Desde la cima de un pequeño kopje boscoso, Lothar miró al otro lado del río Swakop, hasta divisar los tejados y la cúpula de la iglesia. El Swakop describía un amplio meandro; en la curva, directamente debajo de ellos, había tres pequeños estanques verdes, rodeados de bancos de arena. El río sólo fluía en breves períodos, tras la estación de las lluvias.
Estaban abrevando a los caballos en los estanques, los traían desde los corrales de espinos, construidos en la ribera, para que bebieran; después los encerrarían hasta la mañana. El conde tenía razón: los compradores del ejército habían escogido los mejores. Lothar los observó con avidez por sus prismáticos. Eran animales poderosos, criados para el desierto, llenos de vigor; jugueteaban en la orilla del estanque o se revolcaban en la arena con las patas al aire.
Lothar fijó su atención en los encargados, de los que contó cinco; eran todos soldados de color, con el uniforme caqui; fue inútil que buscara a los oficiales blancos.
—Deben de estar en el campamento —murmuró, enfocando las pardas tiendas del ejército, erigidas más allá de los corrales.
Oyó por detrás un silbido grave. Cuando miró por encima del hombro, vio que Hendrick le hacía señas desde el pie del kopje. Lothar se agachó y bajó la empinada cuesta. La mula, con su ensangrentada carga aún sujeta al lomo, estaba atada a la sombra. Había acabado casi por resignarse a ella, aunque de vez en cuando se estremecía, moviendo el cuerpo de modo nervioso. Los hombres se habían tendido bajo las escasas ramas de los espinos para comer carne de lata. Cerdo John se levantó al acercarse Lothar.
—Llegas tarde —le acusó el jefe, levantándole por la pechera del chaleco para olfatearle la boca.
—Ni una gota, patrón —gimió Cerdo—. Lo juro por la virginidad de mi hermana.
—Ése es un animal mítico. —Lothar le soltó y echó un vistazo a la bolsa que el hombre tenía a sus pies.
—Doce botellas, como usted me indicó.
Lothar abrió la bolsa y sacó una botella del famoso Cape Smoke. El tapón estaba sellado con cera; el brandy, puesto a contraluz, era de un color pardo oscuro y venenoso.
—¿Qué averiguaste en la aldea? —preguntó, devolviendo la botella a la bolsa.
—Hay siete caballerizos en el campamento.
—Yo conté cinco.
—Siete. —Cerdo John parecía muy seguro. Lothar gruñó.
—¿Y los oficiales blancos?
—Ayer partieron hacia Otjiwaronga, para comprar más caballos.
—Dentro de una hora oscurecerá. —Lothar echó un vistazo al sol—. Llévate la bolsa y ve al campamento.
—¿Qué les digo?
—Diles que quieres vender… barato, y déjales probar gratuitamente. Eres famoso por tus mentiras; cuéntales lo que quieras.
—¿Y si no beben?
Lothar rió ante lo improbable de la idea, y no se molestó en responder.
—Yo avanzaré cuando la luna asome sobre los árboles. Así dispondréis de cuatro horas, tú y el brandy, para ablandar a esos hombres. La bolsa tintineaba, colgada del hombro de Cerdo.
—Recuerda, Cerdo: te quiero sobrio o muerto. Y lo digo en serio.
—¿Acaso el patrón cree que soy un animal, que no resisto la bebida como un hombre? —protestó John, alejándose del campamento con aire de dignidad afrentada.
Lothar, desde su punto de observación, le vio cruzar los bancos de arena del Swakop y subir trabajosamente la ribera opuesta, con su bolsa al hombro. Ante la empalizada, los guardias le dieron el alto. Lothar usó los prismáticos para observar la conversación. Por fin, el soldado de color hizo a un lado la carabina y echó un vistazo a la bolsa que Cerdo John sostenía abierta.
A pesar de la distancia y la penumbra del anochecer, Lothar vio el destello de los dientes blancos cuando el guardia sonrió de alegría y llamó a sus compañeros. Dos de ellos salieron de las tiendas en ropa interior. Siguió una discusión larga y acalorada, con mucha gesticulación y palmoteo de espaldas y sacudidas de cabeza, hasta que Cerdo rompió el sello de una botella y se la entregó. La botella pasó rápidamente de mano en mano. Los soldados empinaron el codo como el trompeta eleva su instrumento para dar la señal de ataque; después, todos jadeaban y sonreían, con los ojos húmedos. Por fin llevaron al visitante al campamento, como si fuera un huésped de honor, y todos se perdieron de vista.
Se puso el sol, cayó la noche. Lothar permanecía en lo alto del barranco. Como cualquier navegante, se mantenía muy consciente de la dirección y la fuerza de la brisa nocturna, que cambiaba caprichosamente. Una hora después del anochecer, sopló un viento cálido y parejo, que venía de atrás.
—Ojalá se mantenga —murmuró él.
Y emitió un silbido suave, como el grito de un autillo. Hendrick apareció casi de inmediato; Lothar le indicó la dirección del viento.
—Cruza el río, bastante más arriba, y describe un círculo alrededor del campamento. No demasiado cerca. Después vuelve. Mantén el viento de frente.
En ese momento se oyó un débil grito al otro lado del río. Ambos levantaron la vista. La fogata encendida frente a las tiendas había sido alimentada a tal punto que las llamas lamían las ramas inferiores de los espinos. Contra ellas se recortaban las siluetas oscuras de los soldados negros.
—¿Qué diablos están haciendo? —se preguntó Lothar—. ¿Bailan o pelean?
—A estas alturas, ni ellos mismos lo saben.
Hendrick rió entre dientes.
Caminaban en zigzag alrededor del fuego, chocando entre sí, abrazándose. Después se separaban, caían al polvo y se arrastraban de rodillas, haciendo enormes esfuerzos por levantarse, pero sólo conseguían balancearse por un momento, con las piernas apartadas, antes de volver a caer. Uno de ellos estaba completamente desnudo; su cuerpo flaco y amarillo relucía de sudor. Hizo varias piruetas descabelladas y cayó al fuego. Dos de sus compañeros lo sacaron por los talones. Los tres chillaban de risa.
—Es hora de que te vayas. —Lothar dio una palmada a Hendrick en el hombro—. Llévate a Manie y deja que te ayude con los caballos.
Hendrick inició el descenso por la cuesta, pero se detuvo al oír la suave voz de Lothar:
—Manie está a tu cargo. Respondes de él con tu vida. Hendrick, sin responder, desapareció en la noche. Media hora después, Lothar lo vio cruzar los pálidos bancos de arena; fue un movimiento informe y oscuro a la luz de las estrellas; de inmediato, ambos desaparecieron entre la maleza.
El horizonte se aclaró y las estrellas del este palidecieron ante la luz de la luna ascendente, pero en el campamento, al otro lado del río, las vacilaciones alcohólicas de los soldados se habían reducido a una inercia porcina. Con los prismáticos, Lothar distinguió varios cuerpos sembrados al azar, como víctimas de una batalla: uno de ellos se parecía mucho a Cerdo John, aunque era imposible confirmarlo, pues yacía boca abajo, a la sombra, al otro lado del fuego.
—Si es él, puede darse por muerto —prometió Lothar, mientras se levantaba.
Era, por fin, hora de avanzar, pues la luna había asomado por completo sobre el horizonte y relucía como una herradura recién salida de la forja.
Lothar avanzó cuidadosamente cuesta abajo. La mula resoplaba, resistiendo angustiosamente su tremenda carga.
—Ya casi hemos terminado. —Lothar le acarició la cabeza—. Te has portado bien, vieja.
Aflojó el freno, se colgó el máuser al hombro y condujo la mula por el costado del kopje, barranca abajo, hasta el río.
No había posibilidades de acercarse sigilosamente con ese gran animal claro y su carga bamboleante. Lothar preparó el fusil y puso un cartucho en la recámara mientras avanzaban por las arenas del río seco. No cesaba de vigilar la arboleda de la orilla opuesta, aun cuando no esperaba que nadie le detuviera.
La fogata se había apagado, El silencio era completo. Sólo cuando terminaron de ascender el barranco, oyó Lothar el golpe de un casco y el suave resoplido de un animal en el corral cercano. La brisa seguía Llegando por detrás, incesante; de pronto se oyó un relincho agudo y lastimero.
—Ahí están. Anda, olisquea bien.
Lothar condujo a la mula hacia la empalizada. Ahora se oía el ruido de los cascos inquietos; los animales comenzaban a moverse y a empujarse mutuamente. La alarma, provocada por el fétido olor del león ensangrentado, se extendía contagiando a la manada. Un caballo relinchó, aterrorizado; de inmediato, otros se alzaron de manos. Lothar podía ver las cabezas que asomaban por la parte superior de la empalizada, con las crines agitadas a la luz de la luna y los cascos delanteros manoteando.
Lothar detuvo a la mula de cara al viento y cortó la cuerda que sujetaba al león. El felino se deslizó por el costado hasta caer a tierra; el aire contenido en sus pulmones escapó de su garganta inerte en una especie de grave eructo. Los animales que estaban tras la empalizada comenzaron a arremolinarse, relinchando, en un remolino de carne viviente.
Lothar se inclinó para abrir el vientre del león, desde el escroto hasta el esternón, hundiendo profundamente la hoja del cuchillo, para perforarla vejiga y los intestinos. De golpe el olor fue denso, fétido.
En la manada reinaba el caos. Los caballos se estrellaban contra la empalizada opuesta, tratando de evitar ese olor espantoso. Lothar se Llevó el fusil al hombro, apuntando por encima de los caballos enloquecidos, y vació la carga. Los disparos crepitaron en rápida sucesión, iluminando el cercado con el destello del arma. Los caballos, aterrorizados, derribaron el cerco y lo cruzaron en un río oscuro, con las crines agitadas como espuma. Galoparon en la noche, siguiendo la dirección del viento hacia donde Hendrick los aguardaba con sus hombres.
Lothar se apresuró a atar la mula y cargó nuevamente su fusil, mientras corría hacia la fogata moribunda. Uno de los soldados, arrancado de su alcohólico estupor por la estampida de los caballos, se puso de pie y avanzó con decisión tambaleante, hacia la empalizada.
—¡Los caballos! —gritaba—. ¡Despertad, malditos borrachos! ¡Tenemos que detener a los caballos! —En eso vio a Lothar—. Ayúdeme! Los caballos…
Lothar levantó la culata del máuser hacia su mentón. Los dientes del soldado se cerraron con un chasquido. Se quedó sentado en la arena y fue deslizándose poco a poco hacia atrás. Lothar pasó por encima de él y corrió hacia delante, llamando:
—¡Cerdo John! ¿Dónde estás?
No hubo respuesta; pasó junto al fuego para acercarse a la silueta inerte que había visto desde el barranco y le dio la vuelta con el pie. Cerdo John miró la luna con ojos ciegos y una sonrisa serena en su arrugado rostro amarillo.
—¡¡Levántate!! —Lothar le propinó una estupenda patada, pero la sonrisa de Cerdo no se alteró. Estaba más allá de cualquier dolor—. Está bien. ¡Te lo advertí!
Montó el máuser y retiró el seguro con el pulgar. Luego puso la boca del arma en la cabeza de Cerdo John. Si lo entregaban vivo a la policía, bastarían unos cuantos golpes con el látigo de hipopótamo para hacerle hablar, Aunque no conocía el plan con detalle, sabía lo suficiente para malograr la posibilidad y poner a Lothar en la lista de personas buscadas, por robo de caballos y destrucción de propiedades del ejército. El dedo del jefe movió el gatillo hasta encontrar resistencia.
“Soy demasiado compasivo”, pensó, ceñudo. “Habría que matarlo a latigazos.” Pero su dedo aflojó la presión. Insultándose por su propia estupidez, colocó el seguro y volvió corriendo hacia la mula.
Aunque Cerdo John era un hombre flaco, Lothar necesitó de toda su fuerza para arrojar el cuerpo, blando como la goma, sobre el Lomo de la bestia. Quedó colgando allí, como ropa tendida a secar, con los brazos y las piernas balanceándose a ambos lados. Lothar montó de un salto tras él y azotó a la mula para ponerla al trote, un trote trabajoso, por el viento en contra.
Después de haber recorrido más de un kilómetro, Lothar temía desencontrarse con sus hombres. En el momento en que frenaba la mula, Hendrick salió de entre las sombras, algo más adelante.
—¿Cómo va todo? ¿Cuántos habéis atrapado? —preguntó el jefe.
Hendrick se echó a reír.
—Tantos que nos quedamos sin frenos.
Una vez que cada uno de sus hombres hubo capturado un caballo, montaron a pelo para interrumpirla huida de los otros animales, haciéndolos girar y reteniéndolos, mientras Manfred corría entre ellos, deslizando los frenos sobre las cabezas.
—¡Veintiséis! —exclamó Lothar, radiante, contando los animales atados—. ¡Podremos elegir! —Pero dominó su propio entusiasmo—. Bueno, podemos alejarnos ahora mismo. El ejército iniciará la persecución en cuanto puedan enviar soldados.
Quitó el freno ala mula y le dio una palmada en la grupa, diciendo:
—Gracias, amiga. Puedes volver a tu casa.
La mula se apresuró a aceptar el ofrecimiento y logró cubrir al galope los cien primeros metros del viaje hacia sus tierras.
Cada uno de los hombres eligió un caballo y lo montó a pelo, llevando una reata de tres o cuatro tras de si. Lothar abrió la marcha hacia el refugio de las colinas.
Al amanecer hicieron una breve pausa para que Lothar revisara cada uno de los caballos robados. Dos de ellos habían sido heridos en el alboroto del corral, y los dejó en libertad. Los otros eran tan finos que no pudo elegir a ninguno de ellos, aunque tenían muchos más de los necesarios.
Mientras clasificaban tos caballos, Cerdo John recobró la conciencia y se incorporó débilmente, murmurando plegarias a sus antepasados y a los dioses hotentotes para que lo liberaran de sus sufrimientos. Por fin vomitó una dolorosa bocanada de pésimo brandy.
—Tú y yo tenemos asuntos que arreglar —le prometió Lothar, sin sonreír. Y se volvió hacia Hendrick—. Llevaremos todos estos caballos. Probablemente perderemos algunos en el desierto. —Luego levantó la mano derecha en el ademán de caballería que indica: ¡En marcha!
Llegaron al refugio abierto en las rocas algo antes de mediodía, pero sólo se detuvieron a cargar las mochilas preparadas en los caballos de remonta. Cada uno eligió una montura y ensilló su animal. Después condujeron los caballos colina abajo para abrevarlos, dejando que bebieran hasta saciarse.
—¿Cuánta ventaja tenemos? —preguntó Hendrick.
—Los soldados de color no pueden hacer nada sin sus oficiales blancos, y ellos pueden tardar dos o tres días en regresar. Tendrán que telegrafiar a Windhoek pidiendo órdenes y formar una patrulla. Yo diría que tres días, por lo menos; o lo más seguro, cuatro o cinco.
—En tres días podemos cubrir mucha distancia —dijo Hendrick, con satisfacción.
—Nadie puede ir más lejos —coincidió Lothar.
Era una observación acertada, sin jactancia. El desierto era su dominio. Pocos blancos lo conocían tan bien como él; mejor dicho, ninguno.
—¿Montamos? —preguntó Hendrick.
—Tengo algo más que hacer.
Lothar cogió las riendas de repuesto que llevaba en su mochila y se las envolvió a la muñeca derecha, con las hebillas de bronce colgándole a la altura de los tobillos. Así se acercó a Cerdo John, que estaba sentado a la sombra de la ribera, angustiado, con la cara escondida entre las manos. En su lastimoso estado, no oyó los pasos blandos de Lothar en la arena seca hasta que lo tuvo junto a él.
—Te lo prometí-dijo el jefe, secamente, mientras sacudía las gruesas tiras de cuero.
—¡No lo pude evitar, patrón! —chilló Cerdo John, tratando de levantarse.
Lothar blandió las riendas, cuyas hebillas formaron destellos en arco a la luz del sol. El golpe cayó sobre la espalda de Cerdo John, las hebillas golpearon sus costillas, abriendo un surco en su carne, por debajo del sobaco.
Cerdo John aulló:
—¡Me obligaron! ¡Me hicieron beber…!
El golpe siguiente le derribó. Siguió gritando, aunque sus palabras ya no eran coherentes, y el cuero restallaba en su piel amarilla, levantando gruesas ondas relucientes, que se volvían moradas como uvas maduras. Las cortantes hebillas le desgarraron la camisa como garras de león. La arena formó bolitas mojadas con la sangre que goteaba hacia el río.
Por fin dejó de gritar. Lothar dio un paso atrás, jadeante, y limpió las tiras de cuero enrojecidas con un paño de montura. Después estudió las caras de sus hombres. La paliza había sido tanto para ellos como para el hombre acurrucado a sus pies; eran perros salvajes que sólo entendían la fuerza, que sólo respetaban la crueldad.
Hendrick habló por todos ellos.
—Cobró lo que merecía. ¿Acabo con él?
—¡No! Déjale un caballo. —Lothar les volvió la espalda—. Cuando vuelva en sí, podrá seguirnos o irse al infierno de donde vino.
Montó en su propio caballo, evitando los ojos espantados de su hijo, y levantó la voz para indicar:
—Bueno, nos vamos.
Montaba con estribos largos, a la manera de los bóers, cómodamente inclinado en la montura. Hendrick acercó su caballo a un lado; Manfred se colocó del otro.
Lothar se sentía jubiloso; la adrenalina de la violencia aún actuaba como una droga en su sangre; ante él se abría el desierto. Al apoderarse de los caballos había cruzado las fronteras de la ley; una vez más volvía a ser un descastado. Estaba libre de las restricciones de toda sociedad; sentía que su espíritu ascendía, muy alto, como un halcón al cazar.
—Casi había olvidado cómo se siente uno con un fusil en la mano y un buen caballo entre las piernas.
—Somos hombres otra vez —dijo Hendrick, inclinándose para abrazar a Manfred—. Tú también. Tu padre tenía tu edad cuando nos fuimos juntos a la guerra. Y ahora vamos a la guerra otra vez. Eres tan hombre como él lo era.
Manfred olvidó el espectáculo que acababa de presenciar, henchido de orgullo al verse incluido en el grupo. Erguido en la montura, levantó el mentón.
Lothar volvió la cara hacia el noreste, tierra adentro, donde esperaba el vasto Kalahari, y hacia allá les condujo.
Esa noche acamparon en una profunda garganta que ocultaba la luz de la pequeña fogata; el centinela los despertó con un leve silbido. Todos enrollaron sus mantas, recogieron sus fusiles y se deslizaron hacia la oscuridad. Los caballos se agitaron, relinchando.
En eso, Cerdo John salió de la oscuridad y se apeó ante ellos. Permaneció junto al fuego, desolado, con la cara hinchada y violácea, como un perro callejero que esperaba ser expulsado. Los otros salieron de entre las sombras y, sin mirarle ni dar señales de reconocer su existencia, se envolvieron en sus mantas.
—Duerme al otro lado de la fogata, lejos de mí —le dijo Lothar, ásperamente—. Apestas a brandy.
Cerdo John se retorció de alivio y agradecimiento al verse aceptado de nuevo en la banda.
Al amanecer montaron otra vez y se alejaron, adentrándose en la ancha y caliente vacuidad del desierto.
La carretera de la Mina Hani era, probablemente, una de las más escarpadas del suroeste de África; cada vez que transitaba por ella, Centaine se prometía: “Tenemos que hacer algo para repararla.” Después, el doctor Twentyman-Jones le daba un cálculo estimativo de lo que costaría nivelar cientos de kilómetros en pleno desierto, levantar puentes sobre los lechos de los ríos y consolidar los pasos por entre las colinas. Entonces, el buen sentido práctico de Centaine se imponía.
—Después de todo, sólo se tarda tres días, y difícilmente deba usarla más de tres veces por año. Además, es toda una aventura.
La línea telegráfica que comunicaba la mina con Windhoek había sido ya demasiado costosa. Tras haber calculado, al comienzo, cincuenta libras, el monto había llegado a cien por cada kilómetro y medio; aún experimentaba resentimiento cada vez que veía esa interminable hilera de postes, unidos entre sí por el reluciente alambre de cobre y que corrían junto a la carretera. Además de su coste, no sólo estropeaban el panorama, sino que disminuían la sensación de aislamiento en terrenos salvajes que tanto disfrutaba cuando salía al Kalahari.
Recordó, con una punzada de nostalgia, que en los primeros años acostumbraban a dormir en el suelo y a llevar una provisión de agua. Ahora había sitios donde pasar la noche a intervalos regulares; eran viviendas circulares, con techos de paja, provistas de molinos de viento para extraer el agua de las profundas perforaciones; allí tenían comida, un baño caliente y fuego de leña en el hogar para esas noches heladas y secas de los inviernos en el Kalahari; tenían hasta refrigeradores de parafina que fabricaban hielo providencial para el whisky del atardecer, en el feroz calor del verano.
Por la carretera circulaban vehículos pesados; las caravanas regulares, al mando de Gerhard Fourie, que llevaban combustible y provisiones, habían marcado huellas profundas en la tierra blanda, además de revolver los cruces en los ríos secos. Lo peor era que la distancia entre las ruedas de los grandes camiones Ford era más ancha que la del Daimler amarillo; por eso era preciso conducir con una rueda en el surco y la otra dando saltos sobre el lomo desigual del centro.
A todo eso se sumaba la atmósfera sofocante; el calor era aplastante. La carrocería del Daimler podía levantar ampollas en la piel, y ello les obligaba a detenerse regularmente, pues el agua del radiador hervía, despidiendo una sonora voluta de vapor en el aire, a gran altura. El cielo mismo parecía estremecerse en fuego azul; el lejano horizonte del desierto se desdibujaba detrás de los remolinos vidriosos de los espejismos que producía el calor.
“Si al menos inventaran una máquina lo suficientemente pequeña para refrescar el aire dentro del Daimler…”, pensó ella. Como la del vagón de ferrocarril. Y de pronto rompió en una carcajada. “Tiens: ¡me estoy ablandando!” Con los dos viejos pigmeos que la rescataron, había viajado a pie por las terribles dunas del Namib, con el cuerpo cubierto por un emplasto de arena mojada hecho con su propia orina, a fin de sobrevivir al monstruoso calor de los mediodías.
—¿De qué te ríes, Mater? —preguntó Shasa.
—Oh, de algo que ocurrió hace mucho, antes de que nacieras. —Cuéntamelo. ¡Por favor, cuéntamelo!
El muchacho no parecía afectado por el calor, el polvo y el implacable zarandeo del chasis, por qué había de estarlo? Centaine le sonrió. “Aquí nació”, se dijo. “También él es hijo del desierto.”
Shasa tomó esa sonrisa como una respuesta afirmativa.
—Vamos, Mater, cuéntame la historia.
—¿Pourquoi pas? ¿Por qué no?
Mientras la relataba, observó su expresión de horror.
—¿Con tu propia orina? —Estaba espantado.
—¿Eso te sorprende? —se burló ella—. Entonces te contaré lo que hicimos cuando se acabó el agua que contenían los huevos de avestruz. El viejo O’wa, un cazador pigmeo, mató a una gamuza macho con su flecha envenenada. Sacamos el primer estómago, exprimimos el líquido del contenido, aún sin digerir, y bebimos eso. Nos mantuvo el tiempo necesario para llegar a los pozos de succión.
—¡Mater!
—De veras, chéri. Cuando puedo, bebo champán. Pero en un caso extremo bebería cualquier cosa con tal de conservar la vida.
Centaine guardó silencio mientras el muchacho cavilaba. Una mirada le bastó para ver que su asco se convertía en respeto.
—¿Qué habrías hecho tú, chéri? ¿Beber o morir? —preguntó, para asegurarse de que la lección estuviera aprendida.
—Habría bebido —respondió él, sin vacilar. Y luego añadió con afectuoso orgullo—: ¿Sabes, Mater, que eres de primera? —Era su elogio máximo.
—¡Mira! —Centaine señaló hacia delante, la planicie aleonada había perdido sus límites lejanos en los telones del espejismo y aparecía cubierta por una gasa de color canela, por un velo de humo sutil.
Apartó el Daimler de la carretera y ambos subieron al estribo para ver mejor.
—Antidorcas, los primeros que vemos en este viaje.
Las hermosas gacelas, características del sur de África, avanzaban a ritmo estable por las planicies, todas en la misma dirección.
—Deben de ser millares y millares.
Eran animales elegantes, de patas largas y delicadas, cuyos cuernos tenían forma de lira.
—Emigran hacia el norte —le dijo Centaine—. Seguramente ha llovido mucho allá arriba y ellas viajan hacia el agua.
De pronto, las gacelas más cercanas se espantaron por la presencia humana e iniciaron ese peculiar movimiento de alarma que los bóers llamaban pronking. Arquearon el lomo e inclinaron el largo cuello hasta que el hocico tocó los cascos delanteros; luego saltaron con las patas extendidas, a gran altura, mientras abrían el pliegue que tenían a lo largo de la columna vertebral para exhibir una cresta blanca de pelo ondeante.
Esa señal de alarma era contagiosa. Pronto habría miles de gacelas saltando por la llanura, como una bandada de pájaros. Centaine bajó del estribo para imitarlas, colocó los dedos de una mano sobre la frente, a la manera de cuernos, y con los de la otra representaba la franja de pelo en la espalda. Lo hacía con tanta habilidad que Shasa se ahogó de risa y aplaudió.
—¡Bien por ti, Mater!
Bajó también para saltar con ella, en círculo, hasta que ambos quedaron debilitados por la risa y el esfuerzo. Entonces se reclinaron contra el Daimler, buscando mutuo apoyo.
—Eso me lo enseñó el viejo O’wa —jadeó Centaine—. Era capaz de imitar a todos los animales de la pradera.
Cuando reiniciaron el viaje, dejó que Shasa se hiciera cargo del volante, pues el cruce de la planicie era uno de los tramos más sencillos y el muchacho conducía bien. Ella se recostó en la esquina de su asiento. Al cabo de un rato, Shasa rompió el silencio.
—Eres muy diferente cuando estamos solos. —Buscó las palabras adecuadas—. Tan divertida y alegre… Ojalá pudiéramos ser siempre así.
—Cualquier cosa que se hace durante demasiado tiempo acaba por aburrir —le dijo ella—. La estrategia consiste en hacerlo todo, no sólo una cosa. Esto es divertido, pero mañana estaremos en la mina y podremos experimentar otro tipo de cosas excitantes; y después de eso habrá algo más. Haremos de todo y extraeremos de cada momento hasta la última gota de lo que tenga para ofrecer.
Twentyman-Jones se había adelantado hacia la mina, mientras Centaine se quedaba tres días en Windhoek para revisar algunos papeles con Abraham Abrahams. Había avisado a los sirvientes de las posadas a medida que pasaba por ellas.
Esa noche, cuando llegaron a la última casa de descanso, el agua del baño estaba tan caliente que hasta Centaine debió añadir agua fría; le gustaba el baño a la temperatura adecuada para hervir langostas. El champán era aquel maravilloso Krug de 1928, pálido y helado, y tal como ella deseaba, con la botella cubierta de escarcha. Había hielo, pero Centaine no permitía poner las botellas en baldes con cubitos.
—Eso de pies fríos y cabeza caliente es mala combinación, tanto para los hombres como para el vino.
Como siempre, bebió una sola copa. Más tarde fue servido el refrigerio que Twentyman-Jones había hecho preparar y guardar en la nevera de parafina; eran platos adecuados para ese calor y al gusto de Centaine: langosta de la verde Corriente de Bengala, cuya rica carne blanca lucía curvada sobre la cola roja, y ensalada de verduras cultivadas en las altas y frescas tierras de Windhoek; los tomates eran carmesíes, la lechuga crujía de tan fresca y las fuertes cebollas tenían un tinte morado. Por fin, como bocado escogido, trufas silvestres halladas en el desierto por los bosquimanos domesticados que, además, atendían el rebaño de reses. Ella las comió crudas; el gusto salobre del hongo era el sabor del Kalahari.
Volvieron a partir en la cerrada oscuridad previa al amanecer. Cuando salió el sol se detuvieron a preparar café sobre una fogata encendida con ramas de espino; la madera roja y fibrosa, que ardía en una intensa llama azul, confería al café un aroma peculiar y delicioso. Tomaron el desayuno preparado por el cocinero de la posada junto con el café humeante, mientras el amanecer manchaba el cielo y el desierto de bronce y oro. Luego reanudaron la marcha; el sol ascendía, privando a la tierra de cualquier otro color que no fuera el de su blancura plateada.
—¡Detente aquí! —ordenó Centaine, súbitamente.
Treparon al techo del Daimler para mirar. Shasa estaba intrigado.
—¿Qué pasa, Mater?
—¿No ves, querido? —señaló ella—. ¡Allá, sobre el horizonte! Flotaba en el cielo, borrosa, etérea.
—Está en el aire —exclamó el chaval, por fin.
—La montaña que flota en el cielo —murmuró Centaine. Cada vez que la veía así, se maravillaba con la misma frescura y encanto de la primera vez.
—El Sitio de Toda la Vida —murmuró, dando a las colinas el nombre de los bosquimanos.
A medida que avanzaron, la silueta de las colinas se consolidó, hasta formar una empalizada de roca pura, bajo la cual se abrían los bosques de mopani. En algunos sitios, los barrancos estaban partidos y surcados por gargantas de agua. En otros, eran altos y sólidos, manchados por brillantes líquenes en tonos de amarillo sulfúrico, verde y anaranjado.
La Mina Hani anidaba debajo de una de aquellas expansiones rocosas; los edificios resultaban insignificantes y fuera de lugar en ese sitio. Centaine había indicado a Twentyman-Jones que los hiciera tan disimulados como fuera posible, sin que eso afectara, por supuesto, la productividad de las obras. Pero existía un límite a la posibilidad de cumplir con esas instrucciones. Había extensos cercados donde vivían los trabajadores negros; también eran amplios los terrenos de oreo; la torre de acero y el ascensor del equipo de lavado sobresalían a gran altura, como las torres de los pozos petrolíferos.
Sin embargo, el daño peor lo había causado el apetito de la caldera, cuya hambre de leña era semejante a la de un infernal Baal. Para satisfacerla habían sido talados los bosques, al pie de las colinas, y el segundo crecimiento formaba un feo matorral en el sitio de altos árboles de madera gris.
Cuando bajaron del polvoriento Daimler, frente al edificio de la administración, Twentyman-Jones les estaba esperando.
—¿Ha tenido buen viaje, señora Courtney? —preguntó, lúgubre de placer—. Supongo que deseará descansar y bañarse.
—Me conoce demasiado bien para suponer eso, doctor Twentyman-Jones. Vamos a trabajar. —Centaine abrió la marcha por la amplia galería hasta su propia oficina—. Siéntate a mi lado —ordenó a Shasa, mientras se instalaba ante el escritorio.
Comenzaron por los informes de producción; luego pasaron a los costos. Shasa, que se esforzaba por no perderse en la rápida sucesión de cifras analizadas, se preguntó cómo era posible que su madre cambiara con tal celeridad.
—Shasa, ¿cuál dijimos que sería el coste por quilate si calculábamos veintitrés quilates de promedio por cargamento? —Centaine disparó la pregunta sin previo aviso y frunció el entrecejo al ver que el niño tartamudeaba. —Esta no es hora para estar soñando—. Le volvió el hombro para dar énfasis al reproche—. Muy bien, doctor Twentyman-Jones: ya hemos pospuesto bastante lo más desagradable. Veamos qué sistema económico es preciso implantar para cumplir con la cuota disminuida sin que la mina deje de trabajar y de dar utilidades.
Sólo al ponerse el sol interrumpió su tarea para levantarse.
—Mañana partiremos desde aquí. —Se desperezó como un gato y precedió a sus dos compañeros hacia la amplia galería—. Shasa trabajará con usted, como acordamos. Creo que debería comenzar por la galería de arrastre.
—Eso iba a sugerirle, señora.
—¿A qué hora debo presentarme? —preguntó Shasa.
—El equipo de obreros llega a las cinco de la mañana, pero supongo que el señorito Shasa querrá presentarse más tarde.
Twentyman-Jones echó un vistazo a Centaine. Era, por supuesto, un desafío y una prueba. Ella permaneció en silencio, esperando que Shasa decidiera por su cuenta. Le vio debatirse consigo mismo; el muchacho estaba en esa etapa del desarrollo en que el sueño es una droga, y levantarse temprano un castigo brutal.
—Estaré en la galería de arrastre principal a las cuatro y media, señor —dijo él.
Centaine, relajándose, le cogió del brazo.
—Entonces será mejor que te acuestes temprano.
Condujo el Daimler por la avenida de pequeñas cabañas con techos de hierro, donde habitaban los capataces blancos y los artesanos con sus familias. En la Mina Hani se observaban estrictamente las capas sociales; era el microcosmos de la joven nación. Los trabajadores negros vivían en cercados, bajo custodia, donde los edificios encalados parecían hileras de establos. Para los capataces negros había alojamientos separados, más completos, y a ellos se les permitía llevar a sus familias. Los artesanos y capataces blancos habitaban las avenidas trazadas al pie de las colinas; en cambio, el personal jerárquico vivía en las cuestas; cada vivienda era más amplia y contaba con prados más extensos a medida que se ascendía hacia la cima.
Cuando giraron al terminar las avenidas, vieron a una niña sentada en el umbral de la última cabaña. La muchacha sacó la lengua a Shasa, al pasar el Daimler. Hacía casi un año que él no la veía; en ese tiempo, la naturaleza había obrado en ella cambios admirables. Aún tenía los pies descalzos y sucios hasta los tobillos, los rizos despeinados por el viento y descoloridos por el sol; pero el algodón desteñido de su blusa se veía tan tenso que comprimía su busto floreciente, obligándolo a asomar abultado por el profundo escote. Shasa se retorció en el asiento al comprender qué eran esas dos marcas gemelas, del tamaño y la forma de monedas, que parecían manchas de color rojo parduzco en la fina tela.
Las piernas se le habían estirado; sus rodillas ya no eran huesudas; la piel clara era color café en los tobillos y tenía un tono crema en el interior de los muslos. Estaba sentada en el borde de la galería, con las rodillas separadas y la falda recogida en las alturas. Al descender la mirada del muchacho, ella apartó las rodillas un poquito más. Tenía la nariz respingona y salpicada de pecas; la arrugó al sonreír. Era una sonrisa astuta y descarada. La lengua asomó, muy rosada, entre los blancos dientes.
Shasa, culpable, apartó la vista y la clavó en el parabrisas. Pero recordaba vívidamente, en sus menores detalles, aquellos minutos prohibidos que pasaron detrás de la bomba; el calor le subió a las mejillas y no pudo dejar de echar un vistazo a su madre. Ella miraba la carretera; no se había dado cuenta. El muchacho se sintió aliviado hasta que ella murmuró:
—Es una pequeña buscona. Se traga con los ojos a cualquiera que lleve pantalones. El padre es uno de los que vamos a despedir con la nueva reforma económica. Nos desharemos de ella antes de que cause problemas mayores.
“Ella lo ve todo”, pensó Shasa. Y en ese momento sintió el impacto de sus palabras. La muchacha se iría; le sorprendió una sensación de vacío y soledad, un dolor físico en la base del vientre.
—¿Qué será de ellos, Mater? —preguntó. Me refiero a la gente que vamos a despedir. Mientras su madre analizaba los despidos con Twentyman-Jones, él no había visto en eso otra cosa que cifras. Pero la breve aparición de la chica convertía esos números en personas de carne y hueso. Recordó a su adversario, el niño rubio, y a su pequeña compañera, tal como los había visto desde la ventanilla del tren: de pie junto a las vías, en el campamento de parados, imaginó a Annalisa Botha en el lugar de aquella niña desconocida.
—No sé qué será de ellos. —Su madre apretó la boca—. Creo que eso no nos concierne. Este es un mundo de duras realidades; cada uno tiene que enfrentarlo a su modo. Es mejor pensar en cuáles serían las consecuencias si no les despidiéramos.
—Perderíamos dinero.
—En efecto. Y si perdiéramos dinero tendríamos que cerrar la mina. Así, todos los demás perderían su trabajo, no sólo los que ahora despedimos, y sufriríamos todos. Si hiciéramos eso con todo lo que poseemos, acabaríamos por perderlo todo, Seríamos como cualquiera de ellos. ¿Te gustaría eso?
De pronto, Shasa tuvo una nueva imagen mental. En vez del niño rubio junto a las vías, se vio a sí mismo, descalzo, con la camisa desgarrada y polvorienta; casi pudo sentir el frío de la noche a través de la tela fina y el rumor del hambre en las tripas.
—¡No! —dijo, explosivamente. De inmediato bajó la voz—. Eso no me gustaría. —Se estremeció ante las imágenes persistentes que esas palabras habían evocado—. ¿Va a ser así, Mater? ¿Podría pasar eso? ¿Podríamos terminar en la pobreza?
—Podríamos, chéri. Si no estamos en guardia constantemente, pasará con mucha facilidad. Una fortuna es muy difícil de acumular, pero se destruye en un momento.
—¿Va a ocurrir? —insistió él.
Pensaba en El toque de Midas, su yate, en sus caballos de polo, en sus compañeros de escuela, en los viñedos de Weltevreden. Tenía miedo.
—No hay nada seguro. —Centaine le cogió la mano—. Eso es lo divertido de la vida. Si no fuera así, no valdría la pena jugar.
—No me gustaría ser pobre.
—¡No! —Había tanta vehemencia en la voz de ella como en la de su hijo—. Si somos astutos y audaces, no lo seremos.
—Pero dijiste que el comercio mundial se estaba deteniendo. Que la gente ya no puede comprar nuestros diamantes…
Hasta ese momento, aquello siempre se había reducido a meras palabras. Ahora se convertía en una horrible posibilidad.
—Debemos creer que, algún día, las ruedas volverán a girar. Será pronto, y debemos jugar según las reglas de oro. ¿Las recuerdas?
Centaine conducía el Daimler por los giros ascendentes de la cuesta, circunvalando la colina, de tal modo que los edificios de la mina acabaron por desaparecer tras el muro de roca.
—¿Cuál era la primera regla de oro, Shasa? —le instó.
—Vender cuando todos compran y comprar cuando todos venden —repitió él.
—Bien. Y ahora, ¿qué está pasando?
—Que todo el mundo trata de vender. —Se hizo la luz. La sonrisa del muchacho fue triunfal.
“Es tan hermoso… y tiene el instinto necesario”, pensó ella, mientras le dejaba seguir las ondulaciones de la serpiente hasta llegar a la cabeza y descubrir los colmillos. En ese momento cambió la expresión de Shasa.
—Pero Mater —observó, alicaído—, ¿cómo vamos a comprar si no tenemos dinero?
Ella detuvo el coche a un lado de la carretera y apagó el motor. Luego se volvió hacia él, muy seria, y le cogió las dos manos.
—Voy a hablarte como a un hombre hecho y derecho —le dijo—. Lo que te diré es un secreto, algo entre tú y yo. No se lo contaremos a nadie, ni siquiera al abuelo, ni a Anna, Abraham Abrahams o Twentyman-Jones. Una cosa entre tú y yo, solamente. —Como Shasa asintiera, tomó aliento—. Tengo un presentimiento: esta catástrofe que se ha tragado al mundo entero será importantísima para nosotros, una oportunidad que muy pocos tienen en la vida. Desde hace algunos años me he estado preparando para aprovecharla. ¿Y cómo lo hice, chéri?
El sacudió la cabeza. La miraba fijamente, fascinado.
—He convertido en efectivo todo lo que teníamos, con excepción de la mina y Weltevreden, y hasta sobre esos bienes he pedido fuertes préstamos.
—Por eso reclamaste el cobro de todos los préstamos. Y por eso fuimos a Walvis, para tomar posesión de la fábrica de pescado y esos barcos. Querías el dinero.
—Sí, chéri, sí —le alentó ella, agitando las manos sin darse cuenta, en el deseo de hacerle ver.
La cara de Shasa volvió a iluminarse.
—¡Vas a comprar!
—Ya he comenzado —dijo ella—. He comprado tierras y concesiones: mineras, pesqueras y de guano. He comprado edificios, hasta el teatro Alhambra, de Ciudad del Cabo, y el Coliseo de Johannesburgo. Pero, sobre todo, he comprado tierras, y opciones para adquirir más, miles y miles de hectáreas, chéri, a cuatro chelines la hectárea. La tierra es la única riqueza verdadera.
El no alcanzaba a comprender del todo, pero percibió la enormidad de lo que se le decía y ella lo detectó en sus ojos.
—Ya conoces nuestro secreto. Si no me he equivocado, duplicaremos y reduplicaremos nuestra fortuna.
—Y si esto no cambia, si la… —vaciló, buscando la palabra—, si la depresión se prolonga indefinidamente, ¿qué pasará, Mater? Ella hizo un mohín y le soltó las manos.
—En ese caso, chéri, nada importará mucho, en un sentido o en otro.
Puso el Daimler en marcha y lo condujo por el último tramo de la carretera hasta el bungaló, que se erguía solo entre sus amplios prados, con luces encendidas en las ventanas. Los sirvientes se habían alineado respetuosamente en la galería frontal, vestidos con sus inmaculados uniformes blancos, para darle la bienvenida. Ella estacionó al pie de los escalones, apagó el motor y se volvió nuevamente hacia su hijo.
—No, Shasa chéri, no vamos a ser pobres. Vamos a ser más ricos, mucho más ricos que nunca. Y después, más adelante, por mediación de ti, querido, tendremos poder, además de riquezas. Una gran fortuna y un enorme poder. ¡Oh, lo tengo todo planeado, cuidadosamente planeado!
Esas palabras llenaron la cabeza de Shasa de ideas turbulentas. No pudo dormir.
“Una gran fortuna, un enorme poder.” La frase lo inquietaba, perturbándole, Trató de visualizar lo que significaba y se vio como el forzudo del circo, vestido con pieles de leopardo y muñequeras de cuero, con los brazos en jarras, sobre una pirámide de soberanos de oro, mientras una congregación de fieles ataviados con túnicas blancas se arrodillaba ante él.
Repitió mentalmente las imágenes, una y otra vez, alterando siempre algún detalle. Todos eran placenteros, pero faltaba el toque final. Hasta que dotó a una de sus adoradoras con una corona de rizos despeinados y descoloridos por el sol; la puso en la primera fila, y ella levantó la frente del suelo para sacarle la lengua. Su erección fue tan potente y veloz que le hizo lanzar una exclamación ahogada. Antes de poder dominarse, había deslizado la mano bajo la sábana para sacarla del pijama.
Jock Murphy le había advertido: “Así se le va a estropear la vista, señorito Shasa. He conocido a muchos hombres hechos para el béisbol o para el polo que se echaron a perder por culpa de la señora Palma y sus cinco hijas.”
Pero en su fantasía Annalisa se incorporaba, abría sus largas piernas y levantaba poco a poco el faldón de su túnica blanca. La piel de sus piernas era sedosa como la mantequilla y él gimió suavemente. Ella miraba sus pieles de leopardo, enseñando la punta de la lengua por entre los labios abiertos; la falda blanca seguía subiendo. El puño de Shasa comenzó a sacudirse rítmicamente. No podía evitarlo.
La falda blanca subía sin llegar del todo a las ingles. Las piernas parecían estirarse interminablemente, como las vías del ferrocarril en el desierto, que se prolongan sin encontrarse jamás. Medio ahogado, se sentó bruscamente en el colchón de plumas, doblado sobre su puño volador; cuando llegó, soltó un grito y se dejó caer contra las almohadas.
La cara pecosa y sonriente de Annalisa retrocedió. La parte mojada del pijama se estaba enfriando, pero Shasa no tuvo la voluntad para quitárselo.
Cuando el sirviente le despertó con una taza de café y un plato de bizcochos dulces, se sentía mareado y exhausto. Aún no había amanecido. Giró en la cama y se cubrió la cabeza con la almohada.
—Su señora madre dice que espere aquí hasta que usted se levante —observó el ovambo con expresión sombría.
Shasa se arrastró hasta el cuarto de baño, tratando de disimular la mancha seca del pantalón del pijama.
Uno de los criados ya tenía el poni ensillado y esperando ante la entrada de la casa. Shasa dedicó un instante a bromear y reír con él; después acarició al caballo, frotando su cabeza contra la del animal y soplándole suavemente en el hocico.
—Te estás poniendo gordo, Preste Juan —dijo, riñéndole en broma—, tendremos que arreglarlo practicando el polo.
Montó en la silla y tomó el atajo; siguió la tubería que rodeaba la colina y que llevaba el agua desde la vertiente hasta la mina y el equipo de lavado. Cuando pasó junto a la bomba, experimentó una punzada de remordimientos al asociarla con la depravación de la noche anterior, pero entonces el alba iluminó las llanuras, por debajo de los acantilados, y abandonó sus pensamientos por el placer de contemplar aquellas praderas que cobraban vida y saludaban al sol.
Centaine había ordenado que, en ese lado de las colinas, la selva quedara intacta; allí había mopanis altos y majestuosos. Una bandada de perdices chillaba al amanecer en la espesura, cuesta abajo; un pequeño antílope gris, que volvía de la vertiente, cruzó la carretera de un brinco, bajo la nariz del poni. Shasa rió por el modo con que el caballo dio una espantada.
—¡Basta, viejo exhibicionista!
Al girar por el recodo del barranco, el contraste resultó deprimente. El bosque profanado, la cicatriz deformante de las obras en la ladera, los desmañados edificios de hierro y los armazones esqueléticos del equipo de lavado: ¡qué feo era todo!
Azuzó al poni con un toque de talón para cubrir el último kilómetro al galope. Llegó a la vía de arrastre principal en el preciso instante en que el viejo Ford de Twentyman-Jones subía desde la aldea, con los faros aún encendidos. Consultó su reloj y pareció entristecido al comprobar que Shasa había llegado con tres minutos de adelanto.
—¿Ha estado alguna vez en la galería de arrastre, señorito Shasa?
—No, señor.
El muchacho iba a añadir: “Mi madre no me lo ha permitido”, pero le pareció innecesario; por primera vez, sentía cierto resentimiento por la presencia invasora de su madre.
Twentyman-Jones lo condujo hasta el extremo de la galena de arrastre y le presentó al capataz del equipo.
—El señorito Shasa trabajará con usted —explicó—. Trátelo normalmente, como a cualquier otro joven que pueda ser, un día, el director gerente de la empresa —añadió.
Por su expresión habría sido imposible determinar si estaba bromeando o no, de modo que nadie rió.
—Consígale un casco —ordenó Twentyman-Jones.
Mientras Shasa ajustaba las correas del casco, él lo condujo hasta el pie del acantilado.
El túnel inclinado había sido abierto en la base del barranco. Era una abertura redonda, por la cual penetraban las vías de acero, en un ángulo descendente de cuarenta y cinco grados, para desaparecer en las oscuras profundidades. En la cabecera de las vías había una serie de vagones de carga. Twentyman-Jones lo condujo hasta el primero y ambos subieron al vehículo metálico. Los obreros de ese turno se agolparon en los que estaban detrás; eran diez o doce capataces blancos y ciento cincuenta trabajadores negros, con monos polvorientos y raídos, y cascos metálicos sin pintar; reían estruendosamente y jugaban dándose manotazos.
La grúa de vapor hizo un ruido de matraca, y la hilera de vagones dio una sacudida hacia delante. Después, con mucho traqueteo, descendió por la empinada rampa. Las ruedas de acero retumbaban sobre las junturas de las vías al caer en las fauces oscuras del túnel.
Shasa se agitó, inquieto, apuñalado por miedos irrazonables ante la súbita negrura que los devoraba. Sin embargo, detrás de él, los mineros ovambos cantaban; sus voces graves y melodiosas levantaban ecos en los oscuros confines del túnel. Era un coro maravilloso, que entonaba un cántico africano de trabajo. Shasa, ya relajado, se inclinó hacia Twentyman-Jones para seguir su explicación.
—La pendiente es de cuarenta y cinco grados y la capacidad del equipo, de cien toneladas. En términos de minería, eso equivale a sesenta cargamentos de mena. Nuestra meta es traer a la superficie seiscientos cargamentos por turno.
Shasa estaba tratando de concentrarse en las cifras; sabía que, por la tarde, su madre le interrogaría, pero le distraían la oscuridad, el canto y el rumor de los vagones bamboleantes. Hacia delante, una diminuta moneda de luz blanca, intensa, fue creciendo velozmente de tamaño. Cuando irrumpieron, abruptamente, por el extremo opuesto del túnel, Shasa ahogó una involuntaria exclamación de asombro.
Había estudiado los diagramas de la explotación y, naturalmente, las fotografías que su madre tenía en el escritorio, en Weltevreden, pero no estaba preparado para sus dimensiones.
Era un agujero redondo casi perfecto, en el centro de las colinas. Estaba abierto al cielo, y los lados de la excavación, verticales, cortados a pico, formaban un muro circular de roca gris. Habían entrado en él por el túnel que conectaba las obras con la cara opuesta de las colinas; la estrecha rampa por la que descendían continuaba en el mismo ángulo hasta llegar al fondo de la excavación, sesenta metros más abajo. A un lado y a otro, el abismo era estremecedor. El gran agujero rocoso medía un kilómetro y medio de diámetro; sus muros, ciento veinte metros desde la parte alta hasta el fondo.
Twentyman-Jones prosiguió con su conferencia.
—Se trata de una chimenea volcánica, un agujero abierto en las profundidades de la tierra, por donde el magma fundido tuvo que brotar a la superficie en el comienzo de los tiempos. A esas temperaturas, tan calientes como el sol, y bajo esas presiones enormes se forjaron los diamantes; después subieron con la fiera lava.
Shasa miraba su entorno, volviendo la cabeza tanto como podía para apreciar las dimensiones de la enorme excavación, mientras el ingeniero continuaba.
—Después, la chimenea volcánica quedó cerrada en la base, y el magma que contenía se enfrió, solidificándose. La capa superior, expuesta al aire y al sol, se oxidó, constituyendo la clásica “tierra amarilla” de las formaciones diamantíferas. Hace once años que perforamos esa capa y sólo recientemente hemos llegado a la “tierra azul”. —Hizo un amplio ademán, que abarcó la roca azul del fondo, verde como una pizarra—. Ése es el depósito más profundo del magma solidificado, duro como el hierro; está tan lleno de diamantes como de fruta seca un pan dulce.
Llegaron al fondo de la obra y bajaron del vagón.
—La operación es bastante simple —prosiguió Twentyman-Jones—. El equipo llega al romper el día e inicia los trabajos donde se hicieron las voladuras de la tarde anterior. Se carga la tierra partida en los vagones y se la envía a la superficie. Después se marcan y se excavan los agujeros para la voladura siguiente; se instalan las cargas. Al atardecer, retiramos los equipos y los capataces encienden los detonantes. Después de la voladura dejamos la mina hasta el día siguiente, para que se asiente el polvo y se disperse el humo. A la mañana siguiente se reinicia todo el procedimiento. —Señaló una zona de roca gris azulada hecha trizas—. Allí está la voladura de anoche. Por allí comenzaremos hoy.
Shasa no había supuesto que esa portentosa excavación pudiera interesarle tanto, pero su fascinación fue en aumento en el transcurso del día. Ni siquiera el calor y el polvo le fatigaron. A mediodía, cuando el sol pegaba directamente en el fondo roto y desigual, el calor quedaba atrapado entre los muros verticales. El polvo harinoso brotaba de la mena cada vez que los trabajadores descargaban las mazas de cinco kilos y rompían los trozos más grandes en fragmentos fáciles de manejar. Se esparcía como niebla sobre los equipos que cargaban los vagones; cubría la cara y el cuerpo de los obreros, convirtiéndolos en fantasmas grises.
—Tenemos algunos casos de tuberculosis —admitió Twentyman-Jones—. El polvo se introduce en los pulmones y allí se hace piedra. Teóricamente, tendríamos que regar la mena con mangueras y mantenerla mojada para que no se levante polvo, pero estamos escasos de agua. Ni siquiera hay bastante para el aparato de lavado, y no podemos desperdiciarla así. Hay hombres que mueren o quedan baldados, pero se necesitan diez años para que el polvo se acumule en los pulmones y, en esos casos, ellos o las viudas reciben buenas pensiones. El inspector de minerías se muestra comprensivo, pero esa comprensión resulta un poco costosa.
A mediodía, Twentyman-Jones llamó a Shasa.
—Su madre dijo que no necesita trabajar el turno completo; bastará con la mitad. Ahora voy a subir. ¿Quiere acompañarme?
—Preferiría quedarme, señor —respondió Shasa, tímidamente—. Me gustaría ver cómo cargan los agujeros por la voladura.
Twentyman-Jones meneó tristemente la cabeza.
—¡De tal palo, tal astilla!
Y se alejó murmurando.
El capataz del equipo permitió que Shasa activara los detonantes, bajo su cautelosa supervisión. El muchacho, sintiéndose poderoso e importante, tocó el detonador y observó cómo corría el fuego por las mechas blancas y retorcidas, dejándolas negras y achicharradas, en un remolino de humo azul.
En compañía del capataz de equipo, subió por la galería de arrastre al grito de: “¡Fuego en el hoyo!” Permaneció en la cabecera de la galería principal hasta que sonaron los estallidos y la tierra tembló bajo sus pies.
Entonces ensilló a Preste Juan y, polvoriento, surcado de sudor, cansado hasta los huesos y contento como pocas veces en su vida, regresó por la tubería.
Ni siquiera pensaba en ella cuando llegó a la bomba, pero allí estaba, encaramada a la tubería de agua pintada de plateado. La sorpresa fue tal que, cuando Preste Juan se alzó de patas, él estuvo a punto de caer y tuvo que sujetarse a la montura.
Ella se había trenzado una guirnalda de flores silvestres en el pelo; la parte superior de su blusa estaba desabotonada. En uno de los libros que se guardaban en la biblioteca de Weltevreden, había una ilustración de sátiros y ninfas que bailaban en el bosque; estaba en la sección prohibida, cuya llave conservaba Centaine; pero Shasa había invertido algún dinero en un duplicado, y las ninfas, tan ligeras de ropa, eran sus favoritas en todo ese tesoro de literatura erótica.
Annalisa era una de ellas: una ninfa de los bosques, sólo parcialmente humana; entornó los ojos con un gesto astuto. Sus dientes delanteros eran pequeños y muy blancos.
—Hola, Annalisa.
La voz se le quebró traicioneramente. El corazón le palpitaba tanto que parecía a punto de saltarle de la garganta, sofocándole. Ella sonrió sin responder. En cambio, se acarició el brazo en un ademán lento, desde la muñeca hasta el hombro desnudo. Cuando el muchacho vio el fino vello cobrizo que se iba levantando bajo los dedos, sus ingles se hincharon.
La joven se inclinó hacia delante, con el índice apoyado en el labio inferior, siempre con la misma sonrisa. Su busto cambió de forma; la abertura de su blusa se aflojó, mostrando el nacimiento del busto, tan blanco y translúcido que dejaba ver las diminutas venas azules.
Shasa pateó los estribos y desmontó, a la manera vistosa de los jugadores de polo. Pero la niña giró en redondo, levantó mucho las faldas y, con un relampagueo de muslos blancos, saltó ágilmente por la tubería para desaparecer entre la maleza de la colina.
Shasa voló tras ella, debatiéndose entre los matorrales, que le lanzaban zarpazos a la cara y le apresaban las piernas. En un momento dado la oyó reír a poca distancia, pero una roca giró bajo su bota, haciéndole caer con pesadez. Quedó sin aliento; cuando logró levantarse y seguir tras ella, renqueando, la muchacha había desaparecido.
Paseó un rato más avanzando penosamente entre la maleza. Su ardor se enfriaba velozmente. Cuando consiguió llegar nuevamente a la tubería, descubrió que Preste Juan, aprovechando plenamente la diversión, había escapado. Entonces se sintió hervir de furia contra sí mismo y contra la chica.
La caminata hasta el bungaló era larga, y sólo entonces notó el cansancio que arrastraba. Cuando llegó a su casa, ya había oscurecido. El poni y su silla vacía habían despertado la alarma. La preocupación de Centaine se convirtió instantáneamente en aliviada ira al verle llegar.
Tras una semana pasada en el polvo y el calor de las voladuras, la monotonía del trabajo comenzó a imponerse. Entonces Twentyman-Jones envió a Shasa a la sala de grúas de la galería principal. El operador de grúas era un hombre taciturno, callado y celoso de su trabajo. No quiso permitir que el muchacho tocara los controles del equipo.
—Mi sindicato no lo permite —sostenía, tercamente. Al cabo de dos días, Twentyman-Jones trasladó al joven a los campos de oreo.
Allí se volcaba la mena, que varios grupos de obreros ovambos esparcían bajo el cielo abierto. Trabajaban desnudos hasta la cintura y cantando a coro, mientras efectuaban el laborioso y repetitivo proceso de volcar y esparcir, bajo el acicate del supervisor blanco y de capataces negros.
En esos terrenos de oreo yacía la materia prima de la Mina H’ani; eran miles de toneladas de mena, sembradas en un campo cuyo tamaño equivalía a cuatro campos de polo. Cuando la tierra azul salía de la chimenea volcánica, era dura como el hormigón; sólo la gelignita y las mazas de cinco kilos podían romperla. Pero después de una exposición de seis meses al sol, en los terrenos de oreo, comenzaba a partirse y desmigajarse hasta quedar como tiza; entonces se la cargaba nuevamente en los vagones y viajaba al molino, al equipo de lavado.
Shasa quedó al mando de cuarenta obreros, y pronto entabló amistad con el capataz ovambo. Tenía dos nombres, como todos los negros: el tribal, que no revelaba a sus jefes blancos, y su nombre de trabajo. Este último era Moses. Tenía unos quince años menos que los otros capataces; había sido elegido por su inteligencia y su iniciativa. Hablaba con fluidez el inglés y el afrikaans; con su cachiporra, su bota y su agrio ingenio, se había ganado el respeto que los trabajadores negros solían reservar para las canas de la edad.
—Si fuera blanco —dijo a Shasa—, algún día llegaría al puesto de Doctela. —“Doctela” era el nombre que los ovambos daban a Twentyman-Jones—. Tal vez llegue a tenerlo. Y si no yo, mi hijo.
Shasa, pasada la sorpresa, quedó intrigado por esa idea tan ridícula. Hasta entonces no había conocido a ningún negro que no supiera darse su sitio en la sociedad. Existía algo perturbador en el porte de ese alto ovambo, que parecía el dibujo de un faraón egipcio, tal como él los había visto en la sección prohibida de la biblioteca. Pero ese dejo de peligro le hizo aún más interesante para Shasa.
Solían pasar juntos la hora del almuerzo. Shasa ayudaba a Moses a perfeccionar su lectura y a escribir en el sucio cuaderno que constituía su posesión más preciada. A cambio, el ovambo le enseñaba los rudimentos de su idioma, sobre todo los juramentos, los insultos y el significado de algunas canciones, la mayoría de las cuales eran subidas de tono.
—Hacer niños ¿es trabajo o placer? —era la retórica apertura de su canción favorita. Y Shasa participaba en la respuesta, para deleite del grupo que supervisaba—: No puede ser trabajo porque, si lo fuera, el hombre blanco nos obligaría a hacerlo por él.
Shasa tenía catorce años recién cumplidos. Algunos de los hombres a sus órdenes triplicaban esa edad, pero a ninguno de ellos le parecía extraño. En cambio, respondían bien a sus bromas, su luminosa sonrisa y sus patéticos intentos de hablar el idioma de los ovambos. El grupo encabezado por él no tardó en procesar cinco cargas, contra las cuatro de los otros equipos; en la segunda semana probaron ser el mejor de los equipos de ese sector.
Shasa, demasiado absorto en su trabajo y su nuevo amigo, no veía las miradas sombrías del supervisor blanco; cuando hacía referencias intencionadas sobre los kafferboetis, “amantes de los negros”, él no se sentía aludido.
En el tercer sábado, una vez que los hombres recibieron su paga, a mediodía, el muchacho aceptó la invitación de Moses para ir a la cabaña de los capataces negros y pasó una hora sentado al sol, en el peldaño de la vivienda, tomando leche agria de la calabaza que le ofrecía la joven esposa de Moses, una mujer tímida y bonita. Mientras tanto, le ayudaba a leer en voz alta un ejemplar de la Historia de Inglaterra, escrita por Macaulay, que él había escamoteado del bungaló.
Como el libro era uno de sus textos escolares, Shasa se consideraba una especie de autoridad al respecto. Disfrutó de su desacostumbrado papel de maestro hasta que, por fin, Moses cerró el libro.
—Es una faena muy pesada, Agua Buena. —Había traducido al ovambo el nombre de Shasa—. Peor que esparcir mena en verano. Más tarde trabajaré con esto.
Y entró en el único ambiente de la cabaña, para guardar el libro en su armario. Cuando volvió a salir, traía un periódico enrollado.
—Probemos con esto.
Ofreció el periódico a Shasa, que lo abrió sobre sus rodillas. Era papel amarillo de mala calidad; la tinta le manchó los dedos. El nombre impreso en la parte superior de la página era Umlomo Wa Bantu, que Shasa tradujo sin dificultad: “La boca de las naciones negras”. Echó un vistazo por las columnas. En su mayoría, los artículos estaban escritos en inglés, aunque había unos cuantos en la lengua vernácula.
Moses le señaló el editorial y empezaron a trabajar con él.
—¿Qué es el Congreso Nacional Africano? —preguntó Shasa, confundido—. ¿Y quién es Jabavu?
El ovambo, nervioso, comenzó a explicarse. Mientras escuchaba, el interés de Shasa se convirtió en inquietud.
—Jabavu es el padre de los bantúes, de todas las tribus, de todos los pueblos negros. El Congreso Nacional Africano es el pastor que custodia nuestro ganado.
—No comprendo. —Shasa sacudió la cabeza.
No le gustaba la dirección que estaba tomando la charla. Se agitó intranquilo, al oír que Moses citaba:
Tu ganado ha desaparecido, pueblo mío.
Ve a rescatarlo, ve a rescatarlo!
Deja tu arma vieja
y toma, en cambio, la pluma.
Toma papel y tinta,
pues ellos serán tu escudo.
Tus derechos están desapareciendo.
Toma, entonces, tu pluma,
cárgala de tinta
y batalla con la pluma.
—Eso es política —le interrumpió Shasa—. Los negros no participan en política. Eso es asunto de los blancos.
Tal era la piedra fundamental de todo el sistema de vida en Sudáfrica.
La expresión de Moses perdió el fulgor. Recogió el periódico que Shasa tenía en el regazo y se levantó.
—Le devolveré el libro cuando lo haya leído.
Sin mirar a Shasa a los ojos, volvió a entrar en la cabaña.
El lunes, Twentyman-Jones detuvo a Shasa ante el portón principal de los terrenos de oreo.
—Creo que ya ha aprendido todo lo necesario sobre el oreo, señorito Shasa. Es hora de que vaya al molino y al equipo de lavado.
Y mientras seguían los raíles hacia la planta principal, caminando junto a uno de los vagones cargados de mena oreada, el ingeniero comentó:
—Es mejor que no se familiarice demasiado con los trabajadores negros, señorito Shasa. Descubrirá que tienden a aprovecharse.
Shasa quedó intrigado por un instante. Luego se echó a reír:
—Ah, se refiere a Moses. El no es obrero, sino capataz. Y muy brillante, señor.
—Demasiado brillante para su propio bien —sentenció Twentyman-Jones—. Los brillantes son siempre los descontentos y los agitadores. Prefiero un negro tonto y recto, toda la vida. Su amigo Moses está tratando de organizar un sindicato de mineros negros.
Shasa sabía, por su abuelo y su madre, que los bolcheviques y los sindicalistas eran los monstruos más temibles, empeñados en desgarrar la estructura mismo de la sociedad civilizada. Le horrorizó enterarse de que Moses era uno de ésos, pero Twentyman-Jones ya estaba diciendo:
—También sospechamos que está en el centro de una bonita CID.
CID era el otro monstruo de la existencia civilizada: la Compra Ilegal de Diamantes, tráfico de diamantes robados. A Shasa le asqueó la idea de que su amigo pudiera ser, a un tiempo, sindicalista y traficante ilícito.
Por si eso fuera poco, Las siguientes palabras de Twentyman-Jones le dejaron deprimido:
—Temo que el señor Moses encabezará la lista de quienes se irán a fin de mes. Es un hombre peligroso. Tendremos que librarnos de él.
“Le echan sólo porque somos amigos” pensó Shasa. “Es por culpa mía.” Quedó invadido por la sensación de culpa, y a esa culpa siguió, casi de inmediato, el enfado. A la lengua le saltaron rápidas palabras. Habría querido gritar: e; No es justo!” Pero antes de hablar miró al ingeniero y comprendió, intuitivamente, que si intentaba defender a Moses no haría sino sellar el destino del muchacho.
Se encogió de hombros.
—Usted sabrá qué le conviene hacer, señor —asintió.
Y vio en los hombros del otro un leve gesto de relajación. “Mater —pensó—, voy a hablar con Mater.” Y seguidamente, con intensa frustración: “Si al menos pudiera hacerlo yo mismo, si pudiera decir qué se debe hacer…”
Entonces comprendió que a eso se había referido su madre al hablar de poder: a la capacidad de cambiar y dirigir el orden de las existencias que le rodeaban.
“Poder”, susurró para sí. “Algún día tendré poder, un poder enorme.”
El trabajo en el molino era más interesante y exigía mucho de él. La mena oreada y desmenuzada era cargada en los vagones y suministrada a los rodillos, que la trituraban hasta darle la consistencia correcta para el equipo de lavado. La maquinaria era grande y potente; el estruendo, casi ensordecedor. La mena caía a la canaleta de alimentación y era absorbida hacia los rodillos giratorios de acero, con un rugido constante. Ciento cincuenta toneladas por hora. Entraba por un extremo, en terrones del tamaño de sandías, y brotaba por el opuesto, reducida a grava y polvo.
El hermano de Annalisa, Stoffel (el que había ajustado el motor del viejo Ford y sabía imitar a los pájaros) era ahora aprendiz en el molino. A él se le encomendó mostrar las instalaciones a Shasa, y aceptó la tarea con gusto.
—Hay que tener un cuidado del diablo con esos malditos controles de los rodillos; si no, los diamantes quedan hechos polvo, y es un fastidio.
Stoffel subrayaba su virilidad y la autoridad recién adquiridas utilizando juramentos y obscenidades.
—Ven, Shasa; te mostraré los puntos de engrase. Hay que engrasarlos a pistola al iniciarse cada turno. —Se arrastró por debajo de los atronadores rodillos, gritando al oído de Shasa para hacerse oír—. El mes pasado, uno de los otros aprendices metió el brazo en el equipo, el muy imbécil. Se lo arrancó como si fuera un ala de polio. ¡Si hubieras visto cuánta sangre echaba el hombre! —Señaló las manchas secas en el suelo y las paredes galvanizadas. De veras, manaba la sangre como de una manguera.
Stoffel trepó por la pasarela de acero como un mono. Ambos miraron hacia abajo, a las muelas del molino.
—Uno de los kaffires ovambos se cayó desde aquí, justo en el medio del tanque de mena. Cuando salió, por el otro lado de los rodillos, no quedaba un pedazo de hueso más grande que tu dedo. Ja, hombre, es peligroso, este condenado oficio —aseguró, muy orgulloso—. Hay que estar todo el día con los ojos muy abiertos.
Cuando la sirena de la mina marcó el mediodía, guió a Shasa hasta el lado sombreado del molino; ambos se encaramaron cómodamente en la caseta del ventilador. En el sitio de trabajo podían tratarse abiertamente. Shasa se sintió adulto e importante cuando, con su mono azul de obrero, abrió la fiambrera que le había preparado el cocinero de su casa.
—Pollo, emparedados de lengua y pastelillos de mermelada —dijo, comprobando el contenido—. ¿Quieres un poco, Stoffel?
—No, hombre. Aquí viene mi hermana con mi comida.
Y Shasa perdió todo interés en su comida.
Annalisa venía pedaleando por la avenida en una Rudge de cuadro negro, con las cajas suspendidas del manillar. Era la primera vez que la veía desde el encuentro en la bomba, aunque desde entonces la buscaba todos los días. La muchacha había metido las faldas en sus calcetines para impedir que se enredaran en la cadena; se mantenía erguida sobre los pedales, moviendo rítmicamente las piernas. Al cruzar los portones del molino, el viento ciñó la tela fina del vestido contra su cuerpo; sus pechos eran desproporcionadamente grandes, comparados con los miembros tostados y esbeltos.
Shasa la observó, totalmente fascinado. Cuando ella le vio junto a su hermano, su porte cambió de inmediato. Se dejó caer en el asiento, con los hombros erguidos, y apartó una mano del manillar para pasarse la mano por el pelo azotado por el viento. Después de frenar la bicicleta, desmontó y la apoyó contra la caseta del ventilador.
—¿Qué hay para comer, Lisa? —preguntó Stoffel Botha.
—Salchichas con puré. —Le entregó las cajas—. Lo mismo de siempre.
Sus mangas tenían grandes sisas; cuando levantó los brazos, Shasa vio una mata de pelo tosco y rubio en las axilas, enredada y húmeda de sudor, y se apresuró a cruzar las piernas.
—¡Caramba, hombre! —Stoffel registró su disgusto.
—¡Siempre salchichas con puré!
—La próxima vez le diré a mamá que prepare escalopes con setas.
La muchacha bajó los brazos. Shasa se dio cuenta de que la estaba mirando con fijeza, pero no pudo disimular. Ella se cerró el escote de la blusa; en su cuello bronceado se detectó un leve rubor. Sin embargo, aún no le había mirado de frente.
—Gracias por nada —dijo Stoffel, para que se fuera. Pero ella no se marchaba.
—Puedes comer parte de lo mío —ofreció Shasa.
—Cambiemos —propuso Stoffel, generosamente.
Su compañero echó un vistazo al recipiente y vio un puré de patatas, lleno de grumos, nadando en acuoso jugo de carne.
—No tengo hambre. —Habló con ella por primera vez.
—¿Quieres un bocadillo, Annalisa?
Ella se alisó las faldas sobre la cadera y le miró, por fin, a la cara. Sus ojos eran oblicuos, como los de un gato salvaje. Sonreía con astucia.
—Cuando quiera algo de ti, Shasa Courtney, te lo pediré con un silbido… así.
Frunció los labios rosados y silbó como los encantadores de serpientes, mientras iba levantando poco a poco el índice, en un gesto inconfundiblemente obsceno.
Stoffel dejó escapar una carcajada de deleite y dio un codazo a Shasa.
—¡La tienes caliente, hombre!
Mientras Shasa se ponía de color granate, enmudecido por el impacto, Annalisa le volvió deliberadamente la espalda y recogió la bicicleta. Salió por el portón, erguida sobre los pedales, balanceando la Rudge para que sus nalgas tensas y redondas oscilaran con cada pedaleo.
Aquella noche, mientras Preste Juan tomaba la senda de la tubería, el pulso de Shasa corrió al galope ante la expectativa. Al acercarse a la bomba frenó al poni, poniéndolo al paso; temía llevarse una desilusión y se resistía a doblar la esquina del edificio.
Sin embargo, no estaba preparado para la sorpresa. Annalisa esperaba, lánguidamente recostada contra un pilar de la tubería. Shasa quedó mudo al ver que se erguía lentamente para acercarse al caballo, sin mirar a su jinete.
Cogió la correa del freno y dijo:
—¡Qué hermoso muchacho! —El poni resopló, cambiando de posición—. ¡Qué nariz tan suave y encantadora! —Y le acarició el hocico lentamente.
—¿Te gustaría que te diera un beso?
Mientras fruncía los labios, rosados, suaves, húmedos, echó un vistazo a Shasa antes de inclinarse hacia delante, para besar deliberadamente los belfos del caballo, rodeándole el cuello con los brazos. Alargó el beso por varios segundos; después apoyó la mejilla contra la cara del animal y comenzó a mecerse, balanceando las caderas y canturreando para sí. Por fin elevó la mirada hacia Shasa, con sus astutos ojos oblicuos.
El luchaba por decir algo, confundido por la fuerza de sus emociones. La muchacha se movió lentamente hasta la paletilla del poni y le acarició el costado.
—Qué fuerte… —Su mano rozó el muslo de Shasa, casi por casualidad. Luego volvió, con más deliberación. Ella ya no le miraba a la cara. Shasa no podía cubrirse ni disimular su violenta reacción ante ese contacto. De pronto, ella dejó escapar una carcajada chillona y se echó atrás con los brazos en jarras.
—¿Vas a acampar, Shasa Courtney? —preguntó.
El muchacho, confundido y azorado, sacudió tontamente la cabeza.
—Entonces, ¿para qué estás levantando esa tienda?
Miraba, con todo descaro, el frente de los pantalones. Él se dobló en dos sobre la montura. Enseguida, en un desconcertante cambio de actitud, ella se mostró benévola, volvió a la cabeza del poni y lo condujo por el camino, dando al joven la posibilidad de recobrar su compostura.
—¿Qué te dijo mi hermano de mí? —preguntó, sin darse la vuelta para mirarle.
—Nada —le aseguró él.
—No vayas a creer lo que dice. —Ella no parecía convencida—. Siempre inventa cosas feas sobre mí. ¿Te habló de Fourie, el camionero?
En la mina, todos sabían que la esposa de Gerhard Fourie les había sorprendido en la cabina del camión, tras la fiesta de Navidad. La esposa de Fourie tenía más edad que la madre de Annalisa, pero había dejado a la muchacha con los dos ojos negros y el único vestido bueno hecho harapos.
No me dijo nada —reiteró Shasa, con firmeza. Luego, interesado—: ¿Qué pasó?
—Nada —fue la apresurada respuesta—. Era todo mentira. —Y de golpe, cambió de tema—: ¿Quieres que te muestre algo? Sí, por favor —respondió Shasa, sin pérdida de tiempo, pues tenía una idea de lo que podía ser.
—Dame un brazo.
Annalisa se acercó al estribo. El se inclinó para ayudarla a subir; era liviana y fuerte. Sentada detrás de él, a horcajadas sobre la grupa, deslizó ambos brazos por su cintura.
—Coge el sendero de la izquierda —le indicó.
Siguieron en silencio unos diez minutos. Por fin, ella preguntó:
—¿Qué edad tienes?
—Casi quince —respondió él, estirando un poco la verdad.
—Yo cumplo dieciséis dentro de dos meses.
Si cabían dudas sobre quién estaba al mando, aquellas palabras zanjaron el asunto. Shasa se puso en un segundo plano, y ella lo advirtió en su pose. Le apretó los pechos contra la espalda, como para subrayar su dominio; eran grandes, firmes; quemaban a través de la fina camisa.
—¿Adónde vamos? —preguntó él, después de otro largo silencio, pues habían dejado a un costado el bungaló.
—¡Chist! Ya te lo enseñaré cuando lleguemos.
La senda se había estrechado y resultaba cada vez más escarpada. Parecía difícil que hubiera pasado nadie por allí en los últimos meses, salvo los animales pequeños que aún vivían a poca distancia de la mina. Por fin desapareció por completo, contra la base del acantilado, y Annalisa bajó del caballo.
—Deja el poni aquí.
El joven ató al animal y echó un vistazo a su alrededor, interesado. Nunca se había alejado tanto de la base de los barrancos. Debían de estar al menos a cinco kilómetros del bungaló.
Por debajo de ellos, la cuesta de piedras desmoronadas se hundía en un ángulo muy agudo; la tierra estaba surcada de gargantas y barrancos, todos ellos ahogados de malezas espinosas.
—Vamos —ordenó Annalisa—. No tenemos mucho tiempo. Pronto será de noche.
Agachó la cabeza para pasar por debajo de una rama e inició el descenso por la cuesta.
—¡Eh! —le advirtió Shasa—. No puedes bajar allí. Te vas a hacer daño.
—Tienes miedo —se burló ella.
No, no tengo.
La provocación lo instó a seguirla por la cuesta sembrada de rocas; bajaron juntos. En una oportunidad, Annalisa se detuvo para arrancar una rama de flores amarillas de cierto arbusto espinoso; después continuaron bajando, se ayudaban mutuamente en los lugares difíciles, agachados bajo las ramas de los espinos, vacilando sobre las piedras y brincando sobre las grietas como un par de conejos montañeses. Por fin llegaron al fondo del barranco y se detuvieron a recobrar el aliento.
Shasa dobló hacia atrás su cintura para contemplar el barranco que se elevaba por encima de ellos en forma de pico, como la muralla de una fortaleza. Pero Annalisa le tiró del brazo para llamarle la atención.
—Es un secreto. Tienes que jurar que no se lo dirás a nadie, mucho menos a mi hermano.
—Está bien. Lo juro.
—Tienes que hacerlo debidamente. Levanta la mano derecha y pon la otra sobre el corazón.
Le introdujo en un juramento solemne. Después le cogió de la mano y le condujo hasta un montón de piedras cubiertas de líquenes.
—¡Arrodíllate!
El obedeció. Annalisa, cuidadosamente, apartó una rama de denso follaje, que ocultaba un nicho entre las piedras. Shasa se echó atrás, y ahogando una exclamación, se levantó a medias, El nicho tenía la forma de un altar. En el suelo había una serie de frascos vacíos, cuyas flores silvestres se habían marchitado, volviéndose pardas. Más allá de las ofrendas florales se veía un montón de huesos blancos, cuidadosamente dispuestos en forma de pequeña pirámide; la coronaba un cráneo humano, de grandes cuencas oculares y dientes amarillos.
—¿Quién es? —susurró Shasa, con los ojos dilatados por el temor supersticioso.
—La bruja de la montaña. —Annalisa cogió su mano—. Encontré sus huesos aquí y preparé este sitio mágico.
—¿Cómo sabes que es una bruja?
Por entonces, Shasa tenía un verdadero ataque de escalofríos; su voz susurrante, salió temblorosa y quebrada.
—Ella me lo dijo.
Eso provocó imágenes tan aterradoras que el muchacho no se animó a preguntar más. Huesos y cráneos ya eran algo para temer; las voces de ultratumba eran cien veces peor; le escocían los pelos de la nuca y de los brazos. Contempló a la muchacha, que cambiaba las flores marchitas por los capullos de acacia amarilla que acababa de cortar; por fin, ella se sentó sobre los tobillos y le cogió la mano.
—La bruja te concederá un deseo —susurró ella.
El se quedó pensativo.
—¿Qué quieres? —insistió ella, tirándole de la mano.
—¿Puedo pedir cualquier cosa?
—Sí, cualquier cosa. —Le observaba el rostro con preocupación.
Shasa sintió que su temor reverencial se evaporaba al contemplar aquel cráneo descolorido; de pronto cobró conciencia de una nueva sensación. Algo parecía alargarse hacia él, una sensación de calor, de consuelo familiar, que él sólo había conocido siendo muy pequeño, cuando su madre le sostenía contra su seno.
Aún quedaban trocitos de cuero cabelludo seco adheridos al cráneo, como pergamino pardo, y motitas de pelo negro; eran bolitas velludas y suaves, como las de los pigmeos domesticados que atendían las vacas lecheras en la posada, en la carretera de Windhoek.
—¿Cualquier cosa? —repitió él—. ¿Puedo pedir cualquier cosa?
—Sí, lo que quieras.
Annalisa se apoyó a su lado; era suave y cálida; su cuerpo olía a sudor joven y fresco.
Shasa se inclinó hacia delante y tocó el cráneo, a la altura de la frente blanca; la sensación de calidez y consuelo fue más intensa. Cobró conciencia de un sentimiento benigno, de amor; sí, la palabra no era demasiado poderosa. Era amor, como si estuviera bajo la vigilancia de alguien que lo amaba muy profundamente.
—Deseo —dijo suavemente, casi con aire soñador—, deseo tener un poder enorme.
Imaginó una sensación de escozor en los dedos que tocaban el cráneo, como una descarga de electricidad estática, y apartó la mano bruscamente. Annalisa soltó una exclamación exasperada y, al mismo tiempo, apartó su cuerpo.
—Qué deseo más estúpido. —Obviamente, estaba ofendida y él no comprendió por qué—. Eres un niño estúpido. La bruja no te concederá un deseo tan tonto. —Se levantó de un brinco y apartó la rama que ocultaba el nicho. Es tarde. Tenemos que volver a casa.
Shasa, que no deseaba abandonar ese sitio, permaneció inmóvil. Annalisa le Llamó desde la cuesta.
—Vamos, va a oscurecer dentro de una hora.
Cuando llegó otra vez al sendero, la encontró sentada contra el muro de roca, frente a él.
—Me he hecho daño. —Lo decía como si fuera una acusación. Los dos estaban enrojecidos y jadeantes por el ascenso.
—Lo siento —balbuceó él—. ¿Cómo te lo has hecho?
Ella levantó el borde de su falda hasta la mitad del muslo. Una de las espinas rojas la había rozado, levantando un largo arañazo que punzó la piel suave de la cara interior del muslo. Apenas había abierto la piel, pero una hilera de pequeñas gotas de sangre formaba un collar de diminutos rubíes. El la miró fijamente, como hipnotizado. Ella volvió a recostarse contra la roca, levantó las rodillas y las separó, sosteniendo el bulto de las faldas contra la entrepierna.
—Ponme un poco de saliva —ordenó.
El, obediente, se arrodilló entre sus pies y se mojó el índice.
—Ese dedo está sucio —le amonestó ella.
—¿Y qué puedo hacer? —preguntó él, desconcertado.
—Con la lengua. Pon saliva con la lengua.
Shasa se inclinó y tocó la herida con la punta de la lengua. Su sangre tenía un extraño gusto salado y metálico. Annalisa puso una mano en la nuca del muchacho y le acarició los densos rizos oscuros.
—Sí, así, límpiala —murmuró.
Sus dedos se enredaron en el pelo. Le sujetó la cabeza, apretándole la cara contra la piel. Después, deliberadamente, lo guió hacia arriba, levantando poco a poco la falda con la mano libre, mientras la boca de Shasa viajaba hacia lo alto. Al espiar por la abertura de sus muslos, él vio que estaba sentada en una prenda de vestir: un fragmento de paño blanco con flores rosadas. Con un cosquilleo de asombro, comprendió que, en sus escasos minutos de soledad, ella se había quitado las bragas para ponerlas como almohadón en la tierra cubierta de musgo. Bajo la falda no llevaba nada más.
Shasa se despertó sobresaltado, sin recordar dónde estaba. Sentía duro el suelo bajo la espalda y un guijarro clavado en el hombro; algo pesado, sobre su pecho, le dificultaba la respiración. Hacía frío y estaba oscuro. Preste Juan golpeaba el suelo con los cascos, resoplando; la silueta de su cabeza se recortaba contra las estrellas.
Recordó de pronto. Annalisa tenía una pierna cruzada sobre la suya y la cara contra su cuello; estaba despatarrada a medias sobre su pecho. La apartó con un empujón tan violento que la mujer despertó con un grito.
—¡Ya ha oscurecido! —dijo él—. ¡Nos estarán buscando!
Trató de ponerse de pie, pero tenía los pantalones enrollados a la altura de las rodillas. Recordó vívidamente el modo práctico con que ella se los había desabotonado, bajándoselos. Los subió de un tirón, luchando con la bragueta.
—¡Tenemos que volver a casa! ¡Mi madre!
Annalisa estaba a su lado, saltando con un solo pie, mientras buscaba la abertura de sus bragas con el pie descalzo. Shasa levantó la vista hacia las estrellas. Orión estaba en el horizonte.
—Son más de las nueve —dijo Shasa.
—Deberías haberte quedado despierto —gimió Annalisa, poniendo una mano en el hombro del muchacho para apoyarse—. Mi papá me pegará. Dijo que la próxima vez me mataría.
Shasa apartó aquella mano. Quería huir de ella, pero sabía que no era posible.
—Es culpa tuya. —Annalisa se inclinó para subir la prenda ceñida a sus tobillos; se la ajustó en la cintura y se alisó las faldas—. Le diré a mi papá que fue culpa tuya. Esta vez me dará con el látigo. ¡Me desollará viva!
Shasa desató el poni con manos temblorosas. No podía pensar con claridad; estaba aún medio dormido y mareado.
—No lo voy a permitir. —Su galantería era poco sincera y nada convincente—. No dejaré que te haga daño.
Sólo consiguió enfurecerla.
—¿Y qué vas a hacer? ¡Si eres un bebé! —Esa palabra despertó algo más en su mente—. ¿Qué va a pasar si me has hecho un hijo, eh? Será un bastardo. ¿Pensaste en eso cuando estabas clavándome esa cosa tuya? —acusó, hiriente.
Shasa se sintió herido por lo injusto de la acusación.
—Tú me mostraste cómo hacerlo. De lo contrario no habría pasado.
—Para lo que nos va a servir… —Ahora estaba llorando—. Ojalá pudiéramos huir juntos.
La idea tenía un gran atractivo para Shasa; la descartó con dificultad.
—Vamos —dijo, ayudándola a subir a Preste Juan, antes de montar a su vez.
Cuando giraron en el recodo de la montaña vieron las antorchas de los grupos que les buscaban en la planicie, allá abajo. También había reflectores en la carretera, que avanzaban lentamente, como si revisaran los márgenes. Les llegaron vagamente los gritos de quienes les buscaban, llamándoles, mientras avanzaban por la selva, mucho más abajo.
—Mi papá me va a matar. Sabrá enseguida lo que estuvimos haciendo —sollozó ella, Esa autoconmiseración irritó a Shasa, que ya había renunciado a consolarla.
—¿Cómo quieres que lo sepa, si no estaba allí? —le espetó.
—No creerás que eres el primero con quien lo hago —acusó ella, tratando de ofenderle—. Lo he hecho con muchos otros, y papá me ha pescado dos veces. Oh, se va a dar cuenta, claro.
Con sólo imaginarla efectuando aquellos actos extraños y maravillosos con otros hombres, Shasa sintió un arrebato de celos, que la razón disipó lentamente.
—Bueno —señaló—, si él sabe lo de los otros, de nada te servirá tratar de echarme la culpa.
Annalisa, acorralada, dejó escapar otro sollozo desgarrador. Aún sollozaba teatralmente cuando se encontraron con un grupo de búsqueda que venía a pie, por la senda de la tubería.
Shasa y Annalisa, sentados en rincones opuestos de la sala, trataban instintivamente de mantenerse lo más alejados que les era posible. Cuando el Daimler se detuvo frente al bungaló, con un destello de faros y crujir de grava, ella volvió a Llorar, frotándose los ojos para obtener algunas lágrimas más. Oyeron el paso rápido y ligero de Centaine, que cruzaba la galería, seguida por los de Twentyman-Jones, más pausados.
Shasa se levantó, con las manos cruzadas frente a sí, en la actitud de un penitente. Centaine se detuvo en el portal, vestida con pantalones y botas de montar, una chaqueta de mezclilla y una bufanda amarilla anudada al cuello. Estaba enrojecida, aliviada y furiosa como un ángel vengador.
Annalisa, al ver su cara, dejó escapar un gemido de angustia, fingido sólo a medias.
—Cierra el pico, niña —dijo la mujer serenamente—, o te daré buenos motivos para llorar. —Se volvió hacia Shasa—. ¿Alguno de vosotros está herido?
—No, Mater —respondió Shasa con la cabeza gacha.
—¿Preste Juan?
—Oh, está en perfectas condiciones.
—Conque así son las cosas. —No hacía falta entrar en detalles.
—Doctor Twentyman-Jones, ¿quiere llevar a esta señorita a casa de su padre? Sin duda, él sabrá cómo tratarla.
Centaine había hablado brevemente con el padre, apenas una hora antes; era un hombre corpulento, calvo y panzón, que tenía los brazos cubiertos de tatuajes. Belicoso, con los ojos inyectados y apestando a brandy barato, había murmurado cuáles eran sus intenciones con respecto a su hija, mientras abría y cerraba sus puños peludos.
Twentyman-Jones asió a la niña por la muñeca, la levantó de un tirón y la condujo hacia la puerta. Cuando pasó junto a Centaine, ella suavizó su expresión y le tocó el brazo, diciendo en voz baja:
—¿Qué haría sin usted, doctor Twentyman-Jones?
—Sospecho que se las arreglaría muy bien sola, señora Courtney, pero me alegro de serle útil.
El ingeniero se llevó a Annalisa a rastras. Fuera se oyó el ronroneo del Daimler al ponerse en marcha.
La expresión de Centaine volvió a endurecerse al mirar a Shasa, que temblaba bajo su escrutinio.
—Has sido desobediente —le dijo. Te advertí que no te acercaras a esa pequeña poule.
—Sí, Mater.
—Ha estado con la mitad de los hombres de la mina. Tendremos que llevarte a un médico en cuanto lleguemos a Windhoek.
El se estremeció al pensar en que una horda de asquerosos microbios podían estar invadiendo su cuerpo.
—Ya es bastante malo que desobedezcas, pero ¿qué has hecho que resulta realmente imperdonable? —preguntó Centaine.
A Shasa se le ocurrían por lo menos doce violaciones, sin entrar en detalles.
—Has sido estúpido —dictaminó Centaine—. Has cometido la estupidez de dejarte atrapar. Ése es el peor de los pecados. Te has convertido en un hazmerreír para todos los de la mina. ¿Cómo vas a hacer para dirigir y dar órdenes, si te rebajas de este modo?
—No pensé en eso, Mater. No pensé en nada, en realidad. Las cosas pasaron, simplemente.
—Bueno, piénsalo ahora —indicó la madre—, mientras te das un buen baño, con medio frasco de desinfectante en el agua, piénsalo bien. Buenas noches.
—Buenas noches, Mater. —El se acercó. Al cabo de un momento, Centaine le acercó la mejilla—. Lo siento, Mater —dijo Shasa, dándole un beso—. Lamento haber hecho que te avergonzaras de mí.
Ella habría querido rodearle con sus brazos, atraer hacia ella esa amada cabeza, estrecharle con fuerza y decirle que jamás se avergonzaría de él.
—Buenas noches. Shasa —dijo, fría y erguida, hasta que él se retiró del cuarto.
Sus pasos se arrastraron, desconsolados, por el pasillo. Sólo entonces cayeron los hombros de Centaine.
—Oh, querido mío, oh, mi bebé —susurró.
Súbitamente, por primera vez en muchos años, sintió la necesidad de un calmante. Se acercó rápidamente al gran armario de madera y se sirvió una copa de coñac, de la que tomó un sorbo. El licor le escoció la lengua; sus vapores le llenaron los ojos de lágrimas. Lo tragó y dejó la copa a un lado.
—No servirá de mucho —dijo, caminando hacia su escritorio. Se sentó en el gran sillón de cuero, sintiéndose pequeña, frágil, vulnerable. Para ella, se trataba de una emoción extraña, que la asustó.
—Ya ha ocurrido —susurró—. Se está convirtiendo en un hombre. —De pronto odió a Annalisa—. Esa sucia ramera. Mi niño todavía no está preparado para eso. Ella ha soltado el demonio demasiado pronto, el demonio de su sangre de Thiry.
Centaine conocía muy bien aquel demonio, pues la había asolado durante toda su vida: la sangre de Thiry, apasionada y salvaje.
—Oh, mi querido…
Ahora perdería una parte de él. “Ya la he perdido”, comprendió. La soledad llegó a ella como una bestia hambrienta que hubiera permanecido emboscada durante todos esos años.
Sólo dos hombres habrían podido calmar esa soledad. El padre de Shasa había muerto, en su frágil máquina de lona y madera, mientras ella, inerme, le veía arder y ennegrecerse. El otro hombre se había puesto fuera de su alcance para siempre, con un único acto brutal y sin sentido. Michael Courtney y Lothar De La Rey: para ella, ambos estaban muertos.
Desde entonces había tenido amantes, muchos amantes, breves amoríos transitorios, experimentados sólo en la piel, meros antídotos para el hervor de toda su sangre. A ninguno de ellos había concedido la entrada a ese sitio profundo de su alma. Pero en esos momentos, la bestia de la soledad irrumpía por esos portales, devastando sus lugares secretos.
—Si al menos tuviera a alguien…
Sólo una vez se había lamentado así: en el lecho donde dio a luz al rubio bastardo de Lothar De La Rey.
—Si al menos tuviera a alguien a quien amar y que me amara a su vez…
Se incorporó para recoger la fotografía enmarcada en plata, la que llevaba consigo donde quiera que fuese, y estudió el rostro del joven que ocupaba el centro en el grupo de los aviadores. Por primera vez notó que, con el pasar de los años, la foto se había descolorido; las facciones de Michael Courtney, el padre de Shasa, estaban borrosas. Contempló aquella cara joven y bella, tratando desesperadamente de aclarar la imagen en su propia memoria. Pero parecía difuminarse y retroceder aún más.
—Oh, Michael —susurró—. Todo pasó hace tanto tiempo… Perdóname, por favor, perdóname. He tratado de ser fuerte y valiente. Lo he intentado, por ti y por tu hijo, pero…
Dejó el marco en el escritorio y se acercó a la ventana para mirar hacia la oscuridad.
—Voy a perder a mi niño —pensó—. Y algún día me veré sola, vieja, fea… y tengo miedo.
Descubrió que estaba temblando y apretó los brazos al cuerpo. Pero su reacción fue veloz e inequívoca.
—No hay tiempo para debilidades y autocompasión en el viaje que has elegido hacer. —Se endureció, pequeña, erguida y sola en la casa silenciosa y oscura—. Tienes que seguir. No hay retorno, no hay lugar para vacilaciones. Tienes que seguir hasta el final.
—¿Dónde está Stoffel Botha? —preguntó Shasa al supervisor del molino, cuando sonó la sirena que indicaba la hora del almuerzo—. ¿Por qué no ha venido?
—Qué sé yo. —El supervisor se encogió de hombros—. Recibí una nota de la oficina principal, avisando que no vendría. No me dijeron por qué. Tal vez le han despedido. No sé si me importa. De cualquier modo, era un gallito con muchos humos.
Durante el resto de la jornada, Shasa trató de suprimir sus remordimientos concentrándose en el paso de la mena por los atronadores rodillos.
Cuando sonó la sirena de salida y el grito de shahile! (¡ha sonado!), pasó de un grupo de obreros al siguiente, Shasa montó a Preste Juan y se encaminó hacia la avenida de cabañas donde vivía la familia de Annalisa. Sabía que estaba desafiando la ira de su madre, pero le acicateaba un sentido de lo caballeresco. Debía averiguar cuánto daño, cuánta desdicha había causado.
Sin embargo, algo le distrajo en los portones del molino. Moses, el capataz de los terrenos de oreo, apareció delante de Preste Juan y lo tomó del freno.
—Te veo, Agua Buena —saludó a Shasa, con su voz suave y profunda.
—Oh, Moses. —Shasa sonrió de placer, olvidando momentáneamente sus otros problemas—. Iba a visitarte.
—Te he traído tu libro.
El ovambo le entregó el grueso ejemplar de la Historia de Inglaterra. Shasa protestó:
—No es posible que lo hayas leído tan pronto. Hasta a mí me llevó meses enteros.
—Jamás lo leeré, Agua Buena. Abandono la mina H’ani. Mañana por la mañana iré con los camiones a Windhoek.
—¡Oh, no! —Shasa desmontó para cogerlo por el brazo—. ¿Por qué te vas, Moses?
Fingía ignorancia para disimular su culpa y su complicidad.
—No puedo elegir. —El alto ovambo se encogió de hombros—. Son muchos los que se van mañana en los camiones. Doctela los eligió; tu señora madre nos ha explicado los motivos y nos ha dado un mes de salario. Los hombres como yo no hacen preguntas, Agua Buena. —Sonrió con una mueca triste—. Aquí tienes tu libro-Quédatelo —dijo Shasa, rechazándolo—. Te lo regalo.
—Muy bien, Agua Buena. Lo conservaré como recuerdo tuyo. Que la paz sea contigo.
Y le volvió la espalda.
—Moses… —llamó Shasa.
Pero no halló nada que decirle. Alargó impulsivamente la mano y el ovambo retrocedió un paso. Los blancos y los negros no se daban la mano.
—Que la paz sea contigo —insistió Shasa.
Moses miró a su alrededor, casi furtivamente, antes de aceptar el gesto. Su piel era extrañamente fresca, y Shasa se preguntó si todos los negros tendrían la piel así.
—Somos amigos —dijo, prolongando el contacto—. Lo somos, ¿verdad?
—No sé.
—¿Qué quieres decir?
—No sé si nos es posible ser amigos.
Suavemente, el negro liberó su mano y se alejó. Sin volver los ojos hacia Shasa, rodeó la cerca de seguridad y bajó a los albergues.