comenzaban a aceptar la muerte del capataz como un hecho accidental, perdido ya el interés por la investigación. Las puertas cerradas y las ventanillas con barrotes eran prueba convincente. Tanto el testimonio de los ayudantes negros como el de todos los reclutas resultó unánime e inconmovible.

Muy avanzada la tarde, volvieron a cargarlos en los vagones y continuaron el viaje por la noche, hacia la fabulosa Cordillera de Aguas Blancas.