El Daimler amarillo cruzó frente a su campamento a las once de la noche siguiente. Lothar observó el resplandor de los faros, que se solidificaba gradualmente en dos rayos de luz blanca sobre la planicie. Se hundieron en el lecho del río y desaparecieron unos pocos instantes, sólo para iluminar el cielo sin luna; en cuanto el Daimler puso el morro hacia arriba, ascendieron por la zanja. El motor bramaba en primera; al llegar arriba, retomó su murmullo agudo y salió a toda velocidad con rumbo noreste, hacia la Mina H’ani.
Lothar encendió un fósforo para consultar su reloj.
—Dice que partió de Windhoek una hora después de enviado el telegrama, anoche. Eso significa que ha llegado aquí en veintidós horas, sin detenerse, por estas rutas oscuras. —Soltó un suave silbido—. A ese paso, llegará a la Mina H’ani antes del mediodía de mañana. No parece posible.
Las colinas azules se fugaron del espejismo provocado por el calor, sólo que en ese caso su magia no pudo cautivar a Centaine. Llevaba treinta y dos horas al volante, con sólo breves intervalos de descanso, mientras cargaba combustible en los puestos del camino. Apenas se había apartado al arcén del camino en una ocasión, para dormir un par de horas.
Estaba agotada. El cansancio le dolía en la médula de los huesos, le quemaba los ojos como ácido, le pesaba sobre los hombros, aplastándola contra el asiento del Daimler, como si cargara una gruesa cota de malla. Sin embargo, el disgusto la impulsaba. Cuando vio los techos de hierro galvanizado de la mina, brillantes bajo el sol, su fatiga desapareció.
Detuvo el Daimler y bajó de él para estirarse y mover los brazos, activando la circulación de sus miembros rígidos. Después movió el espejo retrovisor hasta que pudo estudiar su rostro. Tenía los ojos inyectados en sangre, con bolitas de barro y saliva en los rabillos. Estaba mortalmente pálida, cubierta de polvo y exangüe por la fatiga.
Mojó un paño con agua fresca de su cantimplora y se limpió el polvo de la piel. Sacó de su bolso el frasco de colirio y la copita azul. Después de mojarse los ojos, volvió a mirarse en el espejo: estaban claros y brillantes. Entonces se dio palmaditas en las mejillas hasta que la sangre las enrojeció. Arregló el chal que le rodeaba la cabeza, se quitó el largo guardapolvo blanco con que se había protegido la ropa; entonces quedó limpia, descansada, lista para hacer frente a los problemas.
En las esquinas de las avenidas había pequeños grupos de mujeres y niños que la observaron con aire lúgubre y receloso, mientras ella conducía el coche hacia el edificio de administración. Sentada muy erguida tras el volante, miraba en línea recta.
Al acercarse a la oficina vio a los piquetes, que hasta ese momento habían estado holgazaneando bajo los espinos ante los portones, y entonces se reorganizaron apresuradamente. Eran veinte hombres como mínimo: la mayor parte de los artesanos blancos de la mina. Formaron una fila a lo ancho de la carretera, con los brazos entrelazados y de cara a ella. Se les veía feroces y amenazantes.
—¡Nada entra! ¡Nada sale! —comenzaron a cantar, según ella aminoraba la marcha.
Centaine notó que la mayor parte estaban armados de cachiporras y mangos de picos. Plantó la mano contra la bocina, que chilló como un elefante herido, y pisó el acelerador a fondo, dirigiendo el Daimler hacia el centro de los piquetes. Los hombres de en medio le vieron la cara tras el parabrisas y comprendieron que iba a atropellarles. En el último momento, se dispersaron. Uno de ellos gritó:
—¡Queremos nuestros empleos!
Y le arrojó el mango del pico contra la ventanilla trasera. El vidrio estalló arrojando pedazos sobre el asiento de cuero, pero Centaine ya había pasado.
Se detuvo frente a la galería en el momento en que Twentyman-Jones salía rápidamente de la oficina, forcejeando con la chaqueta y la corbata.
—No la esperábamos hasta mañana.
—Sus amigos, sí —indicó ella, señalando la ventanilla hecha trizas.
La voz del ingeniero se volvió aguda por la indignación.
—¿La atacaron! ¡Es imperdonable!
—Estoy de acuerdo —dijo ella—, y no seré yo quien perdone.
Twentyman-Jones llevaba una enorme pistola de servicio colgando de su cadera. Detrás de él estaba el pequeño señor Brantingham, el contable, cuya cabeza, calva como un huevo, era demasiado grande para sus hombros estrechos y redondeados. Detrás de sus gafas montadas al aire, sus ojos estaban al borde de las lágrimas, pero llevaba un fusil de dos cañones en sus manos blancas y gordas.
—Es usted un hombre valiente —le dijo Centaine—. No olvidaré su lealtad.
Precedió a Twentyman-Jones hasta la oficina y se sentó ante el escritorio, con un suspiro de alivio.
—¿Cuántos más están con nosotros?
—Sólo el personal de oficina. Son ocho. Los artesanos y el personal de la mina se sumaron a la huelga por completo, aunque sospecho que algunos lo hicieron presionados.
—¿Incluso Rodgers y Maclear? —Eran los capataces más antiguos—. ¿También ellos están en huelga?
—Temo que sí. Los dos forman parte del comité.
—¿Junto con Fourie?
—Los tres son los cabecillas.
—Me encargaré de que no vuelvan a trabajar en su vida —dijo ella.
El ingeniero bajó la vista, murmurando:
—Conviene tener en cuenta que no han desobedecido la ley.
Tienen derecho legal a retener sus puestos y a negociar colectivamente.
—¿Cuando yo estoy luchando por mantener la mina en funcionamiento? ¿Cuando trato de asegurarles trabajo siquiera a unos pocos? ¿Después de todo lo que he hecho por ellos?
—Temo que sí tienen ese derecho —insistió él.
—¿De parte de quién está usted, doctor Twentyman-Jones?
Él puso cara de ofendido.
—No tenía por qué preguntar eso —adujo—. Desde que nos conocimos he estado de su lado… Lo sabe muy bien. No hacía sino señalarle su situación legal. Centaine, inmediatamente arrepentida, se levantó y le apoyó una mano en el brazo.
—Perdóneme. Estoy exhausta e irritable.
Como se levantó demasiado deprisa, su rostro adquirió una palidez mortal; se balanceó sobre los pies, mareada, hasta que el ingeniero la sujetó.
—¿Desde cuándo no duerme? Ha viajado desde Windhoek sin descansar.
La llevó hasta el sofá de cuero y la obligó suavemente a acostarse.
—Ahora, por lo menos, va a dormir ocho horas seguidas. Le haré traer ropa limpia desde el bungaló.
—Tengo que hablar con los cabecillas.
—No. —El sacudió la cabeza mientras corría las cortinas—. Sólo cuando esté descansada y fortalecida. De lo contrario, podría cometer errores.
Ella se hundió en el sofá, apretándose con los dedos los párpados cerrados.
—Tiene razón… como siempre.
—La despertaré a las seis de la tarde e informaré al comité de huelga que usted les recibirá a las ocho. Así tendremos dos horas para planear nuestra estrategia.
Los tres miembros del comité de huelga entraron en la oficina en columna. Ella los miró fijamente durante tres largos minutos, sin decir palabra. Deliberadamente, había hecho retirar todas las sillas, menos las que ocupaban ella y Twentyman-Jones. Los hombres tuvieron que quedarse ante ella de pie como escolares.
—Hay más de cien mil hombres sin empleo en este país —dijo Centaine con voz desapasionada—. Cualquiera de ellos pediría de rodillas un empleo de éstos. ¡Eso no viene al caso, joder! —dijo Maclear.
Era un hombre corriente, de estatura mediana y edad incierta, pero ella lo consideraba ingenioso, tenaz y lleno de recursos. Si va a emplear groserías delante de mí, señor Maclear —advirtió—, puede retirarse ahora mismo.
—Eso tampoco viene al caso, señora Courtney. —El hombre sonrió con tristeza, como si reconociera el espíritu de la francesa—. Nosotros conocemos nuestros derechos y usted también los conoce.
Centaine miró a Rodgers.
—¿Cómo está su esposa, señor Rodgers?
Un año antes, había pagado el traslado de la mujer a Johannesburgo, para que fuera atendida con urgencia por uno de los mejores cirujanos gastroenterólogos de la Unión. Rodgers la había acompañado, sin dejar de cobrar su sueldo completo y con todos los gastos pagados.
—Está bien, señora Courtney —respondió el capataz con mansedumbre.
¿Y qué piensa ella de esta tontería suya? —El hombre se miró los zapatos—. Es una señora muy sensata. Yo diría que está preocupada por los tres pequeños.
—Todos estamos de acuerdo —intervino Fourie—. Estamos muy unidos y las mujeres nos apoyan. Puede olvidarse de todo ese…
—Señor Fourie, tenga la bondad de no interrumpirme cuando estoy hablando.
Con hacerse la gran señora no va a ganar nada —balbuceó él—. Tanto usted como su maldita mina están donde nosotros queremos. Es usted quien tiene que escuchar cuando nosotros hablamos, y a eso se reduce todo.
Sonrió con aires de gallito, mirando a sus compañeros en busca de aprobación. Pero la sonrisa disimulaba sus miedos. Por una parte estaba Lothar De La Rey con su amenaza. Si no conseguía una buena excusa para no cumplir con sus obligaciones, era hombre muerto. Tenía que agravar esa huelga hasta que otra persona transportara los diamantes; obtendría de ese modo una escapatoria.
—De esta propiedad no va a salir un solo diamante mientras nosotros no lo digamos, señora. Los tenemos aquí como garantía. Sabemos que en la bóveda hay un paquete de primera, y allí va a quedarse hasta que usted nos escuche.
Juzgó bien el carácter de Centaine y previó su reacción. Ella lo estudió con atención. Algo en sus palabras sonaba a falso, a retorcido. Se mostraba demasiado agresivo, deliberadamente provocativo.
—Está bien —accedió ella, en voz baja—. Escucho. Díganme qué quieren.
Permaneció en silencio mientras Fourie leía la lista de exigencias. Su rostro estaba impávido. Las únicas señales de su enfado eran las que Twentyman-Jones conocía tan bien: el suave rubor en el cuello y el golpeteo rítmico de su pie contra el suelo de madera.
Fourie llegó al final de su lectura. Se produjo otro largo silencio hasta que él le presentó el documento.
—Aquí tiene su copia.
—Déjela sobre mi escritorio —ordenó ella, como si no quisiera tocarla—. Las personas despedidas de esta mina, el mes pasado, recibieron tres meses de salario en lugar del previo aviso. Tres veces más de lo que les correspondía por derecho, y ustedes lo saben. A todos se les dieron cartas con buenas referencias, y ustedes también lo saben.
—Son compañeros nuestros —dijo Fourie, tozudo—. Algunos, hasta parientes.
—De acuerdo —asintió ella—. La posición de ustedes está aclarada. Ahora pueden retirarse.
Se levantó. Los tres hombres se miraron, consternados.
—No va a darnos una respuesta? —preguntó Maclear.
—A su debido tiempo.
—¿Y cuándo será eso?
—Cuando esté lista. Ni un momento antes.
Desfilaron hacia la puerta. Pero antes de llegar a ella, Maclear se volvió para enfrentarse, desafiante.
—Han cerrado el almacén de la compañía. Cortaron el agua y la electricidad de nuestras cabañas —la desafió.
—Por orden mía —afirmó ella.
—No puede hacer eso.
—No veo por qué no. Soy la dueña del almacén, del generador, de la bomba y de las cabañas.
—Tenemos mujeres e hijos que alimentar.
—Debieron pensar en eso antes de declararse en huelga. —Podemos coger lo que queramos, ¿sabe? Hasta los diamantes. No podrá impedirlo.
—Hágame ese gran favor —le invitó ella—. Vaya. Invada el almacén y robe las mercancías de los estantes. Dinamite la bóveda y llévese los diamantes. Ataque a la gente que me es leal. Nada me complacería tanto como verles a los tres en la cárcel de por vida, o colgando de la horca.
En cuanto estuvieron nuevamente solos, se volvió hacia Twentyman-Jones.
—Ese hombre tiene razón. Lo primero es pensar en los diamantes. Tengo que llevarlos al Banco de Windhoek.
—Podemos enviarlos bajo custodia policial —dijo él. Pero Centaine negó con la cabeza.
—La policía podría tardar cinco días más en llegar. Hay mucha burocracia que la impide ponerse en marcha. No, quiero sacar esos diamantes de aquí antes del amanecer. Usted sabe que el seguro no cubre disturbios ni alzamientos. Si les pasa algo me veré en la ruina, doctor Twentyman-Jones. Son mi propia vida. No puedo arriesgarme a que caigan en manos de esos brutos arrogantes.
—Dígame qué piensa hacer.
—Quiero que lleve el Daimler a su cochera, en la parte de atrás. Hágalo revisar y llenar de combustible. Cargaremos los diamantes por la puerta trasera. —Señaló al otro lado de la oficina, donde estaba la puerta disimulada que ella empleaba a veces cuando no quería que la vieran entrar o salir—. A medianoche, cuando los piquetes duerman, usted cortará la cerca de alambre de púas que está frente a la puerta de la cochera.
—Bien —dijo él, adivinando sus intenciones—. Así saldremos por la senda sanitaria. Los piquetes están ante los portones principales, al otro lado de las tierras. No han puesto a nadie en la parte de atrás. Una vez que estemos lejos de la senda, será cuestión de seguir en línea recta por la carretera principal de Windhoek y estaremos a salvo en cuestión de segundos.
—El plural no corresponde, doctor.
Él la miró fijamente.
—No pensará ir sola, ¿verdad? —preguntó. Acabo de hacer ese viaje sola, a buena velocidad y sin el menor problema. Tampoco espero tenerlos al regresar. Usted hace falta aquí. Sabe que no puedo dejar la mina en manos de Brantingham o de algún empleado. Le necesito aquí para que trate con esos huelguistas. De lo contrario, pueden acabar con la planta o sabotear las obras. Sólo harían falta un par de cartuchos de dinamita.
Él se enjugó la cara con la mano abierta, desde la frente a la barbilla, en un tortuoso momento de indecisión, sin poder decidir entre sus dos obligaciones: la mina que había construido de la nada y que era su orgullo, y la mujer a quien amaba como a la hija o a la esposa que nunca había tenido. Al final suspiró. Ella estaba en lo cierto; debía ser así.
—Entonces, lleve a uno de los hombres —suplicó.
—¿A Brantingham, bendito sea? —inquirió ella, arqueando las cejas.
El ingeniero levantó las manos, comprendiendo que la idea era ridícula.
—Llevaré el Daimler a la parte de atrás —dijo—. Después enviaré un telegrama a Abe; él puede mandar una escolta desde Windhoek para que se reúna con usted en el trayecto… siempre que los huelguistas no hayan cortado los cables.
No envíe ese telegrama hasta que no haya salido —indicó Centaine—. Los huelguistas tal vez usaron el sentido común y la línea puede estar interferida, quizá por eso no la han cortado.
Twentyman-Jones asintió.
Muy bien. ¿A qué hora piensa salir?
—A las tres de la mañana —respondió ella, sin vacilar—. Es el momento del día en que la vitalidad humana está más baja. A esa hora, el piquete de huelga estará menos preparado para reaccionar con celeridad.
—Muy bien, señora Courtney. Haré que mi cocinera le prepare una cena ligera. Le sugiero que descanse un poco después de comer. Yo me encargo de todo. La despertaré a las dos y media. En cuanto él tocó su hombro, Centaine despertó y se incorporó de inmediato.
—Las dos y media —dijo Twentyman-Jones—. El Daimler tiene el tanque lleno y los diamantes ya están allí. El alambre de púas está cortado. Le hice preparar un baño y tiene ropa limpia del bungaló.
—Estaré lista en quince minutos —dijo ella.
Junto al Daimler, en la cochera a oscuras, conversaron en susurros. Las puertas dobles estaban abiertas; la luna en cuarto creciente iluminaba el patio.
—He marcado la abertura del alambrado —informó Twentyman-Jones, señalando las banderillas blancas que caían de los hilos seccionados, a cincuenta metros de distancia—. Las latas con los diamantes industriales están en el portaequipaje, pero puse el paquete con las mejores piedras en el asiento delantero, junto al suyo.
Se inclinó por la ventanilla abierta para dar una palmadita a la caja negra; tenía el tamaño y la forma de una maleta pequeña, pero era de acero negro y tenía cerradura de bronce.
—Bueno. —Centaine se abotonó el guardapolvo de conducir y se puso los guantes de cuero.
—El rifle está cargado con municiones finas si alguien trata de detenerla, usted podrá disparar sin miedo de cometer un asesinato. No hará sino provocarles un buen escozor. Pero si quiere actuar en serio, en la guantera tiene una caja de balas.
Centaine se puso tras el volante y cerró la portezuela con suavidad, para no alertar a quien pudiera estar escuchando en el silencio nocturno. Puso la escopeta de dos cañones sobre la caja de los diamantes y amartilló los dos percutores.
—En el portaequipaje tiene una cesta con bocadillos y un termo con café.
Ella lo miró por la ventanilla, diciendo con toda seriedad:
—Usted es mi columna vertebral.
—Que no le pase nada —dijo él—. Si se pierden los diamantes, se pueden sacar otros. Pero usted es única; no hay otra igual. —Siguiendo un impulso, se quitó la pistola de servicio que llevaba a la cintura y la puso en el bolsillo de detrás del asiento del conductor—. Es la única seguridad que puedo brindarle. Recuerde que está lista para disparar. Ojalá no le haga falta. —Dio un paso atrás y la despidió con un saludo lacónico—: ¡Vaya con Dios! —Ella puso en marcha el Daimler; el gran motor de siete litros ronroneó con suavidad. Una vez retirado el freno de mano, Centaine encendió los faros delanteros y salió precipitadamente por las puertas abiertas, cruzando el patio, mientras cambiaba las marchas con diestra celeridad.
Apuntó la figurilla del capó hacia el punto medio entre las banderillas blancas y pasó rugiendo por la abertura de la alambrada, a sesenta kilómetros por hora; un alambre suelto raspó el costado de la carrocería. Centaine pisó el freno e hizo girar el volante a toda velocidad para dirigir las ruedas delanteras hacia el camino polvoriento; en cuanto hubo superado el derrape, volvió a pisar el acelerador a fondo. Salió disparada por el camino, con el Daimler a máxima potencia.
Sobre el ruido del motor se oyeron gritos lejanos. Centaine divisó las siluetas oscuras y desdibujadas de una multitud de huelguistas que corrían junto a la alambrada, desde el portón principal, para tratar de interceptarla en la esquina del camino. Ella recogió la escopeta y asomó la doble boca por la ventanilla. La luz de los faros iluminaba a los hombres mal parecidos por la ira; las bocas que le gritaban eran como fosos oscuros.
Dos de ellos, más veloces que sus compañeros, llegaron a la esquina justo en el momento en que el Daimler asomaba. Uno de los huelguistas le arrojó el mango de un pico, que giró a la luz de los fanales y rebotó contra el capó. Centaine les apuntó a las piernas y apretó los dos gatillos al mismo tiempo, con grandes llamas anaranjadas y fuerte ruido. Los huelguistas, al recibir las municiones en las piernas, aullaron de sorpresa y dolor, apartándose de un brinco. Centaine pasó velozmente junto a ellos y encauzó la carretera principal, cuesta abajo, hasta perderse en el desierto.
A Picapleitos. Urgente e imperativo. Juno sin compañía partió de aquí 3 a.m. en punto llevando mercadería. STOP. Despache inmediatamente escolta armada para interceptarla en la carretera. FIN. Vingt.
Lothar De La Rey se quedó mirando fijamente el mensaje que había copiado en su cuaderno bajo la vacilante llama de la vela.
—Sin compañía —susurró—. Juno sin compañía… llevando mercadería. Dios todopoderoso, viene sola… con los diamantes. —Hizo un rápido cálculo—. Salió de la mina a las tres de la madrugada. Estará aquí una hora después del mediodía, aproximadamente.
Abandonó la excavación para subir al barranco. Allí buscó un sitio donde sentarse y encendió un puro. Con la vista perdida en el cielo, contempló la luna creciente que se hundía en el desierto. Cuando la aurora convirtió el horizonte oriental en una cola de pavo real, bajó al campamento y sopló sobre las cenizas de la fogata hasta avivar las llamas.
Swart Hendrick salió del hueco y fue a orinar en la arena. Volvió a la fogata abotonándose los pantalones, bostezando ruidosamente y olfateando el café.
—Hay cambio de planes —dijo Lothar.
El negro parpadeó y tomó una actitud cautelosa, atenta. ¿Por qué? La mujer va a pasar sola con los diamantes. No cederá con facilidad. Y no quiero que salga herida de ningún modo.
—Yo no… ¡Qué no! Cuando te pones nervioso, disparas —le interrumpió Lothar, bruscamente—. Pero ése no es el único motivo. —Fue marcando los otros con los dedos—. Primero: para una mujer sola hace falta un solo hombre. Tengo tiempo suficiente para colocar bien las cuerdas, a fin de soltar las piedras que deben bloquear la zanja desde mi puesto. Segundo: la mujer te conoce, eso duplica el riesgo de que seamos reconocidos. Tercero… —Hizo una pausa; la verdadera razón era que deseaba estar otra vez a solas con Centaine. Sería su última oportunidad, pues jamás regresaría a esos lugares—. Por último, lo haremos así porque yo lo mando. Te quedarás aquí, con Manfred y los caballos, que estarán listos para montar en cuanto yo haya terminado.
Hendrick se encogió de hombros.
—Te ayudaré a preparar las cuerdas —gruñó.
Centaine detuvo el Daimler al comienzo de la zanja y, dejando el motor en marcha, saltó al estribo para estudiar el cruce del lecho seco.
Sus propias huellas seguían claras y nítidas, intactas en el polvo de color limón. No había pasado ningún otro vehículo desde que ella cruzó dos noches antes. Descolgó la cantimplora y tomó tres tragos de agua. Luego volvió a poner el corcho y la colgó de la abrazadera que sujetaba la rueda de auxilio; volvió a la cabina del coche, cerró violentamente la portezuela y soltó el freno de mano.
Dejó que el Daimler bajara por el plano inclinado, ganando rápidamente velocidad. De pronto se produjo un torrente de polvo y piedras, una nube de tierra seca arremolinada, que oscureció la parte delantera de la zanja. Pisó el freno con fuerza.
La orilla se había derrumbado en cierto punto; la zanja estaba casi cubierta de roca y tierra suelta.
—Merde! —dijo.
Eso representaba un retraso; tendría que despejar la zanja o buscar otro sitio para cruzar. Retrocedió y se volvió en el asiento para mirar por la ventanilla trasera, rota por el huelguista, mientras se preparaba para ascender en marcha atrás… y en ese momento sintió el primer aleteo de alarma contra las costillas.
El barranco también se había desmoronado detrás del Daimler, deslizándose por un talud de suelo blando. Estaba atrapada en la zanja; se asomó por la ventanilla, miró alrededor con nerviosismo, tosiendo por efecto del polvo que todavía flotaba alrededor del vehículo.
Al despejarse el aire, vio que la continuación de la carretera estaba bloqueada sólo en parte. Por el lado opuesto al deslizamiento de tierra quedaba todavía una estrecha abertura. No era suficiente para dar paso al ancho automóvil, pero en el portaequipaje llevaba una pala. Unas pocas horas de trabajo bajo el sol ardiente bastarían para despejar el sitio. Sin embargo, esa demora la irritó. En el momento en que iba a coger la manija de la portezuela, una oscura premonición le detuvo la mano; miró hacia el barranco.
Había un hombre en la orilla. La observaba fijamente. Sus botas estaban a la altura de los ojos de Centaine, raídas y blancas de polvo. En su camisa azul había oscuras manchas de sudor. Era alto, pero tenía el aspecto delgado y recio de los soldados y los cazadores. Sin embargo, lo que la aterrorizó fue el fusil que llevaba cruzado en la cadera, apuntándole a la cara, y la máscara que le cubría el rostro. Estaba hecha con una bolsa de harina, donde aún se podía leer: “Premier Millin Co. Ltd”: un inocuo artículo de cocina, cuyos agujeros abiertos a la altura de los ojos le conferían un aspecto infinitamente amenazador. La máscara y el arana le dijeron exactamente qué cabía esperar.
Por su mente cruzó una serie de ideas, mientras permanecía petrificada ante el volante, con la vista fija en él: “Los diamantes no están asegurados.” Eso era lo principal. El pensamiento siguiente fue: “La próxima posada está a sesenta kilómetros de distancia.” Y luego: “Olvidé cargar la escopeta; los dos cañones están descargados.”
El hombre habló con voz apagada y disimulada por la máscara.
—¡Apague el motor! —Hizo un gesto con el arma para dar énfasis a la orden—. ¡Salga!
Ella bajó, mirando a su alrededor, desesperada; su terror había desaparecido, anulado por la necesidad de pensar y actuar. Sus ojos se clavaron en la estrecha abertura que restaba entre la tierra deslizada y el barranco firme.
“Puedo pasar”, pensó; “al menos, puedo intentarlo.” Y volvió a la cabina.
—¡Deténgase! —gritó el hombre.
Pero ella puso la primera marcha.
Las ruedas traseras giraron con el fino polvo amarillo, arrojándolo hacia atrás en fuentes gemelas. El Daimler se adelantó con una sacudida y la cola derrapó, pero el vehículo tomó prontamente velocidad. Centaine apuntó hacia la estrecha abertura restante entre el barranco y el deslizamiento de piedras y tierra.
El hombre, allá arriba, volvió a gritar. Un disparo de advertencia resonó por encima del techo de la cabina, pero ella no le prestó atención, concentrada en sacar el Daimler de la trampa.
Subió las ruedas por el lado opuesto a la inclinación del barranco, y el Daimler pareció a punto de volcar; pero no perdió potencia. Centaine sufrió una sacudida tan brusca que sólo el apoyo del volante la mantuvo en el asiento.
Aun así, la abertura era demasiado estrecha; las ruedas de su lado se hundieron en la tierra amontonada y el Daimler dio un tumbo, levantando el morro como si fuera un cazador a punto de franquear un seto. Centaine se sintió arrojada contra el parabrisas, pero extendió una mano para sujetarse, mientras sostenía el volante con la otra.
El automóvil bajó con un estruendo terrible, lanzando a su conductora contra el asiento. Las rocas golpeaban su barriga como si el coche fuera un boxeador duramente castigado; las ruedas traseras chirriaban, buscando asidero entre las piedras sueltas. De pronto lo hallaron y el Daimler se disparó hacia delante.
Cayó del otro lado del obstáculo, golpeando con violencia. Centaine oyó que algo se rompía: una de las barras de dirección cedió con estruendo metálico. El volante giró en sus manos sin resistencia. El Daimler había logrado franquear la barrera, pero estaba mortalmente herido y fuera de control.
Centaine, gritando, se aferró al tablero, a la vez que el automóvil bajaba rugiendo hacia el lecho del río. Se estrelló contra una ribera y salió disparado hacia la otra. La carrocería se desarmaba y daba tumbos con cada impacto.
Ella trató desesperadamente de hacer funcionar la llave de contacto, pero la aguja del velocímetro temblaba sobre la marca de cuarenta y cinco kilómetros por hora. Se sintió desplazada hacia el asiento vecino. La esquina de la caja de acero se le clavó en las costillas. Luego rebotó hacia el lado opuesto.
La puerta de su lado se abrió con violencia, en el momento en que el Daimler salía de la zanja hacia el lecho del río, y Centaine se vio despedida por ella. Instintivamente se encogió como una bola, como si cayera de un caballo al galope, y rodó por la arena blanda hasta quedar de rodillas.
El Daimler daba tumbos por el lecho del río, con el motor aún rugiendo. Una de las ruedas delanteras, dañada por las rocas del deslizamiento, se desprendió y salió rebotando, como un animal salvaje, hasta chocar con la orilla opuesta.
El morro del Daimler se clavó en la arena. Como el motor aún estaba en funcionamiento, el enorme vehículo dio una vuelta de campana y quedó boca abajo. Los vidrios saltaron, la cabina se hundió. De las grietas abiertas en el capó brotó un aceite caliente que fue a empapar la arena.
Centaine se incorporó. En cuanto estuvo de pie salió a toda prisa. La arena se le adhería a los tobillos. Era como correr dentro de un lago de miel. El terror le había agudizado los sentidos hasta tal punto que el tiempo parecía haberse detenido. Era como uno de esos sueños horribles donde todo movimiento queda reducido a cámara lenta.
No se atrevió a mirar hacia atrás. Aquella silueta enmascarada y amenazante debía de estar cerca. Esperó, tensa, la fuerza de la mano que la apresaría en cualquier momento, el golpe de una bala en la espalda, pero llegó al Daimler y cayó de rodillas en la arena.
Como la portezuela del conductor se había desprendido, entró por la abertura arrastrándose. La escopeta estaba clavada contra el volante, pero logró retirarla y abrió la guantera. La caja de cartón era escarlata y tenía letras negras:
204ELEY KYNOCH 12 CONTADOR 25 X SSG
La rompió con sus dedos frenéticos y las balas rojas, con su punta de bronce, cayeron en la arena, alrededor de sus rodillas.
Puso el seguro de cierre con el pulgar y abrió el arma. Los dos cartuchos de municiones volaron de los expulsores con un seco clic-clic… y el arma le fue arrebatada de las manos.
El enmascarado se erguía ante ella. Debía de haberse movido como un leopardo al acecho para bajar el barranco y cruzar el lecho a tanta velocidad. Arrojó la escopeta descargada a la arena, a quince metros de distancia, pero el mismo ímpetu del movimiento le hizo perder el equilibrio. Centaine se arrojó contra él, golpeándole en el pecho con todo su peso, bajo el brazo todavía levantado que acababa de lanzar el arma.
Fue algo inesperado, pues el hombre tenía todo el peso del cuerpo en un solo pie. Cayeron juntos en la arena. Por un instante, Centaine quedó arriba. Logró escabullirse y corrió otra vez hacia el Daimler. El motor aún estaba en marcha y arrojaba humo azul al perder aceite y recalentarse.
¡La pistola! Centaine cogió la manija de la portezuela trasera y tiró de ella. Por la ventanilla se veía la pistolera de cuero y la culata del arma de Twentyman-Jones, asomando por la red trasera del asiento, pero la portezuela estaba trabada.
Centaine se introdujo por la puerta delantera y trató de alcanzarla por el respaldo del asiento. Unos dedos duros como huesos se le clavaron en los hombros y la arrancaron violentamente de la abertura. De inmediato giró bajo aquella mano. La cara del hombre estaba muy cerca de la suya. Aquella fina bolsa de algodón blanco que le cubría completamente la cabeza, como si fuera una máscara del Ku-Klux-Klan. Los agujeros eran tan oscuros como las cuencas vacías de un cráneo, pero en la sombra se veía el destello de dos ojos humanos, y ella trató de alcanzarlos con las uñas.
El hombre apartó bruscamente la cabeza, pero el índice de Centaine se enganchó en la fina tela y la desgarró hasta el mentón. Él la sujetó por las muñecas, pero la mujer, en vez de tratar de escapar, se tiró contra él, levantando la rodilla derecha para golpearle en las ingles. El hombre se desvió violentamente y recibió el impacto en el costado del muslo. Centaine sintió la presión de su rodilla en los músculos elásticos; los dedos que le sujetaban las muñecas se apretaron como si fueran una trampa de acero.
Ella agachó la cabeza y clavó los dientes en aquella muñeca como una comadreja. Al mismo tiempo descargó una serie de puntapiés y rodillazos contra las espinillas y la parte baja del cuerpo; casi todos se perdieron en su carne dura o rebotaron en el hueso. El hombre, gruñendo, trataba de dominarla. Por lo visto, no esperaba aquella resistencia desesperada. El dolor de su muñeca debía de ser insoportable, pues Centaine ya sentía las mandíbulas endurecidas por el apretón de los dientes. La carne se había desgarrado, llenándole la boca de sangre caliente, escarlata y salada.
Con la mano libre, el enmascarado tomó un puñado de rizos y tiró de ellos, tratando de apartarle la cabeza hacia atrás. Ella respiraba por la nariz, resoplando como un bulldog, sin dejar de hundir sus dientes con todas sus fuerzas. Por fin llegó al hueso, que rechinó bajo su dentadura. El hombre seguía tirándole del pelo, lanzando pequeños gritos de tormento.
Ella cerró los ojos. Esperaba que, en cualquier momento, él le asestara un golpe de puño en la sien, para acabar con aquel mordisco. Pero él se mostraba extrañamente suave y considerado; no trataba de herirla ni de causarle dolor, sino sólo de apartarla.
Centaine sintió que algo estallaba en su boca: había cortado una arteria. La sangre se desbordó hacia el paladar, en chorros calientes, que estuvieron a punto de sofocarla. Dejó que corriera por la comisura de su boca, sin aflojar el mordisco. La sangre los salpicó a ambos, pues él continuaba sacudiendo la cabeza, gimiendo de dolor. Por fin empleó la fuerza punitiva.
Le hundió el pulgar y el índice en la articulación de las mandíbulas. Sus dedos eran como lanzas de hierro. El dolor le subió por las mandíbulas cerradas, instalándose detrás de los ojos. Abrió la boca y se echó atrás. Una vez más, le había cogido por sorpresa. Logró desasirse y corrió otra vez hacia el Daimler.
Esta vez hundió el brazo en el respaldo de su asiento, buscando la culata del revólver. Mientras trataba de sujetarla, con mano temblorosa, el enmascarado la aferró por el pelo y tiró de ella hacia atrás. La pesada pistola se le cayó de los dedos rebotando contra el acero de la cabina invertida.
Centaine giró en redondo otra vez, tratando de morderle la cara con dientes aún manchados de sangre. La máscara desgarrada se movió, cegándolo por un instante; el hombre se tambaleó y cayó, sujetándola entre sus brazos. A pesar de sus puntapiés y de sus arañazos, rodó con ella y la aplastó contra el suelo, con todo su peso, sujetándole los brazos en cruz. Súbitamente, ella dejó de forcejear para mirarle con fijeza.
El jirón de la máscara se había desprendido, descubriéndole los ojos. Aquellos extraños ojos, del color de los topacios, con largas pestañas oscuras.
—¡Lothar! —exclamó.
Él se puso rígido ante la conmoción de su nombre. Permanecieron unidos como dos amantes, con las piernas enredadas y la parte inferior del cuerpo en estrecho contacto. Ambos jadeaban con violencia, manchados de sangre. Se miraron sin decir palabra.
De pronto, él la soltó para incorporarse. Se arrancó la máscara de la cabeza y sus rizos dorados, revueltos, cayeron sobre las orejas y sobre la frente, hasta los ojos, mientras él se envolvía la muñeca mutilada con la máscara. Notó que la herida era seria; los tendones y el hueso estaban a la vista; la carne, hecha jirones por los dientes. El paño blanco se empapó inmediatamente de brillante sangre arterial, que goteó en la arena.
Centaine se incorporó para observarlo. El motor del Daimler se había detenido. Todo era silencio, salvo la respiración de ambos.
—¿Por qué haces esto? —susurró ella.
—Bien sabes por qué.
Él anudó el trapo con los dientes. De pronto, Centaine se lanzó de lado, tratando de alcanzar la pistola que estaba dentro de la cabina. Llegó a tocarla, pero antes de que pudiera cerrar los dedos alrededor de la culata, él se la arrancó de un tirón y la dejó tendida en la arena.
Recogió la pistola y desabrochó la correa para usarla como torniquete alrededor de su brazo. Al ver que la pérdida de sangre cedía, lanzó un gruñido de satisfacción.
—¿Dónde están? —preguntó, mirando a la mujer tendida.
—¿De qué estás hablando?
El se agachó para sacar la caja negra de la cabina del Daimler.
—¿Las llaves? —pidió. Centaine le clavó una mirada desafiante. Él se puso en cuclillas y apoyó la caja en la arena con firmeza. Luego retrocedió un paso, amartilló la pistola y disparó un solo tiro. El estampido resonó en el silencio del desierto en los tímpanos de la mujer quedó zumbando su recuerdo. La bala había roto la cerradura de la caja; de la tapa se desprendió un círculo de pintura negra, que dejó el metal reluciente a la vista. Lothar se guardó la pistola en el bolsillo y se arrodilló para levantar la tapa. El estuche estaba lleno de pequeños paquetes, pulcramente envueltos con papel madera y sellados con lacre rojo. Cogió uno, sin mover la mano herida, y leyó en voz alta la inscripción de Twentyman-Jones:
—Ciento cuarenta y seis piezas. Total: trescientos ochenta y dos quilates.
Rompió el grueso papel con los dientes y dejó caer una llovizna de gemas en la palma de su mano herida. A la blanca luz del sol, tenían ese lustre peculiar, jabonoso, de los diamantes en bruto.
—Muy bonitos —murmuró, mientras se los guardaba en el bolsillo.
Puso nuevamente el papel desgarrado en la caja y cerró la tapa.
—Sabía que eras un asesino —dijo ella—, pero nunca pensé que fueras un vulgar ladrón.
—Tú me robaste los barcos y la empresa. No me hables de ladrones. —Lothar se puso la caja bajo el brazo y se levantó. Fue hasta el portaequipaje del Daimler y logró abrirlo un poco, ya que el vehículo estaba invertido.
—Bien —dijo, revisando el contenido—. Tuviste el acierto de traer agua. Esos cuarenta litros te durarán una semana, pero no tardarán tanto en encontrarte. Abrahams envía una escolta a tu encuentro. Intercepté las instrucciones de Twentyman-Jones.
—Pedazo de cerdo —susurró ella.
—Antes de irme cortaré los cables telegráficos. En cuanto lo haga, en ambos extremos comprenderán que algo anda mal. No tendrás problemas. ¡Oh, Dios, cómo te odio!
—Quédate junto al vehículo. Es la primera regla para sobrevivir en el desierto. No te alejes. Te rescatarán dentro de dos días, más o menos… y eso me dará dos días de ventaja.
—Hasta ahora creí que te odiaba, pero sólo ahora comprendo el verdadero significado de la palabra.
—Yo podría habértelo enseñado —replicó él, en voz baja, mientras recogía la escopeta abandonada—. Llegué a conocerla muy bien en los años que pasé criando a nuestro hijo. Y después volviste a mi vida, sólo para destruir todo lo que yo había soñado y conseguido con tanto trabajo.
Golpeó la escopeta contra una piedra, como si fuera un hacha. Aunque la culata se hizo trizas, prosiguió hasta dejarla torcida e inútil. Sólo entonces la dejó caer.
Luego se colgó el máuser del hombro y se pasó la caja de los diamantes a la otra mano, apoyando contra el pecho la muñeca herida, con sus vendajes ensangrentados. El dolor era feroz a la vista.
—Traté de no hacerte daño. Si no te hubieras resistido… —Se interrumpió—. No volveremos a vernos jamás. Adiós, Centaine.
—Volveremos a vernos —le contradijo ella—. Me conoces lo bastante para saber que no descansaré mientras no haya cobrado plenamente lo de hoy.
El asintió.
—Sé que lo intentarás. —Y le volvió la espalda.
—¡Lothar!, —llamó ella violentamente. Al ver que se volvía a mirarla, suavizó la voz—. Te ofrezco un trato: tu empresa y tus barcos, libres de toda deuda, a cambio de mis diamantes.
—Mal negocio. —Sonrió con tristeza—. A estas alturas, la planta y los barcos no valen nada. Tus diamantes, en cambio…
—Más cincuenta mil libras, y mi promesa de no denunciar este hecho a la policía —añadió Centaine, tratando de que la desesperación no traicionara su voz.
—La vez pasada era yo quien suplicaba, ¿recuerdas? No, Centaine. Aun cuando yo quisiera, ya no podría retroceder. He quemado mis barcos. —Pensó en los caballos, pero no podía decírselo a ella—. No hay trato, Centaine. Tengo que irme.
—La mitad de los diamantes. Déjame la mitad, Lothar. —¿Por qué?
—Por el amor que en otros tiempos compartimos.
El rió con acritud.
Tendrás que darme mejores motivos.
—Está bien. Si te los llevas, me destruirás, Lothar. No puedo sobrevivir a esa pérdida. Ya estoy demasiado comprometida. Esto será mi ruina total.
—Te quedarás como me quedé yo cuando te llevaste mis barcos. —Él giró en redondo y caminó por la arena, hacia la ribera. La mujer se levantó.
—¡Lothar De La Rey! —gritó—. Ya que rechazas mi ofrecimiento, escucha en cambio mi juramento. Juro por Dios y por todos los santos que no volveré a descansar hasta verte en la horca. El hombre no se volvió, pero ella observó que hacía un gesto de dolor ante la amenaza. Después, sujetando la muñeca herida, cargado con el fusil y la caja de acero, subió el barranco y desapareció.
Centaine se dejó caer en la arena, reaccionando entonces por lo sucedido. Temblaba terrible e incontroladamente. El abatimiento, la humillación, el desánimo, la asaltaron en oleadas, como una marea de tormenta que castigara la playa indefensa, barriéndola para retirarse, reunir fuerzas y atacar otra vez. Se encontró llorando, con lágrimas gruesas y lentas que disolvieron la sangre de Lothar, ya seca en sus labios y en su mentón. Esas lágrimas le produjeron tanta repugnancia como el sabor a sangre que sentía en el fondo de la garganta.
La sensación de asco le dio fuerzas y decisión para ponerse de pie y acercarse al Daimler. Como por un milagro, la cantimplora seguía colgando de la abrazadera. Usó parte del agua para lavarse la sangre y las lágrimas; hizo gárgaras para quitarse de la boca el sabor salado y lanzó un escupitajo rosado a la arena. Entonces se le ocurrió la idea de seguirle.
Él se había llevado el revólver y la escopeta estaba reducida a un trozo de acero retorcido.
—Todavía no —susurró—, pero sí muy pronto. Lo he jurado, Lothar De La Rey.
Se acercó al portaequipaje del Daimler volcado. Tuvo que apartar la arena con sus propias manos para poder abrirlo por completo. Retiró las dos latas de agua, de veinte litros cada una, y los envases con diamantes industriales. Llevó todo a la sombra del barranco y lo enterró; así ocultaría las gemas y mantendría el agua relativamente fresca.
Después volvió al Daimler y, con gestos impacientes, desenvolvió el equipo de supervivencia que llevaba siempre consigo. De pronto sintió un miedo mortal de que hubieran olvidado incluir el aparato de interferencia telegráfica, pero allí estaba, en la caja de herramientas.
Cargando el rollo de cable y la mochila con las conexiones, siguió las huellas de Lothar barranco arriba, y descubrió el sitio donde había estado su caballo.
“Dijo que iba a cortar el telégrafo…” —Se protegió los ojos con una mano para mirar a lo largo del río—. Debió imaginar que yo llevaría un aparato de interferencia. No conseguirá sus dos días de ventaja.
Buscó la hilera de postes que cruzaba la curva de la carretera y el recodo del río. Las huellas del caballo seguían la orilla y ella las siguió a la carrera.
Vio el corte de los cables desde una distancia de doscientos metros. Los alambres de bronce colgaban hasta la tierra, en dos perezosas parábolas invertidas. Centaine apretó el paso. Cuando llegó al sitio donde los cables cruzaban el río, reconoció inmediatamente el lugar donde Lothar había acampado. La fogata había sido apresuradamente cubierta con arena, pero las brasas aún ardían.
Dejó caer el rollo de alambre y la mochila para bajar por el barranco. Descubrió la excavación y comprendió que allí habían habitado tres personas por un tiempo considerable. Había tres colchones de hierba.
Tres. —Lo pensó unos segundos—. Estaba con su bastardo. —Aún no se decidía a pensar que Manfred era su hijo—. Y el otro sería Swart Hendrick. El y Lothar son inseparables.
Salió de la cueva y dejó pasar un instante, indecisa. Le llevaría tiempo sujetar los cables a los alambres cortados, y era de vital importancia averiguar qué dirección había tomado Lothar, a fin de iniciar la persecución antes de que escapara.
Por fin se decidió.
Interferiré la línea cuando sepa hacia dónde enviarlos. Difícilmente se encaminarían hacia el este, rumbo al Kalahari. En esa dirección no había nada.
—Volverá hacia Windhoek —calculó.
Hizo su primera investigación en ese rumbo. La zona circundante estaba muy pisoteada por caballos y hombres. Supuso que habían pasado allí, por lo menos, dos semanas. Sólo las enseñanzas de los bosquimanos le permitieron interpretar los rastros confusos.
—No fue hacia allá —pensó, por fin—. Entonces debió de ir hacia el sur, rumbo a Gobabis y el río Orange.
Buscó por ese punto, circundando el perímetro del campamento. Como no halló sino huellas del día anterior, miró hacia el norte.
—No puede ser —se extrañó, confundida—. Allá no hay sino el río Okavango y el territorio portugués. Los caballos no podrán cruzar los páramos de los bosquimanos.
Aun así, revisó el segmento septentrional y casi de inmediato halló el rastro que se alejaba, nuevo, nítidamente impreso en la tierra suelta.
—Tres jinetes y un caballo de remonta, hace menos de una hora. Lothar debe de haber cogido la carretera del norte, después de todo. O está loco… o tiene algo planeado.
Siguió el rastro fresco a lo largo de un kilómetro y medio para asegurarse de que no se hubiera desviado. La huella seguía en línea recta, sin cambiar de dirección, adentrándose en los reflejos calientes del norte. Ella se estremeció al recordar cómo era aquello.
—Debe de estar loco —susurró—. Pero yo sé que no lo está. Busca la frontera de Angola. Es su vieja base, la que usaba cuando buscaba marfil. Si llega al río no volveremos a verlo. Allá tiene amigos: los comerciantes portugueses que le compraban el marfil. Esta vez Lothar lleva un millón de libras en diamantes y tiene el mundo entero a su disposición. Tengo que atraparle antes de que cruce.
Su ánimo vaciló ante lo desmesurado de la idea. Sintió que volvía a asaltarle el abatimiento.
—Lo ha preparado todo con mucho cuidado. Tiene todo a su favor. Jamás le atraparemos. —Pero luchó contra la bestia de la desesperación—. Sí, le atraparemos, es preciso. Tengo que ser más astuta, tengo que derrotarle. Es preciso, aunque sólo sea para sobrevivir.
Giró en redondo y volvió a toda carrera hacia el campamento abandonado.
Los cables telegráficos rozaban la tierra. Ella recogió los extremos y sujetó las grapas del rollo, tensándolos lo suficiente para mantenerlos fuera de la tierra. Luego puso su artefacto en el circuito y atornilló los terminales a las baterías secas. Habían sido cargadas antes de salir de Wíndhoek; aún debían de estar llenas de potencia. Durante un momento horrible su mente se quedó en blanco; no recordaba una sola letra del código morse; de pronto los recuerdos volvieron precipitadamente; pulsó deprisa la palanquita de bronce.
“Juno a Vingt. Responda.”
Durante largos segundos sólo hubo un silencio vibrante en sus auriculares. De pronto, el sorpresivo latir de la respuesta:
“Vingt a Juno. Adelante.”
Trató de escoger palabras breves y frases cortas para informar a Twentyman-Jones del robo y comunicarle su posición. Luego continuó:
“Negocie tregua con huelguistas, pues recuperación mercancía mutuo beneficio. Stop. Vaya camión punta norte O’chee Pan y localice campamento pigmeos en bosque mongongo. Stop. Jefe llamado Kwi. Stop. Diga Kwi "Niña Nam kaleya" Repito "Niña Nam kaleya".”
Cabía agradecer que la palabra kaleya se pudiera volcar al alfabeto romano y no requiriera las complicaciones tonales ni los chasquidos del idioma bosquimano. Kaleya era la llamada de alarma, el pedido de ayuda que ningún miembro del clan podía ignorar.
“Lleve Kwi con usted”, prosiguió. Después de añadir el resto de sus instrucciones, hizo una pausa. Twentyman-Jones acusó recibo del mensaje y transmitió:
“Está usted sana y salva. Pregunta. Vingt.”
“Afirmativo. Fin. Juno.”
Se secó el sudor de la cara con la bufanda de seda amarilla. Estaba sentada a pleno sol. Luego flexionó los dedos y se inclinó una vez más sobre el tablero para marcar la señal de llamada a su operador instalado en las oficinas de la Compañía Courtney, en Windhoek.
La respuesta fue inmediata. Obviamente, el operador había estado siguiendo su transmisión a Twentyman-Jones, pero ella preguntó:
“¿Ha copiado previo?”.
“Afirmativo”.
Fue la respuesta.
“Transmita previo a administrador coronel Blaine Malcomess más lo siguiente. Comillas. Solicito cooperación captura delincuentes y rescate mercancía robada. Stop. Tiene usted información gran número caballos robados o comprados por Lothar De La Rey tres últimos meses. Responda urgente. Fin. Juno.”
El operador lejano acusó recibo y continuó:
“Picapleitos a Juno.”
Abe debía de haber sido llamado a la oficina de telégrafos al recibirse la primera transmisión.
“Muy preocupado tu seguridad. Stop. Mantén tu posición actual. Stop.”
Centaine exclamó, irritada:
—¿Creerá que me chupo el dedo?
Pero copió el resto del mensaje.
“Escolta armada partió Windhoek 5 a.m. Stop. Debería alcanzarte mañana temprano. Stop. Espera respuesta Malcomess. Fin. Picapleitos.”
Los cables tenían longitud suficiente para permitirle trasladar el tablero a la banda de sombra, bajo el barranco. Mientras esperaba, dedicó toda su concentración a la tarea que tenía por delante.
Había ciertos hechos obvios. El primero de ellos era que jamás atraparían a Lothar De La Rey en una persecución directa. Llevaba demasiada ventaja y se encaminaba hacia un paraje que conocía bien, pues había pasado la mitad de su vida viajando y cazando allí.
Ningún hombre blanco viviente podía igualarle, ni siquiera ella, pero sí el pequeño Kwi.
“Tenemos que descubrir su rumbo e interceptarle. Harán falta caballos. Los camiones serían inútiles en ese terreno. Lothar lo sabe; confía en eso. Elegirá una carretera que los camiones no puedan utilizar.”
Cerró los ojos y visualizó un mapa del territorio septentrional, esa vasta e imponente extensión desértica llamada Bosquimana. Hasta donde ella sabía, sólo se podía encontrar agua de superficie en dos puntos: el que ella denominaba Olla del Elefante y un pozo profundo, al pie de una colina de esquisto. Eran lugares secretos de los bosquimanos; el viejo O’wa, su abuelo adoptivo, se los había mostrado quince años antes. Se preguntó si podría hallarlos otra vez. De todos modos, estaba segura de que Lothar los conocía y se encaminaría hacia allí. Probablemente sabía de otros abrevaderos que ella ignoraba.
El sonido del telégrafo la sobresaltó.
“Malcomess a Juno. Policía informa robo 26 caballos cuartel militar Okahandja 3 mes pasado. Stop. Sólo dos recobrados. Stop. Consigne cualquier otro requerimiento.”
Acerté! —exclamó ella—. Lothar ha instalado puestos de remonta en el desierto.
Cerró los ojos, tratando de imaginar el mapa del territorio, calculando distancias y tiempos. Por fin volvió a abrirlos y se inclinó sobre la llave.
“Convencida fugitivos intentan llegar río Okavango directo. Stop. Reúna pequeña fuerza hombres experiencia en desierto y caballos remonta. Stop. Reunión urgente Misión Kalkrand. Stop. Asistiré con rastreadores bosquimanos.”
Twentyman-Jones llegó antes que la escolta de Windhoek. O’chee Pan estaba en el trayecto, a pocos kilómetros desde la carretera. El camión de la empresa se acercó tronando por la planicie, y Centaine corrió a su encuentro, agitando las manos por encima de la cabeza, entre locas carcajadas de alivio. Se había puesto los pantalones y las botas de montar que llevaba en su equipaje.
Twentyman-Jones bajó de un salto y arrastró sus largas piernas en una carrera torpe.
—Gracias a Dios —murmuró con fervor, estrechándola contra su pecho—. Está a salvo, gracias a Dios. Era la primera vez que la abrazaba. Avergonzado de inmediato, la soltó y dio un paso atrás, frunciendo el entrecejo para disimular.
—¿Halló a Kwi? —preguntó ella.
—Está en el camión.
Centaine corrió hacia el vehículo. Kwi y Kwi el Gordo estaban acurrucados en la parte trasera, claramente aterrorizados por la experiencia. Parecían animalitos salvajes enjaulados; sus enormes ojos oscuros estaban nublados.
—¡Nam! —chilló Kwi.
Ambos se precipitaron hacia ella, en busca de consuelo, gorjeando y emitiendo chasquidos de alivio y regocijo. Ella los abrazó como a criaturas asustadas, murmurando frases reconfortantes y cariñosas.
—Desde ahora estaré con vosotros. No hay nada que temer. Estos blancos son buenos y yo no los abandonaré. Pensad en las cosas que podréis contar a la gente del clan cuando volváis. Seréis famosos entre todos los San y vuestros nombres serán repetidos por todo el Kalahari.
Ellos rieron alegremente ante la idea, infantiles, olvidando sus miedos.
—Yo seré aun más famoso que Kwi el Gordo —se jactó Kwi—, porque soy mayor, más rápido y más inteligente. El otro se envaró.
—Los dos seréis famosos —intervino Centaine, apresuradamente, para evitar la inminente disputa—. Voy a rastrear a hombres malos, que me han hecho un gran daño. Los seguiréis y me llevaréis hasta ellos. Después os daré regalos que sólo en sueños habéis visto, y todos dirán que nunca hubo cazadores y rastreadores que pudieran igualar a Kwi y a su hermano Kwi el Gordo. Pero ahora debemos darnos prisa, para que los malos no se nos escapen.
Corrió hacia Twentyman-Jones, mientras los pequeños San la seguían pisándole los talones, como perros fieles.
—De La Rey dejó los diamantes industriales. Los he enterrado en el lecho del río.
Se detuvo, sorprendida, al reconocer a los dos hombres que llegaban con TewntymanJones. El conductor era Gerhard Fourie; su acompañante, Maclear, otro de los miembros del comité de huelga. Los dos parecían acobardados. Maclear habló por ambos.
—Nos alegra mucho que esté sana y salva, señora Courtney. No hay un hombre en toda la mina que no se haya vuelto loco de preocupación por usted. Gracias, señor Maclear.
—Cuente con nosotros para lo que sea, señora. Esto nos afecta a todos.
—Desde luego, señor Maclear. Si no hay diamantes, no hay salarios. ¿Quieren ayudarme a recuperar las piedras que dejaron los ladrones? Después iremos a Kalkrand. ¿Tiene combustible suficiente para llegar, señor Fourie?
—Mañana por la mañana estará en Kalkrand, señora —prometió el conductor.
El lugar nombrado era el final de la carretera. Más allá no había caminos.
La carretera que Fourie había cogido para llevarlos a Kalkrand era un amplio círculo que rodeaba los terrenos intransitables del centro de Bosquimania. Cuando llegaran al destino habrían avanzado doscientos veinte kilómetros hacia el norte con respecto al punto donde Lothar había interceptado a Centaine, pero cien más al oeste. Así, la distancia ganada sería de ciento veinte kilómetros; menos aún si Lothar había tomado un rumbo más hacia el este, rumbo al río Okavango. Naturalmente, también era posible que Centaine se equivocara, que hubiera escapado en otra dirección, pero no quería siquiera pensar en esa posibilidad.
—Hace poco había tráfico en esta carretera —dijo a Twentyman-Jones, mirando por el parabrisas—. Al parecer, fueron otros dos camiones. ¿Podría ser el destacamento policial que envía el coronel Malcomess?
—En ese caso, el hombre ha hecho maravillas para ponerlos en marcha tan pronto.
—Deberían haber cogido la carretera principal hacia el norte, hacia Okahandja, antes de girar en esta dirección.
Centaine deseaba con todas sus fuerzas que se tratara del destacamento, pero el ingeniero sacudió la cabeza, dubitativo.
—Lo más probable es que haya sido una caravana de aprovisionamiento para la misión. Apostaría a que tendremos que retrasarnos en la misión, esperando que lleguen los caballos y la policía.
Los techos galvanizados aparecieron por delante, en la niebla matinal. Era un sitio desolado, por debajo de los barrancos de esquisto rojo, probablemente elegido porque había aguas subterráneas.
—Son dominicos alemanes —informó Twentyman-Jones a Centaine, mientras avanzaban a tumbos por el último kilómetro—. Atienden a las tribus ovahimbas nómadas de esta zona. Centaine le interrumpió:
¡Mire! Hay camiones aparcados junto a la iglesia, y caballos abrevando junto al molino de viento. ¡Y allí, mire! Un hombre de uniforme. ¡Son ellos! Nos están esperando. El coronel Malcomess cumplió su promesa.
Fourie se detuvo ante los dos camiones policiales del color de la arena. Centaine bajó de un salto y llamó con un grito al hombre uniformado, que corría al encuentro de los recién llegados.
—¡Hola, agente! ¿Quién está al mando?
Paró de hablar, ya que en la galería del edificio de piedras, junto a la pequeña iglesia, acababa de aparecer una silueta alta. Llevaba pantalones de montar, de gabardina caqui, y botas marrones muy lustradas. Iba poniéndose una guerrera de oficial sobre la camisa y los tirantes, mientras bajaba ágilmente los peldaños para acercarse a ella.
Coronel Malcomess, no esperaba encontrarle personalmente aquí.
—Usted pidió plena cooperación, señora Courtney.
Cuando el hombre le tendió la mano, la electricidad estática encendió una chispa azul entre los dedos que se acercaban. Centaine, riendo, apartó bruscamente la mano. Luego, como él siguiera con la diestra tendida, la cogió otra vez. El apretón fue firme, seco, tranquilizante.
—No pensará acompañarnos por el desierto, ¿verdad? Usted tiene sus tareas de administrador.
—Si yo no voy, usted tampoco. —El hombre sonrió—. He recibido instrucciones estrictas del general Hertzog, el Primer Ministro, y del líder de la oposición, el general Smuts, en cuanto a cuidar de usted personalmente. Al parecer, señora, usted tiene fama de ser muy terca. Los dos ancianos caballeros están muy preocupados.
—Tengo que ir —interrumpió ella—. No hay otro que pueda entenderse con los rastreadores bosquimanos. Sin ellos, los ladrones escaparán.
Él inclinó la cabeza, en señal de acuerdo.
—Según creo, la intención de los dos dignos generales es que ni usted ni yo vayamos, pero prefiero interpretar sus órdenes como instrucciones de que lo hagamos los dos. —De pronto sonrió como un escolar travieso a punto de hacer novillos—. Me temo que no podrá deshacerse de mí.
Ella pensó en viajar con él por el desierto, lejos de su esposa. Por un momento olvidó a Lothar De La Rey y los diamantes. De pronto se dio cuenta de que aún se tenían de la mano, a la vista de todos, y la soltó, preguntando con energía:
—¿Cuándo podemos partir?
A manera de respuesta, él giró en redondo y aulló:
—¡A ensillar! ¡A ensillar! ¡Partimos inmediatamente! Mientras los policías corrían a los caballos, él volvió a encararse a ella, metódico y competente.
—Y ahora, señora Courtney, ¿tendrá la bondad de revelarme sus intenciones… y adónde diablos vamos?
Ella se echó a reír.
—¿Tiene un mapa?
—Por aquí.
La condujo a la oficina de la misión y la presentó rápidamente a los dos sacerdotes dominicos alemanes que dirigían el lugar. Después se inclinó sobre su gran mapa a escala extendido sobre el escritorio.
—Indíqueme lo que tiene pensado —la invitó.
Ella se puso a su lado, sin llegar a tocarle.
—El robo se produjo aquí. —Tocó el punto con el dedo—. Seguí el rastro en esta dirección. El hombre se encamina hacia territorio portugués; de eso estoy completamente segura. Pero tiene que cruzar cuatrocientos cincuenta kilómetros para llegar.
—Y lo que ustedes han hecho es adelantarse en círculo —asintió él—. Ahora quiere ir al este, por el desierto, para interceptarle. Pero este país es muy grande. Es como buscar una aguja en un pajar, ¿no le parece?
—El agua —dijo ella—. Habrá dejado caballos de remonta donde haya agua. De eso estoy segura.
—¿Los caballos robados al ejército? Sí, comprendo, pero allí no hay agua.
—Sí que hay. No está señalada en el mapa, pero él sabe dónde está. Mis bosquimanos también lo saben. Le interceptaremos en uno de los abrevaderos. Si nos gana terreno, allí encontraremos su rastro.
El se incorporó para enrollar el mapa.
—¿Le parece posible?
—¿Que se nos haya adelantado? —preguntó Centaine—. Recuerde que es un hombre curtido y que este desierto es como el patio de su casa. No le subestime, coronel. Sería un grave error.
—He estudiado el prontuario de ese hombre. —El administrador guardó el mapa en su estuche de cuero y se puso un casco de grueso corcho, con un borde ancho que le protegía el cuello. Además, le cubría las orejas, aumentando su estatura, ya impresionante—. Es un hombre peligroso. En otros tiempos hubo diez mil libras de recompensa por su cabeza. No creo que sea fácil.
Un sargento de la policía apareció en el umbral de la puerta, a sus espaldas.
—Todo listo, coronel.
—¿Ensilló el caballo de la señora Courtney?
—¡Sí, señor!
El sargento era delgado, moreno y musculoso, de gruesos bigotes caídos. Centaine aprobó la elección. Blaine Malcomess reparó en su escrutinio.
—Le presento al sargento Hansmeyer. Fuimos compañeros en la campaña de Smuts.
—Mucho gusto, señora Courtney. Me han hablado mucho de usted. —El sargento se cuadró marcialmente.
—Me alegro de tenerlo con nosotros, sargento.
Intercambiaron un rápido apretón de manos con los dominicos y salieron a la luz del sol. Centaine se acercó al bayo grande y fuerte que Blaine le había asignado, y le ajustó los estribos.
—¡Monten! —ordenó Blaine Malcomess.
Mientras el sargento y sus cuatro agentes subían a las sillas, Centaine se volvió rápidamente hacia Twentyman-Jones.
—Me gustaría acompañarles, señores Courtney —dijo él—. Hace veinte años, nada me lo habría impedido.
Ella sonrió.
—Cruce los dedos por nosotros. Si no rescatamos esos diamantes, es probable que usted vuelva a trabajar para De Beers, mientras yo hago tapices en el asilo para indigentes.
—Maldito sea el cerdo que le hizo esto —dijo él—. Tráigalo encadenado.
Centaine montó el caballo; lo sintió firme y seguro bajo su cuerpo, cuando se acercaba a la cabalgadura de Blaine.
—Puede soltar a sus sabuesos, señora Courtney —invitó él, sonriente.
—Llévanos al agua, Kwi —pidió ella, levantando la voz.
Los dos pequeños bosquimanos, llevando a la espalda sus arcos y sus fundas de flechas envenenadas, pusieron rumbo al este. Las pequeñas cabezas, cubiertas de manchas, se bambolearon. Con las redondas nalgas abultadas sobre el breve taparrabo, al vuelo los piececitos infantiles, iniciaron la marcha. Habían nacido para correr, y los caballos se pusieron al trote para no perderles de vista.
Centaine y Blaine cabalgaban juntos, a la cabeza de la columna. El sargento y sus cuatro agentes les seguían detrás, cada uno llevando la rienda de dos caballos de remonta, cargados con el agua; llevaban cuarenta litros, en grandes botellas redondas, cubiertas de fieltro. Era suficiente para tres días, si se la utilizaba con cuidado, pues tanto hombres como animales estaban habituados al desierto, Centaine y Blaine cabalgaban en silencio, aunque una vez cada tanto ella le mirara por el rabillo del ojo. Blaine, impresionante de pie, lucía majestuosamente a caballo. Se convertía en un centauro, en una parte del animal que montaba; ella comprendió entonces cómo había ganado su reputación internacional de jugador de polo.
Mientras le observaba, comenzó a corregir pequeñas faltas en su propia postura, las malas costumbres adquiridas con el correr de los años. Por fin lució sobre la silla tan correcta como él. Se sentía capaz de cabalgar eternamente por el desierto que tanto amaba con ese hombre a su lado.
Cuando cruzaron la cresta de esquisto, Blaine habló por primera vez.
—Usted tenía razón. Jamás habríamos podido cruzar por aquí con camiones. Tenía que ser a caballo.
—Todavía no hemos llegado al caliche, y después vendrá la arena. Hubiéramos estado siempre atascados —expresó ella.
Los kilómetros quedaban atrás. Los bosquimanos se adelantaban brincando sin vacilar; corrían en línea recta y con toda certeza hacia la meta distante. A cada hora, Blaine detenía la hilera y dejaba que los caballos descansaran; mientras tanto, desmontaba y se acercaba a sus hombres para hablarles en voz baja; de ese modo los iba conociendo. Revisaba las alforjas de los caballos de remonta, para asegurarse de que los animales no estuvieran mortificados y tomaba precauciones para evitar la fatiga y los daños. A los cinco minutos ordenaba reiniciar el trote.
Cabalgaron hasta que oscureció por completo. Sólo entonces dio Blaíne órdenes de detenerse. Supervisó la distribución de agua y se aseguró de que los caballos recibieran una buena friega antes de llegar a la pequeña hoguera de Centaine. Ésta había terminado ya con sus obligaciones; después de alimentar a los bosquimanos y ponerlos cómodos para que pasaran bien la noche, estaba preparando la comida para Blaine y para sí misma. En cuanto él se sentó enfrente, en cuclillas, le entregó su plato de lata.
—Lamento informarle, señor, que el faisán y el caviar se han terminado. Pero puedo recomendarle el guiso de carne en conserva.
—Es extraño, pero sabe riquísimo cuando se come así. —Blaine comió con franco apetito. Luego fregó el plato vacío con arena seca, antes de devolverlo a Centaine, y encendió un puro con una ramita del fuego—. Y qué bien sabe el cigarro con un dejo de humo de leña.
Centaine limpió y guardó todo, a fin de partir rápidamente por la mañana. Después volvió junto a la fogata, pero vaciló al llegar al sitio donde había estado sentada, frente a Blaine. Él se había movido, dejando libre la mitad de la manta sobre la cual estaba sentado, y la mujer la ocupó sin decir una palabra, con las piernas recogidas bajo el cuerpo. Los separaban apenas unos cuantos centímetros.
—Qué bello es —murmuró Centaine, levantando la vista al cielo nocturno—. Las estrellas están tan cerca… Tengo la sensación de que podría estirar la mano para arrancarlas y tejer con ellas una guirnalda de flores silvestres para usarlas alrededor del cuello.
—Pobres estrellas —dijo él, con suavidad—. Palidecerían hasta la insignificancia.
Ella volvió la cabeza para sonreírle y dejó el cumplido suspendido entre ambos. Lo saboreó por un momento antes de levantar nuevamente la cara al cielo.
—Ésa es mi estrella favorita —dijo, señalando a Acrux, en la Cruz del Sur. Michael la había elegido para ella. Michael… Experimentó una punzada de remordimientos al recordarlo, pero ya no era tan aguda—. Y la suya, ¿cuál es?
—¿Debo tener una?
—Oh, sí —asintió ella—. Es absolutamente imprescindible. —Después de una pausa añadió, casi con timidez—: ¿Me permite que le elija una?
—Sería un honor. —No se burlaba; estaba tan serio como ella.
—Aquélla. —Centaine apuntó hacia el norte, donde la senda del Zodiaco se encendía en el cielo—. Aquélla, Régulus, en la constelación del León, su signo natal. La escojo y te la doy, Blaine.
Por fin le había tuteado.
—Y yo la acepto con toda gratitud. Desde ahora en adelante, Centaine, cada vez que la vea pensaré en ti.
Era una prenda de amor, dada y recibida. Ambos lo comprendieron así y enmudecieron ante la importancia del momento.
—¿Cómo sabías que mi signo natal era Leo? —preguntó él, por fin.
—Lo averigüé —respondió ella, sin malicia—. Me pareció necesario saberlo. Naciste el 28 de julio de 1893. Y tú, en el primer día del nuevo siglo. De ahí tu nombre. Yo también hice averiguaciones. También me parecía necesario saberlo.
A la mañana siguiente, mucho antes de que aclarara, partieron hacia el este, con los bosquimanos a la vanguardia.
Salió el sol y su calor se derrumbó sobre ellos, secando el sudor de los caballos hasta convertirlo en cristales de sal blanca sobre sus flancos. Los agentes cabalgaban encorvados, como cargando un peso enorme. El sol cruzó su cenit y resbaló hacia el oeste. Sus sombras se estiraron en la tierra, hacia delante, y el color volvió al desierto: matices de ocre, rosa durazno y ámbar quemado.
Un tramo más allá, Kwi se detuvo súbitamente y aspiró el aire seco y duro a través de sus achatadas fosas nasales. Kwi el Gordo le imitó; parecían dos perros de caza olfateando faisanes.
—¿Qué hacen? —preguntó Blaine, frenando el caballo detrás de Centaine.
Antes de que ella pudiera responder, Kwi soltó un grito gorjeante y partió a toda carrera, seguido por su hermano.
—Agua. —Centaine se levantó sobre los estribos—. Han olfateado el agua.
—¿Lo dices en serio? —preguntó él, mirándola fijamente.
—Yo tampoco podía creerlo la primera vez —rió ella—. O’wa era capaz de olerla a siete u ocho kilómetros de distancia. Ven, te lo demostraré.
Y puso su caballo al trote.
Hacia delante, saliendo del resplandor polvoriento, apareció una leve irregularidad en el terreno: una colina morada, desnuda de toda vegetación, a excepción de un extraño árbol antediluviano en su cima: un kokerboom, cuya corteza parecía la piel de un reptil. Centaine reconoció el lugar con una punzada de recuerdo y nostalgia. Había estado allí con los dos pequeños seres amarillos a quienes había amado, llevando a Shasa en su vientre.
Antes de llegar a la colina, Kwi y Kwi el Gordo detuvieron su carrera y se inclinaron juntos para examinar la tierra. Cuando Centaine les alcanzó, hablaban nerviosamente. Ella tradujo para que Blaine lo entendiera, también tartamudeando por los nervios:
—Hemos dado con el rastro. Es De La Rey, no cabe duda. Tres jinetes provenientes del sur, que se dirigían hacia la fuente, han abandonado los caballos agotados y van a todo galope, exigiendo el máximo de sus animales. Los caballos ya están claudicando. De La Rey ha calculado muy bien.
Centaine apenas podía contener su alivio. Sus suposiciones eran correctas: Lothar se encaminaba hacia la frontera portuguesa, después de todo. Él y los diamantes no le llevaban mucha ventaja.
—¿Cuándo pasaron, Kwi? —preguntó, apeándose de un salto para examinar personalmente el rastro.
—Esta mañana, Niña Nam —le dijo el pequeño bosquimano, señalando al cielo para indicar el sitio donde había estado el sol al pasar Lothar.
—Justo después del amanecer. Nos llevan unas ocho horas —informó ella a Blaine.
—Es mucho tiempo para recuperar —observó él, gravemente. A partir de ahora, cada minuto que ahorremos valdrá mucho. ¡Tropa, adelante!
Cuando estaban a unos ochocientos metros de la colina, con el kokerboom en la cima, Centaine dijo a su compañero: Hubo otros caballos pastando por aquí. Un considerable número, durante varias semanas. Hay señales por todas partes. Es como supusimos: De La Rey hizo que uno de sus hombres los trajera hasta aquí. Deberíamos hallar más señales en el abrevadero.
Pero se calló para mirar hacia delante. Había tres montones oscuros, amorfos, en la base de la colina.
—¿Qué es eso? —Blaine estaba ligeramente intrigado. Sólo al acercarse comprendieron de qué se trataba.
¡Caballos muertos! —exclamó Centaine—. De La Rey debe de haber matado a sus caballos agotados.
—No. —Blaine desmontó para examinarlos—. No hay orificios de balas.
La mujer miró su entorno. Vio la empalizada primitiva donde se había amarrado a los caballos, a la espera de que Lothar llegara, y la pequeña choza de paja donde viviera el hombre encargado de atenderlos.
—Kwi —llamó—, busca el rastro que parte de aquí. Kwi el Gordo, revisa el campamento. Busca cualquier cosa que nos revele algo más sobre los malos hombres que estamos persiguiendo.
Luego azuzó a su caballo rumbo a la fuente.
Estaba al pie de la colina. El agua subterránea había quedado atrapada entre dos estratos de esquisto morado, y desde ese lugar salía a la superficie. Los cascos de animales salvajes y los pies descalzos de los San, que bebían allí desde hacía miles de años, habían desgastado los bordes de pizarra. El agua estaba a cuatro metros y medio, en el fondo de una profunda olla cónica.
En el sitio más próximo a la colina, un estrato de esquisto sobresalía encima del estanque, como el techo de una galería, protegiendo el agua de los rayos directos del sol; así se mantenía fresca y la protegía de una rápida evaporación. Era un diminuto estanque claro, no mucho mayor que una bañera, constantemente alimentado por la fuente natural. Centaine sabía, por experiencia, que tenía el gusto salobre de los minerales disueltos y el fuerte olor de los excrementos y la orina de pájaros y animales.
El estanque en sí captó su atención sólo durante unos segundos; de inmediato quedó paralizada en la montura; su mano voló a la boca, en un instintivo gesto de horror, en cuanto vio la tosca estructura erigida en la ribera, a la orilla del estanque.
Era una gruesa rama de espino, desprovista de corteza y plantada en la tierra dura, para servir como poste. En la base había piedras amontonadas en forma de pirámide, para apuntalarla; en el extremo superior se veía una lata vacía de un litro, puesta a manera de casco. Abajo, una tabla clavada al poste, con palabras escritas en negro, probablemente con la punta de un tizón:
POZO ENVENENADO
La lata vacía era de color rojo intenso, con un cráneo negro sobre tibias cruzadas; abajo, el temible título:
ARSÉNICO
Blaine estaba junto a ella. Ambos guardaban un silencio tal que Centaine creyó oír los crujidos del esquisto, como los de un horno al enfriarse. Por fin Blaine dijo:
—Los caballos muertos. Esto lo explica. ¡Qué sucia bestia!
Su voz se quebró de indignación. Hizo girar a su caballo y se alejó al galope para reunirse con la tropa. Centaine le oyó gritar:
—Sargento, revise el agua que queda. El pozo está envenenado.
Y el sargento Hansmeyer emitió un silbido grave.
—Bueno, aquí se acaba la persecución. Tendremos suerte si logramos llegar nuevamente a Kalkrand.
Centaine se descubrió temblando de ira y frustración.
—Se va a escapar —murmuró para sí—. Ha ganado con la primera treta.
El caballo, al olfatear el agua, trató de bajar por la ribera. Ella lo apartó con las rodillas, pegándole en el cuello con el extremo de las riendas. Lo ató al final de la línea de caballos y le puso una ración de avena y papilla en la bolsa.
Blaine se acercó a ella.
—Lo siento, Centaine —dijo, en voz baja—. Tendremos que volver atrás. Seguir sin agua es un suicidio.
—Lo sé.
—Es una treta muy sucia. —Blaine meneó la cabeza—. Envenenar un pozo de agua que mantiene tanta vida en el desierto… La destrucción será horrible. Sólo una vez lo he visto hacer: cuando estábamos en la marcha desde Walvis, en 1915…
Se interrumpió, pues el pequeño Kwi se acercaba al trote, con un parloteo excitado.
—¿Qué dice? —preguntó.
—Uno de los hombres que estamos siguiendo ha enfermado —respondió Centaine, con celeridad—. Kwi ha hallado estos vendajes.
El pigmeo tenía un doble puñado de trapos manchados y sucios, que ofrecía a Centaine. Ella ordenó, secamente:
—Déjalos en el suelo, Kwi. El olor a pus y a podredumbre le había llegado a la nariz. El hombrecillo, obediente, dejó el bulto a sus pies. Blaine cogió la bayoneta para esparcir las tiras de tela en la arena.
—¡La máscara! —exclamó Centaine, al reconocer la bolsa de harina que Lothar se había puesto en la cabeza.
Estaba tiesa de sangre seca y pus amarillo, al igual que las tiras arrancadas a una camisa caqui.
—El hombre enfermo se acostó mientras los otros ensillaban caballos frescos. Tuvieron que ayudarle a levantarse y a montar. —Kwi había leído todo eso en el rastro.
—Le mordí —dijo Centaine, con suavidad—. Mientras luchábamos le hundí los dientes en la muñeca. Llegué al hueso. Le hice una herida muy profunda.
—La mordedura humana es casi tan peligrosa como la picadura de serpiente —asintió Blaine—. Si no se la cura, casi siempre termina en envenenamiento de la sangre. De La Rey está enfermo y su brazo debe de ser un desastre, a juzgar por lo que veo. —Tocó los fétidos vendajes con la punta de la bota—. Le habríamos alcanzado. En ese estado, es casi seguro que le habríamos capturado antes de que llegara al río Okavango. Si al menos tuviéramos agua suficiente para seguir… —Volvió la espalda a la mujer para no ver su rostro desdichado, y se dirigió al sargento con voz áspera—. A partir de ahora, las raciones de agua se reducen a la mitad. Iniciaremos el regreso a la misión al caer la noche. Viajaremos aprovechando las horas frescas.
Centaine no podía quedarse inmóvil. Caminó a grandes pasos hacia el pozo de agua y se detuvo en la parte alta de la ribera, contemplando el letrero con su mensaje fatal.
—¿Cómo pudiste hacer eso, Lothar? —susurró—. Eres duro y estás desesperado, pero esto es horrible…
Bajó lentamente por el barranco y se sentó en cuclillas en el borde del agua. Alargó una mano para tocarla con la punta de los dedos. Estaba fría, como la muerte. Siguió mirándola con fijeza, mientras se secaba cuidadosamente los dedos en la pernera de los pantalones. Pensaba en el comentario de Blaine: “Sólo una vez lo he visto hacer: cuando estábamos en la marcha desde Walvis, en 1915…” Pronto, una conversación olvidada resurgió desde el fondo de su mente, donde había permanecido sepultada durante tantos años. Recordó la cara de Lothar De La Rey a la luz del fuego mientras le confesaba, con ojos desolados:
—Tuvimos que hacerlo. Al menos, entonces me pareció que era preciso. Las fuerzas de la Unión nos estaban presionando mucho. Si yo hubiera adivinado las consecuencias…
Se había detenido, con la vista clavada en el fuego. En aquel entonces, ella le amaba profundamente. Era su mujer. Aunque aún no lo sabía, ya llevaba un hijo suyo en el vientre. Había alargado la mano para consolarle.
—No importa.
Pero él volvió su rostro trágico hacia ella.
—Sí que importa, Centaine —le había dicho—. Fue lo más horrible que hice jamás. Volví al pozo de agua un mes más tarde, como los asesinos. El hedor se percibía desde uno o dos kilómetros de distancia: había animales muertos por doquier: cebras, antílopes, cha-cales y pequeños zorros del desierto, pájaros… Hasta los buitres que se habían alimentado con los cadáveres podridos. Cuánta muerte… Es algo que recordaré hasta el día en que muera, lo único de lo que me avergüenzo de verdad. Y tendré que responder por eso.
Centaine se irguió lentamente. Su ira y su tristeza se apagaron poco a poco, ante una creciente marea de excitación. Tocó otra vez el agua y observó los círculos que se extendían por la límpida superficie.
—Lo decía sinceramente —recordó, en voz alta—. Estaba avergonzado de verdad. No habría podido hacer otra vez lo mismo. —Se estremeció de horror al decidir qué iba a hacer. Para tomar coraje prosiguió, con voz levemente estremecida—: Es una falsa amenaza. El cartel es mentira. Debe de ser… —Pero se detuvo al pensar en los tres caballos muertos—. Él los mató. Estaban acabados y los envenenó como parte del engaño. Probablemente les dio el veneno en un balde, pero no del pozo de agua. No habría podido hacer dos veces lo mismo.
Se quitó el sombrero con lentitud y se sirvió de la ancha ala para retirar la capa de polvo y basura que flotaba en la superficie. Luego llenó el sombrero de agua clara y fresca y lo sostuvo con las dos manos mientras reunía valor. Aspiró profundamente y tocó el agua con los labios.
¡Centaine!
Blaine, rugiendo de espanto y cólera, bajó a saltos por el barranco y le arrebató el sombrero. El agua cayó sobre las piernas de la mujer, empapándole los pantalones. El la cogió por los brazos para levantarla, y la sacudió. Tenía la cara hinchada y oscura; los ojos le centelleaban de ira. ¿Te has vuelto completamente loca, mujer?
La zarandeaba brutalmente, apretándole la carne de los antebrazos.
—Me estás haciendo daño, Blaine. ¿Que te estoy haciendo daño? ¡Podría azotarte, so…!
—Es una mentira, Blaine, estoy segura. —Estaba asustada. Esa ira resultaba un terrible espectáculo—. ¡Por favor, Blaine, escúchame!
Vio el cambio en sus ojos cuando finalmente Blaine recobró el control.
—Oh, Dios —dijo él—, pensé que…
—Me estás haciendo daño —repitió Centaine, estúpidamente. Él la soltó.
—Disculpa. —Jadeaba como si hubiera corrido una maratón—. Pero no vuelvas a hacerme eso, mujer. La próxima vez, no sé como voy a reaccionar. —¡Blaine! Escúchame. Es una amenaza falsa. Él no ha envenenado el agua. Me jugaría la vida.
—Eso ibas a hacer —grujió ruñó él. Pero ahora lo escuchaba—. ¿Cómo has llegado a esa conclusión? Se inclinó hacia ella, interesado, dispuesto a dejarse convencer.
—En otros tiempos lo traté. Llegué a conocerlo muy bien. Y le oí hacer un juramento. Fue él quien envenenó el pozo de agua que mencionaste, en 1915. Lo admitió, pero juró que jamás volvería a hacerlo. Describió la matanza que se produjo en el pozo de agua y pronunció un juramento.
—Los caballos muertos que encontramos allí —apuntó Blaine—. ¿Cómo explicas eso?
—Bueno, los envenenó. De cualquier modo, tenía que matarlos. Estaban agotados; no podía dejárselos a los leones. —El coronel caminó hasta el borde del agua y miró fijamente hacia el fondo—. Ibas a correr ese riesgo… —Se interrumpió, súbitamente estremecido. Luego apartó la vista del agua y llamó:
—¡Sargento Hansmeyer!
—Sí, señor. —El hombre acudió desde las líneas de caballos.
—Tráigame la yegua coja, sargento.
Hansmeyer volvió a las líneas y condujo al animal hasta el pozo de agua. La yegua renqueaba de la pata delantera derecha. De cualquier modo, había que abandonarla.
—¡Déjela beber! —ordenó el coronel.
—¿Señor? —Hansmeyer puso cara de desconcierto. Al comprender las intenciones de Blaine pareció alarmado—. ¿De la fuente? Está envenenada.
—Eso es lo que queremos descubrir —replicó Blaine, tozudo—. ¡Deje que beba!
La yegua negra bajó por el barranco y agachó el largo cuello hacia el estanque. Bebió a grandes tragos. El líquido chapoteaba en su vientre, parecía hincharla a ojos vista.
—No se me ocurrió probar con uno de los caballos —susurró Centaine—. Oh, será terrible si me equivoco. Hansmeyer dejó que la yegua bebiera hasta saciarse. Después, Blaine ordenó:
—Llévesela. —Consultó su reloj—. Le daremos una hora —decidió.
Cogió a Centaine de la mano y la condujo hasta la sombra del saliente. Allí se sentaron, juntos.
—¿Dices que le conoces bien? —preguntó él, por fin—. ¿Hasta qué punto?
—Hace años… trabajaba para mí. Él hizo los primeros trabajos de desarrollo en la mina. Es ingeniero, ¿sabes?
—Sí, lo sé. Figura en su expediente. —El coronel guardó silencio—. Tienes que haber llegado a conocerlo muy bien para que él admitiera algo así ante ti. La culpa de cada uno es algo muy íntimo.
Ella no respondió. “¿Qué puedo decirle?”, pensó, “¿que fui la amante de Lothar De La Rey?, ¿que le amaba, que le di un hijo?”
De pronto, Blaine rió entre dientes.
—En realidad, los celos son una de las emociones menos gratas, ¿verdad? Retiro la pregunta. Fue impertinente. Perdóname. Ella le apoyó una mano en el brazo y le sonrió con agradecimiento.
—Eso no significa que te haya perdonado por el susto que me diste —añadió él, fingiendo severidad—. Me gustaría ponerte boca abajo sobre mis rodillas.
La idea despertó en Centaine una curiosa reacción de perversa excitación. Si la ira de Blaine la había asustado, eso también la excitaba. Él no se había afeitado desde que partieran; la barba incipiente era espesa y oscura como pelo de una comadreja, pero en ella había un solo pelo plateado. Crecía en la comisura de la boca, brillando como una estrella en la noche.
—¿Qué miras? —preguntó él.
—Me preguntaba si tu barba me pincharía… en el caso de que decidieras darme un beso en vez de una paliza.
Lo vio forcejear como hombre que se ahoga en la marea de la tentación. Imaginó los miedos, las dudas, la angustia del deseo hirviendo detrás de aquellos ojos verdes. Y esperó, con el rostro vuelto hacia él, sin retirarse ni avanzar, a que él aceptara aquello como lo inevitable.
Él le tomó la boca con fiereza, lo hizo casi con brusquedad, como si le enfadara su propia incapacidad de resistir, como si se irritara con ella por conducirle hasta el peligroso páramo de la infidelidad. Él absorbió toda la energía de su cuerpo, hasta dejarla laxa en sus brazos. El círculo de los brazos femeninos en torno a su cuello era tan fuerte como su boca, que se abría profunda, húmeda y suave, buscándolo.
Por fin se apartó de ella y se levantó de un salto para mirarla.
—Que Dios se apiade de nosotros —susurró.
Y subió a grandes pasos por el barranco; Centaine quedó a solas con su júbilo, su inquietud y su culpa, con la llama furiosa que él había encendido en su vientre.
Por fin la llamó el sargento Hansmeyer, acercándose al barranco.
—El coronel Malcomess pregunta por usted, señora.
Ella le siguió hasta donde estaban los caballos. Se sentía extraña, lejos de la realidad, como si sus pies no tocaran la tierra. Veía los contornos lejanos, como en un sueño.
Blaine estaba junto a la yegua coja, acariciándole el cuello. El animal resopló un poco, mordisqueándole la guerrera. Blaine miró a Centaine por encima de la cabeza de la yegua. No hay regreso —dijo, con suavidad. Ella aceptó la ambigüedad de sus palabras—. Seguimos adelante… juntos.
—Sí, Blaine —contestó Centaine, mansa.
—Y al diablo con las consecuencias —añadió Malcomess, con sequedad.
Se miraron un momento más. Finalmente, Blaine levantó la voz.
—Sargento, dé agua a todos los caballos y llene las cantimploras. Debemos recuperar nueve horas en la persecución.
Avanzaron durante toda la noche. Los pequeños bosquimanos seguían el rastro bajo la escasa luz de las estrellas y una astilla de luna. Cuando asomó el sol, las huellas aún continuaban hacia delante, invadidas por sombras púrpuras, que los rayos inclinados arrojaban. Ahora eran cuatro los jinetes de la banda fugitiva, pues el hombre que cuidaba los caballos junto a la fuente se les había unido; cada uno llevaba un caballo de remonta.
Una hora después del amanecer descubrieron el sitio donde los fugitivos habían pasado la noche anterior. Lothar dejó allí a dos de sus caballos deshechos, tratados brutalmente en una dura carrera que no contempló sus malas condiciones. Estaban aún junto a los restos de la fogata que Lothar había apagado con arena. Kwi apartó la arena y se arrodilló para soplar sobre las cenizas. Cuando surgió una pequeña llama bajo su aliento, sonrió como un genio travieso.
—Hemos recuperado cinco o seis horas mientras ellos dormían —murmuró Blaine, mirando a Centaine.
Ella irguió inmediatamente el cuerpo, doblegado por el cansancio.
—Revienta caballos como si le sobraran —comentó.
Ambos miraron a los dos animales abandonados. Tenían la cabeza gacha, con el hocico casi rozando el suelo; eran un par de yeguas castañas; una tenía una estrella blanca en la frente; la otra, patas blancas. Ambas se movían con gran dolor y dificultad; la lengua, negra e hinchada, asomaba por los costados de la boca.
—No malgastó agua en ellas —observó Blaine—. Pobres bestias.
—Tendrás que sacrificarlas —apuntó ella.
—Para eso las dejó, Centaine —indicó él, con suavidad.
—No comprendo.
—Por los disparos. Estará alerta para escucharlos.
—Oh, Blaine ¿qué vamos a hacer? No podemos dejarlas así.
—Prepara café y el desayuno. Todos estamos exhaustos: caballos y hombres. Tenemos que descansar unas horas antes de seguir. —Bajó de la silla y desató su rollo de mantas—. Mientras tanto, yo me encargaré de estos animales.
Sacudió su cuero de oveja mientras caminaba hacia la primera de las yeguas. Se detuvo frente a ella y extrajo la pistola de servicio, envolviéndose la mano con la manta.
La yegua cayó instantáneamente, tras el mido seco de la pistola; después de una patada espasmódica, se relajó y quedó inmóvil. Centaine apartó la vista y se distrajo echando café en la lata, mientras Blaine caminaba pesadamente hacia la otra yegua.
Fue un imperceptible movimiento de aire más que un ruido, leve como el aleteo de un pájaro, pero tanto Swart Hendrick como Lothar levantaron la cabeza y frenaron sus caballos. El jefe alzó la mano, pidiendo silencio. Todos esperaron sin respirar.
Se oyó otra vez: otro disparo lejano y sofocado. Lothar y Hendrick intercambiaron una mirada.
—Lo del arsénico no funcionó —gruñó el corpulento ovambo—. Debiste haber envenenado el agua de verdad, en vez de fingirlo. Lothar sacudió cansadamente la cabeza.
—Esa mujer debe de correr como un demonio. Apenas les llevamos cuatro horas de ventaja. Menos, si fuerzan sus caballos. Nunca pensé que pudiera seguirnos tan deprisa.
—No sabes seguro si es ella —apuntó Hendrick.
—Lo es. —Lothar no mostraba dejos de vacilación—. Juró que me seguiría.
Su voz era parca. Tenía los labios resquebrajados y escamosos de piel seca. Los ojos, inyectados en sangre, supuraban un líquido espeso como crema batida; por debajo, grandes ojeras amoratadas. Su barba era multicolor: oro, rojizo y blanco.
Llevaba el brazo vendado hasta el codo, pero el pus amarillo se filtraba a través de la tela. Se había colgado una cartuchera del cuello, a modo de cabestrillo, y apoyaba parcialmente el brazo herido en ella, pero también en la caja metálica atada a la silla.
Giró la cabeza para mirar hacia atrás, a través de la llanura, apenas cubierta de espinos y matas duras, pero el movimiento le provocó otro mareo, haciéndole tambalear. Tuvo que aferrarse a la caja metálica para no caer.
—¡Papá! —Manfred le sujetó por el brazo sano, con la cara distorsionada por la preocupación—. Papá, ¿estás bien? Lothar cerró los ojos antes de poder responder.
—Sí, bien —graznó.
Sentía que la infección iba agrandándose y deformando la carne de la mano y el brazo. La piel, fina y tensa, parecía a punto de estallar como una ciruela demasiado madura, y el calor del veneno fluía con su sangre. La sentía palpitar dolorosamente en las glándulas, debajo de la axila; desde allí se esparcía por todo su cuerpo, exprimiendo el sudor por su piel, quemándole los ojos y latiendo en sus sienes; le vibraba en el cerebro como un espejismo del desierto.
—Seguir —susurró—. Hay que seguir.
Hendrick cogió la rienda con que guiaba el caballo de su jefe.
—¡Espera! —barbotó Lothar, meciéndose en la montura—. ¿Cuánto falta para el próximo pozo de agua?
—Estaremos allí antes de mañana a mediodía.
Lothar trataba de concentrarse, pero la fiebre le llenaba la cabeza de calor y humo.
—Los mondadientes. Hay que soltar los mondadientes. Hendrick asintió. Transportaban aquellos clavos desde el escondrijo de las colinas. Pesaban treinta y cinco kilos; era una pesada carga para uno de los animales de remonta. Había llegado la hora de descargar parte del peso.
—Dejaremos un cebo para atraerla hacia ellos —graznó el jefe.
El breve descanso, la comida apresurada y hasta el café fuerte, caliente y demasiado dulce, sólo consiguieron aumentar la fatiga de Centaine.
“Pero no dejaré que él se dé cuenta”, se dijo, con firmeza. “No cederé mientras no lo hagan ellos.”
Sin embargo, sentía la piel tan seca que parecía a punto de desgarrarse como papel. El resplandor le dañaba los ojos, provocándole dolor de cabeza.
Echó una mirada de soslayo a Blaine. Permanecía derecho en la silla, infatigable, pero volvió la cabeza y sus ojos se suavizaron al mirarla.
—Dentro de diez minutos haremos una pausa para beber agua —le dijo, en voz baja.
—Pero si estoy bien —protestó ella.
—Todos estamos cansados. No hay por qué avergonzarse —dijo, haciéndole sombra en los ojos con una mano para mirar hacia delante:
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—No estoy seguro. —Blaine tomó los prismáticos que le colgaban en el pecho y los enfocó hacia el bulto oscuro que le había llamado la atención—. Todavía no veo qué es.
Y entregó los anteojos a Centaine, que miró por ellos.
—¡Los diamantes! —exclamó ella—. ¡Es la caja de los diamantes! La han dejado caer.
Su fatiga cayó como una capa abandonada. Antes de que él pudiera detenerla, golpeó con los talones los costados de su caballo y lo puso al galope, pasando junto a los bosquimanos. Los dos caballos de remonta se vieron obligados a seguirla, tirando de las riendas, con las botellas de agua balanceándose locamente en sus lomos.
—Centaine! —gritó Blaine, mientras espoleaba su cabalgadura, tratando de alcanzarla.
El sargento Hansmeyer, medio dormido en su silla, se reanimó instantáneamente al ver que los dos jefes se alejaban al galope.
—¡Tropa, adelante! —gritó.
Y todo el grupo salió disparado.
De pronto, el caballo de Centaine lanzó un relincho desgarrador y levantó las patas delanteras. Estuvo a punto de arrojarla, pero ella recobró el equilibrio como una verdadera amazona. Un momento después, los caballos de remonta relinchaban, entre coces y manotazos de dolor. Blaine trató de detenerse, pero era demasiado tarde: su caballo se había derrumbado; los animales de remonta, chillando, tiraban de las riendas.
—¡Alto! —aulló él. Giró desesperadamente, tratando de detener al sargento Hansmeyer haciendo señales con ambos brazos—. ¡Alto, tropa, alto!
El sargento reaccionó con celeridad. Hizo girar a su cabalgadura para bloquear el paso a los agentes que le seguían. Todos se detuvieron, en un enredo de caballos que tropezaban y levantaban polvo arremolinado como fina niebla.
Centaine desmontó de un salto para revisar las patas delanteras de su caballo. Las dos estaban sanas. Levantó uno de los cascos traseros y quedó petrificada. Una punta de metal oxidado estaba clavado en la ranilla; ya brotaba sangre oscura de la herida abierta formando una pasta fangosa con el fino polvo del desierto.
Centaine cogió la púa y trató de arrancarla, pero estaba muy clavada y el caballo temblaba de dolor. Tiró y trató de moverla, evitando cuidadosamente las púas que sobresalían; por fin, aquel horrible objeto quedó en su mano, mojado de sangre. Centaine se incorporó para mirar a Blaine. También él había revisado los cascos de su caballo; tenía dos clavos ensangrentados en la mano.
—Mondadientes —dijo—. No he visto estos malditos clavos desde la guerra.
Habían sido forjados de un modo tosco; tenían la forma de los omnipresentes espinos de la pradera africana; eran cuatro estrellas aguzadas, dispuestas de tal manera que siempre quedaba una punta hacia arriba; siete centímetros de hierro afilado, capaces de baldar a un hombre o a una bestia, o de desgarrar las cubiertas de cualquier vehículo.
Centaine miró en derredor. El suelo se hallaba completamente sembrado de esos perversos clavos, sobre los que se había esparcido un poco de polvo para disimularlos al ojo desprevenido, sin que eso redujera en modo alguno su efectividad.
Se apresuró a agacharse otra vez, dedicada a la tarea de liberar de clavos a sus tres caballos. El caballo tenía uno en cada casco trasero; los caballos de remonta tenían tres y dos cascos dañados, respectivamente. Centaine se los arrancó de la carne y los arrojó lejos, furiosa.
El sargento Hansmeyer desmontó con sus agentes para ir en ayuda de los jefes, pisando con cuidado, pues los “mondadientes” atravesarían con facilidad la suela de las botas. Despejaron un estrecho corredor, por el cual pudieron llevar a los caballos hasta un lugar seguro, pero los seis estaban heridos. Renqueaban lenta y dolorosamente.
—Seis —susurró Blaine con resquemor—. Ya verá ese malnacido, cuando le eche el guante. —Sacó el fusil de la funda y ordenó a Hansmeyer—: Ensille dos de los caballos de remonta. Cargue todas las botellas de los dos animales heridos. Que dos agentes tracen un sendero alrededor de esos mondadientes. ¡Pronto! No podemos perder un minuto.
Centaine se adelantó rodeando cautelosamente la trampa, hasta llegar a la caja negra que la había engañado. La recogió. La tapa se abrió de inmediato, pues la cerradura había sido destrozada por la bala de Lothar. Estaba vacía. Centaine la dejó caer y miró hacia atrás.
Los hombres de Blaine habían trabajado con celeridad, cambiando las sillas a los caballos sanos. Habían elegido uno negro para ella, que el sargento llevaba de las bridas. Toda la tropa desfiló en un círculo, inclinándose desde la montura para ver si no había más clavos en el camino. Centaine comprendió que, a partir de ese momento, no podrían descuidarse ni por un segundo; sin duda, Lothar no había esparcido aún todos sus clavos. Encontrarían más a lo largo del rastro.
Hansmeyer se le acercó.
—Estamos listos para partir, señora.
Le entregó las riendas del caballo fresco y ella montó. Después, todos miraron hacia atrás.
Blaine tenía el Lee Enfield contra la cadera. De espaldas al grupo, se enfrentó a los seis caballos heridos. Parecía estar rezando, o tal vez sólo trataba de fortalecerse; el hecho es que tenía la cabeza gacha.
Levantó el arma poco a poco y plantó la culata contra su hombro. Disparó sin bajar el fusil; la mano derecha movía el cargador una y otra vez. Los disparos estallaron en rápida sucesión, mezclándose en un eco largo. Los caballos cayeron unos sobre otros, en un montón pataleante. Por fin, Blaine se apartó de ellos. A pesar de la distancia, Centaine distinguió su expresión.
Descubrió que ella misma estaba llorando. Las lágrimas le corrían en torrentes por la cara, sin que le fuera posible detenerlas. Blaine se acercó a caballo. Al ver sus lágrimas clavó la vista hacia delante, dejando que ella superara sola el trance.
—Hemos perdido casi una hora —advirtió—. ¡Tropa, adelante!
Dos veces más, antes de que cayera la noche, los bosquimanos detuvieron la hilera, que debió abrirse paso cuidadosamente entre un sembrado de crueles púas. En cada oportunidad, perdieron preciosos minutos.
—Estamos perdiendo terreno —calculó Blaine—. Oyeron los disparos y están alerta. Saben que cuentan con caballos frescos esperándolos. Están apretando el paso, mucho más de lo que nosotros nos atrevemos a hacer.