Centaine y Blaine Malcomess estaban abrazados en el pasillo, entre los bancos de roble, ajenos a cuanto les rodeaba. Les miró fijamente un momento sin comprender nada. Luego volvió a cerrar la puerta, con la misma suavidad, y montó guardia ante ella, deshecho de miedo y felicidad por Centaine.

—Mereces amor —susurró. Quiera Dios que este hombre pueda dártelo.

“El Edén debió de ser así”, pensaba Centaine. “Y Eva debe de haber sentido lo mismo que yo en estos momentos.”

Conducía el coche a menos velocidad que de costumbre. Aunque el corazón le pedía a gritos que se apresurara, se resistía, acrecentando su expectación.

—He pasado cinco meses enteros sin verle —susurró—. Cinco minutos más no harán sino endulzar el momento en que vuelva a estar entre sus brazos.

A pesar de los consuelos y las buenas intenciones de Blaine, se habían impuesto las condiciones que Centaine planteara. Desde aquellos pocos instantes pasados en el tribunal vacío, nunca estuvieron solos; los separaban cientos de kilómetros: Blaine permanecía atado a sus obligaciones en Windhoek; Centaine, en Weltevreden, luchaba desesperadamente, día y noche, por la supervivencia de su imperio financiero.

La empresa estaba por entonces en las convulsiones de la muerte, herida por la pérdida de los diamantes, de los cuales ninguno había sido recobrado. Mentalmente, Centaine apreciaba la similitud entre lo ocurrido y la flecha que usaba O' wa para cazar: un junco diminuto, frágil, liviano como una pluma, pero bañado con un veneno virulento que ni los animales más grandes de la planicie africana podían resistir. Debilitaba a la presa, paralizándola poco a poco. La víctima empezaba a tambalearse; luego caía, jadeante, y sin poder levantarse, quedaba a la espera del frío plomo de la muerte, que se filtraba por las grandes venas y arterias, o sobrevenía en el golpe rápido y misericordioso del cazador.

—Aquí estoy ahora: caída y paralizada, mientras los cazadores avanzan sobre mí.

En todos aquellos meses había luchado con todas sus fuerzas, pero ya estaba cansada, cansada hasta la última fibra del músculo y la mente, cansada hasta los huesos. Levantó la vista hacia el espejo retrovisor; apenas reconoció la imagen que la miraba: ojos espantados, oscuros de fatiga y desesperación. Los pómulos parecían relucir a través de la piel pálida; en la comisura de la boca habían surgido líneas de cansancio.

—Pero hoy dejaré la histeria a un lado. No voy a pensar en eso otra vez ni un minuto. Pensaré sólo en Blaine y en este mágico espectáculo que la naturaleza ha dispuesto para mí.

Había salido de Weltevreden al amanecer; en esos momentos estaba a ciento ochenta kilómetros de Ciudad del Cabo, hacia el norte, cruzando las vastas planicies de Namaqualandia, carentes de árboles. Se dirigía hacia donde la verde Corriente de Bengala acariciaba las rocosas costas occidentales de África, pero aún no tenía el océano a la vista.

Ese año las lluvias se habían demorado, retrasando el estallido primaveral de los brotes. Por eso, aunque faltaban pocas semanas para la Navidad, la pradera lucía su colorido majestuoso. Durante la mayor parte del año, esas llanuras eran extensiones pardas, barridas por el viento, apenas pobladas y nada acogedoras. En ese momento, en cambio, la ondulante planicie se vestía con un manto ininterrumpido, tan brillante y vivaz que confundía y engañaba la vista. Flores silvestres, de cincuenta variedades distintas y otros tantos tonos, cubrían la tierra, apretadas entre sí, formando un precioso colchón de parches, tan refulgente que parecía arder con una luz incandescente, reflejada por el mismo cielo. Dolían los ojos ante tanto color.

La carretera de tierra, serpenteante y desigual, era el único punto de referencia en ese espléndido caos, pero hasta ella quedaba desdibujada por las flores. Las huellas gemelas estaban separadas por densas matas de flores silvestres, que colmaban la franja intermedia y rozaban el chasis del viejo Ford con un rumor similar al de los arroyos de montaña.

Centaine se detuvo abruptamente en la parte más alta de otra ondulación y apagó el motor.

Ante ella se extendía el océano. Su verde inmensidad mostraba motas blancas, brillantes, y sobre él se imponía ese otro océano de plantas en flor. Por la ventanilla abierta el viento marítimo agitó el pelo de Centaine, haciendo que las flores silvestres se balancearan, siguiendo el compás de las olas. La mujer sintió que la terrible tensión de esos últimos meses retrocedía ante una belleza tan vibrante; entonces lanzó una espontánea carcajada de alegría y protegió sus ojos de aquellos resplandores anaranjados, rojos y amarillos, mientras escrutaba la costa con avidez.

“Es un cobertizo”, le había advertido Blaine, en su última carta; “Dos cuartos sin agua corriente, una letrina y una chimenea. Pero he pasado allí las vacaciones desde la infancia y me gusta. Desde la muerte de mi padre no lo he compartido con nadie. Voy allí solo, cuando me es posible. Tú serás la primera en ocuparlo.”

Y le había dibujado un mapa con la ruta para llegar allí.

Centaine vio inmediatamente la vivienda, levantada al borde del océano, sobre el cuerno de roca por donde la bahía se curvaba. El techo de paja había ennegrecido de antigüedad, pero las gruesas paredes de adobe estaban encaladas, tan blancas como la espuma que se enroscaba en el verde mar. Desde la chimenea surgía una espiral de humo.

Más allá de la vivienda, algo se movía. Centaine distinguió una diminuta silueta humana en las rocas, al borde del mar, y de pronto sintió una prisa desesperada.

El motor no arrancó, aunque Centaine forzó el coche hasta casi agotar la batería.

—Merde! Double merde!

Era un automóvil viejo, que había sufrido uso y abuso a manos de un subgerente de la finca, hasta que ella lo expropió para reemplazar al Daimler estropeado. El fallo mecánico venía a recordarle, tristemente, sus estrecheces financieras; las cosas habían cambiado mucho desde los tiempos en que compraba un Daimler último modelo todos los años.

Soltó el freno de mano, dejando que el Ford se deslizara cuesta abajo, cada vez a más velocidad, hasta que el mecanismo de arranque funcionó otra vez y el motor, estremecido, lanzó una bocanada de humo azul. Entonces Centaine voló colina abajo, para aparcar detrás del cobertizo encalado.

Echó a correr hacia las rocas negras, que emergían a ras del agua, y hacia los bancos de algas oscuras que bailaban al ritmo del mar. Agitó los brazos, entre gritos, pero su voz se perdió con el viento y el rumor del océano, hasta que él levantó la vista. Al verla inició la carrera, saltando de roca en roca, todas mojadas y resbaladizas.

Llevaba sólo unos pantalones cortos, de color caqui; en una mano tenía un manojo de langostas vivas. Le había crecido el cabello desde que se vieron por última vez; estaba húmedo y rizado por la sal marina. Y reía, reía con la boca abierta y los dientes grandes, resplandecientes. Se había dejado crecer el bigote. Centaine no estaba muy segura de que le gustara, pero el pensamiento se perdió en el tumulto de sus propias emociones. Corrió a su encuentro y se arrojó contra su pecho desnudo.

—Oh, Blaine —sollozó—. Oh, Dios, cómo te he echado de menos.

Y levantó la boca hacia la de él. La cara de Blaine estaba mojada por la llovizna del mar y sus labios tenían un sabor salobre. El bigote le raspaba. De hecho, Centaine pensó que no le gustaba, pero entonces él la alzó en vilo y corrió hacia el cobertizo; ella le abrazó con fuerza, cimbraba en sus brazos, sacudida por los pasos largos, riendo sin aliento por lo mucho que le deseaba.

Blaine estaba sentado en un banquillo de tres patas frente a la chimenea, donde ardía un fuego de leña laticífera, que perfumaba el aire con su fragante incienso. Centaine, ante él, hacía espuma en el jarro de porcelana con una brocha de afeitar, mientras Blaine se quejaba:

—Me llevó cinco meses hacerlo crecer… y estaba tan orgulloso de mi bigote… —Retorció las puntas por última vez—. Es muy atractivo, ¿no te parece?

—No —dijo Centaine, con firmeza—, no me lo parece. Preferiría que me besara un puercoespín.

Se inclinó hacia él y aplicó espuma en el labio superior; después dio un paso atrás para observar su obra con ojo crítico. Blaine aún estaba completamente desnudo después de hacer el amor, y de pronto Centaine esbozó una sonrisa perversa. Antes de que él pudiera adivinar sus intenciones o hacer nada para protegerse, coronó su pene con un copo de espuma blanca. Blaine bajó la vista para mirarse, horrorizado:

—¿Él también?

—Sería como cortarme la nariz —rió ella—, o algo por el estilo. —Inclinó la cabeza a un lado y manifestó su meditada opinión—. Ese pequeño demonio luce mucho mejor que tú con su bigote. Cuidado con eso de “pequeño” —la amonestó él, alargando la mano hacia la toalla—. A ver, amigo; no tienes por qué soportar esta falta de respeto.

Y se envolvió la toalla a la cintura, mientras Centaine asentía.

—Así me gusta más. Ahora podré concentrarme en mi tarea sin distracciones.

Cogió la afilada navaja que había preparado y la pasó por la espuma, con movimientos rápidos y certeros.

—¿Dónde aprendiste eso? Estoy poniéndome celoso.

—Mi papá —explicó ella—. Yo siempre le recortaba el bigote. ¡A ver si te quedas quieto!

Le sujetó con dos dedos la punta de la nariz y se la levantó un poco.

—Por lo que vamos a recibir… —La voz del coronel sonaba gangosa con la nariz apretada. Cerró los ojos e hizo una mueca, mientras el acero le raspaba el labio superior. Momentos después, Centaine dio un paso atrás, limpiando la navaja. La dejó en la mesa y se acercó para secarle la cara, acariciando aquella piel suave con la punta de un dedo.

—Queda mejor, a la vista y al tacto —dictaminó—. Pero falta la prueba definitiva. —Y le besó—. ¡Hummm! —murmuró, con aprobación.

Sin interrumpir el beso, se retorció para sentarse en el regazo de Blaine. Aquello se prolongó por largo rato. Por fin, Centaine se apartó y bajó la vista. La toalla se había desatado.

—Bueno, aquí viene el pequeño demonio con bigotes, buscando problemas. —Alargó la mano y, con mucha suavidad, limpió de la punta los restos de espuma. ¿Ves? ¡Hasta él queda mucho mejor con el bigote afeitado! Blaine se levantó sujetándola en brazos.

—Ha llegado la hora, mujer, de que aprendas quién manda aquí y hasta dónde puedes salirte con la tuya.

Y la llevó hasta el camastro instalado en la pared más alejada.

Mucho después se sentaron juntos en la cama, con las piernas cruzadas, envueltos con una sola manta de brillantes colores, y pasaron un rato contemplando las sombras del fuego en las paredes, escuchando el viento que suspiraba en los aleros, mientras sostenían en las manos humeantes jarros con sopa de pescado.

—Una de mis especialidades —se jactó Blaine. Había espesado el caldo con trozos de langosta y pescado fresco atrapados ese mismo día—. Tiene maravillosas facultades de restauración para quienes han realizado esfuerzos excesivos.

Volvió a llenar los recipientes otras dos veces, pues ambos estaban hambrientos. Después, Centaine se acercó desnuda al fuego, brillando al rojizo resplandor de las llamas, y cogió una ramita encendida para prender el cigarro. Se escabulló otra vez bajo la manta, encogiéndose junto a él.

—¿Encontraste al muchacho que buscabas? —preguntó Blaine, lleno de pereza—. Abe Abrahams vino a pedirme ayuda, ¿sabes?

No se dio cuenta de lo mucho que la había afectado esa pregunta, pues ella controló la tensión de su cuerpo y se limitó a negar con la cabeza.

—No. Desapareció.

—Deduje que era hijo de Lothar De La Rey. Sí. Estaba preocupada por él. Tras la sentencia de su padre puede haberse quedado solo y abandonado. Seguiré buscándolo —prometió Blaine—, y si averiguo algo te lo haré saber. —Le acarició la melena, murmurando—: Eres bondadosa. No tenías motivos para preocuparte por ese muchacho.

Quedaron otra vez en silencio, pero la referencia al mundo exterior había roto el hechizo. Inició una serie de pensamientos desagradables, que era preciso seguir hasta el final.

—¿Cómo está Isabella? —preguntó ella.

Los músculos del pecho masculino se crisparon bajo su mejilla; Blaine inhaló el humo del cigarro antes de responder.

—Está empeorando. Tiene atrofia en los nervios de la parte inferior. También tiene úlcera. Desde el lunes permanece internada en el hospital de Groote Schuur, porque las úlceras que tiene en la base de la columna no cicatrizan. Lo siento, Blaine. Por eso logré escaparme estos pocos días. Las niñas están con la abuela.

—Eso me hace sentir muy mal.

—Peor me sentiría yo si no pudiera verte —respondió él.

—Debemos mantener nuestra decisión, Blaine. No podemos hacer sufrir a Isabella y a las niñas.

Blaine guardó silencio. De pronto arrojó el cigarro al fuego. Creo que va a ser necesario enviarla a Inglaterra. En el Guy’s Hospital hay un cirujano que ha hecho milagros.

—¿Cuándo? —El corazón de Centaine parecía una bala de cañón en su pecho; la sofocaba con su peso. Antes de Navidad. Todo depende de las pruebas a que la están sometiendo ahora.

—Tendrás que acompañarla, por supuesto.

—Eso requeriría renunciar a mi cargo de administrador y malograr mis posibilidades de…

Se calló. Nunca había hablado de sus ambiciones con ella.

—Tus posibilidades de conseguir un puesto en el futuro gabinete y, algún día, hasta el cargo de Primer ministro —concluyó Centaine por él.

Blaine le tomó la cara entre las manos para mirarla a los ojos.

—¿Lo sabías? —preguntó.

Ella hizo un gesto afirmativo.

—¿Te parece cruel de mi parte? —insistió él—. ¿Que deje sola a Isabella para satisfacer mis ambiciones egoístas?

—No —contestó ella, seriamente—. Sé qué es la ambición. Había sombras inquietas empañando el verde de los ojos del coronel.

—Me ofrecí a acompañarla, pero Isabella no aceptó. Insistió en que permaneciera aquí. —Apoyó la cabeza de Centaine sobre su echo y le acarició el pelo, apartándoselo de las sienes—. Es una persona extraordinaria. ¡Qué valerosa! A estas alturas, el dolor es más, constante. No puede dormir sin láudano, pero siempre hay más olor y más láudano.

—Eso me hace sentir muy culpable, Blaine, pero aun así me alegro de poder estar contigo. No le estoy robando nada.

Pero no era verdad, y ella lo sabía. Permaneció despierta largo rato, después de que Blaine hubo conciliado el sueño. Apoyada contra su pecho, escuchaba el latir de su corazón y el lento fuelle de sus pulmones.

Cuando despertó, Blaine estaba vestido con las viejas bermudas de color caqui. Descolgó una caña de pescar, que pendía de la pared, encima de la chimenea, y anunció:

—El desayuno estará dentro de veinte minutos.

La dejó acurrucada en la cama, pero volvió antes de que se cumpliera el plazo, trayendo un pez casi tan largo como su brazo. Lo depositó en una parrilla, sobre las brasas, y fue a quitar la manta de la cama.

—¡A nadar! —ordenó, con una sonrisa sádica. Centaine aulló:

—Estás loco. ¡Hace un frío terrible! ¡Me vas a matar de una pulmonía!

Siguió protestando hasta llegar al estanque, rodeado de piedras, donde él la dejó caer.

El agua estaba clara como el aire, y tan fría que, cuando salieron, la piel relucía rosada en todo el cuerpo; los pezones de Centaine estaban duros y oscurecidos como aceitunas maduras. El agua helada les había despertado el apetito. Después de rociar con jugo de limón la carne blanca y suculenta del pescado, la devoraron con trozos de pan moreno y amarilla manteca de granja.

Una vez saciados, se recostaron en los asientos. Centaine se había puesto uno de los jerseis azules de Blaine, cuyo dobladillo le llegaba casi a las rodillas. Tenía el pelo, rebelde y húmedo, amontonado sobre la coronilla y sujeto allí con una cinta amarilla.

—Podríamos ir a caminar —sugirió él—. O…

Ella lo pensó algunos segundos antes de decidir:

—Me quedo con el “o”.

—A sus órdenes, señora —replicó él con amabilidad.

Y se levantó para quitarle el pesado jersey por la cabeza.

A mitad de la mañana estaba tendido de espaldas en el camastro, mientras Centaine, incorporada sobre un codo, le hacía cosquillas en los labios y en los párpados cerrados con una pluma arrancada de la almohada por la costura.

—Blaine —dijo suavemente—, voy a vender Weltevreden.

Él abrió los ojos, le sujetó la muñeca y se incorporó velozmente.

—¿Vas a vender? —inquirió. ¿Por qué?

—Es preciso —fue la simple respuesta—. La finca, la casa y cuanto hay en ellas.

—Pero ¿por qué, querida mía? Yo sé lo mucho que representa esa finca para ti. ¿Por qué la vendes?

—Sí, Weltevreden representa mucho para mí —coincidió ella—, pero la Mina H’ani es mucho más. Si vendo la finca hay una posibilidad, una remota posibilidad, de que pueda salvar la mina.

—No lo sabía —murmuró él—. No tenía idea de que las cosas estuvieran tan mal. ¿Y cómo ibas a saberlo, amor mío? —Ella le acarició la cara—. No lo sabe nadie. Pero no comprendo. La Mina H’ani… debe de estar dando ganancias suficientes… No, Blaine. Nadie compra diamantes en esta época. Ya nadie compra nada. ¡Esta horrible depresión! Nos han rebajado la cuota de un modo descomunal. Los precios que nos pagan por los diamantes no llegan a la mitad de los que nos pagaban hace cinco años. La Mina H’ani ni siquiera amortiza los gastos; produce pérdidas mes a mes. Pero si puedo resistir hasta que la economía mundial dé un vuelco… —Se interrumpió—. La única posibilidad de resistir es vender Weltevreden; es lo único que me queda. De ese modo quizá pueda resistir hasta mediados del año próximo. ¡Sin duda, esta tremenda depresión habrá pasado entonces!

—Sí, por supuesto —asintió él, de inmediato. Después, tras una pausa—: Tengo un poco de dinero ahorrado, Centaine…

Ella le puso un dedo en los labios, con una sonrisa triste, negando con la cabeza. Blaine le apartó la mano, insistiendo:

—Si me quieres, debes dejar que te ayude.

—Nuestro acuerdo, Blaine —le recordó ella—. Nadie debe sufrir por nosotros. Ese dinero pertenece a Isabella y a las niñas.

—Me pertenece a mí —corrigió él—. Y si yo quisiera…

—¡Blaine, Blaine! —protestó ella—. Sólo un millón de libras podría salvarme a estas alturas. ¡Un millón de libras! ¿Tienes semejante suma? Cualquier cantidad inferior no haría sino desaparecer en el pozo insondable de mis deudas.

El movió lentamente la cabeza.

—¿Tanto? —Y admitió, con tristeza—: No, no tengo ni la tercera parte, Centaine.

—En ese caso, no volvamos a hablar del asunto —indicó ella, con firmeza—. Ahora enséñame a pescar cangrejos para la cena. No quiero hablar de temas desagradables el resto del tiempo que pasemos juntos. Ya tendré ocasión de sobra cuando vuelva a casa.

En la última tarde subieron la cuesta, detrás del cobertizo; pasearon de la mano por los brillantes bancos de flores silvestres. El polen les pintó las piernas del color del azafrán. Las abejas se elevaban en ruidosos enjambres, sólo para volver a posarse una vez que ellos pasaban.

—Mira, Blaine, todas las flores giran siguiendo el sol cuando avanza por el cielo. Yo soy como una de ellas y tú eres mi sol, amor mío.

Blaine eligió las mejores flores para trenzarlas en forma de guirnalda. Luego las colocó sobre la cabeza de Centaine, entonando:

—Te corono reina de mi corazón.

Y aunque sonreía al decirlo, sus ojos estaban serios.

Hicieron el amor tendidos en el colchón de flores silvestres, aplastando los tallos y las hojas con el cuerpo; el vegetal aroma de sus jugos y el perfume de los capullos los envolvió. Más tarde, Centaine le preguntó, acostada entre sus brazos.

—¿Sabes qué voy a hacer?

—Cuéntame —propuso él, con voz soñolienta tras el acto amoroso.

—Voy a dar de qué hablar. Dentro de un año, la gente dirá:

“Centaine Courtney fue a la bancarrota, pero lo hizo con clase.”

—¿Qué te propones?

—En vez de las fiestas habituales de Navidad, voy a tirar la casa por la ventana. Fiesta para todo el mundo en Weltevreden durante una semana, con baile y champán todas las noches.

—Eso también despistará a los acreedores por un tiempo —observó él, sonriente—. Pero supongo que no se te había ocurrido. ¿O sí, mi pequeña zorra astuta?

—No es el único motivo. Eso nos dará una excusa para estar juntos en público. Irás, ¿verdad?

—Depende. —Blaine estaba serio otra vez. Los dos sabían que todo dependía de Isabella, aunque él no lo dijo—. Tendría que buscar una buena excusa.

—Yo te la daré —ofreció ella, excitada—. Será un campeonato de polo, un torneo de veinte goles. Invitaré a los equipos de todo el país, a los mejores jugadores. Tú eres el capitán nacional. No podrás negarte, ¿verdad?

—Imposible —dijo él—. Ya te decía que eras astuta. —Y balanceó la cabeza, admirado.

—Así tendrás oportunidad de conocer a Shasa. Como te dije, me está volviendo loca desde que se enteró de que nos conocíamos.

—Me gustaría mucho.

—Tendrás que soportar un poco de adoración.

—Podrías invitar a algunos equipos juveniles —sugirió Blaine—. ¿Por qué no organizas un torneo para ellos? Me gustaría ver jugar a tu hijo.

—¡Oh, Blaine, qué idea tan maravillosa! —Centaine aplaudió, entusiasmada—. Pobrecito querido. Probablemente sea la última oportunidad para que Shasa luzca sus ponis. Tendré que venderlos junto con Weltevreden. —Sus ojos volvieron a ensombrecerse un instante, pero de inmediato recobraron la chispa—. Como te decía, iremos a la bancarrota, pero con clase.

El equipo de Shasa, el Weltevreden Invitation, compuesto por menores de dieciséis años, llegó a la final de la liga juvenil, principalmente gracias al handicap. Shasa era el único jugador de mayor cantidad de goles; de los otros tres miembros del equipo, dos tenían handicap cero; el tercero, menos uno.

Sin embargo, en la final tuvieron que enfrentarse a los Natal Juniors; el grupo estaba formado por cuatro de los mejores jugadores, gente de dos y tres goles, exceptuando al capitán, Max Theunissen, que por pocos meses no había quedado excluido del torneo por cuestión de edad. Estaba clasificado como jugador de cinco goles, el mejor de África para su edad; tenía altura y peso en la silla, buena vista y una muñeca poderosa. Empleaba a fondo todas esas ventajas, adoptando un estilo de juego duro y pujante.

Shasa era el segundo, con cuatro goles, pero carecía del peso y la potencia del otro muchacho. Max contaba con el apoyo de fuertes compañeros de equipo. En cambio, toda la habilidad y la decisión de Shasa no bastaron para impedir que su grupo se tambaleara ante el ataque, dejando al capitán virtualmente sin ayuda.

En cinco chukkers, Max había asestado nueve goles contra los mejores esfuerzos defensivos de Shasa, y con ellos liquidó la ventaja inicial que el handicap daba al equipo de Weltevreden, de modo que, cuando se retiraron para cambiar de caballos, antes del último chukker, los marcadores estaban igualados.

Shasa se lanzó desde la silla, enrojecido por el esfuerzo, la frustración y la Ira, gritando a su palafrenero:

—No ajustaste bien la cincha, Abel.

El sirviente de color sacudió nerviosamente la cabeza.

—Pero si la revisó usted mismo, señorito Shasa.

—No me contestes, hombre.

Sin embargo, ni siquiera miraba a Abel. Sus ojos lanzaban chispas hacia el lado opuesto del campo, donde un grupo de admiradores rodeaba a Max Theunissen.

—En este chukker montaré a Tiger Shark —anunció a Abel, gritando por encima del hombro.

—Pero usted había dicho que sería Plum Pudding —protestó el negro.

—Y ahora digo que será Tiger Shark. Cambia las sillas y revisa los vendajes de sus patas.

Plum Pudding era un caballo pequeño, algo entrado en años y redondeado en el medio, pero que aún poseía un certero instinto para apreciar la dirección de la bola de madera y preparar a Shasa para el golpe. Ambos se entendían maravillosamente. Sin embargo, como correspondía a su avanzada edad, Plum Pudding se estaba volviendo cauteloso. Ya no le gustaba el galope veloz y vacilaba antes de acercar su voluminoso costado al de otro caballo en plena carrera. Shasa acababa de ver que Max Theunissen, en el lado opuesto, pedía a Némesis, su potro negro.

Con ese animal había aterrorizado a la liga juvenil en los últimos cuatro días, acercándose mucho al juego sucio, pero con tanta astucia, que a los jueces les resultaba difícil sancionarle. Había logrado asustar a casi todos los jinetes más livianos, haciéndoles abandonar la línea aun cuando tuvieran derecho de paso; cuando alguien tenía el coraje de enfrentárse a él, lo atropellaba con tan sádico vigor que se produjeron dos o tres situaciones peligrosas y hasta un accidente; el pequeño Tubby Vermeulen, del Transvaal, había caído tan pesadamente que tenía una muñeca fracturada y un hombro dislocado.

—Vamos Abel, no te quedes allí. Ensilla a Tiger Shark.

Tiger Shark era un joven bayo, que contaba con un solo año de adiestramiento. Se trataba de un animal feo, con cabeza de martillo y paletillas poderosas que le daban aspecto de jorobado. Su temperamento era tan poco atractivo como su figura. Coceaba y mordía sin provocación ni previo aviso; a veces se mostraba indómito, y tenía una tendencia agresiva y cruel; parecía alegrarse cuando se le ordenaba cargar. Hasta entonces no se había acobardado ante un encontronazo. En cualquier otra circunstancia, Shasa habría preferido a Plum Pudding, pero Max estaba ensillando a Némesis y Shasa adivinaba qué le esperaba.

El taco se le había rajado en los últimos segundos de juego; retiró la correa de la muñeca y lo arrojó al suelo. Mientras iba a la caneta a buscar otro, llamó a su número dos.

—Tienes que acercarte más deprisa, Bunty, y ponerte dentro para recibir mi tiro cruzado. ¡Deja de quedarte atrás, hombre!

Shasa paró de hablar, cobrando conciencia del tono autoritario de su propia voz, al ver que el coronel Blaine Malcomess, capitán nacional y semidiós de Shasa, le estaba observando. Se había acercado en silencio y estaba apoyado contra la rueda trasera de la carreta, un tobillo sobre el otro, los brazos cruzados y el sombrero de ala ancha inclinado sobre un ojo; su boca grande lucía una semi-sonrisa enigmática. Shasa, seguro de que indicaba desaprobación, trató de alisar su propio entrecejo.

—Hola, señor. Parece que nos están castigando un poco.

Se obligó a sonreír, aunque melancólico y nada convincente, Por mucho que le dijeran en la escuela, no le gustaba perder; no le gustaba nada.

Lejos de censurar el mal genio de Shasa, Blaine estaba encantado con él. El deseo de ganar era el don más importante, y no sólo en el campo de polo. Hasta entonces había dudado de que Shasa Courtney lo poseyera; lo disimulaba muy bien, teniendo en cuenta su edad. Presentaba un rostro bello y muy amable a sus mayores, y los trataba atentamente, con los modales tradicionales que le habían inculcado su madre y los maestros; en todo momento se mantenía reservado.

Sin embargo, Blaine venía observándole con atención desde hacía cuatro días. Había visto su buena postura en la silla, su vista maravillosa, el golpe fluido que articulaba en una muñeca poderosa. El muchacho no tenía miedo y estaba lleno de audacia, por lo cual lo sancionaban con frecuencia. Pero Blaine sabía que la experiencia le enseñaría a disimular el juego rudo, de modo que no fuera evidente a los árbitros.

Los otros requisitos para llegar a ser jugador internacional eran la gran resistencia, que se adquiría con la edad, la aplicación constante, y la experiencia. Eso último era de una importancia tan vital que el jugador sólo llegaba a la cumbre de su carrera a los cuarenta años o más. El mismo Blaine apenas la alcanzaba, y podía mantenerse diez años en el primer puesto.

Shasa Courtney prometía, y Blaine acababa de reconocer en él el deseo de ganar y su disgusto al vislumbrar la derrota. Sonrió al recordar su propia respuesta, cuando él a la misma edad, fue advertido por su padre: “Blaine, debes aprender a ser mejor perdedor.” Él había contestado, con sus dieciséis años de sabiduría adquirida: “Sí, señor, pero no tengo intenciones de practicar lo suficiente para ser realmente bueno en eso.”

Blaine sofocó la sonrisa y dijo, en voz baja:

—Shasa, ¿me permites un comentario?

—Por supuesto, señor.

El joven corrió a su encuentro, quitándose la gorra en señal de respeto.

—Estás dejando que Max te ponga nervioso —le indicó Blaine, suavemente—. Hasta ahora has usado la cabeza. En los cuatro primeros chukkers les metiste cuatro goles, pero en el último Max metió cinco.

—Sí, señor. —Shasa volvió a fruncir el entrecejo, sin darse cuenta.

—Piensa, muchacho, ¿qué es lo que cambió?

Shasa meneó la cabeza, pero luego parpadeó al captarla idea.

—Me está atrayendo hacia su offside.

—Eso es —asintió Blaine—, te está obligando a jugar en su lado fuerte. En cinco días, nadie lo ha encarado por el otro lado.

Cambia de lugar con Bunty y acércate por allí. Acércate con todo de una vez. Algo me dice que al joven Max no le va a gustar ese trago de su propia medicina. Y creo que bastará con una dosis. Hasta ahora, nadie ha visto el verdadero color de su hígado. Tengo la impresión de que hay algo de amarillo en él!

—¿Me está diciendo que… cometa una falta, señor? —Shasa lo miraba fijamente, asombrado. Siempre se le habían inculcado las reglas del juego caballeresco. Era la primera vez que recibía ese tipo de consejo.

—¡Ni pensarlo! —Blaine le guiñó un ojo—. Será cuestión de aprender a perder, ¿no te parece?

Ese peculiar entendimiento se había establecido entre ambos desde el momento en que Centaine los presentó. Naturalmente, la reputación de Blaine facilitaba las cosas; contaba con el respeto y la admiración del joven aun antes de conocerlo; dada su experiencia, como funcionario y político, en el arte de someter a otros a su voluntad, para él había sido muy sencillo aprovechar al máximo su ventaja ante alguien tan impresionable y poco experimentado.

Además, Blaine deseaba intensamente mantener buenas relaciones con Shasa, no sólo porque era el hijo de la mujer que amaba, sino porque era simpático y dotado, inteligente, valiente y abnegado… y porque Blaine no tenía ni tendría jamás un hijo varón propio.

—Pégate a él, Shasa, y juégale a su modo —dijo, poniendo fin a su consejo.

Y Shasa sonrió, radiante de placer y determinación.

—Gracias, señor.

Se puso la gorra en la cabeza y se alejó a grandes pasos con el palo al hombro; la entrepierna de sus pantalones blancos estaba manchada de marrón por la pomada de la silla; el sudor se secaba en cristales blancos entre los hombros de su jersey amarillo.

—Vamos a cambiar de sitio, Bunty —anunció. Cuando Abel se acercó llevando a Tiger Shark, le dio un leve puñetazo en el hombro—. Tenías razón, viejo ladino: yo mismo revisé la cincha.

Lo hizo otra vez, ostentosamente, y Abel sonrió, encantado, al verle levantar la vista de las hebillas, diciendo:

—Ahora no podrás culparme otra vez.

Sin tocar los estribos, montó a Tiger Shark de un salto.

Blaine se apartó de la rueda y volvió tranquilamente al palco; sus ojos, como por instinto, buscaban entre la multitud el amarillo intenso del sombrero de Centaine.

Estaba en un círculo masculino. Blaine reconoció a sir Garry Courtney y al general Smuts, junto con otros tres personajes influyentes: un banquero, un ministro del gobierno de Hertzog y el padre de Max Theunissen.

“Con qué gente se codea Madame Courtney”, pensó, haciendo un gesto de dolor ante la punzada de celos que no se decidía a aceptar.

Las invitaciones de Centaine no habían sido sólo para los mejores jugadores del país, sino para todos los hombres importantes e influyentes de diversos sectores: políticos, académicos, grandes terratenientes, magnates de la minería, comerciantes y editores de periódicos. Había hasta algunos artistas y escritores.

El chateau de Weltevreden no podía alojarlos a todos. Por eso, Centaine había reservado todos los cuartos del vecino Hotel Alphen, que antes formaba parte de la finca, para albergar a los restantes. Junto con los invitados de la zona, había bastante más de doscientos forasteros. Ella había fletado un tren especial para traer al contingente de otras ciudades, con sus caballos. A lo largo de cinco días, el entretenimiento había sido constante.

Por la mañana, los partidos de la liga juvenil; a la hora del almuerzo, un banquete al aire libre; por las tardes, grandes partidos de polo, seguidos por una compleja cena fría y baile toda la noche.

Seis orquestas tocaban por turnos, proporcionando música incesante de día y de noche. En los intervalos había números de cabaré, desfiles de modas, un remate de vinos raros y subasta de obras de arte para beneficencia, una exhibición de potrillos pura sangre, una cacería del tesoro, una velada de disfraces, torneos de tenis, críquet y bridge, exhibiciones de saltos, motociclismo acrobático, títeres para los niños y un equipo de niñeras profesionales para mantener ocupados a los más pequeños.

“Y sólo yo sé a qué viene todo esto.” Blaine levantó la vista hacia el palco. “Es una locura; hasta cierto punto, es inmoral. El dinero que derrocha ya no es suyo. Pero la amo por su valor en la desgracia.”

Centaine sintió su mirada y giró la cabeza en su dirección. Por un momento se miraron fijamente, sin que la distancia apagara la intensidad de los ojos. Después, ella se volvió nuevamente hacia el general Smuts y celebró con una risa alegre aquello que el anciano decía.

Blaine deseaba acercarse, aspirar su perfume, escuchar esa voz algo ronca, con su leve acento francés. En cambio, anduvo con decisión hacia la otra parte del palco, donde estaba Isabella en su silla de ruedas. Por primera vez se sentía suficientemente fuerte para asistir al torneo, y Centaine había dispuesto que se construyera una rampa especial, a fin de subir la silla hasta los primeros asientos del palco donde ella pudiera ver el campo.

La madre de Isabella, con su cabeza plateada, ocupaba un asiento a su lado; la rodeaban cuatro amigas íntimas con sus maridos. Pero las niñas bajaron del palco a toda prisa en cuanto vieron a Blaine, levantándose las faldas hasta las rodillas con una mano mientras se sujetaban los anchos sombreros a la cabeza, tratando de Llamarle la atención con su parloteo. Brincando a cada lado, se colgaron de sus manos y le arrastraron hasta su asiento, junto a Isabella.

Blaine besó abnegadamente la pálida mejilla de seda que Isabella le ofrecía. Su piel estaba fría, y él distinguió un vaho de láudano en su aliento. La droga le dilataba las pupilas, dando a sus grandes ojos una expresión conmovedora y vulnerable.

—Te eché de menos, querido —susurró.

Y era verdad. Al alejarse Blaine, ella había lanzado a su alrededor una mirada angustiosa, en busca de Centaine Courtney. Su tormento sólo se alivió un poco al verla en un sitio más alto del palco, rodeada de admiradores.

—Tenía que hablar con ese muchacho —se disculpó Blaine—. ¿Te sientes mejor?

—Sí, gracias. El láudano está surtiendo efecto.

Le sonrió, tan trágica y valiente que él volvió a inclinarse para besarla en la frente. Luego, al erguir la espalda, echó un vistazo culpable en dirección a Centaine, con la esperanza de que ella no hubiera visto ese espontáneo gesto de ternura, pero lo estaba observando, aunque apartó la vista con celeridad.

—Ahí salen los equipos, papá —anunció Tara, tirando de él para llevarlo a su asiento—. ¡Vamos, Weltevreden!

Y Blaine pudo concentrarse en el partido antes que en su propio dilema.

Shasa, cambiando de lado, guió a su equipo frente al palco y trotó con desenvoltura por la línea lateral, erguido en los estribos para ajustarse la correa de la gorra, mientras buscaba a Blaine con la vista. Sus miradas se cruzaron y el muchacho sonrió, mientras el coronel, lacónico, enseñaba los pulgares en alto. Shasa se dejó caer en la silla y puso a Tiger Shark ante el equipo de Natal, que salía con sus pantalones y sus gorras blancas, botas negras y camisetas de manga corta, negras también, con aspecto rudo y confiado.

Max Theunissen frunció el entrecejo al notar que Shasa había cambiado de lado. Después de describir un círculo, hizo una señal a su número dos, que estaba en la otra punta del campo, y volvió a girar, en el momento en que el árbitro trotaba hasta el centro para dejar caer la bola de bambú blanco.

El último chukker se inició con un tumulto cerrado y confuso; entre golpes fallidos, la bola rodó entre los cascos de los caballos. Por fin salió a terreno abierto y Bunty se inclinó desde la silla, propinando el primer golpe certero que daba en todo el encuentro. Fue un golpe alto que se adentró en el campo, y su caballo la siguió por instinto, llevando al jinete a lo largo de la línea, quisiera o no.

Como el tiro había sido suyo, le correspondía el derecho de paso; su caballo se acercó a la perfección, pero Max Theunissen hizo girar a Némesis; el potro negro alcanzó el galope tendido en dos zancadas, justificando las mil libras que el padre de Max había pagado por él, y se lanzó contra Bunty como una avalancha.

Bunty miró por encima del hombro y Shasa lo vio palidecer.

—¡La línea es tuya, Bunty! —aulló Shasa, para alentarlo—. ¡Quédate!

Pero al mismo tiempo vio que Max acercaba deliberadamente la puntera de la bota a la pata centelleante de su potro. Némesis modificó su ángulo. Era un ataque peligroso y amenazador; si Bunty lo resistía, se convertiría en una falta flagrante. Pero la aterradora táctica dio resultado una vez más; Bunty tiró frenéticamente de las riendas y se apartó, dejando la línea.

Max se lanzó sobre ella y se inclinó con el taco en alto, concentrando toda la atención en la bola blanca que brincaba en la hierba, delante de él, preparado para golpearla por detrás.

No había visto a Shasa a su izquierda y no estaba preparado para el arranque veloz con que Tiger Shark respondió a los talones de Shasa; gracias a ello pudo acercarse en un ángulo permitido.

Ninguno de ellos había sido el último en golpear la bola; por lo tanto, los dos jinetes tenían igual derecho de paso. Al acercarse ambos, a todo galope, con Tiger Shark apenas una cabeza por detrás del potro negro, Shasa aguijoneó al caballo con la punta de la bota y el animal respondió gozosamente. Cambió de inmediato el ángulo y se lanzó con todo el poder de sus grandes paletas deformes. El choque fue tan inesperado y violento que Shasa estuvo a punto de caer, arrojado contra el cuello de Tiger Shark.

Sin embargo, Blaine había dado en el blanco: era el lado débil de Max Theunissen el que había protegido tan asiduamente hasta entonces, y Tiger Shark aprovechó perfectamente esa debilidad. Némesis retrocedió, tambaleante, con la cabeza entre las patas delanteras, mientras Max Theunissen volaba por el aire por encima de la cabeza de su cabalgadura, dando un giro mortal, pero con las riendas aún en la mano. Por un momento terrible, Shasa creyó que le había matado.

Sin embargo, con la agilidad del miedo y de la capacidad atlética innata. Max giró en redondo como un gato y aterrizó con torpeza pero con los pies en el césped. Durante unos instantes quedó demasiado asustado y aturdido para hablar. Shasa volvió a acomodarse en la silla y dominó a Tiger Shark, mientras los dos jueces hacían sonar sus silbatos desde ambos lados del campo. Max Theunisser, comenzó a gritar histéricamente.

—Ha sido falta, una falta intencionada. Cruzó mi línea. Podría haberme matado.

Estaba blanco y temblaba; de los labios estremecidos volaban gotitas de saliva. Brincaba en un mismo sitio como un niño malcriado, enloquecido de miedo y frustración.

Los árbitros conferenciaban en el medio del campo. Shasa sintió el impulso de influir sobre ellos con sus propias protestas de inocencia, pero se impuso el sentido común. Se alejó en Tiger Shark con toda la dignidad que pudo reunir, fija la mirada hacia delante y sin prestar atención a los rugidos de la muchedumbre. Sin embargo, sentía que ese rugido era más un reconocimiento a la justicia al ver al matón atrapado en su propia trampa, que la indignación del deportista ofendido.

Los jueces no pudieron ponerse de acuerdo. Giraron en redondo y trotaron hacia el árbitro, que bajó del palco para salirles al encuentro.

—¡Buen golpe, Shasa! —exclamó Bunty, acercándose—. Ese fulano tendrá algo para contar en su casa.

—Tal vez me expulsen, Bunty —replicó el muchacho.

—Pero si no cruzaste su línea —le defendió Bunty, acalorado—. Lo vi bien.

No obstante, a Shasa se le enfriaba la sangre. De pronto pensó en lo que diría su abuelo y, peor aún, en la reacción de su madre si le expulsaban delante de todos los invitados, deshonrando a la familia. Echó una mirada nerviosa hacia los palcos, pero estaba demasiado lejos para distinguir la expresión de Blaine Malcomess. Más arriba vio una mota amarilla: el sombrero de su madre; sus ojos febriles creyeron detectar un ángulo de desaprobación. Pero los jueces volvían al trote. Uno de ellos frenó a su animal frente a Shasa, con expresión severa.

—¡Señor Courtney!

—Si, señor! —Shasa se irguió en la silla, listo para oír lo peor.

—Esta es una advertencia formal, señor. Se le amonesta oficialmente por juego peligroso.

—Acepto la advertencia, señor.

Shasa trató de que su expresión imitara la actitud severa del juez, pero su corazón estaba cantando: se había librado de ésa.

—Siga jugando, señor Courtney.

Antes de que el árbitro le volviera la espalda, el muchacho distinguió su rápido guiño.

Faltaban tres minutos para que terminara el último chukker. Max envió la bola a su propio territorio gracias al penalti, pero allí estaba el número tres de Shasa, que la disparó hacia el campo izquierdo, rebotando.

—¡Bien, Stuffs!

Shasa estaba encantado. Hasta ese momento, Stuffs Goodman no había hecho nada para sobresalir. Estaba descorazonado por el implacable ataque del Natal, y más de una vez había sido la víctima del robusto juego de Max Theunissen. Por primera vez completaba un pase. Shasa avanzó para recibirle y se llevó la bola campo arriba. Pero Bunty se retrasó otra vez. Al no contar con apoyo, el ataque de Shasa fue contrarrestado por una falange del Natal, y el juego volvió a caer en la confusión, mientras los segundos iban transcurriendo. El juez dispersó el alboroto con un toque de silbato y acordó el tiro a Natal.

—Que me condenen si no los reducimos al empate —clamó Bunty, mirando su reloj de pulsera, mientras se retrasaba con Shasa para recibir el siguiente tiro de Natal.

—El empate no basta —replicó Shasa, furioso—. Tenemos que ganar.

Era pura bravata, por supuesto. En los cinco chukkers no habían puesto en serio peligro la meta de Natal. Pero esa ambición limitada enfurecía al joven. Además, Max Theunissen estaba decididamente acobardado, sin señales de su antigua audacia; por dos veces se había retrasado, evitando el contacto, mientras Shasa se adelantaba con la bola, dejando que sus compañeros se hicieran cargo de la defensa.

—¡Falta sólo medio minuto!

Pese a la jactancia de Shasa, Bunty parecía encantado ante el pronto final de sus sufrimientos; en ese preciso momento la bola fue hacia él en línea recta. No pudo pegarle; antes de que girara, el ataque de Natal pasó a su lado. Sólo quedaba Stuffs Goodman entre él y la meta. Shasa retrocedió velozmente, tratando de apoyarle, pero su razón dio un vuelco. Todo había acabado. Era demasiado pedir que Stuffs acertara dos tiros limpios en sucesión. Sin embargo, a pesar de sus malos pálpitos, Stuffs se adelantó en medio del ataque adversario pálido y aterrorizado, pero decidido, y asestó un golpe salvaje que, pasó a medio metro de la bola. Pero su caballo era viejo y diestro exasperado por el juego deficiente de su jinete, movió la bola por entre los cascos y la apartó de una patada hacia la línea de Bunty.

El muchacho golpeó otra vez y se adelantó con la bola. Pero allí estaba la reacción de Natal, galopando furiosamente. Los dos terminaron bailando otro vals, rondándose mutuamente y descargando descabellados palazos, en una típica muestra de lo que suele ser un campeonato juvenil. Ninguno de los dos jugadores tenía la fuerza ni la experiencia suficiente para poner otro ataque en marcha. La confusión dio a ambos equipos tiempo para reorganizarse; los dos capitanes bramaban, ordenando a sus hombres que arrojaran la bola.

—¡Pásamela, Bunty!

Shasa, en el lado izquierdo del campo, estaba erguido sobre los estribos. Tiger Shark danzaba de costado, nervioso por la expectativa, vigilando la bola con ojos desorbitados.

—¡Aquí, Digger, aquí! —aulló Max, inclinándose violentamente hacia atrás, aunque dispuesto a lanzarse a toda carrera en cuanto la bola fuera lanzada.

En aquel momento, Bunty acertó el tercer y último scorcher de la jornada, pero la pelota voló unos metros antes de chocar contra el casco delantero de un caballo adversario. Rebotó bajo los estribos de Bunty, volviendo al campo de Weltevreden, al descubierto.

Shasa quiso adelantarse y puso a Tiger Shark en marcha. Tocó la pelota para cambiar su dirección y dio al caballo un giro tan cerrado que el animal se agachó.

—¡Vamos! —Shasa picó espuelas y el caballo se lanzó a todo galope, mientras la bola corría suavemente a poca distancia. El jinete se inclinó, concentrando toda su atención en ella, que rebotaba erráticamente. Por fin la alcanzó con el taco. Con perfecto dominio, la envió a poca altura sobre el césped, hacia la meta de Natal, que estaba a doscientos metros.

Tiger Shark la siguió de un modo maravilloso, acercándose a la distancia precisa para que Shasa pudiera darle un buen golpe. Plum Pudding no la habría calculado mejor. El joven volvió a golpear con un nítido chasquido de madera contra madera, y la pelota se deslizó más adelante, como en señal de obediencia. Cuando Shasa levantó la vista, allí estaba la meta de Natal, a sólo ciento cincuenta metros; le invadió una especie de júbilo salvaje al comprender que, en vez de empatar, tenían una posibilidad de triunfo.

¡Ja! —ordenó a Tiger Shark—. ¡Jul!

Y el enorme animal se arrojó hacia delante. En ese mismo instante, Max Theunissen, montando a Némesis, giró hacia la línea, más adelante, y corrió directamente hacia él.

“Gaznate abajo” es el término que describe ese peligrosísimo ángulo de intercepción. Dos animales veloces y potentes cargaban uno contra el otro, gaznate abajo. El rugido del palco murió en un silencio horrorizado. Los espectadores se levantaron a un tiempo.

Shasa había presenciado una sola vez una colisión frontal entre dos caballos grandes a todo galope. Había sido en las pruebas, antes del partido contra los argentinos, el año anterior. Desde la grada superior del palco, él había oído claramente el ruido de los huesos al fracturarse. Uno de los jinetes murió más tarde en el hospital, con el bazo reventado; el otro se quebró ambas piernas. Después tuvieron que matar a los caballos, que habían quedado tendidos en medio del campo.

—¡La línea es mía! —chilló Shasa a Max Theunissen, mientras se acercaban rápidamente.

—¡Vete al diablo, Courtney! —contestó Max, desafiante.

Había recobrado su coraje y fulminaba a Shasa con la vista, por encima de la cabeza de su potro. Shasa leyó en aquellos ojos que iba a provocar la colisión y alteró levemente su postura en la silla. Tiger Shark, al sentirlo, se apartó un poco. Iban a ceder… Y de pronto, sin previo aviso, el jinete se sintió invadido por la mortífera pasión de su frenético adversario.

Blaine Malcomess lo percibió, aun desde el palco. Aquello que se había apoderado de Shasa no era coraje común, sino una especie de locura; la misma locura que una vez había impulsado al mismo Blaine hacia la tierra de nadie, solo, con una granada en la mano, hacia los ojos colorados y parpadeantes de los cañones alemanes.

Vio que Shasa controlaba el giro de Tiger Shark y lo obligaba a lanzarse directamente contra el potro negro, cruzando la línea de bola en un desafío deliberado. El tiempo pareció tomar un ritmo mucho más lento para el joven. Su visión se concentró súbitamente con brillante claridad; podía verla membrana mucosa, húmeda y rosada, en las aletas dilatadas del gran potro, frente a él. Podía definir cada burbuja diminuta de la espuma que le brotaba por las comisuras de la boca, cada pelo rígido en el terciopelo renegrido de su hocico, cada vaso sanguíneo del encaje que cubría los ojos enrojecidos del caballo y cada una de sus pestañas.

Shasa miró a Max por encima de la cabeza negra. Su cara estaba crispada por la furia. Vio las diminutas gotas de sudor en su mentón, el espacio abierto entre sus incisivos blancos, cuadrados, los labios encogidos por un rictus de determinación. Le miró a los ojos pardos y le sostuvo la mirada.

Era demasiado tarde. Ya no había tiempo para evitar la colisión. Y mientras lo pensaba, Shasa vio el súbito espanto en el rostro de Max; observó que sus labios se arrugaban y que las mejillas se congelaban de miedo. Le vio echarse atrás en la silla y tirar de las riendas, apartando a Némesis de la línea en el último instante.

Shasa pasó velozmente a su lado, rozándole casi con desprecio. Poseído aún por la misma pasión, se levantó en los estribos y golpeó la bola con vigor, colándola en el centro de los mimbres.

Blaine todavía estaba en el palco cuando los equipos se retiraron. Shasa, encendido por el triunfo, buscó en él una señal de aprobación. El coronel se limitó a saludarle con la mano y a dedicarle una sonrisa amistosa, pero estaba casi tan entusiasmado como el joven.

“Ese muchacho tiene fibra”, se dijo. “Tiene fibra, de veras.”

Y volvió a sentarse junto a Isabella. Ella notó su expresión; lo conocía demasiado bien. Sabía también lo mucho que había deseado tener un hijo varón… y el motivo de su interés por ese niño. Se sintió incapaz, inútil y enfadada.

—Esa criatura es alocada e irresponsable. —No pudo contenerse aun sabiendo que su censura causada en Blaine el efecto contrario—. No le importa nadie en absoluto. Pero los Courtney siempre han sido así.

—Algunos le Llaman agallas —murmuró él.

—Una fea palabra para designar una fea tendencia. —Isabella sabía que se estaba portando como una bruja, que la tolerancia de su marido tenía un límite, pero no pudo dominar ese impulso autodestructivo de herirlo—. Es como su madre…

Entonces vio que la ira estallaba en los ojos de Blaine. Este se levantó, interrumpiéndola.

—Voy a ver si te traigo algo para que almuerces, querida.

Y se alejó a grandes pasos. Ella habría querido llamarlo, gritar: “¡Lo siento! ¡Lo dije sólo porque te quiero!”

La enferma no comía carne roja, pues parecía agravar su estado, de modo que Blaine se dedicó a contemplar el muestrario de cangrejos, gambas, ostras y peces que constituía el plato principal del almuerzo frío. Era una pirámide que le sobrepasaba en altura, una verdadera obra de arte; parecía un sacrilegio efectuar la primera incursión en ella. Su actitud de renuncia no era única: la pirámide estaba rodeada por un grupo de invitados que lanzaban exclamaciones de admiración, gracias a las cuales Blaine no supo que Centaine se había acercado hasta oír su voz por encima del hombro.

—¿Qué le dijo usted a mi hijo, coronel, para convertirlo en un salvaje? —El se volvió rápidamente, tratando de disimular el culpable deleite que le despertaba su proximidad—. Oh, sí, lo vi conversar con él antes del último chukker.

—Una conversación entre hombres. Temo que no es adecuada para oídos tiernos.

Ella rió suavemente.

—Sea lo que fuere, dio resultado. Gracias, Blaine.

—No tienes por qué darlas. El muchacho lo hizo por su cuenta. Ese último gol fue el esfuerzo más estupendo que he visto en mucho tiempo. Va a ser de los buenos, es más, de los mejores.

—¿Sabes en qué pensé mientras le miraba? —preguntó ella, suavemente.

Él movió la cabeza, inclinándose para escuchar la respuesta.

—Pensé en Berlín.

Blaine quedó perplejo por un instante. Por fin comprendió.

Berlín, 1936. Los Juegos Olímpicos. Y se echó a reír. Centaine debía de estar bromeando. Entre la liga juvenil y las categorías superiores había tanta distancia como entre la tierra y la luna. Entonces vio la expresión de ella y dejó de reír para mirarla fijamente.

—¡Hablas en serio!

—No podré pagar la manutención de sus caballos, por supuesto. Pero al abuelo le encanta verle jugar. El ayudará. Y si contara con el consejo y el aliento de un jugador de primera…

Se encogió graciosamente de hombros. Él tardó un momento en recobrarse de su estupefacción.

—Nunca dejas de sorprenderme. ¿No hay nada que creas fuera de tu alcance? —Entonces, al ver el brillo súbito, astuto y lascivo de su mirada, añadió apresuradamente—: Retiro la pregunta.

Por un momento se miraron sin tapujos, con el amor en los ojos para quien quisiera verlo. Por fin, Centaine deshizo el idílico momento.

—El general Smuts estaba preguntando por ti. —Cambió de tema, desconcertante y variable como siempre.

—Estamos sentados al pie de los robles, tras el palco. ¿Por qué no vienes con tu esposa?

Le volvió la espalda, y la multitud de huéspedes se abrió para franquearle el paso.

Blaine condujo lentamente la silla de Isabella por la suave alfombra de césped, hacia el grupo que almorzaba al pie de los robles. El clima había bendecido el torneo de Centaine; el cielo tenía el azul de un huevo de garza. Había viento, por supuesto. Siempre había viento en diciembre, pero Weltevreden estaba enclavada en un rincón protegido del valle de Constancia; el viento del sudeste pasaba por arriba, haciendo susurrar las hojas de los robles, pero movía apenas las faldas de las mujeres; sin embargo, aliviaba el calor, que de otro modo habría sido opresivo, y refrescaba el aire, ganándose su apodo de “el médico del Cabo”.

Al ver a Blaine, Centaine apartó al camarero y llenó de champán una copa con sus propias manos para llevarla a Isabella.

—No, gracias —negó la enferma con dulzura.

Por un momento, Centaine quedó perpleja, ante la silla de ruedas, con la copa de cristal en la mano. Blaine salió en su rescate.

—Si nadie la quiere, señora Courtney…

Tomó la copa, y Centaine le sonrió con pronta gratitud, mientras los otros abrían sitio para la silla. El presidente del Standard Bank, que estaba sentado junto a la dueña de la casa, retomó el monólogo donde lo había interrumpido.

—¡Ese Hoover y su maldita política de intervencionismo! No sólo destruyó la economía de Estados Unidos, sino que nos arruinó a todos en el proceso. Si no se hubiera entrometido, a estas horas ya habríamos superado la depresión. En cambio, ¿qué tenemos? Más de cinco mil bancos norteamericanos han ido a la quiebra este año; el desempleo ha subido hasta los veintiocho millones de parados; el intercambio comercial con Europa está suspendido; las monedas del mundo entero, en proceso de alteración. Ha hecho que un país tras otro abandonen el patrón oro; hasta Gran Bretaña ha sucumbido. Somos uno de los pocos países que han podido mantener el patrón oro, y créanme que empieza a costar demasiado. Hace que la libra sudafricana sea costosa, así como también nuestras exportaciones y la extracción de nuestro oro. Sólo Dios sabe hasta cuándo podremos resistir. —Miró al general Smuts, que estaba frente a él—. ¿Qué opina usted, Ou Baas? ¿Cuánto tiempo podremos seguir con el patrón oro?

Y el Ou Baas rió entre dientes, hasta que la barbilla blanca se agitó en el aire y los ojos azules centellearon.

—Alfred, no me lo pregunte a mi. No soy economista, sino botánico.

Su risa era contagiossa, pes todos sabían que era una de las mentes más brillantes en cualquier terreno, de cuantas había engendrado, hasta entonces, el tumultuoso siglo XX. El había instado a Hertzog a seguir el ejemplo británico, cuando Inglaterra abandonó el patrón oro. Había cenado con John Maynard Keynees, e economista más importante de la época, en su última visita a Oxford, y los dos mantenían una correspondencia regular.

—Entonces, Ou Baas, no preste atención a esa pregunta. Contemple mis rosas —ordenó Centaine.

Había apreciado el humor de sus huéspedes y percibía que la densa discusión les ponía incómodos. Día tras día, esos hombres se veían forzados a vivir en la desagradable realidad de un mundo que se tambaleaba al borde de un abismo financiero. Todos escaparon de la conversación aliviados.

La charla giró hacia temas ligeros y triviales, pero chispeantes, como el champán servido en copas de alto pie. Centaine dirigía las bromas y las risas, pero en su fuero íntimo experimentaba el vacío que produce un desastre inminente; sentía la seguridad, insistente y dolorosa, de que todo eso estaba por terminar, de que era irreal como los sueños, que eso era el último eco del pasado, en tanto se veía próxima a un futuro lleno de amenazas e incertidumbre, un futuro sobre el que ya no tendría control.

Blaine miró por encima del hombro de Centaine y aplaudió ligeramente; los otros invitados añadieron su palmoteo adulto y condescendiente.

—Viva el héroe conquistador —rió alguien.

Centaine giró en su asiento. Shasa estaba detrás, con chaqueta deportiva y pantalones de franela; en el pelo, aún mojado por la ducha, se veían claramente los surcos del peine. Sonreía con una adecuada proporción de modestia.

—Oh, chéri, estoy orgullosísima. —Se levantó de un salto para besarle impulsivamente.

El muchacho se ruborizó, realmente azorado.

—Bueno, Mater, no nos pongamos tan franceses —le reprochó.

Estaba tan hermoso que ella habría querido abrazarlo, pero se contuvo. Hizo una seña al camarero para que sirviera a Shasa una copa de champán. El la miró, intrigado, pues habitualmente no se le permitía tomar sino cerveza ligera, y en poca cantidad.

—Es una ocasión especial —aclaró ella, oprimiéndole el brazo.

Blaine levantó su copa.

—Caballeros, brindemos por la famosa victoria de los juniors de Weltevreden.

—¡Oh. caramba! —protestó Shasa—, teníamos nueve goles de ventaja.

Pero todos bebieron, y sir Garry hizo sitio a su nieto.

—Ven a sentarte conmigo, hijo, y cuéntanos qué se siente al ser campeón.

—Disculpa, Grandpater, por favor, pero debo reunirme con los chicos. Estamos planeando una sorpresa para después. —¿Una sorpresa?

Centaine se incorporó. Había sobrevivido a varias de las sorpresas de su hijo. Entre las más memorables se contaba el castillo de fuegos artificiales durante el cual había estallado el viejo granero, de un modo muy espectacular e inesperado, junto con un par de hectáreas de cultivos.

—¿Qué sorpresa, chéri?

—Si te lo dijera no sería una sorpresa. Mater. Pero vamos a despejar el campo de polo para la entrega de premios. Quería advertírtelo. —Tragó el resto del champán y se despidió—. Tengo que irme corriendo, Mater. Hasta luego.

Ella alargó la mano para retenerlo, pero el muchacho corrió hacia el gran palco, donde lo esperaban otros miembros del equipo victorioso. Todos se amontonaron en el viejo Ford de Shasa y se alejaron por la larga carretera, rumbo al chateau. Ella los siguió con la vista, estremecida, hasta que desaparecieron. Sólo entonces notó que Blaine y el general Smuts también se habían retirado del círculo y paseaban entre los robles, cada uno con la cabeza inclinada hacia el otro, conversando con mucha seriedad. Los observó subrepticiamente. Formaban un dúo interesante y desigual: un anciano estadista, pequeño, de blancas barbas, y un guerrero abogado, alto y guapo. Su conversación era absorbente, por lo visto, pues caminaban lentamente, ajenos a todo, por donde el grupo no pudiera oírlos.

—¿Cuándo vuelves a Windhoek, Blaine?

—Mi esposa embarca hacia Southampton dentro de dos semanas. Volveré en cuanto zarpe el buque correo.

—¿No puedes quedarte un tiempo más? —preguntó el general Smuts—. Hasta Año Nuevo, digamos. Espero novedades.

—¿Podría adelantarme algo? —inquirió el coronel.

—Quiero que vuelvas a la Cámara. —Smuts evitó la respuesta directa, por el momento—. Sé que eso requiere sacrificios, Blaine. En Windhoek estás haciendo una obra excelente; aumentas tu prestigio personal y tu poder de negociación. Te pido que sacrifiques todo eso renunciando a tu puesto de administrador y presentándote a las elecciones parciales por el Partido Sudafricano.

Blaine no respondió. El sacrificio que el Ou Baas pedía era molesto.

El escaño de Gardens era marginal. Existía un gran riesgo de que lo ganara el partido de Hertzog; aun triunfando, sólo obtendría un escaño en el sector de la oposición, duro precio a pagar por la pérdida de su puesto actual.

—Somos de la oposición, On Baas —apuntó, simplemente. El general Smuts golpeó el césped con su bastón, estudiando su réplica.

—Que esto quede entre tú y yo, Blaine. Quiero que me des tu palabra.

—Claro.

—Si confías ahora en mí, serás ministro dentro de seis meses. —Como Blaine puso cara de incredulidad, Smuts se detuvo frente a él—. Por lo visto, tengo que ser más explícito. —Aspiró hondo—. Coalición, Blaine. Hertzog y yo estamos elaborando un gabinete de coalición. Parece cosa segura, y lo anunciaremos en marzo del año próximo, dentro de tres meses. Yo me haré cargo de la secretaría de Justicia, y parece que se me permitirá nombrar a cuatro de mis propios ministros. Tú figuras en mi lista.

—Comprendo. —Blaine trató de captarlo todo. La noticia era estupenda. Smuts le ofrecía aquello que siempre había querido: un cargo en el gabinete—. No comprendo, On Baas. ¿Qué razones tiene Hertzog para estar dispuesto a negociar con nosotros?

—Sabe que ha perdido la confianza de la Nación y que su propio partido se está volviendo ingobernable. Su gabinete se ha tornado arrogante, por no decir directamente rebelde; está cayendo en un régimen discrecional.

—Sí, sí, Ou Baas. ¡Pero ésta debe ser nuestra oportunidad! Fíjese sólo en lo que ocurrió en el último mes. Fíjese en las elecciones parciales de Germinston y en los resultados de las elecciones provinciales del Transvaal. En ambas ganamos decididamente. Si conseguimos que se convoquen ahora elecciones generales, ganaremos. No tenemos por qué formar un gobierno de coalición con los nacionalistas. Podemos ganar, como Partido Sudafricano, con nuestras propias condiciones.

El viejo general guardó silencio algunos momentos, con la barba gris hundida en el pecho y la expresión severa.

—Tal vez tengas razón, Blaine. Ahora podríamos ganar, pero no por nuestros méritos. El voto iría contra Hertzog y no a favor de nosotros. Cualquier victoria partidista, en estos momentos, se volvería estéril. No podríamos justificar una convocatoria a elecciones generales por el bien de la Nación. Sería sacar provecho político para el partido, y no quiero participar en eso.

Blaine no pudo responder. De pronto se sintió indigno de merecer la confianza de ese hombre, un ser tan íntegro que no vacilaba en volver la espalda a una oportunidad para no sacar provecho de la crisis de su país.

—Estamos en una época desesperada, Blaine. —Smuts siguió hablando suavemente—. Por doquier, a nuestro alrededor, se ciernen nubes de tormenta. Necesitamos que el pueblo esté unido. Necesitamos un fuerte gabinete de coalición, no un parlamento dividido por diferencias partidistas. Nuestra economía vacila en el borde del abismo; la industria de las minas auríferas corre peligro. A los costes actuales, muchas de las minas más antiguas están ya cerrando. Seguirán otras más, y eso será el fin de la Sudáfrica que conocemos y amamos. Por añadidura, también se ha venido abajo el precio de la lana y los diamantes, los otros dos productos que más exportamos.

Blaine asintió, sobriamente. Todos esos factores eran la base de la preocupación nacional.

—No hace falta hablar de los descubrimientos hechos por la Comisión de Remuneraciones —prosiguió Smuts—. La quinta parte de nuestra población blanca ha sido arrojada a la abyecta pobreza por la sequía y los métodos primitivos de cultivo; el veinte por ciento de nuestras tierras productivas están estropeadas por la erosión el mal uso, probablemente de modo definitivo.

—Los blancos pobres —murmuró Blaine—: un ejército de indigentes itinerantes, sin oficio, beneficio ni esperanza.

—Y luego están los negros, divididos en veinte diferentes tribus que huyen en rebaños de los distritos rurales, buscando la buena vida, die lekkerlewe, sólo para engrosar las filas de los parados; en vez de la buena vida, encuentran el delito, el licor ilícito y la prostitución; así van acumulando un descontento que lo invade todo, llegan al desprecio de nuestras leyes y descubren, por primera vez, la dulce atracción del poder político.

—Ese es un problema que ni siquiera hemos empezado a encarar, a tratar de comprender —reconoció Blaine—. Quiera Dios que nuestros hijos y nuestros nietos no nos maldigan por nuestro descuido.

—Dios lo quiera, efectivamente —repitió Smuts—. Y mientras tanto, miremos más allá de nuestras fronteras, hacia el caos que envuelve al resto del mundo. —Fue marcando cada uno de sus puntos con un golpe de bastón en la tierra—. En América, el sistema de crédito se ha derrumbado; el comercio con Europa y el resto del mundo está detenido. Hay ejércitos de pobres y desposeídos vagando sin sentido por todo el continente. —Clavó la punta del bastón en el césped—. En Alemania, la República de Weimar se derrumba después de haber hundido su economía. Un antiguo marco de oro vale hoy ciento cincuenta mil millones de marcos de Weimar, y eso ha aniquilado los ahorros del país. Y ahora, de las cenizas, ha surgido una nueva dictadura, fundada en la sangre y en la violencia, que tiene en sí el hedor de una gran maldad. —Golpeó la tierra otra vez, furioso—. En Rusia, un monstruo delirante está asesinando a millones de sus propios compatriotas. Japón está bajo las garras de la anarquía. Los militares se han desmandado, derrocando a los gobernantes elegidos por la nación, apoderándose de Manchuria y masacrando a los infortunados habitantes por cientos de miles; ahora amenazan con retirarse de la Liga de las Naciones, porque el resto del mundo protesta. —Una vez más silbó el bastón, castigando el denso césped—. En el Banco de Inglaterra se ha producido una crisis, Gran Bretaña ha sido obligada a abandonar el patrón oro y de los anales de la historia ha salido una vez más la antigua maldición de antisemitismo, que acecha al mundo civilizado. —Smuts se interrumpió, encarando a Blaine francamente—. Por doquier hay desastres y peligros mortales. No intentaré sacar ventaja de eso, dividiendo esta tierra torturada. No, Blaine, quiero coalición y cooperación en vez de conflicto.

—¿Cómo es que todo se ha ido a pique tan velozmente, Ou Baas? —preguntó Blaine—. Se diría que era ayer mismo cuando teníamos prosperidad y alegría.

—En Sudáfrica, cualquiera puede estar lleno de esperanzas al amanecer y enfermo de desesperación al mediodía. —Smuts guardó silencio por un instante; luego salió de su abstracción para decir—: Te necesito, Blaine. ¿Quieres tiempo para pensarlo?

El coronel negó con la cabeza.

—No hace falta. Puede contar conmigo, Ou Baas.

—Lo sabía.

Blaine miró en dirección a Centaine, que continuaba sentada al pie de los robles, y trató de manifestar un gran júbilo, debajo del cual se ocultaba la vergüenza. Se avergonzaba de que, a diferencia de ese santo hombre, él pudiera sacar ventaja de la situación de su país y el mundo civilizado. Se avergonzaba de que sólo ahora, por causa de la desesperación y las penurias, alcanzara su ambicionado puesto en el gabinete. Además, volvería a Ciudad del Cabo desde las tierras desérticas; volvería a ese lugar fértil y hermoso donde vivía Centaine Courtney.

Entonces su mirada se desvió hacia la pálida y delgada mujer en silla de ruedas, cuya belleza se evaporaba con el asedio del dolor y de las drogas; la culpa y la vergüenza se equilibraron casi perfectamente con el júbilo.

Pero Smuts volvía a hablar.

—Pasaré los próximos cuatro días aquí, en Weltevreden, Blaine. Sir Garry me ha obligado a permitirle que escriba mi biografía, de modo que trabajaremos juntos en el primer borrador. Al mismo tiempo, debo realizar una serie de reuniones secretas con Barry Hertzog para acordar los detalles más delicados de la coalición. Es un lugar ideal para que hablemos. Te agradecería que te mantuvieras en contacto. Es casi seguro que te llamaré.

—Por supuesto. —Blaine, con esfuerzo, apartó sus propias emociones—. Estaré aquí el tiempo que me necesite. ¿Quiere que presente mi renuncia al cargo de administrador?

—Puedes ir redactando la carta —apuntó Smuts—. Yo le explicaré tus motivos a Hertzog; se la entregarás personalmente.

Blaine echó un vistazo al reloj. El viejo general se apresuró a decir:

—Sí, tienes que prepararte para tu partido. Esta frivolidad, en medio de sucesos tan horribles, es como tocar el violín mientras arde Roma, pero hay que mantener las apariencias. Hasta me he prestado a entregar los premios. Centaine Courtney es una señora convincente. Bueno, espero que nos veamos más tarde… en la entrega de premios, cuando te entregue la copa.

El encuentro fue reñido, pero el equipo Cape “A”, capitaneado por Blaine Malcomess, contuvo los ataques más decididos del Transvaal “A” en el partido final del torneo, y ganó por tres goles. Inmediatamente después, todos los equipos se reunieron al pie del palco, donde las copas de plata estaban exhibidas sobre una mesa. Sin embargo, se produjo una incómoda pausa en la ceremonia. Faltaba un equipo: los campeones juveniles.

—¿Dónde está Shasa? —preguntó Centaine, en voz baja pero furiosa a Cyril Slaine, que era el organizador del torneo. El agitó las manos, con un gesto desolado.

—Me prometió que estaría aquí.

—Si en esto consiste su sorpresa… —Centaine hizo un esfuerzo para ocultar su ira tras una graciosa sonrisa, en bien de sus interesados huéspedes—. Bueno, no importa. Comenzaremos sin ellos.

Ocupó su sitio en la primera grada del palco, junto al general y levantó ambas manos pidiendo atención.

—General Smuts, señoras y señores, honorables invitados y queridos amigos.

Vaciló, mirando a su alrededor con incertidumbre. Un zumbido, en el aire, se superponía a su voz. Fue creciendo parejamente en volumen hasta convertirse en rugido. Todas las caras se levantaron hacia el cielo; unas, muy intrigadas por la búsqueda; otras, divertidas o intranquilas. De pronto, por encima de los robles, en el extremo del campo de polo, centellearon las alas de un avión que volaba a poca altura. Centaine lo reconoció como un Puss Moth, un pequeño monomotor. Se inclinó lateralmente hacia el palco de honor y voló en línea recta hacia él, a dos metros de altura, cruzando el campo. Cuando parecía estar a punto de chocar con el palco atestado, el morro se elevó bruscamente y pasó por encima del público. Los espectadores agacharon instintivamente la cabeza. Una mujer gritó. En el momento en que el avión pasaba como un rayo, Centaine vio la cara sonriente de Shasa en la ventanilla lateral de la cabina, y el movimiento de su mano al saludar. De inmediato se vio transportada en el tiempo y el espacio.

La cara ya no era la de Shasasa, sino la de Michael Courtney, su padre. En su mente, la máquina ya no era azul y aerodinámica; había asumido las Líneas torpes y anticuadas, las alas dobles, los tensores y la cabina abierta pintada de amarillo de los aeroplanos que había visto durante la guerra.

Se inclinó en un círculo amplio apareciendo una vez más sobre la copa de los robles. Centaine permanecía rígida de espanto, con el alma desgarrada por un contenido grito de angustia, contemplando otra vez el aeroplano amarillo, que trataba de pasar por encima de las grandes hayas, más allá del chateau de Mort Homme, con el motor vacilante y fallando.

“¡Michael!”

Gritó mentalmente su nombre y fue como un cegador destello de agonía. Una vez más vio la máquina, mortalmente herida, golpear contra las ramas superiores de la alta haya y caer por el aire, dando tumbos mortales, hasta quedar en tierra en un enredo de lona y soportes rotos. Una vez más vio florecer las llamas, como hermosos capullos venenosos, y saltar a gran altura desde la máquina destrozada. Y el humo oscuro rodó por los prados, hacia ella, mientras el cuerpo del hombre, en la cabina abierta, se retorcía, giraba, se ponía negro entre las llamas anaranjadas que ascendían y el calor, que bailaban en un espejismo vidrioso, y el humo negro, grasiento, y el trueno repetido que le llenaba los oídos.

“¡Michael!”

Tenía las mandíbulas apretadas hasta tal punto que le dolían los dientes, y los labios rodeados por el hielo del horror, de tal modo que el nombre no podía escapar entre ellos.

De pronto, milagrosamente, la imagen desapareció. En cambio, quedó la pequeña máquina azul, tranquilamente posada en el verde césped del campo de polo; el ruido del motor se redujo a un amable murmullo burbujeante. Giró en el otro extremo del campo y correteó nuevamente hacia el palco, meneando apenas las alas. Cuando se detuvo ante ellos, el motor se apagó con un hipo final de humo azul.

A cada lado de la cabina se abrieron las puertas, dejando salir a Shasa Courtney y sus tres sonrientes compañeros de equipo. A Centaine le sorprendió que hubieran podido caber en ese diminuto recinto.

—¡Sorpresa para todos! —aullaron—. ¡Sorpresa, sorpresa!

Entonces hubo risas, aplausos, silbidos y exclamaciones en el palco. Los aviones eran todavía una maravillosa novedad, capaz de llamar la atención aun entre gente tan sofisticada como aquélla. Probablemente, sólo una de cada cinco personas presentes había volado alguna vez; la inesperada y ruidosa llegada había creado un ambiente alegre y entusiasta. Entre aplausos y expresivos comentarios, Shasa condujo a su equipo hasta la mesa para recibir la copa de plata de la que hacía entrega el general Smuts.

El piloto del avión azul salió por la puerta izquierda. Era una silueta corpulenta y calva. Centaine la fulminó ponzoñosamente con la mirada. No sabía que Jock Murphy incluyera el oficio de piloto entre sus varias habilidades, pero pensó que pagaría un precio por, aquella travesura. Siempre había hecho lo posible por no fomentar el interés de Shasa por los aviones, pero resultaba difícil. Este tenía, junto a su cama, una fotografía de su padre en traje de piloto y una réplica de su avión de combate, llamado SE5a, colgada del techo. En los últimos años se había vuelto más insistente en sus preguntas con, respecto a las hazañas militares del padre. Ella debió tomarlas como advertencia, por supuesto, pero había estado demasiado preocupada para pensar que pudiera dedicarse a la aviación sin consultarla. Al repasar los hechos, comprendió que había ignorado deliberadamente esa posibilidad, precisamente por no pensar en ella.

Con la copa de plata en las manos, Shasa concluyó su breve discurso de agradecimiento con una afirmación específica:

—Por fin, señoras y señores, quizá hayan pensado que era Joe Murphy quien pilotaba el PussMoth ¡No fue así! Ni siquiera tocó los mandos, ¿verdad? —Miró al calvo instructor, que colaboró cabeceando—. ¡Ya ven! —se jactó Shasa—. Es que he decidido ser piloto, igual que mi padre.

Centaine no participó en los aplausos ni en las risas.

Los invitados partieron de allí tan súbitamente como habían llegado, dejando tras de sí el césped aplastado del campo de polo, desperdicios, montañas de botellas vacías y manteles sucios. A Centaine le quedó también una sensación de desencanto. Había terminado su último gesto grandioso; era el último disparo de su arsenal.

El sábado, el buque correo ancló en la bahía de la Tabla, desembarcando a un invitado nada grato.

—Ese maldito fulano parece un enterrador, en lugar de un cobrador de impuestos —bufó sir Garry.

Y se llevó al general Smuts al cuarto de armas, que él siempre usaba como estudio cuando se hospedaba en Weltevreden. Inmersos en las consultas iniciales para la biografía, no reaparecieron hasta la hora del almuerzo.

El recién llegado bajó a desayunar, justamente cuando Centaine y Shasa volvían de su cabalgata matutina, con las mejillas rosadas y muertos de hambre. Cruzaron las puertas dobles del comedor cogidos del brazo, riendo ante una broma de Shasa, pero su buen humor se hizo trizas cuando lo vieron allí, examinando la marca de fábrica en los cubiertos de plata. Centaine se mordió el labio, poniéndose seria.

—Permítame presentarle a mi hijo. Michael Shasa Courtney. Shasa, te presento al señor Davenport, de Londres.

—Mucho gusto, señor. Bienvenido a Weltevreden.

Davenport clavó en Shasa la misma mirada inquisidora con que había examinado la plata.

Significa “muy satisfecho” —aclaró Shasa—. En holandés, como usted sabrá: Weltevreden.

El señor Davenport trabaja para Sothebys, Shasa —dijo Centaine para Llenarla incómoda pausa—. Ha venido para asesorarme con respecto a algunos de nuestros cuadros y muebles.

—Muy bien —dijo el joven—. ¿Ha visto éste, señor? —Shasa señaló un cuadro paisajístico colgado en la pared, encima del aparador—. Es el favorito de mi madre. Pintado en la finca donde ella nació: Mort Homme, cerca de Arras.

Davenport se puso las gafas, enmarcadas en acero, y se inclinó sobre el aparador para mirar más de cerca; su considerable vientre cayó en la bandeja de huevos fritos, dejando una mancha grasienta en el chaleco.

—Firmado en 1875 —observó, sombrío—. Su mejor período.

—Es de un hombre llamado Sisley —apuntó Shasa, para ayudar—, Alfred Sisley. Es un artista muy conocido, ¿verdad, Mater?

Chéri, el señor Davenport tiene que saber quién es Alfred Sisley.

Pero el huésped no escuchaba.

—Podríamos obtener quinientas libras —murmuró.

Y sacó un cuaderno del bolsillo interior para hacer una anotación. El movimiento desprendió una fina llovizna de caspa de sus mechones desteñidos hacia las hombreras del traje oscuro.

—¿Quinientas? —se extrañó Centaine, decepcionada—. Pagué bastante más que eso.

Llenó una taza de café (no se había acostumbrado nunca a los grandes desayunos ingleses) y la llevó a la cabecera de la mesa.

—Puede ser, señora Courtney. Pero el mes pasado subastamos una de sus obras, una mejor que ésta, La esclusa de Marty, y no alcanzó la modestísima base que le habíamos puesto. El mercado, mucho me temo, favorece al comprador.

—Oh, no se preocupe, señor. —Shasa llenó su plato de huevos y los coronó con una guirnalda de tocino crujiente—. No está a la venta. Mi madre no lo vendería jamás, ¿verdad Mater?

Davenport, sin prestarle atención, llevó su propio plato al asiento vacío que Centaine tenía a su lado.

—Ahora bien, el Van Gogh del salón delantero es otra cosa —le dijo, mientras se lanzaba sobre el arenque ahumado, con más entusiasmo del demostrado hasta entonces; con la boca llena, leyó en su cuaderno—: “Trigal verde y violáceo; surcos que llevan la vista a halos dorados en derredor del enorme orbe del sol naciente, alta en el cuadro.” —Cerró el cuaderno—. En América, Van Gogh se h puesto muy de moda, a pesar de lo flojo que está el mercado. No sabemos cuánto durará, por supuesto. Por mi parte, no lo soporto, pero haré fotografiar el cuadro y enviaré copias a diez o doce clientes norteamericanos importantes. Creo que podemos obtener de cuatro a cinco mil libras.

Shasa dejó los cubiertos. Sus ojos pasaban de Davenport a su madre, con expresión preocupada y estupefacta.

—Creo que debemos dejar el tema para más tarde, señor —intervino ella, apresuradamente—. Le he reservado el resto del día, pero ahora disfrutemos del desayuno.

La comida prosiguió en silencio. No obstante, cuando Shasa apartó su plato, aún medio lleno, Centaine se levantó junto con el.

—¿Adónde vas, chéri?

—A los establos. El herrero va a cambiar las herraduras a dos de mis potros.

—Te acompaño.

Anduvieron por el sendero que salía del muro posterior del viñedo hugonote, donde se cultivaban las mejores uvas para hacer vino de Centaine, y rodearon el viejo alojamiento de los esclavos. Ambos guardaban silencio. Shasa esperaba que ella hablara, mientras su madre trataba de hallar palabras adecuadas para explicarles.

No había una forma amable de decirlo, por supuesto, y ya lo había retrasado demasiado tiempo. Esa demora sólo dificultaba las cosas.

Ante el portón del establo, ella le cogió del brazo y le hizo girar hacia la plantación.

—Ese hombre… —comenzó. Se interrumpió, para intentarlo de nuevo—. Sothebys es la mejor firma de subastadores del mundo. Se especializan en obras de arte.

—Lo sé —dijo él, con una sonrisa condescendiente—. No soy tan ignorante, Mater.

Ella lo condujo hasta el banco de roble, junto a la fuente. El agua dulce y cristalina brotaba en burbujas de una diminuta vertiente rocosa, cayendo entre helechos y piedras cubiertas de musgo, para llenar un estanque de ladrillos. Allí había una trucha, tan larga y gruesa como el brazo de Shasa, que se acercó a los pies de ambos, esperando la comida.

—Shasa, chéri, él ha venido para encargarse de vender Weltevreden. Lo dijo con claridad y en voz alta. De inmediato, la dimensión de lo que acababa de decir cayó sobre ella con la fuerza brutal de un roble aserrado. Permaneció ante su hijo, aturdida y cortada, sintiéndose pequeña, marchita. Por fin cedía a la desesperación.

—¿Te refieres a las pinturas? —preguntó Shasa, cauteloso.

—No sólo a las pinturas, sino también a los muebles, las alfombras y la plata. —Tuvo que tomar aliento y dominar el temblor de los labios—. El chateau, la finca, tus caballos, todo.

El la miraba fijamente, sin poder terminar de aprehender la novedad. Vivía en Weltevreden desde los cuatro años, desde que tenía memoria.

—Lo hemos perdido todo, Shasa. Desde lo del robo he estado tratando de mantener las cosas en pie. No lo he conseguido. Todo se ha ido, Shasa. Vamos a vender Weltevreden para cancelar nuestras deudas. Después no quedará nada. —Se le quebró nuevamente la voz, y se tocó los labios para aquietarlos antes de continuar—: Ya no somos ricos, Shasa. Todo se ha perdido. Estamos arruinados, totalmente arruinados.

Le miró fijamente, esperando que él la denigrara, que estallara del modo en que ella estaba a punto de hacerlo. En cambio, el joven le cogió la mano. Tras un instante, los hombros de Centaine perdieron la rigidez y ella se dejó caer sobre Shasa, abrazándole en busca de consuelo.

—Somos pobres, Shasa.

Sintió que él luchaba por comprenderlo todo, por hallar palabras que expresaran sus sentimientos confusos.

—¿Sabes, Mater? —dijo por fin—. Conozco a alguna gente pobre. Algunos de los muchachos, en la escuela… Los padres están bastante mal de dinero, y a ellos no parece molestarles demasiado. Casi todos son compañeros alegres. Tal vez no sea tan terrible eso de habituarse a la pobreza.

—No me acostumbraré jamás —susurró ella con vehemencia—. La odiaré a cada momento.

—Y también yo —replicó él, con la misma vehemencia—, al menos si fuera mayor, si pudiera ayudarte…

Centaine dejó a Shasa ante la herrería y regresó lentamente, deteniéndose con frecuencia para conversar con sus criados de color. Las mujeres se acercaban a las puertas de las cabañas con los bebés montados a la cadera, y los hombres erguían la espalda, abandonando el trabajo con una amplia sonrisa de placer; habían; llegado a convertirse en su familia. Separarse de ellos sería aún más doloroso que abandonar sus tesoros, tan cuidadosamente adquiridos. En la esquina del viñedo franqueó el muro de piedra para pasearse por entre las viñas podadas, donde los racimos de uvas nuevas ya colgaban con peso, verdes y duras como balas de mosquete, entre la harina de los pimpollos. Alargó la mano para coger las en sus palmas ahuecadas, como en un gesto de despedida, descubrió que estaba sollozando. Había logrado contener las lágrimas en presencia de Shasa, pero en ese momento, al verse sola, el dolor y la desolación la abrumaron. Lloró entre sus viñas.

La desesperación la agotó, erosionando su decisión. Había trabajado mucho, hacía demasiado tiempo que estaba sola, y ahora, ene: este fracaso definitivo, se sentía cansada, tan cansada que le dolían los huesos. Comprendió que no tenía fuerzas para iniciarlo todo otra vez. Comprendió que estaba derrotada, que a partir de ese momento su vida sería algo triste y lamentable, una lucha diaria y sorda para no perder su orgullo, reducida a una situación de real necesidad. Por mucho que amara a Garry Courtney, en adelante debería confiar en su caridad, y todo su ser se estremecía ante esa perspectiva. Por primera vez en toda su vida, no halló voluntad ni coraje para continuar.

Sería tan agradable tenderse y cerrar los ojos… La asaltó un fuerte deseo: el anhelo de paz y silencio.

—Ojalá todo hubiera terminado. Ojalá ya no hubiera nada, no más luchas, preocupaciones y esperanzas.

Los deseos de paz se tornaron irresistibles y le colmaron el alma, obsesionándola de tal forma que apresuró la marcha por la senda.

“Será como dormir, dormir sin sueños…” Se vio tendida sobre una almohada de satén, con los ojos cerrados, apacible, en calma.

Como aún vestía pantalones y botas de montar, pudo alargar el paso. Al cruzar los prados iba ya corriendo. Abrió con violencia las puertas y ventanas de su estudio y, jadeante, corrió a su escritorio.

Las pistolas guardadas en el cajón eran un regalo de sir Garry.

Se hallaban en un estuche azul, con su nombre grabado en una placa de bronce, en la tapa. Ambas eran iguales; estaban fabricadas a mano por Beretta, la firma italiana, según un modelo para señoras, con exquisitas incrustaciones de oro, madreperla y diamantes pequeños de la Mina Hani.

Centaine eligió una de las armas y la abrió. Todas las cámaras estaban cargadas; después de cerrarla con un golpe seco, amartilló el percutor. Sus manos estaban firmes; su respiración, nuevamente serena. Sintiéndose muy tranquila, como ajena a la cuestión, levantó la pistola y apoyó la boca contra su sien. Después apretó el gatillo con el índice hasta donde cesaba el juego libre.

Parecía estar fuera de su mente, mirando sin otra emoción que cierta compasión por sí misma, un vago remordimiento ante aquella vida malgastada.

“Pobre Centaine”, pensó. “Qué modo tan horrible de acabar con todo.” Y miró al otro lado del cuarto, hacia el espejo con el marco dorado. A cada lado del cristal había altos floreros, llenos de rosas frescas cortadas en los jardines. Así, su imagen quedaba enmarcada en flores, como si ya estuviera tendida en su ataúd. Su cara estaba pálida como la muerte.

—Parezco un cadáver.

Lo dijo en voz alta. Ante esas palabras, su deseo de paz se convirtió instantáneamente en repugnancia hacia su propia actitud. Bajó el arma y miró fijamente su imagen en el espejo, donde las brasas calientes del enfado comenzaban a arder en las mejillas.

—¡No, merde! —tuvo deseos de chillar—. ¡No vas a salir tan fácilmente de esto!

Abrió la pistola y arrojó las balas a la alfombra. Después de colocar el arma sobre la carpeta, salió a grandes pasos de la habitación. Las criadas de color oyeron el crepitar de sus botas en los escalones de mármol de la escalinata circular y se alinearon ante la puerta de sus habitaciones, con sonrisas alegres, para hacerle una` reverencia.

—Lily, pedazo de haragana, ¿todavía no me has preparado e baño?

Las dos sirvientas se miraron, dilatando los ojos. De inmediato, Lily corrió al baño, en una convincente pantomima de obediencia, mientras la segunda criada seguía a Centaine hasta el vestidor recogiendo la ropa que ella, deliberadamente, iba dejando caer.

—Gladys, ve a comprobar que Lily llene la bañera con agua caliente —ordenó.

Cuando entró en el cuarto de baño, con una bata de seda amarilla, las dos estaban expectantes, ante la enorme bañera de mármol. Ella probó el agua con un dedo.

—¿Quieres hacer sopa conmigo, Lily? criticó.

Y la muchacha sonrió con alegría. El agua estaba a la temperatura exacta, y la pregunta de Centaine era un modo de reconocerlo, una broma entre ambas. Lily tenía las sales de baño preparadas, y volcó una medida prudente en el agua que despedía vapor.

—A ver, dame eso —ordenó Centaine, vaciando medio frasco; en la bañera—. Basta de medias raciones.

Mientras las burbujas se acumulaban en los bordes, ella se deslizó por el mármol con perversa satisfacción Las dos sirvientas, deshicieron en risas y huyeron del baño, mientras Centaine, después de quitarse la bata, se hundía hasta el mentón en el agua espumosa, ahogando exclamaciones ante la exquisita tortura del calor. Así tendida, la imagen de la pistola volvió a su mente, pero ella la apartó; con violencia.

“Si en algo no has caído nunca, Centaine Courtney, es en la cobardía”, se dijo.

Al regresar a su vestidor, eligió un vestido de alegres colores estivales. Sonreía cuando bajó la escalera.

Davenport y Cyril Slaine la estaban esperando.

—Nuestro asunto va a llevar mucho tiempo, caballeros. Comencemos de inmediato.

Había que numerar y describir cada artículo de la inmensa mansión, calcular su valor, fotografiar las piezas más importantes anotar todo laboriosamente en un borrador de catálogo. Era preciso terminar todo eso antes de que Davenport volviera a Inglaterra, en el barco correo que partiría en diez días. Regresaría tres meses más tarde para dirigir la subasta.

Cuando Llegó el momento de que Davenport se marchara, Centaine sorprendió a todos anunciando su intención de acompañarle personalmente hasta el muelle; normalmente, esa tarea había corrido por cuenta de Cyril.

La partida del barco correo era uno de los acontecimientos más excitantes en el calendario social de Ciudad del Cabo. El vapor hervía de pasajeros, además de los visitantes que habían acudido por docenas para desearles buen viaje.

En la puerta de primera clase, Centaine revisó la lista de pasajeros a la altura de la M, hasta hallar:

Malcomess, Sra. I Camarote A 16

Malcomess, Srta. T Camarote A 17

Malcomess, Srta. M Camarote A 17

La familia de Blaine se hacía a la mar, tal como estaba planeado. Por acuerdo mutuo, ella no le había visto desde el torneo de polo: en esos momentos le buscó disimuladamente en los salones de primera clase.

Al no encontrarle, comprendió que debía de estar en el camarote de Isabella. La idea de esa íntima reclusión la enfureció. Habría querido ir al camarote A 16, con el pretexto de despedirse de Isabella; en realidad, su deseo era impedir que Blaine estuviera a solas con ella un solo minuto más. Lo que hizo, en cambio, fue sentarse en el salón principal, mientras el señor Davenport arrasaba vasos de ginebra con bitter; ella sonreía a sus conocidos, saludándolos con la cabeza, e intercambiaba banalidades con los amigos que desfilaban por los salones, tratando de ver y de hacerse ver.

Notó, con sombría satisfacción, la calidez y el respeto de los saludos y las atenciones que se le brindaban en abundancia. Era evidente que la loca extravagancia del torneo había cumplido con su finalidad, aplacando las sospechas en cuanto a sus apuros financieros. Por el momento, no circulaban rumores que afectaran su reputación.

Pero esa situación cambiaría pronto, y con sólo pensarlo se enfureció por anticipado. Desairó adrede a una de las anfitrionas más ambiciosas de Ciudad del Cabo, rechazando públicamente su obsequiosa invitación; según advirtió con cinismo, esa pequeña crueldad hizo crecer el respeto de la mujer. Pero mientras actuaba en esos complejos juegos sociales, Centaine no dejaba de mirar por encima de la cabeza de todos, buscando a Blaine.

La sirena del vapor tocó la última advertencia; los oficiales de abordo, con su flamante uniforme tropical, se pasearon entre ellos con una amable indicación:

—Este barco zarpará dentro de quince minutos. Pedimos a los que no viajan que tengan la amabilidad de desembarcar inmediatamente.

Centaine estrechó la mano del señor Davenport y se incorporó a la procesión que descendía por la planchada, hasta el muelle. Allí se detuvo ante la jovial muchedumbre de visitantes, con la vista clavada en el flanco del barco, tratando de distinguir a Isabella o a sus hijas entre los pasajeros que se agrupaban en cubierta, contra la barandilla.

Cintas de papel, de alegres colores, volaron con la brisa del sudeste, arrojadas desde las altas cubiertas para que las sujetaran manos afanosas en el muelle; así, el navío quedó ligado a tierra con una miríada de frágiles cordones umbilicales… Y súbitamente, Centaine reconoció a la hija mayor de Blaine. A esa distancia se la veía muy adulta y muy guapa; llevaba un vestido oscuro y un peinado moderno. La hermana, a su lado, había asomado la cabeza por entre los rieles de la barandilla y agitaba furiosamente un pañuelo rosado.

Con la mano a modo de visera, Centaine pudo distinguir, detrás de las niñas, una silueta en silla de ruedas. Al verla así, con la cara en sombras, tuvo la impresión de que esa mujer era el heraldo final de la tragedia, una potencia adversa enviada para asediarla y robarle su felicidad.

“Oh, Dios, cómo desearía que fuera sencillo poder odiarla”, susurró.

Sus ojos siguieron la dirección en que miraban las niñas. Comenzó a abrirse paso entre la multitud.

Por fin lo tuvo a la vista. El había trepado al armazón de una gigantesca grúa. Vestía un traje ligero de color crema, con su corbata reglamentaria, verde y azul, y un ancho sombrero blanco. Se había quitado el Panamá de la cabeza y lo agitaba para saludar a sus hijas. El viento del sur despeinaba sus cabellos, Sus dientes lucían muy blancos y grandes en contraste con el caoba de su rostro bronceado. Centaine se ocultó entre la muchedumbre para observarle en secreto.

“Es lo único que no voy a perder.” La idea le sirvió de consuelo. “Lo tendré siempre, aun después de que me hayan quitado Wetevreden y la Hani.” De pronto la asaltó una duda odiosa. “¿Será en verdad?” Trató de cerrarla mente a ella, pero se le filtró, insistente. “¿Me ama o ama lo que yo soy? ¿Me amará todavía cuando yo sea sólo una mujer común, sin fortuna, sin posición, sin otra cosa que el hijo de otro hombre?”

Y la duda le llenó la cabeza de oscuridad, provocándole un malestar físico, a tal punto que, cuando Blaine se Llevó los dedos a los labios para enviar un beso hacia la pálida figura envuelta en frazadas, los celos la asaltaron otra vez con la fuerza de un vendaval. Sin dejar de mirarle, se torturaba con aquellas expresiones de afecto, con la preocupación que demostraba por su esposa. Se sentía totalmente excluida y superflua.

Poco a poco se ensanchó la brecha entre el vapor y el muelle. La banda de a bordo, en la cubierta de paseo, tocó God be with you till me meet again. Las cintas de papel se rompieron, una a una, y quedaron flotando en las aguas sucias del puerto, como sueños y esperanzas condenados al fracaso, hasta desintegrarse del todo. Las sirenas del barco bramaron su despedida, mientras los remolcadores se encargaban de llevarlo hacia mar abierto. El inmenso navío, bajo su propio vapor, fue adquiriendo velocidad; una ola se rizaba en la proa. Por fin viró majestuosamente hacia el noroeste.

La muchedumbre se dispersaba en torno a Centaine. En pocos minutos quedó sola en el muelle. Allá arriba, Blaine seguía encaramado a la grúa, protegiéndose los ojos con el sombrero de Panamá, tratando de echar una última mirada al barco. Ya no había risas en esa boca ancha, que ella tanto amaba. Se le veía soportar tan penosa carga que Centaine se sintió obligada a compartirla, mezclando sus sentimientos con sus dudas, hasta que la presión de ambas se hizo insoportable. Entonces tuvo deseos de huir.

Súbitamente, él bajó el sombrero y se volvió hacia ella.

Centaine se sintió culpable por haberle espiado en ese momento tan íntimo y espontáneo. La expresión de Blaine se endureció, convirtiéndose en algo que ella no podía adivinar. ¿Era acaso resentimiento o quizás algo peor? No lo supo jamás, pues el momento pasó fugazmente.

Lo vio saltar del armazón, aterrizando con suavidad y gracia, a pesar de su corpulencia; se acercó a ella lentamente, mientras se ponía el sombrero. El ala le oscureció los ojos, impidiendo que Centaine determinara su expresión. Sintió un miedo que no había experimentado nunca, hasta que Blaine se detuvo ante ella.

—¿Cuándo podremos estar solos? —preguntó él, en voz baja—. No puedo soportar un minuto más sin ti.

Esas palabras disiparon todos los miedos, todas las dudas, dejándole el corazón luminoso y vibrante, como si volviera a ser una adolescente, casi embriagada de felicidad.

“Todavía me ama”, cantó su corazón. “Me amará para siempre.”