El paraje cambió con dramática brusquedad. Habían abandonado los páramos de Bosquimania para salir a la zona de Kavango, más benigna y suavemente boscosa.
A lo largo de las ondulantes cadenas formadas por antiguas dunas compactas, crecían árboles altos: combretos, hermosos sauces achaparrados y albicias, de fino follaje plumoso; entre ellos, grupos de jóvenes mopanis. Los valles estaban cubiertos de hierba de espigas plateadas y rosadas que llegaban a los estribos.
Allí el agua no estaba muy lejos de la superficie, y toda la naturaleza parecía responder a su presencia. Por primera vez desde que abandonaron la misión de Kalkrand, vieron animales grandes: cebras e impalas rojas y doradas. Entonces comprendieron que el pozo de agua al que se dirigían sólo podía estar a pocos kilómetros de distancia, pues esos animales necesitaban beber diariamente. Ya era el momento de parar, pues todos los caballos estaban agotados y débiles; avanzaban esforzadamente bajo el peso de sus jinetes. Quedaban pocos centímetros de agua en las cantimploras, y sus gorgoteos huecos, a cada paso, parecían una burla a la sed. Lothar De La Rey no podía mantenerse sin ayuda de la silla. Swart Hendrick iba a su lado; al otro, Klein Boy, su hijo bastardo. Ambos le sostenían cuando le atacaban súbitos arrebatos de delirio; en esas ocasiones, reía y decía cosas sin sentido; sin ellos hubiera caído a tierra. Manfred les seguía a poca distancia, observando a su padre con aflicción, pero demasiado exhausto y sediento como para ayudarle. Subieron trabajosamente otra elevación en la interminable serie de dunas consolidadas. Swart Hendrick, erguido sobre los estribos, aguzó la vista hacia la suave hoya que distinguía adelante; apenas podía creer que hubieran cabalgado en línea recta hasta ese destino, a través de aquella tierra sin caminos, donde cada paisaje era una repetición del anterior y un adelanto del siguiente. Sólo cabía guiarse por el sol y el instinto de la criatura del desierto.
De pronto se animó. Allá delante observó unos altos mopanis, cuya estatura gigantesca se debía al agua sobre la cual se erguían, y cuatro grandes acacias, exactamente como los tenía grabados en la memoria. Entre los troncos, Hendrick divisó el suave lustre del agua estancada.
Los caballos iniciaron un último trote cuesta abajo, entre los árboles, y franquearon la arcilla desnuda que rodeaba el estanque hundido.
El agua tenía el color del café con leche; en su parte más amplia, el charco no llegaba a los diez pasos, y apenas llegaba a la rodilla de un hombre normal. En su contorno se veían las huellas de muchos animales silvestres, desde las diminutas huellas de las perdices hasta las enormes impresiones redondas del elefante macho. Todo estaba esculpido en la arcilla negra y luego recocido por el sol, hasta tomar la dureza del cemento.
Hendrick y Klein Boy llevaron sus cabalgaduras hasta el centro del estanque y se arrojaron de bruces en el agua tibia y fangosa, entre resoplidos, jadeos y locas risas, llenándose de agua la boca con la mano.
Manfred ayudó a su padre para que desmontara en la orilla. Luego corrió a llenar su sombrero y se lo llevó a Lothar, que había caído sentado y se sostenía con sus propias rodillas.
El enfermo bebió con avidez, ahogándose y tosiendo cuando el agua no la tragaba bien. Tenía el rostro enrojecido e hinchado, los ojos brillantes por la fiebre; la infección en su sangre le estaba consumiendo.
Swart Hendrick vadeó hasta la orilla, chapoteando dentro de sus botas y chorreando agua por la ropa empapada. Aún sonreía con toda la cara… hasta que se le ocurrió una idea. La sonrisa desapareció de sus labios, gruesos y negros. Echó una mirada fulminante.
—Aquí no hay nadie —gruñó—. Búfalo y Patas… ¿Dónde están?
Echó a correr, salpicando agua a cada paso, en dirección a la choza primitiva que se levantaba a la sombra de la acacia más próxima.
Estaba desierta y descuidada. Los carbones de la hoguera, esparcidos. Las señales más recientes tenían varios días… no, unas semanas de antigüedad. Revisó el bosque, furioso, y por fin volvió junto a Lothar. Klein Boy y Manfred le habían ayudado a tenderse a la sombra.
—Han desertado. —Lothar se anticipó a la noticia—. Debí haberlo sabido. Diez caballos, que valen cincuenta libras cada uno. Era demasiada tentación.
El descanso y el agua parecían haberle fortalecido; estaba lúcido otra vez.
—Seguramente huyeron a los pocos días, después de que les dejamos aquí. —Hendrick se dejó caer a su lado—. Se han llevado los caballos para venderlos a los portugueses y han vuelto con sus esposas.
—Prométeme que, cuando vuelvas a verlos, los matarás lentamente, Hendrick, muy lentamente.
—Estoy soñando con eso —susurró su compañero—. Empezaré por hacerles comer su propio miembro viril. Se los cortaré con un cuchillo mellado y se los daré a comer en trozos pequeños.
Ambos guardaron silencio, mirando fijamente a los cuatro caballos que permanecían en la orilla del estanque. Tenían los vientres tensos de agua, pero sus cabezas colgaban patéticamente, con la nariz casi tocando la arcilla recocida.
—Faltan cien kilómetros para llegar al río. Cien, por lo menos —apuntó Lothar, quebrando el silencio.
Comenzó a quitarse los harapos mugrientos que le cubrían el brazo. La hinchazón era grotesca. Su mano tenía el tamaño y la forma de un melón maduro. Los dedos sobresalían, tiesos, de una pelota azul. La tumefacción iba desde el brazo hasta el codo, triplicando el diámetro normal. Al estallar la piel, la clara linfa brotaba por los desgarrones. La mordedura se había convertido en una serie de profundos hoyos amarillos y viscosos, cuyos bordes se abrían como los pétalos de una flor. El olor de la infección se metía, dulce y espeso como aceite, en la nariz y la garganta de Lothar, asqueándole.
En el codo, la hinchazón no era tan intensa, pero había lívidas líneas escarlatas bajo la piel, que le subían directamente hasta el hombro. Lothar exploró con suavidad los ganglios hinchados en la axila. Estaban duros como balas de mosquete bajo la carne.
“Gangrena”, se dijo. Comprendió entonces que había agravado su estado con la solución de ácido fénico que había aplicado originariamente a la herida. Demasiado fuerte —murmuró—. Preparé una solución demasiado fuerte.
Había destruido los capilares que rodeaban la herida, preparando el camino para la gangrena. “Hay que amputar la mano”. Por fin se enfrentaba a la verdad. Por un momento, hasta estudió la posibilidad de intentar él mismo la operación. Se imaginó empezando por la articulación del codo y cortando…
“No puedo hacerlo”, pensó. “Ni siquiera puedo pensar en eso.
Tendré que seguir hasta donde me lo permita la gangrena, por el bien de Manie”. Y levantó la vista hacia el niño.
—Necesito vendajes. —Trató de que su voz sonara firme y tranquilizadora, pero se oyó como el graznido de un cuervo.
El muchacho, sobresaltado, apartó los ojos de aquel miembro deshecho.
Lothar cubrió las heridas supurantes con cristales de ácido fénico (lo único que tenía) y las vendó con tiras de mantas. Habían utilizado como vendas toda la ropa que llevaban de reserva.
—¿A qué distancia nos sigue ella, Henny? —preguntó, mientras ataba el nudo.
—Hemos ganado tiempo —calculó Hendrick—. Están cuidando a sus caballos. Pero mira los nuestros.
Uno de los animales se había tendido al borde del agua: la señal de la rendición.
—Cinco o seis horas de ventaja.
Y faltaban más de cien kilómetros para llegar al río, sin la seguridad de que los perseguidores respetaran la frontera; podían perseguirles más allá. Lothar no necesitaba expresar esas dudas en voz alta, pues todos tenían perfecta conciencia de ellas.
—Manfred —susurró, trae los diamantes.
El niño puso la mochila de lona junto a Lothar, que la desenvolvió cuidadosamente.
Había veintiocho pequeños paquetes de papel grueso, con sus sellos de lacre. Lothar los separó en cuatro montones de siete paquetes cada uno.
—Partes iguales —dijo—. No podemos evaluar cada paquete, de modo que elegiremos por orden de edades: el más joven, primero. —Miró a Hendrick—. ¿De acuerdo?
Swart Hendrick comprendió que ese reparto significaba admitir que no todos llegarían al río. Apartó la vista de la cara de Lothar. Había vivido con ese demonio blanco y dorado desde su lejana juventud. Nunca se había preguntado qué les unía. Experimentaba un profundo e indudable antagonismo, una total desconfianza hacia todos los blancos, salvo con ése. Habían compartido demasiadas cosas, atreviéndose a mucho, viendo mucho. No consideraba que eso fuera amor o amistad; sin embargo, la sola idea de la separación le llenaba de una desesperación devastadora, como si le esperara una pequeña muerte.
—De acuerdo —dijo, con voz resonante, como el tañido de una campana de bronce.
Y levantó la vista hacia el niño blanco. En su mente, el hombre y el niño eran una sola cosa. Lo que sentía por el padre lo sentía también por el hijo.
—Elige, Manie —ordenó.
—No sé. —Manfred se puso las manos en la espalda, resistiéndose a tocar uno de los montones.
—Hazlo —le espetó el padre.
El chico, obediente, alargó la mano y tocó el montón más próximo.
—Recógelos —ordenó Lothar. Luego miró al joven negro—. Elige, Klein Boy.
Quedaban dos montones. Lothar sonrió con sus labios resquebrajados.
—¿Qué edad tienes, Henny?
—Soy viejo como la montaña quemada y joven como la primera flor de primavera —dijo el ovambo.
Ambos rieron.
“Si tuviera un diamante por cada vez que hemos reído juntos”, pensó el negro, “sería el hombre más rico del mundo”. Hacía falta un esfuerzo para mantener la sonrisa.
—Tú debes de ser el más joven —dijo, en voz alta—, pues siempre he tenido que cuidarte como una niñera. ¡Elige! Lothar empujó el montón elegido hacia Manfred.
—Guárdalos en la mochila —le indicó.
El niño escondió las dos partes del botín en la bolsa de lana y la cerró con una correa, mientras los dos negros se llenaban los bolsillos.
—Ahora cargad las cantimploras. Faltan sólo cien kilómetros para llegar al río.
Cuando estuvieron listos para partir, Hendrick se inclinó para ayudar a Lothar a levantarse, pero él apartó las manos, irritado, y usó el tronco de la acacia para enderezarse. Uno de los caballos no pudo levantarse. Lo dejaron tendido al borde del agua. Otro se derrumbó en el primer kilómetro de marcha, pero los otros dos siguieron avanzando, valerosamente. Ninguno de ellos estaba en condiciones de cargar con el peso de un hombre, pero uno llevaba las cantimploras y el otro servía a Lothar de muleta. El hombre caminaba a tropezones, con el brazo sano rodeando el cuello del animal.
Los otros tres se turnaban para llevar a los caballos de la brida marchando decididamente hacia el norte. A veces, Lothar reía sin motivo y cantaba, con voz clara y fuerte; afinaba tan bien que Manfred sintió un arrebato de alivio. Pero la canción vaciló de repente, la voz se quebró. Lothar empezó a gritar y a delirar, implorando a los fantasmas febriles que contra él arremetían. Manfred corrió hacia donde estaba y le rodeó la cintura con un brazo, para ayudarle. El padre se calmó.
—Eres un buen muchacho, Manie —susurró. Siempre has sido un buen muchacho. Desde ahora en adelante llevaremos una vida estupenda. Irás a una buena escuela y te convertirás en un joven caballero. Iremos juntos a Berlín, a la ópera…
—Oh, papá, no hables. Ahorra tus fuerzas, papá.
Lothar volvió a caer en un silencio opresivo. Avanzaba mecánicamente, arrastrando las botas. Sólo el esforzado caballo y el fuerte brazo de su hijo le impedían estrellarse de bruces en las calientes arenas del Kalahari.
Muy por delante de ellos asomó el primero de los kopjes graníticos, sobre el bosque pelado y caldeado por el sol. Era redondo como una perla; la roca lisa refulgía, gris plateada, a la luz del astro rey.
Centaine detuvo el caballo en la cima de la elevación para mirar hacia la hoya. Reconoció los árboles altos desde cuyas ramas superiores, muchos años antes, había visto por primera vez los elefantes salvajes de África; algo de la infantil admiración vivida entonces perduraba en ella todavía. Entonces, vio el agua y olvidó todo lo demás.
No fue fácil dominar a los caballos, que ya la habían olfateado. Centaine había oído hablar de viajeros que habían muerto de sed junto al pozo de agua, por haber permitido que el ganado y los caballos corrieran adelante y revolvieran el agua hasta convertirla en cieno. Pero Blaine y su sargento eran hombres experimentados y los dominaron con firmeza.
En cuanto los caballos abrevaron, la mujer se quitó las botas para vadear el estanque, completamente vestida; se sumergió bajo la superficie para empaparse la ropa y el pelo, disfrutando de aquella agua fangosa y fría.
En el otro extremo del estanque, Blaine se había quitado la camisa y estaba metido en el agua hasta las rodillas, mojándose la cabeza. Centaine le estudió subrepticiamente. Era la primera vez que le veía el torso desnudo; tenía el vello espeso, oscuro, elástico; refulgía con gotitas de agua. Había un lunar negro bajo la tetilla derecha, detalle que la intrigó sin motivo. Por lo demás, su cuerpo no tenía tacha; su piel lucía con el lustre del mármol pulido, como el David de Miguel Ángel, sobre músculos planos y duros. El sol había pintado una uve oscura bajo el cuello. Los brazos estaban pardos hasta la clara línea dejada por la manga de la camisa; más allá, su piel tenía el pálido tono marfilino que ella encontraba tan atractivo. Se vio obligada a apartar la vista.
Al ver que ella se aproximaba, el coronel se apresuró a ponerse la camisa; el agua la empapó con parches oscuros. Ese pudor la hizo sonreír.
—De La Rey no encontró aquí ningún caballo de remonta —le dijo.
Blaine puso cara de desconcierto.
—¿Estás segura?
—Kwi dice que hubo dos hombres con muchos caballos, pero que se fueron hace muchos días. No puede contar sino hasta los diez dedos de sus manos; dice que se fueron hace más tiempo. Sí, estoy segura de que Lothar De La Rey no encontró caballos frescos.
Blaine se alisó el pelo mojado con ambas manos.
—Entonces supongo que algo salió mal en sus planes. No agotaría así a sus caballos, a menos que esperara tener de repuesto.
—Kwi dice que siguieron a pie. Llevan los caballos restantes, pero están demasiado débiles para cargar con un jinete. —Se calló, pues Kwi la llamaba con un grito agudo desde el borde del bosque.
Ella y Blaine se reunieron deprisa con el bosquimano.
—Están desesperados —dijo Blaine, al ver el equipo abandonado bajo la acacia—. Sillas, comida envasada, mantas y latas de municiones. —Revolvió el montón con un pie—. Hasta han dejado municiones. Y sí, el resto de los malditos clavos. —La cajita de madera yacía de costado, con los últimos mondadientes—. Se han despojado para hacer un último esfuerzo tratando de llegar al río.
—Mira esto, Blaine —llamó Centaine.
Él se acercó para examinar el bulto de vendajes sucios.
—Está cada vez peor —murmuró Centaine. Extrañamente, no había regocijo en su voz ni triunfo en sus ojos—. Creo que está muriendo, Blaine.
Él experimentó un inexplicable deseo de compadecerse con ella, de consolarla.
—Si pudiéramos llevarle hasta un médico… —dijo. El impulso era ridículo. Estaban persiguiendo a un peligroso criminal que no vacilaría en disparar contra él a la primera oportunidad.
—Sargento Hansmeyer —llamó, con voz seca—. Encárguese de que los hombres coman y los caballos vuelvan a beber. Partiremos dentro de una hora.
Al volverse hacia Centaine vio, aliviado, que ella se reanimaba.
—Una hora no basta. Tendremos que aprovecharla, minuto a minuto.
Se sentaron juntos a la sombra. Ninguno de los dos había comido gran cosa; el calor y la fatiga aniquilaban el apetito. Blaine sacó un puro de la cigarrera de cuero, pero cambió de idea y volvió a guardarlo.
—Cuando te conocí —dijo—, me pareciste brillante, diamantina y bella como una de tus piedras. ¿Y ahora?
—Te he visto llorar por los caballos heridos y he percibido en ti una profunda compasión por ese hombre, que tanto te ha perjudicado —replicó él—. Cuando salimos de Kalkrand estaba enamorado de ti. Supongo que lo estuve desde el primer momento. No podía evitarlo. Pero ahora, además, te tengo aprecio y respeto. ¿Eso es diferente del amor?
—Es muy diferente de estar enamorado —aseguró él. Guardaron silencio por un rato, antes de que ella intentara hablar.
—Blaine, pasé mucho tiempo sola, con un niño al que proteger y para el que hice planes. Cuando llegué a esta tierra, siendo muy joven, pasé por un aprendizaje duro e implacable en este desierto. Aprendí que no podía confiar en nadie salvo en mí misma, que no sobreviviría sino gracias a mi propia fuerza y a mi determinación. Eso no ha cambiado. Aún no puedo apoyarme en nadie, sino en mí misma. ¿No es así, Blaine?
—Ojalá no fuera así. —Él no desvió su mirada. La sostuvo con franqueza—. Ojalá…
No pudo terminar. Ella lo hizo en su nombre.
—Pero tienes que pensar en Isabella y en tus hijas.
Él asintió.
—Sí. No pueden defenderse solas.
—Y yo sí. ¿Verdad, Blaine?
—No me guardes rencor, por favor. Yo no busqué esto. Nunca te hice promesas.
—Disculpa. —Ella se mostró inmediatamente contrita—. Tienes razón. Nunca me prometiste nada. —Consultó su reloj—. Se nos acabó la hora —dijo, mientras se levantaba con un solo movimiento ágil—. Tendré que seguir siendo fuerte y dura. Pero no vuelvas a censurarme por eso, Blaine, te lo ruego. Nunca más.
Se vieron obligados a abandonar cinco caballos desde que partieron del pozo de agua, y Blaine dio órdenes de caminar a ratos, tratando de no agotar a los animales restantes. Cabalgaban durante media hora; luego caminaban por la media hora siguiente.
Sólo los bosquimanos parecían invulnerables a la sed, la fatiga y el calor. Se irritaban ante las pausas y el paso de tortuga que debían adoptar.
—El único consuelo es que De La Rey está peor. —Por el rastro sabían que los fugitivos, reducidos a un solo caballo, avanzaban con mayor lentitud todavía—. Y faltan cincuenta kilómetros para llegar al río. —Blaine miró la hora—. Me temo que hay que caminar otra vez.
Centaine gimió suavemente al bajar de la silla. Le dolían todos los músculos. Los tendones de las piernas eran como cables retorcidos.
Cada paso requería un esfuerzo consciente. La lengua le colmaba toda la boca, gruesa y correosa; sentía hinchada la membrana mucosa de la garganta y las fosas nasales; respirar costaba tanto que era casi doloroso. Trató de juntar saliva para retenerla en la boca, pero resultó gomosa y agria; sólo sirvió para hacer más patética su sed.
Había olvidado qué era la sed verdadera; el suave chapoteo del agua en las cantimploras se convertía en un tormento. No podía pensar sino en el momento en que se le permitiera beber otra vez. No cesaba de echar vistazos a su reloj, convencida de que se había detenido; sin duda había olvidado darle cuerda. En cualquier momento, Blaine levantaría el brazo para hacer un alto y todos destaparían las cantimploras.
Nadie hablaba por propia voluntad. Las órdenes eran secas y monosilábicas. Cada palabra, un esfuerzo.
“No seré la primera en ceder”, pensó Centaine con terquedad. De pronto se alarmó. “Nadie cederá. Tenemos que atraparles antes del río, y no falta mucho.”
Descubrió que se concentraba sólo en la tierra abierta entre sus pies. Perdía interés en los alrededores, y eso era una señal de peligro, el primer indicio de rendición. Se obligó a levantar la vista. Blaine estaba más adelante. Ella se había retrasado unos pocos pasos; con un trabajo enorme, arrastró a su caballo hasta quedar nuevamente junto a él. De inmediato se sintió más animada. Había ganado otra victoria contra la fragilidad de su cuerpo.
Blaine le sonrió, pero ella comprendió que el gesto también le había costado un esfuerzo.
—Esos kopjes no están señalados en el mapa —observó.
Centaine no los había visto, pero en ese momento levantó la vista; un kilómetro y medio más adelante, las calvas de granito se elevaban sobre el bosque. Ella nunca había llegado tan al norte; el territorio le era desconocido.
—No creo que nadie haya estudiado estos parajes —susurró. Luego carraspeó para hablar con mayor claridad—. Sólo el río en sí está cartografiado.
—Beberemos cuando lleguemos al pie de la colina más próxima —prometió él.
—Zanahoria para el burro —murmuró ella.
El coronel sonrió.
—Piensa en el río. Ahí tienes una huerta llena de zanahorias.
Y siguieron en silencio; los bosquimanos los guiaron directamente hacia las colinas. En la base del cono granítico encontraron al último de los caballos que robó Lothar De La Rey.
Yacía de costado, pero levantó la cabeza cuando ellos se aproximaron. La yegua de Blaine emitió un suave relincho y el animal caído trató de responder, pero el intento resultó excesivo. Dejó caer la cabeza en la tierra; su respiración, trabajosa y breve, levantaba pequeñas nubes de polvo alrededor del hocico. Los bosquimanos caminaron en círculos alrededor del animal moribundo; después intercambiaron frases excitadas. Kwi corrió un breve trecho hacia el costado gris del kopje y levantó la vista.
Todos siguieron su ejemplo, mirando hacia arriba por la empinada y redonda extensión de granito. Tenía unos setenta u ochenta metros de altura. La superficie no era tan lisa como parecía desde lejos: presentaba profundas grietas; unas, laterales; otras corrían verticalmente desde el pie hasta la cima, y el granito se abría en capas, como piel de cebolla, por efecto del calor. Esto formaba pequeños peldaños, de bordes cortantes, que proporcionaban apoyo para el pie, posibilitando el ascenso hasta la cumbre, aunque se trataba de una escalada expuesta y probablemente peligrosa.
En la cima, un grupo de piedras perfectamente redondas, cada una del tamaño de una casa grande, componían una corona simétrica. En conjunto, era una de esas formaciones naturales, hechas de modo tan artístico que parecían concebidas y ejecutadas por ingenieros especializados. Centaine les encontró un fuerte parecido a los dólmenes que habían visitado en Francia, cuando era una niña, o a uno de esos antiguos templos mayas de las selvas americanas que se veían en las ilustraciones.
Blaine se apartó de ella para conducir a su caballo hacia el pie del acantilado granítico. En la cima del kopje, algo llamó la atención de la mujer. Fue un fugaz movimiento a la sombra de un pedrusco; lanzó un grito de advertencia.
—¡Ten cuidado, Blaine! Arriba…
El hombre estaba junto a su caballo, con las riendas sobre el hombro, y miraba hacia arriba. Pero antes de que pudiera responder se oyó un ruido seco, como el de una bolsa de trigo arrojada a un suelo de piedra. Centaine no reconoció el estallido de una bala de alta velocidad contra la carne viva hasta que el caballo de Blaine se tambaleó; sus patas delanteras cedieron y el animal cayó pesadamente, arrastrando al coronel consigo.
Centaine quedó aturdida; de inmediato se oyó el restallido del máuser desde la cumbre; entonces comprendió que la bala había llegado antes que el sonido.
En derredor, los agentes gritaban, tratando de contener a los caballos asustados. Centaine giró en redondo y se lanzó hacia la silla de su propia cabalgadura. Con una mano en el pomo y sin tocar los estribos, montó de un salto y tiró de las riendas para que el animal se volviera.
—¡Ya voy, Blaine! —gritó.
El coronel se había puesto de pie tras el cadáver de su caballo. Ella galopó en su dirección, exclamando:
—Sujétate a mi estribo.
Los fusiles, allá en la colina, seguían sembrando balas entre ellos. La mujer vio que el caballo de Hansmeyer caía bajo el sargento, arrojando a su jinete de cabeza.
Blaine corrió a su encuentro y se asió al oscilante estribo. Ella puso al caballo en dirección contraria y agitó las riendas; a galope tendido se encaminó hacia la escasa protección de los mopanis, doscientos metros más atrás.
Blaine estaba colgado de la correa, rozando el suelo con pasos gigantescos, para mantenerse a la par.
—¿Estás bien? —preguntó ella, levantando la voz.
—¡Sigue!
Al oír su voz tensa por el esfuerzo, Centaine miró por debajo del brazo. Las balas silbaban alrededor. Uno de los agentes se volvió para ayudar al sargento Hansmeyer, pero al llegar hasta él, su caballo recibió una bala en la cabeza y se estrelló contra el suelo, arrojando a su jinete despatarrado en tierra.
—¡Están disparando a los caballos! —gritó Centaine, al notar que el suyo era el único animal indemne.
Todos los otros habían caído, derribados con un simple tiro en la cabeza. Eso requería una puntería estupenda, pues los hombres de la cima disparaban montaña abajo, a una distancia de ciento cincuenta pasos por lo menos.
Hacia delante, Centaine vio una garganta de poca altura en la que no había reparado hasta el momento. Un ramaje caído sobre la orilla más próxima formaba una empalizada natural, y hacia ella se dirigió, obligando a su exhausto caballo a franquear la grieta en un salto vacilante. Velozmente bajó de un brinco y le sujetó la cabeza para dominarlo.
Blaine había rodado por el barranco, pero se incorporó.
—Caí en esa emboscada como un novato —bramó, furioso consigo mismo—. Estoy demasiado cansado para pensar con claridad.
Arrancó el fusil de la vaina que Centaine llevaba en su montura y trepó rápidamente hasta el borde del barranco.
Los caballos muertos yacían bajo la empinada cuesta del kopje. El sargento Hansmeyer y sus agentes, agachados y dando brincos, corrían hacia la protección de la garganta. El fuego de los máusers levantaba bocanadas de polvo amarillo entre sus pies. Cada vez que una bala pasaba cerca de sus cabezas, los hombres hacían una mueca y encogían el cuello, afectados por la implosión del aire en los tímpanos.
Los bosquimanos habían desaparecido como por arte de magia al primer disparo, como si fueran pequeños duendes pardos. Centaine comprendió que no volverían a verles: iban ya de regreso para reunirse con su clan, en O’chee Pan.
Blaine graduó el Lee Enfield a cuatrocientos metros y apuntó hacia la cima del kopje, donde una voluta de humo azul delataba la presencia de tiradores ocultos. Disparó con tanta prisa como pudo, esparciendo balas para cubrir la retirada de los agentes. El granito estalló en astillas blancas contra el cielo y el fuego de la cima cesó. El coronel cargó su arma y se la apoyó contra el hombro, disparando sin cesar a los tiradores de la cima.
Uno a uno, Hansmeyer y sus hombres llegaron a la garganta y se dejaron caer en ella, sudorosos y jadeantes. Blaine, con torva satisfacción, notó que cada cual había llevado su fusil y que todos llevaban las cananas cruzadas en el pecho: setenta y cinco balas por cabeza.
—Mataron a los caballos hiriéndolos en la cabeza, pero no tocaron a un solo hombre. —El aliento silbaba en la garganta de Hansmeyer, luchando con las palabras.
—Tampoco dispararon un solo tiro cerca de mí —barbotó Centaine.
Lothar debía de estar poniendo mucho cuidado para no ponerla en peligro. Comprendió, estremecida, que bien habría podido ponerle una bala en la nuca mientras huía.
Blaine estaba recargando el Lee Enfield, pero levantó la vista y le sonrió sin humor.
—Ese tipo no es ningún idiota. Sabe que no tiene salida y no quiere añadir el homicidio a la larga lista de crímenes que pesan sobre él. —Miró a Hansmeyer—. ¿Cuántos hombres hay en el kopje? —preguntó.
—No sé —fue la respuesta—, pero hay más de uno. La frecuencia de los disparos era excesiva para un solo hombre. Además, oí disparos superpuestos.
—Bueno, vamos a averiguar cuántos son.
Blaine hizo una seña a Centaine y al sargento para que se acercaran y les explicó su idea. Centaine cogió los prismáticos y bajó por el barranco hasta quedar por debajo de una densa mata de hierba, que crecía en el borde. Usando la mata como pantalla, levantó la cabeza hasta distinguir la cumbre del kopje. Cuando hubo enfocado los prismáticos, anunció:
Lista!
Blaine tenía el casco en el cañón de su fusil. Mientras lo levantaba en alto, Hansmeyer disparó dos veces al aire para atraer la atención de los tiradores apostados.
Casi de inmediato estalló una descarga de fusiles como respuesta. Hubo más de un disparo simultáneo y el polvo saltó a pocos centímetros del casco, mientras las balas rebotaban sobre los árboles de mopani.
—Dos o tres —anunció Hansmeyer.
—Tres —confirmó Centaine, bajando los prismáticos, mientras se agachaba—. Vi tres cabezas.
—Bien —asintió Blaine—. Los tenemos atrapados. Es sólo cuestión de tiempo.
Centaine soltó la correa de su cantimplora, diciendo:
—Esto es todo lo que tenemos, Blaine.
Sacudió el envase. El agua no llegaba a la cuarta parte. Todos lo miraron fijamente; el coronel, sin querer, se lamió los labios.
—En cuanto oscurezca podremos recobrar las otras botellas —les aseguró. Y luego, enérgico—: Sargento, vaya con dos agentes y trate de apostarse al otro lado del kopje. Hay que asegurarse de que nadie escape por la puerta trasera.
Lothar De La Rey, sentado contra una de las enormes piedras redondas, tenía el máuser cruzado en el regazo. Se había descubierto la cabeza, y el pelo, largo y dorado, le caía con suavidad sobre la frente.
Miró en dirección al sur, a la llanura y los escasos bosquecillos de mopani, en la dirección desde donde llegaría la implacable persecución. El ascenso de la muralla granítica le había fatigado gravemente; todavía no estaba repuesto.
—Te la llené de ésas. —Hendrick señaló el montón de cantimploras vacías, abandonadas—. Nosotros tenemos otra llena para llegar hasta el río.
—Bueno.
Lothar, asintiendo, revisó el otro equipo dispuesto a su lado sobre la losa de granito. Eran cuatro granadas de mano, de las antiguas, con mango de madera. Habían esperado casi veinte años en el escondrijo, junto con los “mondadientes” y otros equipos; no se podía confiar en ellas.
Klein Boy había dejado su fusil y su cartuchera con las granadas, de modo que el enfermo contaba con dos fusiles y ciento cincuenta balas… más que suficiente, si las granadas funcionaban; de lo contrario, nada tendría importancia.
—Bueno —repitió Lothar, en voz baja—, tengo todo lo necesario. Pueden irse.
Hendrick giró su cabeza para mirar hacia el sur. Estaban en un pedestal, muy por encima del mundo, y la curva del horizonte distaba más de treinta kilómetros, pero aún no había señales de los perseguidores. Iba a levantarse, pero de pronto hizo una pausa. Entornando los ojos para defenderlos del resplandor, exclamó:
Polvo!
Estaba aún a siete u ocho kilómetros de distancia; era apenas una neblina pálida encima de los árboles.
—Sí. —Lothar lo había visto minutos antes—. Podría ser un grupo de cebras o un ciclón tropical, pero no apostaría mi parte del botín. Ahora, vete.
Hendrick tardó en obedecer, mirando fijamente los ojos de zafiro de aquel hombre blanco. No había protestado ni discutido cuando él explicó lo que debían hacer. Era lo correcto y lógico. Siempre habían dejado a los heridos, a veces sólo con una pistola a mano, para cuando el dolor o las hienas se volvieran incontenibles. Sin embargo, en esa oportunidad sentía la necesidad de decir algo, aunque no había palabras apropiadas para la tristeza del momento. Sabía que estaba abandonando una parte de su propia vida sobre la roca abrasada por el sol.
—Yo cuidaré del muchacho —dijo, simplemente.
Lothar asintió.
—Quiero hablar con Manie —dijo, humedeciéndose con la lengua los labios secos y resquebrajados. El calor del veneno en su sangre le hizo estremecerse por un segundo—. Espérale abajo. Sólo tardaré un minuto.
—Vamos.
Hendrick hizo un gesto con la cabeza y Klein Boy se irguió a su lado. Ambos se acercaron al borde del acantilado, con la celeridad de la pantera al cazar, y Klein Boy se deslizó por la pendiente. Hendrick hizo una pausa y miró hacia atrás, levantando la mano derecha.
—Que la paz sea contigo dijo, simplemente.
—Ve en paz, viejo amigo —murmuró Lothar.
Hendrick hizo una mueca de dolor: nunca, hasta entonces, le había llamado “amigo”. Giró la cabeza para que Lothar no pudiera verle los ojos y, un momento después, desapareció.
El jefe siguió con la vista clavada en ese lugar durante largos segundos. Por fin reaccionó levemente, apartando la autocompasión, los sentimientos enfermizos, las nieblas febriles que amenazaban cerrarse sobre él, debilitándolo por completo.
—Manfred —dijo.
El niño dio un respingo. Se había sentado tan cerca de su padre como le pareció prudente y observaba su rostro, pendiente de cada palabra y de cada gesto.
—Papá —susurró—, no quiero irme. No quiero dejarte. No quiero estar sin ti.
Lothar hizo un gesto de impaciencia, endureciendo las facciones para ocultar esa blandura.
—Harás lo que yo te diga.
—Papá…
—Hasta ahora no me has fallado, Manie. Me has hecho sentir orgulloso de ti. No eches a perder todo. No quiero descubrir que mi hijo es un cobarde.
—¿No soy cobarde!
—Entonces harás lo que debes —replicó el padre, seriamente. Antes de que Manfred pudiera protestar otra vez, ordenó—: Tráeme la mochila.
Puso la bolsa entre los pies y, empleando la mano sana, desabrochó la hebilla de la solapa. Cogió del interior uno de los paquetes y lo desgarró con los dientes, esparciendo las piedras en el granito. Eligió diez de los más grandes y blancos.
—Quítate la chaqueta —ordenó.
Cuando Manfred le entregó la prenda, Lothar perforó un diminuto agujero en el forro con su navaja de bolsillo.
—Estas piedras valen miles de libras, lo suficiente para pagar tu mantenimiento y tu instrucción hasta que seas adulto —dijo, mientras las introducía, una a una, en el forro de la chaqueta—. Pero estas otras… hay demasiadas. Es demasiado peso, demasiado bulto para que puedas ocultarlas. Sería peligroso que las llevaras contigo: una condena a muerte. —Se levantó con esfuerzo—. ¡Ven! Caminó por entre los grandes pedruscos, apoyándose en la roca para no caer, mientras el niño lo sostenía por el otro lado. —¡Aquí!
Con un gruñido, se dejó caer de rodillas. Manfred se agachó a su lado. A los pies de ambos, la superficie de granito se había partido, como abierta por un cincel. En la parte superior, la grieta tenía apenas treinta centímetros, pero era profunda; aunque forzaran la vista hasta penetrar nueve o diez metros, no se veía el fondo. Se iba estrechando gradualmente hacia abajo, y lo más hondo se perdía entre sombras.
Lothar balanceó la mochila con los diamantes sobre la abertura, susurrando.
—Fíjate bien en este lugar. Mientras camines hacia el norte, vuélvete a mirar con frecuencia, para que puedas recordar esta colina. Cuando necesites estas piedras, te estarán esperando.
Abrió los dedos y la mochila cayó por la grieta. La lona iba rozando los costados al caer. Por fin se hizo el silencio: había quedado atascada en la estrecha garganta.
Padre e hijo miraron juntos; apenas se distinguía el color más claro y la textura contrastante de la lona, a nueve metros de profundidad, pero escaparían al escrutinio más concentrado de quien no supiera exactamente dónde buscar.
—Éste es mi legado para ti, Manie —susurró Lothar, retirándose a rastras—. Bueno, Hendrick te está esperando. Es hora de que te vayas. Anda, date prisa.
Quería abrazar a su hijo por última vez, besarlo en los ojos y en los labios, estrecharlo contra su corazón, pero sabía que eso los derrumbaría a ambos. Si se abrazaban en ese momento, jamás podrían separarse.
—¡Vete! —ordenó.
Manfred, sollozando, se arrojó a su padre.
—Quiero quedarme contigo —lloró.
Lothar le aferró por la muñeca para apartarle a la distancia de su brazo.
—¿Quieres que me avergüence de ti? —bramó—. ¿Así quieres que te recuerde, lloriqueando como una niña?
—No me obligues a ir, papá, por favor. Deja que me quede. Lothar se echó hacia atrás, soltando la muñeca de Manfred. De inmediato le abofeteó con la palma abierta en plena cara y le volvió a pegar con los nudillos. La doble cachetada hizo que Manfred cayera de rodillas, con manchas lívidas en las mejillas pálidas. Una diminuta serpiente de sangre brillante le cayó de la nariz al labio superior. Miró a su padre con ojos espantados e incrédulos.
—Sal de aquí —dijo Lothar, reuniendo todo su coraje y resolución para dar a su voz un matiz desdeñoso y a su rostro una expresión salvaje—. No quiero andar con un niño llorón colgado del cuello. Sal de aquí antes de que te azote con el cinturón.
Manfred se levantó trabajosamente y retrocedió. Aún miraba a su padre con horrorizada incredulidad. ¡Anda, vete! —La expresión de Lothar no vacilaba. Su voz sonaba furiosa, despectiva, implacable—. ¡Fuera de aquí!
Manfred se volvió y avanzó a tropezones hasta el borde de la pendiente. Allí se volvió una vez más, tendiendo las manos. ¡Papá, por favor, no…!
—¡Vete, maldición, vete!
El niño pasó por encima del borde. Los ruidos de su torpe descenso se perdieron en el silencio.
Sólo entonces cayeron los hombros de Lothar con un solo sollozo. De pronto se encontró llorando en silencio, con todo el cuerpo estremecido. Es la fiebre —se dijo—. La fiebre me ha debilitado.
Pero la imagen de su hijo, dorado, bello y destrozado por la pena, aún le llenaba la mente. Sintió que algo se desgarraba en su pecho.
—Perdona, hijo mío —susurró entre lágrimas—. No había otro modo de salvarte. Perdóname, te lo ruego.
Lothar debió de caer en la inconsciencia, pues despertó con un sobresalto, sin recordar dónde estaba ni cómo había llegado allí. El dolor de su brazo, enfermizo y asqueroso, le devolvió la memoria. Después de arrastrarse hasta el borde del acantilado, miró en dirección al sur. Entonces pudo ver a sus perseguidores por primera vez. A una distancia de casi dos kilómetros, reconoció las dos siluetas pequeñas, fantasmagóricas, que bailaban a la cabeza de la columna. Bosquimanos —susurró, comprendiendo por fin, cómo habían podido seguirles tan deprisa—. Ella ha puesto a sus bosquimanos domesticados sobre mi rastro.
No había tenido la menor oportunidad de despistarles; todo el tiempo utilizado en cubrir las huellas y en subterfugios antirrastreos había sido pura pérdida. Los bosquimanos les habían seguido, vacilando apenas en los peores tramos. Miró entonces más allá de los pigmeos, para contar el número de hombres que venían hacia él.
—Siete —musitó.
Sus ojos se entornaron al tratar de distinguir una silueta femenina más pequeña, pero iban a pie, llevando a los caballos de la brida, y los mopanis interpuestos le obstaculizaban la visión.
Concentró toda su atención en sus propios preparativos. A partir de ese momento, sólo debía ocuparse de retrasar a los perseguidores por tanto tiempo como le fuera posible, y de convencerles de que estaba con toda su banda sobre esa colina. Cada hora que les hiciera perder aumentaría las posibilidades de huida para Hendrick y Manie.
Trabajar con una sola mano era lento y difícil, pero plantó el fusil de Klein Boy en un nicho del granito, con la mira apuntando hacia la planicie. Pasó la correa de una cantimplora por el gatillo y llevó el extremo al sitio que había elegido para disparar, entre las sombras, protegido por un saliente granítico.
Tuvo que detenerse a descansar un minuto, pues su visión se volvía turbia y disolvía en parches de oscuridad; tenía las piernas demasiado débiles para sostener el peso del cuerpo. Cuando espió por encima del borde, comprobó que los jinetes estaban mucho más cerca, a punto de dejar atrás el bosque de mopanis y salir a terreno abierto. Ahora podía reconocer a Centaine, delgada, casi un muchacho con sus ropas de montar; hasta distinguió la mota amarilla de la bufanda que le rodeaba el cuello.
A pesar de la fiebre y la oscuridad de su vista, a pesar de las desesperadas circunstancias, experimentó una admiración agridulce.
—Esa mujer no se da por vencida jamás —murmuró—. Me seguiría hasta las fronteras del infierno.
Se arrastró hasta el montón de cantimploras abandonadas y las dispuso en tres grupos separados, a lo largo del borde. Luego unió las correas, para poder agitar los tres al mismo tiempo de un solo tirón.
—No se puede hacer nada más —dijo, salvo disparar bien.
Pero le palpitaba la cabeza y en su visión danzaba el caliente espejismo de la fiebre. La sed era un tormento en la garganta; el cuerpo, una caldera.
Desenroscó la tapa de su cantimplora y bebió, controlándose con cuidado; retenía en la boca cada sorbo antes de tragarlo. De inmediato se sintió mejor; su vista se aclaró. Cerró la cantimplora y la puso a su lado, con las municiones restantes. Después hizo un almohadón con su chaqueta, para acolchar el saliente granítico, y apoyó el máuser en ella. Los perseguidores habían llegado a pie y estaban agrupados alrededor de su caballo abandonado.
Lothar sostuvo la mano sana frente a sus ojos, con los dedos extendidos. No temblaba; estaba firme como la roca sobre la cual yacía. Se puso la culata del máuser bajo la barbilla.
—Los caballos —recordó. Sin caballos no podrán seguir a Manie.
Y aspiró largamente. Conteniendo el aliento, plantó una bala en el centro de la estrella blanca que la yegua de Blaine Malcomess tenía en la frente.
Cuando el eco del disparo aún rebotaba en los acantilados de las colinas circundantes, Lothar operó el seguro del máuser y disparó otra vez, pero en ese momento tiró de la correa sujeta al otro fusil, para que los dos estallidos se superpusieran. El militar más experimentado pensaría que había más de un hombre en la cima.
Cosa extraña: en ese momento de tarea mortífera, la fiebre había cedido. Su vista era clara y aguda; la mira del fusil se destacaba con toda nitidez contra cada blanco. Con mano firme y precisa, fue apuntando el arma de caballo en caballo y derribó a cada uno con un disparo mortal. Ya habían caído todos, salvo uno: el de Centaine.
Puso a Centaine en la mira. Galopaba hacia los mopanis, agachada sobre el cuello de su caballo, subiendo y bajando los codos, con un hombre colgado del estribo. Lothar retiró el índice del gatillo. Fue una reacción instintiva: no podía decidirse a disparar una bala cerca de ella.
Pero apuntó hacia los jinetes desmontados. Los cuatro se alejaban desbandados hacía los mopanis, y sus leves gritos de pánico llegaban hasta la cima. Eran blancos fáciles; habría podido derribarlos con una sola bala por cabeza. Sin embargo, se entretuvo comprobando cuál era la menor distancia a la que podía disparar sin tocarles. Los hombres iban haciendo cabriolas entre el fuego. Era divertido, cómico, y él manejaba el fusil entre carcajadas. De pronto percibió la calidad histérica de su risa, que resonaba en su cráneo. Entonces la cortó.
“Estoy perdiendo la cabeza”, pensó. “Tengo que resistir.”
El último de los hombres desapareció en el bosque. Lothar se descubrió estremecido y sudoroso por la reacción.
—Tengo que prepararme —dijo, dándose coraje—. Tengo que pensar. Ahora no puedo flaquear. Se arrastró hasta el segundo fusil para recargarlo; luego volvió rodando a su puesto, a la sombra de los pedruscos.
—Ahora van a tratar de ver cuántos somos —adivinó—. Atraerán el fuego y esperarán a que…
El casco apareció, atrayente, sobre el borde de la garganta, junto al bosque. El sonrió. Era una treta vieja; hasta los novatos habían aprendido a no caer en ella, apenas empezada la guerra de los bóers. Resultaba casi un insulto que trataran de atraparle así.
—¡Muy bien! —les desafió—. ¡Veremos quién engaña a quién!
Disparó ambos fusiles simultáneamente. Un momento después tiró de las correas sujetas al montón de cantimploras vacías. A esa distancia, el movimiento de las botellas redondas, cubiertas de fieltro, parecería el de otras tantas cabezas de tiradores ocultos.
—Ahora harán rodear la colina —adivinó.
Observó los movimientos entre los árboles a los costados; con el fusil listo, parpadeó para aclarar su vista.
—Faltan cinco horas para que oscurezca —se dijo—. Hendrick y Manie estarán en el río al salir el sol. Tengo que retener a esta gente hasta entonces.
Vio un sutil movimiento en el flanco derecho: hombres que avanzaban agachados, corriendo por momentos, a un lado del kopje. Apuntó hacia los troncos, por encima de las cabezas. Se oyó el estallido y la corteza reventó en los mopanis, dejando blancas heridas húmedas en la madera.
—¡No levanten la cabeza, myne heeren!
Reía otra vez con carcajadas histéricas y delirantes. Se obligó a contenerlas. De inmediato apareció ante él la cara de Manie, con sus bellos ojos de topacio rebosantes de lágrimas y un destello de sangre en el labio superior.
—Hijo mío —se lamentó—. ¡Oh Dios!, ¿cómo voy a vivir sin él?
Aun en ese momento no aceptaba el hecho de que estaba muriendo. Pero la negrura le llenó el cerebro; su cabeza cayó hacia delante, sobre el vendaje manchado de pus que le envolvía el brazo. El hedor de su propia carne putrefacta se convirtió en parte de las pesadillas delirantes, que seguirían atormentándole aun en la inconsciencia.
Volvió gradualmente a la realidad y notó que la luz del sol se había suavizado; el calor ya no era tan terrible. Una leve brisa abanicaba la cumbre. Lothar, jadeante, aspiró aquel aire fresco. Entonces adquirió conciencia de su sed y, con mano temblorosa, buscó la cantimplora. Hizo falta un esfuerzo enorme para retirar la tapa y llevársela a los labios. Al primer trago, la botella se le escapó de entre los dedos y el precioso líquido salpicó la pechera de su camisa; formó en la roca un charco que se evaporó casi de inmediato. Antes de que Lothar pudiera levantar la cantimplora, se había derramado casi medio litro; el accidente le dio ganas de llorar. Volvió a enroscar la tapa, cuidadosamente, y levantó la cabeza para escuchar.
Había hombres en la colina. Oyó el clásico crujido de una bota contra el granito. Entonces alargó la mano hacia una de las granadas. Con el fusil aún sobre el hombro, retrocedió arrastrándose y utilizó la roca como apoyo para levantarse. No podía mantenerse en pie sin ayuda; fue preciso que avanzara recostándose contra el pedrusco, cautelosamente, con la granada lista.
La cima estaba despejada; seguramente, aún trepaban por el acantilado. Contuvo el aliento para escuchar con todo su ser. Y lo oyó otra vez, a poca distancia: el roce de la tela contra el granito, la inhalación brusca e involuntaria de quien perdía pie y lo recobraba enseguida, apenas por debajo de la cumbre.
“Viene por detrás”, se dijo, como si se lo explicara a un niño. Cada pensamiento exigía un esfuerzo. “Un retraso de siete segundos para el detonador de la granada.” Se quedó mirando la incómoda arma que sostenía por la manivela.
—Es demasiado. Están muy cerca.
Levantó la granada y trató de tirar del seguro. Estaba como soldado por la herrumbre. Tiró gruñendo y el seguro se desprendió. Oyó el chasquido del activador y comenzó a contar.
—Ciento uno, ciento dos…
Al quinto segundo se inclinó para dejar caer la granada sobre el borde, rodando. Fuera de su vista, pero a poca distancia, alguien lanzó un gritó de advertencia:
—¡Es una granada!
Y Lothar rió salvajemente.
—¡Cómansela, chacales de los ingleses!
Les oyó resbalar y rodar en un intento de huir, y se preparó para el estallido. Sólo se oía el repiqueteo de la granada, que iba rebotando por la cuesta.
—¡Ha fallado! —Su risa se interrumpió abruptamente—. ¡Oh, maldita sea!
Y entonces, ruda y tardíamente, la granada estalló, muy abajo. Fue una explosión ruidosa, seguida por el silbido de las esquirlas contra la roca. Luego, el grito de un hombre.
Lothar cayó de rodillas y se arrastró hasta el borde para mirar sobre él. Había tres hombres uniformados en la pendiente; iban patinando hacia abajo. Apoyó el máuser en el saliente y disparó deprisa. Las balas dejaron marcas de plomo en la roca, muy cerca de los aterrorizados agentes, que se dejaron caer en los últimos metros y echaron a correr hacia los árboles. Uno de ellos estaba herido por las esquirlas; sus compañeros le llevaban casi a rastras.
Lothar se recostó, exhausto por el esfuerzo. Estuvo así casi una hora antes de poder reptar hacia el lado meridional de la cumbre. Echó un vistazo a los caballos muertos, tendidos al sol.
Ya tenían los vientres hinchados, pero las cantimploras seguían atadas a las sillas.
—El agua es el imán —susurró—. A estas alturas estarán sedientos de verdad. Lo siguiente será venir a por el agua.
Al principio creyó que la oscuridad era, otra vez, cosa de su mente. Pero cuando giró la cabeza para mirar hacia el oeste, vio el último destello anaranjado del ocaso. Se borró ante sus ojos. La súbita noche africana se cernía sobre ellos.
Permaneció tendido, alerta, esperando que fueran en busca del agua. Como tantas veces antes, se maravilló de los místicos sonidos que tiene la noche en África: la suave orquesta apagada de insectos y pájaros, el piar de los murciélagos y, en la planicie, el quejido del chacal o algún ladrido ocasional, ridículo, gruñón, del tejón nocturno. Era preciso descontar esas distracciones y tratar de percibir cualquier ruido humano en la oscuridad, directamente debajo del acantilado.
Sólo el tintineo de un estribo despertó su atención. Entonces arrojó la granada con un amplio movimiento del brazo hacia el abismo. La fuerte explosión le arrojó al rostro una bocanada de aire. A la luz de la súbita llama vio, allá abajo, las siluetas oscuras junto al caballo muerto. Distinguió a dos hombres, pero no estaba seguro de que no hubiera otros. Arrojó la segunda granada.
En el breve relámpago de luz anaranjada, les vio correr hacia los árboles, tan ligeros que no podían ir cargados con las cantimploras.
—Sudad, sudad —se burló.
Pero sólo le quedaba una granada. La sostuvo contra el pecho, como si se tratara de un raro tesoro. “Tengo que estar preparado para cuando vuelvan. No puedo permitir que se acerquen al agua.”
Hablaba en voz alta, y comprendió que era una señal del delirio. Cada vez que sentía el mareo levantaba la cabeza, tratando de centrar la vista en las estrellas.
—Tengo que resistir —se dijo seriamente—. Si al menos pudiera retenerles aquí hasta mañana a mediodía… —Trató de calcular tiempo y distancia, pero era demasiado para él—. Deben de haber pasado ocho horas desde que Hendrick y Manie se fueron. Seguirán marchando durante toda la noche. Ahora no estoy yo para retrasarles; pueden llegar al río antes del amanecer. Si al menos pudiera contener a esta gente por otras ocho horas, ellos estarían a salvo…
Pero el cansancio y la fiebre le abrumaron. Recostó la frente en la curva del codo.
—¡Lothar!
Era su imaginación, lo sabía, pero su nombre volvió a sonar.
—¡Lothar!
Levantó la cabeza, temblando por el frío de la noche y los recuerdos que esa voz convocaba. No respondería, no revelaría nada. Pero esperó ávidamente a que Centaine Courtney volviera a llamarle.
—Tenemos un herido, Lothar.
Calculó que ella estaba en el extremo del bosque. La imaginó decidida y valiente, con el pequeño mentón en alto, y los ojos oscuros…
—¿,Por qué te quiero todavía? —se dijo.
—Necesitamos agua para él.
Era extraño que su voz llegara tan clara. Hasta se podía distinguir la inflexión de su acento francés, que le conmovió por algún motivo. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¡Lothar! Voy a salir para traer el agua.
Su voz sonaba más cerca, más potente. Por lo visto, había abandonado el amparo de los árboles.
—Estoy sola, Lothar.
Debía de estar a medio camino, en la planicie abierta.
“¡Vuelve atrás!” Él quiso gritar, pero sólo emitió un murmullo. “Te lo advertí. Tengo que hacerlo.” Buscó a tientas la granada. “No puedo permitir que te lleves el agua. Tengo que hacerlo, por el bien de Manie.”
Enganchó el índice al anillo de la granada.
—He llegado al primer caballo —anunció ella—. Estoy cogiendo la cantimplora. Sólo una cantimplora, Lothar.
La tenía en su poder, ante la base del acantilado. No hacía falta lanzarla muy lejos. Bastaba con dejar caer la granada por el borde; volaría como por un tobogán, siguiendo la curva del acantilado, para aterrizar a los pies de la mujer.
Imaginó el destello de la explosión. Aquella carne dulce que le había acunado, que diera abrigo a su hijo, desgarrada y abierta por las esquirlas aguzadas. Pensó en lo mucho que la odiaba… y comprendió que la amaba por igual. Las lágrimas le cegaron.
—Ahora voy a volver, Lothar. Tengo una cantimplora —anunció ella.
En su voz, el hombre percibió la gratitud y el reconocimiento del lazo existente entre ambos, un vínculo que ningún hecho, ningún tiempo transcurrido podría cortar. Ella volvió a hablar, dejando caer la voz de tal modo que le llegó como un débil murmullo:
—Que Dios te perdone, Lothar De La Rey.
Después, nada más.
Aquellas palabras suaves le hirieron más hondo que ninguna otra frase pronunciada nunca por ella. Contenían algo definitivo, insoportable. Lothar dejó caer la cabeza en el brazo para sofocar el grito de desesperación que se elevaba por su garganta. Y la oscuridad se agitó en su cabeza, como las alas de un negro buitre, mientras se sentía caer, caer, caer…
—Ha muerto —dijo Blaine Malcomess, en voz baja, junto a la figura postrada. Habían trepado la cuesta por dos partes distintas, en la oscuridad. Al amanecer se lanzaron a la cima, en un ataque concertado, sólo para encontrarla sin defensores—. ¿Dónde están los otros?
El sargento Hansmeyer salió precipitadamente de entre los pedruscos.
—En la colina no hay nadie más, señor. Parece que escaparon.
—¡Blaine! —llamó Centaine, en tono de urgencia—. ¿Dónde estás? ¿Qué pasa? El la había obligado a permanecer al pie del kopje hasta que hubieran conquistado la cima. Aún no le había hecho señas de que subiera, pero allí estaba ella, apenas un minuto después del ataque.
—Aquí —le espetó. Y de inmediato, al verla correr hacia él—: Ha desobedecido una orden, señora.
Ella pasó por alto la acusación.
—¿Dónde están? —Se interrumpió al ver el cuerpo—. Oh, Dios, es Lothar —dijo, inclinándose junto a él.
—Conque éste es De La Rey. Bueno, temo que ha muerto. —¿Y los otros?
Centaine levantó la vista. Había estado esperando, con temor y expectación al mismo tiempo, encontrar allí al bastardo de Lothar; aún trataba de no llamar al niño por su nombre, ni siquiera para sí.
—Aquí no están. —Blaine sacudió la cabeza—. Se nos escaparon. De La Rey nos ha engañado y ya nos ha hecho perder bastante tiempo. Los otros huyeron. A estas horas deben de haber cruzado el río.
“Manfred”.
Centaine, capitulando, pensó en él llamándole por su nombre.
“Manfred, hijo mío.” La desilusión y la pérdida eran tan fuertes que la asustaron. Había esperado encontrarle allí, verle por fin. Contempló a su padre, y otras emociones, por largo tiempo sepultadas y reprimidas, revivieron en ella.
Lothar yacía con la cara oculta en el hueco de su codo. El otro brazo, envuelto en tiras de manta sucia, estaba extendido hacia fuera.
Le tocó en el cuello, bajo la oreja, buscando la carótida, y de inmediato soltó una exclamación; acababa de sentir el calor febril de la piel.
—Aún vive.
—¿Estás segura? —Blaine se sentó en cuclillas a su lado. Entre los dos pusieron a Lothar de espaldas. Así vieron la granada escondida debajo de él.
—Tenías razón —dijo el coronel, con suavidad—. Tenía otra granada. Anoche pudo matarte.
Centaine, estremecida, contempló aquella cara. Ya no era hermosa, dorada, valiente. La fiebre la había echado a perder. Las facciones se descomponían como las de un cadáver; el hombre estaba encogido y gris.
—Está muy deshidratado —dijo ella—. ¿Queda algo de agua en esa cantimplora?
Mientras Blaine se la hacía correr por la boca, ella retiró los harapos purulentos del brazo.
—Gangrena —dijo, reconociendo las líneas lívidas bajo la piel y el hedor de la carne putrefacta—. Hay que amputar este brazo.
Aunque su voz era firme y objetiva, le horrorizaba el daño que había causado. Parecía imposible que una simple mordedura hubiera podido provocar eso. Sus dientes eran uno de sus mejores rasgos; estaba orgullosa de ellos y los mantenía siempre limpios, blancos, muy cuidados. Ese brazo parecía haber sido atacado por un devorador de carroña, una hiena o un ardo.
—En Cuangar, sobre el río —dijo Blaine—, hay una misión leoplica portuguesa. Pero puede considerarse afortunado si llega allí con vida. Con un solo caballo en pie, todos necesitaremos suerte para llegar hasta el río. —Se incorporó—. Sargento, envíe a un hombre en busca del botiquín de emergencia. Que los otros revisen esta cima pulgada a pulgada. Se ha perdido un millón de libras en diamantes.
Hansmeyer se cuadró y salió apresuradamente, dando órdenes a sus agentes. Blaine volvió a caer junto a Centaine.
—Mientras esperamos el botiquín, sería conveniente revisarle las ropas y el equipo, por si tuviera consigo alguno de los diamantes robados.
—Es una remota posibilidad —dijo Centaine, con resignación—. Es casi seguro que los diamantes están en manos de su hijo y de ese rufián ovambo que le acompaña siempre. Y sin los rastreadores bosquimanos… —Se encogió hombros, manchada Blaine extendió sobre la roca la guerrera de Lothar, manchada de polvo, y comenzó a examinar las costuras, mientras Centaine limpiaba el brazo herido del enfermo y le ponía vendajes limpios.
—Nada, señor —informó Hansmeyer—. Hemos revisado esta colina saliente por saliente, grieta por grieta.
—M bien, sargento. Ahora tendremos que bajar a este individuo sin que se nos caiga y se rompa la cabeza.
—No será porque no lo merece.
Blaine sonrió.
—Lo merece, pero no es cuestión de privar al verdugo de sus cinco guineas, ¿verdad, sargento?
Una hora después estaban listos para partir. Lothar De La Rey iba atado a una litera de arrastre, hecha con ramas de mopani y atada al único caballo libre. El agente herido, con la metralla aún clavada en el hombro, se instaló en la montura de Centaine.
Una vez que la columna reinició la marcha hacia el norte, rumbo al río, la mujer permaneció al pie del kopjea; Blaine retrocedió para acercarse a ella y le cogió la mano.
Centaine suspiró, reclinándose apenas contra su hombro.
—Oh, Blaine, cuántas cosas han terminado para mí en este páramo olvidado de Dios, en esta roca desnuda…
—Creo que comprendo lo mucho que representa la pérdida de los diamantes.
—¿Lo crees, Blaine? Yo no. Ni siquiera yo misma puedo comprenderlo todavía. Todo ha cambiado, hasta mi odio por Lothar…
—Aún tenemos una posibilidad de recobrar las piedras.
—No, Blaine. Los dos sabemos que no hay ninguna oportunidad. Los diamantes han desaparecido.
Él no trató de negarlo; tampoco le ofreció falsos consuelos.
—Lo he perdido todo, todo lo que gané con tanto trabajo, para mí y para mi hijo. Todo se ha ido.
—No me di cuenta… —Él se interrumpió para mirarla con pena, con profunda preocupación—. Tenía entendido que esta pérdida sería un golpe duro, pero ¿todo? ¿Tan mal está la cosa?
—Sí, Blaine —respondió ella, simplemente—. Todo. No lo perderé de forma instantánea, por supuesto, pero ahora todo el edificio comenzará a derrumbarse. Lucharé por mantenerlo en pie; pediré prestado y suplicaré para que me otorguen nuevos plazos, pero he perdido los cimientos. Un millón de libras, Blaine, es una enorme suma de dinero. Trataré de postergar lo inevitable durante algunos meses, tal vez un año, pero cada vez será más rápida la caída, como la de un castillo de naipes, y al final todo se derrumbará a mi alrededor.
—No soy pobre, Centaine —empezó él—. Podría ayudarte.
Ella alargó una mano para ponerle un dedo sobre los labios.
—Hay una cosa que te pediría, sólo una —susurró—. Dinero, no… pero en los días venideros necesitaré algún consuelo. No con mucha frecuencia; sólo cuando me sienta muy mal.
—Me tendrás cada vez que me necesites, Centaine. Te lo prometo. Bastará con que me llames.
—Oh, Blaine… —Giró hacia él—. Si al menos…
—Sí, Centaine.
Y la tomó en sus brazos. No había culpa ni miedo; hasta la terrible amenaza de la ruina y la miseria que pendía sobre ella parecía desvanecerse cuando estaba entre sus brazos.
—No me importaría volver a ser pobre, si al menos te tuviera siempre conmigo.
Y él no pudo responder. En su desesperación, inclinó la cabeza para cubrirle los labios con su boca.
El médico de la Misión de Cuangar, un sacerdote portugués, amputó el brazo de Lothar De La Rey a cinco centímetros por debajo del codo. Operó a la fuerte luz blanca de una lámpara de petróleo, mientras Centaine, a su lado, sudaba bajo la mascarilla de cirugía; respondía a los pedidos que el médico hacía en francés y trataba de no quedar petrificada de horror ante el ruido del serrucho y el sofocante hedor a cloroformo y gangrena.
Sola en la choza que se le había asignado, bajo la gasa fantasmal del mosquitero, aún sentía el sabor en el fondo de la garganta. El olor de la gangrena parecía haber impregnado su piel y su cabellera. Rezó por no tener que respirarlo nunca más, por no verse obligada a vivir una hora tan horrible como la que había pasado, viendo cómo amputaban el brazo del hombre que en otros tiempos había amado y se convertía en un inválido ante sus propios ojos. La plegaria fue en vano. Al mediodía siguiente, el médico sacerdote murmuró, apenado:
—Désolé, mais j’ai manqué l’infection. Il faut couper encore une fois. Lo siento, pero la infección se me ha escapado. Hay que cortar una vez más.
La segunda vez, puesto que ella sabía lo que le esperaba, resultó aún peor que la primera. Tuvo que clavarse las uñas en la palma de las manos para no desmayarse, mientras el médico tomaba el reluciente serrucho de plata y cortaba el húmero descubierto de Lothar, a pocos centímetros del hombro.
Durante los tres días siguientes, Lothar permaneció en un pálido estado de coma; ya parecía haber pasado la frontera entre la vida y la muerte.
—No puedo decir nada. —El sacerdote respondía encogiéndose de hombros a las desesperadas preguntas de Centaine—. Ahora todo está en manos del buen Dios.
Por fin, al atardecer del tercer día, los ojos amarillos de zafiro hundidos entre profundas ojeras giraron hacia ella, que entraba a la cabaña. Ella notó que la reconocían por un segundo antes de volver a cerrarlos.
Sin embargo, pasarían dos días más antes de que el sacerdote permitiera a Blaine Malcomess entrar en la choza. Blaine puso al herido bajo arresto formal.
—Mi sargento se quedará aquí para vigilarle hasta que el padre Paulus declare que está en condiciones de viajar. Entonces se lo llevará en barco hasta el puesto fronterizo de Runtu, bajo custodia estricta, y desde allí, por tierra, hasta Windhoek, donde será sometido a juicio.
Lothar permaneció recostado contra la cabecera, pálido y esquelético. El muñón, con su turbante de gasa y la punta manchada de yodo, parecía una aleta de pingüino. Miró a Blaine sin expresión. Bueno, De La Rey, no necesito decirle que necesitará mucha suerte para escapar de la horca. Pero conseguiría una buena posibilidad de clemencia si nos dijera dónde ocultó los diamantes o qué hizo con ellos.
Esperó casi un minuto; resultaba difícil no dejarse irritar por aquella inexpresiva mirada amarilla.
—¿Comprende lo que estoy tratando de decirle, De La Rey? —preguntó, rompiendo el silencio.
Lothar giró la cabeza y perdió la vista por la ventana sin vidrios, en dirección al río.
—Usted tiene que saber que soy el administrador del territorio. Está en mis facultades revisar su sentencia, y el ministro de Justicia no dejaría de acceder a mi recomendación de clemencia. No sea tonto, hombre. Entregue los diamantes. Allá adonde va no le servirán de nada. A cambio, le garantizo la vida.
Lothar cerró los ojos.
—Muy bien, De La Rey. Nos hemos comprendido. No espere misericordia de mí. —Llamó al sargento Hansmeyer—. Sargento, el prisionero no tendrá ningún privilegio. Se le mantendrá bajo custodia noche y día, las veinticuatro horas, hasta que usted lo entregue a las autoridades correspondientes, en Windhoek. Le hago directamente responsable. ¿Comprende?
—Sí, señor. —Hansmeyer se puso firme.
—Vigílelo, Hansmeyer. Quiero arreglar cuentas con este hombre. No se imagina cuánto.
Blaine salió de la choza a grandes pasos para bajar a la ribera, donde Centaine, a solas, estaba sentada a la sombra del techo de paja. Se dejó caer en una silla de campaña, a su lado, y encendió un puro. Inhaló el humo, lo retuvo por un instante y lo despidió con fuerza, furioso.
—Ese hombre es intransigente —dijo—. Le ofrecí mi clemencia personal a cambio de tus diamantes. Ni siquiera se dignó responderme. No tengo autoridad para ofrecerle el perdón, pero créeme que no hubiera vacilado. Tal como están las cosas, no puedo hacer nada más. —Dio otra calada con la vista clavada en el otro lado del ancho río verde—. Juro que pagará por lo que te ha hecho. Lo pagará muy caro.
—Blaine… —Ella apoyó ligeramente una mano en el musculoso antebrazo—. El rencor es una emoción despreciable para un hombre de tu estatura.
Él la miró de reojo y, a pesar de su enfado, sonrió.
—No me crea demasiado noble, señora. Seré muchas cosas, pero santo no.
Cuando sonreía de ese modo cobraba un aspecto juvenil, salvo en la expresión malintencionada de sus ojos verdes y en el conmovedor ángulo de sus grandes orejas.
—Oh lá lá, señor, sería divertido poner a prueba los límites de su nobleza y su santidad… un día de éstos.
Él rió entre dientes, encantado.
—Una propuesta desvergonzada… pero interesante. —Y volvió a ponerse serio—. Sabes, Centaine, que no debería haber participado en esta expedición. En este momento estoy descuidando lamentablemente mis funciones y es seguro que he provocado la justificada ira de mis superiores. Debo volver a mi despacho en cuanto pueda. Me he puesto de acuerdo con el padre Paulus para que unos remeros nos lleven en canoa río abajo, hasta el puesto fronterizo de Runtu. Espero que allí podamos solicitar un camión policial. Hansmeyer y sus agentes se quedarán para custodiar a De La Rey y llevarle a Windhoek en cuanto esté en condiciones.
Ella asintió.
—Sí, también yo debo regresar para juntar los pedazos y rellenar las grietas.
—Podemos partir mañana, en cuanto raye el día.
—Blaine, me gustaría hablar con Lothar… con De La Rey, antes de partir. —Como él vacilara, añadió, convincente—: Unos pocos minutos a solas con él, Blaine, por favor. Es importante para mí.
Centaine se detuvo en el vano de la puerta, mientras su vista se acostumbraba a la penumbra de la choza. Lothar estaba incorporado en la cama, desnudo hasta la cintura, con una sencilla manta cubriéndole las piernas. Estaba flaco y pálido; la infección había consumido la carne de los huesos y sus costillas asomaban como perchas.
—Sargento Hansmeyer, ¿quiere dejarnos a solas un minuto? —pidió Centaine, haciéndose a un lado.
Al pasar junto a ella, el hombre le dijo en voz baja:
—Si me necesita, no tiene más que llamarme, señora.
En el silencio que siguió, Centaine y Lothar se miraron fijamente. Fue ella quien, cediendo, habló en primer lugar.
—Si querías arruinarme, lo has conseguido —dijo.
Él agitó el muñón del brazo amputado, en un gesto que resultó, a un tiempo, patético y obsceno.
—¿Quién ha arruinado a quién, Centaine?
Ella bajó la vista.
—¿No me darías, al menos, una parte de lo que me has robado? —preguntó. ¿En recuerdo de lo que compartimos hace tiempo?
Lothar no respondió. En cambio, alzó la mano para tocarse la antigua cicatriz del pecho. Ella hizo una mueca de dolor, pues había sido ella quien le disparó ese balazo con una Luger, en el momento del desencanto y la repulsión.
—Es el niño quien tiene los diamantes, ¿verdad? —preguntó—. Tu… —Iba a decir: “Tu bastardo”, pero lo cambió—. ¿Tu hijo? —Lothar permaneció en silencio. Ella añadió, impulsiva: —Nuestro hijo, Manfred.
—Nunca pensé que te oiría decirlo. —Al enfermo le fue imposible disimular el placer en la voz—. ¿Recordarás que es hijo nuestro, concebido por amor, cuando sientas la tentación de aniquilarlo como a mí?
—¿Por qué piensas que podría hacer eso?
—Porque te conozco, Centaine.
—No. —Ella sacudió la cabeza con vehemencia—. No me conoces.
—Si se interpone en tu camino, lo aniquilarás —replicó el, secamente.
—¿Lo crees así de verdad? —Centaine lo miraba fijamente—. ¿Me crees tan implacable, tan rencorosa como para vengarme de mi propio hijo?
—Nunca lo has reconocido como tal.
—Ahora sí. Me has oído hacerlo más de una vez en los últimos minutos.
—¿Es una promesa de que no le harás daño?
—No necesito prometértelo, Lothar De La Rey. Lo digo, simplemente. No haré daño a Manfred.
—Y esperas algo a cambio, naturalmente —denunció él, inclinándose hacia delante.
Respiraba con dificultad, sudaba en el esfuerzo de superar su debilidad física. Su transpiración olía agria y rancia en el penumbroso encierro de la cabaña.
—Me ofrecerías algo a cambio? —preguntó ella, en voz baja.
—No. ¡Nada! —Lothar se dejó caer otra vez contra el respaldo, exhausto, pero desafiante—. Quiero ver cómo retiras tu promesa.
—No hice ninguna promesa —observó ella, sin alzar la voz—. Pero lo repito: Manfred, nuestro hijo, está a salvo en lo que a mí respecta. Jamás haré deliberadamente nada que pueda perjudicarle. Sin embargo, no puedo decir lo mismo con respecto a ti. —Giró la cabeza para llamar a Hansmeyer—. Gracias, sargento. Hemos terminado nuestra conversación.
Y se incorporó para marcharse.
—Centaine —exclamó él, débilmente.
Quería decirle: “Tus diamantes están en la grieta del kopje, en la cumbre.” Pero cuando ella volvió la mirada, se limitó a murmurar:
—Adiós, Centaine. Por fin, todo ha terminado.
El Okavango es uno de los ríos más bellos de África. Nace en las tierras altas de la meseta de Angola, a más de mil doscientos metros de altura, y corre con rumbo sur y este, en un torrente de agua verde, ancho y profundo, que parece capaz de llegar al océano, por lo veloz y decidido de su corriente. Sin embargo, es un río interior, que desagua primero en los mal llamados Pantanos de Okavango, una vasta zona de lúcidas lagunas y bancos de papiros, sembrada de islotes en los cuales se alzan graciosas palmeras y grandes higueras salvajes. Más allá, el río vuelve a emerger, pero menguado y débil, para entrar en la desolación del desierto del Kalahari, donde desaparece para siempre bajo esas arenas eternas.
La parte del río donde se embarcaron Centaine y Blaine estaba por encima de los pantanos, donde el torrente corría en toda su magnitud. La embarcación era un mukoro nativo: una canoa tallada en un tronco de árbol, que superaba los seis metros de largo, redondeado, pero no del todo recto.
—“El búho y el gatito se hicieron a la mar en un barquito con forma de platanito” —citó Blaine.
Centaine rió, algo temerosa, hasta comprobar que los remeros conducían magistralmente aquella deforme embarcación. Eran dos cordiales gigantes de la tribu ribereña, negros como el carbón. Poseían el equilibrio de los gimnastas; sus cuerpos forjados y encallecidos habían logrado la perfección griega, tras toda una vida de blandir los remos y las largas lanzas. En la proa y en la popa, cantando su melodiosa canción de trabajo, dirigían el inestable navío con una naturalidad serena, casi instintiva.
En el medio de la canoa, Blaine y Centaine descansaban sobre almohadones de cuero crudo, rellenos con las esponjosas semillas de los juncos de papiro. La estrechez de la embarcación les obligaba a sentarse en hilera. Blaine iba delante, con el Lee Enfield cruzado sobre las rodillas, listo para descorazonar a cualquiera de los numerosos hipopótamos que infestaban el río.
—Es el animal más peligroso de África —dijo a Centaine.
—Qué me dices de los leones, los elefantes y las serpientes venenosas? —le desafió ella.
—El viejo hipopótamo liquida a dos seres humanos por cada uno de los que matan las otras especies juntas.
Era la primera incursión de Centaine por esa zona. Ella era hija del desierto; no conocía el río ni los pantanos; no estaba familiarizada con la vida ilimitada que ellos mantenían. Blaine, por el contrario, los conocía bien. Había sido enviado por primera vez mientras formaba parte de la fuerza expedicionaria del general Smuts, en 1915, y desde entonces había vuelto con frecuencia para cazar o para estudiar la vida silvestre de la región. Parecía reconocer a todos los animales, los pájaros, las plantas, y tenía cien anécdotas, auténticas o apócrifas, con las cuales entretener a su compañera.
El humor del río cambiaba constantemente; en algunos lugares se tornaba estrecho y fluía por aberturas flanqueadas de roca; entonces la larga canoa volaba como una lanza. Los remeros la dirigían por entre salientes de colmillos rocosos, en los que la corriente se partía o se levantaba en jorobas; con delicados toques de los remos los llevaban a través de espumosos remolinos, hasta el siguiente tramo volador, donde la superficie se moldeaba como vidrio veneciano verde, en olas inmóviles, gracias a su propio impulso. Centaine lanzaba exclamaciones ahogadas de terror y entusiasmo, como un niño en una montaña rusa. Después emergían en tramos amplios y de poca profundidad donde la corriente chocaba contra islotes y bancos de arena, bordeada por anchas llanuras aluviales; allí pastaban los búfalos salvajes, animales enormes de aparente indolencia, negros como el demonio y cubiertos de barro seco; sus grandes cuernos caían luctuosamente sobre las orejas en forma de trompeta; hundidos hasta el vientre en la planicie aluvial, levantaban los hocicos negros con cómica curiosidad, para verles pasar.
—¡Blaine! ¿Qué son esos animales? No los he visto nunca.
—Lechwe. No los hallarás más al sur.
Había grandes rebaños de esos robustos antílopes de agua, cuyo pelaje rojo es áspero y duro; los machos medían un metro y medio de altura y lucían largos cuernos recurvados. Las hembras, sin cuernos, eran peludas como juguetes de niño. Tan apretados eran los rebaños que, al huir de la presencia humana, agitaban el agua hasta hacerla tronar como una locomotora de vapor pasando a distancia.
En casi todos los árboles altos de las orillas había parejas de águilas pescadoras, cuyas cabezas blancas brillaban al sol. Al pasar el mukoro, echaban el pico atrás, hinchando el cuello para emitir su extraño gemido.
En los níveos bancos de arena se recortaban las siluetas largas de los cocodrilos, feos y malignos. Se levantaban sobre las patas cortas y deformes para caminar velozmente hasta el borde del agua y deslizarse bajo la superficie, dejando fuera sólo a las salientes gemelas de sus escamosas cejas.
En los bajíos, a Centaine le llamaron la atención grupos de piedras redondeadas, de color gris oscuro, con un pálido matiz rosa. No los reconoció hasta que Blaine lanzó una advertencia:
Cuidado!
Los remeros giraron de dirección en el momento en que uno de esos enormes pedruscos se movió y una cabeza del tamaño de un tonel emergió con la boca abierta y roja; las poderosas mandíbulas enseñaban colmillos de marfil amarillento. Les saludó con el bramido sarcástico de un dios enloquecido.
Blaine cambió el fusil de posición.
—No te dejes conquistar por ese “ja ja ja” tan jovial —dijo a Centaine, mientras lo cargaba.
En ese momento el hipopótamo macho se lanzó hacia ellos por la parte de abajo, batiendo el agua hasta hacer espuma blanca con sus majestuosos movimientos. Con su carcajada áspera y amenazadora y las fauces abiertas, entrechocaba los largos colmillos curvos que podían segar como hoces los gruesos tallos de papiro fibroso, o hacer pedazos los frágiles flancos del mukoro, o cortar en dos a un nadador, con idéntica facilidad.
La canoa avanzó con los largos y poderosos golpes de remo de los dos nativos, pero el hipopótamo ganaba distancia con rapidez. Blaine se levantó de un salto, haciendo equilibrios con el inestable navío. Apoyó la culata en su hombro y disparó, con tanta celeridad que los ecos se fundieron en uno solo. Centaine se encogió bajo el relampagueo de los disparos y miró hacia atrás. Esperaba ver el impacto de las balas contra la gran cabeza gris, arrancando chorros de sangre entre los ojuelos vidriosos y enrojecidos. Pero Blaine había apuntado a la frente de la bestia. Las orejas se torcieron, aleteando como alas de pájaro ante el silbido de la bala. El macho detuvo su ataque y quedó inmóvil, asomando apenas la cabeza por encima de la superficie; parpadeaba rápidamente, en cómica estupefacción. El mukoro se alejó a toda velocidad, y el hipopótamo se sumergió, con un enorme torbellino de agua verde, como para cubrir su bochorno por su actuación tan poco efectiva.
—¿Estás bien, Centaine? —preguntó Blaine, bajando el fusil.
—Eso fue algo escalofriante —respondió ella, tratando de mantener la voz serena, pero con poco éxito.
—No tan peligroso como parecía. Mucho sonido y furia, pero poca intención mortífera —sonrió él.
—Me alegro de que no lo hayas matado.
—No tenía sentido convertir al pobre viejo en cuatro toneladas de carroña y dejar viudas a veinte hembras gordas.
—¿Por eso nos persiguió? ¿Para proteger a sus hembras?
—Probablemente, pero nunca se sabe, tratándose de animales salvajes. Tal vez una de las hembras esté pariendo, o quizá tenga recuerdos desagradables de los cazadores humanos, o simplemente se sintió audaz.
Esa frialdad ante la crisis había impresionado a Centaine casi tanto como su muestra de humanidad al no matar a la bestia.
“Sólo las colegialas adoran a sus héroes”, se dijo, con firmeza, mientras la canoa proseguía su rápida marcha. Pero se descubrió estudiando los anchos hombros de Blaine y el modo en que sostenía la cabeza. El pelo oscuro dejaba al descubierto el cuello, fuerte, aunque no grueso; sus proporciones eran agradables, exceptuando las orejas. Eran demasiado grandes, y las puntas se ponían rosadas cuando el sol parecía brillar a través de ellas. Centaine sintió un impulso casi irresistible de inclinarse para besar la piel suave, allí en su nacimiento, pero se dominó con una risita.
Él se volvió para preguntar, mientras sonreía:
—¿Dónde está el chiste?
—Toda muchacha se siente débil y ríe como una tonta cuando el Príncipe Azul la salva del dragón y de sus llamaradas. —Animales míticos, los dragones.
—No te rías —le reprochó ella—. Aquí todo es posible, hasta los dragones y los príncipes. Es la tierra de Nunca Jamás. Santa Claus y el hada buena esperan tras el próximo meandro.
—Estás un poco loca. ¿Lo sabías?
—Sí, lo sabía. Y debo advertirte que es contagioso.
—Tu advertencia llega demasiado tarde. —El meneó la cabeza, tristemente—. Creo que ya me he contagiado.
—Me alegro. —Y Centaine, cediendo a su capricho, se inclinó para besar el punto blando, detrás de la oreja.
Él se estremeció teatralmente.
—Mira lo que has hecho —dijo, enseñándole el vello erizado de los brazos—. Debes prometerme que no volverás a hacerlo. —Al igual que tú, nunca hago promesas.
Centaine vio la rápida sombra de culpabilidad en sus ojos y se maldijo por haber estropeado el clima con aquella alusión a la falta de compromiso entre ambos. Trató de recuperar el humor, exclamando:
Oh, Blaine, mira esos pájaros! No son reales, ¿verdad? Eso demuestra que tengo razón: es la tierra de Nunca Jamás.
Pasaban junto a un alto barranco de arcilla roja, brillante como una naranja sanguínea, perforado por miles de aberturas perfectamente redondas. Contra la faz vertical pendía una nube viviente de pájaros de maravillosos colores, que entraban y salían como flechas de aquellas madrigueras.
—Abejarucos —dijo Blaine, compartiendo su asombro ante la gloria de aquellos dardos, en rosado flamígero y azul turquesa, de alas puntiagudas como estiletes—. Son tan ultraterrenos que empiezo a creerte. Tal vez hemos atravesado el espejo, después de todo.
A partir de entonces hablaron poco. Sin embargo, el silencio parecía unirles aún más. Sólo volvieron a tocarse una vez, cuando Centaine apoyó la palma en el lado del cuello de Blaine. Por un momento, él le cubrió la mano con la suya, en un intercambio suave y fugaz. Luego dio una breve orden al principal de los remeros.
—Qué pasa, Blaine? —preguntó ella.
—Le dije que busque un buen sitio para acampar hasta mañana.
—No es demasiado temprano? —Centaine levantó la vista al sol.
—Sí. —Él se volvió para mirarla, con una sonrisa casi tímida.
—Pero estoy tratando de batir el récord.
—¿Qué récord?
—El viaje más lento entre Cuangar y Runto.
Eligió una de las islas grandes. El banco de arena blanca se plegaba sobre sí mismo, formando una laguna secreta, clara, verde, protegida por los altos papiros ondulantes. Mientras los dos remeros amontonaban leña para el fuego y cortaban frondas de papiro para hacer un refugio, Blaine recogió su fusil.
—¿Adónde vas? —preguntó Centaine. A ver si consigo un antílope para la cena.
—Oh, Blaine, por favor, no mates nada. Hoy no. Es un día especial.
—¿No estás cansada de la carne en conserva?
—Por favor —insistió ella.
Blaine dejó el arma con una sonrisa, moviendo melancólicamente la cabeza, y fue a verificar que las chozas estuvieran listas y las mosquiteras extendidas en cada cama. Satisfecho, despidió a los remeros, que subieron al mukoro.
—¿Adónde van? —preguntó Centaine, al verles impulsarse hacia la corriente.
—Les ordené que acamparan en tierra firme —respondió Blaine. Los dos apartaron la vista, súbitamente azorados, tímidos, muy conscientes del aislamiento en que los dejaba la canoa al marcharse. Centaine se volvió y regresó al campamento. Se arrodilló junto a las alforjas, que contenían su único equipaje, y dijo, sin mirar a su compañero: Voy a nadar en la laguna.
Tenía en la mano una pastilla de jabón amarillo.
—¿Algún último mensaje para la familia?
—¿Por qué? Estamos en el río Okavango, Centaine. Aquí los cocodrilos devoran a las niñas como aperitivo. Podrías montar guardia con el fusil. —Encantado.
—¡Y con los ojos cerrados! Con lo cual no se cumpliría el objetivo, ¿no te parece?
Estudió la orilla de la laguna y halló un sitio de poca profundidad, bajo un saliente de roca negra, pulido por el agua; el fondo era de arena blanca, y cualquier cocodrilo que se aproximara sería claramente visible. Se instaló en la roca más alta, con el Lee Enfield cargado y sin seguro.
—Confío en que seas hombre de honor y no espíes —le advirtió ella en la playa.
Blaine se concentró en una bandada de gansos que aleteaba con pesadez, cruzando el sol poniente, pero tenía aguda conciencia del susurro que emitían las ropas al caer. Oyó el rumor del agua y una pequeña exclamación de frío. Luego:
—Está bien, ahora puedes vigilar por si aparecen cocodrilos. Ella estaba sentada en el fondo arenoso; asomaba sólo la cabeza del agua, de espaldas a él, con el pelo recogido sobre la coronilla. —Es delicioso. Tan fresco…
Le sonrió por encima del hombro, y él vio un brillo de piel blanca a través del agua verde. No estaba seguro de soportar el ardor del deseo. Sabía que ella le estaba provocando deliberadamente, pero no podía resistirse sin endurecerse contra sus tretas.
Isabella Malcomess había sido arrojada por el caballo hacía casi cinco años; desde entonces no mantenían relaciones sexuales. Lo habían intentado una vez, pero él no soportaba el recuerdo del tormento y la humillación sufridos por ambos ante el fracaso.
Tenía un cuerpo saludable y un gran apetito de vida. Había puesto toda su fuerza y su determinación en adquirir la disciplina de esa existencia monástica y antinatural, hasta triunfar sobre sí mismo. Por eso no estaba preparado para la salvaje irrupción de todos aquellos deseos e instintos sojuzgados.
—Cierra los ojos otra vez —pidió ella, alegremente—. Voy a ponerme de pie para enjabonarme.
Él no pudo responder; apenas le fue posible contener el quejido que le subía al cuello y mantener la vista fija en el arma cruzada sobre su regazo.
De pronto, Centaine gritó, aterrorizada:
—¡Blaine!
En el mismo instante, él se levantó de un salto. Centaine estaba con el agua hasta los muslos; las ondas verdes lamían la profunda hendidura de sus nalgas pequeñas y redondas. La curva desnuda de sus caderas se estrechaba en una cintura diminuta. Su espalda y sus hombros, exquisitamente esculpidos, estaban rígidos de espanto.
El cocodrilo venía desde el agua profunda, agitando violentamente el largo rabo; el odioso hocico blindado abría una aguda flecha de pequeñas olas. Ese reptil era casi tan largo como el mukoro; seis metros de punta a punta.
—¡Corre, Centaine, corre! —aulló él.
La mujer giró en redondo y huyó en su dirección, pero el reptil avanzaba velozmente, como un caballo a todo galope, abriendo el agua en surcos agitados detrás de sí. Centaine estaba en la línea de fuego.
Blaine saltó desde la roca y se metió en el agua, hundiéndose hasta la rodilla para salir al encuentro de la mujer, con el fusil contra el pecho.
—¡Abajo! —le gritó—. ¡Arrójate!
Ella reaccionó de inmediato, lanzándose de cabeza hacia delante, mientras él disparaba por encima de su espalda, sin tiempo de apuntar, pues el cocodrilo estaba casi sobre su presa.
La bala chasqueó contra las escamas blindadas del horrible cráneo. El reptil arqueó el lomo y salió del agua con un estallido; empapó a Blaine y cubrió a Centaine con una ola de espuma. Erguido sobre su enorme cola, agitaba desesperadamente las patas delanteras, demasiado pequeñas, dejando al descubierto el vientre claro, donde las escamas formaban diseños simétricos; el hocico puntiagudo apuntaba al cielo. Con un bramido, cayó hacia atrás.
Blaine arrastró a Centaine hasta levantarla y, rodeándola con un brazo, retrocedió hacia la playa, mientras mantenía el fusil apuntando con la mano libre, como si fuera una pistola. El cocodrilo se debatía entre monstruosas convulsiones; su cerebro primitivo había sido perforado por la bala. Se revolcó en círculos erráticos y descontrolados, abriendo y cerrando las fauces hasta que los dientes mellados resonaron como un portón de acero, cerrado por un fuerte viento.
Blaine empujó a Centaine para ocultarla con su cuerpo y levantó el fusil con las dos manos. Sus balas resonaron contra la cabeza escamosa, arrancando trozos de carne y hueso, mientras la cola del reptil se agitaba débilmente. Por fin, el animal se sumergió tras el banco de arena, subió en un postrer remolino y desapareció definitivamente.
Centaine temblaba de espanto; los dientes le castañeteaban tanto que apenas podía hablar.
—Horrible… ¡oh, qué monstruo más horrible! —Se lanzó al pecho de Blaine, apretándose a él—. ¡Oh, Blaine, qué miedo tuve!
Tenía la cara apoyada en el torso del hombre y su voz sonaba incomprensible. Él trató de calmarla.
—Ya pasó todo. Tranquila, querida mía. Ya pasó todo. Ya se fue.
Apoyó el fusil contra las rocas y la envolvió con sus brazos acariciándola para serenarla. Al principio no hubo pasión; de la misma manera habría abrazado a una de sus hijas, asustada de noche por una pesadilla. Pero enseguida tomó conciencia de la suave piel desnuda, húmeda bajo sus manos. Podía percibir cada plano de aquella espalda, las leves curvas del músculo de cada lado de la columna dorsal. No pudo dejar de seguir con la punta de los dedos el cordón de la espina. Era como una sarta de perlas bajo la piel, y la si guió hasta abajo, hasta donde desaparecía en la división de sus nalgas, pequeñas y duras. Centaine se había quedado en silencio; respiraba entre sollozos ahogados, pero ante sus caricias arqueó la espalda como un gato, inclinando la pelvis hacia él. Blaine tomó sus nalgas y las atrajo hacia sí. Ella no se resistió; por, e contrario, todo su cuerpo se lanzó hacia delante, a su encuentro.
—Blaine.
Dijo su nombre y levantó la cara.
Él la besó salvajemente, con la furia del hombre honorable que se siente incapaz de respetar sus propios votos. Se estrecharon mutuamente, cada uno respirando el aliento del otro, enredando las lenguas, acariciándose y presionando, hasta tal punto que estuvieron a punto de sofocarse con tanto fervor.
Ella se apartó.
—Ahora —tartamudeó. Tiene que ser ahora. Blaine la alzó en brazos, como a una criatura, y corrió con ella por la arena blanca, hasta el refugio. Cayó de rodillas ante el colchón de papiro y la depositó suavemente en la manta que lo cubría.
—Quiero mirarte —murmuró, sentándose sobre los talones.
Pero ella se incorporó, buscándole con los brazos.
—Después. No puedo esperar. Por favor, Blaine. Oh, Dios, que sea ahora…
Arrancó los botones de su camisa, entorpecido por la prisa. Se quitó a tirones la camisa empapada y la arrojó a un lado. Centaine volvió a besarle, ahogándole, mientras los dos forcejeaban con la hebilla del cinturón, estorbándose mutuamente, entre locas risas y jadeos, chocando las narices y magullándose los labios con los dientes.
—Oh, Dios, apresúrate.
Él se apartó bruscamente, saltando sobre un solo pie para quitarse los pantalones mojados, que se adherían a las piernas. Se le veía torpe y poco atractivo; estuvo a punto de caer en la arena blanca, y ella rió hasta quedar sin aliento, deseando a ese hombre divertido, hermoso y ridículo. Si se demoraba un segundo más, algo estallaría dentro de ella, matándola.
—Oh, Blaine, por favor… ven pronto.
Por fin estuvo tan desnudo como ella. En cuanto se acercó, Centaine le cogió por el hombro con una mano y cayó hacia atrás, abriendo las rodillas y levantándolas, mientras le buscaba con la otra mano para guiarlo.
—Oh, Blaine, eres tan… Oh, sí, así, no puedo… quiero gritar…
—¡Grita! —la alentó él, mientras empujaba, meciéndose encima de ella—. Aquí nadie puede oírte. ¡Grita por los dos!
Y ella abrió la boca para liberar toda su soledad, su deseo, su incrédulo regocijo, en un crescendo al que se sumó la voz de Blaine, que rugía locamente con ella, en el momento más intenso y devastador de su existencia. Más tarde, ella lloró en silencio sobre su pecho desnudo. Blaine, desconcertado, preocupado, balbuceó:
—He sido demasiado brusco. ¡Perdóname! No quería hacerte daño.
Centaine sacudió la cabeza y se tragó las lágrimas.
—No, no me hiciste ningún daño. Fue lo más hermoso…
—Entonces ¿por qué lloras?
—Porque todo lo bueno parece tan fugaz… Cuanto más maravilloso, más pronto se va. Y los malos tiempos, en cambio, parecen durar toda la eternidad.
—No pienses así, pequeña mía.
—No sé cómo voy a seguir viviendo sin ti. Hasta ahora ha sido un infierno, pero esto lo hará mil veces peor.
—Y yo no sé de dónde voy a sacar fuerzas para alejarme de ti —susurró él, a su vez—. Será lo más difícil que haya debido hacer en mi vida.
—¿Cuánto tiempo nos queda?
—Un día más. Después llegaremos a Rundu.
—Cuando era niña, mi padre me regaló un broche de ámbar, con un insecto engarzado en él. Ojalá pudiéramos conservar así este momento, capturarlo eternamente en el ámbar precioso de nuestro amor.
La separación fue un proceso gradual, en vez de un misericordioso golpe de guillotina. En los días siguientes, una lenta intromisión de sucesos y personas les fue apartando, de tal modo que sufrieron cada pequeño desgarrón en todo su detallado tormento.
Desde la mañana en que llegaron al puesto fronterizo de Rundu, donde se presentaron al sargento de policía que estaba de servi cio, los desconocidos parecieron rodearles sin cesar. Debían estar siempre en guardia; cada mirada que pasaba entre ellos, cada palabra, cada caricia robada hacía más temible la inminente separación. Y el torturante proceso quedó terminado sólo cuando el polvoriento camión policial los transportó, a lo largo de los últimos kilómetros, hasta la ciudad de Windhoek.
Allí los esperaba el mundo: Isabella, adorable y trágica en su silla de ruedas; sus hijas, burbujeantes de risa, traviesas y encantadoras como elfos, compitiendo por los abrazos del padre; el jefe de policía, el secretario territorial, bandadas de pequeños funcionarios, periodistas y fotógrafos. Twentyman-Jones y Abe Abrahams; sir Garry y lady Courtney, que había viajado apresuradamente desde su finca de Ladyburg, al enterarse del robo. Montones de mensajes de solidaridad y felicitación, telegramas del primer ministro y de Ou Baas, el general Smuts, y de cien amigos y relaciones comerciales.
Sin embargo, Centaine se sentía aparte de todo ese bullicio. Lo observaba todo a través de una gasa que apagaba los sonidos, borraba las formas y otorgaba a todo una cualidad de sueño, como si la mitad de su ser estuviera muy lejos, navegando a la deriva por un bello río verde, haciendo el amor en la noche cálida y suave, con el zumbar de los mosquitos alrededor de la gasa protectora, caminando de la mano con su amado, un hombre alto, fuerte, amable, de tiernos ojos verdes, manos de pianista y adorables orejas salientes.
Desde su coche de ferrocarril telefoneó a Shasa y trató de responder con entusiasmo a la noticia de que le habían nombrado capitán del equipo de críquet, y ante sus notas de matemáticas, que por fin habían tomado un giro ascendente.
—No sé cuándo podré volver a Weltevreden, chéri. Tengo muchísimas cosas que hacer. Temo que no recobremos los diamantes. Tendré que hablar con el banco y acordar nuevas condiciones. ¡No, tonto, por supuesto que no somos pobres! Todavía no, pero un millón de libras es mucho dinero perdido. Además, habrá un juicio. Sí, es un hombre horrible, Shasa, pero no sé si van a ahorcarlo. ¡No! ¿Cómo nos van a dejar presenciarlo?
Durante ese primer día de separación, llamó dos veces a la residencia, con la desolada esperanza de que respondiera Blaine. Pero siempre lo hizo una mujer, una secretaria o la misma Isabella, y cada vez ella colgó sin hablar.