La caravana de pesados camiones avanzaba por la planicie; mantenía espacios regulares entre uno y otro para evitar la tierra levantada por el vehículo precedente. El polvo se elevaba en una llovizna plumosa, a gran altura en el aire caliente y quieto, como el humo amarillo de un incendio forestal.

Gerhard Fourie, que conducía el primer camión, se encorvó contra el volante, con el vientre colgándole sobre las rodillas; la panza le había desprendido los botones de la camisa, exponiendo el foso velludo del ombligo. Cada pocos segundos levantaba su mirada hacia el espejo retrovisor.

La parte trasera del camión estaba colmada de equipajes y mobiliarios, pertenecientes a las familias blancas y negras que habían sido despedidas de la mina. Sobre esa carga se encaramaban los infortunados propietarios. Las mujeres se habían atado pañuelos a la cabeza para protegerse del polvo, y sujetaban con fuerza a los niños pequeños, mientras los camiones se bamboleaban sobre las desiguales roderas. Los mayores se habían abierto nidos entre los bultos.

Fourie alargó la mano hacia el espejo y lo corrió un poco, centrando la imagen de la muchacha. Estaba incrustada entre un viejo armario de cocina y una raída valija de imitación de cuero. Tenía un rollo de frazadas a la espalda y dormitaba; el movimiento del vehículo sacudía la cabeza rubia. Una de sus rodillas estaba levemente levantada, y la falda corta, algo recogida; a medida que iba durmiéndose, la rodilla cayó a un lado. Fourie divisó por un momento sus calzones, estampados de flores rosadas, entre aquellos muslos suaves y jóvenes. En ese momento la niña despertó bruscamente, juntó las piernas y se puso de costado.

Fourie estaba sudando, y no sólo por el calor. Las gotas centelleaban entre los canutos de barba oscura que le cubrían la mandíbula. Se quitó la colilla de los labios, con dedos temblorosos, para inspeccionarla. La saliva había empapado el papel de arroz, manchándolo con jugo de tabaco amarillo. La arrojó por la ventanilla lateral y encendió otro cigarrillo, mientras conducía con una sola mano, sin apartar la vista del retrovisor, por si la chica volvía a moverse. Había probado aquella carne joven; sabía lo dulce, cálida y bien dispuesta que era. La deseaba otra vez, enfermo de pasión, y estaba dispuesto a correr cualquier riesgo por probarla nuevamente.

Hacia delante, un grupo de espinos grises surgió del espejismo provocado por el calor. Fourie había recorrido ese trayecto muchas veces, tantas que el viaje tenía sus ritos y sus señales geográficas. Verificó la hora en su reloj de bolsillo y lanzó un gruñido. Llevaba veinte minutos de retraso en esa etapa. Claro que los camiones estaban sobrecargados con esa multitud de recientes parados y sus patéticas pertenencias.

Apartó el camión de la carretera, junto a los árboles, y se irguió trabajosamente en el estribo, para gritar.

—¡Oíd todos! ¡Pausa para mear! Las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha. El que no esté de vuelta dentro de diez minutos, se queda.

Fue el primero en volver al camión y se dedicó a revisar aparatosamente la válvula de la rueda trasera izquierda; en realidad, esperaba a la muchacha.

Ella apareció de entre los árboles, ajustándose las faldas. Se la veía irritada, acalorada y cubierta de polvo harinoso, pero cuando vio que Fourie la estaba observando sacudió la cabeza, meneando sus nalgas apretadas, y lo ignoró ostentosamente.

—Annalisa —susurró él, al verla levantar un pie descalzo para subir al portón trasero del camión.

—¡Vete a la mierda, Gerhard Fourie! —dijo ella—. Si no me dejas en paz, se lo diré a mi padre. En otra ocasión hubiera respondido más amistosamente, pero aún tenía los muslos, las nalgas y la base de la espalda cruzados de magulladuras moradas por los latigazos de su padre. Por el momento, había perdido interés por el sexo masculino.

—Quiero hablar contigo —insistió Fourie.

—¡Hablar! ¡Ja! Ya sé lo que quieres.

—Espérame esta noche, fuera del campamento —suplicó el hombre.

—Al diablo contigo. —La muchacha saltó a la caja del camión. El estómago de Fourie dio un vuelco al ver aquellas piernas morenas y esbeltas en toda su longitud.

—Te daré dinero, Annalisa.

Estaba desesperado; la enfermedad le consumía.

Annalisa se detuvo a mirarle, pensativa. Ese ofrecimiento era una revelación; abría una rendija hacia un mundo nuevo de posibilidades fascinantes. Hasta ese momento no se le había ocurrido que un hombre pudiera darle dinero por hacer aquello, que a ella le gustaba tanto como comer y dormir.

—¿Cuánto? —preguntó, interesada.

—Una libra —ofreció él.

Era mucho dinero, más de lo que ella había tenido nunca en las manos de una sola vez, pero su instinto mercenario estaba ya despierto; quería saber hasta dónde podía aprovechar aquello. Por eso, sacudió la cabeza, observándole por el rabillo del ojo.

—Dos libras —susurró Fourie, desesperado.

El ánimo de Annalisa trepó raudamente. ¡Dos libras enteras! Se sentía audaz, hermosa, asistida por la buena suerte. Las líneas moradas de las piernas y la espalda se le borraban. Entornó los ojos, con expresión astuta y consciente de que lo enloquecía; vio brotar el sudor en la barbilla del hombre; el labio inferior temblaba.

Eso la envalentonó aún más. Aspiró hondo. Luego susurró, atrevida:

—¡Cinco libras!

Deslizó la punta de la lengua por los labios, espantada por su propio coraje al nombrar una cifra tan enorme. Era casi tanto como lo que su padre ganaba por semana.

Fourie palideció, vacilante.

—Tres —barbotó.

Pero Annalisa percibió que estaba muy próximo a ceder y se echó atrás, ofendida.

—Eres un viejo maloliente. —Llenó su voz de desprecio y le volvió la espalda.

—¡Está bien! ¡Está bien! —se rindió él—. Cinco libras.

Ella sonrió, victoriosa. Había descubierto un nuevo mundo de infinitas riquezas y placer, y acababa de entrar en él. Puso la punta de un dedo en la boca.

—Y si quieres también esto, te costará otra libra.

Ya no había límites para su audacia.

Faltaban pocos días para la luna Llena; su luz bañaba el desierto platino fundido; mientras tanto, las sombras que caían a lo largo de los barrancos eran manchas de plomo azul. Los ruidos del campamento corrían débiles a lo largo del barranco; alguien cortaba leña: resonó un cubo; las voces de las mujeres, entre las fogatas, eran como reclamos de pájaros a lo lejos. Algo más cerca gritó una pareja de chacales al acecho. Los olores de las cacerolas los excitaban y provocaban un coro salvaje, gimiente, casi agónico.

Fourie, sentado en cuclillas contra la pared del barranco, encendió un cigarrillo, contemplando el sitio por donde debía venir la muchacha. La llama del fósforo iluminó sus facciones carnosas y sin afeitar. Tan concentrado estaba en su vigilancia que no reparó en los ojos rapaces que le observaban, a poca distancia, bajo las sombras azules de la luna: Toda su existencia estaba centrada en la Llegada de la joven mujer; ya comenzaba a respirar con nerviosos gruñidos de impaciencia.

Ella apareció como un fantasma a la luz de la luna, plateada y etérea. Fourie se puso de pie y aplastó el cigarrillo.

—¡Annalisa! —llamó en voz baja y estremecida por su necesidad de ella.

La muchacha se detuvo ante él, pero fuera de su alcance. Cuando el camionero trató de sujetarla, se alejó con ligeros pasos de baile, riendo con un tintineo burlón.

—Cinco libras, Meneer —le recordó.

Se acercó un poco al ver que él sacaba los billetes arrugados del bolsillo trasero. Los tomó en sus manos para estudiarlos a la luz de la luna; luego, satisfecha, los guardó entre sus ropas y avanzó hacia él, audaz.

El hombre la cogió por la cintura y le cubrió la boca con sus labios mojados. La mujer consiguió soltarse, riendo, sin aliento, y le sujetó la mano que hurgaba bajo su falda.

—¿No quieres el valor de una libra más?

—Es demasiado —jadeó él—. No tengo tanto.

—Diez chelines entonces —ofreció ella, acariciándole por debajo de la cintura con mano hábil.

—Media corona. Es todo lo que tengo.

Ella le miró fijamente, sin dejar de tocarle, y comprendió que no podía sacarle más.

—Está bien. Dame —accedió.

Después de esconder la moneda, se puso de rodillas ante él, como esperando su bendición. El apoyó las dos manos en su cabeza rizada, descolorida por el sol, y la atrajo hacia sí cerrando los ojos.

Algo duro se le hundió en las costillas por detrás, con tanta fuerza que lo dejó sin aliento. Una voz le chirrió al oído.

—Di a esa puta que desaparezca.

La voz era grave, peligrosa, horriblemente familiar.

La chica se levantó de un salto, limpiándose la boca con el dorso de la mano. Miró por un instante a quien estaba tras el hombro de Fourie, con ojos aterrorizados. Luego se volvió en redondo y huyó corriendo barranco arriba, hacia el campamento.

Fourie manoteó torpemente sus ropas, volviéndose hacia el hombre que estaba a su espalda, apuntándole con un máuser al vientre.

—¡De La Rey! —barbotó.

—¿Esperabas a alguien más?

—¡No, no! —Fourie sacudió salvajemente la cabeza—. Es que… es demasiado pronto.

Desde el último encuentro, el camionero había tenido tiempo de arrepentirse del trato hecho. La cobardía había ganado una larga batalla contra la avaricia. Porque así lo deseaba, se había convencido de que el plan de Lothar era como cuantos él había imaginado: sólo una de esas fantasías con las cuales se consuelan quienes han sido condenados para siempre a la pobreza y al trabajo inútil.

Había concebido la esperanza de no tener más noticias de De La Rey, pero allí lo tenía, alto, mortífero, con la cabeza brillante como un faro bajo el claro de luna; centelleaban luces de topacio en aquellos ojos de leopardo.

—¿Pronto? —preguntó Lothar—. ¿Por qué pronto? Han pasado semanas, mi viejo y querido amigo. Tardé más de lo que esperaba en arreglarlo todo. —Su voz se endureció al preguntar—: ¿Ya has llevado a Windhoek el cargamento de diamantes?

—No, todavía no… —Fourie se interrumpió insultándose mentalmente. Aquello hubiera sido su salvación; hubiera debido responder: “¡Sí! ¡Yo mismo lo llevé la semana pasada!”. Pero ya estaba hecho. Angustiado, dejó caer la cabeza y se dedicó a abrochar los últimos botones de su pantalón. Esas pocas palabras, pronunciadas demasiado deprisa, aún podían costarle toda una vida en la cárcel. Tenía miedo.

—¿Cuándo saldrá el embarque?

Lothar puso la boca del fusil bajo la barbilla de Fourie y levantó su cara hacia la luna. Quería verle los ojos. No confiaba en él.

—Lo han retrasado. No sé por cuánto tiempo. Hay rumores de que deben enviar un gran paquete de piedras.

—¿Por qué? —preguntó Lothar, suavemente.

Fourie se encogió de hombros.

—Sólo oí decir que será un paquete grande.

—Te lo advertí: es porque van a cerrar la mina.

Lothar le observaba con atención. Percibió que el hombre vacilaba. Era preciso fortalecerle.

—Será el último cargamento, y después te quedarás sin empleo. Como esos pobres tipos que llevas en los camiones.

Fourie asintió, sombrío.

—Sí. Les despidieron.

—Y después te tocará a ti, viejo amigo. Y me dijiste que eras un buen padre de familia, que amas mucho a los tuyos. —Ja.

Entonces no tendrás dinero para alimentar a tus hijos, ni para vestirlos, ni siquiera unas cuantas libras para pagar a las jóvenes que saben juegos interesantes.

—No hables así, hombre. —Haz lo que acordamos y tendrás a todas las mujeres que quieras, y como las quieras.

—No hables así. Es sucio, hombre.

—Ya sabes el trato. Sabes qué hacer en cuanto te digan que sale el cargamento.

Fourie asintió, pero Lothar insistió, una vez más:

—Dímelo. Repite todo.

Y escuchó, mientras Fourie, con desgana, recitaba sus instrucciones; corrigió un solo detalle y, por fin, sonrió con satisfacción.

—No nos falles, viejo amigo. No me gusta que me desilusionen.

Se inclinó hacia Fourie y le miró fijamente a los ojos. Después bruscamente, giró en redondo y desapareció entre las sombras.

El camionero, estremecido, se alejó a tropezones, barranco arriba, hacia el campamento. Parecía borracho. Estaba a punto de llegar cuando recordó que Annalisa se había quedado con su dinero, sin completar su parte del trato. Se preguntó si podría convencerla de que lo hiciera en el campamento siguiente. Por fin, entristecido, pensó que no tenía muchas posibilidades. Sin embargo, ya no tenía tantas prisas. El hielo que Lothar De La Rey le había inyectado en la sangre había llegado hasta sus ingles.

Cabalgaban por los bosques abiertos, bajo los barrancos, despreocupados y alegres por la expectación puesta en los días venideros.

Shasa montaba a Preste Juan, con el Mannlicher de siete milímetros en la vaina de cuero, bajo la rodilla izquierda. Era un arma hermosa con culata de nogal escogido; el acero azul tenía grabados e incrustaciones de plata y oro puro: escenas de caza, exquisitamente representadas, y el nombre de Shasa inscrito en metal precioso. El rifle era el regalo que le había hecho su abuelo al cumplir él los catorce años.

Centaine montaba en su potro gris, un animal magnífico, de pelaje marmolado con negro, en un diseño de encaje sobre las paletas y la grupa; las crines, el hocico y los parches del ojo también eran de reluciente negro azabache, contrastando con el cuero níveo de abajo. Ella lo llamaba Nuage, “nube”, como recuerdo de un potro que le había regalado su padre siendo niña.

Llevaba sombrero de ala ancha y un chaleco de cuero de kudu sobre la camisa, una bufanda de seda amarilla anudada al cuello y cierto brillo en los ojos.

—¡Oh, Shasa, me siento como una escolar haciendo novillos! Tenemos dos días enteros para nosotros.

—¡Te juego una carrera hasta la fuente! —la desafió él.

Pero Preste Juan no era rival para Nuage. Cuando llegaron a la fuente, Centaine ya había desmontado y retenía al potro por la cabeza para evitar que se atosigara con el agua.

Volvieron a montar y se adentraron en la espesura del Kalahari. Cuanto más se alejaban de la mina, menos se notaba la intromisión de la presencia humana; la vida salvaje era más abundante y segura. Centaine había sido adiestrada en las costumbres de los animales silvestres por los mejores maestros: los bosquimanos salvajes del San, y no había perdido ninguna de sus habilidades. No sólo la atraía la caza mayor: señaló un par de pequeños zorros, con orejas de murciélago, que a Shasa se le habrían pasado por alto. Los animales cazaban langostas en la escasa hierba plateada, con las grandes orejas erguidas, y se arrastraban hacia delante, con un simulacro de sigilo, antes de saltar heroicamente sobre la formidable presa. Al pasar los caballos bajaron las chismosas orejas hacia el cuello peludo y se agazaparon contra el suelo.

También asustaron a un gato del desierto, apostado en la madriguera de un oso hormiguero; tanta atención puso el gato en su huida que se lanzó de cabeza a la tela amarilla y pegajosa de una araña cangrejo. Los cómicos esfuerzos del animal por quitarse la telaraña de la cara, con las patas delanteras, sin interrumpir la huida, hicieron que los dos se doblaran de risa en sus sillas.

A media tarde distinguieron un rebaño de majestuosas gamuzas, que trotaban en columna por la línea del horizonte. Sostenían la cabeza en alto; la distancia transformaba sus cuernos largos y estrechos en astas de unicornio, y el espejismo hizo de ellos extraños monstruos de patas largas, antes de tragarlos por completo.

Mientras el sol poniente pintaba el desierto de sombras y colores frescos, Centaine divisó otro pequeño rebaño de antidorcas y señaló un macho joven, regordete.

—Estamos a menos de un kilómetro de nuestro campamento y aún no tenemos la cena —dijo a Shasa.

El muchacho sacó el rifle.

—¡Limpiamente —le advirtió ella, pues la preocupaba un poco verle disfrutar así de la persecución.

Permaneció un paso atrás mientras él desmontaba. Utilizando a Preste Juan como caballo de acecho, el joven se aproximó en diagonal hacia el rebaño. El animal, comprendiendo su papel, se mantenía entre su amo y las presas; hasta se detuvo a pastar cuando los antílopes se inquietaron, y sólo siguió avanzando cuando se tranquilizaron.

A doscientos pasos de distancia, Shasa se puso en cuclillas y apoyó los codos sobre las rodillas. Centaine lanzó un suspiro de alivio al ver que el antílope caía instantáneamente. Una vez había visto a Lothar De La Rey herir en el vientre a una encantadora gacela, y ese recuerdo aún la perseguía.

Al acercarse vio que Shasa había herido al animal limpiamente tras la paletilla, y que la bala le había atravesado el corazón. Observó con espíritu crítico mientras el muchacho desollaba la presa, tal como sir Garry le había enseñado.

—Guarda todas las entrañas —le advirtió ella—. A los sirvientes les encantan las tripas. Las envolvió en el cuero húmedo, subió la res al lomo de Preste Juan, y lo ató detrás de la montura.

El campamento estaba al pie de las colinas, cerca de una vertiente abierta en el barranco, que le proporcionaba el agua. El día anterior, Centaine había enviado a tres sirvientes por anticipado con los caballos de carga. El campamento era cómodo y seguro.

Cenaron una parrillada de hígado, riñones y corazón, intercalados con trozos de grasa sacados de la cavidad ventral del antílope. Después permanecieron junto al fuego hasta avanzada la noche; bebieron café con gusto a leña y conversaron tranquilamente, mientras presenciaban la salida de la luna.

Al amanecer salieron a caballo, abrigados con chaquetas de piel de oveja para protegerse del frío. Apenas se habían alejado un kilómetro y medio cuando Centaine detuvo a Nuage y se inclinó desde la montura para examinar la tierra.

—¿Qué es, Mater? —Shasa era siempre sensible a los matices de ánimo de su madre, y ahora la notaba excitada.

—Pronto, ven aquí, querido. —Ella señaló las marcas—. ¿Qué te parecen?

Shasa bajó de la silla y se agachó sobre las huellas.

—¿Seres humanos? —Estaba intrigado—. Pero son muy pequeñas. ¿Niños?

La miró fijamente, y la expresión radiante de su madre le dio la clave:

—¡Bosquimanos! —exclamó—. Pigmeos salvajes.

—Oh, sí —rió ella—. Una pareja de cazadores. Van tras una jirafa. ¡Mira! Sus huellas se superponen a las de la presa. —¿Podemos seguirlos, Mater? ¿Podemos?

Ahora Shasa estaba tan entusiasmado como ella. Centaine accedió.

—El rastro tiene sólo un día. Si nos damos prisa, los alcanzaremos.

Ella siguió las huellas a caballo, evitando no borrar el rastro. El hijo nunca la había visto trabajar así, rastreando al trote en lugares difíciles, donde él mismo, con su vista aguda de muchacho, no veía nada.

—Mira, el cepillo dental de un pigmeo —indicó Centaine, señalando una ramita fresca, con el extremo mascado, que habían dejado caer junto al rastro.

Siguieron adelante.

—Aquí es donde descubrieron la jirafa.

—¿Cómo lo sabes?

—Han tendido los arcos. Aquí está la marca de los extremos. Los hombrecillos habían apretado la punta del arco contra la tierra para tenderlos.

—Mira, Shasa, aquí comienza el acecho.

Él no veía ninguna diferencia en las huellas, y así lo dijo.

—Son pasos más cortos y sigilosos; el peso recae sobre los dedos del pie —explicó ella.

Unos cientos de pasos más adelante, dijo:

—Allí se echaron de vientre y se arrastraron como serpientes para la matanza. Aquí se pusieron de rodillas para soltar las flechas. Y ahí se levantaron de un salto para verlas dar en el blanco.

Veinte pasos más allá, exclamó:

—Mira qué cerca estuvieron de la presa. En ese lugar la jirafa sintió la punzada de los dardos y echó a galopar. Mira cómo la siguieron los cazadores, corriendo, a la espera de que el veneno de las flechas causara efecto.

Galoparon sobre las huellas hasta que Centaine se irguió sobre los estribos, señalando hacia delante.

¡Buitres!

A los seis o siete kilómetros, el azul del firmamento presentaba una fina nube de motas negras. La nube giraba en un lento remolino, a gran altura.

—Despacio ahora, chéri —advirtió ella—. Si los asustamos, podrían ser peligrosos.

Frenaron los caballos, poniéndolos al paso, y avanzaron lentamente hasta el sitio donde había caído la jirafa.

Allí estaba el enorme animal, tendido de costado, parcialmente desmembrado. Contra los espinos se veían toscos refugios de paja; las ramas, festoneadas de carne y entrañas puestas a secar al sol, inclinaban con su peso los arbustos.

Toda la zona tenía marcas de pies pequeños.

—Han traído a las mujeres y a los niños para que les ayuden a cortar y llevar la carne —dijo Centaine.

—¡Puf! ¡Qué olor tan asqueroso! —protestó Shasa—. Por cierto, ¿dónde están?

—Escondidos. Nos han visto llegar, probablemente a siete u ocho kilómetros de distancia.

Centaine se levantó sobre los estribos y se quitó el sombrero de ala ancha, a fin de mostrar la cara con más claridad. Luego gritó en una lengua extraña, gutural y Llena de chasquidos. Se volvía poco a poco, mientras repetía el mensaje en todos los rincones del desierto, silencioso y meditabundo, que les rodeaba.

—Esto da miedo. —Shasa se estremeció involuntariamente bajo la intensa luz solar—. ¿Estás segura de que no se han ido? —Nos están observando. No tienen prisa.

En ese momento, un hombre surgió de la tierra, tan cerca de ellos que el potro se asustó, agitando la cabeza, en un gesto nervioso. El pigmeo llevaba sólo un taparrabos de piel. Era menudo, pero de formas perfectas y miembros elegantes, graciosos, hechos para la carrera. Tenía músculos duros en su pecho, que marcaban el vientre desnudo con las mismas ondulaciones que deja la marea sobre la playa arenosa.

Sostenía la cabeza con orgullo; aunque estaba completamente afeitado, resultaba obvio que estaba en la flor de su virilidad. Sus ojos tenían un rasgo mongoloide; su piel relucía, en un maravilloso tono de ámbar, casi traslúcido a la luz del sol. Levantó la mano derecha y saludó en señal de paz, clamando, con aguda voz de pájaro:

—Te veo, Niña Nam.

Empleaba el nombre que los bosquimanos habían dado a Centaine, y ella gritó de alegría.

—¡También te veo, Kwi!

—¿Quién viene contigo? —preguntó el pigmeo.

Es mi hijo, Agua Buena. Como te conté cuando nos conocimos, nació en el santuario de tu pueblo; O’wa fue su abuelo adoptivo, y H’ani su abuela.

Kwi, el bosquimano, se volvió para gritar, hacia el desierto vacío:

—Esta es la verdad, oh pueblo de los San. Esta mujer es Niña Nam, nuestra amiga, y el muchacho es el de la leyenda. ¡Saludadlo!

Emergían de la tierra estéril en la cual se habían escondido y los dorados miembros del San surgieron a la vista. Había doce en compañía de Kwi. Dos hombres, Kwi y su hermano Kwi Gordo, sus esposas y los niños desnudos. Todos se habían escondido con la habilidad de las criaturas silvestres, pero en ese momento se adelantaron, entre gorjeos, chasquidos y risas. Centaine se apeó para abrazarles. Saludó a cada uno por su nombre y acabó por levantar a dos de los más pequeños, para montárselos en las caderas.

—¿Cómo es que los conoces tan bien, Mater? —quiso saber Shasa.

—Kwi y su hermano son parientes de O’wa, tu abuelo adoptivo. Los conocí cuando eras muy pequeño, mientras creábamos la Mina H’ani. Estas son sus tierras de caza. Pasaron el resto de ese día con el clan. Cuando se hizo la hora de partir, Centaine dio a cada una de las mujeres un puñado de cartuchos de bronce; ellas chillaron de alegría y demostraron su agradecimiento bailando. Los cartuchos, enhebrados con cuentas hechas de huevos de avestruz, formarían collares que provocarían la envidia de las otras mujeres San. Shasa dio a Kwi su cuchillo de caza, con mango de marfil; el hombrecillo probó el filo con el pulgar y gimió maravillado al ver cómo se abría la piel. Muy orgulloso, mostró el pulgar sangriento a cada una de las mujeres.

—¡Qué arma tengo ahora!

Kwi Gordo recibió el cinturón de Centaine. Le dejaron estudiando el reflejo de su propia cara en la pulida hebilla de bronce.

—Si quieren visitarnos otra vez —dijo Kwi, cuando ya se iban—, estaremos en el bosquecillo de mongongos, cerca de Ochee Pan, hasta que lleguen las lluvias.

Shasa, mirando las figuritas que bailaban, comentó:

—Con qué poco son felices.

—Son los más felices de esta tierra —dijo Centaine—, pero no sé por cuánto tiempo más.

—¿Es cierto que tú viviste así, Mater? —preguntó Shasa—. ¿Como los bosquimanos? ¿Es cierto que te vestías con pieles y comías raíces?

—Y también tú, Shasa. Mejor dicho, no te vestías con nada, igual que esos pilluelos sucios.

Él frunció el entrecejo, forzando la memoria.

—A veces sueño con un lugar oscuro, una especie de cueva con agua que emana vapor.

—Era la fuente termal donde nos bañábamos; allí encontré el primer diamante de la Mina H’ani.

—Me gustaría visitarla otra vez, Mater.

—No es posible. —Shasa vio que el humor de su madre se alteraba—. La fuente estaba en el centro de la chimenea volcánica, donde está ahora la principal excavación de la mina. Tuvimos que destruirla. —Cabalgaron en silencio un rato—. Era el santuario de los San… y sin embargo, extrañamente, no se resistieron cuando. —Vaciló ante la palabra, que luego pronunció con firmeza—… cuando lo profanamos.

—Quisiera saber por qué. ¡Si una raza extraña convirtiera la abadía de Westminster en una mina de diamantes…!

—Hace mucho tiempo lo hablé con Kwi. El dijo que ese sitio secreto no les pertenecía a ellos, sino a los espíritus, y que los espíritus no nos habrían permitido pasar sino lo hubieran querido así. Dijo que los espíritus habían vivido allí muchísimo tiempo, que tal vez estaban aburridos y deseaban mudarse a otro hogar, tal como hacen los San.

—Aún no te imagino viviendo como las mujeres San, Mater. ¿Tú? No me cabe en la mente.

—Fue difícil —dijo ella, suavemente—. Fue mucho más difícil de lo que puedo explicar. Sin embargo, sin haberme templado y endurecido de ese modo, no habría sido lo que ahora soy. Mira, Shasa: aquí en el desierto, cuando estaba a punto de sucumbir, hice un juramento. Juré que ni yo ni mi hijo volveríamos a pasar tales privaciones. Juré que jamás deberíamos soportar otra vez esas terribles penurias.

—Pero por entonces yo no estaba contigo.

—Oh, sí —asintió ella—. Claro que estabas. Te llevé dentro de mí por la Costa del Esqueleto, a través de las calurosas dunas. Y eras parte del juramento cuando lo pronuncié. Somos criaturas del desierto, querido mío; por eso sobreviviremos y tendremos prosperidad cuando otros fracasen. Recuerda eso. Recuérdalo bien, Shasa, querido mío.

A la mañana siguiente, muy temprano, dejaron que los sirvientes levantaran el campamento para seguirles después. Ellos, entristecidos, encaminaron sus caballos hacia la Mina H’ani.

A mediodía descansaron bajo un espino, recostados en las sillas de montar; observaron perezosamente los descoloridos pájaros sastres, que ampliaban con empeño el nido común, aunque éste tenía ya el tamaño de una desmañada parva de heno. Cuando el sol perdió en parte su calor, buscaron los caballos, los ensillaron nuevamente y continuaron el viaje por la base de las colinas.

Shasa se irguió súbitamente en la silla, con una mano a manera de pantalla sobre los ojos, para mirar colina arriba.

—¿Qué pasa, chéri?

Había reconocido la garganta rocosa hacia la cual lo condujo Annalisa.

—Algo te preocupa —insistió Centaine.

Shasa experimentó una súbita urgencia por llevar a su madre hasta el altar de la bruja de la montaña. Iba a decirlo cuando se interrumpió, recordando su juramento, y vaciló al borde de la traición.

—¿No quieres decírmelo? —preguntó ella, observando el debate en el rostro de su hijo. “Mater no cuenta. Ella es como yo. Otra cosa sería decírselo a un desconocido”, pensó él, para justificarse. Y estalló antes de que la conciencia se lo impidiera.

—Hay un esqueleto de bosquimano en aquella garganta, Mater. ¿Quieres que te lo muestre?

Centaine palideció bajo su bronceado y le miró fijamente. ¿Un bosquimano? —susurró—. ¿Cómo sabes que es bosquimano? —Aún tiene pelo en el cráneo; son motitas de pigmeo, como las de Kwi y su clan.

—¿Cómo lo encontraste?

—Anna… —Pero se interrumpió, ruborizado de culpabilidad.

—¿Te lo mostró la muchacha? —le ayudó Centaine.

—Sí —asintió él, con la cabeza baja.

—¿Podrías encontrarlo otra vez?

El color había vuelto a la cara de Centaine. Parecía nerviosa y excitada. Alargó una mano y le tiró de la manga.

—Sí, creo que sí. Marqué el lugar. —El chiquillo señaló los barrancos—. Esa hendidura en las rocas y esa grieta en forma de ojo.

—Muéstramelo, Shasa —ordenó ella.

—Tendremos que dejar los caballos y subir a pie.

El ascenso era dificultoso; el calor en la garganta, feroz, Los espinos los llenaban de arañazos.

—Tiene que estar por aquí. —Shasa trepó a uno de los pedruscos para orientarse—. Tal vez un poco más a la izquierda. Busca un montón de rocas en donde crezca una mimosa. Hay una rama que cubre un nicho pequeño. Abrámonos para buscar.

Subieron lentamente por el barranco, apartándose un poco para cubrir más terreno; cuando las rocas y la maleza los separaban, se mantenían en contacto con silbidos y llamadas.

Centaine no respondió a un silbido; entonces Shasa se detuvo y lo repitió, inclinando la cabeza para percibir la respuesta; el silencio le provocó un cosquilleo de inquietud. ¡Dónde estás, Mater!

—Aquí.

La voz sonaba débil, quebrada por el dolor o por alguna emoción profunda. El trepó entre las rocas para alcanzarla.

Estaba a la luz del sol, pequeña y desolada, sosteniendo el sombrero contra la falda. Algo mojado le chispeaba en las mejillas. Shasa pensó que era sudor, hasta que vio el lento resbalar de las lágrimas por su cara.

—Mater? Se le acercó por detrás, comprendiendo que había hallado el altar.

Centaine sostenía hacia un costado la rama que ocultaba el escondrijo. El pequeño círculo de frascos seguía en su sitio, aunque la ofrenda floral estaba marchita y oscura.

—Annalisa dijo que era el esqueleto de una bruja —susurró él, con temor supersticioso mientras contemplaba, sobre el hombro de Centaine, el patético montón de huesos y el pequeño cráneo blanco que lo coronaba.

Ella sacudió la cabeza, sin poder hablar.

—Dijo que la bruja custodiaba la montaña y que me otorgaría un deseo.

—H’ani. —Centaine se ahogó con el nombre—. Mi vieja madre bien amada.

—¿Mater? —Shasa la cogió por los hombros para sostenerla, pues la veía vacilar sobre los pies—. ¿Cómo lo sabes? —La madre se apoyó contra su pecho sin responder.

—Podría haber cientos de esqueletos de pigmeos en estas cuevas y barrancos —prosiguió él, mansamente.

Ella sacudió la cabeza, con vehemencia.

—¿Por qué estás tan segura?

—Es ella. —La voz de Centaine se alteró a causa del dolor—. Es H’ani, es su canino mellado, y su taparrabos con el dibujo de cuentas hechas con huevo de avestruz. —Shasa no había reparado en el trozo de cuero seco, decorado de cuentas, que yacía bajo el montón de huesos, medio enterrado en el polvo—. Ni siquiera necesito esa prueba. Sé que es ella. Lo sé, simplemente.

—Siéntate, Mater. —Shasa la ayudó a sentarse en una de las piedras cubiertas de líquenes.

—Ya estoy bien. Fue un golpe muy fuerte. Hace años que la busco. Sabía por dónde debía de estar. —Centaine miró a su alrededor, con aire vago—. Y el cuerpo de O’wa no debe de estar muy lejos. —Levantó la vista hacia el acantilado que aparecía sobre ellos, como el tejado de una catedral—. Trataban de escapar cuando él los bajó a tiros. Seguramente cayeron a muy poca distancia.

—¿Quién les disparó, Mater?

Ella aspiró profundamente. Aun así le tembló la voz al pronunciar su nombre:

—Lothar. Lothar De La Rey. Pasaron una hora más revisando el fondo y los lados de la garganta en busca del segundo esqueleto.

—Es inútil. —Por fin Centaine renunció—. Jamás lo hallaremos. Dejémoslo descansar en paz. Shasa, como en todos estos años.

Descendieron hasta el pequeño altar de roca y arrancaron flores silvestres en el trayecto.

—Mi primer impulso fue reunir sus restos para darles un entierro decente —susurró Centaine, arrodillada frente al nicho—. Pero H’ani no era cristiana. Estas colinas eran su santuario. Aquí estará en paz.

Arregló las flores con cuidado y se sentó sobre los talones.

—Cuidaré de que no seas molestada, mi vieja madre bien amada, y volveré a visitarte. —Se levantó, tomando a Shasa de la mano—. Era la persona más buena y gentil de cuantas he conocido —murmuró—. Y cuánto la quise…

Siempre de la mano, bajaron hasta donde estaban los caballos.

En el trayecto hasta la casa no volvieron a hablar. Cuando llegaron al bungaló, el sol ya se había puesto y los sirvientes estaban preocupados.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, Centaine se mostró enérgica y muy alegre, a pesar de los manchones amoratados bajo los ojos y los párpados hinchados por el llanto.

—Esta es nuestra última semana antes de volver a Ciudad del Cabo. —Ojalá pudiéramos quedarnos para siempre.

—Para siempre es mucho tiempo. Te está esperando la escuela, y yo tengo obligaciones que cumplir. Volveremos, ya lo sabes. —Mientras el niño asentía, ella prosiguió—: He dispuesto que pases esta última semana trabajando en la planta de lavado y en la sala de clasificación. Te gustará, te lo aseguro.

Estaba en lo cierto, como de costumbre. La planta de lavado era un lugar agradable. El flujo del agua sobre los tablones refrescaba el ambiente; tras el trueno incesante de la molienda, allí reinaba un bendito silencio. La atmósfera de la larga sala de ladrillos tenía la eclesiástica serenidad de un santuario, pues allí alcanzaba su punto culminante la adoración a Mammón y Adamante.

Shasa observó, fascinado, cómo la lenta cinta móvil traía la molienda desde los molinos. Los escombros más grandes habían sido retirados y enviados hacia otro paso por los rodillos giratorios. Allí quedaban los más pequeños. Caían sobre el extremo de la cinta transportadora al tanque de pudelado; desde allí, los brazos giratorios de la paleta los empujaban hacia abajo por las tablas inclinadas. Los materiales más livianos se alejaban flotando hacia la alcantarilla de desperdicios. La grava más pesada, que contenía los diamantes, pasaba por una serie de artefactos similares, ingeniosamente ideados para separarlos, hasta que sólo quedaban los concentrados, una milésima parte de la materia original.

Esos pasaban por los tambores de grasa. Esos tambores giraban lentamente, cada uno de ellos cubierto con una gruesa capa de densa grasa amarilla. La grava mojada fluía con facilidad sobre la superficie, pero los diamantes estaban secos. Una de las cualidades peculiares del diamante es que no se moja; se puede remojar y hasta hervir por el tiempo que se desee: siempre permanecerá seco. Una vez que la superficie seca de las piedras preciosas tocaba la grasa, se adhería a ella como el insecto al papel cazamoscas.

Los tambores de grasa estaban instalados detrás de pesados barrotes; ante cada uno de ellos había un supervisor blanco, que lo vigilaba constantemente. Shasa miró a través de los barrotes por primera vez y vio el pequeño milagro a pocos centímetros de su nariz: un diamante en bruto, capturado y domesticado como si fuera alguna maravillosa bestia del desierto. Presenció el momento en que corría desde el tanque superior, en un mojado guiso de grava; lo vio tocar la grasa y adherirse precariamente a la resbaladiza superficie amarilla, provocando una diminuta perturbación en forma de uve en la corriente del agua. Se movió, como si fuera a perder su asidero por un instante, y Shasa sintió deseos de alargar la mano para sujetarlo antes de que se perdiera para siempre. Pero la abertura de los barrotes era demasiado estrecha. Al instante, el diamante se adhirió con fuerza e hizo frente al suave fluir de la grava, sosteniéndose con orgullo, seco y transparente como una ampolla en la piel amarilla de un gigantesco reptil. Eso le produjo una sensación de enorme respeto, el mismo que había experimentado al presenciar el alumbramiento del primer potrillo de su yegua Celeste.

Pasó toda la mañana entre los enormes tambores amarillos, mientras observaba cómo los diamantes se pegaban a la grasa, cada vez más densa con el correr de las horas.

Al mediodía, el gerente de la sala de lavado bajó por la línea con sus cuatro ayudantes blancos; eran más de los necesarios, a fin de poder vigilarse entre sí y frustrar cualquier posibilidad de robo. Armados con amplias espátulas, raspaban la grasa de los barriles y la juntaban en la cacerola de hervido. Después, minuciosamente, untaban cada barril con otra capa de grasa amarilla. En la sala de desgrasamiento, un cuarto cerrado en el otro extremo del edificio, el gerente puso la olla de acero sobre el hornillo y la hizo hervir hasta que, por fin, la grasa se separó, dejando la cacerola llena, a medias, de diamantes. Allí estaba el doctor Twentyman-Jones, para pesar cada piedra por separado y registrarla en el libro de producción, forrado en cuero.

—Notará usted, señorito Shasa, que ninguna de estas piedras baja del medio quilate.

—Sí, señor —respondió Shasa, que no lo había pensado—. ¿Qué pasa con las más pequeñas?

—La mesa de grasa no es infalible; en realidad, las piedras deben tener un peso mínimo determinado para adherirse. Las otras, incluyendo algunas bastante valiosas, siguen de largo por la mesa.

Condujo a Shasa al cuarto de lavado y le mostró la tinaja de grava mojada que había sobrevivido al viaje por los tambores.

—Retiramos toda el agua y la reutilizamos. En esta zona, el agua es un material precioso, como usted sabe. Después hay que revisar toda la grava a mano.

Mientras hablaba, dos hombres emergieron por la puerta y cada uno de ellos retiró un cubo con grava de la tinaja.

Shasa y Twentyman-Jones les siguieron hasta una sala estrecha y larga, iluminada por grandes tragaluces de vidrio y ventanas altas. A lo largo de toda la habitación había una sola mesa larga, con la superficie cubierta por una hoja de metal pulido.

A cada lado de la mesa se sentaba una hilera de mujeres. Todas levantaron la vista cuando ellos entraron, y Shasa reconoció entre ellas a las esposas y las hijas de muchos trabajadores blancos, así como a las de los capataces negros. Las blancas se sentaban juntas, más cerca de la puerta; las negras ocupaban el otro lado de la habitación, dejando entre ambos grupos una distancia prudencial.

Los hombres de los cubos volcaron la grava húmeda sobre la superficie metálica, y las mujeres fijaron su atención en el material. Cada una tenía un par de pinzas en una mano y una cuchara plana de madera, en la otra. Llevaban un poco de grava hacia sí, la esparcían con la cuchara y recogían velozmente algunos fragmentos.

—Para este trabajo, las mujeres son excelentes —dijo Twentyman-Jones, mientras recorrían la línea observando los hombros inclinados de las mujeres—, tienen la paciencia, la buena vista y la destreza que les falta a los hombres.

Shasa vio que retiraban diminutas piedras opacas, algunas no mayores que granos de azúcar, y otras del tamaño de guisantes pequeños.

—Esas piedras son nuestro pan con mantequilla —comentó Twentyman-Jones—. Se las usa para la industria. Las piedras para joyería, que usted vio en el cuarto de la grasa, son la mermelada y la nata.

Cuando la sirena marcó el fin de la jornada, Shasa bajó a las oficinas con Twentyman-Jones, en el asiento delantero de su Ford. Llevaba en el regazo la cajita metálica, cerrada con llave, donde se guardaba la producción del día.

Centaine les esperaba en la galería del edificio para acompañarles a la oficina.

—Y bien, ¿te pareció interesante? —preguntó.

La calurosa respuesta de Shasa la hizo sonreír.

—Fue fascinante, Mater, y tenemos una verdadera belleza. Treinta y seis quilates. ¡Es un diamante monstruo!

Dejó la caja en el escritorio y cuando Twentyman-Jones la abrió, exhibió el diamante con tanto orgullo como si lo hubiera extraído con sus propias manos.

—Es grande —reconoció Centaine—, pero el color no es especialmente bueno. A ver, ponlo a la luz. Mira: es pardo, como whisky con soda, y hasta a simple vista se ven las inclusiones y los defectos; son esas pequeñas motas negras, dentro de la piedra, y esa fisura que tiene en el centro.

Shasa quedó alicaído al ver denigrada así su piedra. Ella se echó a reír, volviéndose hacia Twentyman-Jones.

—Vamos a mostrarle algunos diamantes buenos de verdad. ¿Quiere abrir la bóveda, por favor, doctor Twentyman-Jones?

El ingeniero sacó un manojo de llaves de su chaleco y condujo a Shasa por el pasillo hasta la puerta de acero que había en un extremo. La abrió con su llave y volvió a cerrar tras ellos; bajaron las escaleras hasta la bóveda subterránea, y aun a los ojos de Shasa ocultó la cerradura con su cuerpo para marcar la combinación. Utilizó una segunda llave antes de que la gruesa puerta de acero girara lentamente. Así se vieron en la caja fuerte.

—Las piedras industriales se guardan en estos recipientes —dijo, tocándolos al pasar—. Pero el material de primera calidad se mantiene por separado.

Abrió una puerta de acero más pequeña, instalada en la pared trasera de la cámara, y seleccionó cinco paquetes de papel madera, marcados por números, entre los que llenaban el estante.

—Son nuestras mejores piedras —dijo, entregándolas a Shasa como muestra de confianza.

Después desanduvieron el trayecto, abriendo y volviendo a cerrar con llave cada una de las puertas.

Centaine les esperaba en su oficina. Cuando Shasa dispuso los paquetes delante de ella, abrió el primero y esparció suavemente el contenido sobre su secante.

—¡Caray! —El chico quedó boquiabierto ante las grandes piedras que centelleaban con un lustre jabonoso—. ¡Son enormes!

—Pidamos al doctor Twentyman-Jones que nos haga una disertación —sugirió Centaine.

El hombre, que ocultaba su agrado tras una expresión sombría, recogió una de las gemas.

—Muy bien, señorito Shasa, he aquí un diamante en su formación cristalina natural: el octaedro. Son ocho caras; cuéntelas. Aquí tiene otro en una forma cristalina más complicada: un dodecaedro; estos otros son grandes y no están cristalizados. Fíjese qué redondos y amorfos son. Los diamantes vienen de muchas formas.

Puso cada uno sobre la palma abierta de Shasa. Ni siquiera esa recitación monótona y afectada podía opacar la fascinación que ejercía ese brillante tesoro.

—El diamante tiene un crucero perfecto, lo que nosotros llamamos “grano”, y se puede partir en las cuatro direcciones, paralelamente a los planos del cristal octaédrico.

—Así es como los tallistas labran la piedra antes de pulirla —intervino Centaine—. En tus próximas vacaciones te llevaré a Amsterdam para que veas el procedimiento.

—Ese aspecto grasiento desaparecerá cuando las piedras estén talladas y pulidas —continuó Twentyman-Jones, resentido por la intromisión—. Entonces quedará al descubierto todo su fuego, pues su altísima potencia refractaria capturará luz en el interior y sus poderes dispersores la separarán en los colores del espectro.

—¿Cuánto pesa éste?

Centaine consultó el libro de producción.

—Cuarenta y ocho quilates. Pero recuerda que, cuando lo tallen, puede perder más de la mitad de su peso.

—Y entonces, ¿cuánto valdrá?

Centaine miró a Twentyman-Jones.

—Muchísimo dinero, señorito Shasa. —Como todo amante de los objetos bellos, fueran gemas o pinturas, caballos o estatuas, le disgustaba darles un valor monetario, de modo que obvió el tema y volvió a su conferencia—. Ahora quiero que compare los colores de estas piedras.

Fuera oscurecía; Centaine encendió las luces y continuaron agrupados junto al montoncito de piedra una hora más, entre preguntas y respuestas, conversando en voz baja hasta que, por fin, Twentyman-Jones regresó las gemas a sus paquetes y se levantó.

—“Has estado en el Edén, el Jardín de Dios” —citó, inesperadamente—. “Cada piedra preciosa fue tu abrigo, el sardio, el topacio y el diamante… Estuviste en la sagrada montaña de Dios; has ascendido y descendido en medio de las piedras de fuego.” —Se interrumpió, como azorado—. Perdón. No sé qué me ha dado.

—¿Ezequiel? —preguntó Centaine, sonriéndole con afecto.

—Capítulo 28, versículos trece y catorce —asintió él, tratando de disimular lo mucho que le impresionaban los conocimientos de la mujer—. Voy a guardar esto.

Shasa le detuvo.

—Doctor Twentyman-Jones, no ha respondido a mi pregunta. ¿Cuánto valen estas piedras?

—¿Se refiere a todo el paquete? —El ingeniero parecía incómodo—. ¿Incluyendo las industriales que aún están en la bóveda?

—Sí, señor.

—¿Cuánto?

—Bueno, si De Beers los acepta a los mismos precios de nuestro último envío, rendirán una suma considerablemente mayor del millón de libras esterlinas —repuso, tristemente.

—Un millón de libras —repitió Shasa.

Pero Centaine vio en su expresión que la cifra le resultaba incomprensible, como las distancias astronómicas entre las estrellas, que es preciso expresaren años luz. “Pero ya aprenderá”, pensó. “Yo le enseñaré.”

—Recuerda, Shasa, que no todo es ganancia. De esa suma tendremos que deducir todos los gastos de la mina en los últimos meses, antes de calcular la utilidad. Y aún de eso hay que dar a los cobradores de impuestos su libra de carne sanguinolenta.

Abandonó el escritorio, pero levantó una mano para evitar que Twentyman-Jones se retirara, pues se le había ocurrido una idea.

—Como usted sabe, Shasa y yo volveremos a Windhoek el próximo viernes. Shasa tiene que volver a la escuela al terminar la semana siguiente. Llevaré los diamantes al banco en el Daimler…

—¡Señora Courtney! —exclamó Twentyman-Jones, horrorizado—. No puedo permitirlo. ¡Un millón de libras en diamantes! Me sentiría responsable si comete ese crimen. Se interrumpió al ver que se alteraba la expresión de la mujer; había dado a su boca la familiar forma de la tozudez; las luces de la batalla le brillaban en los ojos. La conocía bien, como a su propia hija, y la quería de igual modo; comprendió que había cometido el lamentable error de someterla a un desafío y a una prohibición. Sabía cuál iba a ser su reacción y buscó desesperadamente el modo de evitarla.

—Sólo estaba pensando en usted, señora Courtney. Un millón de libras en diamantes atraería a todos los merodeadores, a todos los asaltantes de mil kilómetros a la redonda.

—No era mi intención divulgar la noticia de esa manera —replicó ella, con frialdad.

—El seguro. —Por fin había tenido una inspiración—. El seguro no cubrirá las pérdidas si no envía el cargamento con custodia armada. ¿Puede correr el riesgo de perder un millón de libras por ahorrar unos pocos días?

Había dado con el único argumento capaz de detenerla. Vio que lo pensaba cuidadosamente: la posibilidad de perder un millón de libras a cambio de una mínima herida a su amor propio. Al notar que se encogía de hombros, él lanzó un imperceptible suspiro de alivio.

—Oh, está bien, doctor. Que se haga como usted quiere.

Lothar había abierto la carretera de la Mina H’ani a través del desierto con sus propias manos, regándola kilómetro tras kilómetro con el sudor de su frente. Pero habían pasado doce años, y sus recuerdos eran neblinosos. Aun así recordaba cinco o seis puntos que podían servir a sus propósitos.

Desde el campamento provisional donde había interceptado a Gerhard Fourie, siguieron las huellas hacia el sur y hacia el oeste en dirección a Windhoek; viajaban de noche para no arriesgarse a ser descubiertos por algún transeúnte inesperado.

En la segunda mañana, cuando el sol estaba asomando, Lothar llegó a uno de los puntos que recordaba. Resultaba ideal. Allí la carretera corría paralela al lecho rocoso de un río seco y luego trazaba una especie de bucle gracias a la honda zanja que Lothar había abierto para cruzar el cauce y que subía por el lado opuesto por otra zanja.

Desmontó para ir andando por la orilla, estudiándola cuidadosamente. Atraparían el camión de los diamantes en el lecho y bloquearían la zanja con rocas arrojadas desde la orilla. Sin duda, bajo la arena del río habría agua para los caballos, mientras esperaban que apareciera el vehículo; necesitaba mantenerlos en buen estado para el cruce del desierto. El lecho del río los ocultaría.

Además, era el tramo más remoto de toda la carretera. Los agentes de policía tardarían varios días en recibir la alarma y otro tanto en llegar al sitio de la emboscada. Lothar podría obtener una ventaja convincente, aun si ellos preferían la arriesgada alternativa de seguirles por el páramo implacable, por el cual pensaba retirarse.

—Lo haremos aquí —dijo a Swart Hendrick.

Instalaron su primitivo campamento en la ribera misma del río, en un sitio donde la línea telegráfica formaba un atajo, cortando el recodo de la carretera. Los alambres de cobre estaban tendidos sobre el lecho rocoso, desde un poste de la orilla más próxima que no se veía desde la carretera.

Lothar trepó al poste e instaló sus cables de interferencia a partir de la línea principal; luego los bajó a lo largo del madero, sujetándolos a él para evitar cualquier descubrimiento casual; finalmente, los llevó hasta el puesto de escucha excavado por Swart Hendrick en la ribera.

La espera fue monótona. A Lothar le irritaba su inmovilidad junto a los auriculares, pero no podía arriesgarse a perder el mensaje vital que sería enviado desde la mina, por medio del cual conocería la hora exacta en que partiría el camión de los diamantes. Por eso se veía obligado a escuchar, durante las terribles horas calurosas del día, todo el tráfico mundano de los negocios diarios realizados en la mina. La habilidad del operador en el tablero era tal que a él le costaba seguirle y traducir los rápidos disparos de puntos y rayas que retumbaban en sus oídos. Los registraba en su cuaderno, para interpretarlos más tarde. Se trataba de una línea telegráfica privada; por lo tanto, no se hacía intento alguno de codificar la transmisión.

Durante el día se quedaba solo en la excavación. Swart Hendrick llevaba a Manfred y a los caballos por el desierto, aparentemente para cazar; en realidad, buscaba aleccionarlos y prepararlos para el viaje inminente, al mismo tiempo que los mantenía fuera de la vista de quien pudiera pasar por la carretera.

Para Lothar, aquellos días largos y monótonos estaban llenos de dudas y presentimientos. Eran muchas las cosas que podían salir mal, excesivos los detalles que debían ensamblar perfectamente para asegurar el éxito. Había eslabones flojos, y Gerhard Fourie era uno de los más débiles. Todo el plan se basaba en él, y el hombre era un cobarde; se dejaba distraer y desalentar con facilidad. “La espera es siempre lo peor”, pensó Lothar, recordando antiguos miedos que le habían asaltado en la víspera de otras batallas y empresas desesperadas. “Ojalá fuera posible hacerlo y acabar de una vez, en lugar de soportar estos días interminables.”

De pronto, en los auriculares resonó el zumbido que indicaba una llamada; alargó una mano veloz hacia el cuaderno. Mientras el operador de la Mina Hani comenzaba a transmitir, el lápiz de Lothar bailó sobre las páginas, registrándolo. La estación de Windhoek emitió una doble señal, breve, al terminar el mensaje, para indicar que se le había recibido. Entonces Lothar dejó caer los auriculares y tradujo los grupos de señales.

A Picapleitos: Prepare coche privado de Juno para enganchar tren expreso domingo noche a Ciudad del Cabo. STOP Juno llega allí domingo mediodía. FIN. Vingt.

Picapleitos era Abraham Abrahams. Centaine debía de haber elegido ese nombre codificado en un momento de fastidio contra él. Vingt, en cambio, era un juego de palabras sobre el apellido de Twentyman-Jones, cuya primera parte podía traducirse como “hombre veinte”; la connotación francesa sugería, nuevamente, la influencia de Centaine. Pero Lothar se preguntó quién habría dispuesto que el nombre codificado de Centaine Courtney fuera Juno, e hizo una mueca al comprender lo acertado que resultaba.

Así que Centaine partía hacia Ciudad del Cabo en su coche privado. De algún modo sintió un culpable alivio al saber que ella no estaría cerca cuando todo ocurriera, como si la distancia pudiera aligerarle el golpe. Para llegar a Windhoek cómodamente el domingo a mediodía, Centaine debía dejar la Mina H’ani el viernes, a hora temprana. Por lo tanto, llegaría a la zanja del río el sábado por la tarde. Lothar restó algunas horas de su cálculo, recordando que ella manejaba ese Daimler como un demonio.

Sentado en la calurosa excavación, súbitamente experimentó un deseo sobrecogedor de volver a verla, de echarle siquiera un vistazo al pasar.

“Podemos utilizar esto como ensayo para lo del camión”, se justificó.

El Daimler surgió de las cegadoras distancias como uno de esos arremolinados demonios de polvo que aparecen en los mediodías desérticos. Lothar vio la columna de tierra desde una distancia de, como mínimo, quince kilómetros. Entonces indicó por señas a Manfred y a Swart Hendrick que ocuparan sus puestos, en la parte alta de la zanja.

Habían excavado trincheras poco profundas en los puntos claves, desparramando la tierra sobrante, para que la brisa seca la confundiera con los alrededores. Luego habían ocultado los puestos con ramas de espinos, hasta que Lothar comprobó que eran invisibles, como no fuera a pocos pasos de distancia.

Las rocas con las que bloquearían ambos extremos de la zanja habían sido laboriosamente recogidas del lecho seco y amontonadas al borde del barranco. Lothar se había tomado grandes molestias para que parecieran naturales; sin embargo, un solo golpe de cuchillo contra la cuerda que sujetaba una cuña, instalada bajo el montón de piedras, bastaría para que todas cayeran dando tumbos por la estrecha senda, hacia el fondo de la zanja.

Como aquello era un simple ensayo, ninguno de ellos usaría máscara.

Lothar efectuó una última inspección de los preparativos y se volvió para observarla columna de polvo, que se aproximaba velozmente. Estaba a tan poca distancia que llegó a divisar la pequeña forma del vehículo y hasta oyó el leve palpitar de su motor.

“No debería conducir así”, pensó con ira. “Se va a matar.” Se interrumpió, melancólico, y meneó la cabeza. “Parezco un marido embobado”, se dijo. “Que se rompa el cuello, la maldita, si eso quiere.” Sin embargo, la idea de que ella pudiera morir le provocó una dolorosa punzada; cruzó los dedos para alejar la posibilidad. Luego se acurrucó en su trinchera para observarla por entre las ramas espinosas.

El majestuoso vehículo coleó sobre las rodadas al tomarla curva de la carretera. El palpitar del motor se intensificó: Centaine había cambiado la marcha y aceleraba al salir del bucle, empleando la potencia para compensar el incipiente derrape. “Qué desenvoltura”, pensó él, disgustado, al notar que la mujer volvía a cambiar la marcha y se lanzaba hacia la zanja a gran velocidad.

“Dios bendito, ¿pensará cruzar a toda marcha?”, se extrañó él. Pero en el último momento Centaine soltó el acelerador y empleó la caja de cambios para tomar la subida al otro lado de la zanja.

Cuando abrió la portezuela y salió al estribo, entre el polvo arremolinado, estaba sólo a veinte pasos de Lothar. El corazón del hombre golpeó con fuerza contra la tierra. “¿Cómo es posible que todavía me provoque esto?” se extrañó. “Debería odiarla. Me ha engañado, me humilló, renegó de mi hijo y lo privó de amor materno. Sin embargo… sin embargo…”

No quiso dar forma a las palabras. Deliberadamente, trató de insensibilizarse hacia ella.

“No es hermosa”, se dijo, estudiando su rostro. Pero era mucho más que eso. Era vital, vibrante; estaba rodeada por una especie de aura. “Juno”, pensó Lothar, recordando el nombre clave, “la diosa llena de poder, temible, de humor variable e imposible de predecir, pero infinitamente fascinante y deseable.”

Ella miró directamente en esa dirección, por un momento, y el hombre sintió que su decisión se evaporaba bajo el influjo de aquellos ojos oscuros. Pero ella no le había visto y le volvió la espalda.

—Bajaremos caminando, chéri —dijo al joven, que había salido por el otro lado del Daimler—, para ver si el cruce no ofrece peligro.

Shasa parecía haber crecido varios centímetros desde la última vez que Lothar le viera. Se apartaron del vehículo y bajaron junto al lecho, por debajo de su escondrijo.

Manfred ocupaba su puesto, en el fondo de la zanja. Él también observaba a los dos que venían descendiendo. La mujer no representaba nada para él. Aunque era su madre, el niño no lo sabía y no experimentaba ninguna reacción instintiva. Ella nunca le había amamantado ni tenido en brazos. Era una desconocida a la que miró sin emoción. Sin embargo, puso toda su atención en el muchacho que la acompañaba.

La apostura de Shasa le ofendía. “Es guapo como una niña”, pensó, tratando de desdeñarlo. Pero apreció el ensanchamiento de hombros de su rival, los elegantes músculos de sus brazos tostados, allí donde las mangas estaban recogidas.

“Me gustaría tener otro encuentro contigo, amigo mío.” La humillación que le había causado el puño izquierdo de Shasa, casi olvidada hasta entonces, volvía a doler como una herida reciente. Se tocó la cara con la punta de los dedos, frunciendo el entrecejo ante el recuerdo. “La próxima vez no te dejaré bailar así.” Y recordó lo difícil que había sido tocar esa cara bonita, que se bamboleaba siempre fuera de su alcance. La frustración se renovó.

Madre e hijo llegaron al pie de la zanja, por debajo del puesto ocupado por Manfred, y permanecieron allí un rato, conversando en voz baja. Por fin, Shasa caminó por el lecho seco. El camino se había consolidado con un estriberón de ramas de acacia, pero éstas se habían roto bajo las ruedas de los pesados camiones. Shasa las enderezó, clavando en la arena las puntas melladas. Mientras el muchacho trabajaba, Centaine volvió al Daimler. Del soporte de la rueda auxiliar pendía una cantimplora de lona. Centaine la desenganchó para llevársela a los labios. Hizo gárgaras con el agua y escupió en el polvo. Luego se quitó el largo guardapolvo blanco con que se protegía la ropa y se desabotonó la blusa. Después de empapar la bufanda amarilla, se la pasó por el cuello y el pecho, ahogando exclamaciones de placer ante la sensación de frío. Lothar quiso apartar la vista, pero no pudo. La miraba fijamente.

No llevaba nada bajo la blusa de algodón azul. La piel de su seno, que no había sido tocada por el sol, era suave y perlada como la buena porcelana china. Sus pechos eran pequeños, sin flojedades ni estrías, con los pezones agudos y aún rosados como los de una adolescente, no los de una mujer que había tenido dos hijos. Se los veía saltar elásticamente al contacto de la bufanda mojada, que lavaba el brillo de la transpiración. Lothar ahogó un gemido, renovando el deseo hacia ella, que surgía desde muy adentro.

—Todo listo, Mater —anunció Shasa, mientras iniciaba el regreso por la carretera.

Centaine se apresuró a abotonar su ropa.

—Ya hemos perdido demasiado tiempo —dijo mientras se sentaba al volante.

Mientras Shasa cerraba su portezuela, ella lanzó el vehículo carretera abajo, despidiendo arena y astillas de acacia con las ruedas traseras, mientras cruzaba el río seco y trepaba por la ribera opuesta. El ronroneo del motor se perdió en el silencio del desierto. Lothar descubrió que estaba temblando.

Ninguno de ellos se movió durante un largo rato. El primero en levantarse fue Swart Hendrick. Abrió la boca para hablar, pero al ver la expresión de Lothar guardó silencio, descendió hasta el fondo del río seco y echó a andar hacia el campamento.

Lothar bajó hasta el sitio donde se había detenido el Daimler y estudió por un momento la tierra húmeda, allí donde ella había escupido el agua. Las marcas de sus pies eran estrechas y nítidas: él sintió el fuerte impulso de agacharse para tocarlas, pero de pronto sintió a sus espaldas la voz de Manfred.

—Boxea. —Lothar tardó un momento en comprender que estaba hablando de Shasa.

—Parece un mariquita, pero sabe pelear. No se le puede pegar.

Levantó los puños y boxeó con su sombra; bailando en el polvo imitando a Shasa.

—Volvamos al campamento, donde no nos vean —dijo Lothar.

Manfred bajó su guardia y hundió las manos en los bolsillos.

Ninguno de los dos habló hasta llegar a la cueva excavada.

—¿Sabes boxear, papá? —preguntó el niño—. ¿Me enseñarías a boxear?

Lothar sonrió, moviendo la cabeza.

—Siempre me resultó más fácil patear a mi adversario en la entrepierna. Golpearlo con una botella o con la culata de un arma.

—Me gustaría aprender a boxear —dijo Manfred—. Y algún día voy a aprender.

Tal vez la idea había estado germinando allí desde un principio, pero en ese momento se convertía en firme declaración. El padre, con una sonrisa indulgente, le dio una palmadita en el hombro.

—Saca la bolsa de harina —dijo—, y te enseñaré, en cambio, a hacer pan de leche agria.

—Abe, Abe, sabes que detesto estas veladas —protestó Centaine, irritada—. Salas atestadas, llenas de humo de tabaco, y desconocidos con los que hay que intercambiar frases imbéciles.

—Podría ser muy importante que conocieras a este hombre, Centaine. Diré más: puede ser el amigo más valioso que hayas tenido en este territorio.

Centaine hizo una mueca. Abe tenía razón, por supuesto. En realidad, el administrador era el gobernador del territorio, con amplios poderes ejecutivos. Era designado por el gobierno de la Unión Sudafricana, bajo el poder de mandato que le confería el Tratado de Versalles.

—Supongo que es otro viejo pomposo y aburrido, como su predecesor.

—No le conozco —admitió Abe—. Llegó a Windhoek para ponerse en funciones hace muy pocos días y no se le tomará juramento hasta el primero del mes próximo, pero nuestras nuevas concesiones de la zona de Tsumeb están en su escritorio, en este momento, esperando su firma.

Vio que los ojos de la mujer cambiaban de expresión y aprovechó la oportunidad.

—Tres mil kilómetros cuadrados de derechos exclusivos para exploración minera, ¿no valen unas pocas horas de aburrimiento? Pero ella no iba a ceder con tanta facilidad, y contraatacó:

Tenemos que enganchar un vagón en el expreso que parte esta noche. Shasa debe volver a Bishops el miércoles por la mañana.

Se levantó para recorrer la sala de su vagón, deteniéndose para poner bien las rosas del florero, a fin de no mirarlo a los ojos cuando él desviara el argumento.

El viernes por la noche sale otro expreso; he hecho arreglos para que vayas en él. El señorito Shasa puede partir en el expreso de esta noche; ya tiene reservado camarote. Sir Garry y su esposa, que todavía están en Weltevreden, pueden esperarle en la estación de Ciudad del Cabo. Sólo hace falta un telegrama. —Abraham sonrió a Shasa, que estaba en el otro extremo del salón—. ¿Verdad que puedes hacer el viaje sin que nadie te lleve de la mano?

Abe estaba obrando como un demonio astuto, según reconoció Centaine, al ver que Shasa recogía el desafío con aire indignado.

—Por supuesto, Mater. Tú te quedas. Es importante que conozcas al nuevo administrador. Yo puedo volver solo a casa, y Anna me ayudará a preparar el equipaje para ir a la escuela.

Centaine levantó las manos.

—¿Si me muero de aburrimiento, Abe, tendrás remordimientos hasta el día de tu muerte!

Había pensado lucir el juego de diamantes completo, pero en el último momento prefirió no hacerlo. “Después de todo, es sólo una pequeña recepción provinciana, con esposas de granjeros y pequeños funcionarios. Además, no quiero dejar ciego al pobre viejecito.”

Se decidió por un vestido de seda amarilla, diseñado por Coco Chanel. Se lo había puesto una vez, pero en Ciudad del Cabo, y era difícil que alguien se lo hubiera visto allí.

Costó lo suficiente para justificar dos posturas —se consoló—. Y, de cualquier modo, es demasiado para esta gente.

Eligió un par de aretes de diamantes, no tan grandes como para resultar ostentosos, pero se colgó del cuello el enorme diamante de color champán, con una cadena de platino. Llamaba la atención sobre sus pechos pequeños y puntiagudos; ese efecto le gustaba.

Como de costumbre, su pelo era un desastre. Estaba electrizado por el seco aire del desierto. Centaine lamentó que Anna no estuviera allí, pues era la única que sabía manejar esa mata rebelde y lustrosa. En su desesperación, trató de convertir el desorden en virtud; lo esponjó deliberadamente y lo sujetó con una cinta de terciopelo alrededor de la frente.

—Ya me he dado bastante trabajo —se dijo.

No tenía ningún deseo de ir a una fiesta. Shasa se había marchado en el tren correo, tal como Abe planeara, y ella ya le echaba terriblemente de menos. Además, estaba deseosa de volver a Weltevreden; no le gustaba tener que quedarse allí.

Abe fue a buscarla una hora después de lo indicado en la invitación, en la que se veía impreso el escudo de armas del administrador. En el trayecto, Rachel, la esposa de Abe, los entretuvo con el relato de sus triunfos y tragedias domésticas más recientes, incluyendo un informe sobre los movimientos intestinales de su vástago más pequeño.

El edificio de gobierno, el Palacio de la Tinta, había sido diseñado por el gobierno colonial alemán, siguiendo un pesado estilo gótico imperial. Al echar un vistazo por el salón de baile, Centaine comprobó que la concurrencia era tan deplorable como ella esperaba. Se componía, principalmente, de funcionarios jerárquicos, jefes y subjefes de departamentos, sus esposas y los oficiales del cuartel militar local, además de los comerciantes y terratenientes importantes de la ciudad, siempre que vivieran lo bastante cerca de Windhoek para responder a la invitación.

Entre ellos había varias personas que trabajaban para Centaine: los gerentes y subgerentes de la Compañía Courtney. Abe le había proporcionado un informe detallado, que le permitió hacer graciosos comentarios personales ante cada uno, dejándolos así gratificados y radiantes. Abe permanecía a su lado para cuidar de que ninguno le robara demasiado tiempo; después de un lapso adecuado, le proporcionaba la excusa para escapar.

—Creo que deberíamos presentar nuestros respetos al nuevo administrador, señora Courtney. —La cogió del brazo y la condujo hacia la cola de recepción.

—He podido averiguar algunos datos con respecto a él. Se llama Blaine Malcomess, es teniente coronel y mandó un batallón de fusileros montados. Se portó bien en la guerra; tiene un par de condecoraciones. En la vida particular es abogado y…

La banda policial iniciaba, con celo y gusto, un vals de Strauss; la pista de baile ya estaba atestada. Cuando llegaron al extremo de la cola, Centaine notó con satisfacción que serían los últimos en ser presentados. Mientras avanzaba del brazo de Abe, prestaba poca atención al dueño de la casa; inclinada delante de él estaba escuchando a Rachel, quien, apoyada en el otro brazo de su marido, le explicaba una receta familiar para preparar sopa de pollo. Al mismo tiempo, calculaba el momento oportuno para escapar de la fiesta.

De pronto se dio cuenta de que habían llegado al extremo de la cola y de que el ayudante del administrador les anunciaba ya al anfitrión.

—El señor y la señora Abraham Abrahams; la señora Centaine de Thiry Courtney.

Ella levantó su mirada hacia el hombre que tenía enfrente. Involuntariamente, clavó las uñas en el antebrazo de Abraham Abrahams, con tanta fuerza que le arrancó una mueca. No se dio cuenta, pues tenía la vista fija en el coronel Blaine Malcomess.

Era alto y delgado; medía más de un metro ochenta. Su porte era aplomado, sin rastros de rigidez militar; sin embargo, parecía estar de puntillas, como si pudiera ponerse en movimiento inmediatamente.

—Señora Courtney —dijo, alargando la mano—, me encanta que haya podido venir. No imagina cuánto deseaba conocerla.

Su voz de tenor, clara, tenía una leve cadencia que podía ser galesa. Era una voz cultivada, cuyas modulaciones provocaron un eléctrico escalofrío de placer en los antebrazos y en la nuca de Centaine.

Le cogió la mano. La piel era seca y cálida; Centaine pudo sentir la fuerza contenida en sus dedos cuando estrechó los de ella, con suavidad. “Podría triturarme la mano como si fuera una cáscara de huevo”, pensó, y la idea la estremeció deliciosamente de aprensión. Le observó la cara.

Sus facciones eran grandes; los huesos de la mandíbula, las mejillas y la frente parecían pesados y sólidos como la piedra. Su nariz también era voluminosa, de corte romano; el entrecejo, saliente; la boca, grande y elástica. Se parecía mucho a Abraham Lincoln, aunque más joven y apuesto. “Todavía no tiene cuarenta años”, calculó ella. Muy joven para ese rango y ese puesto.

En ese momento notó, sobresaltada, que aún sostenía la mano del coronel y que no había respondido a su saludo. Él, inclinado en su dirección, la estudiaba con igual interés. Abe y Rachel se miraron, extrañados y divertidos. Centaine tuvo que sacudir su mano para liberarla. Con horror advirtió que una oleada de sangre caliente le subía por el cuello hasta las mejillas.

“¿Me estoy ruborizando!” Era algo que no le sucedía desde hacía años.

—He tenido la suerte de mantener tratos con su familia anteriormente —comentó Blaine Malcomess.

Sus dientes también eran grandes, cuadrados y muy blancos. La boca se ensanchaba más todavía cuando sonreía. Ella, algo turbada, le devolvió la sonrisa.

—¿De veras?

En realidad, no fue una respuesta chispeante, pero el ingenio parecía haberla abandonado. Allí estaba, como una colegiala, ruborizada y boquiabierta. Los ojos de ese hombre eran de un verde sorprendente. La distraían.

—En Francia estuve a las órdenes del general Sean Courtney —le dijo siempre sonriendo.

El pelo, demasiado corto a la altura de las sienes, resaltaba el tamaño desmesurado de sus orejas, y el detalle la irritó. Sin embargo, esas orejas salientes le daban un aspecto conmovedor y atractivo.

—Era un gran caballero —comentó Blaine Malcomess.

—Sí, en efecto —respondió ella, mientras se reprochaba: “Di algo ocurrente, algo inteligente. Va a pensar que eres idiota.”

Él vestía su uniforme de gala, de color azul oscuro y dorado, con doble fila de medallas. Desde la niñez, Centaine siempre se había dejado impresionar por los uniformes.

—Me he enterado de que usted estuvo en el cuartel general del general Courtney, en Arras, durante unas semanas de 1917. Yo todavía estaba en filas. Sólo a finales de aquel año pasé a formar parte de su personal de mando.

Centaine aspiró hondo para tranquilizarse y, por fin, logró dominarse otra vez.

—Qué tiempos turbulentos. El universo se deshacía a nuestro alrededor —dijo con voz grave y ronca, acentuando un poco su entonación francesa.

Mientras tanto, pensaba: “¿Qué es esto? ¿Qué te está pasando, Centaine? Esto no debe ser así. Recuerda a Michael, a Shasa. Basta con que saludes a este hombre con la cabeza y pases de largo.”

—Parece que por el momento he cumplido con mis obligaciones. —Blaine Malcomess echó una mirada a su ayudante, buscando confirmación, y se volvió hacia Centaine—. ¿Me permite este vals, señora Courtney?

Le ofreció el brazo. Sin vacilar, ella apoyó suavemente los dedos en el codo masculino.

Los otros bailarines se apartaron, dejándoles un espacio abierto, mientras ellos entraban juntos a la pista. Centaine se volvió hacia Blaine y dio un paso hacia el círculo de su brazo.

No hizo falta que se moviera; por el modo en que la cogió supo que bailaba maravillosamente. De súbito se sintió ligera, ágil; arqueó la espalda hacia atrás, contra su brazo, mientras las piernas de él parecían fundirse con las suyas propias.

La llevó girando hasta describir todo un círculo alrededor de la pista. Como ella seguía todos sus movimientos, rápida y liviana como una pluma, inició una complicada serie de giros e inclinaciones. Ella se dejaba llevar sin esfuerzo consciente, como si rozara la tierra; bajo el dominio total de su compañero, respondía a todos sus caprichos.

La música terminó, con un acorde violento, y los intérpretes se reclinaron en sus asientos, sudorosos y jadeantes. Centaine experimentó un incomprensible resentimiento contra ellos. No habían tocado el tiempo suficiente. Blaine Malcomess aún la tenía abrazada, en medio de la pista, y ambos rieron, encantados, mientras los demás bailarines formaban un círculo para aplaudirles.

—Por desgracia, parece que hemos terminado, momentáneamente —dijo él, sin soltarla.

Esas palabras la hicieron reaccionar. Ya no había excusas para el contacto físico. Retrocedió un paso, contra su voluntad, y aceptó el aplauso con una pequeña reverencia.

—Creo que nos hemos ganado una copa de champán.

Blaine hizo una señal a uno de los camareros de chaquetilla blanca, y se apartó con ella hasta el borde de la pista. Mientras bebían, se miraron ávidamente a los ojos, sin dejar de conversar. El esfuerzo había dejado un leve brillo de sudor en la amplia frente del coronel, y ella lo percibió en su cuerpo.

Estaban solos en el centro de la habitación atestada. Centaine, con un sutil movimiento de hombros y de cabeza, disuadió a un par de hombres audaces que se aproximaron, como para participar en el diálogo. A partir de ese momento, los demás se mantuvieron lejos.

La banda volvió a ocupar sus asientos y comenzó a tocar un foxtrot. Blaine Malcomess no tuvo necesidad de invitarla: Centaine dejó su copa de champán, casi intacta, en la bandeja de plata que le ofrecía el camarero, y levantó los brazos hacia él.

El ritmo del foxtrot, más tranquilo, les permitió seguir conversando. ¡Y cuánto había que decir! Conocía bien a Sean Courtney; le había tenido mucho afecto y admiración. Centaine, a su vez, lo había querido casi tanto como a su propio padre. Analizaron las horribles circunstancias en las que habían sido asesinados Sean Courtney y su esposa; el horror y la indignación que ambos experimentaban ante ese hecho pareció acercarlos aún más. Blaine conocía las amadas provincias septentrionales, en la zona de Arras, donde Centaine había nacido. Su batallón había defendido un sector de la línea, cerca de Mort Homme, la aldea de los de Thiry, y recordaba las minas quemadas del chateau.

—Lo usamos como puesto de observación de la artillería —le dijo—. Pasé muchas horas apostado en el ala norte.

Sus descripciones provocaron en ella una agradable nostalgia, una dulce tristeza que acentuaba sus emociones.

A él también le gustaban los caballos. Era polista de doce goles.

—¡Doce goles! —exclamó ella—. Mi hijo quedará muy impresionado. Acaban de clasificarle como jugador de cuatro.

—¿Qué edad tiene su hijo?

—Catorce.

—Excelente, para un joven de esa edad. Me gustaría verlo jugar.

—Sería divertido —reconoció ella.

De pronto sintió deseos de hablarle largamente sobre Shasa, pero la música terminó cortando en seco su impulso. En ese momento, él también frunció el ceño.

—Están tocando piezas muy breves, ¿verdad?

En ese momento ella sintió que su compañero daba un respingo, soltándole la cintura. Aunque Centaine no retiró la mano de su brazo, el extraño regocijo que les había invadido hasta entonces se hizo pedazos. Algo oscuro y molesto como una sombra se interpuso de golpe, entre ambos, sin que ella pudiera saber de qué se trataba.

—Ah —exclamó él, sombrío—, veo que ha regresado. No se sentía bien esta noche, pero siempre ha sido valiente.

—¿A quién se refiere? —preguntó Centaine.

El tono de Blaine la colmó de presentimientos, pues tenía algo de advertencia; aun así la desagradable sorpresa la hizo vacilar cuando él, con suavidad, anunció:

—Mi esposa.

Centaine se sintió mareada por un momento. Sólo pudo mantener el equilibrio con esfuerzo al retirar la mano de su brazo.

—Me gustaría presentarle a mi esposa —dijo él—. ¿Me lo permite?

Ella asintió, sin atreverse a confiar en su voz. Cuando él volvió a ofrecerle el brazo, dudó un momento antes de aceptarlo. En ese instante sólo apoyó la punta de los dedos.

Blaine la acompañó al otro lado de la pista, hacia un grupo reunido al pie de la escalinata principal. Mientras se aproximaban, Centaine estudiaba el rostro de las mujeres, tratando de adivinar cuál de ellas era. Sólo había dos jóvenes, pero ninguna de ellas podía igualarla en belleza, fuerza, porte, talento o riqueza. Sintió una oleada de confianza y expectación, que reemplazó la inesperada confusión anterior. Sin ni siquiera pensarlo, comprendió que iba hacia un combate desesperado, alentada por el ardor de la batalla y la importancia del trofeo en juego. Estaba deseosa de identificar y valorar a su adversaria. Cuando se detuvieron ante el grupo, levantó la barbilla e irguió los hombros.

Las columnas de hombres y mujeres se abrieron respetuosamente. Allí estaba ella, mirando a Centaine con ojos adorables y trágicos. Era más joven que Centaine y dueña de una rara, pero exquisita belleza. Lucía su bondad, su carácter gentil, como un manto brillante a la vista de todos, pero había tristeza en la sonrisa que dedicó a Centaine, cuando Blaine Malcomess las presentó.

—Señora Courtney, ¿me permite presentarle a Isabella, mi esposa?

—Baila maravillosamente, señora Courtney. Les he observado con gran placer, a usted y a Blaine —dijo ella—. A mi marido le encanta bailar.

—Gracias, señora Malcomess —susurró Centaine, enronquecida.

Por dentro rabiaba: “¡Oh, pequeña zorra! No es justo. No estás peleando limpio. ¿Cómo voy a poder ganar? ¡Oh, Dios, cómo te odio!”

Isabella Malcomess estaba sentada en una silla de ruedas, atendida por su enfermera. Por debajo del ruedo de su lujoso vestido asomaban los tobillos de unas piernas escuálidas y paralizadas. Pálidos y esqueléticos, sus pies parecían frágiles, vulnerables, enfundados en los zapatos bordados de lentejuelas.

“Jamás te abandonará.” Centaine se sintió sofocada de dolor. “Pertenece a esa clase de hombres que nunca abandonan a una esposa tullida.”

Centaine despertó una hora antes del amanecer. Por un momento le extrañó la sensación de bienestar que la embargaba. Luego, al recordar, apartó las sábanas, deseosa de iniciar la jornada. Al apoyar los pies descalzos en el suelo, se detuvo; sus ojos se volvieron, instintivamente, hacia la fotografía enmarcada de Michael Courtney, que estaba sobre la mesilla de noche.

—Lo siento, Michael —susurró—. Te amo. Todavía te amo y siempre te amaré, pero no puedo evitar esto otro. No lo quise, no lo busqué. Perdóname, por favor, querido mío. Pero hace tanto tiempo, y estoy tan sola… Le quiero, Michael. Quiero casarme con él y tenerlo para mí.

Levantó el marco y, por un momento, lo apretó contra su seno. Después abrió el cajón, guardó la fotografía con la cara hacia abajo, entre su ropa interior de encaje, y lo cerró nuevamente.

Se levantó de un salto, en busca de su bata de seda china, amarilla, con un ave del paraíso bordada en la espalda. La sujetó con el cinturón y pasó apresuradamente al salón del coche. Sentada ante su escritorio, escribió un telegrama para sir Garry en su clave privada, pues el mensaje sería transmitido por la línea pública.

Por favor informar urgentemente sobre teniente coronel Blaine Malcomess, recientemente designado administrador de África suroccidental. Responde en clave. Besos, Juno.

Tocó el timbre para llamar a su secretario, irritada por tener que esperarle. El muchacho apareció vestido con una bata de franela, con los ojos hinchados y sin afeitar.

—Envíe eso de inmediato —ordenó ella, entregándole el papel—. Después consígame una llamada con Abraham Abrahams.

—Son las seis de la mañana, Centaine —protestó Abe—, y no nos acostamos hasta las tres.

—Tres horas es sueño suficiente para cualquier abogado que se precie. Abe, quiero que invites al coronel Malcomess y a su esposa a cenar en mi vagón esta noche.

Se produjo un silencio largo y pesado; había un silbido en la línea. Ella cubrió la pausa:

—Tú y Rachel también estáis invitados, por supuesto.

—Los invitas demasiado tarde —advirtió él con cautela. Parecía estar eligiendo sus palabras con precisión.

—El administrador es un hombre ocupado. No irá.

—Hazle llegar la invitación personalmente —dijo Centaine, pasando por alto esas objeciones—. Envía a tu mensajero a su oficina y comprueba que reciba la nota personalmente. No dejes, en ninguna circunstancia, que llegue antes a su esposa.

—No vendrá —repitió Abe, testarudo—. Al menos, ruego a Dios que no venga.

—¿Qué quieres decir con eso? —le espetó ella.

—Estás jugando con fuego, Centaine. No sólo con la llamita de una vela, sino con un gran incendio forestal. Ella apretó los labios.

—Ocúpate de tus asuntos y yo me ocuparé de los míos… —dijo. El abogado la interrumpió:

—… besa a tu parejita y yo besaré a la mía —concluyó, completando el dicho infantil.

Ella soltó una risa tonta. Era la primera que Abe la oía hacerlo y lo tomó por sorpresa.

—Qué adecuado, querido Abe.

Volvió a reír. La voz de Abrahams sonó agitada al continuar:

—Me pagas una suma enorme para que me ocupe de tus asuntos, Centaine. Anoche pusiste cien lenguas a moverse. A estas horas, la ciudad estará desorbitada. Eres una mujer marcada; todo el mundo te vigila. No puedes permitirte una cosa así.

—Abe, tú y yo sabemos que puedo permitirme lo que me dé la gana. Envía la invitación, ¡por favor!

Pasó la tarde descansando. Se había acostado tarde y estaba decidida a brillar como nunca. El secretario la despertó algo después de las cuatro. Abe había recibido respuesta a la invitación: el administrador y su esposa aceptaban con mucho gusto cenar con ella. Sonrió con aire triunfal y se dedicó a descifrar el telegrama de sir Garry, que también había llegado mientras dormía.

A Juno. STOP. Nombre completo sujeto Blaine Marsden Malcomess nacido Johannesburgo 28 julio 1893.

—Conque tiene casi treinta y nueve años —exclamó ella— y es Leo. ¡Mi león grande y feroz!

Y volvió rápidamente al cable.

Segundo hijo de James Marsden Malcomess abogado y empresario de minas, presidente Consolidated Goldfields y director de numerosas compañías asociadas, fallecido 1922. Estudió en Universidad St. John’s de Johannesburgo y Oriel College de Oxford. Honores académicos, beca Rhodes y beca Oriel. Honores deportivos, campeonatos críquet, atletismo y polo. Licenciado filosofía y letras en Oxon 1912. Colegio de abogados 1913. Nombrado subteniente Fusileros Montados 1914. Sirvió en campaña África suroccidental. Dos menciones. Ascendido a capitán 1915. Francia con BEF 1915. Cruz Militar agosto 1915.

Ascendido a comandante y condecorado 1916. Ascendido a teniente coronel 3° Batallón 1917. General al mando de la 6° división 1918. Negociaciones armisticio Versalles con personal de general Smuts. Socio en bufete abogados Stirling & Malcomess desde 1919. Diputado por Gardens 1924. Subsecretario de Justicia 1926-1929. Nombrado administrador África suroccidental 11 de mayo 1932. Casado con Isabella Tara Harrison 1918. Dos hijas Tara Isabella y Mathilda Janine.

Fue un nuevo golpe para Centaine. No había pensado que él pudiera tener hijos.

—Ella al menos no le ha dado hijos varones.

La idea era tan cruel que calmó sus remordimientos calculando la edad de sus hijas. “Supongo que serán como la madre: angelitos horribles que le tienen embobado”, se dijo mientras leía los últimos comentarios con que sir Garry había puesto fin al largo telegrama.

Consultado Ou Baas indica que sujeto considerado potencia ascendente en leyes y política. Probable puesto gabinete cuando partido oposición retome poder.

Centaine sonrió afectuosamente ante esa mención del general Jan Christian Smuts y siguió leyendo:

Esposa arrojada caballo 1927. Grave fractura columna dorsal pronóstico desfavorable. STOP. Padre James Marsden dejó propiedades libras 655.000 partes iguales a dos hijos varones. STOP. Situación financiera actual sujeto no conocida, pero apreciada como sólida. STOP Al presente jugador polo 12 handicap. Capitán equipo Sudáfrica contra Argentina 1929. STOP. Espero tu interés sea comercial. Si no, imploro dominio y cautela pues consecuencias altamente perjudiciales todas las partes. STOP. Shasa bien en escuela. STOP Anna y yo enviamos recuerdos. FIN. Ovidio.

Ella había elegido el nombre codificado de sir Garry por afecto y por respeto a su profesión, pero en ese momento arrojó el telegrama sobre la mesa, furiosa.

—¿Cómo es posible que todos sepan qué me conviene más… salvo yo? —preguntó, en voz alta—. ¿Y por qué no está Anna aquí, para ayudarme con este pelo? Estoy hecha un horror.

Se miró en el espejo de la repisa, buscando la prueba de que no era así. Apartó la melena hacia atrás con ambas manos, mientras se miraba el cutis, buscando arrugas o manchas. Sólo halló diminutas líneas en el rabillo de los ojos y el detalle extremó su descontento.

—¿Todos los hombres atractivos tienen que estar casados? Oh, caramba con esa muñequita estúpida. ¿Por qué no se habrá quedado pegada a la silla en vez de caer sobre ese lindo trasero?

Centaine tenía pensado meter mucha bulla con la recepción de Isabella Malcomess y el traslado de la silla de ruedas a la plataforma del vagón. Con ella estaban cuatro de los servidores y sus dos secretarios, listos para ayudar.

Blaine Malcomess los apartó a todos, con un ademán irritado, y se inclinó hacia su esposa. Ella le deslizó los brazos alrededor del cuello y se dejó levantar; a él no le resultaba más pesada que una niña. Con el rostro muy cerca del suyo, él le sonrió con ternura. Luego subió los peldaños de la plataforma, como si no llevara ninguna carga. Las piernas de Isabella se movían patéticamente bajo las faldas, agotadas y sin vida. Centaine experimentó una desagradable e inesperada reacción de solidaridad con ella.

“No quiero compadecerme”, pensó mientras los seguía al salón.

Blaine, sin solicitar el permiso de Centaine, la depositó en una silla que dominaba discretamente el salón y era, por naturaleza, el centro de la atención; era el asiento que Centaine reservaba exclusivamente para ella. Blaine puso una rodilla en el suelo y acomodó suavemente los pies de su mujer, juntándolos sobre la alfombra de seda. Después le alisó la falda sobre las rodillas. Obviamente, lo había hecho incontables veces.

Isabella le rozó la mejilla con la punta de los dedos y le sonrió, con tal confianza y adoración que Centaine se sintió del todo superflua. La abrumaba la desesperación. Le sería imposible interponerse entre ellos. Sir Garry y Abe tenían razón; era preciso renunciar a él sin luchar, y experimentó un sentido de la justicia casi digno de una santa. En ese preciso instante Isabella la miró por encima de la cabeza de su marido arrodillado. A pesar de la moda, llevaba el pelo largo y lacio. Era tan fino y sedoso que constituía una lámina espesa y lustrosa como el satén lavado, que cubría sus hombros desnudos. Tenía el color de las castañas asadas, y refulgía con estrellas rojas y reflejos cada vez que movía la cabeza. Su rostro era redondo como el de una virgen medieval, encendido de serenidad. Sus ojos pardos tenían surcos de líneas doradas que se abrían en abanico desde las luminosas pupilas.

Isabella miró a Centaine desde el otro extremo del salón y sonrió. Fue una sonrisa lenta, complaciente, posesiva, que alteró la luz de sus ojos pardos y dorados. Miraba fijamente los ojos de miel de Centaine, desafiándola. La francesa percibió el reto con toda claridad, como si se hubiera quitado uno de los largos guantes, bordados de perlas, para golpearla con él en plena boca.

“Maldita estúpida, ¡no deberías haber hecho eso!” Todas las resoluciones nobles de Centaine se redujeron a escombros ante esa mirada. “Estaba dispuesta a dejártelo, de veras. Pero si quieres pelear por él… bueno, yo también pelearé.” Sostuvo la mirada de su huésped, aceptando silenciosamente el desafío.

La cena fue un éxito resonante. Centaine había estudiado cuidadosamente el menú; desconfiando del cocinero, había preparado con sus propias manos el aderezo para la langosta y la salsa para la carne asada. Bebieron champán con la langosta y un maravilloso Richebourg aterciopelado con el solomillo.

Abe y Blaine se sintieron aliviados y complacidos al verla consideración y la simpatía que Isabella y Centaine se prodigaban. Era obvio que acabarían siendo amigas íntimas. Centaine incluía a la inválida en casi todos sus comentarios; cuidaba con solicitud de su comodidad y le arreglaba personalmente los almohadones en la espalda o en los pies.

Divertida, burlándose de sí misma, contó cómo había sobrevivido al horrible cruce de las dunas, viuda y embarazada, con dos pigmeos salvajes por única compañía.

—Qué valiente ha sido —comentó Isabella Malcomess, captando la médula del relato—. Sin duda, muy pocas mujeres habrían tenido esa fortaleza y esa capacidad.

—Coronel Malcomess, ¿puedo pedirle que trinche el asado? A veces, la condición de mujer sola tiene sus desventajas. Hay cosas que sólo los hombres saben hacer, ¿no es cierto, señora Malcomess? Rachel Abrahams permanecía en un aprensivo silencio. Era la única, aparte de los dos personajes principales, que comprendía lo que sucedía. Toda su simpatía era para Isabella, pues no le costaba imaginar su propio nido y a sus pichones amenazados por semejante ave de presa.

—Tiene dos hijas, ¿verdad, señora Malcomess? —preguntó Centaine, con dulzura—. Tara y Mathilda Janine. Qué bonitos nombres… —Daba a entender a su rival que había investigado a fondo—. Pero ha de serle difícil arreglárselas con ellas. Las niñas son siempre más complicadas que los niños.

Rachel Abrahams dio un respingo. Con un simple destello de la espada, la anfitriona había señalado la invalidez de Isabella y su imposibilidad de dar a su marido un heredero varón.

—Oh, tengo tiempo de sobra para dedicarme a mis faenas domésticas —aseguró Isabella—, ya que no estoy en el comercio, digamos. Y las niñas son un encanto. Adoran al padre, como es natural.

Isabella era hábil duelista. La palabra “comercio” puso en ebullición la sangre aristocrática de Centaine, bajo su sonrisa afectuosa, y fue un golpe maestro vincular, tan firmemente, a las niñas con Blaine. La francesa había visto su expresión al mencionarlas. Se volvió hacia él, cambiando el tema por el de la política.

—Hace poco, el general Smuts nos visitó en Weltevreden, mi casa en Ciudad del Cabo. Está muy preocupado por el desarrollo de algunas sociedades secretas entre las clases inferiores de afrikáner. En particular, las llamadas Ossewa-Brandwag y Afrikaner Broederbond, algo así como “Guardia nocturna del tren” y “Hermandad afrikáner”, respectivamente. A mí también me parecen muy peligrosas y perjudiciales para el interés de la nación. ¿Comparte usted esta preocupación, coronel?

—He hecho un estudio especial de estos fenómenos. Pero no creo que tenga usted razón al decir que esas sociedades secretas incluyen a las clases inferiores de afrikáner. Por el contrario: el ingreso está restringido a los afrikáner de pura sangre, que ocupen puestos de influencia, real o potencial, en la política, el gobierno, la religión y la educación. Sin embargo, estoy de acuerdo con sus conclusiones. Son peligrosos, más de lo que muchos creen, pues su meta última es obtener el dominio de todos los asuntos de nuestra vida, desde la mente de los jóvenes hasta la maquinaria de la justicia y el gobierno, prefiriendo a sus miembros sin tener en cuenta el mérito personal. En muchos sentidos este movimiento es la contrapartida de la ascendente ola de nacionalsocialismo que se está produciendo en Alemania, encabezada por Herr Hitler.

Centaine se inclinó sobre la mesa para disfrutar de todas las inflexiones y los matices de aquella voz, alentándole con preguntas o agudos comentarios. “Con esa voz”, pensó, “podría convencerme, y también a un millón de votantes.” Al fin comprendió que los dos se estaban comportando como si fueran los únicos comensales. Entonces se volvió rápidamente hacia Isabella.

—¿Está de acuerdo con su marido al respecto, señora Malcomess? Blaine, con una risa indulgente, respondió por ella:

—Temo que mi esposa se aburre totalmente con la política, ¿verdad, querida? Y no estoy seguro de que, desde ese punto de vista, ella sea muy perceptiva. —Sacó del bolsillo un reloj de oro—. Ya es medianoche pasada. Estaba tan entretenido que hemos abusado de tanta hospitalidad.

—Tienes razón, querido —acotó Isabella, aliviada y deseosa de poner fin a aquello—. Tara estaba algo descompuesta. Antes de que saliéramos se quejó de dolor de estómago.

—La muy astuta siempre se queja de dolores de estómago cuando sabe que vamos a salir-respondió él, riendo entre dientes. Pero todos se levantaron.

—No pueden irse sin tomar un coñac y fumar un puro —les demoró Centaine—. Sin embargo, me niego a aceptar esa bárbara costumbre de dejar esos placeres a los hombres, mientras las pobres mujeres nos apartamos para reír como bobas y hablar de bebés. Así que iremos todos al salón.

Sin embargo, mientras ella abría la marcha, su secretario se acercó, nervioso.

—Sí, ¿qué pasa?

El fastidio de Centaine se calmó al ver que el muchacho tenía en las manos un telegrama, como si fuera su propia condena a muerte.

—Es del doctor Twentyman-Jones, señora. Urgente.

Centaine cogió la hoja, pero no la desplegó hasta después de haber hecho servir café y licores. Cuando Blaine y Abe estuvieron armados con sus respectivos habanos, pidió disculpas y pasó a su dormitorio.

A Juno: Comité de huelga encabezado por Gerhard Fourie ha retirado todos empleados blancos. STOP. Planta y perforación bajo piquetes y cargamento de mercaderías embargado. STOP. Huelguistas exigen reincorporación empleados blancos despedidos y trabajo garantizado para todos. STOP. Espero instrucciones. FIN. Vingt. Centaine se sentó en la cama. El papel aleteaba en su mano. Nunca se había sentido tan irritada. Eso era traición, una traición bastarda e imperdonable. Suya era la mina, suyos los diamantes. Ella pagaba los sueldos y tenía perfecto derecho a contratar y despedir. El “cargamento de mercaderías” a que Twentyman-Jones hacía referencia era el paquete de diamantes, del cual dependía la fortuna de Centaine. Si accedía a esas exigencias, la Mina H’ani dejaría de ser útil. “¿Quién es ese Gerhard Fourie?”, se preguntó. Entonces recordó que era el jefe de transportes.

Se acercó a la puerta y la abrió. Su secretario esperaba en el corredor.

—Pida al señor Abrahams que venga a verme.

Cuando Abe cruzó el portal, ella le entregó el telegrama.

—No tienen derecho a hacerme esto —dijo fieramente mientras esperaba, llena de impaciencia, a que él lo hubiera leído.

—Por desgracia, Centaine, sí tienen derecho. Según la ley de Conciliación Industrial de 1924…

—No me vengas con leyes, Abe —le interrumpió ella—. Son una banda de bolcheviques, capaces de morder la mano que los alimenta.

—No hagas nada apresurado, Centaine. Si se nos ocurriera…

—Abe, haz descargar inmediatamente el Daimler del vagón y envía un telegrama al doctor Twentyman-Jones. Dile que estoy en camino hacia allá y que no debe hacer nada, ni concesiones ni promesas, hasta mi llegada.

—Partirás por la mañana, ¿verdad?

—Nada de eso. Partiré dentro de media hora, en cuanto mis invitados se hayan ido y tú tengas el Daimler fuera del tren.

—Pero es la una de la mañana… —Al ver la expresión de Centaine, el abogado abandonó la protesta—. Telegrafiaré al personal de la primera posada para que te esperen.

—Di sólo que estén listos para cargar combustible. No voy a quedarme. Viajaré directamente a la mina.

Centaine se acercó a la puerta. Hizo una pausa para dominarse y luego, con una sonrisa tranquila, volvió al salón.

—¿Hay algún problema, señora Courtney? —La sonrisa no había engañado a Blaine Malcomess, quien se levantó—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Oh, es sólo un pequeño inconveniente. Hay dificultades en la mina. Tendré que volver de inmediato.

—Pero esta noche no, ¿verdad?

—Sí, esta misma noche.

—¿Sola? —Estaba preocupado, y ese interés agradó a Centaine—. El viaje es largo y difícil.

—Prefiero viajar sola. —Y añadió, con intensidad significativa—: O elegir a mis compañeros de viaje con mucho cuidado. —Hizo una pausa antes de proseguir—: Algunos de mis empleados se han declarado en huelga. Es irrazonable y no hay nada que justifique esa medida. Estoy segura de poder solucionarlo, pero a veces estas cosas se nos van de las manos. Podría haber actos de violencia o de vandalismo.

Blaine se apresuró a tranquilizarla.

—Puedo garantizarle la plena cooperación del gobierno. Se podría enviar un destacamento policial para mantener la tranquilidad, si usted lo desea.

—Gracias, es una buena idea. Me consuela mucho saber que puedo contar con usted.

—Lo dispondré todo a primera hora de la mañana —aseguró él—. Pero el destacamento tardará algunos días, claro está.

Una vez más, se comportaban como si estuvieran solos; hablaban en voz baja, una voz llena de sugerencias, más allá de lo que decían las palabras.

—Querido, deberíamos dejar a la señora Courtney para que prepare su viaje. —Cuando Isabella habló desde su silla, él dio un respingo, como si hubiera olvidado su presencia.

—Sí, por supuesto. Nos iremos inmediatamente.

Centaine bajó con ellos al andén, donde estaba el Chevrolet de Blaine, aparcado bajo la única lámpara de alumbrado. Caminaba junto a la silla de ruedas.

—No sabe cómo he disfrutado con este encuentro, señora Malcomess. Me encantaría conocer a sus hijas. ¿Por qué no las lleva a Weltevreden la próxima vez que vaya a Ciudad del Cabo?

—No sé cuándo será —dijo Isabella—. Mi marido estará muy ocupado después de que ocupe el cargo.

Llegaron al vehículo que esperaba. Mientras el chófer mantenía la portezuela trasera abierta, Blaine levantó a Isabella y la puso en el asiento de cuero. Luego cerró cuidadosamente y se volvió hacia Centaine, dando la espalda a su mujer, mientras el chófer cargaba la silla en el portaequipaje. Por el momento, estaban solos.

—Isabella es una mujer valiente y maravillosa —dijo con suavidad, tomando la mano de Centaine—. La quiero y no puedo abandonarla, pero me gustaría… Se calló; la presión de sus dedos se volvió dolorosa.

—Sí —respondió Centaine, con la misma suavidad—, a mí también me gustaría.

Y disfrutó con el dolor de aquella mano fuerte. El contacto acabó demasiado pronto para ella. Blaine se acercó a la portezuela opuesta, mientras Centaine se inclinaba hacia la inválida por la ventanilla abierta.

—Por favor, no olvide mi invitación —dijo.

Pero Isabella acercó la cara un poco más. La máscara de serena belleza se resquebrajó de pronto dejando asomar el terror y el odio.

—Es mío —dijo—. Y no se lo voy a dejar.

Enseguida volvió a recostarse en el asiento, mientras Blaine se deslizaba a su lado y le tomaba la mano.

El Chevrolet se alejó, ondeando el banderín oficial sobre el capó; Centaine permaneció bajo la lámpara, siguiéndolo con la vista hasta que se borraron las luces de sus faros.

Lothar De La Rey dormía con los auriculares del interceptor telegráfico sobre su colcha de piel de oveja, junto a la cabeza, de tal modo que el primer chasquido de la transmisión le despertó. Recogió apresuradamente el aparato y ordenó a Swart Hendrick:

—Enciende la vela, Hennie, que están transmitiendo. A esta hora de la noche tiene que ser por algo importante.

Sin embargo, no estaba preparado para la magnitud del mensaje que trascribió en su cuaderno: “Comité de huelga encabezada por Gerhard Fourie…”

El mensaje de Twentyman-Jones dejó aturdido a Lothar. Gerhard Fourie. ¿A qué diablos está jugando ese miserable? De repente, se levantó de un salto y salió del campamento a pasearse nerviosamente por la arena suelta del lecho seco, mientras intentaba resolver el problema.

—Una huelga. ¿Por qué declararse en huelga justamente ahora? “Cargamento de mercaderías embargado”. Eso tiene que referirse a los diamantes. Los huelguistas no permiten que los diamantes salgan de la mina. —Se detuvo súbitamente y golpeó su puño contra su palma—. Eso es, de eso se trata. Ha convocado una huelga para librarse de nuestro trato. Le falló el coraje y sabe que le voy a matar. Es su modo de escapar. No quiere cooperar con nosotros. Todo se viene abajo. Se irguió en el lecho del río, abrumado por una ira oscura e impotente.

—Tantos riesgos como he corrido, tanto tiempo, trabajo y problemas… El robo de los caballos. Todo para nada. Todo perdido sólo porque un cagón…

Si Fourie hubiera estado allí, Lothar le habría matado sin reparos.

—Baas! —chilló Hendrick, con urgencia—. ¡Ven pronto! ¡El telégrafo!

Lothar volvió a toda carrera y le arrebató los auriculares. Transmitía el operador de la compañía Courtney, desde Windhoek.

A Vingt. Vuelvo a toda prisa. STOP. No haga concesiones ni promesas. STOP. Que todos empleados leales estén armados y protegidos de intimidación. STOP. Asegúreles mi gratitud y recompensa material. STOP. Cierre inmediatamente almacén empresa, no venda alimentos ni provisiones a huelguistas y sus familiares. STOP. Corte agua corriente y suministro eléctrico a cabañas huelguistas. STOP. Informe comité de huelga que destacamento policial en camino. FIN. Juno.

A pesar de su ira contra Fourie, Lothar echó la cabeza atrás, con una carcajada de admiración.

—Fourie y sus huelguistas no saben en qué se meten —rugió—. Preferiría hacer cosquillas a una cobra a cruzarme en el camino de Centaine en este momento.

De pronto se puso serio. Después de cavilar un rato, dijo a Hendrick y a Manfred, en voz baja:

—Tengo la sensación de que esos diamantes viajarán a Windhoeck, con huelga o sin huelga. Pero no creo que Fourie esté al volante del camión. En realidad, no le veo muchas posibilidades de volver a conducir nada. Y bien, no tendremos una amable escolta armada que nos entregue el paquete, como estaba planeado. Pero los diamantes pasarán por aquí. Y cuando así sea, nosotros estaremos esperando.