Al día siguiente, se reunieron en la oficina del administrador, donde Blaine había convocado una conferencia de prensa. En la antecámara había una multitud de periodistas y fotógrafos. También allí se encontraba Isabella, en su silla de ruedas, y Blaine detrás, atento, abnegado e insoportablemente apuesto. Centaine usó toda su habilidad histriónica para estrecharle la mano de modo amistoso y, después, para bromear con los chicos de la prensa. Hasta posó con Blaine ante los fotógrafos, sin permitirse una sola mirada amorosa. Pero más tarde, mientras conducía su propio coche hacia las oficinas de la Compañía Courtney, tuvo que detenerse en una calle lateral y permanecer inmóvil unos minutos para recobrar la compostura. No había tenido oportunidad de cambiar una sola palabra a solas con él.
Abe la estaba esperando desde el momento en que cruzó la puerta de la calle; la siguió por la escalera hasta su despacho, diciendo:
—Centaine, llegas tarde. Te están esperando en el salón del directorio desde hace casi una hora, y no puedo decir que con muchas muestras de paciencia.
—¡Que esperen! —replicó ella, con fingida prepotencia—. Así se irán acostumbrando.
El banco era el más importante de sus acreedores.
—La pérdida de las piedras los ha asustado hasta darles diez tonos diferentes de amarillo, Centaine.
Los directores del banco habían estado exigiendo esa entrevista desde la llegada de la empresaria a la ciudad.
—¿Dónde está el doctor Twentyman-Jones?
—Ahí dentro, vertiendo aceite en las aguas revueltas. —Abe le puso una gruesa carpeta ante sus narices—. Aquí tienes las fechas de los pagos de interés.
Ella les echó una mirada. Ya las conocía de memoria; habría podido recitar las fechas, las cantidades y los porcentajes. Tenía su estrategia preparada al detalle, pero todo era irreal, como en un sueño, como en un juego de niños.
—¿Hay alguna novedad que deba conocer antes de entrar en la leonera? —preguntó.
—Llegó un extenso telegrama de Lloyds desde Londres. Han rechazado nuestro reclamo porque no llevabas escolta armada.
Centaine asintió.
—Era de esperar. ¿Entablaremos juicio? ¿Qué aconsejas?
—Estoy consultando otras opiniones, pero tengo el presentimiento de que será perder tiempo y dinero. —¿Algo más?
—De Beers. Un mensaje de sir Ernest Oppenheimer en persona.
—Ya anda husmeando por allí, ¿no?
Centaine suspiró, tratando de interesarse, pero sólo pensaba en Blaine. Le veía inclinado sobre la silla de ruedas. Desterró la imagen de su mente y se concentró en lo que Abe le decía.
—Sir Ernest viene desde Kimberley. Llegará a Windhoek el jueves.
—Por una afortunada casualidad —comentó ella, cínica.
—Solicita un entrevista en breve.
—Tiene la nariz de una hiena y la vista de un buitre —dijo Centaine—. Olfatea la sangre y distingue un animal moribundo a cien leguas de distancia.
—Quiere la Mina ani. Hace trece años que le tiene hambre.
—Todos le tienen hambre a la H’ani, Abe. El banco, sir Ernest, todos los animales de rapiña. Tendrán que vérselas conmigo. Se levantaron. Abe preguntó.
—¿Estás lista?
Centaine echó un vistazo a su imagen reflejada en el espejo, se retocó el pelo, se humedeció los labios con la punta de la lengua y, súbitamente, todo volvió a sus nítidos contornos. Iba a entrar en batalla. Su mente se despejó, su cerebro se aguzó. Sonrió, brillante, confiada, con aire de superioridad. Estaba lista.
—¡Vamos! —dijo.
Entraron en la larga sala del directorio, con su mesa lustrada y sus seis enormes Pierneef, mágicamente líricos, representaciones murales del desierto; Centaine levantó el mentón y sus ojos chisporrotearon de confianza.
—Perdónenme, caballeros —exclamó ligeramente, atacando con toda la fuerza de su personalidad y su atractivo sexual. Les vio marchitarse ante ella—. Les aseguro que, a partir de este momento, cuentan con mi presencia y con toda mi atención por todo el tiempo que deseen.
Muy en el fondo de su ser existía todavía un rincón vacío y doliente, que Blaine había colmado durante unos instantes efímeros. Pero estaba fortificado y amurallado; ella volvía a ser inexpugnable. Mientras ocupaba la silla de cuero, a la cabecera de la mesa, recitó en silencio, como si fuera un mantra: “La H’ani me pertenece; nadie me la quitará.”
Manfred De La Rey avanzaba en la oscuridad con la misma rapidez de los dos hombres adultos que le conducían hacia el norte. La humillación y el dolor del rechazo paterno habían provocado en él un nuevo desafío y una férrea determinación. Su padre lo había llamado “niño llorón.”
“Pero ahora soy un hombre”, se dijo, caminando a grandes pasos tras la oscura silueta de Swart Hendrick. “No volveré a llorar.
Soy un hombre y lo demostraré cada día de mi vida. Te lo demostraré, papá. Si todavía me estás viendo, jamás volverás a avergonzarte de mí.”
Entonces pensó en su padre, solo y moribundo en la cumbre de la colina, y su dolor fue abrumador. A pesar de su resolución, las lágrimas brotaron para inundarlo; necesitó de toda su fuerza y su voluntad para reprimirlas.
“Ahora soy un hombre.” Fijó su mente en eso. Se erguía con toda la estatura de un hombre, casi tan alto como Hendrick, y sus largas piernas lo impulsaban incansablemente hacia delante. “Haré que te sientas orgulloso de mí, papá. Lo juro, lo juro ante Dios.”
No aflojó su paso ni murmuró una sola queja a lo largo de aquella interminable noche. Cuando llegaron al río, el sol ya estaba por encima de los árboles.
En cuanto terminaron de beber, Hendrick les obligó a seguir avanzando. Viajaron por una serie de curvas, alejándose del río en las horas diurnas, durante las cuales pasaban escondidos entre los mopanis secos; en la horas de oscuridad, siguiendo la ribera, volvían hacia atrás y saciaban la sed.
Doce noches de dura marcha transcurrieron antes de que Hendrick juzgara que estaban libres de persecución.
—¿Cuándo cruzaremos el río, Hennie? —preguntó Manfred.
—Jamás —respondió Swart Hendrick.
—Pero mi padre planeaba cruzarlo hasta la zona portuguesa, ver a Alves De Santos, el comerciante de marfil, y viajar a Luanda.
—Eso planeaba tu padre —reconoció Hendrick—. Pero él ya no está con nosotros. En el norte no hay lugar para un negro desconocido. Los portugueses son aún más duros que los alemanes, los ingleses y los bóers. Nos quitarían los diamantes y, después de pegarnos como a perros, nos enviarían a hacer trabajos forzados. No, Manie; vamos a regresar con los ovambos, nuestros hermanos de la tribu, donde todos son amigos y podemos vivir como hombres, no como animales.
—Pero la policía nos encontrará —argumentó Manie.
—No nos vio nadie. Tu padre se aseguró de eso. —Pero saben que eras amigo de mi padre. Irán a por ti.
Hendrick sonrió.
—En tierra ovamba no me llamo Hendrick, y mil testigos jurarán que no me moví de mi kraal, que no conozco a ningún ladrón blanco. Para la policía blanca, todos los negros se parecen. Tengo un hermano, un hombre muy inteligente, que sabrá cómo y dónde vender nuestros diamantes. Con estas piedras puedo comprar doscientas cabezas de ganado fino y diez esposas gordas. No, Manie, nos vamos a casa.
—¿Y qué será de mí, Hendrick? No puedo ir contigo a los kraals de los ovambos.
—Hay un sitio y un plan para ti. —Hendrick rodeó con un brazo los hombros del niño blanco, en un gesto paternal—. Tu padre te confió a mi cuidado. No tienes por qué tener miedo. Antes de dejarte me encargaré de que estés a salvo.
—Cuando te vayas, Hendrick, me quedaré solo. No tengo nada. Y el negro no pudo responder. Dejó caer el brazo, pronunciando con brusquedad:
—Es hora de seguir caminando. Nos espera una carretera larga y difícil.
Esa noche se apartaron del río y giraron hacia el suroeste, rodeando los terribles páramos de Bosquimania; viajaban por tierras menos duras, mejor regadas, a paso más tranquilo, pero seguían evitando los sitios habitados y el contacto con otros seres humanos. Por fin, veinte días después de haber dejado a Lothar De La Rey en su cumbre fatal, anduvieron a lo largo de un barranco boscoso por tierras de buenos pastos, y al caer el sol se encontraron ante una extensa aldea ovamba.
Las chozas cónicas de paja formaban grupos de cuatro o cinco, distribuidas al azar, cada una rodeada por un cerco de hierbas entretejidas. Los cercos, a su vez, se agrupaban alrededor del gran mercado central para el ganado, con su empalizada de postes clavados en tierra. El olor de las fogatas de leña llegó hasta ellos en pálidas volutas azules, mezclado con el amoníaco de la boñiga y el aroma harinoso de las tortas de maíz cocinándose entre las brasas. Las risas de los niños y las voces de las mujeres eran melodiosas, como reclamos de pájaros silvestres. Las vistosas faldas de algodón que llevaban las mujeres formaron destellos alegres; mientras volvían en columna del pozo de agua, balanceaban graciosamente los cántaros desbordantes en la cabeza.
Sin embargo, no hicieron nada por acercarse a la aldea. Permanecían ocultos sobre el barranco, atentos a la presencia de desconocidos y a cualquier señal desacostumbrada, aunque fuera la menor sugerencia de peligro. Hendrick y Klein Boy analizaban en voz baja cada movimiento entrevisto, cada ruido que llegaba desde la aldea. Por fin Manfred perdió la paciencia.
—¿Qué estamos esperando, Hennie?
—Sólo el antílope joven y estúpido se precipita hacia la trampa —gruñó Hendrick—. Bajaremos cuando estemos seguros.
A media tarde, un pilluelo negro arrió un rebaño de cabras cuesta arriba. Estaba completamente desnudo, exceptuando la honda que le colgaba del cuello, y Hendrick lo llamó con un suave silbido.
El niño, sobresaltado, miró con temor hacia el escondite. Cuando Hendrick volvió a silbar, se arrastró cautelosamente hacia ellos. De pronto esbozó una sonrisa, demasiado amplia y blanca para un rostro tan sucio, y corrió directamente hacia Hendrick.
El gigantesco ovambo, riendo, se lo subió en la cadera; el niño balbuceaba en extático entusiasmo.
—Éste es hijo mío —dijo Hendrick a Manie.
Interrogó al pequeño, escuchando con atención sus gorjeantes respuestas.
—No hay desconocidos en la aldea —gruñó, Estuvo la policía, preguntando por mí, pero se ha ido.
Siempre cargado con el niño, les condujo colina abajo hacia el más grande de los grupos de chozas, y se agachó para franquear la abertura del cerco. El patio estaba vacío y barrido. Cuatro mujeres trabajaban en grupo, vestidas con ligeros taparrabos de algodón colorido; meciéndose sobre la punta de los pies, cantaban suavemente a coro mientras molían el maíz seco en altos morteros de madera. Los pechos desnudos se sacudían y temblaban a cada golpe de los largos palos que blandían al compás.
Una de las mujeres lanzó un chillido al ver a Hendrick y corrió hacia él. Era vieja, arrugada y sin dientes; tenía el cráneo cubierto de lana blanca. Se dejó caer de rodillas para abrazarse a las poderosas piernas de Hendrick canturreando de felicidad.
—Mi madre —explicó Hendrick, levantándola. De inmediato se vieron rodeados por un enjambre de mujeres chillando encantadas. A los pocos minutos, Hendrick las hizo callar y las ahuyentó.
—Tienes suerte, Manie —dijo, con una chispa en los ojos—. A ti sólo te permitirán tener una esposa.
A la entrada de la choza más alejada vieron al único hombre de corral sentado en un banquillo tallado. Había permanecido completamente ajeno a los gritos entusiastas. Hendrick caminó hacia él. Era mucho más joven que el recién llegado, de piel más clara, casi del color de la miel. Sin embargo, sus músculos habían sido forjados y templados por el duro trabajo físico; poseía un cierto aire de confianza, el del hombre que ha triunfado gracias a sus esfuerzos. También un porte gracioso y facciones finas, inteligentes, de molde faraónico. Lo sorprendente era que tenía en el regazo un libro grueso y maltratado: un ejemplar de la Historia de Inglaterra, escrita por Macaulay.
Saludó a Hendrick con serena reserva, pero el mutuo afecto fue evidente para el niño blanco, que les observaba.
—Éste es mi listo hermano menor; somos del mismo padre, pero de diferentes madres. Él habla afrikaans y un inglés mucho mejor que el mío. También lee libros. En inglés se llama Moses.
—Te veo, Moses. —Manie se sentía torpe bajo el penetrante escrutinio de aquellos ojos oscuros—. Te veo, niño blanco.
—No me llames niño —protestó Manie, acalorado—. No soy ningún niño.
Los hombres intercambiaron una mirada, sonrientes.
—Moses es capataz de la Mina H’ani —explicó Hendrick, como para aplacarle.
—Ya no, Hermano Grande. Me despidieron hace un mes y aquí estoy, sentado al sol, bebiendo cerveza, leyendo y pensando, ejecutando esas pesadas tareas que constituyen la obligación de todo hombre.
Rieron juntos. Moses dio unas palmadas y llamó imperiosamente a las mujeres.
—Traed cerveza. ¿No os dais cuenta de que mi hermano está sediento?
Para Hendrick fue un placer desechar sus ropas europeas y vestir nuevamente el cómodo taparrabo, y así dejarse llevar hacia el ritmo de la vida aldeana. Era agradable saborear la agria cerveza efervescente de sorgo, espesa como el engrudo, enfriada en los recipientes de arcilla, y hablar tranquilamente del ganado y la caza, de cosechas y lluvias, de relaciones, amigos y parientes, de muertes, nacimientos y uniones. Pasó un tiempo largo y ocioso antes de que llegaran, circunspectos, a los urgentes asuntos que era preciso discutir.
—Sí —asintió Moses—, la policía estuvo aquí. Dos perros de los hombres blancos de Windhoek, que deberían avergonzarse de haber traicionado a su propia tribu. No vestían el uniforme, pero aun así apestaban a policía. Se quedaron muchos días, haciendo preguntas sobre un hombre llamado Swart Hendrick. Al principio se mostraron sonrientes y cordiales; después, irritados y amenazadores. Castigaron a algunas mujeres, tu madre entre ellas —vio que Hendrick se ponía rígido, apretando los dientes, y prosiguió de inmediato—: Es vieja, pero dura. No es la primera vez que la castigan; nuestro padre era un hombre estricto. A pesar de los golpes, ella no conocía a Swart Hendrick, nadie conocía a Swart Hendrick, y los perros de la policía se fueron.
—Volverán —dijo Hendrick.
Su medio hermano asintió.
—Sí. Los blancos nunca olvidan. Cinco años, diez… En Pretoria ahorcaron a un hombre por haber matado a otro veinticinco años antes. Volverán.
Bebieron por turnos de la jarra de cerveza, sorbiendo con placer y pasando el negro recipiente de mano en mano.
—Se hablaba de un gran robo de diamantes en la carretera de la mina H’ani, y mencionaron el nombre del demonio blanco con quien siempre has viajado y luchado, con quien te fuiste sobre el gran verdor para atrapar peces. Dicen que estuviste con él en el robo de los diamantes y que te colgarán de una cuerda cuando te encuentren.
Hendrick rió entre dientes, contraatacando:
—También yo he oído hablar de un fulano que no me es desconocido. Se dice que conoce bien el tráfico de diamantes robados. Que todas las piedras sacadas de la H’ani pasan por sus manos.
—Pero ¿quién puede haberte contado tan viles mentiras?
Moses sonrió débilmente, mientras Hendrick hacía una señal a Klein Boy. El muchacho trajo una bolsa de cuero crudo desde su escondrijo y la puso frente a su padre. Hendrick abrió la solapa y fue sacando los pequeños paquetes de papel marrón de uno en uno, para ponerlos en la dura tierra del patio: catorce, en hilera.
Su hermano tomó el primer paquete y rompió el lacre con su cuchillo.
—Esta es la marca de la Mina H’ani —dijo, mientras desplegaba cuidadosamente el papel.
Su expresión no cambió al examinar el contenido Puso a que el paquete aun lado y abrió el siguiente. No dijo palabra abrió los catorce. Por fin observó con suavidad:
—Muerte. Aquí hay muerte. Cien, un millar de muertes.
—¿Puedes venderlos por nosotros? —preguntó Hendrick. El hermano sacudió la cabeza.
—Nunca he visto piedras como éstas, ni tantas a la vez. Tratar de venderlas de una sola vez acarrearía el desastre y la muerte sobre todos nosotros. Debo pensar en esto. Pero, mientras tanto, no nos atreveremos a conservar estas piedras asesinas en el kraal.
A la mañana siguiente, apenas rayaba el alba, Hendrick, Moses y K subieron Klein Boy salieron juntos de la aldea y hasta la cima del barranco, donde encontraron el árbol que Hendrick recordaba desde sus tiempos de niño pastor. En el tronco había un hueco, a nueve metros del suelo, que había sido el nido de una pareja de águilas. Mientras los otros montaban guardia, Klein Boy trepó hasta el agujero, llevando la bolsa de cuero.
Pasaron muchos días antes de que Moses presentara su muy meditada opinión.
—Hermano, tú y yo ya no pertenecemos a esta vida ni a este sitio. Ya he visto en ti la primera inquietud. Te he visto mirar el horizonte con la expresión del hombre que desea enfrentarse a él. Esta vida, tan dulce al principio, aburre con facilidad. El sabor de la cerveza se pierde en la lengua. Entonces el hombre piensa en las cosas valientes que ha hecho y en las cosas, más valientes aún, que le esperan en algún lugar de fuera.
Hendrick sonrió.
—Eres hombre de muchas habilidades, hermano. Hasta sabes mirar en la cabeza de un hombre y leer todos sus secretos.
—No podemos quedarnos aquí. Las piedras de la muerte son demasiado peligrosas para conservarlas en este sitio, y demasiado peligrosas para venderlas.
Hendrick asintió.
—Te escucho —dijo.
—Existen cosas que debo hacer. Cosas que, según creo, son mi destino, y de las cuales nunca he hablado, ni siquiera contigo. —Habla de ellas ahora.
—Hablo del arte que los blancos llaman política y de la cual nosotros, por ser negros, estamos excluidos.
Hendrick hizo un gesto desdeñoso.
—Lees demasiados libros. En ese negocio no hay ganancias.
Déjalo para los blancos.
—Te equivocas, hermano. En ese arte yacen tesoros ante los cuales tus piedrecitas blancas parecen basura. No, no te burles.
Hendrick abrió la boca, pero volvió a cerrarla lentamente. En realidad, hasta entonces no había pensado en eso, pero el joven que tenía enfrente poseía una presencia poderosa, una intensidad vibrante que le inquietaba, aunque no comprendiera del todo el significado de sus palabras.
—Lo he decidido, hermano. Nos iremos. Esto es demasiado pequeño para nosotros.
Hendrick asintió. La idea no le perturbaba. Había sido nómada toda su vida y estaba dispuesto a cambiar de sitio otra vez.
—No sólo de este kraal, hermano. Nos iremos de esta tierra.
—Irnos de esta tierra! —Hendrick dio un respingo, pero volvió a sentarse en el banquillo.
—Tenemos que hacerlo. Esta tierra es demasiado pequeña para nosotros y las piedras. —¿Y adónde iremos?
El hermano levantó la mano.
—Lo discutiremos pronto, pero antes debes librarte de ese niño blanco que has traído a vivir entre nosotros. Es aún más peligroso que las piedras. Atraerá a la policía rápidamente. Cuando hayas hecho eso, hermano mío, estaremos listos para ir a hacer lo que debemos hacer. Swart Hendrick era hombre de gran fortaleza, tanto física como mental. Tenía pocos miedos; era capaz de intentar cualquier cosa y de sufrir mucho por lo que deseaba, pero siempre había seguido la guía de otro. Siempre había existido un hombre aún más fiero y más temerario que él, a quien seguir.
—Haremos lo que dices, hermano —coincidió.
Y supo, por instinto, que acababa de hallar a alguien que sustituiría al hombre que había dejado moribundo en una roca, en pleno desierto.
—Esperaré aquí hasta que salga el sol mañana —dijo Swart Hendrick al niño blanco—. Si por entonces no has vuelto, sabré que estás a salvo.
—¿Volveremos a vernos, Hennie? —preguntó Manie, melancólico.
Hendrick vaciló, al borde de la promesa hueca.
—Creo que, desde ahora, nuestros pies estarán en senderos diferentes, Manie. —Alargó una mano para apoyarla en el hombro de Manfred—. Pero pensaré en ti con frecuencia. Y quién sabe, tal vez algún día esos caminos vuelvan a unirse. —Estrechó el hombro del niño, notando que estaba cubierto de músculo, como el de un adulto desarrollado—. Ve en paz y sé hombre, como lo fue tu padre.
Empujó un poco a Manfred, pero el chaval se quedaba quieto.
—Hendrick —susurró, quisiera decirte muchas cosas… pero no encuentro palabras.
—Vete —dijo Hendrick—. Los dos sabemos. No hace falta decir nada. Vete, Manie.
Manfred recogió su mochila y su rollo de mantas y salió de la espesura a la polvorienta carretera. Echó a andar hacia la aldea, rumbo a la cúpula de la iglesia, que era, en cierto modo, como un símbolo de la existencia nueva. Le atraía y le repelía a un tiempo.
En el recodo del camino miró hacia atrás. No había señales del corpulento ovambo. Entonces anduvo por la calle principal hacia la iglesia, que estaba al otro lado.
Sin darse cuenta, se desvió de la calle principal para llegar a la casa del pastor por el callejón de los desagües, como había hecho en la última visita con su padre. El estrecho camino estaba flanqueado por plantas suculentas de moroto; allí olía a cubos de excrementos, ocultos tras las puertas corredizas de los cobertizos exteriores, cuyas partes traseras daban al camino. Ante el portón posterior de la casa parroquial, vaciló por un momento. Por fin levantó el cerrojo y avanzó por el largo sendero de entrada, a paso de tortuga.
A medio camino lo detuvo un bramido. Miró a su alrededor, aprensivo. Se oyó el rugido de una voz potente, alzada en exhortación o agria disputa. Provenía de un cobertizo situado en el fondo del patio, que parecía una leñera grande.
Manfred se deslizó hasta ese lugar y miró adentro, asomado al marco de la puerta. El interior estaba oscuro, pero cuando su visión se adaptó, Manfred reconoció aquello como un cuarto de herramientas, con su yunque, su fragua y algunos utensilios colgados en las paredes. El suelo era de tierra. En el centro estaba arrodillado Tromp Bierman, la Trompeta de Dios.
Vestía pantalones oscuros, una camisa blanca y corbata del mismo color como corresponde a su oficio. De la chaqueta del traje pendían unas grandes pinzas, por encima del yunque. Su abundante barba apuntaba al techo. Mantenía los ojos cerrados y los brazos en alto, en actitud de rendición o de súplica, aunque su tono distaba mucho de ser sumiso:
—Oh, Dios de Israel, te convoco urgentemente para que des una respuesta a las plegarias de tu siervo, que te pide orientación en este asunto. ¿Cómo puedo ejecutar tu voluntad sin saber cuál es? Sólo soy un humilde instrumento; no me atrevo a tomar por propia cuenta esta decisión. Mírame, Oh Dios, mi Señor; ten piedad de mi ignorancia y de mi estupidez; hazme conocer tus intenciones.
Tromp se interrumpió súbitamente y abrió los ojos. La gran cabeza leonina giró hacia un costado, y sus ojos, como los de un profeta del Antiguo Testamento, penetraron como llamas en el alma de Manfred.
El niño se apresuró a quitarse el sombrero deforme y manchado de sudor, para sostenerlo con ambas manos contra el pecho.
—He vuelto, Oom —dijo—. Usted dijo que debía volver.
Tromp le miró con ferocidad. Vio a un muchacho macizo, de hombros anchos y miembros poderosos, cabeza cubierta de rizos dorados, polvorientos, y cejas de un negro contrastante, como el carbón, sobre extraños ojos de topacio. Intentó ver más allá de la pálida superficie de aquellos ojos y captó un aura de determinación y lúcida inteligencia en torno al joven.
—Ven aquí —ordenó.
Manfred dejó caer su mochila y se acercó. Tromp le cogió por la mano para ponerle de rodillas.
—Arrodíllate, Jong, ponte de rodillas y da gracias a tu Hacedor. Alaba al Dios de tus antepasados, que ha escuchado mis súplicas en tu favor.
Manfred, obediente, cerró los ojos y unió las manos.
—Oh, Señor, perdona a tu importuno siervo, que distrae tu atención con asuntos tan triviales, cuando estás ocupado en cosas mucho más importantes. Te damos las gracias por dejar a nuestro cuidado a este joven ser, a quien templaremos y afilaremos hasta convertirlo en una espada. Una poderosa espada que golpeará a los filisteos, un arma que será blandida por tu gloria, por la causa justa y buena de tu pueblo elegido, el Volk afrikáner.
Y pinchó a Manfred con un índice que parecía una navaja.
—¡Amén! —exclamó Manfred, ahogando un gemido de dolor.
—Te glorificaremos y alabaremos todos los días de nuestra vida, oh, Señor, y te suplicamos que brindes a este hijo elegido de tu pueblo la fortaleza y la determinación… La plegaria, puntuada por el ferviente “¡amén!” de Manfred, se prolongó hasta que al niño le dolieron las rodillas y quedó mareado por la fatiga y el hambre. De pronto, Tromp le levantó de un tirón y le hizo caminar hasta la puerta de la cocina.
—Mevrou —sonó la Trompeta del Señor—, ¿dónde estás, mujer?
Trudi Bíerman apareció precipitadamente, sin aliento, y se detuvo, horrorizada, mirando a aquel muchacho vestido con harapos roñosos.
—Mi cocina —gimió—, mi cocina tan limpia y bonita… Acabo de encerar el suelo.
—Dios nuestro Señor nos ha enviado a este Jong —entonó Tromp—. Lo acogeremos en nuestro hogar. Comerá en nuestra mesa y será uno de los nuestros.
—Pero está más sucio que un cafre.
—Entonces lávalo, mujer, lávalo.
En ese momento, una niña se deslizó tímidamente por la puerta, detrás de la matronal figura de Trudi Bierman. Al ver a Manfred se puso rígida, como un pavo real asustado.
Al niño le costó reconocer a Sara. Había engordado; la carne firme y limpia le cubría los codos, que hasta muy poco antes fueran bultos huesudos en los brazos flacos. Las mejillas, antes pálidas, tenían el color de las manzanas; los ojos apagados lucían claros y brillantes; el pelo rubio, cepillado hasta hacerlo brillar, estaba recogido en dos trenzas gemelas que se unían sobre su coronilla. Usaba faldas largas y pudorosas, pero impecables, que le llegaban a los tobillos. Dejó escapar un grito y corrió hacia Manfred con los brazos extendidos, pero Trudi Bierman la sujetó por detrás y la zarandeó.
—Niña perezosa y mala, te ordené que terminaras las sumas.
Ve ahora mismo.
La echó a empujones de la habitación y se volvió hacia Manfred con los brazos cruzados y la boca fruncida.
—Das asco —le dijo—. Tienes el pelo largo como una muchacha, y esas ropas… —Su expresión se endureció, volviéndose aún más temible—. Y en esta casa somos cristianos. No queremos saber nada de las costumbres salvajes y ateas de tu padre. ¿Comprendido?
—Tengo hambre, tía Trudi.
—Comerás cuando coman los otros, y sólo si estás limpio. —Miró a su marido—. Menheer, ¿quiere enseñar al niño a hacer fuego en la caldera para agua caliente?
En la puerta del diminuto baño, supervisó implacablemente las abluciones de Manfred, descartando todos sus gestos de pudor y sus protestas a causa de la temperatura del agua. Cuando él vaciló, se hizo cargo personalmente de la pastilla de jabón azul y le restregó hasta los pliegues más tiernos e íntimos.
Después lo condujo de la oreja, cubierto sólo con una breve toalla envuelta a la cintura, por los peldaños traseros. Lo sentó en un cajón de frutas y, armándose con un par de tijeras de esquilar, hizo caer el pelo rubio, que llegaba hasta los hombros, como el trigo ante la hoz. Manfred deslizó una mano sobre su cráneo; lo encontró rapado y punzante a la altura de la nuca; sentía frío y corrientes de aire detrás de las orejas.
Trudi Bierman juntó sus ropas sucias con un gesto de asco y abrió el horno de la caldera. Manfred llegó justo a tiempo para rescatar la chaqueta. Al ver la expresión con que el niño retrocedía y ocultaba la prenda tras la espalda, mientras tocaba subrepticiamente los bultos del forro, su tía se encogió de hombros.
—Bueno, tal vez, con un lavado y unos cuantos parches… Mientras tanto, te buscaré algunas ropas viejas del dómine.
Para Trudi Bierman el apetito de Manfred era un desafío personal para sus habilidades culinarias. No dejó de llenarle el plato, aun antes de que terminara. Permanecía a su lado, con el cucharón en una mano y la cacerola en la otra. Cuando le vio reclinarse, satisfecho, fue en busca de una tarta de leche, con un destello victorioso en los ojos.
Manfred y Sara, ajenos a la familia, ocupaban los asientos más bajos en el centro de la mesa. Las dos hijas de Bierman, regordetas y rubias, con cara de pudín, se sentaban más arriba que ellos. Sara picoteó en su plato con tan pocas ganas que despertó la ira de Trudi Bierman.
—No he preparado una buena comida para que juguetees con ella, muchacha. Te quedarás allí sentada hasta que dejes el plato limpio, con espinacas y todo… aunque tardes toda la noche.
Y Sara comenzó a masticar mecánicamente, sin apartar los ojos de Manfred.
Era la primera vez que Manfred daba dos veces las gracias por una comida: antes y después. Cada una le pareció interminable. Estaba ya tambaleándose en la silla y cabeceando cuando Tromp Bierman le despertó bruscamente, con un “¡amén!” que parecía una salva de artillería. La casa parroquial estaba ya llena a reventar con Sara y los vástagos del matrimonio Bierman. Como no había sitio para Manfred, le asignaron un rincón del cuarto de herramientas, en el fondo del patio. La tía Trudi había puesto un baúl patas arriba para que sirviera de armario para sus pocas ropas; había también una cama de hierro, con un colchón de crines, lleno de bultos, y una vieja cortina desteñida que pendía de un cordel, para separar su rincón dormitorio.
—No malgastes la vela —le advirtió la tía Trudi, desde la puerta del cobertizo—. Sólo recibirás una nueva el primer día de cada mes. Aquí somos gente ahorrativa. ¡Nada de las extravagancias de tu padre, gracias!
Manfred se tapó hasta la coronilla con una fina manta gris, a fin de proteger del frío su cabeza rapada. Por primera vez en su vida tenía cama y cuarto propios. Disfrutó de esas sensaciones, olfateando el aroma de la parafina, la grasa para ejes y las brasas apagadas de la forja. Así se quedó dormido.
Le despertó un contacto leve en la mejilla que le arrancó un grito; imágenes confusas se precipitaban desde la oscuridad para aterrorizarlo. Había soñado que la mano de su padre, apestando a gangrena, se estiraba desde el otro lado de la tumba. Luchó por levantarse bajo la manta.
—Manie, Manie, soy yo.
La voz de Sara sonaba tan aterrorizada como su propio grito. La luz de la luna la recortaba contra la única ventana sin cortinas; se la veía flaca y estremecida, con su camisón blanco y el pelo cepillado, pendiéndole hasta los hombros en una nube plateada.
—¿Qué haces aquí? —murmuró él—. No debes venir. Tienes que irte. Si te encuentran aquí…
Se calló. No estaba seguro de las consecuencias, pero sabía por instinto que serían severas. Esa nueva sensación de seguridad, de hogar, tan extraña y agradable, quedaría hecha trizas.
—Me he sentido tan infeliz… —Se dio cuenta, por la voz, de que la niña estaba llorando—. Desde que te fuiste, siempre. Las niñas son muy crueles. Me llaman vuilgoed, “basura”. Se burlan de mí porque no sé leer y sumar como ellas, y porque hablo de un modo raro. Desde que te fuiste, he llorado todas las noches.
Manfred se compadeció de ella; a pesar de su temor a ser descubiertos, alargó un brazo y la atrajo a la cama.
—Ahora ya estoy aquí. Te voy a cuidar, Sarie —susurró—. No dejaré que te sigan molestando. Ella sollozaba sobre su cuello.
—No quiero más llantos, Sarie —le dijo él con seriedad—. Ya no eres una recién nacida. Debes ser valiente.
—Lloro porque me siento muy feliz —dijo ella.
—Basta de llorar, incluso de felicidad —dijo él—. ¿Entendido? Ella asintió furiosamente y soltó un ruidito sofocado al contener las lágrimas.
—He pensado en ti todos los días —susurró—. Le pedía a Dios que te hiciera volver, como habías prometido. ¿Puedo acostarme a tu lado, Manie? Tengo frío.
—No —dijo él con firmeza—. Debes volver a tu cuarto antes de que te sorprendan aquí.
—Sólo un momento —suplicó ella.
Antes de que Manie pudiera protestar, ella se deslizó a su lado, reptante, y se envolvió a su cuerpo. El camisón era de tela fina y gastada; la chica estaba estremecida de frío, y él no se decidió a echarla.
—Cinco minutos —murmuró—. Después tendrás que irte.
El calor volvió a fluir muy pronto por el cuerpo. Su pelo era suave contra la cara y olía bien, como la piel de un gato sin destetar: lechosa y caliente. Ella lo hacía sentir adulto e importante. Le acarició la cabellera con sentimientos paternales y propietarios.
—¿Te parece que Dios responde a nuestras plegarias? —preguntó ella, con suavidad—. Recé todo lo que pude, y aquí estás tal como yo pedía. —Guardó silencio por un instante—. Pero hicieron falta muchas plegarias y mucho tiempo.
—De plegarias no sé nada —admitió él—, mi papá no rezaba mucho que se diga. No me enseñó a hacerlo.
—Bueno, ahora será mejor que te acostumbres —le advirtió ella—. En esta casa se reza todo el día.
Cuando se escabulló, por fin, hacia la casa grande, dejó tras de sí un parche caliente en el colchón y un sitio más caliente aún en el corazón de Manfred.
Todavía estaba oscuro cuando Manfred despertó, ante un vibrante toque de la Trompeta de Dios en persona.
—Si no estás levantado en diez segundos recibirás un balde de agua fría, Jong.
El tío Tromp lo condujo, estremecido y con piel de gallina, hasta el abrevadero instalado tras los establos.
—El agua fría es la mejor cura para los pecados de la carne joven, Jong —dijo, con deleite—. Limpiarás los establos y cepillarás el poni antes del desayuno, ¿oyes?
El día fue una vertiginosa sucesión de trabajo y plegarias. Las tareas domésticas se intercalaban con largas sesiones de deberes escolares y con otras, más largas aún, pasadas de rodillas, mientras el tío Tromp o la tía Trudi exhortaban a Dios para que vigilara sus actos o les impusiera todo tipo de castigos.
Sin embargo, al terminar aquella primera semana, Manfred había establecido las jerarquías entre los miembros más jóvenes de la casa, de modo sutil, pero permanente. Cuando las niñas Bierman hicieron un intento furtivo, aunque concertado, de tomarlo a burla, él las cortó en seco con una mirada fija e implacable de sus ojos amarillos; ellas retrocedieron, llenas de nervioso desconcierto.
Con los libros, la cosa era distinta. Sus primas eran estudiantes aplicadas y contaban con la ventaja de haber pasado la vida entera quemándose las cejas. Mientras Manfred se concentraba en la gramática alemana y en las Matemáticas para el bachillerato de Melckes, le servían de incentivo las sonrisas de satisfacción que provocaban sus respuestas fallidas al catecismo de la tía Trudi.
“Ya veréis”, se prometía.
Y tanto se dedicó a alcanzar y sobrepasar a sus primas, que tardó varios días en darse cuenta de los malos tratos a que las hermanas Bierman estaban sometiendo a la pequeña Sara. Su crueldad era refinada y secreta: un insulto, un apodo, una cara burlona; la excluían con premeditación de sus juegos y sus risas; saboteaban sus faenas domésticas; aparecían manchas de hollín en la ropa que Sara acababa de planchar, marcas de grasa en los platos lavados por ella o arrugas en las sábanas de cama que había tendido. Había sonrisas crueles cuando Sara recibía un castigo por pereza y negligencia de manos de la tía Trudi, a quien le gustaba mucho ejecutar esa sagrada función con el dorso de un cepillo para el pelo.
Manfred atrapó a cada una de las niñas a solas. Sujetándolas por las trenzas, las miró a los ojos desde una distancia de pocos centímetros, mientras les hablaba con voz suave y modulada, llena de pasión, y concluía con estas palabras:
—… y nada de correr con cuentos a tu madre.
Aquella crueldad deliberada tuvo un final espectacular y brusco; bajo la protección de Manfred, a Sara la dejaron completamente en paz.
Al terminar la primera semana, tras el quinto servicio dominical de un día largo y tedioso, una de las primas apareció en la puerta del cobertizo donde Manfred, estirado en su cama, estudiaba gramática alemana.
—Mi papá quiere verte en su estudio.
Y la mensajera se retorció una mano, para dar a entender un desastre inminente.
Manfred se mojó el corto pelo bajo el grifo y trató de aplastárselo con el cepillo, mirándose en el fragmento de espejo clavado en la pared, encima de su cama. De inmediato volvió a levantársele como púas de un puerco espín. Renunció al intento y corrió a presentarse.
Nunca se le había permitido entrar en los cuartos frontales de la casa parroquial. Eran sagrados y, entre ellos, el estudio del dómine se consideraba el sancta sanctorum. Sabía, por las advertencias que sus primas repetían con morboso placer, que una orden de comparecencia en el estudio se asociaba siempre con castigos y dolor. Se detuvo en el umbral, estremecido, seguro de que habían descubierto las visitas nocturnas de Sara al cobertizo de las herramientas. Dio un respingo ante el bramido que respondió a su tímido golpe; luego abrió la puerta poco a poco y entró.
El tío Tromp estaba sentado tras el escritorio de madera oscura, con los puños apretados sobre el libro de apuntes.
—Pasa, Jong. Cierra la puerta. ¡No te quedes ahí! —bramó, dejándose caer pesadamente en la silla.
Manfred permaneció de pie ante él, tratando de pronunciar palabras de arrepentimiento y justificación. Antes de que pudiera darles forma, el tío Tromp volvió a hablar.
—Bueno, Jong, tengo informes de tu tía sobre ti. —El tono no guardaba relación con su expresión feroz—. Me dice que tu educación ha sido tristemente descuidada, pero que pones voluntad y pareces aplicado.
Manfred aflojó el cuerpo, con un alivio tan intenso que le costó seguir el sentido de la larga exhortación siguiente.
—Nosotros somos los perros sometidos, Jong. Somos víctimas de la opresión y el milnerismo.
Manfred había oído hablar a su padre de lord Milner; era el notorio gobernador inglés, adversario de los afrikáner, por cuyo decreto todos los niños que hablaran el afrikaans en la escuela estaban obligados a llevar una gorra con la leyenda: “Soy un burro: hablo holandés.” Al ver la expresión de Manfred, su propio rostro se tornó más cálido, fundiéndose con los recuerdos y la gratificación.
—¿Ganaste todas esas copas… y ese cinturón?
—Por supuesto, Jong. Vencí a los filisteos en buena ley. Los derribé en medio de sus multitudes.
—¿Sólo luchabas contra los filisteos, tío Tromp?
—Todos eran poca cosa, Jong. En cuanto subían al cuadrilátero conmigo, se convertían en mediocres y yo caía sobre ellos sin misericordia, como el martillo y la espada del Todopoderoso. —Tromp Bierman levantó los puños frente al pecho y disparó una rápida secuencia de golpes, deteniéndolos a escasos centímetros de la nariz de su sobrino.
—Con estos puños me ganaba la vida, Jong. Todos los que vinieran, a diez libras cada vez. Peleé contra Mike Williams y lo derribé en el sexto asalto; al gran Mike Williams, nada menos. —Soltó un gruñido, boxeando en la silla—. ¡Ah, ah! ¡Izquierda, derecha, izquierda! Hasta le di una buena paliza al negro Jephta y le robé el titulo a Jack Lalor, en 1910. Todavía oigo los vítores cuando Lalor cayó a la lona. Qué dulce, Jong mío, qué dulce…
Detuvo su narración y puso las manos en el regazo. Su expresión volvió a ser digna y severa.
—Después, tu tía Trudi y el Señor de Israel me convocaron a asuntos más importantes. —Y la locura guerrera se evaporó tristemente en los ojos del tío Tromp.
—Boxear, ser campeón… Para mí, eso sería lo más importante —balbuceó Manfred.
La mirada de Tromp se centró pensativamente en él. Lo observó con atención, desde la nuca rapada hasta los pies, grandes aunque proporcionados.
—¿Quieres aprender a pelear? —Hablaba en voz baja, echando a la puerta una mirada cómplice.
Manfred no pudo responder; tenía la garganta cerrada por el entusiasmo, pero asintió vigorosamente. El tío Tromp prosiguió, en su habitual tono penetrante.
—Tu tía Trudi no está de acuerdo con las peleas. ¡Y tiene razón! Las riñas son para los truhanes. Quítate la idea de la cabeza, Jong. Piensa en cosas superiores.
Sacudió la cabeza con tanto vigor que se le revolvió la barba; exigía mucho esfuerzo apartar la idea de su propia cabeza. Mientras se peinaba la barba con los dedos, prosiguió:
—Sólo hay un modo de vencer a nuestros enemigos, Jong: tenemos que ser más astutos, más fuertes y más implacables que ellos.
La Trompeta de Dios, absorta en sus propias palabras, levantó la mirada hacia los complejos diseños del techo; sus ojos se pusieron vidriosos, con una mezcla de fanatismo religioso y político, dejando a Manfred la libertad de estudiar furtivamente aquella habitación, amueblada en exceso.
Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías, todas cargadas de tomos religiosos y graves. Predominaban Juan Calvino y los autores de la forma de gobierno eclesiástico presbiteriano, aunque había obras de historia y filosofía, leyes y biografías, diccionarios, enciclopedias y estantes enteros de himnos y sermones en holandés culto, alemán e inglés.
La cuarta pared, tras el escritorio del tío Tromp, mostraba una serie de fotografías: serios antepasados con ropas domingueras en la hilera superior; más abajo, congregaciones devotas o cultos miembros de sínodos; en todas figuraba la inconfundible imagen de Tromp Bierman en una sucesión de Tromps que iban madurando y envejeciendo gradualmente; desde joven, rasurado y de ojos brillantes, llegaba, en la primera fila, hasta la madurez de su barba leonina.
Y de pronto, incongruente, asombrosa, una fotografía amarilla, enmarcada. Era la mayor de todas y estaba situada en el lugar más visible; representaba a un hombre desnudo hasta la cintura, con pantalón de malla hasta los tobillos y, ciñendo el talle, un cinturón magnífico, reluciente de hebillas de plata y medallones.
El hombre de la fotografía era Tromp Bierman, a los veinticinco años como máximo, completamente afeitado, con el pelo peinado con la raya al medio y aplastado con brillantina; su poderoso cuerpo mostraba un estupendo desarrollo muscular; tenía los puños cerrados hacia delante y estaba medio agachado, en la clásica postura del pugilista. Frente a él, una pequeña mesa exhibía un tesoro de copas relucientes y trofeos deportivos. El joven de la foto sonreía, llamativamente apuesto y, a los ojos de Manfred, increíblemente atrevido y romántico.
—Eras boxeador —barbotó el niño, sin poder dominar su extrañeza y admiración.
La Trompeta de Dios se cortó en el medio de su clarinada. Bajó la gran cabeza melenuda, parpadeando para adaptarse a la realidad, y luego giró para seguir la mirada de Manfred.
—No sólo boxeador —aclaró—, sino campeón. Campeón de los pesos medio de la Unión Sudafricana, y el c t.
—Volvamos a lo que te estaba diciendo. Tu tía y yo pensamos que deberías dejar, por el momento, el apellido De La Rey. Adoptarás el de Bierman hasta que pase el alboroto causado por el juicio de tu padre. Ese nombre ya ha sido demasiado repetido por los periódicos, esos órganos de Lucifer. Tu tía tiene razón al no dejarlos entrar en esta casa. Habrá mucha bulla cuando se inicie el juicio de tu padre en Windhoek, el mes próximo. Podría atraer la vergüenza y la desgracia sobre ti y esta familia.
—¿El juicio de mi padre? —Manfred lo miraba sin comprender—. Pero si mi padre ha muerto…
—¿Que ha muerto? ¿Eso es lo que pensabas? —Tromp se levantó para acercarse al niño—. Perdóname, Jong. —Le puso las manazas en los hombros—. Al no hablar de esto antes te he provocado sufrimientos innecesarios. Tu padre no ha muerto. La policía lo capturó; el día veinte del mes próximo se enfrentará a una posible condena a muerte en el Tribunal Supremo de Windhoek.
Sujetó a Manfred, que se tambaleaba ante el impacto de esas palabras, y terminó, con un bramido más gentil:
—Ahora comprenderás por qué deseamos que te cambies el apellido, Jong.
Sara había terminado deprisa de planchar para escabullirse de la casa. Ahora estaba encaramada sobre el montón de leña, con la barbilla en las rodillas, abrazada a sus piernas, contemplando a Manfred. Le encantaba verlo trabajar con el hacha. Era una larga hacha de dos hojas, con la cabeza pintada de rojo y filo brillante. Manie la afilaba en la piedra hasta que podía afeitarse con ella el fino vello rubio que le crecía en el dorso de la mano.
Se había quitado la camisa para dejarla en manos de Sara; su pecho y su espalda estaban relucientes de sudor. A ella le gustaba aquel olor que se parecía al del pan tierno, a un higo caldeado por el sol y recién cogido del árbol.
Manfred puso otro tronco en el soporte y dio un paso atrás, escupiéndose las manos. Siempre hacía lo mismo; ella, por solidaridad, juntó saliva en la boca. Luego, el muchacho elevó el hacha y ella se puso tensa.
—La tabla del cinco —ordenó, trazando una curva larga con el hacha. La herramienta zumbó apenas sobre su cabeza, hundiéndose en el leño con un golpe seco. Al mismo tiempo, Manie emitió un gruñido explosivo.
—Cinco por uno, cinco —recitó ella, al compás del hacha.
—Cinco por dos, diez —gruñó Manie, y una cuña de madera blanca voló por encima de su cabeza.
—Cinco por tres, quince.
El hacha dibujó un círculo brillante en la luz amarilla del sol poniente, y Sara cantó con agudeza, mientras las astillas de madera caían como granizo. El leño cayó del soporte en dos pedazos, en el momento justo en que Sara gritaba:
—Cinco por diez, cincuenta.
Manie dio un paso atrás y se apoyó en el mango, sonriéndole.
—Muy bien, Sarie, ni un solo error.
Ella se pavoneó de placer… y de pronto miró por encima del hombro, con expresión súbitamente asombrada y culpable. Bajó de un salto y, con un revoloteo de faldas, escapó hacia la cocina.
Manie se volvió rápidamente. El tío Tromp estaba recostado en la esquina del cobertizo, observándolo.
—Lo siento, tío Tromp. —Agachó la cabeza—. Sé que ella no debería estar aquí, pero no me decido a echarla.
El tío Tromp se apartó de la pared para acercarse lentamente. Se movía como un oso grande, con los brazos colgando; describió un círculo alrededor de Manfred, lentamente, examinándolo con una arruga distraída en la frente. El chico se retorció tímidamente. El tío Tromp le hundió un dedo grande y doloroso en el vientre.
—¿Qué edad tienes, Jong? —Al oírle, asintió—. Te faltan tres años para llegar al desarrollo completo. Creo que serás un peso medio, a menos que des un estirón al final y llegues a peso pesado.
Manfred sintió que se le erizaba el vello ante aquellos términos desconocidos, pero tan excitantes. El tío Tromp volvió al montón de leña. Deliberadamente, se quitó la chaqueta azul y la plegó con pulcritud. Después de depositarla sobre la leña, se desanudó la corbata blanca y la puso sobre la chaqueta. Por fin volvió hacia Manfred, subiéndose las mangas de la camisa blanca.
—Así que quieres ser boxeador —preguntó.
Manfred asintió, sin poder hablar.
—Deja el hacha.
El joven clavó la hoja en el tajo y se volvió hacia su tío. El pastor abrió la mano derecha, con la palma hacia Manfred.
—¡Pega! —dijo.
Manfred cerró el puño y le asestó un golpe, a manera de prueba.
—No te pido que tejas calceta, Jong, ni que amases pan. ¿Qué eres? ¿Un hombre o una criada de cocina? Golpea, hombre, ¡golpea! Así está mejor. Pero no hace falta que traigas el puño desde la nuca. ¡Directo! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! Así me gusta más. Ahora la izquierda. ¡Eso es! ¡Izquierda! ¡Derecha! ¡Izquierda!
El tío Tromp había levantado las dos manos y bailaba delante de él. Manfred lo seguía, lanzando los puños alternativamente contra las grandes palmas.
—Está bien. —Tromp bajó las manos—. Ahora, pégame. Pégame en la cara. Anda, dame fuerte. Bien en la nariz. ¡A ver sí me tumbas de espaldas!
Manfred bajó las manos y dio un paso atrás.
—No puedo, tío Tromp —protestó.
—¿No puedes qué, Jong? ¿Qué es lo que no puedes?
—Pegarte. No estaría bien. No sería respetuoso.
—Así que ahora hablamos de respeto y no de boxeo. Hablamos de polvos para la cara y guantes de señora, ¿verdad? —bramó el tío—. Creí que querías pelear. Creí que querías ser un hombre, y ahora me encuentro con un mocoso llorón. —Su voz se convirtió en un falsete quebrado—. “No estaría bien, tío Tromp, no sería respetuoso.”
De pronto, la mano derecha se disparó; su palma abierta se estrelló contra la mejilla de Manfred en una bofetada hiriente que dejó una mancha escarlata en la piel.
—No es que seas respetuoso, Jong. Eres cobarde. Eso eres. Un niño llorón y cobarde. ¡No eres hombre! ¡Jamás serás luchador! Otra manaza vino a toda velocidad, tan inesperadamente que Manfred apenas la vio. El dolor del golpe le llenó los ojos de lágrimas.
—Tendremos que buscarte unas faldas, niña. Una falda amarilla, del color de los cobardes.
El tío le observaba con cuidado, vigilándole los ojos, y rezaba en silencio por la reacción, mientras vertía un apabullante desprecio sobre el recio joven, que retrocedía, desconcertado e inseguro. Lo siguió y volvió a pegarle; ese golpe partió el labio inferior de Manfred contra sus dientes, dejándole una mancha de sangre hasta la barbilla. “¡Vamos!”, le exhortaba por dentro, bajo el torrente de insultos burlones. “¡Vamos, por favor, ataca!”
Y entonces, con una explosión de júbilo que le llenó el pecho a reventar, vio lo que esperaba. Manfred bajó el mentón y sus ojos cambiaron. De pronto refulgieron de luz amarilla, fría, implacable como los del león, un momento antes de lanzarse al ataque. Y el joven se arrojó contra él.
Aunque el tío Tromp lo estaba esperando, y había rezado por ello, la velocidad y el salvajismo del ataque lo sorprendieron fuera de su equilibrio. Lo salvó sólo el viejo instinto del luchador; desvió ese primer ataque asesino, percibiendo la potencia de los puños que le rozaban las sienes y la barba. Durante algunos instantes desesperados no tuvo tiempo para pensar. Toda su inteligencia, toda su atención, debían concentrarse en mantenerse de pie y conservar bajo su dominio a la bestia fría y feroz que acababa de crear.
Por fin se impuso la experiencia, largamente olvidada. Se dedicó a esquivar los golpes y a dar saltos fuera del alcance del muchacho; mientras lo observaba con objetividad, como si estuviera sentado en la platea del estadio, percibió con más y más placer la manera en que el joven, sin adiestramiento, usaba los dos puños con idéntica potencia y destreza.
“¡Ambidiestro nato! No reserva la derecha. Y pone el hombro tras cada golpe sin que nadie se lo haya enseñado.”
Cuando volvió a mirarle a los ojos, un escalofrío le sobrecogió por lo que había soltado al mundo.
“Es un matador.” Lo reconocía. “Tiene el instinto del leopardo que mata por el gusto de la sangre, por el júbilo de matar. Ya no me ve. Sólo ve a la presa ante él.”
Esa idea lo distrajo. Recibió un golpe de derecha en el antebrazo que le sacudió los dientes y los huesos hasta los tobillos. Quedó amoratado desde el hombro hasta el codo. El aliento le quemaba en la garganta. Las piernas se le hicieron de plomo. Sintió el corazón palpitante contra las costillas. Llevaba veintidós años sin pisar un cuadrilátero; veintidós años con la buena cocina de Trudi; su ejercicio más violento era sentarse al escritorio o erguirse en el púlpito. El joven que tenía ante sí, en cambio, era como una máquina implacable; aquellos ojos amarillos se mantenían fijos en él, con fiereza asesina.
El tío Tromp juntó fuerzas y esperó que Manfred, al lanzar la derecha, le abriera espacio. Entonces contraatacó con la izquierda, que era su mejor puño; el mismo golpe que había tumbado al negro Jephta en el tercer asalto. Allá fue, con ese precioso chasquido de hueso contra hueso.
Manfred cayó de rodillas, aturdido; la luz amarilla de asesino se borró de sus ojos, dando lugar a una opacidad desconcertada, como si despertara de un trance.
—Basta ya, Jong. —Las potentes notas de la Trompeta de Dios se habían reducido a un jadeo suspirante—. Ponte de rodillas y da gracias a tu Hacedor.
El tío Tromp bajó su mole junto a Manfred y le pasó un grueso brazo por debajo de los hombros. Luego levantó al cielo su cara y su voz inestable.
—Dios Todopoderoso, te damos gracias por el cuerpo fuerte con que has dotado a tu siervo. También te damos gracias por su izquierdazo natural… aunque comprendemos que necesitará mucho trabajo. Y te pedimos humildemente que apoyes nuestros esfuerzos por inculcar en él siquiera los rudimentos del trabajo de pies. Su mano derecha es una bendición tuya por la que siempre te estaremos agradecidos, aunque ahora tendrá que aprender a no anunciar cada golpe con cinco días de anticipación. —Manfred todavía sacudía la cabeza y se frotaba la mandíbula, pero reaccionó ante el pulgar hundido en sus costillas con un fervoroso “amén”.
—Iniciaremos el trabajo de resistencia inmediatamente, oh, Señor, mientras construimos un cuadrilátero en el cobertizo de las herramientas para aprender a manejar las cuerdas, y te agradeceremos humildemente que bendigas nuestra empresa y hagas que no llegue a conocimiento de la compañera conyugal de tu siervo, Trudi Bierman.
Casi todas las tardes, con el pretexto de visitar a alguno de sus feligreses, el tío Tromp uncía el poni al carrito y salía por el portón del frente, saludando garbosamente a su esposa, que lo observaba desde la galería. Manfred le esperaba bajo el grupo de espinos, junto a la carretera principal de Windhoek, ya descalzo y en pantalones cortos; desde allí trotaba junto al carro.
—Hoy, siete kilómetros y medio, Jong: hasta el puente del río, ida y vuelta. Y lo haremos algo más deprisa que ayer.
Los guantes que el tío Tromp había bajado subrepticiamente del altillo estaban resquebrajados por la vejez, pero los emparcharon con cola. Después de atarlos por primera vez a las manos de Manfred, vio que el muchacho los acercaba a la nariz para olfatearlos.
—Huelen a cuero, sudor y sangre, Jong. Llénate la nariz de ese olor. A partir de ahora vivirás con él.
Manfred golpeó mutuamente aquellos guantes gastados. Por un momento volvió a brillar en sus ojos aquella luz amarilla. Luego sonrió.
—Me siento bien con ellos —dijo.
—Con nada te sentirás mejor —dijo el tío Tromp. Y lo condujo hasta la gran bolsa de lona rellena de arena del río que colgaba de las vigas, en un rincón del cobertizo.
—Para empezar, quiero ver trabajar esa izquierda. Es como un caballo salvaje; hay que domarlo y adiestrarlo. Que no malgaste fuerzas. Tiene que aprender a hacer aquello que le ordenemos en vez de dar vueltas por el aire.
Juntos construyeron el cuadrilátero: medía una cuarta parte del tamaño normal, pues el cobertizo no daba para más. Hundieron los postes a cierta profundidad en el suelo de tierra y los aseguraron con cemento. Después tendieron en el suelo un gran trozo de lona. Lona y cemento habían sido confiscados a uno de los ricos feligreses “por la gloria de Dios y por el Volk”, convocatoria que no podía ignorarse con facilidad.
Sara, a quien Manfred y el tío Tromp tomaron en conjunto el más solemne e intimidante juramento secreto, estaba autorizada a observarlos en el cuadrilátero, aunque era una espectadora nada objetiva y vitoreaba desvergonzadamente al participante más joven.
Tras dos de estas sesiones, que dejaban al tío Tromp ileso, pero resoplando como una locomotora a vapor, el pastor sacudió triste mente la cabeza.
—No hay caso, Jong. Tendré que buscarte otro entrenador o volver a entrenarme.
A partir de entonces, el poni quedó atado a los espinos, mientras el tío gruñía y jadeaba junto a Manfred, en sus largas carreras; el sudor le caía de la barba como las primeras lluvias del verano.
Sin embargo, su panza protuberante se encogió como por milagro; pronto reaparecieron los contornos del duro músculo, bajo las capas de suave grasa que le cubrían los hombros y el pecho. Gradualmente, llevaron los asaltos de dos a cuatro minutos, mientras Sara, elegida como cronometradora oficial, los medía con el barato reloj de bolsillo del tío Tromp, que compensaba con su tamaño lo dudoso de su exactitud.
Pasó casi un mes antes de que el tío Tromp pudiera decir para sí (no hubiera soñado, siquiera, con decírselo a Manfred): “Ahora empieza a parecer un boxeador.” Lo que dijo, en cambio, fue:
—Ahora quiero velocidad. Quiero que seas veloz como una mamba y valiente como un ratel.
La mamba era la más temida de las serpientes africanas. Alcanzaba el grosor de una muñeca masculina y los seis metros de longitud. Su veneno podía acarrear la muerte de un adulto en cuatro minutos: una muerte penosísima. La mamba era tan rápida que alcanzaba a un caballo lanzado al galope: su ataque apenas era perceptible para la vista.
—Veloz como una mamba, valiente como un ratel —repitió el tío Tromp. Y lo repetiría cien, mil veces en los años venideros. El ratel es el hurón melífero de África, un animal pequeño, de pellejo suelto, pero grueso y resistente, capaz de desafiar el mordisco de un mastín o los colmillos de un leopardo; en el cráneo achatado, el garrote más pesado rebota sin hacerle daño y tiene el corazón de un león y el coraje de un gigante. Normalmente manso y tolerante, ataca sin temor al adversario más grande en cuanto es provocado.
Dice la leyenda que el ratel busca instintivamente el escroto y que es capaz de desgarrar los testículos de cualquier animal macho, hombre, búfalo o elefante, que se atreva a amenazarlo.
—Quiero mostrarte algo, Jong. —El tío Tromp llevó a Manfred hasta el gran arcón de madera, situado en la pared posterior del cobertizo, y abrió la tapa—. Es para ti. Lo pedí por correo a Ciudad del Cabo. Llegó ayer, en el tren.
Puso en los brazos de Manfred el enredo de cuero y goma.
—¿Qué es, tío Tromp?
—Ven y te lo mostraré…
En pocos minutos, el tío Tromp armó el complicado aparato.
—Bueno, Jong, ¿qué te parece? —preguntó, echándose atrás con una enorme sonrisa bajo la barba.
—Es el mejor regalo que me han hecho nunca, tío Tromp. Pero ¿qué es?
—¿Te dices boxeador y no sabes reconocer un punchingball?
—¡Un punchingball! Te habrá costado muchísimo dinero! —En efecto, Jong, pero no se lo digas a tu tía.
—¿Y para qué sirve?
—Sirve para esto —exclamó el tío Tromp.
Y comenzó a sacudir la bola con golpetazos en un rápido gesto, utilizando ambos puños; la recibía al rebotar y la mantuvo en movimiento constante, sin fallar, hasta que se vio reducido a dar un paso atrás, jadeando.
—Velocidad, Jong. Rápido como una mamba.
Enfrentado a la generosidad y al entusiasmo del tío Tromp, Manfred tuvo que juntar todo su coraje para pronunciar las palabras que le quemaban en la lengua desde hacía semanas. Esperó al último día y al último minuto antes de balbucear:
—Tengo que irme, tío Tromp.
Atormentado, presenció el desaliento y la incredulidad en flujo por aquella cara desigual y barbada, que con tanta prontitud y naturalidad había llegado a amar. ¿Irte? ¿Quieres abandonar mi casa? —El tío Tromp se detuvo en seco sobre el camino polvoriento y se limpió el sudor de la cara con la toalla raída que llevaba al cuello—. ¿Por qué, Jong, por qué? Por mi papá. El juicio se inicia dentro de tres días. Tengo que estar allí, tío. Tengo que irme, pero volveré. Te juro que volveré en cuanto pueda.
El tío Tromp se apartó y echó a correr otra vez por la carretera larga y recta; sus pies de oso levantaban nubes de polvo a cada paso. Manfred aumentó su velocidad hasta ponérsele al lado. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que llegaron al grupo de árboles donde esperaban el cochecito con el poni.
Oom Tromp subió al pescante y tomó las riendas. Después miró a Manfred, que estaba de pie junto a la rueda delantera.
—Ojalá alguno de mis hijos me demostrara tanta lealtad, Jong —bramó por lo bajo, mientras agitaba las riendas.
A la noche siguiente, mucho después de la cena y las plegarias vespertinas, Manfred, tendido en su cama, con la vela cuidadosamente encubierta para que ningún destello alertara a la tía Trudi sobre esa extravagancia, leía a Goethe, el autor favorito de su padre. No era fácil. Su alemán había mejorado muchísimo; dos días a la semana, la tía Trudi insistía en que no se hablara otro idioma en la casa; a la hora de cenar, iniciaba conversaciones cultas en las que debían participar todos los miembros de la familia. Aun así, Goethe no era moco de pavo; Manfred, concentrado en el complicado uso de los verbos, no se enteró de que el tío Tromp había entrado en su cuarto hasta que le quitó el libro de las manos.
Te estropearás la vista, Jong.
Manfred se incorporó velozmente, sacando las piernas de la cama, mientras el tío Tromp se sentaba a su lado. Pasó algunos instantes hojeando el libro. Después dijo, sin levantar la vista.
—Rautenbach va a Windhoek mañana con su Ford T. Lleva cien pavos para el mercado, pero en la parte trasera tendrá lugar para ti. Tendrás que soportar las plumas desprendidas y el guano de pavo, pero es más barato que viajar en tren. —Gracias, tío Tromp.
—En la ciudad hay una vieja viuda, devota y decente, que también es muy buena cocinera. Ella te alojará. Le he escrito. Sacó un papel del bolsillo y lo puso en las rodillas de Manfred. Estaba plegada y sellada con una gota de lacre, pues el estipendio de un predicador campesino no permitía el lujo de comprar sobres. —Gracias, tío Tromp.
A Manfred no se le ocurrió decir otra cosa. Habría querido echar los brazos a ese cuello grueso, apoyar la mejilla contra la barba áspera, surcada de color gris, pero se dominó.
—Puede haber otros gastos —bufó el tío—. No sé cómo vas a volver. De cualquier modo…
Buscó a tientas en su bolsillo, cogió con la otra mano la muñeca del muchacho y la apretó contra palma. Manfred, al bajar la vista, se encontró con dos brillantes monedas de media corona. Meneó lentamente la cabeza.
—Tío Tromp…
—No digas nada, Jong… sobre todo a tu tía Trudi.
El tío Tromp iba a levantarse, pero Manfred lo sujetó por la manga.
—Tío Tromp, puedo devolverte este dinero… y todo lo otro. —Ya lo sé, Jong. Me lo devolverás multiplicado mil veces, algún día, en orgullo y en alegrías.
—No, no, algún día no. Puedo volvió devolvértelo ahora.
Manfred se levantó y corrió baúl puesto sobre cuatro ladrillos que constituía su armario. Se arrodilló en el suelo para hundir el brazo en el espacio que quedaba por debajo y sacó una bolsa amarilla de tabaco. Con ella en la mano volvió precipitadamente a la cama de hierro y abrió la bolsa con los dedos temblorosos de entusiasmo.
—A ver, tío Tromp, abre la mano.
Con una sonrisa indulgente, el predicador extendió su enorme manaza, con el dorso cubierto de rizos negros, ásperos, y los dedos gruesos como embutidos de granja.
—¿Qué tienes ahí, Jong? —preguntó, jovialmente.
—Diamantes, tío Tromp —susurró Manfred—. Con esto serás rico. Podrás comprar todo lo que necesites.
—¿De dónde los has sacado, Jong? —La voz del tío sonaba tranquila y desapasionada—. ¿Cómo llegaron a tus manos?
—Mi papá… Mi padre. Él los puso en el forro de mi chaqueta.
Dijo que eran para mí, para pagar mi educación y para mantenerme. Para todas las cosas que él quería para mí y nunca había podido darme.
—¡Ajá! —exclamó el tío Tromp, con suavidad—. Entonces es cierto todo lo que dicen los periódicos. No son sólo mentiras de los ingleses. Tu padre es un bandido y un asaltante. —La manaza se apretó en un puño sobre el brillante tesoro—. Y tú estabas con el, Jong. Tienes que haber estado allí cuando él hizo esas cosas terribles de que lo acusan, por las cuales será juzgado y condenado. ¿Estabas con él, Jong? ¡Respóndeme! —Su voz iba creciendo como vientos de tormenta. Por fin dejó escapar un bramido—. ¿Cometiste con él ese terrible mal, Jong? —La otra mano salió disparada y agarró a Manfred por la pechera de la camisa, tirando de él hasta que el rostro del muchacho se quedó a centímetros de su propia barba—. Confiesa, Jong. Cuéntame todo, lo malo en todos sus detalles. ¿Estabas con él cuando tu padre atacó a esa inglesa y la asaltó?
—¡No, no! —Manfred sacudió salvajemente la cabeza—. No es cierto. Mi padre no es capaz de hacer una cosa así. Esos diamantes eran nuestros. Él me lo explicó. Lo que hizo fue recuperar lo que nos correspondía por derecho.
—¿Estabas con él cuando hizo esto, Jong? Dime la verdad. —El tío Tromp lo interrumpió con otro bramido—. Dime, ¿estabas con él?
—No, tío. Fue solo. Y cuando volvió estaba herido. La mano, la muñeca…
—¡Gracias, Señor! —exclamó el predicador, levantando la vista con alivio—. Perdónalo, porque no sabía lo que hacía, oh, Señor. Fue llevado hacia el pecado por un mal hombre.
—Mi padre no es malo —protestó Manfred—. Le quitaron con engaños lo que era realmente suyo.
—Silencio, Jong. —Oom Tromp se irguió, espléndido y sobrecogedor como un profeta bíblico—. Tus palabras son una ofensa ante los ojos de Dios. Debes hacer penitencia ahora mismo.
Arrastró a Manfred al otro lado del cobertizo, donde estaba el yunque de hierro negro.
No robarás: ésas son las palabras de Dios. —Puso uno de los diamantes en el centro del yunque—. Estas piedras son el fruto de un terrible mal—. Sacó la maza de dos kilos, que estaba colgada de su gancho—. Deben ser destruidos.
Y puso la maza en maza en manos del niño.
—Reza pidiendo perdón, Jong. Ruega al señor que te conceda su perdón. ¡Y golpea!
Manfred, con el martillo en la mano y cruzado en el pecho, miraba fijamente el diamante puesto en el yunque.
—¡Golpea, Jong! Rómpelo o quedarás maldito con él —rugió el tío—. Golpea, en el nombre de Dios. Libérate de la culpa y la vergüenza.
Manfred levantó lentamente el martillo e hizo una pausa, mirando al feroz anciano.
—Golpea pronto —bramó el tío Tromp—. ¡Ahora!
Y Manfred descargó la herramienta, con el mismo golpe curvo y fluido con que partía la leña, gruñendo con el esfuerzo. La cabeza de la maza resonó contra el yunque.
Levantó la herramienta con lentitud. El diamante estaba reducido a polvo blanco, más fino que el azúcar, pero aún retenía vestigios de su fuego y su belleza, pues cada cristal diminuto captaba y magnificaba la luz de la vela; cuando el tío Tromp quitó el polvo del yunque con la palma abierta, cayó en un arco iris luminoso al suelo de tierra.
El tío Tromp puso otra piedra en el yunque: una fortuna que pocos hombres podían amasar en diez años de trabajo incesante, y dio un paso atrás.
—¡Golpea! —gritó.
El martillo zumbó en el aire y el yunque resonó como un gran gong. El precioso polvo cayó otra vez y otra piedra ocupó su lugar.
—¡Golpea! —exclamó la Trompeta de Dios.
Manfred trabajaba con el martillo, gruñendo y sollozando con cada fatídico golpe, hasta que el tío gritó:
—¡Alabado sea el nombre del Señor! ¡Está hecho!
Y cayó de rodillas, arrastrando a su sobrino consigo. Se arrodillaron juntos ante el yunque, como si fuera un altar, con el polvo blanco cubriéndoles las rodillas, y oraron.
—Oh, Jesús, nuestro Señor, otorga su favor a este acto de penitencia. Tú, que diste tu propia vida por nuestra redención, perdona a tu joven siervo, cuya ignorancia y falta de madurez lo han llevado a un triste pecado.
Era pasada la medianoche y la vela temblaba en un charco de cera cuando el tío Tromp se levantó del suelo e incorporó a Manfred de un tirón.
—Ahora ve a acostarte, Jong. Hemos hecho todo lo posible para salvar, por el momento, tu alma. —Lo observó mientras se desvestía y, cuando estuvo bajo la manta gris, preguntó en voz baja—: Si te prohibiera ir a Windhoek por la mañana, ¿me obedecerías?
—Mi padre… —susurró Manfred.
Respóndeme, Jong: ¿me obedecerías?
—No lo sé, tío Tromp, pero no creo que pudiera. Mi papá…
—Tienes ya demasiadas cosas de que arrepentirte. De nada valdría añadir a tu carga el pecado de la desobediencia. Por lo tanto, no te impondré esa restricción. Debes hacer lo que te dicten tu lealtad y tu conciencia. Pero por mi bien y el tuyo propio, cuando llegues a Windhoek no uses el apellido De La Rey, sino Bierman, Jong, ¿me oyes?
—¡Hoy se dicta sentencia! Tengo por regla no predecir jamás el resultado de proceso judicial alguno —anunció Abe Abrahams desde su silla, frente al escritorio de Centaine Courtney—. Hoy, sin embargo, quebraré mis propias normas. Anuncio que este hombre será ahorcado. No cabe duda. ¿Por qué estás tan seguro, Abe? —Preguntó Centaine serenamente.
Abe la observó con encubierta admiración antes de responder. Ella lucía un vestido sencillo de talle largo, cuyo precio sólo se podía justificar por el corte exquisito y la calidad de la seda. Destacaba sus pechos, pequeños como indicaba la moda, y sus caderas de muchacho. Estaba junto a la ventana, y el brillante sol africano formaba un nimbo alrededor de su cabeza. Costaba apartar la vista de ella y dirigirla hacia el cigarro encendido con el que enumeró sus argumentos.
—Primero: el pequeño asunto de la culpabilidad. Nadie, ni si quiera la defensa, ha hecho intentos serios para sugerir que no sea culpable como el mismo diablo. Culpabilidad en la intención y en la ejecución. Es culpable de planearlo todo al detalle y de ejecutarlo tal como estaba planeado. Es culpable de todo tipo de circunstancias agravantes, incluyendo el asalto a un puesto militar, disparar contra la policía y herir a un agente con granada. La defensa ha hecho poco menos que admitir que sólo podría sacar algún conejo técnico de la chistera legal, a fin de impresionar a su señoría, esperanza que hasta ahora no se ha materializado.
Centaine suspiró. Había pasado dos días en el estrado de los testigos. Aunque había permanecido serena e inconmovible ante el contra-interrogatorio más riguroso y agresivo, estaba exhausta. La perseguía una sensación de culpabilidad, de haber impulsado a Lothar a ese crimen desesperado; ahora, además, culpable de encabezar la jauría que lo acorralaba y que pronto lo castigaría con toda la venganza permitida por la ley.
—Segundo: los antecedentes de ese hombre. —Abe hizo un gesto con el cigarro—. Durante la guerra fue un traidor y un rebelde. Su cabeza tenía precio. Hay una larga lista de crímenes violentos en su contra.
—Fue perdonado por sus crímenes de guerra —apuntó Centaine—. Hubo absolución, firmada por el Primer Ministro y el ministro de Justicia.
—De todos modos, contarán contra él. —Abe meneó la cabeza, con aire de sapiencia—. El mismo perdón empeora las cosas: es morder la mano de la misericordia, burlándose de la dignidad de la ley. Al juez no le gustará eso, créeme.
Abe inspeccionó el extremo del cigarro. Ardía bien, con dos firmes centímetros de ceniza gris. Hizo un gesto de aprobación.
—Tercero —continuó—: el hombre no ha dado señas de remordimiento. Ni un ápice, nada. Se niega a decir qué hizo con el sucio botín. —Se interrumpió al notar que la mención de los diamantes perdidos inquietaba a Centaine, y continuó apresuradamente—. Cuarto: los aspectos emocionales del delito. Lo de agredir a una señora de mucha importancia en la comunidad. —Sonrió súbitamente—. Una mujer indefensa, tan incapaz de defenderse que le arrancó el brazo de un mordisco. —Volvió a ponerse serio al ver su entrecejo fruncido—. Tu propia integridad, tu valor, pesarán mucho en su contra, así como tu dignidad en el estrado de los testigos. Ya has visto los periódicos: Juana de Arco y Florence Nightingale en una sola persona, más la velada sugerencia de que el pudor no te permite decir todo lo bestial y horrible del ataque. El juez querrá recompensarte entregándote la cabeza del hombre en bandeja de plata.
Ella consultó su reloj.
—El tribunal vuelve a reunirse dentro de cuarenta minutos. Deberíamos subir la colina.
Abe se levantó de inmediato.
—Me encanta ver a la ley en funcionamiento: su paso digno y mesurado, el rito, el lento demoler de las pruebas, el separar la paja del trigo…
—Ahora no, Abe —le interrumpió ella, ajustándose el sombrero ante el espejo de la repisa. Dejó caer el velo negro sobre un ojo, puso el ala estrecha en un elegante ángulo y recogió su cartera de cocodrilo para sujetarla bajo el brazo—. Sin más oratoria de tu parte, vayamos a terminar con este horrible asunto.
Subieron la colina en el Ford de Abe. Los periodistas los aguardaban frente al edificio de tribunales; asomaron las cámaras por la ventanilla abierta y cegaron a Centaine con sus flases. Ella se protegió los ojos con la cartera, pero en cuanto bajó del automóvil se vio rodeada por una manada que le lanzaba preguntas a gritos.
—¿Qué sentirá si lo ahorcan?
—¿Qué se sabe de los diamantes? Su empresa, ¿puede sobrevivir sin ellos, señora Courtney?
—¿Cree que harán un trato a cambio de los diamantes? —¿Cuáles son sus sentimientos?
Abe se encargó de evadirlos; caminó corriendo entre la muchedumbre, arrastrándola por la muñeca hasta la relativa tranquilidad del edificio.
—Espérame aquí, Abe —ordenó ella.
Y se escabulló por el corredor, serpenteando entre la multitud que esperaba ante las grandes puertas cerradas del salón principal. Todas las cabezas se volvieron para mirarla; un zumbido de comentarios la siguió por el pasillo. Centaine, ignorándolo, giró en la esquina hacia el tocador de señoras. El despacho asignado a la defensa se encontraba frente al baño. Ella echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba y giró hacia esa puerta. Después de llamar con un golpe seco, abrió de un empujón y entró. Al cerrar la puerta a sus espaldas, vio que el abogado defensor levantaba la vista.
—Disculpen la intromisión, señores, pero debo hablar con ustedes.
Cuando Centaine volvió, pocos minutos después, Abe la seguía esperando en el mismo sitio.
—Ha venido el coronel Malcomess —le dijo.
Por el momento, las otras preocupaciones quedaron olvidadas.
—¿Dónde está? —preguntó ella con avidez. No veía a Blaine desde el segundo día del juicio; en aquel momento, él había presentado testimonio, con aquella cantarina voz de tenor que le erizaba el pelo de la nuca. El testimonio resultó tanto más condenador cuanto equilibrado y carente de emociones. La defensa trató de confundirlo con su descripción del tiroteo contra los caballos y el ataque con granadas, pero no tardó en comprender que él no era campo propicio y le permitió abandonar el estrado tras algunos minutos inútiles de contrainterrogatorio. Desde entonces, Centaine lo había buscado en vano, todos los días.
—¿Dónde está? —repitió.
—Ya ha entrado —replicó Abe.
Ella vio entonces que, durante su ausencia, los ujieres habían abierto las puertas dobles de la sala principal.
—Charlie nos está reservando asientos. No hay por qué sumarse al tropel.
Abe la tomó del brazo y la llevó fácilmente por entre la multitud. Los ujieres, que la habían reconocido, la ayudaron a despejar el pasillo hasta la tercera fila, donde el ayudante de Abe les había reservado sitio.
Centaine se dedicó a buscar disimuladamente la silueta alta de Blaine. Tuvo un sobresalto cuando la muchedumbre se abrió un instante, dejándolo a la vista al otro lado del pasillo. Él también la buscaba y la vio un momento después. Su reacción fue igualmente intensa. Se miraron a través de esos pocos metros, que eran, para Centaine, un abismo tan enorme como un océano. Ninguno de los dos sonrió. Por fin, la multitud volvió a interponerse y ella lo perdió de vista. Reclinada en el asiento, junto a Abe, revolvió ostentosamente su cartera, como en busca de algo, para darse tiempo de recobrar la compostura.
—Allí está —exclamó Abe.
Por un momento, Centaine pensó que se refería a Blaine. Luego vio que los guardias traían a Lothar De La Rey desde las celdas.
Aunque lo había visto diariamente en los últimos cinco días, aún no estaba habituada al cambio sufrido en él. En esa ocasión, vestía una desteñida camisa azul de trabajo, y unos pantalones holgados de color oscuro. Las ropas parecían demasiado grandes para él; una manga estaba abrochada flojamente sobre el muñón. Arrastraba los pies como un anciano, y uno de los celadores tuvo que ayudarle a subir los peldaños hasta el estrado.
Ya tenía el pelo completamente blanco; hasta sus gruesas cejas oscuras estaban entretejidas de plata. Se le veía increíblemente flaco, y su piel tenía un aspecto agrisado, sin vida: le colgaba del mentón en pliegues sueltos. Su bronceado había cedido paso al color amarillento de la masilla vieja.
Al dejarse caer en el banco, sobre el estrado, levantó la cabeza y buscó en la galería del tribunal. Había una ansiedad patética en su expresión cuando recorrió velozmente con la vista los bancos atestados. De pronto, Centaine divisó la pequeña llama de alegría que brotaba en sus ojos, la sonrisa disimulada con que halló lo buscado. Le había visto representar esa escena todas las mañanas, durante cinco días; giró en su asiento para mirar hacia la galería, pero desde ese ángulo le era imposible ver quién o qué había llamado la atención de Lothar.
—Silencio en la sala —clamó el ujier.
Se produjo un susurro y una serie de roces al levantarse todos los presentes. El juez Hawthorne se encaminó a su asiento, seguido por los dos asesores. Era un hombrecillo de cabellos plateados, expresión benigna y ojos chispeantes detrás de los quevedos. Se parecía más a un maestro de escuela que al juez implacable anunciado por Abe.
Ni él ni sus asesores usaban peluca ni toga de colores, como en los tribunales ingleses. La ley romana holandesa era más sobria en sus atavíos. Llevaban togas sencillas y negras, con corbata blanca; los tres conferenciaron en voz baja, juntando las cabezas, mientras los asistentes volvían a acomodarse. Cesaron las toses y el rumor de pies en el suelo. El juez Hawthorne levantó la vista y cumplió la formalidad de dar el tribunal por reunido y hacer recitar la lista de acusaciones.
Un silencio expectante cayó sobre el tribunal. Los periodistas se inclinaban hacia delante con los cuadernos preparados; hasta los abogados, que ocupaban los bancos frontales, guardaban total silencio. Lothar, inexpresivo, pero mortalmente pálido, observaba el rostro del juez.
El magistrado se concentró en sus notas, acentuando la tensión con escénica sutileza, hasta que resultó casi insoportable. Entonces levantó la vista, animado, y se lanzó, sin preliminares, a efectuar su resumen y dictar sentencia.
En primer lugar, detalló cada una de las acusaciones, comenzando con las más serias: tres intentos de homicidio, dos de agresión con intención de causar daños físicos graves, y otro de robo armado. Eran veintiséis acusaciones en total, y el juez tardó casi veinte minutos en cubrirlas una a una.
—La fiscalía ha presentado todas estas acusaciones de un modo ordenado y convincente.
El rubicundo fiscal se pavoneó ante el cumplido, provocando en Centaine una irritación irrazonable ante esa caprichosa vanidad.
—Este tribunal ha quedado especialmente impresionado por las declaraciones de los principales testigos de la fiscalía. Su excelencia, el administrador, ha presentado un testimonio de gran ayuda para mis asesores y para mí. Es una gran suerte contar con un testigo de este calibre para el relato de la persecución y el arresto del acusado, de lo cual surgen algunos de los cargos más graves de este caso. —El juez levantó la vista de sus notas, directamente hacia Blaine Malcomess—. Quiero que conste la muy favorable impresión causada por el coronel Malcomess en este tribunal, y que aceptamos su testimonio sin reservas.
Centaine, desde su asiento, podía ver la nuca de Blaine. Ante la mirada del juez, las puntas de sus grandes orejas se pusieron rosadas, y la mujer sintió una oleada de ternura al ver ese detalle. Su azoramiento era conmovedor.
Luego el juez fijó la vista en ella.
—El otro testigo de la acusación, cuyo testimonio fue tan irreprochable como su conducta, es la señora Centaine Courtney. Este tribunal tiene plena conciencia del grave infortunio que la señora ha sufrido y del coraje que ha demostrado, no sólo en este tribunal. Una vez más, consideramos una gran suerte contar con su testimonio para ayudarnos a llegar a nuestro veredicto.
Mientras el juez hablaba, Lothar De La Rey volvió la cabeza para mirar fijamente a Centaine. Aquellos ojos claros y acusadores la desconcertaron; para evitarlos dejó caer su propia mirada en la cartera que tenía sobre su regazo.
—Por contra, la defensa sólo pudo convocar a un solo testigo: el mismo acusado. Tras el debido estudio, opinamos que gran parte de su testimonio es inaceptable. La actitud del testigo fue, en todo momento, hostil y reticente. Rechazamos, en especial, la afirmación de que cometió esos delitos sin ayuda de nadie y de que no hubo cómplices apoyando su actuación. En este sentido, el testimonio del coronel Malcomess, de la señora Courtney y de los agentes policiales es inequívoco y útil.
Lothar De La Rey giró lentamente la cabeza en dirección al juez una vez más, y lo miró con esa expresión indiferente y hostil, que tanto había enemistado a Hawthorne en los cinco días del juicio. El juez le sostuvo la mirada con serenidad, mientras proseguía:
—Por lo tanto, hemos considerado todos los hechos y los testimonios presentados y llegamos a un veredicto unánime. De los veintiséis cargos, encontramos al acusado, Lothar De La Rey, culpable.
Lothar no parpadeó siquiera, pero en la sala se oyó una ahogada exclamación general, a la que siguió, de inmediato, el murmullo de los comentarios. Tres de los periodistas se levantaron de un brinco y salieron a toda prisa. Abe, presumido, asintió.
—Te lo dije —murmuró—: lo ahorcan. Lo ahorcan, sin duda. Los ujieres estaban tratando de imponer el orden. El juez acudió en ayuda de ellos, golpeando con el martillo, mientras alzaba la voz para decir:
—No vacilaré en hacer desalojar la sala.
Una vez más el silencio se impuso.
—Antes de dictar sentencia, escucharé cualquier manifestación que la defensa quiera presentar para mitigar el veredicto.
El juez Hawthorne inclinó la cabeza hacia el joven abogado defensor, que se levantó de inmediato.
Lothar De La Rey estaba en la ruina y no podía pagarse un defensor. Por consiguiente, el tribunal había designado defensor de oficio al señor Reginald Osmond. A pesar de su juventud (era la primera vez que se enfrentaba a una solicitud de pena capital), Osmond se había comportado, hasta ese momento, todo lo bien que cabía esperar, dadas las circunstancias del caso. Había llevado sus contrainterrogatorios con energía y habilidad, aunque eso no había servido de nada; no permitió que la fiscalía ganara terreno gratuitamente.
—Si su señoría me lo permite, me gustaría llamar a un testigo para que prestara testimonio de mitigación.
—Vamos, señor Osmond, no pensará presentar a un testigo a estas alturas. ¿Hay precedentes? —El juez frunció el entrecejo.
—Señalo respetuosamente a su señoría el caso de la Corona contra Van der Spuy, en 1923, y el de la Corona contra Alexander, en 1914.
El juez consultó durante unos instantes con sus asesores. Finalmente levantó la vista, con un teatral suspiro de exasperación.
—Muy bien, señor Osmond. Voy a permitirle llamar a ese testigo.
—Gracias, señoría. —Osmond estaba tan abrumado por su propio éxito que tartamudeó un poco al barbotar—: Llamo a la señora Centaine de Thiry Courtney al estrado. En ese momento, el silencio fue de estupefacción. Hasta el juez Hawthorne se echó atrás en su silla alta, antes de que un murmullo de deleite, sorpresa y expectación invadiera el tribunal. Los periodistas se pusieron de pie para observar a Centaine, que se levantaba. Desde la galería, una voz gritó:
—¡A ver si le pones el lazo al cuello, linda!
El juez Hawthorne se recobró velozmente; sus ojos lanzaron un relámpago a través de los quevedos, tratando de identificar al gritón de la galería.
—No toleraré ningún otro desafuero. Existen varias penalidades para castigar los desacatos al tribunal —espetó.
Hasta los periodistas volvieron a sentarse apresuradamente y se dedicaron a sus notas, intimidados.
El ujier extendió la mano a Centaine para ayudarla a subir al estrado de los testigos y le tomó juramento, mientras todos los hombres presentes, incluyendo los que estaban en la plataforma, la miraban atentamente; casi todos con abierta admiración; unos pocos, entre los que se incluían Blaine y Abraham Abrahams, con desconcierto y perturbación.
El señor Osmond se puso de pie para abrir el interrogatorio, con una voz que el respeto y el nerviosismo tornaban grave.
—Señora Courtney, ¿tendría a bien decir al tribunal desde cuándo conoce al acusado…? —Se corrigió apresuradamente, pues ahora Lothar De La Rey no era sólo un acusado: había sido declarado culpable—. ¿Al reo?
—Conozco a Lothar De La Rey desde hace casi catorce años. —Centaine miró al otro lado de la sala, hacia donde estaba la silueta gris y encorvada.
—¿Quiere tener la amabilidad de describirnos, con sus propias palabras, las circunstancias del primer encuentro?
—Fue en 1919. Yo estaba perdida en el desierto. Había sido arrojada por el mar a la Costa del Esqueleto, tras el naufragio del Protea Castle. Llevaba año y medio vagando por el desierto de Kalahari, con un pequeño grupo de bosquimanos san.
Todos conocían la historia. Por entonces había causado sensación, pero en aquellos momentos, referido con el acento francés de Centaine, el relato cobró nueva vida.
La mujer evocó la desolación y la angustia, las temibles penurias y la soledad que había soportado. En la sala reinaba un silencio mortal. Hasta el juez Hawthorne, encorvado en su silla, con la barbilla apoyada en el puño, escuchaba en total inmovilidad. Todos estaban con ella mientras avanzaba con esfuerzo por las arenas del Kalahari, vestida con piel de animales salvajes, con el niño en la cadera, siguiendo las huellas de un caballo: un caballo con herraduras, primera señal de civilización que encontró después de varios meses terribles.
Pasaron frío con ella; compartieron su desesperación cuando la noche africana cayó sobre el desierto, disminuyendo las posibilidades de recibir socorro; la alentaron a seguir, a través de la oscuridad, buscando el resplandor de una hoguera, hacia delante. Y todos sufrieron un sobresalto cuando describió la silueta siniestra y amenazadora que súbitamente le salió al paso, y se echaron atrás, como si también ellos hubieran oído el rugido de un león hambriento a poca distancia.
El público lanzó una exclamación y se movió en los asientos, mientras la mujer describía cómo había luchado por su vida y la vida de su niño, cómo había subido hasta las ramas más altas de un mopani, cercada por el león que la perseguía como un gato a un gorrión. Describió los resuellos calientes del animal en la oscuridad y, por fin, el penetrante tormento de sus largas garras amarillas, clavadas en la carne de la pierna, que la arrancaban inexorablemente de la rama.
No pudo proseguir. El señor Osmond la instó suavemente: ¿Fue en ese momento cuando intervino Lothar De La Rey? Centaine reaccionó. Lo siento. Lo estaba recordando como si fuera hoy mismo… —Por favor, señora Courtney, no se esfuerce —dijo el juez Hawthorne—. Si necesita tiempo, ordenaré un descanso… No, no, señoría. Su señoría es muy amable, pero no será necesario. —Centaine irguió los hombros y volvió a encararlos—. Sí, fue entonces cuando apareció Lothar De La Rey. Había acampado a poca distancia y lo alertaron los rugidos del animal. Mató al león de un disparo en el momento en que estaba a punto de destrozarme.
—Le salvó la vida, señora Courtney. Me salvó de una muerte horrible, y también a mi hijo.
El señor Osmond inclinó silenciosamente la cabeza, dejando que el tribunal saboreara todo el dramatismo del momento. Luego preguntó: ¿Qué pasó después, señora?
—Yo tenía conmoción cerebral, provocada por la caída desde el árbol. La herida de mi pierna se infectó. Pasé muchos días inconsciente, sin poder hacer nada por mí ni por mi hijo. ¿Cuál fue la reacción del prisionero ante esto? —Él cuidó de mí. Me vendó las heridas. Atendió a todas mis necesidades y a las de mi hijo.
—¿Le salvó la vida por segunda vez?
—Sí —asintió ella—. Me salvó una vez más.
—Ahora bien, señora Courtney: pasaron los años. Usted se convirtió en millonaria. —Centaine guardó silencio. Osmond prosiguió—. Un día, hace tres años, el prisionero acudió a usted pidiendo ayuda financiera para su empresa pesquera y envasadora. ¿Es verdad?
—Acudió a mi compañía, La Minera y Financiera Courtney, solicitando un préstamo —apuntó ella.
Osmond la guió por la serie de acontecimientos, hasta llegar al punto en que ella había cerrado la fábrica de Lothar.
—Bien, señora Courtney, ¿diría usted que Lothar De La Rey tenía motivos para considerarse tratado injustamente, es decir, deliberadamente arruinado por esa acción suya?
Centaine vaciló.
—Mis decisiones se basaron, en todo momento, en sólidos principios comerciales. Sin embargo, estoy dispuesta a reconocer que, desde el punto de vista de Lothar De La Rey, podría parecer que mis acciones fueron deliberadas.
—En aquel momento, ¿la acusó él de intentar aniquilarle?
Ella se miró las manos, susurrando algo.
—Lo siento, señora Courtney. Debo pedirle que repita eso.
Y la mujer lo miró con ojos brillantes, quebrada la voz por la tensión.
—Sí, maldición, dijo que yo lo hacía para aniquilarle.
—¡Señor Osmond! —El juez se irguió en la silla, con expresión severa—. Insisto en que trate a su testigo de modo más considerado. —Volvió a reclinarse en el asiento, obviamente conmovido por el relato de Centaine. Por fin levantó la voz—. El tribunal se tomará un descanso de quince minutos a fin de que la señora Courtney tenga tiempo de recobrarse.
Cuando se reanudó la sesión, Centaine subió al estrado de los testigos y se sentó tranquilamente, mientras se completaban las formalidades y el señor Osmond se preparaba para continuar con su interrogatorio.
Blaine Malcomess, desde la tercera fila, sonrió para darle coraje, y ella comprendió que, si no apartaba sus ojos de inmediato, todos los presentes adivinarían sus sentimientos por ese hombre. Se obligó a no mirarlo. En cambio, levantó la vista hacia la galería. Fue por casualidad. Había olvidado el modo en que Lothar De La Rey escrutaba aquel sector todas las mañanas. Pero en ese momento gozaba del mismo ángulo de visión que él. Y de pronto sus ojos se desviaron hacia el rincón más alejado, irresistiblemente atraídos por unos ojos de mirada flamígera, fija en ella. Dio un respingo y vaciló en el asiento, mareada por la impresión: una vez más, se había encontrado frente a frente con los ojos de Lothar. Los ojos de Lothar, tal como habían sido cuando ella le conoció: amarillos como el topacio, fieros y brillantes, con el arco de las cejas oscuras sobre ellos; ojos jóvenes, inolvidables.
Pero esos ojos no eran los de Lothar, pues él se hallaba sentado frente a ella, en el otro extremo, encorvado, deshecho, gris. Aquélla era una cara joven, fuerte, llena de odio. Ella adivinó ese sentimiento con el infalible instinto de toda madre. Nunca había visto a su hijo menor; por propia voluntad, había ordenado que se lo llevaran en el momento mismo del nacimiento; mojado todavía, ella había apartado el rostro para no ver su cuerpecito desnudo y contorsionado.
Pero en ese instante lo reconoció. Fue como si le desgarraran la médula misma de su existencia, el vientre que lo había gestado, ante esa única visión. Tuvo que cubrirse la boca para no gritar de dolor.
—¡Señora Courtney! ¡Señora Courtney!
El juez la estaba llamando, con voz insistente y alarmada. Ella volvió la cabeza en su dirección.
—¿Se siente bien, señora Courtney? ¿Puede continuar?
—Gracias, señoría. Estoy bien.
Su voz parecía provenir de muy lejos. Necesitó de toda su voluntad para no volver a mirar al joven de la galería… a Manfred, su hijo. Muy bien, señor Osmond. Puede proseguir.
Centaine convocó todas sus fuerzas para concentrarse en las preguntas de Osmond, que repasaban el asalto y la lucha en el río seco. Entonces, señora Courtney, ¿él no le puso un dedo encima sino cuando usted trató de coger la escopeta?
—En efecto. Hasta entonces no me había tocado. Ya nos ha dicho que usted tenía la escopeta en las manos y estaba tratando de recargarla.
—Correcto.
—¿Habría usado el arma, si hubiera conseguido cargarla otra vez? —Sí.
—¿Puede decirnos, señora Courtney, si habría disparado a matar.
—¡Protesto, señoría! —El fiscal saltó de su asiento, furioso—. Esa pregunta es hipotética.
—Señora Courtney, no está obligada a responder esa pregunta —apuntó el juez.
—Responderé —dijo Centaine, con toda claridad—. Sí, le habría matado.
—¿Cree usted que el prisionero sabía eso? —Protesto, señoría. La testigo no puede saber eso.
Antes de que el juez pudiera dar su dictamen, Centaine dijo:
—Él me conoce, me conoce bien. Sabía que, de tener la oportunidad, le mataría.
La emoción acumulada entre los presentes estalló en un morboso placer. Pasó casi un minuto antes de que pudiera ser impuesto el orden. En la confusión, Centaine volvió a mirar hacia el rincón de la galería. Había acumulado todo su autodominio para no hacerlo hasta ese momento.
El asiento del rincón estaba vacío. Manfred se había ido y ella se sintió confundida por esa deserción. Pero Osmond volvía a interrogarla. Giró hacia él, vagamente.
—Disculpe. ¿Quiere repetirme la pregunta, por favor?
—Le pregunté, señora Courtney, si el ataque del prisionero contra usted, mientras cargaba el arma con intenciones de matarlo…
—Protesto señoría. La testigo sólo trataba de defenderse y de proteger su propiedad —aulló el fiscal.
—Tendrá que volver a formular su pregunta señor Osmond.
—Muy bien, señoría. Señora Courtney, la fuerza que el prisionero usó contra usted, ¿era inconsistente en la necesidad de desarmarla?
—Lo siento. —Centaine no podía concentrarse; quería buscar con la mirada en la galería—. No comprendo la pregunta.
—¿Usó el prisionero más fuerza de la necesaria para desarmarla y evitar que usted le disparara?
—No. Se limitó a quitarme la escopeta.
Y después, cuando usted le mordió la muñeca, infligiéndole una herida que, más adelante, llevaría a la amputación del brazo, ¿él la golpeó o le hizo algún daño como represalia?
—No.
—El dolor debió de ser intenso. Sin embargo, ¿él no empleó violencia contra usted?
—No. —Sacudió la cabeza—. Se mostró… —Tuvo que buscar la palabra adecuada— extremadamente considerado, casi gentil.
—Comprendo. Y antes de marcharse, ¿se aseguró de que usted tuviera agua suficiente para sobrevivir? ¿Y le dio algunos consejos para su bienestar?
—Verificó que yo tuviera agua suficiente y me aconsejó permanecer junto al vehículo hasta que me rescataran.
—Ahora bien, señora Courtney… —Osmond vaciló, delicadamente—. La prensa ha sugerido que el prisionero pudo efectuar algún intento contra su pudor…
Centaine le interrumpió, furiosa:
—Esa sugerencia es repugnante y totalmente falsa.
—Gracias, señora. Sólo voy a hacerle una pregunta más. Usted conoce bien al prisionero. Lo acompañaba a cazar, cuando él les brindaba el sustento, a usted y a su hijo, después de rescatarlos. ¿Le ha visto disparar?
—Sí.
—En su opinión, si el prisionero hubiera querido matarles a usted, al coronel Malcomess o a cualquiera de los policías que le perseguían, ¿lo habría podido hacer?
—Lothar De La Rey es uno de los tiradores más certeros que conozco. Habría podido matarnos a todos en más de una ocasión. —No hay más preguntas, señoría.
El juez Hawthorne escribió largamente en su cuaderno; después dio unos golpecitos con el lápiz sobre el escritorio, pensativo. Por fin levantó la vista hacia el fiscal.
—¿Quieren volver a preguntar a la testigo?
El fiscal se levantó, frunciendo el ceño.
—No tengo más preguntas para la señora Courtney.
Volvió a sentarse, cruzando los brazos y con la vista fija en el ventilador giratorio del techo.
—Señora Courtney, este tribunal le agradece su nuevo testimonio. Puede volver a su asiento.
Centaine estaba tan concentrada en buscar a su hijo en la galería que tropezó en los peldaños, al pie de las gradas. Blaine y Abe se precipitaron en su ayuda. Abe llegó primero y la condujo a su asiento, mientras Blaine se dejaba caer en el suyo.
—Abe —susurró ella—, mientras yo estaba declarando había un muchacho en la galería. Rubio, de unos trece años, aunque aparenta casi diecisiete. Se llama Manfred; Manfred De La Rey. Búscalo. Quiero hablar con él.
—¿Ahora? —preguntó Abe, sorprendido.
—Ahora mismo.
—Pero me voy a perder la solicitud de clemencia.
—¡Vete! —le espetó ella—. Busca a ese chico.
Y Abe se levantó de un salto. Después de hacer una reverencia al tribunal, salió rápidamente, en el momento en que el señor Reginald Osmond se levantaba una vez más.
El defensor habló con pasión y sinceridad, sacando toda la ventaja posible del testimonio de Centaine, y repitió sus palabras textualmente:
“Me salvó de una muerte horrible, y también a mi hijo”. Después de una significativa pausa, prosiguió:
—El prisionero estaba convencido de merecer la gratitud y la generosidad de la señora Courtney. Se puso en sus manos al pedirle dinero prestado, y llegó a creer (equivocada, pero sinceramente) que su confianza en ella había sido traicionada.
Aquella elocuente solicitud de misericordia se prolongó durante casi una hora, pero Centaine no estaba pensando en los aprietos de Lothar, sino en el hijo. La preocupaba profundamente la expresión con que Manfred la había mirado desde la galería. El odio era una cosa palpable, que resucitaba en ella los remordimientos, una culpabilidad que creía haber sepultado muchos años antes.
“Ahora se encontrará solo”, pensó. “Necesitará ayuda. Tengo que encontrarle. Tengo que tratar de compensarle esto de algún modo.”
Comprendió entonces por qué había rechazado tan tercamente al niño a lo largo de esos años, por qué sólo se había referido a él, mentalmente, llamándolo “el bastardo de Lothar”, por qué se había tomado tantas molestias para evitar todo contacto con él. Su instinto había estado en lo cierto: bastaba una sola mirada para que todas sus defensas, edificadas tan cuidadosamente, se derrumbaran, dejando revivir los sentimientos naturales de toda madre, que ella había sepultado tan profundamente.
“Encuéntralo, Abe”, pensó. Y entonces se dio cuenta de que Reginald Osmond había completado su discurso con una súplica final:
—Lothar De La Rey pensaba que había sido tratado muy injustamente. Como resultado, cometió una serie de crímenes aborrecibles e imposibles de defender. Sin embargo, señoría, muchos de sus actos demuestran que era un hombre decente y caritativo, atrapado en una tormenta de emociones y acontecimientos demasiado poderosos para que pudiera resistirlos. Su sentencia debe ser severa. Así lo exige la sociedad. Pero apelo a su señoría para que muestre un poco de la compasión cristiana que la señora Courtney ha tenido hoy aquí, y que no eche sobre este hombre indefenso, ya privado de un miembro, todo el peso de la ley.
Tomó asiento, en medio de un silencio que se prolongó varios segundos, hasta que el juez levantó la vista, saliendo de su ensimismamiento. Gracias, señor Osmond. Este caso se suspende hasta las dos de la tarde, momento en que dictaremos sentencia.
Centaine salió apresuradamente, buscando a Abe o tratando de divisar nuevamente a su hijo. Descubrió a su abogado en los peldaños del edificio, enfrascado en una conversación con uno de los guardias. Pero la interrumpió para acercársele de inmediato.
—¿Lo has encontrado?
—Lo siento, Centaine, pero no hay señales de nadie que responda a esa descripción. Quiero que encuentren a ese niño y me lo traigan, Abe. Emplea a cuantos hombres hagan falta. No me importa lo que se gaste. Registra toda la ciudad. Haz todo lo posible para dar con él. Tiene que estar alojado en alguna parte.
—Está bien, Centaine. Pondré manos a la obra de inmediato. ¿Dijiste que se llama Manfred De La Rey? ¿Tiene algún parentesco con el prisionero?
—Es su hijo.
—Comprendo. —Abe la miró, pensativo—. ¿Puedo preguntar para qué lo quieres con tanta desesperación, Centaine? ¿Qué vas a hacer con él cuando lo encontremos?
—No, no puedes preguntar. Limítate a buscarlo.
Pero se repitió la pregunta de Abe, extrañada: “¿Para qué lo busco? ¿Por qué lo necesito después de tantos años?” La respuesta era simple y obvia: “Porque es mi hijo.”
“¿Y qué haré con él si lo encuentro? Está envenenado contra mí. Me odia. Lo leí en sus ojos. No sabe quién soy, realmente. Eso también lo leí. ¿Qué haré cuando nos veamos cara a cara?” Y se respondió con la misma sencillez: “No sé. No, no lo sé.”
—La pena máxima que prevé la ley para los tres primeros delitos planteados en este caso es la muerte en la horca —dijo el juez Hawthorne—. El acusado ha sido hallado culpable de todos los delitos que se le han imputado. En situaciones normales, este tribunal no vacilaría en aplicar la pena máxima. Sin embargo, hemos sido inducidos a meditar por la extraordinaria declaración de una señora excepcional. El testimonio prestado voluntariamente por la señora Centaine de Thiry Courtney es tanto más notable por el hecho de que ella ha sufrido enormemente a manos del prisionero: en lo físico, en lo emotivo y en lo material, y también porque cuanto ha reconocido puede ser interpretado, por las personas malignas y de mente estrecha, en contra de la misma señora Courtney.
“En los veintitrés años que llevo de magistrado no he tenido oportunidad de presenciar, en ningún tribunal, una actuación tan noble y magnánima como la suya. Nuestro propio dictamen debe, por necesidad, verse atemperado por el ejemplo de la señora Courtney.
El juez Hawthorne se inclinó levemente hacia el asiento de Centaine. Luego se quitó los quevedos y miró a Lothar De La Rey.
—Que el prisionero se ponga de pie —dijo. Lothar De La Rey, ha sido declarado culpable de todos los cargos presentados contra usted por la Corona, que serán considerados como uno solo a los fines de la sentencia. Por lo tanto, este tribunal le condena a pasar el resto de su vida natural en prisión y bajo el régimen de trabajos forzados.
Por primera vez desde el comienzo del juicio, Lothar De La Rey dio muestras de emotividad. Las palabras del juez le hicieron retroceder. Su rostro comenzó a contraerse, los labios se estremecieron y un párpado se torcía incontrolablemente. Levantó la mano buena con la palma hacia arriba, en un gesto suplicante dirigido a la silueta de toga oscura que ocupaba el estrado.
—¡Prefiero que me maten! —Fue un grito salvaje, nacido en el corazón—. Ahórquenme, no me encierren como a un animal…
Los guardias corrieron hacia él y, sujetándole por ambos lados, se lo llevaron, estremecido y clamando vehemencia patéticamente. Un silencio de simpatía reinaba en toda la sala. Hasta el juez estaba afectado; serio, ceñudo, se levantó para retirarse, seguido por sus asesores. Centaine permanecía sentada, con la vista fija en el estrado vacío, mientras la multitud se retiraba calladamente por las puertas dobles, como los parientes al abandonar el cementerio.
“¡Prefiero que me maten!” Sabía que esa súplica la perseguiría el resto de su vida. Agachó la cabeza, cubriéndose los ojos con las manos. En su mente veía a Lothar como le había conocido: duro y esbelto como un león del Kalahari, dotado de claros ojos, capaces de contemplar los horizontes que la distancia teñía de azul; una criatura de esos grandes espacios bañados por la blanca luz del sol. Y le imaginó encerrado en una celda diminuta, privado del sol y del viento desértico por el resto de su vida.
“¡Oh, Lothar!”, gritó en el fondo de su alma, “¿cómo es posible que algo tan bello, tan bueno, haya podido terminar así? Nos hemos destruido mutuamente. Y destruimos también al hijo que concebimos en aquel hermoso mediodía de nuestro amor.”
Abrió otra vez los ojos. La sala estaba vacía. Se creyó sola hasta que sintió una presencia cercana. Giró rápidamente. Allí estaba Blaine Malcomess.
—Ahora sé que no me equivoqué en absoluto al enamorarme de ti —dijo, con suavidad.
Estaba tras ella, con la cabeza inclinada. Ella lo miró y, de pronto, su pena enorme comenzó a aflorar. Blaine le cogió la mano, que estaba apoyada contra el respaldo del banco, y la sostuvo entre las suyas. He luchado conmigo mismo desde que nos separamos, tratando de hallar fuerzas para no verte más. Casi lo había conseguido. Pero tú lo cambiaste todo con lo que hiciste hoy. El honor, el deber y todas esas cosas ya no significan nada para mí cuando te miro. Eres parte de mí. Te necesito conmigo. ¿Cuándo?
—Cuanto antes.
—En mi corta vida, Blaine, he hecho mucho daño a otros, he infligido mucha crueldad y dolor. Basta ya. Yo tampoco puedo vivir sin ti, pero nuestro amor no debe destruir nada más. Te quiero enteramente, pero me conformaré con menos… para proteger a tu familia.
—Será difícil, tal vez imposible —le advirtió él, suavemente—. Pero acepto tus condiciones. No debemos hacer sufrir a otros. Pero te quiero tanto…
—Lo sé —susurró ella, y se levantó para ponerse frente a él—. Abrázame Blaine, sólo por un instante.
Abe Abrahams buscaba a Centaine por los pasillos desiertos del tribunal. Al llegar a las puertas de la sala principal, abrió silenciosamente una hoja.