Para el viaje de vuelta, el Daimler tenía el espacio justo para acomodarlos a todos. Anna, sentada en el regazo de sir Garry, le sepultaba con su abundancia.
Mientras Centaine conducía por la carretera serpenteante que cruzaba el bosque de altos gomeros azules, Shasa se inclinaba hacia ella, desde el asiento de atrás, instándola a acelerar.
—¡Vamos, Mater! ¿O dejaste el freno de mano puesto?
El general, sentado junto a la conductora, sujetaba su sombrero, sin apartar la vista del cuentakilómetros.
—No puede ser. Parece que fuéramos a ciento cincuenta por hora.
Centaine viró para entrar por los complejos portones principales de la finca. La cornisa superior, que representaba un grupo de ninfas bailando entre racimos de uva, había sido diseñada por el famoso escultor Anton Arneith. El nombre de la propiedad figuraba en relieve sobre la escultura:
WELTEVREDEN 1790
“Muy satisfecho” era la traducción del holandés. Centaine la había comprado a la ilustre familia Cloete, exactamente un año después de amojonar la Mina H’ani. Desde entonces prodigaba dinero, cuidados y amor a la mansión.
Redujo la marcha casi a paso de hombre, diciéndole al general:
—No quiero cubrir las uvas de polvo.
Su rostro reflejaba una satisfacción tan profunda al contemplar aquellas viñas podadas, que él apreció lo adecuado del nombre impuesto a esa propiedad.
Los trabajadores de color irguieron la espalda por entre las vides, saludándoles con la mano. Shasa se asomó por la ventanilla para gritar los nombres de sus favoritos, que sonreían con inmenso placer al verse reconocidos.
La carretera, bordeada de grandes robles, atravesaba cien hectáreas de viñedos hasta llegar al chateau. Los prados que la rodeaban verdeaban de hierba kikuyu. El general Smuts había llevado algunos brotes de su campaña por el este de África, en 1917, y la hierba había crecido en todo el país. En el centro del prado se erguía la alta torre con la campana de los esclavos; aún se tañía para indicar el principio y el fin de la jornada laboral. Más allá se elevaban los muros glacialmente blancos y los amplios tejados de Weltevreden.
Los sirvientes de la casa salían ya para atender al grupo, que descendía del gran coche amarillo.
—El almuerzo será a la una y media —informó Centaine con voz firme—. Ou Baas, sé que sir Garry quiere leerle su último capítulo. Cyril y yo tenemos una mañana muy ocupada por delante. —Se interrumpió—. Shasa, ¿adónde vas, caramba?
El niño se había deslizado hasta el extremo de la galería y estaba a punto de escapar. Se volvió hacia ella con un suspiro.
—Jock y yo íbamos a adiestrar al poni nuevo.
El nuevo poni de polo había sido un regalo de Navidad de Cyril.
—Madame Claire te está esperando —señaló la madre—. Decidimos que necesitabas repasar las matemáticas, ¿no?
—Por favor, Mater, estoy de vacaciones…
—Cada día que pasas en el ocio, alguien, ahí fuera, está trabajando. Y cuando se encuentre contigo te hará pedazos.
—Sí, Mater. —Shasa, que había escuchado esa predicción muchas veces, buscó apoyo en su abuelo.
—Oh, estoy seguro de que tu madre te concederá unas cuantas horas para que disfrutes después de la lección —intervino él, complaciente—. Tal como has dicho, oficialmente estamos de vacaciones.
Y clavó en Centaine una mirada esperanzada.
—¿Se me permite presentar una súplica en favor de mi joven cliente? —añadió el general Smuts.
Centaine capituló con una carcajada.
—Con tan distinguidos defensores… Pero trabajarás con Madame Claire hasta las once.
Shasa hundió las manos en los bolsillos y, con los hombros caídos, fue en busca de su profesora. Anna desapareció en el interior de la casa para amonestar a los criados, mientras Garry y el general Smuts se alejaban, decididos a analizar el nuevo manuscrito.
—Muy bien. —Centaine hizo un gesto con la cabeza a Cyril—. Vamos a trabajar.
La siguió por las puertas dobles de teca, a través del largo voorkamer. Sus tacones repiqueteaban en el mármol blanco y negro. Por fin llegaron al estudio del extremo. Allí la esperaban los secretarios. Centaine no soportaba la presencia constante de otras mujeres; por eso tenía dos guapos secretarios en vez de secretarias. El estudio estaba lleno de flores. Todos los días se renovaban los floreros, con ramos recogidos en los jardines de Weltevreden. Ese día había hortensias azules y rosas amarillas.
Centaine se sentó ante la larga mesa Luis XIV que utilizaba como escritorio. Las patas exhibían ricas tallas cubiertas de barniz dorado. La superficie era lo bastante amplia para ofrecer lugar a todos sus recuerdos.
Había diez o doce fotografías del padre de Shasa, en marcos de plata individuales, que abarcaban toda su existencia, desde su época escolar hasta sus días como apuesto piloto de las Fuerzas Aéreas. En la última fotografía estaba junto a otros compañeros de su escuadrilla, frente a los monoplazas. Con las manos en los bolsillos y la gorra echada hacia atrás, Michael Courtney le sonreía, tan seguro de su inmortalidad, horas antes de fallecer en la pira de su aparato incendiado. Al sentarse en su silla de cuero, ella movió ligeramente la fotografía. La criada nunca la ponía como era debido.
—He leído el contrato —dijo a Cyril, que estaba tomando asiento frente a ella—. Hay sólo dos cláusulas que no me gustan. La primera es la número veintiséis.
Él la buscó, obediente. Centaine, flanqueada por sus atentos secretarios, inició la jornada de trabajo.
Siempre era la mina el primer tema del día. La Mina H’ani, la fuente de la cual brotaba todo. Mientras trabajaba, sintió que su alma añoraba las inmensidades del Kalahari, aquellas místicas colinas azules y el valle secreto donde los tesoros de la H’ani habían permanecido ocultos durante siglos incontables, antes de que ella tropezara con los diamantes, vestida con trozos de piel y un resto harapiento de tela, henchido el vientre por el embarazo y viviendo como un animal del desierto.
El desierto había capturado parte de su alma. Sintió en ella el júbilo de la expectativa. “Mañana”, pensó, “mañana Shasa y yo volveremos allá”. Los fértiles viñedos del valle de Constantia y el cháteau de Weltvreden, llenos de bellezas, también eran parte de ella. Pero cuando la saturaban volvía al desierto, para que el blanco sol del Kalahari le quemara el alma hasta dejarla limpia y brillante. Mientras firmaba el último de los documentos, se levantó para ir hacia los ventanales, que estaban abiertos.
En el paddock, más allá de las viejas barracas de los esclavos, Shasa, liberado de las matemáticas, adiestraba a su poni bajo el ojo crítico de Jock Murphy. Era un caballo grande; en tiempos recientes, la Asociación Internacional de Polo había anulado las limitaciones de tamaño. Shasa le dio la vuelta en el extremo del prado y volvió al galope. Jock le arrojó una pelota hacia el costado y Shasa se inclinó para darle con el dorso de la mano. Mantenía la postura firme y tenía el brazo fuerte para su corta edad. Trazó con el brazo un arco entero; el castañazo de la pelota, hecha con raíz de bambú, lo oyó incluso Centaine, que siguió con la vista el destello blanco de su trayectoria.
Shasa frenó el poni y le dio la vuelta. Al pasar otra vez, Jock Murphy le arrojó otra pelota. Shasa la devolvió y la pelota se alejó botando débilmente.
—Qué vergüenza, señorito Shasa —protestó Jock—, está golpeando mal otra vez. Que sea la cabeza del palo lo que dé el golpe.
Jock Murphy era un verdadero hallazgo de Centaine: un hombre macizo, musculoso, de cuello corto y cabeza totalmente calva. Lo había sido todo: marinero de la Armada Real, boxeador profesional, traficante de opio, maestro de esgrima de un marajá indio, entrenador de caballos de carreras, custodio de un club de juego. Ahora instruía a Shasa en cultura física. Era campeón de tiro con escopeta, fusil y pistola, jugador de polo de diez goles y mortífero con los naipes. Había matado a un hombre en el cuadrilátero y corrido el Grand National. Trataba a Shasa como a su propio hijo.
Una vez cada tantos meses le daba al whisky y se convertía en un demonio. Centaine enviaba a alguien a la comisaría de policía para que pagara los daños y la fianza. Jock, sombrero en mano, tembloroso y con la calva dolorida y reluciente de vergüenza, se disculpaba con humildad.
—No volverá a ocurrir, señora. No sé qué me pasó. Deme otra oportunidad, señora. No le fallaré.
Resultaba útil conocer las debilidades de un hombre; era una brida para retenerlo y una palanca para ponerlo en acción.
En Windhoek no había trabajo para ellos. Cuando llegaron, después de haber caminado y pedido ayuda a camiones y carros en todo el trayecto desde la costa, acabaron en el campamento de vagabundos, en las afueras de la ciudad, cerca de las vías ferroviarias.
Por tácito acuerdo, se permitía a más de cien parados, trabajadores temporales y expulsados, acampar allí con sus familias, pero la policía local los vigilaba con cautela. Las chozas eran de papel alquitranado, viejas chapas de hierro y paja. Frente a cada una de ellas, se veían grupos de hombres y mujeres afligidos. Sólo los niños, polvorientos, flacos y oscurecidos por el sol, se mostraban ruidosos y movedizos casi hasta el desafío. El asentamiento olía a humo de leña y a letrinas poco profundas.
Alguien había erigido un cartel, torpemente escrito, frente a las vías del ferrocarril: “¿Vaal Hartz? ¡No, diablos!” Quienquiera que solicitara la pensión por desempleo era inmediatamente enviado por el gobierno a trabajar en el inmenso proyecto de irrigación del río Vaal Hartz, por dos chelines al día. Llegaban rumores sobre las condiciones en que se trabajaba allí, y en el Transvaal se habían producido disturbios al intentar la policía el traslado forzoso de algunos hombres a la construcción.
Como los mejores sitios del campamento ya estaban ocupados, los tres acamparon bajo un arbusto espinoso y colgaron de las ramas trozos de papel alquitranado, para disponer de sombra. Swart Hendrick, en cuclillas junto al fuego, echaba poco a poco puñados de maíz blanco dentro de una olla con agua hirviendo ennegrecida por el hollín. Levantó la vista hacia Lothar, que regresaba de otra inútil búsqueda de trabajo en la ciudad. Como le viera sacudir la cabeza, volvió a su comida.
—¿Dónde está Manfred?
Hendrick señaló con la barbilla un cobertizo cercano. Diez o doce hombres andrajosos, sentados en grupos, escuchaban fascinados a un hombre alto y barbudo, que ocupaba el centro; tenía la expresión tensa y oscuros ojos de fanático.
—Mal Willem —murmuró Hendrick—. El Loco William.
Lothar, gruñendo, buscó a Manfred y distinguió de entre otras la brillante y rubia cabeza de su hijo. Una vez seguro de que estaba bien, sacó la pipa del bolsillo superior, la limpió con un soplido y la llenó de tabaco negro, rancio, áspero y barato. Nada deseaba tanto como un cigarro. La pipa tenía un sabor asqueroso, pero ejerció un efecto tranquilizante casi de inmediato. Lothar arrojó la bolsita de tabaco a Hendrick y se recostó contra el tronco del espino.
—Y tú, ¿qué averiguaste?
Hendrick había pasado la mayor parte de la noche y la mañana entera en el lado opuesto de Windhoek, donde estaban los barrios de las gentes de color. Cuando uno quiere conocer los secretos íntimos de alguien, se interroga a los sirvientes que sirven su mesa y atienden su cama.
—Descubrí que no se puede pedir una copa a crédito… y que las criadas de Windhoek no lo hacen sólo por amor.
Esbozó una enorme sonrisa. Lothar escupió restos de tabaco y miró a su hijo. Le preocupaba un poco que el niño, en vez de tratar con los pilluelos de su edad, se sentara entre los hombres. Sin embargo, ellos parecían aceptarlo.
—¿Qué más? —preguntó Hendrick.
—El hombre se llama Fourie. Hace diez años que trabaja en la mina. Viene todas las semanas con cuatro o cinco camiones y se vuelve cargado de provisiones.
Por un minuto, Hendrick se concentró en la mezcla de maíz, regulando el calor del fuego.
—Sigue.
—El primer lunes de cada mes, viene sólo un camión pequeño; los otros cuatro conductores van detrás, todos armados con revólveres y pistolas. Van directamente al Banco Standard, en la calle principal. El gerente y sus empleados salen por la puerta lateral. Fourie y uno de los chóferes sacan del camión una pequeña caja de hierro y la llevan al banco. Después, Fourie y sus hombres van al bar de la esquina y beben hasta la hora de cerrar. Por la mañana todos vuelven a la mina.
—Una vez al mes —susurró Lothar—. Traen todo el producto de un mes en una sola vez. —Miró a Hendrick—. ¿En el bar de la esquina, dijiste? —y como el negro asintiera—: Necesito diez chelines por lo menos.
—¿Para qué? —la suspicacia de Hendrick fue inmediata.
—Uno de nosotros tiene que tomar un trago allí, y en el bar de la esquina no se permite la entrada a los negros. —Lothar sonrió maliciosamente y levantó la voz—: ¡Manfred!
El niño, hipnotizado por el orador, no había reparado en el regreso de su padre. Se levantó trabajosamente, con expresión culpable.
Hendrick puso una cucharada de maíz blanco en la tapa de la olla y lo cubrió con maas, leche agria espesa, antes de entregarlo a Manfred, que se había sentado junto a su padre, con las piernas cruzadas.
—¿Sabías que todo esto es un plan de los judíos propietarios de las minas de oro de Johannesburgo, papá? —preguntó el niño, con los ojos brillantes como un converso.
—¿El qué? —gruñó Lothar.
—La Depresión. —Manfred pronunció la palabra con aire importante, pues acababa de aprenderla—. Es cosa de los judíos y los ingleses, para poder emplear a cuantos hombres quieran en sus minas y en sus fábricas, pagándoles una miseria.
—¿Eso crees? —Lothar sonrió mientras se servía el maíz con leche agria—. ¿Y fueron también los judíos y los ingleses los que provocaron la sequía?
Su odio hacia los ingleses no rebasaba los límites de la razón, aunque no habría sido más intenso si los británicos hubieran provocado la sequía que había convertido tantas granjas en páramos arenosos, con la capa fértil volada por el viento y los animales convertidos en momias disecadas dentro de sus propias pieles.
—¡Es así, papá! —gritó Manfred—. Oom Willem nos lo explicó. —Sacó un papel del bolsillo trasero y lo alisó sobre la rodilla—. ¡Echa un vistazo a esto!
El periódico era Die Vaderland (La Patria), publicación en lengua afrikaans; el chiste que señalaba Manfred, con el índice estremecido por la indignación, correspondía a su estilo típico: “¡Mirad lo que nos están haciendo los judíos!”
El personaje principal del chiste era Hoggenheimer, una creación de Die Vaderland, que lo presentaba gordo, vestido con gabán y botines, con un diamante enorme refulgiéndole en la corbata, anillos de diamantes en los dedos de ambas manos, un sombrero de copa sobre sus oscuros rizos semíticos, labio inferior grueso y caído y gran nariz ganchuda, cuya punta le tocaba casi la barbilla. Tenía los bolsillos llenos de billetes de cinco libras; blandiendo un largo látigo, conducía un carro cargado hacia unas torres lejanas, rotuladas “minas de oro”. Entre las varas del carro se veían seres humanos en vez de bueyes. Eran columnas de hombres y mujeres, esqueléticos y muertos de hambre, de inmensos ojos torturados, que avanzaban trabajosamente bajo el látigo de Hoggenheimer. Las mujeres usaban los tradicionales sombreros voortrekker; los hombres, gorro. Para que no hubiera dudas, el dibujante los había titulado “Die Afrikaner Volk”, el pueblo africano, y la leyenda era: “El gran camino nuevo”.
Lothar rió entre dientes y devolvió la página a su hijo. Conocía a muy pocos judíos, ninguno de los cuales se parecía a Hoggenheimer. Casi todos eran tan trabajadores y normales como cualquiera; ahora estaban igualmente pobres y hambrientos.
—Si la vida fuera así de simple… —Sacudió la cabeza.
—¡Lo es, papá! Sólo tenemos que deshacernos de los judíos. Como Willem lo explicó. Lothar iba a responder cuando notó que el olor de la comida había atraído a tres niños, que permanecían a una distancia prudente, observando cada cucharada de las que él se llevaba a la boca. El chiste ya no tenía importancia.
Había una niña de aproximadamente doce años; sus trenzas largas y rubias se habían desteñido hasta adquirir el color plateado de los hierbajos del Kalahari en invierno. Estaba tan delgada que su cara era sólo huesos y ojos; tenía pómulos salientes y frente amplia y recta. Sus ojos poseían el azul claro del cielo desértico. Su vestido había sido hecho con cuatro viejas bolsas de harina, cosidas entre sí, e iba descalza.
Prendidos de las faldas llevaba a dos pequeños. El niño tenía la cabeza afeitada y las orejas grandes; de los pantalones remendados surgían las piernas esqueléticas y oscuras. A la niña le chorreaba la nariz; mientras se aferraba a la falda de su hermana con una mano, chupaba el pulgar de la otra.
Lothar apartó la vista, pero de pronto la comida había perdido su sabor; masticó con dificultad. Vio que Hendrick tampoco miraba a los niños. Manfred, que no los había visto, hablaba sin cesar sobre el periódico.
—Si les damos de comer, pronto tendremos sobre nosotros a todos los niños del campamento —murmuró Lothar. Y resolvió no comer en público nunca más.
—Nos queda apenas lo suficiente para la noche —coincidió Hendrick—. No podemos compartirlo.
Lothar se llevó la cuchara a la boca, pero la dejó caer. Por un momento mantuvo los ojos fijos en el plato de lata; por fin hizo señas a la mayor, que se adelantó tímidamente.
—Llévatelo —ordenó Lothar, gruñón.
—Gracias, tío —susurró ella—. Dankie, Oom.
Escondió el plato bajo su falda y se llevó a rastras a los más pequeños. Los tres desaparecieron entre las chozas.
La niña regresó una hora después. El plato y la cuchara habían sido restregados hasta quedar brillantes.
—Oom. ¿Tendría una camisa o cualquier cosa que yo pueda lavarle? —preguntó.
Lothar abrió su mochila para entregarle la ropa sucia de Manfred y la suya. Al atardecer, la niña trajo la ropa limpia y bien doblada; olía a jabón de lejía.
—Lo siento, Oom, pero no tengo plancha.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Manfred, súbitamente. La niña se volvió hacia él, ruborizada, y bajó la vista.
—Sara —susurró.
Lothar se abotonó la camisa limpia y ordenó:
—Dame diez chelines.
—Si alguien supiera que tengo tanto dinero —gruñó Hendrick—, nos degollarían.
—Me estás haciendo perder tiempo.
—El tiempo es lo único que nos sobra.
En el bar de la esquina, cuando Lothar empujó las puertas giratorias, había sólo tres hombres, incluyendo al tabernero.
—Poca gente, hoy —comentó Lothar, mientras pedía una cerveza. El tabernero refunfuñó. Era un hombrecillo insignificante, de pelo gris erizado y gafas con montura de acero.
—Tómese una copa usted también —ofreció Lothar. La expresión del hombre cambió.
—Tomaré una ginebra, gracias.
Se sirvió de una botella especial, que guardaba bajo el mostrador. Ambos sabían que ese líquido incoloro era agua; el chelín de plata iría directamente al bolsillo del hombre.
—A su salud. —Se apoyó sobre la barra, dispuesto a ser afable, puesto que ya tenía un chelín y había posibilidades de conseguir otro.
Conversaron ociosamente, comentando que los tiempos eran difíciles y cómo la situación iba a empeorar, que hacía falta lluvia y que el gobierno tenía la culpa de todo.
—¿Cuánto tiempo lleva en la ciudad? No le había visto por aquí.
—Llevo sólo un día… y ya es demasiado. —Lothar sonrió.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
Cuando Lothar le dio su nombre, el cantinero demostró, por primera vez, un interés auténtico.
—¡Oigan! —anunció a sus otros clientes—. ¿Saben quién es éste? ¡Es Lothar De La Rey! ¿Recuerdan los carteles ofreciendo recompensa durante la guerra? ¡Es el que les rompía el corazón a los rooinekke! —“Cuello rojo” era el término despectivo que se aplicaba a los ingleses recién llegados, a quienes el sol les inflamaba la piel del cuello.
—Caramba, este hombre hizo volar el tren en Gemsbokfontein.
La aprobación general fue tan grande que uno de ellos le invitó a tomar otra cerveza, aunque tuvo la prudencia de limitar su generosidad a Lothar.
—Estoy buscando trabajo —les dijo Lothar, cuando la conversación se afianzó.
Todos se echaron a reír.
—Me dijeron que había trabajo en la Mina H’ani —insistió él.
—Si lo hubiera, yo lo sabría —le aseguró el tabernero—. Los chóferes de la mina vienen todas las semanas.
—¿No me recomendaría a ellos? —preguntó Lothar.
—Haré algo mejor. Venga el lunes y le presentaré a Gerhard Fourie, el jefe de chóferes. Somos grandes amigos. El ha de saber qué está pasando por allá.
Cuando Lothar se fue, había establecido un buen compañerismo con los parroquianos más asiduos del bar. Regresó cuatro noches después y el tabernero le saludó a gritos.
—Aquí está Fourie —dijo—. Allá, en el extremo del bar. Después de servir a esta gente les presentaré.
Esa noche el bar no estaba muy concurrido, y Lothar tuvo tiempo de estudiar al conductor. Era un hombre maduro, de aspecto poderoso, de panza grande y floja debido a las muchas horas transcurridas ante el volante. Como estaba quedándose calvo, había dejado crecer el pelo sobre la oreja derecha y se lo pegaba al cráneo con brillantina. Sus modales eran ruidosos y exhibicionistas; tanto él como sus compañeros tenían el aire satisfecho de quien acaba de cumplir con una tarea difícil. No parecía de los que se dejan amenazar o asustar y Lothar no sabía cómo abordarlo.
El tabernero le hizo señas.
—Quiero presentarle a un gran amigo.
Se estrecharon la mano. El chófer convirtió el gesto en una competencia, pero Lothar, prevenido, lo tomó por los dedos sin abarcar la palma, para que no pudiera ejercer el máximo de su fuerza. Se miraron de forma sostenida hasta que Fourie, con una mueca, trató de apartar la mano. Lothar la soltó.
—Le invito a una copa.
Lothar ya se sentía más cómodo. El hombre no era tan forzudo como aparentaba. Cuando el tabernero les dijo quién era Lothar e hizo un relato exagerado de algunas hazañas suyas, durante la guerra, los modales del chófer se volvieron casi obsequiosos.
—Vea, hombre… —llevó a Lothar aparte y bajó la voz—. Erik me dice que usted está buscando empleo en la Mina Hani. Bueno, ni lo piense, créame. Hace más de un año que no emplean a nadie.
—Sí —asintió Lothar, sombrío—. Desde que pregunté a Erik lo de ese trabajo me enteré de la verdad con respecto a la Mina H’ani. Para todos ustedes va a ser terrible, ¿no?
El chófer puso cara de intranquilidad.
—¿De qué está hablando, hombre? ¿A qué se refiere?
—Caramba, pensé que estarían enterados. —Lothar simulaba sorpresa ante su ignorancia—. En agosto cierran la mina. Definitivamente. Van a echarlos a todos.
—¡Joder, no! —En los ojos de Fourie había miedo—. No es cierto. No puede ser.
El hombre parecía un cobarde que se dejaba impresionar fácilmente; sería aún más fácil intimidarle. Lothar quedó maliciosamente satisfecho.
—Lo siento, pero creo que es mejor estar informado, ¿no le parece?
—¿Quién le dijo eso?
Fourie estaba aterrorizado. Todas las semanas al pasar por el campamento de vagabundos, junto a las vías, había visto las legiones de parados.
—Salgo con una de las mujeres que trabajan con Abraham Abrahams.
—Era el abogado que administraba los asuntos de la Mina H’ani en Windhoek.
—Ella vio las cartas enviadas desde Ciudad del Cabo. No hay duda: la mina cierra. No pueden vender los diamantes. Nadie los compra, ni siquiera en Londres y en Nueva York.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —susurró Fourie—. ¿Qué vamos a hacer? Mi esposa no está bien de salud y tenemos seis hijos. Jesús bendito, mis niños morirán de hambre.
—Ustedes no tienen problema. Apostaría a que tienen un par de cientos ahorrados. ¿Qué les puede pasar?
Pero Fourie sacudió la cabeza.
—Bueno, si no han ahorrado nada, será mejor que reúnan algunas libras antes de que le despidan en agosto.
—¿Y cómo quiere que haga eso, con esposa y seis hijos? —preguntó Fourie, desolado.
—Le voy a proponer algo. —Lothar le cogió el brazo, con la actitud de un amigo preocupado—. Salgamos de aquí. Le pago una botella de brandy, pero vamos adonde podamos hablar.
Cuando Lothar volvió al campamento, a la mañana siguiente, el sol ya brillaba en lo alto del cielo. Mientras conversaron durante la noche, habían vaciado una botella de aguardiente. El chófer estaba intrigado por la proposición de Lothar y sentía la tentación de aceptar, pero tenía miedo.
Lothar tuvo que explicarle cada detalle y convencerle una y otra vez, sobre todo en lo referente a su propia seguridad.
—Nadie podrá señalarle con el dedo. Le doy mi palabra de honor. Usted estará protegido aunque algo salga mal… y no hay nada que pueda salir mal.
Después de haber empleado todos sus poderes de persuasión, Lothar cruzó el campamento, agotado, y se arrodilló junto a Hendrick.
—¿Café? —preguntó, eructando el gusto a bebida añeja.
—Se ha acabado —respondió el negro, sacudiendo la cabeza.
—¿Dónde está Manfred?
Hendrick señaló con el mentón. El niño estaba sentado bajo un espino, al otro lado del campamento. Sara, la niña, se había sentado junto a él; las cabezas rubias se rozaban, atentas a una hoja impresa. Manfred estaba escribiendo en el margen con un palito carbonizado, cogido en la hoguera.
—Manie le está enseñando a leer y a escribir —explicó Hendrick. Lothar gruñó, frotándose los ojos enrojecidos. El aguardiente le había dado dolor de cabeza.
—Bueno —dijo—, conseguimos al hombre.
—¡Ah! —Hendrick sonrió—. En ese caso, necesitaremos caballos.
El vagón privado había pertenecido en otros tiempos a la empresa De Beers Diamond y a Cecil Rhodes antes de que Centaine Courtney lo comprara por una fracción de lo que le habría costado otro nuevo. Le gustaba: seguía siendo francesa; conocía el valor de cada centavo. Había llamado de París a un joven decorador para que lo reformara en estilo Art Déco, que hacía furor por entonces, y consideraba que los honorarios exigidos a cambio valían la pena.
Miró a su alrededor: claros contornos en el mobiliario, caprichosas ninfas desnudas que sostenían lámparas de bronce, exquisita artesanía de madera. Recordó entonces que el decorador, en un primer momento, le había parecido homosexual, debido a sus largos rizos flotantes, sus ojos decadentes y las facciones de bello fauno aburrido y cínico. Su primera impresión estaba muy lejos de la verdad, según tuvo el placer de comprobar en la misma cama redonda que él había instalado en el dormitorio principal del vehículo. El recuerdo provocó una sonrisa en ella, pero fue contenida al notar que Shasa la observaba.
—¿Sabes, Mater? A veces creo saber en qué piensas con sólo mirarte a los ojos.
Con cierta frecuencia, el muchacho decía estas frases desconcertantes. Centaine observó que, sin duda, su hijo había crecido dos o tres centímetros en la última semana.
—Espero que no tengas ese poder de verdad. —Se estremeció—. Aquí hace frío. —El decorador había incorporado, con un gasto enorme, un aparato de refrigeración que mantenía agradable el aire del salón—. Apaga eso, chéri.
Se levantó del escritorio y salió a la plataforma por las puertas de vidrio esmerilado; el cálido aire del desierto le ciñó las faldas a las estrechas caderas. Levantó su rostro al sol y dejó que las ráfagas le agitaran el pelo corto y rizado.
—¿Qué hora es? —preguntó, con los ojos cerrados y el rostro hacia arriba.
Shasa, que la había seguido, se inclinó sobre la barandilla para consultar su reloj de pulsera.
—Dentro de diez minutos estaremos cruzando el río Orange, si el maquinista ha respetado los horarios —sentenció Shasa.
—Nunca me siento en mi tierra hasta que cruzo el Orange. —Centaine se apoyó a su lado y le cogió del brazo.
El río Orange arrastraba las aguas del suroeste del continente africano, adquiriendo altura en las montañas nevadas de Basutolandia; recorría más de dos mil kilómetros por llanuras y gargantas salvajes; unas temporadas era un hilo claro y lento; otras, un rugiente alud que arrastraba un cieno fértil y achocolatado; por eso algunos lo llamaban “el Nilo del sur”. Constituía el límite entre el Cabo de Buena Esperanza y la antigua colonia alemana de África suroccidental.
La locomotora silbó. Madre e hijo dieron un respingo al chirriar los frenos.
—Aminoramos la marcha para cruzar el puente.
Shasa se asomó por la barandilla y Centaine se mordió la lengua para no soltar la reprimenda que subía automáticamente hacia sus labios: “Disculpe, señora, pero no puede tratarlo toda la vida como a un bebé”, le había aconsejado Jock Murphy. Ya es un hombre, y todo hombre tiene que enfrentarse a sus propios riesgos.”
Las vías se curvaban hacia el río; en el vagón plataforma enganchado detrás de la locomotora era transportado el Daimler amarillo. Era nuevo, pues Centaine lo cambiaba todos los años, siempre por otro modelo amarillo; pero éste tenía detalles diferentes: una capota negra y bordes del mismo color alrededor de las portezuelas. El viaje en tren hasta Windhoek les ahorraba un difícil viaje en coche por el desierto, aunque no había rieles hasta la mina.
—¡Allí está! —anunció Shasa—. ¡Allí está el puente!
El armazón de acero, saltando de pilar en pilar, parecía insustancial sobre los setecientos metros del río. El traqueteo regular de las ruedas se alteró al llegar al vacío. El acero, allá abajo, resonaba como una orquesta.
—El río de los diamantes —murmuró Centaine, apoyando su hombro contra el de Shasa para mirar hacia las oscuras y arremolinadas aguas entre los pilares del puente.
—¿De dónde vienen los diamantes? —preguntó Shasa. Conocía la respuesta, por supuesto, pero le gustaba que su madre la repitiera.
—El río los trae, tomándolos de todas las grietas y hoyos que encuentra a su paso. Recoge aquellos que fueron arrojados al aire durante las erupciones volcánicas, al originarse el continente. Durante cientos de millones de años el río ha estado reuniendo diamantes, arrastrándolos corriente abajo hacia la costa. —Echó una mirada de soslayo al niño—. ¿Y por qué no se desgastan, como los otros guijarros?
—Porque son la sustancia más dura de la naturaleza. No hay nada que desgaste o raye al diamante —respondió él, rápidamente.
—La más dura y la más bella —añadió Centaine, levantando la mano derecha, para deslumbrarle con la enorme gema que lucía en el dedo—. Llegarás a amarlos. Todos los que trabajan con ellos terminan amándolos.
—El río —le recordó él. Le encantaba el sonido de su voz; le intrigaba por el deje ronco de su acento—. Háblame del río.
—El río se desagua en el mar y arroja los diamantes en las costas. Esas playas son tan ricas que constituyen una zona prohibida, la Spieregebied.
—¿Podrías llenarte los bolsillos de diamantes, recogiéndolos como fruta caída en el huerto?
—No es tan fácil —rió ella—. Podrías pasar veinte años buscando sin encontrar una sola piedra, pero si supieras dónde buscar y contaras con un equipo, aunque fuese muy primitivo, además de mucha suerte…
—¿Por qué no vamos allá, Mater?
—Porque todo eso tiene dueño, mon chéri. Pertenece a un hombre llamado Oppenheimer, sir Ernest Oppenheimer, y a su compañía, la De Beers.
—Una sola empresa es dueña de todo. ¡No es justo! —protestó el muchacho.
Centaine quedó encantada ante ese primer arranque adquisitivo. Sin una saludable porción de avaricia, el muchacho no sería capaz de llevar a cabo los planes que ella trazaba con tanto cuidado. Era preciso enseñarle a codiciar riquezas y poderes.
—El es dueño de las concesiones del río Orange —afirmó ella—. También posee las minas de Kimberley, Wesselton, Bultfontein y todas las de gran producción. Mucho más aún: controla la venta de cada piedra, hasta de las que producimos nosotros, los pequeños independientes.
—¿El nos controla, controla la Hani? —estalló Shasa, indignado, con sus suaves mejillas enrojecidas.
Centaine asintió.
—Tenemos que ofrecer todos nuestros diamantes a su Organización Central de Ventas, y él les pone precio. ¿Y nosotros tenemos que aceptarlo? ¡No, no es obligatorio! Pero sería imprudente no aceptarlo. ¿Qué podría hacer si nos negáramos?
—Ya te lo he dicho muchas veces. Shasa: no pelees con quien es más fuerte que tú. No hay muchos que sean más poderosos que nosotros, al menos en África, pero sir Ernest Oppenheimer es uno de ellos.
—¿Qué podría hacernos? —insistió Shasa.
—Podría devorarnos, querido mío, y nada le daría más placer. Año tras año, a medida que nos hacemos más ricos, nos volvemos más codiciables a sus ojos. Es el único hombre del mundo al que debemos temer, sobre todo si cometemos la audacia de acercarnos a este río suyo.
Centaine abarcó con un ademán la extensión de la corriente.
Aunque sus descubridores holandeses lo habían bautizado Orange (“naranja”) en honor a los Stadtholders de la Casa de Orange, el nombre podía atribuirse a sus sorprendentes arenales en ese tono. El colorido plumaje de las aves acuáticas arracimadas en ellos era como piedras preciosas engarzadas en oro rojizo.
—¿Es el dueño del río? —preguntó Shasa, sorprendido y perplejo.
—Legalmente no, pero si te acercas, te arriesgas, pues él protege celosamente el río y los diamantes que contiene.
—Conque hay diamantes aquí. Shasa escrutó las orillas como si esperara verlos centellear a la luz del sol.
—Tanto el doctor Twentyman-Jones como yo estamos convencidos de que es así… y hemos individualizado algunas zonas muy interesantes. A trescientos kilómetros, corriente arriba, hay una cascada que los bosquimanos llamaban Aughrabies, El Lugar de los Grandes Ruidos. Allí el Orange se precipita tronando, por una garganta estrecha y rocosa, para caer en el abismo profundo e inaccesible. La cascada podría ser un tesoro de diamantes atrapados. Además, hay otros antiguos lechos aluviales donde el río ha cambiado de curso.
El río y su breve banda de verdor quedaron atrás. La locomotora volvió a acelerar en dirección al norte, adentrándose en el desierto. Centaine observaba cuidadosamente la cara de su hijo mientras proseguía con las explicaciones. Jamás le dejaría llegar al aburrimiento; a la primera señal de distracción, se interrumpía. No hacia falta presionar. Disponía de todo el tiempo necesario para educarle, pero lo más importante era no cansarle, no exigir demasiado de su fuerza inmadura ni de su capacidad de atención, todavía a medio desarrollar. Era preciso mantener su entusiasmo intacto, sin agotarlo. En esta ocasión, el interés de Shasa persistió por más tiempo que de costumbre, y ella reconoció que era una buena oportunidad para otro avance.
—Ahora ya no debe de hacer tanto frío en el salón. Entremos. —Lo condujo hasta el escritorio—. Hay algunas cosas que quiero enseñarte.
Abrió el resumen confidencial de los informes financieros anuales sobre el estado de la Compañía Minera y Financiera Courtney. Esa era la parte difícil; hasta para ella resultaba aburrido revisar papeles. De inmediato le vio acobardado por la columna de cifras. Las matemáticas eran la única materia en la que estaba flojo.
—Te gusta el ajedrez, ¿verdad?
—Sí —admitió él con cautela.
—Esto también es un juego —le dijo ella—, pero mil veces más fascinante y rentable, una vez comprendes las reglas.
El niño se alegró ostensiblemente; de juegos y recompensas entendía bastante.
—Enséñame las reglas —propuso.
—Todas a un tiempo, no. Poco a poco, hasta que sepas lo suficiente para iniciar el juego. Se hizo de noche antes de que Centaine viera fatiga en las comisuras de la boca del muchacho; antes bien, el niño fruncía el entrecejo a causa de la concentración.
—Basta por hoy. —La madre cerró la gruesa carpeta—. ¿Cuáles son las reglas de oro?
—Vender siempre algo por encima de su coste real. Comprar cuando todos venden y vender cuando todos compran.
—Bien. —Centaine se levantó—. Ahora vamos a tomar un poco el aire antes de cambiarnos para cenar.
En la plataforma del vehículo le rodeó los hombros con el brazo, pero tuvo que estirarse al hacerlo.
—Quiero que, cuando lleguemos a la mina, trabajes con el doctor Twentyman-Jones por la mañana. Puedes disponer de la tarde, pero por la mañana trabajarás. Quiero que te familiarices con la mina y su funcionamiento. Además, cobrarás por ello.
—No es necesario, Mater.
—Otra regla de oro, querido, es no rechazar nunca una oferta justa.
Durante toda la noche y el día siguiente corrieron hacia el norte, cruzando inmensos espacios blanqueados por el sol y montañas azules dibujadas en tonos más oscuros sobre el horizonte desértico.
—Llegaremos a Windhoeck poco después del crepúsculo —explicó Centaine—, pero he dispuesto que el coche sea desenganchado en un sitio tranquilo, Pasaremos la noche a bordo y por la mañana saldremos hacia la mina. Tendremos que vestirnos, porque el doctor Twentyman-Jones y Abraham Abrahams cenarán con nosotros.
Shasa, en mangas de camisa, lidiaba con el lazo negro de su corbata, frente al largo espejo de su compartimiento; aún no dominaba el arte de dar forma a la mariposa. De improviso, sintió que el coche aminoraba la marcha; la locomotora emitió un silbido largo y sobrecogedor.
Con un cosquilleo de entusiasmo, Shasa se volvió hacia la ventana abierta. Estaban cruzando el lomo de una colina, en los alrededores de Windhoek, y las luces de las calles se encendieron ante su vista. La ciudad tenía la extensión de un suburbio de Ciudad del Cabo; sólo unos pocos faroles la alumbraban.
El tren redujo su marcha a paso de hombre; al llegar a las afueras de la ciudad, Shasa sintió olor a humo de leña. Entonces, notó que había una especie de campamento entre los espinos, junto a las vías. Se asomó por la ventana para ver mejor aquellos sucios cobertizos, amortajados con el humo azul de las fogatas y ensombrecidos por el ocaso. Había un cartel torpemente escrito frente a las vías; Shasa lo leyó con dificultad: “¿Vaal Hartz? ¡No, Diablos!” No tenía sentido. Frunciendo el entrecejo reparó en dos siluetas que, a poca distancia del cartel, observaban la llegada del tren.
La más baja era una niña, descalza y vestida con una prenda poco abrigada y sin forma. No le interesó eso, sino la otra silueta más alta y robusta. De inmediato irguió la espalda, con espanto e indignación, y a pesar de la penumbra del lugar, reconoció aquel cabello rubio plateado y aquellas cejas negras. Ambos se miraron sin expresión: el joven de camisa blanca y corbata de lazo y el muchacho, con ropa polvorienta. Por fin el tren les separó, borrándolos a ambos.
—Querido…
Shasa se volvió hacia su madre. Esa noche lucía zafiros y un vestido azul, fino y ligero como humo de leña.
—Todavía no estás listo. Dentro de un minuto estaremos en la estación. Y qué desastre has hecho con esa corbata. Ven, deja que te la anude.
Mientras ella daba forma al lazo con dedos diestros, Shasa se esforzaba por dominar la sensación de furia e incapacidad que la mera aparición del otro adolescente había despertado en él.
El maquinista los dejó fuera de la vía principal en un tramo privado, tras los cobertizos del taller ferroviario. Se quedaron junto al andén de hormigón donde ya estaba estacionado el Ford de Abraham Abrahams. Abe trepó a la plataforma en cuanto el vehículo se detuvo.
—Está más bella que nunca, Centaine.
Le besó la mano y ambas mejillas. Era menudo, de la misma estatura que ella, pero de expresión vivaz y ojos inquietos y despiertos. Sus orejas erguidas daban la impresión de poder captar ruidos inaudibles para todos los demás.
Sus gemelos de diamante y ónix resultaban demasiado llamativos; el corte de su esmoquin era algo extravagante. Sin embargo, Centaine lo contaba entre las personas de su preferencia. El la había apoyado cuando toda su fortuna ascendía a menos de diez libras. Había presentado las reclamaciones de propiedad sobre la Mina H’ani; desde entonces llevaba también casi todos sus asuntos legales y muchos de los privados. Era un viejo y querido amigo, pero lo más importante era que no cometía errores en su trabajo. De lo contrario no habría estado allí.
—Querido Abe. —Ella le cogió las manos para estrechárselas—. ¿Cómo está Rachel?
—Excelente —aseguró O. Era su adjetivo favorito—. Me encargó que la disculpara, pero con el recién nacido…
—Claro —asintió ella, comprensiva.
Abraham sabía que ella prefería la compañía de los hombres; rara vez llevaba a su esposa, aun cuando se la invitara. Centaine se volvió hacia otro personaje, alto y de hombros caídos, que rondaba la puerta de la plataforma.
—Doctor Twentyman-Jones —saludó, tendiéndole las manos.
—Señora Courtney —murmuró él, con su tono de sepulturero. Centaine exhibió su sonrisa más radiante. Era su propio juego, tratar de inducirle siquiera a una leve muestra de placer. Una vez más, perdió. El aire lúgubre de aquel hombre se acentuó hasta parecer un sabueso de luto.
Su relación con Centaine era casi tan antigua como la de Abraham. Había sido ingeniero asesor de la compañía diamantífera De Beers, pero en 1919 evaluó y puso en funcionamiento la Mina H’ani. A Centaine le Llevó casi cinco años de persuasivo encanto lograr que aceptara el cargo de ingeniero residente de su mina. Era, probablemente, el mejor especialista en diamantes de toda África del Sur, lo cual le convertía en el mejor del mundo.
Ella les condujo al salón y alejó con un gesto al sirviente.
—¿Una copa de champán, Abraham? —Sirvió la bebida con sus propias manos—. Y usted, doctor Twentyman-Jones, ¿un poco de Madeira?
—Usted no olvida nada, señora Courtney —admitió él, con aire desdeñoso, al aceptar la copa.
Entre ellos, el trato era siempre con títulos y apellidos, aunque su amistad había soportado todo tipo de pruebas.
—A la salud de ustedes, caballeros —brindó Centaine. Después de beber, miró hacia la puerta más alejada. Tras una señal, entró Shasa por ella. La madre le observó con espíritu critico, mientras él estrechaba la mano a cada uno de los invitados. Se conducía con la deferencia impuesta por la edad; no dio muestras de azoramiento cuando Abraham le abrazó con un exceso de efusividad; devolvió el saludo de Twentyman-Jones con una solemnidad equivalente. Centaine hizo un pequeño gesto de aprobación y tomó asiento detrás de su escritorio. Era su modo de indicar que las gentilezas habían terminado y podían dedicarse a los negocios. Los dos hombres se apresuraron a instalarse en las sillas Art Déco, elegantes pero incómodas, y se inclinaron hacia ella con mucha atención.
—Por fin ha ocurrido —dijo Centaine—. Nos redujeron la cuota. Los dos se echaron hacia atrás, intercambiando una breve mirada antes de volverse hacia Centaine.
—Hace casi un año que esperábamos eso —señaló Abraham.
—Lo cual no hace más agradable el hecho —repuso Centaine, ásperamente.
—¿En cuánto? —preguntó Twentyman-Jones.
—Cuarenta por ciento —fue la respuesta.
El ingeniero pareció a punto de estallar en lágrimas.
Cada uno de los productores independientes tenía una cuota estipulada por la Organización Central de Ventas. El acuerdo era informal y, probablemente, carecía de legalidad, pero lo respetaban rigurosamente; ninguno de los productores particulares había tenido nunca la temeridad de cuestionar la legalidad del sistema ni la porción de mercado que se les asignaba.
—¡Cuarenta por ciento! —estalló Abraham—. ¡Es inicuo!
—Aguda observación, querido Abe, pero no demasiado útil a estas alturas. —Centaine miró a Twentyman-Jones.
—¿Sin cambio en las categorías? —preguntó él.
Las cuotas se dividían de acuerdo con los diferentes tipos de piedras, según el peso en quilates, en una escala que iba desde los oscuros diamantes industriales a las gemas de mejor calidad, y por tamaños, desde los diminutos cristales de diez puntos hasta los más valiosos.
—Los porcentajes son los mismos —añadió ella.
El ingeniero se derrumbó en su asiento, sacó un cuaderno del bolsillo interior e inició una serie de rápidos cálculos. Centaine se dirigió a Shasa, que estaba detrás de ella, recostado contra la mampara de madera.
—¿Sabes de qué estamos hablando?
—¿Lo de la cuota? Sí, creo que sí, Mater.
—Si no comprendes, pregunta —ordenó ella, bruscamente, antes de volver su atención a Twentyman-Jones.
—¿No podría pedir un diez por ciento de incremento en el extremo superior? —preguntó él.
La mujer sacudió la cabeza.
—Ya lo he hecho y me lo denegaron. De Beers, en su infinita compasión, señala que la mayor caída en la demanda es, justamente, la del extremo superior, en el plano de los diamantes para joyería. Él volvió a su cuaderno. Todos escucharon el rasgueo de su lápiz sobre el papel hasta que levantó la vista.
—¿Podemos resarcirnos? —preguntó Centaine en voz baja. Twentyman-Jones parecía mejor dispuesto a pegarse un tiro que a responder.
—A duras penas —susurró. Tendremos que despedir gente y recortar gastos, pero salvaremos los costes y hasta es posible que obtengamos alguna ganancia, según los precios mínimos que ponga De Beers. Pero temo que se quedarán con lo mejor, señora Courtney.
Centaine se sintió trémula de alivio. Retiró las manos de la mesa, las puso en el regazo, para que los otros no se dieran cuenta, y guardó silencio durante unos segundos. Por fin carraspeó, para que no le temblara la voz.
—La fecha en que se hará efectiva la nueva cuota es el primero de marzo. Eso significa que aún podemos entregar una carga entera. Ya sabe qué hacer, doctor Twentyman-Jones.
—Llenaremos el paquete de endulzantes, señora Courtney.
—¿Qué son los endulzantes, doctor Twentyman-Jones? —Shasa hablaba por primera vez.
El ingeniero se volvió hacia él, muy serio.
Cuando extraemos un buen número de diamantes excelentes, en un mismo periodo de producción, reservamos algunos de los mejores; se guardan para incluirlos en una carga futura que resulte de inferior calidad. Tenemos una reserva de estas piedras de alta calidad; ahora la entregaremos a la Organización Central de Ventas, mientras exista la oportunidad.
—Comprendo —asintió Shasa—. Gracias, doctor. —Encantado de serle útil, señorito Shasa.
Centaine se levantó.
—Ahora podemos pasar a cenar.
Y el sirviente de chaqueta blanca abrió las puertas corredizas que daban al comedor, donde la mesa larga relucía de plata y cristal. En los floreros antiguos, las rosas amarillas se erguían muy altas.
A kilómetro y medio del vagón privado, dos hombres se encorvaban sobre una hoguera humeante, contemplando la papilla de maíz que burbujeaba en la olla. Hablaban de caballos. Todo el plan giraba alrededor de estos animales. Necesitaban quince por lo menos y debían ser fuertes, acostumbrados al desierto.
—El hombre de que hablo es un buen amigo —dijo Lothar.
—Ni el mejor amigo del mundo te prestará quince buenos caballos. No podemos arreglarnos con menos de quince y no los comprarás con cien libras.
Lothar chupó la pipa maloliente, que emitió un gorgoteo repugnante. Escupió en el fuego el jugo amarillo.
—Daría cien libras por un buen puro —murmuró.
—Pues no serán las cien mías —protestó Hendrick.
—Es más fácil conseguir hombres que caballos. —Hendrick sonrió. En estos tiempos se puede comprar un buen hombre por el precio de una comida, y a la esposa por el del postre. Ya les he enviado un mensaje para que nos esperen en la Hoya del Caballo Salvaje.
Ambos levantaron la mirada. Manfred emergió de la oscuridad. Lothar, al ver su expresión, se apresuró a guardar el cuaderno en el bolsillo y se levantó.
—Papá, tienes que venir. ¡Pronto!
—¿Qué pasa, Manie?
—La madre de Sara y los pequeños. Están todos enfermos. Les dije que tú irías a verles, papá.
Lothar tenía fama de curar a seres humanos y animales de cualquier enfermedad, desde heridas de bala hasta sarampiones.
La familia de Sara vivía bajo una desgarrada lámina de lona alquitranada, próxima al centro del campamento. La mujer yacía tendida bajo una manta grasienta, con los dos niños pequeños a su lado. No debía de tener más de treinta años, pero las preocupaciones, el trabajo duro y la mala alimentación la habían encanecido y prematuramente arrugado, convirtiéndola en una anciana. Carecía de la mayor parte de los dientes superiores, de tal manera que la cara parecía haberse hundido.
Sara estaba arrodillada a su lado; con un harapo húmedo trataba de refrescarle la cara arrebatada. La mujer sacudía la cabeza de un lado a otro y murmuraba, delirante.
Lothar se arrodilló del otro lado, frente a la niña.
—¿Dónde está tu papá, Sara? Debería estar aquí.
—Fue a buscar trabajo a las minas —susurró ella.
—¿Cuándo?
—Hace mucho. —Y prosiguió, con lealtad—. Pero mandará a buscarnos y viviremos todos en una casa bonita…
—¿Cuánto hace que tu mamá está enferma?
—Desde anoche. Sara trató nuevamente de ponerle el trapo en la frente, pero ella lo apartó con debilidad.
—¿Y los pequeños? —Lothar estudiaba sus caritas hinchadas.
—Desde la mañana.
El hombre apartó la manta. El hedor de heces líquidas era denso y sofocante.
—Traté de limpiarlo —susurró la niña, a la defensiva—, pero se vuelve a ensuciar. No sé qué hacer.
Lothar levantó el vestido sucio de la pequeña. Su vientrecito abultado indicaba desnutrición; su piel tenía la blancura de la tiza y estaba cubierta de un sarpullido carmesí. Lothar, involuntariamente, apartó las manos con un movimiento brusco.
—Manfred —barbotó ásperamente— ¿has tocado a alguno de ellos?
—Si, papá. Ayudé a limpiarlos.
—Ve con Hendrick —ordenó el padre—. Dile que nos vamos inmediatamente. Tenemos que salir de aquí.
—¿Qué pasa, papá? —Manfred se demoraba.
—Haz lo que te digo —se enfureció Lothar.
Cuando Manfred se perdió en la oscuridad, preguntó a la niña:
—¿Vosotros hervís el agua para beber?
Ella sacudió la cabeza.
“Siempre pasa igual”, se dijo él. “Los campesinos sencillos, que han pasado toda la vida lejos de las poblaciones, están habituados a beber el agua pura de las vertientes y a defecar en la pradera abierta. No comprenden los riesgos de vivir amontonados unos con otros.”
¿Qué pasa, Oom? —preguntó Sara, en voz baja—. ¿Qué tienen?
—Fiebre entérica. —Lothar vio que eso no significaba nada para la niña—. Tifus —aclaró.
—¿Es grave? —volvió a preguntar ella, indefensa.
El visitante no se atrevió a mirarla de frente. Observó otra vez a los dos niños. La fiebre los había consumido y estaban deshidratados por la diarrea. Ya era demasiado tarde. La madre podía tener una oportunidad, pero también estaba muy débil.
—Sí —dijo—, es grave.
El tifus se extendería por el campamento como el fuego en la pradera reseca del invierno. Existía una posibilidad real de que Manfred se hubiera contagiado. Al pensarlo se levantó rápidamente, alejándose de aquellas esterillas malolientes.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Sara.
—Dales mucha agua para beber, pero no dejes de hervirla.
Lothar retrocedió. Había visto la fiebre tifoidea en los campos de concentración ingleses, durante la guerra; las cifras de las víctimas eran más terribles que las de los campos de batalla. Tenía que sacar a Manfred de allí.
—¿Tiene algún remedio para esto, Oom? —Sara le seguía—, no quiero que mi mamá muera. No quiero que mi hermanita… Si puede darme algún remedio…
Luchaba por contener las lágrimas, desconcertada y temerosa, depositando en él una patética confianza. Lothar sólo estaba obligado a cuidar de los suyos, pero aquella pequeña demostración de coraje le destrozó el alma. Habría querido decirle: “No hay remedio para ellos. No hay nada que se pueda hacer. Están en manos de Dios.”
Pero Sara lo seguía. Le cogió la mano y tiró desesperadamente de él tratando de llevarlo otra vez al cobertizo donde agonizaban la mujer y sus dos hijos.
—Ayúdeme, Dom. Ayúdeme a atenderlos.
El contacto con la niña hizo que a Lothar se le erizara el vello. Ya imaginaba la detestable infección transferida por aquella piel suave y cálida. Tenía que salir de allí.
—Quédate —le indicó, tratando de disimular su asco—. Dales agua para beber. Iré a buscar medicinas.
—¿Cuándo volverá?
Le miraba de frente, confiada. Lothar reunió todas sus fuerzas para mentir.
—Volveré en cuanto pueda —prometió, mientras se desasía con suavidad—. Dales agua.
Y le volvió la espalda.
—Gracias —exclamó ella, a sus espaldas—. Que Dios le bendiga. Es un hombre bueno, Dom.
Lothar no pudo responder. Ni siquiera pudo volver la cabeza. En cambio apuró el paso para cruzar el campamento a oscuras. En ese instante, al escuchar con atención, percibió otros pequeños ruidos provenientes de las chozas por las que pasaba; el llanto febril e inquieto de una criatura, los jadeos y los gemidos de una mujer atacada por terribles calambres abdominales de la fiebre entérica, los murmullos preocupados de quienes les atendían.
Desde una choza de papel alquitranado emergió una figura delgada y oscura que le sujetó del brazo. Lothar no pudo distinguir si era hombre o mujer hasta que logró oír su voz de falsete, resquebrajada y casi demencial.
—¿Es médico? Necesito un médico.
Lothar se desprendió de aquella garra y echó a correr.
Swart Hendrick lo esperaba. Ya tenía la mochila al hombro y esparcía arena para apagar las brasas de la fogata. Manfred se arrodilló a un lado, bajo el espino.
—Tifus —dijo, pronunciando la temible palabra—. Está en todo el campamento.
Hendrick se quedó petrificado. Lothar le había visto aguardar el ataque de un elefante herido, pero en ese momento estaba asustado. Se advertía por el modo en que se erguía su gran cabeza negra; el miedo se olía en él. Era un olor extraño, como el de las cobras del desierto cuando se las excita.
—Vamos, Manfred. Salgamos de aquí.
—¿Adónde iremos, papá? —Manfred seguía de rodillas.
—Lejos de aquí. Lejos de la ciudad y de esta plaga.
—¿Y Sara? —Manfred hundió la cabeza entre los hombros, en un gesto de tozudez que el padre conocía bien.
—Ella no tiene nada que ver con nosotros. No hay nada que podamos hacer.
—Va a morir… como su mamá y sus hermanitos. —Manfred levantó la mirada hacia su padre—. Va a morir, ¿verdad?
—Levántate —bramó Lothar. La culpabilidad le volvía feroz—. Nos vamos.
Hizo un gesto autoritario. Hendrick se inclinó para mover a Manfred.
—Vamos, Manie, obedece a tu padre.
Y siguió a Lothar, llevando al niño de un brazo.
Cuando cruzaron el terraplén de las vías, Manfred dejó de resistirse. Hendrick le soltó y el niño les siguió, obediente. Al cabo de una hora llegaron a la carretera principal, un río de plata polvorienta que, a la luz de la luna, corría hacia el paso de las colinas. Lothar se detuvo.
—¿Vamos a buscar los caballos? —preguntó Hendrick.
—Sí, ése es el próximo paso.
Pero Lothar mantenía la cabeza vuelta hacia atrás. Todos guardaron silencio, mirándole.
—No podía correr el riesgo de que Manfred enfermara —explicó. No hubo respuesta.
—Tendremos que seguir con los preparativos. Los caballos. Hay que conseguir caballos… —De pronto, Lothar arrebató la mochila que Hendrick llevaba al hombro y la arrojó al suelo. Después de desgarrarla furiosamente sacó un pequeño envoltorio de lona, donde guardaba sus instrumentos de cirugía y una provisión de medicinas.
—Llévate a Manie —ordenó a Hendrick—. Espérame en la garganta del río Gamas, en el mismo sitio donde acampamos al marchar desde Usakos. ¿Lo recuerdas?
El negro asintió.
—¿Cuánto tardarás en volver?
—Tanto como tarden ellos en morir —dijo Lothar. Se levantó y miró a Manfred—. Haz lo que Hendrick te mande —ordenó.
—¿No puedo acompañarte, papá?
Lothar no se molestó en contestar. Giró en redondo y se fue a grandes pasos entre los arbustos alumbrados por la luna. Lo siguieron con la mirada hasta que desapareció. Entonces Hendrick cayó de rodillas y volvió a cargar la mochila.
Sara, de rodillas junto al fuego, con las faldas recogidas hasta los flacos muslos, entrecerraba los ojos para defenderlos del humo, mientras esperaba que hirviera la lata ennegrecida por el hollín.
Al levantarla vista vio a Lothar en el círculo de luz. Le miró fijamente. De improviso, sus facciones pálidas y delicadas parecieron contraerse. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, brillantes a la luz de las llamas.
—Pensé que no iba a volver —susurró—. Pensé que se había marchado.
Lothar sacudió la cabeza abruptamente, demasiado furioso contra su propia debilidad; no se atrevía a hablar. En cambio, se arrodilló frente al fuego y extendió su rollo de lona. El contenido era tremendamente inadecuado; podía extraer un diente cariado, perforar una ampolla o una picadura de serpiente, ajustar un miembro roto: pero para tratar la diarrea entérica no había casi nada. Midió una cucharada del famoso medicamento de Chamberlain para la diarrea, lo echó en una jarra de lata y lo llenó de agua caliente.
—Ayúdame —le ordenó a Sara.
Entre los dos incorporaron a la pequeña. No pesaba casi nada; se podían tocar todos los huesos de su cuerpecito, como el de un pichón sin plumas, recién salido del nido. No había esperanzas. “Morirá antes de la mañana”, pensó, mientras le acercaba el jarrito a los labios.
La niña no duró tanto; se fue silenciosamente, pocas horas antes del amanecer. El momento de la muerte fue bastante impreciso; Lothar sólo estuvo seguro de que todo había terminado cuando, al buscar el pulso en la carótida, sintió en la carne consumida el frío de la eternidad.
El niño resistió hasta mediodía y murió con tan poco alboroto como su hermana. Lothar los envolvió en la misma manta gris, llena de excrementos, y los llevó en brazos a la tumba común que ya se había excavado en las orillas del campamento. Formaban un pequeño bulto solitario sobre el fondo arenoso de la excavación cuadrada, al final de una hilera compuesta por cuerpos más grandes.
La madre de Sara luchaba por vivir.
“Sólo Dios sabe para qué quiere seguir viviendo”, pensó Lothar; “este mundo no le ofrece gran cosa.” Pero la mujer gemía, agitaba la cabeza y lanzaba gritos delirantes, provocados por la fiebre. Lothar comenzó a odiarla por esa terca insistencia en sobrevivir, que le impedía alejarse del colchón maloliente, obligándole a compartir su degradación, a tocar su piel ardiente y a filtrar un poco de líquido en su boca desdentada.
Al anochecer pareció haber ganado. Su piel estaba más fresca; se le notaba más tranquila. Alargó débilmente una mano en busca de Sara y trató de hablar, mirándola a los ojos como si la reconociera; las palabras se le enredaban en el fondo de la garganta; un moco espeso y amarillo brotaba de las comisuras de su boca.
El esfuerzo fue excesivo. Cerró los ojos y se quedó dormida. Sara le limpió los labios, sosteniendo la mano flaca y huesuda, con las venas azules hinchadas bajo la fina piel.
Una hora después, la mujer se incorporó bruscamente y dijo, con toda claridad:
—Sara, ¿dónde estás, criatura?
Luego cayó hacia atrás y se debatió en una larga agitación entrecortada. Su aliento se interrumpió en la mitad. El pecho huesudo se hundió gradualmente, y la carne colgó de su cara como el sebo de una vela caliente.
En ese momento, Sara acompañó a Lothar hasta la sepultura. El dejó a la mujer junto a los otros cadáveres y volvió con la niña a la choza.
Sara, inmóvil, observó cómo enrollaba la lona, con expresión desolada. Lothar se alejó cinco o seis pasos y volvió. La niña temblaba como un cachorro apaleado, pero no se movió.
—Está bien —suspiró, resignado—. Ven conmigo.
Ella corrió a su lado.
—No le daré ningún problema —balbuceó, casi histérica de alivio—. Le ayudaré. Sé cocinar, coser, lavar… No le causaré ningún problema.
—¿Qué vas a hacer con ella? —preguntó Hendrick—. No puede quedarse con nosotros. Lo que vamos a hacer es imposible con una criatura de su edad.
—No podía dejarla allí —se defendió Lothar—, en ese campamento de la muerte.
—Habría sido mejor para nosotros. —Hendrick se encogió de hombros—. Pero ahora, ¿qué hacemos?
Habían salido del campamento instalado en el fondo de la garganta para trepar hasta la cima de la pared rocosa. Los niños permanecieron abajo, en el banco de arena, a orillas del único charco de agua estancada, ya verde.
Se sentaron juntos, en cuclillas; Manfred sostenía el pez con la mano derecha. Los hombres le vieron echarse hacia atrás y apresar al animal con ambas manos. Sara se levantó de un salto; sus chillidos entusiastas Llegaron hasta los hombres, mientras Manfred sacaba del agua verde un bagre negro, resbaladizo, que se retorcía. Quedó agitándose en la arena, reluciente y húmedo.
—Ya pensaré qué hacer con ella —dijo Lothar.
Pero Hendrick le interrumpió.
—Que sea pronto. Con cada día que perdemos, los abrevaderos del norte se van secando, y todavía no tenemos siquiera los caballos.
Lothar, pensativo, llenó su pipa de arcilla con tabaco fresco. Hendrick tenía razón: la niña lo complicaba todo. Había que deshacerse de ella como fuese. De pronto levantó la vista sonriente.
—Mi prima —dijo.
Hendrick quedó intrigado.
—No sabía que tuvieras una prima.
—Casi todos perecieron en los campamentos, pero Trudi sobrevivió. —¿Y dónde está esa querida prima tuya?
—Vive al norte, en la carretera que seguimos. No perderemos tiempo si le dejamos a la cría.
—No quiero ir —susurró Sara, angustiada—. No conozco a tu tía. Quiero quedarme contigo.
—Calla —le advirtió Manfred—. Vas a despertar a papá y a Henny.
La estrechó, tocándole los labios para silenciarla. El fuego se había apagado y ya no había luna. Sólo iluminaban las estrellas del desierto, grandes velas contra el telón aterciopelado del negro firmamento. Sara habló en voz tan baja que él apenas pudo entender sus palabras, aunque los labios de la niña se encontraban a pocos centímetros de su oído.
—Eres el único amigo que he tenido nunca —dijo—, y ¿quién me enseñará a leer y a escribir?
Manfred sintió que esas palabras le conferían un enorme peso de responsabilidad. Hasta ese momento había experimentado hacia ella sentimientos ambiguos. Tampoco él había conocido amigos de su misma edad, ni asistido a una escuela, ni vivido en una ciudad. Su único maestro había sido su padre. Vivía desde siempre entre hombres adultos: su padre, Hendrick, los rudos miembros del campamento y la flota pesquera. Nunca había habido una mujer que le acariciara o le tratara con cariño.
Ella había sido su primera compañía femenina, aunque su debilidad y sus tonterías le irritaran. Era preciso esperarla cuando subían las colinas; Lloraba cuando él remataba a los bagres o cuando retorcía el cuello de alguna perdiz. Sin embargo, sabía hacerle reír. A Manfred le gustaba su voz cuando cantaba; era aguda, pero dulce y melodiosa. Y además, aunque su admiración era, a veces, sofocante y excesiva, experimentaba un inexplicable bienestar cuando estaba con ella. Era rápida para aprender; en esos pocos días había aprendido de memoria el abecedario y las tablas de multiplicar, del dos al diez.
Habría sido mucho mejor si ella hubiese sido varón, pero había algo más: le intrigaba la suavidad de su pelo, el olor de su piel. Tenía cabellos tan finos y sedosos… A veces él tocaba su cabellera como por casualidad; ella quedaba petrificada, muy quieta bajo sus dedos, hasta que él, azorado, dejaba caer la mano, lleno de timidez.
De vez en cuando frotaba su cuerpo contra él, igual que un gato afectuoso, y el placer extraño que eso provocaba en el niño no guardaba ninguna proporción con ese breve contacto. Cuando dormían bajo la misma manta, Shasa se despertaba en la noche para escuchar la respiración de la niña; su pelo le hacía cosquillas en la cara.
La carretera de Okahandja era larga y polvorienta. Llevaban ya cinco días de marcha. Viajaban sólo en las primeras horas de la mañana y al caer el sol. A mediodía, los hombres descansaban a la sombra, mientras los dos niños escapaban para conversar, instalar trampas o repasar las lecciones de Sara. No jugaban con la fantasía, como otros niños de su edad; la vida de ambos estaba demasiado inserta en la dura realidad. Entonces, un nuevo problema se cernía sobre ellos: la amenaza de una separación, que cobraba más peso con cada kilómetro recorrido. Manfred no encontró palabras para consolarla; esa declaración de amistad aumentaba su propia pérdida. La niña se acurrucó contra él, bajo la única manta; era sorprendente que su cuerpo, endeble y frágil, pudiera irradiar tanto calor. Manfred, con torpeza, rodeó con un brazo los hombros delicados. ¡Qué suave era su pelo contra la mejilla!
—Volveré por ti.
No había pensado decirlo. Ni siquiera se le había ocurrido la idea hasta ese momento.
—Prométemelo. —Ella cambió de posición para acercarle los labios al oído—. Prométeme que irás a buscarme.
—Prometo que iré a buscarte —repitió él, solemne, horrorizado por lo que estaba haciendo. No tenía control alguno sobre su futuro; no podía estar seguro de respetar una promesa como la que acababa de pronunciar.
—¿Cuándo? —exigió ella con nerviosismo.
—Tenemos algo que hacer. —Manfred no conocía los detalles de lo que su padre y Henny planeaban; sólo sabía que se trataba de algo difícil y quizá peligroso—. Algo importante. No, no puedo contártelo. Pero cuando terminemos iremos a buscarte.
Eso pareció dejarla satisfecha. Suspiró, y él sintió que la tensión abandonaba sus miembros. Todo su cuerpo se relajó por el sueño, hasta que su voz se redujo a un murmullo grave.
—Eres mi amigo, ¿verdad, Manie?
—Si, soy tu amigo.
—¿Mi mejor amigo?
—Sí, tu mejor amigo.
Ella volvió a suspirar y se quedó dormida. Manfred acarició su pelo, tan suave y esponjoso al tacto, que la melancolía ante la separación inminente se apoderó de él. Tuvo ganas de llorar, pero eso era cosa de mujeres.
A la tarde siguiente avanzaron, hundidos hasta los tobillos en el polvo blanco y harinoso, hasta cubrir otro repliegue de la ondulante planicie. Cuando los niños alcanzaron a Lothar en la cima, él señaló hacia delante sin pronunciar palabra. Los tejados de hierro, en la pequeña ciudad fronteriza de Okahandja, brillaban a la luz del sol poniente como espejos. En el centro se veía la cúpula de la única iglesia. También revestida de hierro corrugado, superaba apenas la altura de los árboles que la rodeaban.
—Llegaremos cuando vaya a oscurecer.
Lothar se pasó la mochila al otro hombro, mirando a la niña. Su pelo rubio estaba aplastado por el polvo y el sudor, pegado a la frente y a las mejillas; las trencitas claras, descuidadas y descoloridas por el sol, aparecían derechas como cuernos detrás de las orejas. El sol la había bronceado tanto que, de no ser por el pelo rubio, se la habría podido tomar por una niña nama. Vestía con la misma sencillez, y los pies descalzos estaban blancos de polvo.
Lothar pensó comprarle zapatos y un vestido nuevo en alguna de los pocas tiendas que había junto a la carretera, pero en cada oportunidad descartó la idea; el gasto podía valer la pena, pero si su prima rechazaba a la criatura… No quiso seguir pensando. La limpiaría un poco en el pozo de agua que proveía a la ciudad.
—La señora con quien vas a vivir es Mevrou Trudi Bierman, una señora muy amable y religiosa.
Lothar tenía poco en común con su prima. Hacía trece años que no la veía.
—Está casada con el ministro de la Iglesia Holandesa Reformada de aquí, en Okahandja. El también es un buen hombre, temeroso de Dios, tienen hijos de tu edad. Serás muy feliz con ellos.
—¿Me enseñará él a leer, como Manie?
—Por supuesto. —Lothar estaba dispuesto a asegurarle cualquier cosa, con tal de deshacerse de ella—. Enseña a sus propios hijos, y tú serás una más.
—¿No podría Manie quedarse conmigo?
—Manie tiene que acompañarme.
—Por favor, ¿no puedo acompañarles yo también?
—No, no puedes… y no quiero seguir hablando de eso.
En el depósito de la bomba, Sara se lavó las piernas y los brazos; también se mojó el pelo antes de volver a trenzarlo.
—Estoy lista —dijo a Lothar, por fin.
Le temblaban los labios ante aquella mirada inquisidora. Era una pilluela sucia, una carga, pero de algún modo había llegado a inspirarle cariño. Lothar no podía sino admirarla por su espíritu y su valor. De pronto se descubrió preguntándose si no había otra solución, aparte de la de abandonar a la niña. Le costó descartar la idea y endurecerse para obrar como debía.
—Ven, entonces. —La tomó de la mano y se volvió hacia Manfred—. Espera aquí, con Henny.
—Por favor, deja que te acompañe, papá —dijo Manfred—. Sólo hasta el portón, para despedirme de Sara.
Lothar agitó una mano y accedió, malhumorado.
—Está bien, pero no abras la boca y no olvides los buenos modales.
Les llevó por una estrecha senda que había tras la hilera de cabañas, hasta que Llegaron al portón trasero de una casa grande, edificada detrás de la iglesia. Sin duda era la casa del pastor. En un cuarto posterior ardía una luz, la fuerte luminosidad de una lámpara Petromax; insectos y polillas tamborileaban contra el alambre tejido que cubría la puerta del fondo.
Las voces entonaban un lastimero cántico religioso que llegó hasta ellos, mientras se acercaban por el sendero de la cocina. Cuando llegaron al enrejado, vieron a toda una familia en la cocina iluminada. Cantaban juntos, sentados a una larga mesa de trabajo.
Lothar llamó a la puerta y el himno se extinguió. Un hombre se levantó de la mesa para acercarse. Vestía un traje negro, raído y abolsado por los codos y las rodillas, pero tirante a la altura de los anchos hombros. Tenía un pelo abundante y gris que le llegaba hasta los hombros y que había cubierto el paño oscuro de una nevada de caspa.
—¿Quién es? —preguntó, con voz estudiada para que se oyera desde el púlpito.
Abrió de par en par y miró hacia la oscuridad. Tenía la frente amplia e inteligente, con un saliente pico de pelo que acentuaba su extensión; sus ojos estaban hundidos y eran ardientes como los de un profeta del Antiguo Testamento.
¡Tú!
Reconoció a Lothar de inmediato, pero no intentó ningún saludo. Miró hacia atrás, sobre su hombro, anunciando:
—Mevrou, es su impío primo, que ha salido de la espesura, como Caín.
Una mujer rubia se levantó de la mesa, acallando a los niños y haciéndoles señas para que permanecieran en sus asientos. Era casi tan alta como su marido, ya cuarentona y entrada en carnes, de cutis rubicundo y trenzas alrededor de la coronilla, a la manera alemana. Cruzó los gruesos brazos color crema sobre el pecho abultado e informe, y preguntó:
—¿Qué quieres de nosotros, Lothar De La Rey? Esta casa es el hogar de personas cristianas y temerosas de Dios; no queremos saber nada de tus caprichos y tu conducta salvaje.
Se calló al ver a los niños; los observó con interés.
—Hola, Trudi. —Lothar adelantó a Sara hacia la luz—. Tantos años sin vernos… Pareces estar bien y contenta.
—Estoy contenta por amor a Dios —dijo su prima—. Pero sabes que rara vez estoy bien.
Mientras ella ponía cara de sufrimiento, Lothar se apresuró a continuar:
—Vengo a ofrecerte otra posibilidad de servir a Dios cristianamente. —Empujó un poco a Sara—. Esta pobre huerfanita… está desamparada. Necesita un hogar. Tú podrías recogerla, Trudi, y Dios te amaría por eso.
—Es otra de tus… —La prima echó una mirada a la cocina, donde sus dos hijas escuchaban con mucho interés, y bajó la voz para completar, silbando—: ¿Otra de tus bastardas?
—Su familia murió en la epidemia de tifus.
—Fue un error; —de inmediato se la vio retroceder ante la niña—. Eso pasó hace varias semanas. Ella está sana.
Trudi se relajó un poco. Lothar prosiguió rápidamente:
—Yo no puedo cuidar de ella. Estamos de viaje. Necesita los cuidados de una mujer.
—Ya tenemos demasiadas bocas que… —comenzó ella. Pero el marido la interrumpió.
—Ven aquí, hija —bramó.
Lothar impulsó a Sara hacia él.
—¿Cómo te llamas?
—Sara Bester, Qom.
—¿Conque eres del Volk? —preguntó el alto dómine—. ¿De auténtica sangre afrikáner?
Sara asintió, insegura.
—Tu difunta madre y tu padre ¿estaban casados por la Iglesia Reformada? —Ella volvió a asentir—: ¿Y crees en el Dios de Israel?
—Mi madre me enseñó —susurró la niña.
—En ese caso no podemos rechazar a la criatura —dijo él a su esposa—. Tráigala, mujer. Dios nos ayudará. Dios siempre mira por su pueblo elegido.
Trudi Bierman, con un suspiro teatral, cogió a Sara del brazo.
—Qué flaca… Y mugrienta como una chiquilla nama.
—Y tú, Lothar De La Rey. —El dómine le señaló con un dedo afilado—. ¿Dios misericordioso no te ha señalado aún lo erróneo de tus costumbres? ¿No ha puesto tus pies en el sendero del bien?
—Todavía no, querido primo.
Lothar retrocedió, alejándose de la puerta, sin disimular su alivio. La atención del pastor se desvió hacia el niño, que estaba detrás de él. ¿Quién es ése?
—Manfred, mi hijo.
Lothar puso un brazo protector sobre el hombro del chiquillo. El dómine se acercó más y se inclinó para estudiar su cara con atención. Su gran barba oscura se erizó; sus ojos parecían salvajes fanáticos, pero Manfred le sostuvo la mirada y los vio cambiar. Se volvieron más cálidos, se aclararon con el brillo del buen humor y la compasión.
—¿Te asusto, Jong? —dijo, con voz dulcificada.
Manfred sacudió la cabeza.
—No, Oommi. Al menos, no mucho.
El pastor rió entre dientes.
—¿Quién te enseña la Biblia, Jong? —Utilizaba la expresión que significa “joven” o “mozo”.
—Mi padre, Oom.
—Entonces, que Dios tenga piedad de tu alma. —Se irguió, apuntando la barba hacia Lothar—. Preferiría que dejaras al niño antes que a la mujercita —dijo, y Lothar ciñó su brazo a los hombros de Manfred—. Es un joven bien parecido, y necesitamos hombres buenos al servicio de Dios y del Volk.
—Le cuido muy bien.
Lothar no podía disimular su agitación. El pastor miró a Manfred.
—Creo, Jong, que tú y yo estamos destinados por Dios Todopoderoso a encontrarnos otra vez. Cuando tu padre se ahogue, sea devorado por los leones, ahorcado por los ingleses, o castigado de cualquier otro modo por el Dios de Israel, vuelve a esta casa. ¿Me oyes, Jong? Te necesito, el Volk te necesita, Dios te necesita. Me llamo Tromp Bierman, la Trompeta del Señor. ¡Vuelve a esta casa!
Manfred asintió.
—Volveré para visitar a Sara. Se lo prometí.
Al oír esto, la niña perdió valor y, sollozando, trató de liberarse de Trudi.
—Basta ya, hija. —Trudi Bierman la sacudió, irritada—. Deja de gimotear. Sara se tragó el sollozo siguiente. Lothar apartó a Manfred de la puerta.
—La niña es trabajadora y voluntariosa, prima. No lamentarás esta obra de caridad —aseguró.
—Ya veremos —murmuró la prima, dubitativa, mientras él se alejaba por el sendero.
—Recuerda las palabras del Señor, Lothar De La Rey —tronó tras ellos la Trompeta del Señor—. “Yo soy la luz y el camino. Quién crea en mí…”
Manfred se retorció bajo el brazo de su padre para mirar hacia atrás. La figura alta y flaca del pastor llenaba casi por entero la altura de la puerta, pero la carita de Sara asomaba a la altura de su talle. A la luz de la lámpara, tenía la blancura de la porcelana fina y las lágrimas la hacían brillar.
En el lugar de la cita los esperaban cuatro hombres. Durante los años desesperados en que lucharon juntos como guerrilleros, había sido necesario que todos conocieran los sitios de reagrupamiento. Cuando se separaban en las batallas contra las tropas de la Unión, se dispersaban en la pradera y, días después, volvían a reunirse en uno de los lugares seguros.
En esos sitios había siempre agua: una vertiente en la grieta rocosa de una colina, un pozo de los pigmeos o un lecho seco, donde se podía cavar hasta hallar el precioso elemento. Se escogían los que proporcionaban una buena visión panorámica, de tal modo que el enemigo, si les seguía, no pudiera atraparles por sorpresa. Además, había siempre pastura para los caballos y abrigo para los hombres; en cada punto habían dejado depósitos de provisiones.
El sitio que Lothar había elegido para esa reunión contaba con una ventaja adicional: estaba en las colinas, a pocos kilómetros de un próspero ganadero alemán, buen amigo de su familia y simpatizante con la causa; se podía contar con que toleraría la presencia del grupo en sus tierras.
Lothar entró en las colinas por el lecho seco que zigzagueaba por ellas como una serpiente herida. Caminaba a terreno abierto, para que sus hombres pudieran verlo desde lejos. Cuando aún estaban a tres kilómetros del sitio indicado, una diminuta silueta apareció delante, en la cresta rocosa, agitando los brazos en señal de bienvenida. Pronto se le unieron los otros tres para correr colina abajo, al encuentro de Lothar y sus compañeros. A la cabeza venía “Vark Jan”, “Cerdo John”, un viejo guerrero khoisan cuyas arrugadas facciones amarillas denunciaban su linaje mixto de llama, bergdama y, según sus jactanciosas reivindicaciones, auténticos bosquimanos. Por lo visto, la abuela había sido una esclava pigmea atrapada por los bóers en una de las últimas redadas de esclavos del siglo anterior. Pero él era famoso por sus mentiras y, con respecto a esa afirmación, las opiniones estaban divididas. Le seguía de cerca Klein Boy, hijo bastardo de Swart Hendrick con una mujer herera.
Este se acercó directamente a su padre y lo saludó con el tradicional y respetuoso palmoteo de manos. Era tan alto y corpulento como Hendrick, pero tenía las facciones más finas y los ojos oblicuos de la madre; su piel no era tan oscura; como la miel silvestre, cambiaba de color con el juego de la luz. Los dos habían trabajado como pescadores en Walvis Bay, y Hendrick les había enviado en busca de los otros hombres necesarios.
Hacia ellos se volvió Lothar inmediatamente. Hacía doce años que no les veía. Los recordaba feroces y combativos. “Mis perros de caza”, les llamaba con afecto y total falta de confianza. Pues, como perros salvajes, se habrían vuelto contra él para matarle a la primera señal de debilidad.
Les saludó por sus viejos apodos: “Patas”, al ovambo de piernas largas como las de una cigüeña; “Búfalo”, al que llevaba la cabeza hundida en el grueso cuello, como dicho animal. Se estrecharon las manos, las muñecas y las manos otra vez, en el saludo ritual que la banda reservaba para ocasiones especiales, después de largas separaciones o incursiones victoriosas. Al estudiarles, Lothar notó las alteraciones causadas por doce años de buena vida: estaban gordos, maduros y ablandados. Pero se consoló pensando que sus tareas no serían difíciles.
—¿Bueno! —exclamó, sonriente—. Les hemos arrancado de los gordos vientres de sus mujeres y de las jarras de cerveza. Ambos rugieron de risa.
—Vinimos en cuanto Klein Boy y Cerdo John nos mencionaron tu nombre —aseguraron.
—Por supuesto, vinieron sólo por el amor y la lealtad que me profesan… —El sarcasmo de Lothar era patente—… Tal como el buitre y el chacal acuden por amor a los muertos, no por el banquete.
Volvieron a reír. Cuánto habían extrañado el látigo de esa lengua.
—Cerdo John habló de oro —admitió Búfalo, entre sollozos de hilaridad—. Y Klein Boy insinuó que podía haber combates otra vez.
—Es triste, pero a mi edad sólo se puede dar placer a las esposas una o dos veces al día. En cambio, se puede combatir, disfrutar de las viejas compañías y asaltar día y noche infinitamente.
—Y la lealtad que te debemos es tan grande como el Kalahari —dijo Patas de Cigüeña.
Todos rieron a carcajadas y se palmearon las espaldas mutuamente. Aún estremecidos por alguna carcajada ocasional, abandonaron el lecho del río para trepar hasta el antiguo sitio de reunión. Era un bajo saliente rocoso, cuyo techo se hallaba ennegrecido por el hollín de incontables fogatas. La parte trasera estaba decorada con dibujos y diseños de color ocre, hechos por los pigmeos amarillos que habían utilizado ese refugio durante siglos, antes que ellos. Desde la entrada del albergue se veían ampliamente las planicies soleadas. Era casi imposible aproximarse a la colina sin ser visto.
Los cuatro primeros ya habían abierto el escondrijo. Era una grieta en la roca, algo más abajo por la ladera de la colina, que había sido cerrada con piedras y arcilla de la orilla. El contenido había resistido a los años mejor de lo que Lothar suponía. Naturalmente, los alimentos envasados y las municiones estaban guardados herméticamente; los máuseres, untados de densa grasa amarilla y envueltos en papel también engrasado. Todo estaba en perfectas condiciones. Hasta las sillas de montar y las ropas habían sido, en su mayor parte, preservadas gracias al seco aire del desierto.
Prepararon un banquete de carne frita y galleta marinera tostada. En otros tiempos habían detestado la monotonía de aquella comida, pero ahora les parecía deliciosa; evocaban otras comidas, en número incontable, de aquellos tiempos desesperados que el paso de los años volvía atractivos.
Después de comer, recogieron las sillas, las botas y la ropa, descartando las cosas dañadas por los insectos y los roedores o desecadas como pergamino. Se dedicaron a desarmar, zurcir y lustrar hasta que cada uno tuvo armas y un equipo completo.
Mientras todos trabajaban, Lothar recordó que había decenas de depósitos así por todo el páramo. En el norte, en la secreta base costera donde había equipado y provisto de combustible a los submarinos alemanes, aún debía de haber reservas por valor de miles de libras. Hasta entonces, a Lothar no se le había ocurrido recurrir a ellas; de algún modo, siempre habían sido una especie de fondo patriótico.
Sintió el cosquilleo de la tentación: “Tal vez, si fletara un barco en Walvis y navegara costa arriba…” De repente, con un súbito escalofrío recordó que jamás volvería a ver Walvis Bay ni la tierra donde se encontraba. No habría retorno después de lo que pensaban hacer.
Se levantó de un salto y caminó hasta la entrada del refugio rocoso. Mientras contemplaba la planicie rojiza y ardiente, con sus motas de espinos, tuvo una premonición sobre sufrimientos terribles y llenos de desdicha.
“¿Podría ser feliz en otra parte?”, se preguntó. “¿Lejos de esta tierra áspera y bella?” Su resolución se tambaleó. Giró en redondo y vio que Manfred le observaba con el entrecejo fruncido, preocupado. “¿Puedo decidir por mi hijo? ¿Puedo condenarlo a la vida de los exiliados?”
Apartó las dudas con esfuerzo, así como los caballos se espantan los tábanos, y llamó a Manfred. Lo llevó lejos del refugio y, cuando estuvieron donde los otros no pudieron oír, le contó lo que les esperaba, hablándole como a un igual.
—Todo lo que ganamos con nuestro trabajo nos ha sido robado, Manie. Aunque la ley no lo considere así, es un robo a los ojos de Dios y de la justicia natural. La Biblia nos otorga el derecho de venganza contra quienes nos engañan o nos traicionan: “Ojo por ojo, diente por diente.” Recobraremos lo que nos robaron. Pero la ley de los ingleses, Manie, nos considerará criminales. Tendremos que huir y ocultarnos; nos perseguirán como a animales salvajes. Sobreviviremos sólo a fuerza de coraje e ingenio.
Manfred se agitó con nerviosismo, observando a su padre con ojos brillantes. Todo eso sonaba romántico, excitante. Se sentía orgulloso de que su padre tuviera la confianza necesaria para discutir con él asuntos tan adultos.
—Iremos al norte. En Tanganika, en Nyasalandia y en Kenia hay buenas tierras de cultivo. Muchos de los nuestros están ya instalados allá. Claro que tendremos que cambiamos de nombre y no podremos regresar jamás, pero viviremos bien en otra tierra.
—¿No podremos volver jamás? —La expresión de Manfred había cambiado—. Pero ¿y Sara?
Lothar pasó por alto la pregunta.
—Tal vez podamos comprar un hermoso cafetal en Nyasalandia o en las pendientes inferiores del Kilimanjaro. Todavía hay mucha caza en las planicies de Serengeti, y podremos cazar, criar ganado.
Manfred escuchaba, obediente, pero su expresión se había oscurecido. ¿Cómo decirlo? ¿Cómo decir a su padre que no quería ir a una tierra extraña? Permaneció despierto mucho después de que los otros empezaron a roncar y el fuego se redujo a un rojo lecho de brasas. Pensaba en Sara recordando su carita pálida manchada de lágrimas, el cuerpecito flaco bajo la manta, junto a él. “Es la única amiga que he tenido nunca.”
Le volvió bruscamente a la realidad un ruido extraño y perturbador. Venía de la planicie, desde abajo, pero la distancia no restaba fuerza al sonido.
El padre tosió suavemente y se incorporó, dejando que la manta le cayera hasta la cintura. El espantoso ruido volvió a oírse, se hizo intolerable durante unos segundos y murió después en una serie de graves gruñidos, como el último coletazo de un monstruo estrangulado.
—¿Qué es eso, papá?
A Manfred se le había erizado el pelo de la nuca.
—Dicen que hasta el hombre más valiente siente miedo cuando oye ese grito por primera vez —le dijo el padre, en voz baja—. Es el rugido de un león del Kalahari que está hambriento y ha salido a cazar, hijo mío.
Al amanecer, cuando bajaron por la ladera hasta llegar a la planicie, Lothar, que llevaba la delantera, se detuvo abruptamente e hizo una seña a Manfred para que se acercara.
—Has oído su voz. Aquí tienes, ahora, la marca de sus patas. —Se inclinó para tocar una de las huellas; tenía el tamaño de un plato grande y se hundía profundamente en la blanda tierra amarilla.
—Es un viejo maanhar, un macho solitario, viejo y baldado. —Lothar trazó con un dedo el contorno de la marca. Manfred le vería hacer eso con frecuencia en los meses venideros, como si quisiera absorber algún secreto por la punta de los dedos—. Mira qué desgastadas tiene las plantas y cómo camina con el peso echado hacia atrás, cargado sobre los tobillos. Renquea de la pata delantera derecha. Ha de costarle conseguir comida; tal vez por eso se mantiene cerca del rancho. El ganado es más fácil de matar que los animales salvajes.
Lothar alargó la mano y arrancó algo de la rama inferior del espino.
—Mira, Manie —dijo, poniendo un mechón de áspero pelo rojizo en la palma del niño—, aquí te dejó un mechón de la melena.
Luego se incorporó para andar sobre el rastro, Lo siguió hacia abajo, hasta llegar a la amplia hondonada donde crecía la vegetación hasta las rodillas, densa y verde. Pasaron frente a los primeros hatos de vacunos jorobados, cuyas papadas casi rozaban la tierra; su pelaje relucía a la luz del sol temprano.
La casa de la propiedad se erigía en tierras más altas, más allá de las vertientes, en una plantación de exóticas datileras importadas de Egipto. Era una antigua fortaleza de la colonia alemana, legado de la guerra de los hereros, en 1904, año en que todo el territorio había estallado en una rebelión contra los excesos de la colonización alemana. Hasta los bondelswarts y los namas se habían unido a la tribu herera. Hicieron falta veinte mil soldados blancos y un gasto de sesenta millones de libras para sofocar la rebelión. Al coste material se añadieron, en la cuenta final, dos mil quinientos oficiales y soldados alemanes muertos, y setenta mil hereros, entre hombres, mujeres y niños, que perecieron bajo las balas, quemados o a causa del hambre. Esa lista de bajas constituía, casi con exactitud, el setenta por ciento del total de la tribu.
La casa había sido, en su origen, un fuerte fronterizo, construido para contener a los regimientos hereros. Las blanqueadas y gruesas murallas exteriores estaban recortadas en troneras. Hasta la torre central tenía almenas y un mástil, del cual aún pendía, desafiante, el águila imperial alemana.
El conde los vio desde lejos en la carretera polvorienta, más allá de los pozos artesianos, y envió un coche para que los acercara. Pertenecía a la generación de la madre de Lothar, pero se mantenía erguido, alto, delgado. Una blanca cicatriz, hecha en un duelo, le fruncía la comisura de la boca; sus modales eran anticuados y formales. Envió a Swart Hendrick al ala de los sirvientes y condujo a Lothar y a Manfred al fresco vestíbulo central, donde la condesa ya tenía preparadas botellas de cerveza negra y jarras de refrescos caseros.
Los sirvientes se llevaron sus ropas mientras se bañaban y se las devolvieron al cabo de una hora, lavadas y planchadas; las botas refulgían a fuerza de lustre.
La cena consistió en una tierna carne de la propiedad, que chorreaba jugos fragantes, y maravillosos vinos del Rin. Para absoluto deleite de Manfred, siguió una docena de tartas, pudines y bizcochos borrachos. Para Lothar, el mejor bocado fue la conversación civilizada de sus anfitriones; era un intenso placer hablar de libros y de música, escuchar la bella y exacta pronunciación alemana de los dueños de la casa.
Cuando Manfred ya no pudo comer más y comenzó a disimular los bostezos con ambas manos, una de las criadas hereros le condujo a su cuarto. Entonces el conde sirvió a Lothar aguardiente seco y abrió una caja de habanos para que los probara, mientras su esposa trajinaba junto a la cafetera de plata.
Cuando el cigarro quedó encendido, el conde dijo:
—Recibí la carta que me envió desde Windhoek; me afligió mucho enterarme de su desgracia. Los tiempos son muy difíciles para todos. —Limpió el monóculo en la manga antes de volver a sujetárselo en el ojo, y enfocó a Lothar—. Su santa madre era una gran señora. Nada hay que yo no hiciera por su hijo. —Hizo una pausa, aspiró el humo del habano, y luego sonrió débilmente al saborearlo. Después dijo—: Sin embargo…
Esa expresión hizo que Lothar perdiera el ánimo; siempre había sido agorera de negativas y desilusiones.
—Sin embargo, apenas dos semanas antes de que llegara su carta, un oficial de intendencia vino al rancho y compró todos los animales que nos sobraban. He retenido sólo los necesarios para la finca.
Aunque Lothar había visto al menos cuarenta caballos buenos entre los animales que pastaban en el prado, a poca distancia de la finca, se limitó a asentir con comprensión.
—Tengo, naturalmente, un par de mulas excelentes, fuertes y grandes, que podría cederle a un precio nominal. Cincuenta libras, digamos…
—¿Las dos? —preguntó Lothar respetuosamente.
—Cada una —aclaró el conde con firmeza—. En cuanto a la otra sugerencia que me hacía, tengo una regla inflexible: no prestar nunca dinero a los amigos. De ese modo, uno evita perder el dinero y el amigo.
Lothar dejó pasar eso. En cambio, volvió a los comentarios anteriores del conde.
—El oficial de remonta del ejército, ¿ha estado comprando caballos a todas las fincas del distrito?
—Tengo entendido que ha comprado casi cien. —El conde dio señales de alivio al ver que Lothar, caballerosamente, aceptaba su negativa.
—Todos ellos excelentes animales. Sólo le interesaban los mejores, los sanos y acostumbrados al desierto.
—Y supongo que los ha enviado al sur en ferrocarril.
—Todavía no. —El conde sacudió la cabeza—. Al menos, la última vez que tuve noticias, aún no lo había hecho. Los tiene en el estanque del río Swakop, al otro lado de la ciudad. Allí los deja descansar y juntar fuerzas para el viaje en tren. Dicen que piensa enviarlos en ferrocarril en cuanto reúna ciento cincuenta. A la mañana siguiente abandonaron el fuerte, tras un pantagruélico desayuno de salchichas, carnes preparadas y huevos. Los tres montaron el ancho Lomo de la mula gris, por la que Lothar había pagado, finalmente, veinte libras, incluido el freno como propina.
—¿Qué tal son las habitaciones de servicio? —preguntó Lothar.
—Son para esclavos, no para el servicio —corrigió Hendrick—. Allí uno podría morir de hambre o, por lo que dicen, ser azotado por el conde hasta la muerte. —Hendrick suspiró—. De no haber sido por la generosidad y el buen talante de la criada más joven…
Lothar le dio un fuerte codazo, señalando a Manfred con unas mirada de advertencia. Hendrick prosiguió, serenamente:
—Conque escapamos todos en una mula vieja y deslomada. Jamás podrán atraparnos, mientras contemos con esta bestezuela, veloz como las gacelas. —Dio una palmada a la gorda grupa, pero la mula mantuvo su trote fácil, golpeteando el polvo.
—La vamos a usar para cazar —le dijo Lothar.
Ya en el refugio de roca, Lothar trabajó a ritmo rápido, preparando doce alforjas con municiones, comida y un equipo completo de utensilios. Cuando estuvieron cargadas y listas, las puso a la entrada del refugio.
—Bueno —sonrió Hendrick—. Ya tenemos las monturas. Sólo faltan los caballos.
—Tendríamos que dejar un guardia —comentó Lothar, sin prestarle atención—, pero no podemos prescindir de nadie.
Entregó el dinero a Cerdo John, el hombre de mayor confianza de la banda.
—Con cinco libras puedes comprar una bañera llena de Cape Smoke —señaló—, y basta una copa de eso para matar a un búfalo. Pero recuerda esto, Cerdo John: si estás tan ebrio que no puedas sostenerte en la montura cuando cabalguemos, no te dejaré con vida para que te interrogue la policía; te dejaré con una bala en la cabeza. Te doy mi palabra.
Cerdo John guardó la nota en el interior de su gorro.
—Ni una gota tocará mis labios —gimió, persuasivo—. El baas sabe que puede confiar en mí cuando se trata de licor, mujeres y dinero.
Había que retroceder casi treinta kilómetros para llegar a la ciudad de Okahandja. Cerdo John partió inmediatamente para llegar con bastante anticipación. El resto del grupo, con la mula conducida por Manfred, fue bajando la colina. Desde el día anterior no había viento; por eso las huellas del león estaban muy marcadas incluso en aquella tierra suelta. Los cazadores, armados con los nuevos máuseres y con las cartucheras al hombro, se abrieron en abanico, y cubriendo el rastro, partieron al trote.
Lothar había advertido a su hijo que se mantuviera a distancia; con el recuerdo de los rugidos salvajes aún en el oído, se mostró muy satisfecho de poder seguir el lento paso de la mula. Los cazadores iban más adelantados, fuera del alcance de la vista, pero le habían marcado la senda con ramas rotas y tajos en los troncos para que no tuviera dificultad en seguirlos.
Al cabo de una hora hallaron el sitio donde el gran gato viejo había matado a una ternera del conde. Se había comido casi toda la res, salvo la cabeza, los cascos y los huesos más grandes, de los que había lamido la carne, como prueba de que estaba muy hambriento y de que su capacidad como cazador era limitada.
Lothar y Hendrick no tardaron en describir un círculo alrededor de la zona pisoteada. Casi de inmediato descubrieron el rastro dejado por el animal al alejarse.
—Se fue hace pocas horas —calculó Lothar. En ese momento, uno de los tallos de hierba pisados por el gran animal se levantó lentamente por sus propios medios. Entonces él corrigió su cálculo—: Hace menos de media hora. Tal vez nos haya oído llegar.
—No. —Hendrick tocó el rastro con una larga ramita pelada—. Se fue al paso. No está preocupado; no nos oyó. Está lleno de carne y buscará agua en el sitio más cercano.
—Va hacia el sur. —Lothar entornó los ojos para comprobar la dirección del rastro—. Probablemente va hacia el río. Se acercará a la ciudad, cosa que nos conviene.
Con el máuser al hombro, indicó a sus hombres por señas que estuvieran alerta. Todos subieron la suave ondulación de una duna sólida. Antes de llegar a la parte más alta, el león echó a correr, abandonando su escondrijo entre unas matas bajas, algo más adelante, y se alejó por terrenos abiertos, con el galope tendido de un gato. Pero el abdomen, lleno de carne, se balanceaba pesadamente con cada paso, como si fuera una hembra preñada.
La distancia era muy larga, pero los máuseres restallaron a lo largo del camino, abriendo fuego contra la bestia. El polvo saltó a gran distancia de él. Todos los hombres de Lothar, con excepción de Hendrick, tenían pésima puntería. El nunca había podido convencerles de que la velocidad de la bala no estaba en proporción directa a la fuerza con la que tiraran del gatillo; tampoco podía quitarles la costumbre de cerrar los ojos con fuerza en el momento de apretar el gatillo.
Lothar vio que su primer disparo hacía saltar el polvo bajo el vientre del león. Había calculado mal la distancia; siempre existía ese problema en las planicies abiertas. Montó el máuser sin apartar la culata del hombro y levantó la mira, hasta ponerla en línea con la melena roja de la bestia.
Al disparo siguiente, el león se detuvo en medio de un paso y giró la cabezota para lanzar un mordisco a un lado, allí por donde la bala había picado. El ruido del proyectil contra su carne Llegó claramente a los cazadores. De inmediato, el león retomó su galope, con las orejas hacia atrás, gruñendo de ira y dolor, y desapareció detrás de la elevación.
—¡No irá muy lejos! —Hendrick indicó a los cazadores, por señas, que se adelantaran.
El león es un gran corredor de distancias cortas. Sólo puede mantener ese galope deslumbrante por muy poco tiempo; luego se ve obligado a reducirlo a un trote. Si se lo incita más, lo más probable es que se vuelva contra el atacante.
Lothar. Hendrick y Klein Boy, los más fuertes y adiestrados, se adelantaron al resto.
¿Sangre! —gritó Hendrick, al llegar al punto donde el animal había recibido el balazo—. ¡Sangre del pulmón!
Los parches carmesíes eran espumosos a causa del aire de los pulmones perforados. Todos corrieron siguiendo el rastro.
—Pasop! —clamó Lothar, cuando llegaron a la elevación donde la bestia había desaparecido—. ¡Estad alerta! Estará esperándonos…
Y ante esa advertencia, el león atacó.
Había estado tendido entre unas matas de sanseverias, detrás de la cima, agazapado contra la tierra. En el momento en que Lothar y los suyos aparecieron, se lanzó hacia él desde una distancia de quince metros.
El león se mantenía agachado, con las orejas echadas atrás, y así su frente parecía plana y ancha como la de una serpiente; sus ojos eran de un amarillo brillante e implacable. La cremosa melena se le había erizado hasta darle un aspecto monstruoso. De aquellas fauces abiertas, llenas de dientes afilados, surgió tal rugido que Lothar dio un paso atrás y tardó un segundo en disparar. Cuando la culata del máuser le tocó el hombro, el león saltó frente a él, colmando todo su campo visual. La sangre de sus pulmones voló en una nube rosada, salpicando la cara del cazador. El instinto le mandaba disparar cuanto antes contra la enorme mole peluda, erguida ante él, pero se vio obligado a mover la mira. Un disparo al pecho o al cuello no impediría que la bestia le matara; la bala del máuser era de poco calibre; estaba pensada para matar hombres, no para caza mayor, y la primera herida debía de haber desensibilizado el sistema nervioso del león, inundando su organismo de adrenalina. Sólo un disparo al cerebro lo detendría a tan poca distancia.
Lothar le disparó al hocico, entre las dilatadas fosas nasales, y la bala atravesó el cerebro, amarillo como la manteca, para salir por la parte trasera del cráneo. Aun así, el león traía impulso y su enorme cuerpo musculoso se estrelló contra el pecho del cazador. El fusil salió disparado de sus manos. Cayó hacia atrás y golpeó el suelo con el hombro y el costado de la cabeza.
Hendrick le movió a rastras y le limpió la arena con las manos. De inmediato, la alarma desapareció de sus ojos. Sonrió al ver que Lothar le apartaba débilmente las manos.
—Te estás volviendo viejo y lento, Baas —rió.
—Levántame antes de que me vea Manie le ordenó Lothar.
Hendrick le puso un hombro a modo de cuña para incorporarle. Se balanceaba, apoyándose pesadamente en el negro, y no apartaba la mano de la sien que se había golpeado, pero ya estaba dando órdenes.
—¡Klein Boy! ¡Patas! ¡Id a buscar la mula antes de que olfatee al león y huya con Mania!
Se apartó de Hendrick para acercarse, con paso vacilante, al león muerto. Yacía tendido sobre el flanco; las moscas ya se estaban juntando sobre la cabeza destrozada.
—Harán falta todos los brazos y un poco de suerte para cargarlo.
Aunque el felino era viejo, flaco y débil, resentido por años de cazar en la planicie, tenía la panza llena de carne; pesaría más de doscientos kilos. Lothar recogió su fusil y lo limpió cuidadosamente; después lo apoyó contra la res y se apresuró a alcanzar el barranco, aún renqueando por la caída y masajeándose la cabeza.
La mula, con Manfred encaramado a su lomo, venía en esa dirección. Lothar echó a correr.
—¿Lo mataste, papá? —chilló el niño, excitado, pues había oído los disparos.
—Sí. —Lothar lo arrancó de la montura—. Está detrás de esa elevación.
Lothar revisó el freno de la mula. Estaba nuevo, pero ató una cuerda a la anilla de hierro y puso cada rienda en manos de dos hombres. Después, con mucho cuidado, vendó los ojos del animal con un trozo de lona.
—Está bien. Veamos cómo reacciona.
Los hombres que llevaban las riendas tiraron del animal con todas sus fuerzas, pero la mula clavaba los cascos, rebelándose contra la venda, y se negaba a avanzar.
Lothar se le acercó por detrás, manteniéndose lejos de las patas traseras, y le retorció la cola. Aun así el animal se mantuvo firme como la roca. De La Rey se inclinó para morderlo en la base del rabo, hundiendo los dientes en la piel blanda, y la mula arrojó una coz con las patas traseras, elevándolas a mucha altura.
Cuando Lothar volvió a morderla, capituló y partió al trote hacia el risco. Apenas había llegado a la parte más alta cuando la brisa cambió de dirección llenándole las fosas nasales con el olor caliente del león.
El olor a león tiene un efecto notable sobre todos los otros animales, domésticos o salvajes, aun los que provienen de sitios exóticos, donde ni ellos ni sus antepasados más remotos pueden haber entrado en contacto con ellos. El padre de Lothar siempre había seleccionado a sus perros de caza haciendo olfatear a la carnada una piel de león. Casi todos los cachorros aullaban de miedo y se alejaban a tropezones, con la cola escondida entre las patas traseras. Unos pocos, no más de uno entre veinte, casi siempre hembras, se mantenían en el mismo sitio, con todos los pelos erizados y emitiendo gruñidos que los estremecían del hocico al rabo. Esos eran los que él conservaba.
Cuando la mula olfateó al león se desbocó por completo. Los hombres que sostenían las cuerdas se vieron levantados en vilo, y Lothar tuvo que esquivar sus cascos. Luego, el animal partió en un violento galope, arrastrando a sus cuatro guardianes, que iban a tropezones, cayendo y gritando. Se detuvo setecientos metros más allá, entre espinos y rocas, en la nube de polvo que él mismo había levantado, sudoroso y trémulo, con los flancos palpitantes de terror.
Lo llevaron nuevamente a rastras, con la venda firme en su sitio, pero en cuanto le llegó el olor del cadáver repitió la misma escena. Sin embargo, esa vez sólo pudo galopar unos pocos metros antes de que el cansancio y el peso de los cuatro hombres lo detuvieran.
Por dos veces más, la mula fue llevada hasta el león muerto. Por dos veces más se desbocó. Pero la distancia cubierta era menor cada vez, hasta que al fin se dejó hacer, temblando sobre las cuatro patas, sudando de miedo y de fatiga. Los hombres levantaron el cadáver, lo cargaron sobre el lomo y trataron de atar las patas del león bajo su pecho. Eso fue demasiado. Otro torrente de sudor nervioso empapó el cuerpo de la mula, que se alzó de manos, pataleando, hasta que el cuerpo del león cayó al suelo.
Lograron inmovilizar a la mula; después de una hora de forcejeos la pobre bestia permaneció inmóvil, terriblemente estremecida y resoplando como un fuelle; pero el león muerto ya estaba atado a su lomo.
Cuando Lothar cogió la cuerda y tiró de ella, la mula avanzó mansamente tras él, siguiéndole hacia el recodo del río.