La niebla sofocaba el océano, apagando todo color, todo ruido. Ondulaba y humedecía la primera brisa de la mañana, que la empujaba hacia la tierra. El pesquero estaba envuelto en la niebla, a cinco kilómetros de la costa, al límite de la corriente oceánica, donde las masas surgidas de las profundidades, ricas en vivificante plancton, se encontraban con las suaves aguas de la costa, formando una línea de color verde más oscuro.
Lothar De La Rey, en la timonera, se apoyó en el timón de madera para escrutar la niebla. Le gustaban aquellos minutos silenciosos, cargados de espera, al amanecer. Percibía en la sangre cierto cosquilleo eléctrico: el placer del cazador que tantas veces le había orientado. Era una adicción tan poderosa como el opio o el alcohol.
Recordó aquella suave aurora rosada que se había filtrado subrepticiamente en las colinas de Magersfontein, mientras él, tendido contra los parapetos de las trincheras, esperaba a la infantería de las tierras altas, que brotaría de la oscuridad, para marchar entre el balanceo de las faldas escocesas y los gorros con cintas, hacia los máuseres preparados. El recuerdo le erizó el vello.
Desde entonces había pasado por otras cien auroras, siempre esperando una presa grande: el gran león del Kalahari, el viejo búfalo cornúpeta, el sagaz elefante gris, de piel arrugada y magníficos colmillos ebúrneos. Pero en aquel momento la presa era más pequeña que nunca, aunque aparecería en multitudes tan vastas como el océano mismo.
El niño, al bajar por la cubierta desde la cocina, interrumpió sus pensamientos. Caminaba descalzo; sus piernas eran largas, bronceadas y fuertes. Tenía casi la estatura de un adulto y tuvo que agacharse para franquear la puerta de la timonera. Llevaba un tazón de café humeante en cada mano.
—¿Azúcar? —preguntó Lothar.
—Cuatro cucharadas, papá. —El niño le devolvió la sonrisa.
La niebla se había condensado en gotas de rocío sobre sus largas pestañas, y él parpadeó para quitarlas, como un gato soñoliento. Aunque el sol había desteñido en hilos de platino su pelo rubio y rizado, las cejas y las pestañas, densas y negras, destacaban sus ojos, del color del ámbar.
—Buena pesca. —Lothar cruzó los dedos de la mano derecha dentro del bolsillo, para evitar la mala suerte de haberlo dicho en voz alta. “Nos hace falta”, pensó. “Para sobrevivir necesitamos una pesca abundante.”
Cinco años antes sucumbió, una vez más, a la tentación de la caza y la naturaleza. Después de vender su próspera compañía constructora de caminos, levantada con tantos sacrificios, apostó cuanto tenía y cuanto consiguió prestado.
Conocía los tesoros ilimitados que ocultaban las aguas frías y verdes de la corriente de Bengala. Las había visto durante aquellos caóticos días, hacia el final de la Gran Guerra, mientras presentaba la última resistencia a los odiados ingleses y a Jan Smuts, la marioneta traidora que encabezaba el ejército de la Unión Sudafricana.
Desde una base secreta de suministros, oculta entre las altas dunas desérticas que flanqueaban el Atlántico sur, Lothar había proporcionado combustible y armas a los submarinos alemanes que asolaban las flotas mercantes británicas. Durante los horribles días de espera, al borde del océano, mientras aguardaba la llegada de los submarinos, había visto moverse el mar en su abundancia ilimitada. Todo estaba allí para quien quisiera tomarlo. En los años siguientes al indignante Tratado de Versalles, hizo planes mientras trabajaba duramente en el polvo y el calor, abriendo pasos de montaña o construyendo carreteras rectas, a través de planicies cegadoras. Para aquella aventura había ahorrado y proyectado los planes.
Los barcos que encontró en Portugal, para la pesca de sardinas, estaban podridos y descuidados. Allí encontró también a Da Silva, un viejo sabio en las costumbres del mar. Entre ambos repararon y equiparon los cuatro antiguos pesqueros; con tripulaciones mínimas, los llevaron hacia el sur, siguiendo la costa del continente africano.
La compañía envasadora era de California; una empresa la había instalado allí para la explotación del atún, pero sobreestimó su abundancia y subestimó el coste de atrapar estos huidizos e imprevisibles “pollos del mar”. Lothar compró la fábrica por una fracción del coste original y la envió completa a África. Volvió a levantarla en las compactas arenas del desierto, junto a las ruinas de un puesto de balleneros que había dado a la desolada zona el nombre de Bahía Walvis.
Durante las tres primeras temporadas, él y Da Silva tuvieron pesca abundante y depredaron los inagotables cardúmenes hasta que Lothar devolvió lo que le habían prestado. Inmediatamente reemplazó los decrépitos pesqueros portugueses por barcos nuevos y, al hacerlo, contrajo más deudas que al comienzo de la empresa.
Y entonces se acabaron los peces. Por motivos que nadie podía adivinar, los inmensos cardúmenes de arenques desaparecieron, dejando sólo pequeños grupos aislados. Mientras buscaban inútilmente, adentrándose ciento cincuenta kilómetros o más para revisar la larga costa desértica, mucho más allá de lo que resultaba productivo para la envasadora, los meses pasaban sin misericordia; cada uno producía una factura por intereses acumulados que Lothar no podía satisfacer; los costes de la fábrica y de los barcos se amontonaban, obligándole a pedir nuevos préstamos.
Dos años sin pesca. De pronto, de manera espectacular, cuando Lothar se confesaba derrotado, se producía un cambio sutil en la corriente oceánica o en los vientos predominantes, y la pesca volvía desenfrenada, densa como la hierba que nace con cada aurora.
—Que dure —dijo Lothar con la vista perdida en la niebla—. Dios quiera que dure.
Otros tres meses: eso era todo lo que necesitaba. Sólo tres cortos meses para pagarlo todo y verse otra vez libre.
—La niebla se está levantando —advirtió el niño.
Lothar parpadeó, moviendo levemente la cabeza al volver de sus recuerdos.
La niebla se estaba levantando como un telón de teatro, y la escena revelada resultaba melodramática y espectacular, demasiado colorida para ser parte de la naturaleza. El alba despedía humos y destellos, como en una exhibición de fuegos artificiales, anaranjados, verdes y dorados cuando chisporroteaban sobre el océano, haciendo que las retorcidas columnas de niebla tomaran el color de la sangre y de las rosas, hasta que las aguas mismas parecieron arder con fuegos ultraterrenos. El silencio realzaba aquel mágico espectáculo: un silencio denso y transparente como el cristal, hasta dar la impresión de que todos se habían vuelto sordos, de que los otros sentidos les habían sido robados, concentrados en una visión que contemplaban llenos de maravilla.
De pronto, el sol se abrió paso en un brillante rayo de luz dorada, sólida, penetrando la parte superior del banco de niebla. Se reflejaba en la superficie, iluminaba totalmente la línea de la corriente. El agua próxima a la costa se veía empañada de un azul nuboso, calmo y liso como el aceite. La línea donde se encontraba con el oleaje de la verdadera corriente oceánica era recta y nítida como el filo de una navaja; más allá, la superficie se veía oscura y agitada, como terciopelo verde acariciado a contrapelo.
—Daar spring hy! —chilló Da Silva desde la cubierta delantera, señalando la línea de agua oscura—. ¡Por allí salta!
Cuando el sol bajo tocó el agua, un solo pez saltó fuera de ella. Era apenas más largo que la mano de un hombre: una diminuta astilla de plata pulida.
—¡Arranca!
La voz de Lothar sonaba ronca de exaltación. El niño dejó su taza en la mesa de mapas, salpicándola con las últimas gotas de café, y se lanzó por la escalerilla hacia la sala de máquinas. Lothar movió las llaves y reguló el acelerador, mientras el muchacho, allá abajo, se inclinaba sobre la manivela.
—¡Hazla girar! —gritó Lothar.
El niño, preparándose para el esfuerzo, luchó contra la presión de los cuatro cilindros. Aún no tenía trece años, pero ya era casi tan fuerte como un hombre; los músculos se abultaban en la espalda al trabajar.
—¡Ahora!
Lothar cerró las válvulas. El motor, aún caliente por la carrera desde el puerto, entró en funcionamiento con un rugido. Hubo una bocanada de humo negro y aceitoso del escape de babor. La máquina se asentó en un ritmo regular.
El muchacho trepó por la escalerilla y salió disparado por la cubierta hasta llegar a la proa, donde estaba Da Silva.
Lothar hizo girar la proa para bajar por la línea de la corriente. La niebla se disipó, permitiéndoles ver los otros barcos. También ellos habían estado inmóviles en el banco de niebla, aguardando los primeros rayos del sol. Pero en aquel momento navegaban por la línea, cortando con sus largas estelas ondulantes la plácida superficie; las olas provocadas por la proa lanzaban cremosos destellos a la luz del sol. A lo largo de cada barandilla se agrupaba la tripulación, con el cuello estirado para mirar hacia delante, y el parloteo excitado se imponía al batir de las máquinas.
A través de los vidrios de la timonera, Lothar disponía de una visión panorámica sobre las zonas de trabajo del pesquero, e hizo una última revisión de los preparativos. La larga red fue extendida desde la borda de estribor, con el hilo de las boyas enroscado en minuciosas espirales. El peso de la red, en seco, era de siete toneladas y media; mojada pesaría varias veces más. Lothar había pagado más de cinco mil libras por ella, más de lo que un pescador común ganaría en veinte años de esfuerzos implacables. Y cada uno de los otros barcos estaba igualmente equipado. Cada pesquero arrastraba su bucky por la popa: una barca de cinco metros de eslora, de tingladillo simple.
De un vistazo, Lothar se aseguró de que todo estuviera listo para la operación. Luego desvió la mirada hacia delante, en el momento en que saltaba otro pez. En aquel momento, estaba a tan poca distancia que podía ver las líneas laterales oscuras a lo largo de su flanco centelleante y la diferencia de color (verde etéreo por encima de la línea y plata reluciente por debajo). Cuando volvió a caer, con una zambullida, dejó un hoyo oscuro en la superficie.
Como si eso fuera una señal, el océano cobró vida de inmediato. Las aguas se volvieron oscuras, como si súbitamente las hubieran cubierto densas nubes. Pero la mancha provenía de abajo; se elevaba desde las profundidades y las aguas se agitaban como si un monstruo se moviera en lo hondo.
—¡Pesca loca! —gritó Da Silva, volviendo hacia Lothar el rostro curtido, arrugado y pardo, mientras tendía los brazos para abarcar el sector del océano que se movía con los peces.
Ante ellos se extendía un solo cardumen oscuro, de un kilómetro y medio de amplitud, y tan profundo que su límite más alejado se perdía en los bancos de niebla restantes. En todos sus años de cazador, Lothar no había visto nunca semejante acumulación de vida, semejante multitud de una sola especie. En comparación, las langostas que solían oscurecer el sol del mediodía africano y las bandadas de diminutos pájaros que llegaban a quebrar las ramas en donde se posaban, eran algo insignificante. Hasta los tripulantes de los pesqueros quedaron en silencio, maravillados, cuando el cardumen quebró la superficie y las aguas se tornaron blancas, centelleantes como un banco de nieve; millones de cuerpecitos escamosos reflejaban la luz del sol, eran elevados fuera del agua por la presión que ejercían entre ellos mismos.
Da Silva fue el primero en reaccionar. Giró en redondo y bajó a toda prisa por la cubierta, ágil como un joven, deteniéndose sólo ante la puerta de la timonera:
—María Santísima, haz que todavía tengamos red al terminar el día.
Era una advertencia patética. El viejo siguió corriendo hasta la popa y cruzó la borda para pasar al chinchorro. Siguiendo su ejemplo, el resto de la tripulación reaccionó y corrió a los puestos.
—¡Manfred! —llamó Lothar a su hijo.
El niño, que estaba hipnotizado en la proa, agitó la cabeza en un gesto de obediencia y corrió hacia su padre.
—Hazte cargo del timón.
Era una responsabilidad enorme para un muchacho de tan corta edad, pero Manfred había demostrado su capacidad tantas veces que Lothar salió de la timonera sin temor alguno. Desde proa, fue haciendo señales sin mirar atrás, sintiendo cómo se inclinaba la cubierta bajo sus pies, mientras Manfred giraba el timón y seguía indicaciones de su padre para iniciar un amplio círculo alrededor del cardumen.
—Cuántos peces —susurró Lothar.
Mientras sus ojos calculaban la distancia, el viento y la corriente, la advertencia del viejo Da Silva flotaba en medio de todas sus apreciaciones: el pesquero y su red podían manejar ciento cincuenta toneladas, tal vez hasta doscientas, con suerte y habilidad, de esos diminutos arenques.
Ante él tenía un cardumen de millones de toneladas. Si controlaba la red con poco juicio, podía llenarla con diez o veinte mil toneladas, y este peso e impulso desgarrarían la trama, haciéndola trizas; incluso era posible que la desprendieran por completo, arrastrándola a las profundidades. Peor aún: si los hilos de las boyas y la bita resistían, el pesquero podía dar una vuelta de campana a consecuencia del peso. Así no sólo perdería una red valiosa, sino también el barco y las vidas de su tripulación y de su hijo.
Involuntariamente echó un vistazo por encima del hombro. Manfred le sonrió desde la ventana de la timonera, con la cara encendida de entusiasmo. Los ojos ambarinos, relucientes, y el destello de sus dientes blancos, le convertían en la imagen de su madre. Lothar experimentó una agria punzada antes de volver a su trabajo.
Esos instantes de distracción estuvieron a punto de perderlo. El pesquero avanzaba precipitadamente hacia el cardumen; en pocos momentos irrumpiría en la masa de peces; toda ella, moviéndose en esa misteriosa armonía, como si fueran un solo organismo, que desaparecería en las profundidades oceánicas. Hizo una áspera señal, indicando giro, y el chaval respondió instantáneamente. El pesquero giró y rozó el borde del cardumen, manteniéndose a quince metros en espera de la oportunidad.
Otra mirada rápida indicó a Lothar que sus otros barcos también se apartaban cautelosamente, hechizados por la cantidad de arenques que estaban rodeando. Swart Hendrick le lanzó una mirada fulminante: era un negro enorme, toruno, cuya calva brillaba como una bala de cañón a la luz del sol temprano. Compañeros de guerra y de cien aventuras desesperadas, había hecho con Lothar, de buen grado, la transición de la tierra al mar; en ese momento era tan hábil pescador como en otros tiempos había sido cazador de elefantes o de hombres. Lothar le hizo la señal de “cautela” o “peligro”, y Swart Hendrick sonrió, respondiendo con un gesto del brazo.
Graciosos coma bailarines, los cuatro barcos zigzagueaban y hacían piruetas alrededor del gran cardumen, mientras se disolvían los últimos retazos de la niebla, arrastrados por la brisa ligera. El sol franqueó el horizonte y las lejanas dunas del desierto relumbraron como bronce recién salido de la forja, un dramático telón de fondo para una cacería en desarrollo.
La masa de peces mantenía aún su formación compacta, y Lothar comenzaba a desesperarse. Hacía más de una hora que estaban en la superficie, más que lo habitual. En cualquier momento podían nadar hacia las profundidades y desaparecer, sin que uno solo de los barcos hubiera echado una red. Los frustraba la abundancia; eran mendigos en presencia de un tesoro ilimitado, y Lothar sintió que la audacia se apoderaba de él. Ya había esperado demasiado.
“¡Arrojo, qué diablos!”, pensó. E hizo a Manfred la señal de aproximarse, entornando los ojos para defenderlos del resplandor, al volverlos contra el sol.
Antes de que pudiera cometer una tontería oyó el silbido de Da Silva. Cuando miró hacia atrás, el portugués estaba en la bancada del chinchorro, gesticulando salvajemente. El cardumen, detrás de ellos, comenzaba a abultarse. La sólida masa circular estaba alterando su forma. Desarrolló un tentáculo, un grano… No, era más bien la forma de una cabeza sobre un cuello delgado, una parte del cardumen que se separaba del cuerpo principal. Era lo que habían estado esperando.
—Manfred! —gritó Lothar, haciendo girar el brazo derecho como un aspa de molino.
El niño giró el timón; el barco trazó una curva cerrada y retrocedió a toda velocidad, apuntando la proa hacia el cuello del cardumen, como si fuera la cuchilla de un verdugo.
—¡Aminora! Lothar agitó verticalmente la mano y el pesquero frenó su avance. Con mucha suavidad, acercó la proa al estrecho cuello del cardumen. El agua estaba tan clara que Lothar divisó a cada pez por separado, encapsulado en el arco iris de luz dispersa, y por debajo la masa verde oscura del cardumen, compacta como un témpano.
Con mucha delicadeza, Lothar y Manfred hicieron pasar la proa por entre ese bulto viviente, con la hélice girando apenas, para no alarmar y provocar una inmersión. El cuello angosto se abrió al paso del barco, separándose el grupo menor. Como hace el perro pastor con el rebaño, Lothar fue apartándolo con maniobras de retrocesos, giros y avances, mientras Manfred seguía las indicaciones de sus manos.
—¡Todavía es demasiado! —murmuró Lothar, para sí.
Por el rabillo del ojo vio que Da Silva le hacía agitadas señales de precaución; acabó silbando chillonamente. El viejo tenía miedo de semejante pesca. Lothar sonrió; sus ojos amarillos se entornaron, centelleantes como topacio pulido. Indicó a Manfred que aumentara la velocidad y, deliberadamente, volvió la espalda al anciano.
Al llegar a cinco nudos contuvo al niño y le hizo describir un giro cerrado para obligar al cardumen menor a que se agrupara en el centro del círculo. Cuando giraron por segunda vez, pasando a favor del viento con respecto a los peces, Lothar puso cara a la popa y usó las manos como bocina.
—Los! —bramó—. ¡Arrojen!
El tripulante herero, en la popa, soltó el nudo que sujetaba el cabo del chinchorro y lo arrojó por la borda. Con Da Silva aferrado a la bancada, todavía aullando sus protestas, el pequeño bote de madera se quedó atrás, balanceándose en la estela y arrastró la punta de la pesada red parda.
A medida que el pesquero emitía vapor al realizar el rodeo, la tosca trama silbaba al caer por la borda, con el hilo de boyas desenroscado como una pitón, haciendo de cordón umbilical entre el barco y el chinchorro. Al bajar contra el viento, los corchos de los sedales, parejamente espaciados, formaron un círculo alrededor del denso cardumen. El chinchorro, donde Da Silva arqueaba resignadamente los hombros, estaba entonces muy hacia delante.
Manfred equilibró el timón para resistir la tracción de la gran red, efectuando pequeños ajustes para mantener el pesquero junto al bamboleante bote; cuando se tocaron apenas, cerró el acelerador. En ese momento la red estaba rodeando el cardumen; Da Silva trepó por el flanco del barco, llevaba sobre los hombros los extremos de las gruesas cuerdas.
—Vas a perder la red —gritó a Lothar—. Sólo a un loco se le ocurre encerrar este cardumen; se irá con tu red. Pongo por testigos a san Antonio y al bendito san Marcos…
Pero los tripulantes hereros, bajo las secas órdenes de Lothar, ya estaban dedicados a recoger la red. Dos de ellos cogieron el principal hilo de boyas, que Da Silva traía al hombro, y se hicieron cargo rápidamente de ella, mientras otro ayudaba a Lothar en la cabina.
—La red es mía y la pesca también —le gruñó el patrón, mientras echaba a andar por la cabina con un rugido atronador—. ¡Engancha el chinchorro!
La red pendía a más de dos metros de profundidad en el agua verde y clara, pero por debajo estaba abierta. Lo primero y más urgente era cerrarla antes de que el cardumen descubriera esa vía de escape. Agachado sobre el cabestrante, con los músculos de los brazos anudados bajo la piel bronceada, Lothar movía rítmicamente los hombros; recogía el cable, mano sobre mano, en torno al tambor giratorio de aquél. El cable, al deslizarse por los aros de acero que la red tenía en su borde inferior, iba cerrándola como una monstruosa bolsa de tabaco.
En la timonera, Manfred realizaba delicados toques de avance y retroceso para maniobrar con la popa, manteniéndola lejos de la red a fin de que no se enredara en la hélice. Mientras tanto, el viejo Da Silva había llevado el chinchorro al otro lado del hilo de las boyas para engancharlo a éstas y así mantenerlas a flote en el momento crítico en que el enorme cardumen, al verse atrapado, cayera en el pánico. Lothar trabajaba con celeridad recogiendo el grueso cable hasta que, por fin, el manojo de aros, relucientes y chorreando agua, surgió por el costado. La red estaba cerrada; el cardumen, en la bolsa.
Lothar, a quien el sudor corría por las mejillas hasta empapar la camisa, se reclinó contra la bancada, tan falto de aliento que no podía hablar. Su largo pelo platinado le caía mojado sobre la frente, metiéndosele en los ojos cuando gesticulaba en dirección a Da Silva.
El hilo de las boyas, tendido sobre las suaves ondulaciones de la corriente de Bengala, formaba un pulcro círculo con el chinchorro enganchado en el punto más alejado del pesquero. Pero ante los ojos de Lothar, que lo observaba jadeante, el círculo de corchos bamboleantes cambió de forma, se alargó velozmente cuando el cardumen percibió la red por primera vez y, en un impulso concertado, pujó contra ella. La fuerza cambió de dirección cuando los peces giraron hacia atrás, arrastrando con ellos la red y el bote, como si fueran un manojo de algas.
Su potencia era tan irresistible como la del Leviatán.
—Tenemos más de lo que calculaba —dijo Lothar jadeando. Reaccionando de inmediato, se apartó el pelo rubio y mojado de los ojos y corrió a la timonera.
El cardumen iba y venía dentro de la red, sacudiendo el chinchorro en las aguas agitadas. Lothar advirtió que la cubierta se inclinaba bajo sus pies, al tirar los peces, abruptamente, de los gruesos sedales.
—Da Silva tenía razón. Están enloquecidos —susurró, alargando la mano hacia la manivela de la sirena. Emitió tres toques ásperos y resonantes: la llamada de ayuda, y volvió corriendo a cubierta. Los otros tres pesqueros ya giraban para volar hacia él. Ninguno de ellos había reunido coraje para arrojar sus redes hacia el inmenso cardumen—. ¡Pronto! ¡Pronto, maldición! —aullaba Lothar, inútilmente. Y a la tripulación—: ¡Todos a recoger!
Los tripulantes vacilaron, reacios a manejar esa red.
—¡Moveos, negros de mierda! —bramó Lothar.
Y dio el ejemplo saltando hacia la borda. Había que comprimir a los peces, estrecharlos entre sí para robarles la fuerza.
La red era áspera y punzante como un alambre de púas; todos se inclinaron sobre ella, en hilera, aprovechando el bamboleo del casco en el oleaje para recoger la red a mano, un metro escaso con cada tirón acordado.
Entonces el cardumen volvió a pujar; toda la red que habían recogido les fue arrancada de las manos. Uno de los tripulantes, demasiado lento, no la soltó a tiempo y los dedos de su mano derecha quedaron atrapados en la tosca malla. La carne se le desprendió como un guante, dejando el hueso blanco y los músculos despellejados. Soltó un alarido y apretó la mano mutilada contra el pecho, tratando de detener el chorro de sangre que le salpicaba la cara y le corría por el pecho sudoroso y el vientre hasta empapar los pantalones.
—¡Manfred! —ordenó Lothar—. ¡Ocúpate de él!
Y volvió toda su atención a la red. El cardumen estaba sumergiéndose y arrastraba ya una parte de las boyas bajo la superficie; una pequeña parte escapó por allí, diseminándose como humo verde oscuro en las aguas brillantes.
—Menos mal —murmuró Lothar.
El resto de los peces estaba aún dentro de la red. El hilo de las boyas volvió a la superficie. Una vez más, el cardumen volvió hacia abajo. En esa ocasión el macizo pesquero se escoró peligrosamente, de tal modo que la tripulación, palideciendo hasta el gris de la ceniza bajo la piel oscura, lanzó manotazos hacia los asideros.
Al otro lado del círculo de boyas, el chinchorro sufrió fuertes tirones y no pudo resistir. El agua verde penetró por la borda hasta cubrirla.
—¡Salta! —gritó Lothar al anciano—. ¡Y mantente lejos de esa red!
Ambos conocían bien el peligro. En la temporada anterior, uno de los tripulantes había caído en la red. Los peces pujaron inmediatamente contra él, al unísono, llevándolo bajo la superficie, a pesar de la resistencia que él opuso, en un esfuerzo por escapar.
Horas después, cuando al fin pudieron recobrar el cadáver desde el fondo de la red, descubrieron que los peces, impulsados por sus propios forcejeos y por la enorme presión del cardumen, se habían introducido en todos los orificios de su cuerpo. Por la boca abierta le habían llegado al vientre; estaban hundidos como dagas de plata en las cuencas, habían desplazado el globo ocular hasta llegar al cerebro. Igualmente destrozaron la raída tela de los pantalones para penetrar por el ano, de modo que su abdomen y sus intestinos estaban rellenos de peces muertos. Se le veía hinchado como un grotesco globo. Ninguno de ellos olvidaría jamás una escena semejante.
—¡Lejos de la red! —aulló Lothar, nuevamente, mientras Da Silva se arrojaba por el lado opuesto del chinchorro, en el momento en que la embarcación desaparecía bajo la superficie. Chapoteó frenéticamente, sintiendo que las pesadas botas marineras le arrastraban hacia abajo.
No obstante, allí estaba Swart Hendrick para rescatarlo. Acercó pulcramente su pesquero al hilo de las boyas y, con dos de sus tripulantes, transportó a Da Silva por el flanco del barco, mientras los otros, agrupados contra la barandilla, seguían las indicaciones del negro y enganchaban el otro lado de la red.
—Espero que la red aguante —gruñó Lothar, viendo que los otros dos pesqueros habían llegado y estaban ejecutando la misma maniobra.
Los cuatro grandes barcos formaban un círculo alrededor del cardumen cautivo y, trabajando con frenesí, comenzaron a recoger la red.
Codo a codo, fueron levantándola. Eran doce hombres en cada barco. Hasta Manfred había ocupado un lugar junto a su padre. Todos gruñían, forcejeando sudorosos; las manos desolladas sangraban cada vez que el cardumen se agitaba; vientres y espaldas eran un tormento abrasador. Pero lentamente, centímetro a centímetro, sometieron al inmenso banco de peces. Por fin quedó fuera del agua; los pescados de arriba aleteaban inútilmente sobre la masa compacta de sus semejantes, que morían por asfixia o aplastados por el peso.
—¡Id sacándolos! —gritó Lothar.
En los pesqueros, los encargados de esa tarea sacaron las largas redes de mango y las arrastraron a la cubierta.
Las redes de mango eran como aquellas que se usan para cazar mariposas, pero sus varas medían nueve metros de longitud y la bolsa de malla podía recoger una tonelada de peces vivos a la vez. En tres puntos de la argolla de acero que era la boca de la red había cuerdas sujetas al cabo del cabestrante más pesado, por medio del cual se subía y bajaba. El fondo podía abrirse o cerrarse por medio de un cable enhebrado a una serie de anillos menores, exactamente como en el cierre de la gran red principal.
Mientras los hombres ponían la red de mango en posición, Lothar y Manfred retiraron las cubiertas de la bodega y corrieron a sus puestos: Lothar, en el cabestrante; Manfred, sujetando el extremo del cable que cerraría la red menor. Con un ruido rechinante, Lothar fue levantándola hasta quedar suspendida sobre ellos; los tres hombres que sostenían el mango la hicieron pasar por encima de la borda y el cardumen ya atrapado. Manfred tiró del cable, cerrando el fondo.
Lothar puso el cabestrante en retroceso y, con otro chirrido de la polea, la pesada cabeza de la red cayó sobre la plateada masa de peces. Los tres encargados del mango descargaron sobre él todo su peso para hacerla penetrar profundamente entre los arenques.
—¡Sube! —chilló Lothar.
Y puso el cabestrante en movimiento de avance. La red ascendió a través del cardumen y emergió colmada de una tonelada de peces trémulos.
Mientras Manfred se colgaba, ceñudo, del cable, la red llena giró hacia la cubierta hasta instalarse sobre la escotilla abierta.
—¡Suelta! —gritó Lothar a su hijo.
El niño soltó el cabo. Al abrirse el fondo de la red, una tonelada de arenques cayó como un torrente hacia la bodega. El rudo trato había desprendido sus diminutas escamas; éstas cayeron arremolinadas sobre los hombres de cubierta; parecían copos de nieve que chisporroteaban al sol, en bellos tonos de color rosado y oro. Una vez vacía la red, Manfred cerró de un tirón el cable y los hombres hicieron girar el mango hacia fuera; el cabestrante chilló al entrar en retroceso, iniciando la repetición de toda la secuencia. En cada uno de los otros barcos, los tripulantes también trabajaban arduamente; cada pocos segundos caía por las escotillas otra tonelada de pescado, mientras el agua marina y las nubes de escamas translúcidas se precipitaban en torrentes.
Esa labor, capaz de romper la espalda, era monótona y repetitiva. Cada vez que la red giraba hacia arriba, los tripulantes quedaban empapados por el agua helada y cubiertos de escamas. Cuando los hombres a cargo del mango claudicaban por el agotamiento, los capitanes los reemplazaban sin interrumpir el ritmo del trabajo. Lothar, sin embargo, permanecía alerta ante el cabestrante; su pelo casi blanco, lleno de escamas centelleantes, brillaba al sol como un faro.
—Monedas de plata. —Sonrió para sí, mientras el pescado llovía hacia las bodegas de los cuatro pesqueros—. Son pequeñas monedas de plata, no pescados. Hoy llevaremos una carga de tickeys. —Tickey era el nombre popular que se daba a la moneda de tres centavos.
—¡Cargamos en cubierta! —aulló, por encima del círculo de la red principal, que iba disminuyendo, hacia donde Swart Hendrick maniobraba su propio cabestrante, desnudo hasta la cintura y relumbrante como ébano pulido.
—¡Cargamos en cubierta! —aulló Hendrick, a su vez, disfrutando del esfuerzo físico que le permitía exhibir su fuerza superior ante los tripulantes.
Las bodegas ya estaban desbordantes; cada uno de los barcos había cargado más de ciento cincuenta toneladas. A partir de ese momento seguirían acumulando la pesca sobre cubierta.
También eso era un riesgo. Los barcos, una vez cargados, no podrían aligerar el peso hasta que llegaran a puerto, donde enviarían la carga hacia la fábrica mediante bombas. Si llenaban la cubierta, cada casco soportaría otras cien toneladas, muy por encima del límite prudente. Si cambiaba el clima, si el viento viraba hacia el noroeste, el gigantesco mar, al crecer rápidamente, sería un martillo capaz de enviar al fondo a los pesqueros excedidos en peso.
—¡El clima se mantendrá! —dijo Lothar para sí.
Estaba en la cresta de una ola; ya nada podía detenerle. Había aceptado un riesgo temible, que le rendía casi mil toneladas de pescado: cuatro cargas de arenques. Y cada tonelada rendía cincuenta libras de ganancia. Cincuenta mil libras de una sola vez. Nunca en su vida había tenido semejante golpe de suerte. En vez de perder la red, el barco, la vida pagaba sus deudas con una sola operación.
—Mierda —susurró, trabajando en la manivela—, ahora nada, puede salir mal, nada puede tocarme. Estoy libre y limpio.
Con las bodegas completas y las cubiertas llenas hasta el tope de la borda, parecían un pantano de plata donde la tripulación se hundía hasta la cintura.
Sobre los cuatro pesqueros rondaba una densa nube blanca de aves marinas que sumaban sus voraces gritos a la disonancia de los cabestrantes y bajaban en picado hacia la red para hartarse de comer. Por fin, no pudieron tragar más; incapaces siquiera de volar, se dejaron llevar por la corriente hastiadas e incómodas, con las plumas erizadas y las gargantas tensas para no arrojar el contenido del buche lleno. En la proa y en la popa de cada pesquero, un hombre, daba lanzazos con un bichero a los grandes tiburones que azotaban la superficie del agua, en un esfuerzo por alcanzar la masa de pescado. Los colmillos triangulares, afilados como navajas, podían cortar hasta la resistente malla de la red.
Mientras aves y tiburones se atiborraban, los cascos de los pesqueros se iban hundiendo en el agua cada vez más; poco después de mediodía, el mismo Lothar tuvo que interrumpirla operación. Ya no había sitio para otra carga. Cada vez que se abría la red sobre cubierta, el pescado no hacía sino deslizarse sobre la borda para alimentar a los tiburones circundantes.
Lothar detuvo el cabestrante. Debían de quedar aún cien toneladas de pescado en la red principal, casi todos aplastados.
—Vaciad la red —ordenó—. Soltad y subidla a bordo.
Los cuatro pesqueros, tan hundidos que el agua penetraba por los imbornales a cada bamboleo, pusieron proa a tierra, con la velocidad reducida a un chapaleo poco atractivo. Parecían una columna de patos rellenos de huevo, con Lothar a la cabeza.
Detrás de ellos, más de medio kilómetro cuadrado de océano quedaba alfombrado de peces muertos, flotando con el vientre plateado hacia arriba, densos como el follaje otoñal en el suelo del bosque. Sobre ellos se mecían a la deriva miles de gaviotas saciadas; bajo el agua, los grandes tiburones proseguían el banquete.
Los exhaustos tripulantes se arrastraron por las arenas movedizas de pescados aún trémulos que atestaban la cubierta, hasta llegar al castillo de proa. Ya bajo cubierta, se arrojaron en las literas, todavía empapados de agua y jugos de pescado. En la timonera, Lothar bebió dos tazas de café caliente antes de consultar el cronómetro que pendía sobre su cabeza.
—Tenemos cuatro horas de camino hasta la fábrica —dijo—. El tiempo justo para nuestras lecciones.
—¡Ah, papá! —dijo el niño—. ¡Hoy no! Hoy es un día especial. ¿Hace falta que estudiemos?
En Bahía Walvis no había escuela. La más cercana era la Escuela Alemana de Swakopmund, a treinta kilómetros de distancia. Lothar había sido madre y padre para ese niño desde el día mismo de su nacimiento, después de haberlo recogido, mojado y sanguinolento, del lecho donde había sido parido. La madre nunca había querido mirarle. Era parte de un trato antinatural. El crió al bebé por su cuenta, sin más ayuda que la de las nodrizas namas. Mantenían una relación tan estrecha que Lothar no soportaba pasar un solo día lejos de él. Por eso había preferido hacerse cargo de su educación, en vez de enviarle a una escuela.
—Ningún día es tan especial para dejar de estudiar —dijo—. Los músculos no son los que hacen fuerte al hombre. —Se dio unos golpecitos en la cabeza—. Es esto lo que da la fuerza. ¡Trae los libros!
Manfred desvió los ojos hacia Da Silva, buscando su solidaridad, pero sabía que no era conveniente seguir discutiendo.
—Hazte cargo del timón —indicó Lothar al viejo marino, y fue a sentarse junto a su hijo, ante la pequeña mesa de mapas—. Aritmética, no. —Sacudió la cabeza—. Hoy tenemos inglés.
—¡Detesto el inglés! —declaró Manfred, con vehemencia—. Detesto el inglés y detesto a los ingleses.
Lothar asintió.
—Sí —coincidió—, los ingleses son enemigos nuestros. Siempre lo han sido y siempre lo serán. Por eso debemos armarnos con sus propias armas. Por eso aprendemos su idioma; de ese modo, cuando llegue el momento, podremos usarlo en batalla contra ellos mismos.
Hablaba en inglés en ese día por primera vez. Manfred iba a responder en afrikaans, el dialecto holandés sudafricano que sólo en 1918, un año antes del nacimiento de Manfred, había sido reconocido como idioma independiente y adoptado como lengua oficial de la Unión Sudafricana. Lothar levantó la mano para interrumpirle.
—En inglés —le amonestó—. Habla sólo en inglés.
Trabajaron juntos durante una hora, leyendo en voz alta la versión de la Biblia hecha por el rey Jacobo y un ejemplar del Cape Times, que databa de dos meses atrás. Después, Lothar le dictó una página. El trabajo de escribir en ese idioma poco familiar hizo que Manfred, inquieto, frunciera el entrecejo y mordisqueara el lápiz. Por fin no pudo contenerse más.
—¡Háblame del abuelo y del juramento! —instó a su padre. Lothar sonrió.
—Eres un monito astuto, ¿no? Cualquier cosa, con tal de no estudiar.
—Por favor, papá…
—Te lo he contado cien veces.
—Cuéntamelo otra vez. Es un día especial.
Lothar echó un vistazo a su preciosa carga plateada por la ventana de la timonera. El niño tenía razón: se trataba de un día muy particular. Después de cinco años largos y duros, estaba libre y limpio de deudas.
—Está bien. —Asintió con la cabeza—. Te lo contaré otra vez, pero en inglés.
Manfred cerró su cuaderno con un golpe entusiasta y se inclinó sobre la mesa; los ojos ambarinos relucían de expectación.
La historia de la gran rebelión había sido repetida con tanta frecuencia que Manfred la sabía de memoria; era capaz de corregir cualquier discrepancia con respecto a la versión original y llamar la atención de su padre si olvidaba algún detalle.
—Bueno —comenzó Lothar—, cuando el traidor rey inglés, Jorge V, declaró la guerra al káiser Guillermo de Alemania, en 1914, tu abuelo y yo supimos de inmediato cuál era nuestro deber. Nos despedimos de tu abuela con un beso…
—¿De qué color era el pelo de mi abuela? —preguntó Manfred.
—Tu abuela era una bella noble alemana; tenía el pelo del color del trigo maduro a la luz del sol.
—Igual que el mío —le instó el niño.
—Igual que el tuyo. —Lothar sonrió—. El abuelo y yo montamos nuestros caballos de guerra para incorporarnos a las fuerzas del anciano general Maritz y sus seiscientos héroes, en las riberas del río Orange, donde estaba a punto de lanzarse contra el viejo Slim, Jannie Smuts.
Slim era una palabra del idioma afrikaans, que significaba tramposo o traicionero. Manfred asintió ávidamente.
—¡Sigue, papá, sigue!
Cuando Lothar llegó a la descripción de la primera batalla en que las tropas de Jannie Smuts habían aplastado la rebelión con ametralladoras y artillería, los ojos del niño se empañaron de tristeza.
—Pero vosotros luchasteis como demonios, ¿verdad, papá?
—Luchamos como locos, pero ellos eran muchos y estaban armados con ametralladoras y grandes cañones. Cuando el abuelo fue herido en el estómago, lo puse a lomos de mi caballo y lo saqué del campo de batalla.
Gruesas lágrimas brillaban en los ojos del niño, al acercarse el final de la historia.
—Por fin, cuando ya estaba muriendo, tu abuelo sacó de la alforja la vieja Biblia negra que usaba como almohada y me hizo pronunciar un juramento sobre el libro.
—Yo sé cuál era —interrumpió Manfred—. ¡Deja que lo diga! —¿Cuál era el juramento?
—El abuelo dijo: “Prométeme, hijo mío, con la mano sobre este libro, prométeme que la guerra contra los ingleses no terminará jamás.”
—Si. —Lothar volvió a asentir—. Ese fue el juramento, el solemne juramento que hice a mi padre en el momento en que moría.
Alargó las manos para coger la del niño y la estrechó con fuerza. El viejo Da Silva cambió de humor; tosió y escupió por la ventana de la timonera.
—Es una vergüenza llenarle la cabeza al chico con tanto odio y muerte —dijo.
Lothar se levantó abruptamente.
—Cierra el pico, viejo —advirtió—. Esto no es asunto tuyo.
—Gracias a la Virgen Santísima —gruñó Da Silva—, porque eso es cosa del demonio, ya lo creo.
Lothar frunció el entrecejo y apartó la cara.
—Basta por hoy, Manfred. Guarda los libros.
Salió de la timonera y trepó al techo. Cómodamente recostado, sacó un largo cigarro del bolsillo superior y rompió la punta de un mordisco. Mientras escupía el trozo, se palpó los bolsillos en busca de fósforos. El niño asomó la cabeza, tímido y vacilante; como su padre no le indicó que se alejara (a veces se ponía de malhumor y deseaba estar solo) subió al techo y se sentó a su lado.
Lothar protegió con las manos la llama del fósforo y se llenó los pulmones de humo; después levantó el fósforo y dejó que el viento lo apagara antes de arrojarlo por la borda; el brazo fue a posarse tranquilamente sobre los hombros del chico.
Su hijo se estremeció de placer, pues las muestras físicas de afecto eran raras en su padre; se estrechó contra él y permaneció tan quieto como le fue posible, respirando apenas, para no echar a perder el momento.
La pequeña flota navegaba hacia tierra, circunnavegando el afilado cuerno septentrional de la bahía. Las aves marinas regresaban con ellos; los escuadrones de alcatraces, de cuello amarillo, formaban largas columnas regulares, rozando apenas las espumosas aguas verdes. El sol, ya bajo, les doraba el plumaje, ardiendo sobre las altas dunas de bronce que se elevaban como una cordillera, por detrás del insignificante grupo de edificios erigidos en el borde de la bahía.
—Espero que Willem haya tenido el buen criterio de encender las calderas —murmuró Lothar—. Aquí tenemos trabajo suficiente para mantener ocupada la fábrica toda la noche y el día de mañana.
—Será imposible enlatar todo este pescado —susurró el niño.
—Sí. Tendremos que dedicarla mayor parte al aceite de pescado y pasta…
Lothar se interrumpió para mirar al otro lado de la bahía. Manfred sintió que su cuerpo se ponía rígido. Para su fastidio, el padre retiró el brazo y puso una mano sobre los ojos, a manera de pantalla.
—Ese maldito tonto —gruñó. Su vista de cazador había detectado que la distante chimenea de la sala de calderas no despedía humo—. ¿A qué diablos está jugando? —Lothar se levantó de un salto, manteniendo fácilmente el equilibrio, a pesar de los movimientos del barco—. Ha dejado enfriar las calderas. Tardaremos cinco o seis horas en volver a encenderlas. El pescado comenzará a pudrirse. ¡Maldición, que se los lleven todos los diablos!
Todavía furioso, Lothar se dejó caer en la timonera.
—Con el dinero de la pesca voy a comprar una de esas máquinas de Marconi, esa novedad de radio de onda corta. Así podremos hablar con la fábrica mientras estemos navegando. Estas cosas no volverán a ocurrir.
Pero volvió a interrumpirse y a mirar con fijeza:
—¡Qué diablos está pasando allí!
Cogió los prismáticos y los enfocó. Como ya estaban a poca distancia, era posible distinguir una pequeña muchedumbre ante las puertas principales de la fábrica: los cortadores y empaquetadores con sus delantales y botas de goma. A esas horas debían estar en sus puestos, dentro de la fábrica.
—Allí está Willem. —El gerente de la fábrica estaba en el extremo del largo muelle de descarga, que se adentraba en las aguas de la bahía—. ¿A qué diablos está jugando? ¿Las calderas frías y todo el mundo holgazaneando fuera?
Con Willem había dos desconocidos, uno a cada lado. Vestían ropas oscuras de civil y tenían ese aire presumido de los pequeños funcionarios, que Lothar conocía y temía.
—Cobradores de impuestos o algo así —susurró. El enfado fue reemplazado por intranquilidad. Ningún enviado del gobierno le había traído nunca una buena noticia.
—Problemas —adivinó—. Justamente ahora, con mil toneladas de pescado para cocinar y enlatar…
Entonces vio los automóviles, hasta entonces escondidos por el edificio de la fábrica. Eran dos. Uno, un viejo y maltratado Ford T. Pero el otro, aún cubierto por el pálido polvo del desierto, era un vehículo mucho más imponente. Lothar sintió que el corazón le daba un vuelco y la respiración se le alteraba.
No podía haber dos vehículos iguales en toda África. Se trataba de un Daimler inmenso, pintado de amarillo. Lo había visto por última vez aparcado ante las oficinas de la Compañía Minera y Financiera Courtney, en la calle principal de Windhoek.
Lothar había ido para hablar sobre la posibilidad de que la empresa le ampliara el préstamo. Al otro lado de la ancha calle polvorienta, vio salir a la mujer. La vio descender los amplios escalones de mármol, flanqueada por dos de sus empleados, que vestían trajes oscuros y altos cuellos de celuloide. Uno de ellos abrió la puerta del magnífico automóvil amarillo para que se instalara detrás del volante, mientras el otro corría a hacer girar la manivela de arranque. Ella, sin preocuparse de chóferes, se había marchado conduciendo el coche con sus propias manos, sin echar siquiera un vistazo en dirección a Lothar, que quedó pálido y tembloroso ante las emociones conflictivas que experimentaba con sólo verla. Y de eso hacía casi un año.
Se irguió, mientras Da Silva conducía el pesquero a lo largo del muelle. Estaban tan sumergidos en el agua que Manfred se vio obligado a arrojar la amarra a uno de los hombres que esperaban en el muelle.
—Lothar, estos hombres quieren hablar contigo —le llamó Willem, cubierto de un sudor nervioso, mientras señalaba con el pulgar a sus dos acompañantes.
—¿Usted es el señor Lothar De La Rey? —preguntó el más bajo de los dos desconocidos, echando hacia atrás el sombrero polvoriento para secarse la frente expuesta bajo el ala.
—En efecto. —Lothar lo fulminó con la vista, apretando los puños a las caderas—. Y usted ¿quién diablos es? —¿Es el dueño de la Compañía Envasadora y Pesquera del suroeste africano?
—¡Ja! —respondió Lothar en afrikaans—. Soy el propietario, ¿y qué?
—Yo soy el comisario del tribunal de Windhoek; aquí tengo una orden de embargo sobre todos los bienes de la compañía. El comisario blandió el documento que sostenía.
—Han cerrado la fábrica —anunció Willem a Lothar, angustiado y con los bigotes estremecidos—. Me hicieron apagar las calderas.
—¡No pueden hacer eso! —bramó Lothar. Sus ojos se entrecerraron, amarillos y fieros como los de un leopardo irritado—. Tengo, mil toneladas de pescado que preparar.
—¿Ésos son los cuatro pesqueros registrados a nombre de la compañía? —continuó el comisario, sin dejarse perturbar por el estallido. Sin embargo, se desabotonó la chaqueta oscura y la abrió para apoyar las manos en las caderas; del cinturón le colgaba una pistolera de cuero, con un pesado revólver Webley. Giró la cabeza para observar los otros barcos, que amarraban a cada lado del muelle. Sin esperar la respuesta, prosiguió plácidamente—: Mi ayudante pondrá los sellos del tribunal a los barcos y a sus cargas. Debo prevenirle que será acto delictivo retirar los buques o la pesca.
—¡No pueden hacerme esto! —Lothar voló por la escalerilla hacia el muelle. Su tono ya no era belicoso—. Tengo que preparar todo ese pescado, ¿no comprende? Mañana por la mañana estará apestando hasta el cielo.
—Ese pescado no es suyo. —El comisario sacudió la cabeza—. Pertenece a la Compañía Minera y Financiera Courtney. —Hizo un gesto impaciente a su ayudante—. Proceda, hombre.
Y comenzó a girar sobre sus talones.
—Ha venido ella —afirmó Lothar, levantando la voz. El comisario volvió a mirarlo.
—Ha venido ella —repitió Lothar—. Ese coche es suyo. Ha, venido personalmente, ¿verdad?
El comisario bajó la vista, pero Willem barbotó la respuesta:
—Sí, está aquí… espera en mi oficina.
Lothar volvió la espalda al grupo y se alejó a grandes pasos por el muelle, entre el rumor de sus gruesas polainas, con los puños, apretados como si estuviera a punto de emprenderla a golpes.
La agitada multitud de obreros esperaba en el extremo del muelle.
—¿Qué pasa, Baas? —suplicaron—. No nos dejan trabajar. ¿Qué debemos hacer, Ou Baas?
—¡Esperad! —les ordenó Lothar, bruscamente—. Yo me encargo de esto.
—¿Recibiremos la paga, Baas? Tenemos hijos…
—Se os pagará —les espetó Lothar—. Lo prometo.
Era una promesa que no podría mantener mientras no vendiera su pescado. Se abrió paso entre ellos y rodeó la fábrica hacia la oficina del gerente.
El Daimler estaba ante la puerta; un chiquillo se apoyaba contra el guardabarros delantero de la gran máquina amarilla. Su aburrimiento y fastidio eran obvios. Tenía, tal vez, un año más que Manfred, pero era dos o tres centímetros más bajo, más delgado y pulcro. Llevaba una camisa blanca, algo ajada por el calor; sus modernos pantalones Oxford, de franela gris, estaban cubiertos de polvo y resultaban demasiado a la moda para su edad. Pero el muchacho tenía una gracia natural y era hermoso como una niña, de piel impecable y ojos color añil oscuro.
Lothar se detuvo en seco al verlo. Sin poder contenerse, exclamó:
—¡Shasa!
El niño se enderezó bruscamente, quitándose del entrecejo un mechón rubio oscuro.
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó.
A pesar de su tono, los ojos centellearon de interés, mientras estudiaba a Lothar con una desenvoltura casi adulta.
Lothar habría podido darle mil respuestas, y todas se le agolparon en los labios. “Una vez, hace muchos años, os salvé, a tu madre y a ti, de morir en el desierto. Ayudé a cambiarte los pañales y te llevé en mi montura cuando eras un bebé. Te quería, casi tanto como una vez quise a tu madre… Eres el hermano de Manfred; eres medio hermano de mi propio hijo. Te reconocería en cualquier parte, aunque haya pasado tanto tiempo.”
En cambio, sólo dijo:
—Shasa, en el idioma de los bosquimanos, significa “agua buena”, la sustancia más preciosa en el mundo que ellos habitan.
—Es cierto. —Shasa Courtney asintió. El hombre le interesaba: En él se advertía una violencia contenida, cierta crueldad; daba la impresión de poseer una fuerza indomable. Sus ojos, además, tenían un extraño color claro, casi amarillo, como los de un gato—. Tiene razón. El nombre es bosquimano, pero me bautizaron con el de Michel. Es francés. Mi madre es francesa.
—¿Dónde está? —preguntó Lothar.
Shasa echó un vistazo a la puerta de la oficina.
—No quiere que la molesten —advirtió.
Pero Lothar De La Rey pasó junto a él, tan cerca que Shasa sintió el olor a pescado y vio las diminutas escamas blancas adheridas a su piel bronceada.
—Sería mejor que llamara…
Shasa bajó la voz, pero Lothar, sin prestarle atención, abrió la puerta con tal violencia que la estrelló contra la pared. Se quedó bajo el dintel, y Shasa vio que su madre abandonaba una silla de respaldo recto, puesta frente a la ventana, y se volvía hacia la puerta.
Era esbelta como una muchacha. El crepé amarillo de su vestido caía en drapeados sobre sus pechos pequeños, disimulados como lo indicaba la moda; un cinturón angosto le ceñía la cadera. El sombrero de ala estrecha le cubría la densa mata de pelo oscuro. Sus ojos grandes eran casi negros.
Parecía muy joven, no mucho mayor que su hijo, hasta que levantó el mentón, enseñando la línea fuerte y decidida de la mandíbula. Los rabillos de sus ojos también se levantaron, y en sus profundidades oscuras brillaron luces del color de la miel. Así se la veía tan formidable como cualquiera de los hombres que Lothar conocía.
Se miraron fijamente, apreciando los cambios provocados por los años desde el último encuentro. “¿Qué edad tiene?”, se preguntó Lothar. Inmediatamente recordó: “Nació una hora después de medianoche, en el primer día del siglo. Tiene la edad del siglo XX… por eso la llamaron Centaine. Conque tiene treinta y un años. Y aún aparenta diecinueve. Continúa tan joven como el día que la encontré; sangraba y se moría en el desierto a causa de las heridas hechas por la garra del león, profundas en su carne joven y dulce.”
“Ha envejecido”, pensó a su vez Centaine. “Esas mechas de plata en el pelo rubio, esas líneas alrededor de la boca y los ojos. Ya ha de tener más de cuarenta, y ha sufrido… pero no lo bastante. Me alegro de no haberle matado. Me alegro de que mi bala no le perforara el corazón. Eso habría sido demasiado rápido. Ahora le tengo en mi poder y comenzará a descubrir la verdad…”
De pronto, contra su voluntad y sus inclinaciones, recordó la sensación de aquel cuerpo dorado sobre el suyo, desnudo, liso, fuerte; sus ingles se apretaron entonces y luego se relajaron, dejando sentir una suave inundación caliente, tan caliente como la sangre que le subía a las mejillas, tan intensa como la furia contra sí misma; era incapaz de dominar el lado animal de sus emociones. En todo lo demás se había adiestrado como una atleta, pero esa ingobernable tendencia a la sensualidad escapaba a su control.
Miró detrás de Lothar y vio a Shasa a la luz del sol: su bello hijo la observaba con curiosidad. Se sintió entonces avergonzada y furiosa por haberse dejado atrapar en ese momento vulnerable; estaba segura de que sus sentimientos más bajos habían quedado al descubierto.
—Cierra la puerta —ordenó, con voz ronca y pareja—. Entra y cierra la puerta.
Apartó la vista hacia la ventana, dominándose una vez más, antes de volverse hacia el hombre al que había decidido destruir.
Cuando la puerta se cerró, Shasa tuvo una aguda punzada de desilusión. Sintió que sucedía algo de vital importancia. El rubio desconocido de los ojos gatunos, que sabía su nombre y su significado, suscitaba algo en él, un sentimiento peligroso y excitante. Le extrañaba la reacción de su madre, el súbito rubor que le había subido al cuello y a las mejillas, algo en sus ojos nunca visto antes… ¿Culpabilidad, quizás? Y después, la incertidumbre, totalmente desacostumbrada en ella. Que Shasa supiera, nada la hacía sentir insegura. El niño deseaba desesperadamente saber qué estaba ocurriendo detrás de aquella puerta cerrada. Las paredes del edificio eran de hierro galvanizado y corrugado.
“Si quieres saber algo, ve y averígualo”: era uno de los lemas de su madre. El único reparo de Shasa fue que ella pudiera sorprenderle. Se acercó a la pared lateral de la oficina, pisando la grava con ligereza para que no crujiera bajo sus pies, y apoyó la oreja contra el metal corrugado, caliente por el sol.
Aunque forzaba el oído, sólo podía percibir el murmullo de las voces. Aun cuando el desconocido rubio habló con dureza, a Shasa le fue imposible captar las palabras. La voz de su madre era baja, ronca, inaudible.
“La ventana”, pensó, y avanzó rápidamente hacia la esquina; iba decidido a escuchar por la abertura cuando súbitamente se vio sujeto a la atención de cincuenta pares de ojos. El gerente de la fábrica y sus desocupados obreros aún estaban agrupados ante las puertas principales. Al verle aparecer por la esquina del edificio, guardaron silencio y se volvieron hacia él.
Shasa meneó la cabeza y se apartó de la ventana. Todos seguían observándole. Por eso metió las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones y, haciendo gala de una premeditada indiferencia, echó a andar hacia el largo muelle de madera, como si ésa hubiera sido su intención desde un principio. Lo que ocurriera en la oficina estaba ya fuera de su alcance, a menos que pudiera sonsacárselo más tarde a su madre, y sobre eso había pocas esperanzas. De pronto reparó en los cuatro pesqueros amarrados a los lados del muelle, cada uno muy hundido en el agua, bajo la reluciente carga plateada; aquello alivió un poco su desilusión. Era algo como para matizar la monotonía de una horrible y calurosa tarde desértica. Apuró sus pasos al acercarse a los maderos del muelle. Los barcos siempre le habían fascinado.
Un panorama nuevo y excitante. Nunca había visto tanto pescado; parecían ser toneladas y toneladas. Llegó a la altura del primer barco. Era feo y estaba sucio; por los costados quedaban restos de excrementos humanos, allí donde la tripulación se había agachado contra la barandilla; olía a agua de sentina, a combustible y a humanidad sucia confinada en sitios cerrados. Ni siquiera se le había dado un nombre; en la proa, castigada por las olas, sólo se veían los números de registro y de licencia.
“Todo barco debe tener nombre”, pensó Shasa. “No dárselo es insultante y trae mala suerte.” El yate de ocho metros que su madre le había regalado en su decimotercer cumpleaños se llamaba El toque de Midas, nombre que ella misma había sugerido.
Shasa arrugó la nariz ante el olor del pesquero, asqueado y en entristecido por su condición tan descuidada. “Si para esto ha venido mi madre desde Windhoek…” No terminó el pensamiento, pues un niño salió por el otro lado de la alta timonera.
Llevaba unos pantalones cortos de lana remendados; sus piernas eran pardas y musculosas; caminaba descalzo, manteniendo fácilmente el equilibrio sobre el borde de la escotilla.
Cada uno cobró conciencia de la presencia del otro; rígidos como dos perros que se encuentran inesperadamente, se observaron en silencio.
“Un petimetre, el preferido de mamá”, pensó Manfred. Había visto un par de sujetos así en sus raras visitas a la ciudad turística de Swakopmund. Hijos de ricos, vestidos con ropa almidonada y ridícula, caminaban modosamente tras sus padres, con aquella expresión irritante. “Vaya pelo, empapado en brillantina. Huele como un ramo de flores”.
“Uno de los blancos pobres de África”, se dijo Shasa, reconociendo el tipo. “Un byowner, un hijo de colono intruso.” Su madre le había prohibido jugar con ellos, pero algunos eran realmente divertidos. Y la prohibición materna, por supuesto, aumentaba su atractivo. Uno de los hijos del capataz de la mina imitaba a los pájaros de un modo tan realista que los hacía bajar de los árboles; él fue quien enseñó a Shasa cómo ajustar el carburador y el arranque del viejo Ford que su madre le permitía usar, aun cuando no tenía permiso de conducir. La hermana de ese mismo niño, un año mayor que Shasa, le había enseñado algo aún más notable cuando compartieron algunos momentos prohibidos detrás de la bomba de agua. Le había permitido tocarla allí bajo la corta falda de algodón; había sido una experiencia extraordinaria, que él tenía intenciones de repetir en la siguiente oportunidad.
Ese niño también parecía interesante, y tal vez pudiera mostrarle la sala de máquinas. Shasa echó un vistazo a la fábrica. Su madre no estaba vigilando. Y él estaba dispuesto a mostrarse magnánimo.
—Hola. —Hizo un gesto señorial y sonrió con cautela. Sir Garrick Courtney, su abuelo, la figura masculina más importante de su vida, siempre le advertía: “¡Por un derecho de nacimiento, ocupas una posición muy elevada en la sociedad. Eso te otorga, no sólo beneficios y privilegios, sino también deberes. El verdadero señor trata a los inferiores, blancos o negros, jóvenes o viejos, hombres o mujeres, con consideración y cortesía!”—. Me llamo Courtney —continuó—, Shasa Courtney. Soy nieto de sir Garrick Courtney. Mi madre es la señora Centaine de Thiry Courtney. —Se quedó esperando la deferencia que esos nombres solían convocar. Como no la hubiera, prosiguió, algo intimidado—: ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Manfred —respondió el otro muchacho, en afrikaans, arqueando las densas cejas negras sobre los ojos ambarinos. Eran tanto más oscuras en relación con el pelo rubio que parecían haber sido teñidas—. Manfred De La Rey. Mi abuelo y mi tío abuelo y mi padre también eran De La Rey, y echaron a los ingleses jodiéndolos cada vez que se topaban con ellos.
Shasa enrojeció ante ese inesperado ataque; estaba a punto de alejarse cuando vio que un anciano se recostaba contra la ventana de la timonera y los observaba; dos tripulantes de color se habían acercado desde el castillo de proa. No podía retroceder.
—Nosotros, los ingleses, ganamos la guerra. En 1914 también aplastamos a los rebeldes —le espetó.
—¡Nosotros! —repitió Manfred, volviéndose hacia el público—. Este caballerete de pelo perfumado ganó la guerra. —Los tripulantes rieron entre dientes—. Oledlo. ¡Si tendría que llamarse Lirio! Lirio, el soldado perfumado. Manfred volvió la espalda al forastero. Por primera vez, Shasa notó que le llevaba dos o tres centímetros de estatura y que sus brazos poseían una musculatura inusual.
—Conque eres inglés, ¿no, Lirio? Seguramente vives en Londres, ¿verdad, dulce Lirio?
Shasa no esperaba que un blanco pobre fuera tan lúcido e ingeniosamente mordaz. Por lo común, se desenvolvía bien en las discusiones.
—¡Por supuesto que soy inglés! —afirmó con vehemencia mientras buscaba una réplica definitiva que pusiera fin al diálogo y le permitiera retirarse a salvo de esa situación que escapaba a su dominio.
—Entonces vives en Londres —insistió Manfred.
—Vivo en Ciudad del Cabo.
—¡Ja! —Manfred se enfrentó con el público, cada vez más numeroso. Swart Hendrick había cruzado el muelle desde su propio pesquero. Toda la tripulación había salido del castillo de proa—. Por eso se los llama soutpiel —anunció el niño.
Hubo un estallido de carcajadas jubilosas ante la ruda expresión. Manfred no la habría empleado en presencia de su padre. La traducción era “pito salado”, y Shasa enrojeció ante el insulto, cerrando instintivamente los puños.
—Los soutpiel tienen un pie en Londres y el otro en Ciudad del Cabo —explicó Manfred, encantado—, y el pito les cuelga en medio del salado océano Atlántico.
—¡Retira eso!
La furia había hecho que Shasa replicara de un modo más expresivo. Ningún inferior le había hablado nunca de esa manera.
—¿Que lo retire, como tú retiras la salada piel de tu pito? ¿Cuando juegas con él? ¿A eso te refieres?
El aplauso hizo que Manfred, implacable, avanzara hasta ponerse directamente debajo de su interlocutor. Shasa se arrojó sin previo aviso; el otro no le esperaba tan pronto, pues había calculado intercambiar algunos insultos más antes de que ambos estuvieran suficientemente irritados para un ataque.
Shasa cayó desde un metro ochenta de altura, golpeándole con todo el peso de su cuerpo y su indignación. El aliento se escapó bruscamente de los pulmones de Manfred. Ambos cayeron trenzados, hacia atrás, sobre el montón de pescado.
Mientras rodaban, Shasa sintió, espantado, la fuerza del otro niño. Sus brazos eran duros como troncos; los dedos que le arañaban la cara parecían ganchos de carnicero. Sólo la sorpresa y la falta de aliento, por parte de Manfred, le salvaron de una humillación instantánea. Casi demasiado tarde, recordó las advertencias de Jock Murphy, su instructor de boxeo.
—Nunca dejes que un hombre más corpulento te obligue a pelear de cerca. Apártate, mantenlo a un brazo de distancia.
Manfred le lanzaba zarpazos a la cara, tratando de hacerle una llave con el brazo; ambos se debatían en la fría y resbaladiza masa de pescado. Shasa levantó la rodilla derecha y la hundió en el pecho de su contrincante, en el momento en que se impulsaba hacia él. Manfred aspiró hondo y retrocedió pero, de inmediato, mientras Shasa trataba de rodar y apartarse, volvió a lanzarse hacia delante, cogiéndole la cabeza. Shasa la agachó y, con la mano derecha, empujó el codo de Manfred hacia arriba para aflojar el apretón. Luego, tal como Jock le había enseñado, salió retorciéndose por la abertura que acababa de crear. Le ayudó el limo de pescado que cubría su cuello y el brazo de Manfred como si fuera aceite. En cuanto se vio libre, lanzó un puñetazo con la izquierda.
Jock le había hecho practicar interminablemente ese golpe izquierdo, breve y directo. “El golpe más importante que puedes usar”, decía.
No fue de los mejores, pero dio contra el ojo del otro muchacho, con fuerza suficiente para echarle la cabeza hacia atrás y distraerle hasta que Shasa pudo ponerse de pie y retroceder.
Por entonces, el muelle estaba atestado de tripulantes negros, con botas de goma y suéteres azules. Todos rugían de entusiasmo y alegría, incitando a los dos chavales como si fueran gallos de pelea.
Manfred, que parpadeaba para alejar las lágrimas de su ojo hinchado, corrió tras Shasa, molesto por el pescado adherido a sus piernas. Entonces aquella izquierda volvió a dispararse. No hubo previo aviso; llegó directa, dura, inesperadamente, lacerando el ojo afectado hasta hacerle gritar de ira, mientras buscaba a tientas, furioso, al muchacho delgado.
Shasa se ocultó bajo su brazo y atacó otra vez con la izquierda, tal como Jock le había enseñado: “Nunca avises moviendo los hombros o la cabeza.” Casi podía oír la voz de Jock: “Dispara, sólo con el brazo.”
El golpe alcanzó a Manfred en la boca; inmediatamente brotó sangre al chocar sus labios con los dientes. La sangre del adversario excitó a Shasa; también el bramido acorde de la muchedumbre provocaba en el una respuesta primitiva. Usó la izquierda una vez más, estrellándola contra el ojo rojizo y lacerado.
“Cuando le marques, sigue golpeando en el mismo lugar”, decía la voz de Jock en su mente. Y Manfred gritó otra vez. Sin embargo, en ese momento se oía en su voz el dolor, además de la rabia.
“Está dando resultado”, se jactó Shasa. Y retrocedió hacia la timonera; en aquel instante Manfred notó que su adversario estaba acorralado, y se precipitó hacia él en medio del pescado, con los brazos muy abiertos y una sonrisa triunfal, pero ensangrentada, con los dientes teñidos de rosado intenso.
Shasa, presa del pánico, dejó caer los hombros. Por un instante se apretó contra los maderos, pero luego se lanzó hacia delante, hundiendo la cabeza contra el estómago de su adversario.
Una vez más, Manfred silbó, al brotar el aire por su garganta. Durante algunos segundos de confusión, ambos se retorcieron juntos, en la maraña de arenques, mientras Manfred gorgoteaba buscando aliento, sin poder apresar los miembros resbaladizos de su contrincante. Por fin Shasa logró desasirse y llegó, arrastrándose, al pie de la escalerilla del muelle, por la que subió a duras penas.
La multitud celebró esa huida con risas y gritos burlones. Manfred trepaba furioso detrás de él, escupiendo sangre y limo de pescado por la boca herida, mientras su pecho bombeaba con agitación para colmar de aire otra vez los pulmones.
Cuando Shasa iba por la mitad de la escalerilla, Manfred alargó una mano y lo cogió por el tobillo. Shasa se sintió estirado por el otro muchacho y se aferró desesperadamente a los peldaños superiores. Las caras de los pescadores estaban a pocos centímetros de la suya, pues todos se habían agachado hacia el maderamen y pedían a gritos su sangre, apoyando a su compañero.
Con la pierna libre, Shasa dio una coz y golpeó con el tacón el ojo herido del otro. Manfred lo soltó chillando y Shasa pudo subir hasta el muelle y mirar a su alrededor. Su ardor bélico había desaparecido. Estaba temblando.
Había abierto la brecha y no deseaba otra cosa que aprovecharla, pero los hombres que les rodeaban se reían burlonamente. El orgullo le inmovilizó. Miró alrededor, con un terror que le produjo náuseas, y vio que Manfred había llegado al final de la escalerilla.
Shasa no sabía muy bien cómo se había metido en la pelea ni cuál había sido el motivo; deseaba angustiosamente salir de ella pero era imposible. Toda su crianza y su adiestramiento se lo impedían. Tratando de no temblar, se enfrentó nuevamente a Manfred. El muchacho también temblaba, pero no de miedo. Tenía la cara hinchada y roja de furia asesina; sin darse cuenta, emitía un sonido silbante entre los labios ensangrentados. El ojo afectado se amorataba, ya reducido a una ranura.
—Mátalo, kleinbasie —aullaron los tripulantes negros—. Mátalo, patroncete.
Las provocaciones enfurecieron a Shasa, que tragó aire para serenarse y levantó los puños, en la clásica postura del boxeador, con el pie izquierdo adelantado y los puños cerca de la cara.
“No dejes de moverte”, dijo otra vez la voz de Jock. Se irguió entonces sobre la punta de los pies, dando pequeños saltos.
—¡Miradle! —bramó la muchedumbre—. ¡Se cree Jack Dempsey! Quiere bailar contigo, Manie. ¡Enséñale el vals de Walvis Bay!
No obstante, Manfred parecía hechizado por la terrible determinación de aquellos ojos azules y por los nudillos blancos de la mano izquierda. Comenzó a caminar en círculo mascullando amenazas.
—Te voy a arrancar el brazo izquierdo para metértelo por la garganta. Los dientes te van a salir por el culo, desfilando como soldados.
Shasa parpadeaba, y sin bajarla guardia, giraba poco a poco para mantenerse frente a Manfred. Aunque los dos lucían empapados y brillantes por el pescado, con el pelo apelmazado y salpicado de escamas sueltas, nada en ellos parecía ridículo o infantil. Era una buena pelea, que prometían mejorar aún, y el público, gradualmente, fue dejando de gritar. En la muchedumbre los ojos centelleaban como en una manada de lobos. Inclinados hacia delante, llenos de expectación, observaban a dos contrincantes algo desiguales para el combate.
Manfred simuló un ataque por la izquierda y de inmediato se lanzó a la carga desde el costado. Era muy rápido, a pesar de su tamaño y de su peso. Mantenía baja su rubia y reluciente cabeza. Las cejas negras, curvas, destacaban la ferocidad de su gesto.
Frente a él, Shasa parecía frágil, casi femenino. Sus brazos, delgados y pálidos; las piernas, demasiado largas y flacas bajo la franela empapada. Pero se movía bien. Esquivó el ataque de Manfred y, al apartarse, disparó otra vez el brazo izquierdo. Los dientes de Manfred crujieron hasta hacerse oír. Su cabeza voló hacia atrás y el cuerpo se levantó sobre los talones.
La multitud gruñó:
—¡Vat horn, Manie! ¡Atrápalo!
Y Manfred volvió a atacar, lanzando un poderoso revés al suave y pálido rostro de Shasa. El muchacho lo esquivó agachándose y, en el momento en que Manfred estaba fuera de equilibrio por su propio impulso, disparó inesperada y dolorosamente el puño izquierdo al ojo negro e hinchado. Manfred lo tapó con la mano, bramando:
—¡Pelea como es debido, soutie tramposo!
—¡Ja! —gritó una voz, de entre la multitud—. ¡Basta de huir ¡Lucha como un hombre!
En ese momento, Manfred cambió de táctica. En vez de fintar y ondular, se arrojó directamente contra Shasa, sin detenerse, moviendo ambas manos en una impresionante secuencia mecánica de golpes. Shasa retrocedió frenéticamente, esquivando y agachándose; al principio siguió atacando con la mano izquierda, mientras Manfred le seguía implacablemente; la piel cortada e hinchada, comenzaba a abolsarse bajo el ojo. Volvió a pegarle en la boca, una y otra vez, hasta dejar el labio deformado y Lleno de hematomas. Manfred parecía insensibilizado a los golpes, pues no alteraba el ritmo de los suyos ni aflojaba el ataque.
Los puños pardos, endurecidos por el trabajo con el cabestrante y la red, rozaban el cabello de Shasa cada vez que el muchacho esquivaba el embate, sin dejar de retroceder. De pronto, uno dio contra la sien. Shasa dejó de dirigir sus propios contragolpes y se esforzó tan sólo por mantenerse lejos de esos puñetazos, pues las piernas se le estaban entumeciendo.
Manfred, incansable, le acometía sin cesar. La desesperación, combinada con el cansancio, aflojó las piernas de Shasa. Un puño se le incrustó en las costillas; se tambaleó, gruñendo, y vio que otro más venía directo a su cara. No pudo evitarlo. Tenía la sensación de que sus pies estaban plantados en cubos de melaza. Se aferró del brazo de Manfred, colgándose inflexiblemente de él. Era el gesto que su adversario había estado buscando, y de inmediato cerró el otro brazo en torno del cuello de Shasa.
—Ahora te tengo —murmuró, con los labios inflamados y sanguinolentos, mientras obligaba a Shasa a doblarse, con la cabeza sujeta bajo su brazo izquierdo. Levantó la mano derecha y lo derribó con un brutal puñetazo.
Shasa sintió llegar el impacto y se retorció con tanta violencia que su cuello pareció quebrarse. Recibió el golpe en la parte superior de la cabeza y no en la cara desprotegida. El efecto fue similar al de una lanza de hierro cayendo por su espalda desde el cráneo Entonces comprendió que no soportaría otro golpetazo como ése. Con la visión nublada se tambaleó hasta el borde del muelle, y empleó los últimos vestigios de su fuerza para avanzar junto con Manfred hasta el límite mismo del enmaderado. Este, que no esperaba verse impulsado en esa dirección, no pudo sostenerse, y ambos cayeron al pesquero cargado, casi dos metros más abajo.
Shasa, apresado por el cuerpo de Manfred, se hundió instantáneamente en el pantano de arenques. Manfred trató de lanzarle otro puñetazo a la cara, pero dio en la blanda capa de pescado que estaba esparciéndose sobre la cabeza de Shasa. Entonces abandonó el esfuerzo y se limitó a apoyar todo su peso en el cuello del otro niño; le introducía la cabeza más y más profundamente por debajo de la superficie.
Shasa comenzaba a asfixiarse. Trató de gritar, pero un arenque muerto se le deslizó al interior de la boca abierta, clavándosele de cabeza en la garganta. Pataleó y agitó sus manos, retorciéndose con el resto de sus fuerzas, pero su cabeza se hundía implacablemente. El pez allí alojado fue sofocándole. La oscuridad sumió la cabeza en un sonido similar al del viento, borrando el coro asesino del muelle. Sus forcejeos se volvieron menos violentos. Finalmente, apenas pudo agitar los miembros como si fueran aletas.
“Voy a morir”, pensó con cierto asombro objetivo. “Estoy ahogándome…”
Y el pensamiento se desvaneció junto a su estado consciente.
—Has venido a destruirme —la acusó Lothar De La Rey, de espaldas a la puerta cerrada—. Has venido desde muy lejos para presenciar esto y poder jactarte.
—Te das demasiada importancia —respondió Centaine, desdeñosa—. No tengo tanto interés personal en ti. He venido a proteger mis considerables inversiones, y a cobrar cincuenta mil libras, más los intereses vencidos.
—Si eso fuera cierto, no me impedirías procesar la pesca. Tengo mil toneladas ahí fuera. Para mañana al atardecer podrían estar convertidas en cincuenta mil libras.
Centaine, impaciente, levantó la mano para interrumpirle. Su piel había tomado un cremoso color de café, y contrastaba con el diamante plateado, tan largo como la falange superior del índice ahusado que apuntaba hacia él.
—Vives en un mundo de fantasías —le dijo—. Tu pesca no vale nada. Nadie la quiere, a ningún precio, mucho menos a cincuenta mil. —Vale lo que te he dicho, en pasta de pescado y conservas…
—Los depósitos de todo el mundo están llenos de mercancía que nadie quiere. ¿No lo entiendes? ¿No lees los periódicos? ¿No escuchas la radio, aquí en el desierto? No vale nada, ni siquiera el costo del procesamiento.
—Eso no es posible. —Lothar estaba furioso y se empecinó—. Estoy enterado de lo que pasa con el mercado de valores, por supuesto, pero la gente tiene que comer.
—Pienso muchas cosas de ti —reconoció ella, sin elevar la voz, como si hablara con un niño—, pero nunca pensé que fueras estúpido. Trata de entender: ahí fuera, en el mundo, ha ocurrido algo que no había sucedido hasta ahora. El comercio del mundo entero está muerto; las fábricas están cerrando en todas partes; las calles de las ciudades principales están llenas de parados.
—Utilizas esto como excusa para lo que estás haciendo. Es una venganza personal. —Se acercó a ella, con los labios pálidos como el hielo contra su bronceado de caoba oscura—. Estás persiguiéndome por un delito imaginario cometido hace mucho tiempo. Me estás castigando.
—El delito fue real. Centaine retrocedió ante su cercanía, pero sin dejar de sostenerle la mirada. Su voz, aunque baja, sonaba dura y fría. —Fue monstruoso, cruel, imperdonable, pero no hay castigo adecuado para semejante crimen. Si existe Dios, El te exigirá su expiación.
—El niño —comenzó él—. El niño queme diste en la selva…
Por primera vez había traspasado la armadura de la mujer.
—No menciones a tu bastardo. —Centaine sujetó sus manos para impedir que temblaran—. Fue nuestro acuerdo.
—Es nuestro hijo. No puedes evitarlo. ¿Te satisface aniquilarlo a él también?
—Es hijo tuyo —negó ella—. Yo no tuve nada que ver. Él no afecta ni cambia mi decisión. Tu fábrica es insolvente, desesperada e irremisiblemente insolvente. No espero recobrar mi inversión. Sólo confío en recuperar una parte.
Por la ventana abierta llegaban las voces de los hombres; aun de lejos sonaban excitadas; parecían perros siguiendo un rastro. Ninguno de los dos echó un vistazo en aquella dirección. Concentraban en ellos mismos toda la atención.
—Dame una oportunidad, Centaine.
Oyó el timbre suplicante de su propia voz y sintió asco. Nunca había suplicado a nadie, ni una sola vez en toda su vida, pero no soportaba la perspectiva de iniciarlo todo de nuevo. No sería la primera vez. Dos veces, anteriormente, se había quedado en la ruina; la guerra y sus avatares le habían arrebatado todo, salvo el orgullo, el coraje y la decisión. El enemigo era siempre el mismo; los británicos y sus aspiraciones imperiales. En cada caso había empezado otra vez desde el principio, reconstruyendo laboriosamente su fortuna.
Esa vez, sin embargo, la perspectiva le horrorizaba. Verse derrotado por la madre de su hijo, la mujer que había amado… y (que Dios le perdonara) aún amaba, contra su voluntad. Sintió el agotamiento de su cuerpo y de su espíritu. Tenía cuarenta y seis años; ya no contaba con las reservas de energía a las que pueden acudir los jóvenes. Creyó ver cierta blandura en los ojos de Centaine, como si aquella súplica la conmoviera, la hiciera vacilar hasta ceder.
—Dame una semana, sólo una semana, Centaine. Es todo lo que te pido.
Se estaba rebajando, y de inmediato comprendió que la había menospreciado. Ella no alteró su expresión, pero en sus ojos fue visible que aquello no era compasión, sino el fulgor de una satisfacción profunda. El se estaba poniendo donde ella había querido verlo, a lo largo de todos aquellos años.
—Te he dicho que no me tutees —observó—, te lo dije también cuando supe que habías asesinado a dos personas a quienes yo quería como a nadie. Te lo repito ahora.
—Una semana. Sólo una semana.
—Ya te he dado dos años.
En ese momento, ella volvió la cabeza hacia la ventana. Ya no podía ignorar el ruido de las voces ásperas, que se oían como el rugir sanguinario de una plaza de toros a lo lejos.
—En otra semana no harás sino endeudarte más y obligarme a pérdidas mayores. —Centaine sacudió la cabeza, pero él miraba por la ventana. La voz de la mujer se volvió áspera—. ¿Qué está pasando en ese muelle? Apoyó las manos en el antepecho y miró hacia la playa.
El se colocó a su lado. En el muelle había un numeroso grupo de personas. Los obreros desempleados corrían para sumarse a él.
—Shasa! —gritó Centaine, con un arrebato espontáneo de preocupación maternal—. ¿Dónde está Shasa?
Lothar saltó ágilmente por la ventana y corrió hacia el muelle, empujando a los rezagados. Luego se abrió paso a golpes de hombro entre el círculo de pescadores aullantes, mientras los muchachos se balanceaban en el borde.
—¡Manfred! —rugió—. ¡Basta! ¡Suéltalo!
Su hijo tenía al muchacho sujeto por el cuello y con crueldad le propinaba un golpe tras otro en la cabeza. Lothar oyó los impactos contra el cráneo de Shasa.
—¡Pedazo de idiota!
Caminó hacia ellos. Nadie había oído su voz entre los gritos de la multitud. Sintió miedo por el niño, adivinaba cuál sería la reacción de Centaine si estuviese malherido.
—¡Déjalo!
Antes de que pudiera llegar a ellos, los vio tambalearse hacia atrás y caer fuera del muelle.
—¡Oh, Dios mío!
Oyó el ruido contra la cubierta del pesquero; cuando llegó al borde y pudo mirar hacia abajo, estaban ya medio sepultados por los relucientes arenques.
Lothar trató de llegar a la punta de la escalerilla, obstaculizado por la masa de pescadores que se agolpaban allí para no perder un solo detalle de la contienda. Golpeó con ambos puños para abrirse camino empujando a sus hombres, hasta que pudo bajar a la cubierta del barco.
Manfred yacía sobre el otro niño, le hundía la cabeza y los hombros por debajo de la masa de arenques. Su propio rostro estaba deforme por la ira, lleno de chichones y descolorido por las magulladuras. Murmuraba amenazas incoherentes con los labios sanguinolentos e hinchados. Shasa ya no se debatía. Su cabeza y sus hombros habían desaparecido, pero el tronco y las piernas, retorciéndose, efectuaban movimientos enervados, propios de quien ha recibido un balazo en la cabeza.
Lothar cogió a su hijo de los hombros e intentó arrancarlo de allí. Era como tratar de separar a un par de mastines; tuvo que emplear todas sus fuerzas. Por fin levantó en vilo a Manfred y lo arrojó contra la timonera, con tanta fuerza que el golpe frenó su agresividad. Entonces tomó a Shasa por las piernas y tiró de ellas hasta rescatarlo de aquel mercurio envolvente. Emergió de allí mojado y resbaladizo, con los ojos en blanco.
—Lo has matado —bramó Lothar a su hijo.
La furia de la marea sangrienta retrocedió, dejando el rostro de Manfred blanco y estremecido de horror.
—No era mi intención, papá. Yo no…
En la boca de Shasa había un pez muerto que lo estaba asfixiando. Por la nariz salían burbujas viscosas de pescado.
—¡Estúpido, grandísimo estúpido!
Lothar le metió el dedo por la comisura de la boca y sacó el arenque.
—Lo siento mucho, papá. No era mi intención —susurró Manfred.
—Si lo has matado, has cometido un delito horrible a los ojos de Dios. —Lothar tomó en sus brazos el cuerpo inerte de Shasa—. Habrás matado a tu propio…
No dijo la funesta palabra, pero apretó los dientes para contenerla, mientras giraba hacia la escalerilla.
—No lo maté. —Manfred, suplicante, buscaba consuelo—. No está muerto. Todo está bien, ¿verdad, papá?
—No. —Lothar meneó sombríamente la cabeza—. Nada está bien, nada volverá a estar bien jamás.
Y subió al muelle, cargando al niño inconsciente.
La multitud le abrió paso, en silencio. Todos estaban tan horrorizados y llenos de remordimientos como Manfred; sin poder mirarle a los ojos, le dejaron pasar.
—Swart Hendrick —llamó Lothar por encima de la cabeza de todos, en dirección al negro alto—, me extraña de ti. Debiste separarlos.
Lothar caminó a grandes pasos por el muelle, sin que nadie le siguiera.
Centaine Courtney le esperaba en el medio del camino que subía desde la playa. El hombre se detuvo ante ella, con el niño colgando fláccido de sus brazos.
—Está muerto —susurró ella, desolada.
—No —negó Lothar, con fuerza. Era demasiado horrible pensar eso.
Como respuesta, Shasa lanzó un gemido y vomitó.
—Rápido. —Centaine se adelantó—. Ponlo sobre tu hombro antes de que se ahogue con su propio vómito.
Con Shasa colgado de su hombro como un zurrón, Lothar cubrió corriendo los pocos metros que faltaban para llegar a la oficina. Centaine despejó el escritorio.
—Acuéstalo aquí —ordenó.
Pero el niño se esforzaba débilmente, tratando de incorporarse. La madre le sostuvo por los hombros y le limpió la cara con la fina tela de su manga.
—Fue tu bastardo. —Fulminó a Lothar con la mirada—. Él le hizo eso a mi hijo, ¿no?
Antes de que él apartara la vista, en sus ojos se leyó la confirmación. Shasa tosió, despidiendo más restos de pescado y un vómito amarillo. Inmediatamente se sintió más fuerte. Sus ojos se fijaron y su respiración se normalizó.
—Sal de aquí. —Centaine se inclinó protectora sobre el cuerpo de su hijo—. ¡Os voy a enviar al infierno, a ti y a tu bastardo! ¡Sal de mi vista!
El camino que salía de Walvis Bay se extendía por las grandes dunas anaranjadas; eran treinta kilómetros hasta el nudo ferroviario de Swakopmund. Las dunas se elevaban a cada lado, alcanzando cien o ciento veinte metros de altura. Esas montañas de arena, de cimas afiladas como cuchillos y blandas laderas deslizantes, atrapaban el calor del desierto en los cañones abiertos entre ellas.
El camino era apenas un par de profundas huellas en la arena cuya marca a cada lado era el centelleo de las botellas de cerveza rotas. Ningún viajero tomaba ese camino tan árido sin llevar una provisión adecuada para el viaje. A veces, las huellas eran borradas en el esfuerzo de otros conductores, poco hábiles en el arte de viajar a través del desierto, por extraer sus vehículos de las arenas pegajosas; de este modo la carretera se volvía una trampa abierta para quienes vinieran detrás.
Centaine conducía a buena velocidad, sin permitir que las revoluciones de su motor disminuyeran; mantenía el ímpetu aun en las zonas donde se habían atascado otros vehículos; conducía el gran coche amarillo con diestros toques del volante, de tal modo que las ruedas corrían en línea recta, sin que la arena se amontonara y las bloqueara.
Sostenía el volante como los corredores, recostada contra el asiento de cuero y con los brazos rectos, listos para recibir el golpe del volante; mantenía la vista fija hacia delante y anticipaba cada inconveniente mucho antes de que éste se presentara. A veces cambiaba las marchas y salía de la huella para abrir su propio camino cuando un tramo parecía peligroso. Ni siquiera respetaba la precaución elemental de viajar con un par de sirvientes negros en el asiento trasero, en caso de tener que empujar el Daimler para sacarlo de la arena. Shasa nunca supo que su madre sufriera un atasco, ni siquiera en los peores tramos de la carretera de la mina.
El ocupaba con Centaine el asiento delantero, iba vestido con un viejo mono muy lavado que procedía de la envasadora. Sus ropas sucias, que olían a pescado y a vómito, estaban en el portaequipaje del Daimler.
No habían intercambiado palabra desde que se alejaron de la fábrica. Shasa le echaba miradas subrepticias, temeroso de su ira acumulada; si bien no quería atraer su atención, no lograba apartar los ojos de ella.
Centaine se había quitado el sombrero; su gruesa melena oscura, cortada al estilo de Eton, muy a la moda, ondulaba al viento y lanzaba destellos de antracita.
—¿Quién empezó? —preguntó ella, sin apartar los ojos de la carretera.
Shasa quedó pensativo.
—No estoy seguro. Yo fui el primero en pegar, pero… Hizo una pausa. Todavía le dolía la garganta.
—¿Si? —le instó ella.
—Era como si todo estuviera decidido. En cuanto nos miramos, los dos supimos que íbamos a pelear. —Como ella no dijo nada, el niño concluyó, mansamente—: Me dijo un insulto.
—¿Cuál?
—No te lo puedo decir. Es grosero.
—Pregunté qué insulto. —La voz de su madre mantenía el nivel y el volumen, pero él conocía esa cualidad ronca, llena de advertencias.
—Me llamó soutpiel —respondió, apresuradamente.
Al mismo tiempo apartó la vista, avergonzado, y no vio que Centaine luchaba por contener la sonrisa y ocultar la chispa divertida de sus ojos.
—Te dije que era grosero —adujo el muchacho.
—Así que le pegaste. Y era menor que tú.
Shasa ignoraba quién era el mayor, pero no le sorprendió que ella lo supiera. Lo sabía todo.
—Tal vez sea menor, pero es un oso; mide cinco centímetros más que yo, por lo menos —rápidamente se defendió.
Centaine habría querido preguntarle cómo era su otro hijo: si era rubio y apuesto, como el padre, de qué color tenía los ojos… En cambio, sólo dijo:
—Y te dio una buena paliza.
—Estuve a punto de ganar —protestó Shasa—. Le hinché los ojos y le dejé sangrando. Casi gané.
—“Casi” no basta —replicó ella—. En nuestra familia no se gana “casi”: se gana del todo. El niño se revolvió incómodo en el asiento; tosió para aliviar el dolor de su garganta afectada.
—No se puede ganar cuando el otro es más grande y más fuerte —murmuró angustiado.
—En esos casos no se pelea a puño limpio —indicó la madre—. No te lanzas de cabeza sólo para terminar con un pez metido en la garganta. —El niño se ruborizó dolorosamente ante la humillación—. Se espera a una mejor ocasión para pelear con las propias armas y con tus propias condiciones. Sólo debes pelear cuando estés seguro de poder ganar.
Shasa estudió aquello cuidadosamente, desde todos los ángulos.
—Es lo que hiciste con su padre, ¿no? —preguntó.
Centaine quedó tan sobresaltada ante esa apreciación que le miró fijamente. El Daimler, dando un bandazo, se salió del surco. La mujer se apresuró a dominar el coche. Luego asintió.
—Sí, eso es lo que hice. Somos Courtney, ¿te das cuenta? No tenemos por qué pelear con los puños. Peleamos con poder, con dinero, con influencia. Nadie puede derrotarnos en nuestro propio terreno.
El chico volvió a quedar en silencio, digiriendo las frases con atención. Por fin sonrió. Era muy guapo cuando sonreía, mucho más que su padre, y la mujer sintió que el corazón se le oprimía de amor.
—No lo olvidaré —dijo Shasa—. La próxima vez que le encuentre, recordaré lo que me has dicho.
Ninguno de los dos dudó, ni siquiera por un instante, que los dos muchachos volverían a encontrarse… y que, cuando así fuera proseguirían el conflicto que habían iniciado entonces.
La brisa venía hacia la costa, y la pestilencia a pescado podrido era tan fuerte que penetraba hasta la garganta de Lothar De La Rey y lo asqueaba hasta descomponerlo.
Los cuatro pesqueros aún estaban amarrados, pero las cargas ya no eran plata centelleante. El pescado se había ido aplastando; la capa superior de arenques, al secarse bajo el sol, tomó un tono gris oscuro y sucio, sobre el que se arremolinaban moscas de color verde metálico, grandes como avispas. El pescado de las bodegas quedó hecho pulpa por su propio peso, y las bombas de la sentina vertían incesantes chorros de sangre parda y maloliente, que junto con el aceite de pescado, manchaba las aguas de la bahía en una nube cada vez mayor.
Lothar había pasado todo el día sentado frente a la ventana de su oficina, ante la cual se alineaban los obreros y los pescadores para recibir su paga. Había vendido su viejo camión Packard y los pocos muebles del cobertizo donde vivía con Manfred, los únicos bienes que no pertenecían a la compañía y eran, por lo tanto, inembargables. El de la compraventa había venido desde Swakopmund en cuestión de horas, olfateando el desastre, igual que un buitre.
—Hay depresión, señor De La Rey —dijo, al pagar a Lothar una fracción del valor real— ¡todo el mundo vende y nadie compra.
El dinero en efectivo que Lothar tenía enterrado en el suelo arenoso del cobertizo alcanzó para pagar a su gente, a razón de dos chelines por cada libra adeudada, en concepto de salarios atrasados. En realidad, no tenía por qué pagarles; era responsabilidad de la compañía. Pero él no pensaba así. Ellos eran “su gente”.
—Lo siento —repetía a cada uno, según iban pasando ante la ventana—. Es todo lo que hay.
Y no podía mirarles a los ojos.
Cuando el dinero se hubo acabado, y el resto de los negros se alejó formando grupitos desconsolados, Lothar cerró con llave la puerta de la oficina y se la entregó al subcomisario.
Finalmente, bajó con el niño al muelle por última vez. Ambos se sentaron en el extremo, con las piernas colgando. El hedor a pescado era tan intenso como su malhumor.
—No entiendo, papá. —Manfred hablaba con la boca deformada por una cicatriz en el labio superior—. Hicimos una buena pesca. Deberíamos ser ricos. ¿Qué ha pasado, papá?
—Que nos hicieron trampa —dijo Lothar, en voz baja.
Hasta el momento no había sentido ira ni rencor, sólo cierto aturdimiento. En dos oportunidades había recibido el impacto de una bala: la de un Lee Enfield 303, en la carretera de Omaruru, cuando se enfrentaba a la invasión de Smuts, y después, mucho después, la del Luger que le disparó la madre del niño. Al recordarlo se tocó el pecho, palpando la cicatriz a través del fino algodón de la camisa.
Otra vez la misma sensación: primero el impacto, el entumecimiento; sólo mucho más tarde, el dolor y la ira. En ese momento, la furia llegó en oleadas negras, sin que él opusiera resistencia. Antes bien, disfrutaba de ella; le ayudaba a calmar el recuerdo de su humillación, el modo en que había suplicado un poco de tiempo a aquella mujer, que le miraba con una sonrisa provocativa en los ojos oscuros.
—¿No podemos impedir que hagan eso, papá? —preguntó el muchacho. Ninguno de los dos necesitaba aclarar de quién hablaban. Ambos conocían al enemigo. Habían aprendido a conocerlo a través de tres guerras: en 1881, la primera guerra de los Bóers; después, en la gran guerra de los Bóers de 1899, cuando la reina Victoria convocó a sus legiones color caqui desde el otro lado del océano para que los aplastaran; por último, en 1914, cuando Jannie Smuts, el títere británico, cumplió las órdenes de sus amos imperiales.
Lothar sacudió la cabeza, sin poder contestar, sofocado por la intensidad de su furia.
—Tiene que haber un medio —insistió el niño—. Somos fuertes.
Recordó la sensación del cuerpo de Shasa entre sus manos, cada vez más débil, e involuntariamente flexionó los dedos.
—Esto es nuestro, papá. Es nuestra tierra. Dios nos la dio, como dice la Biblia.
Como tantos otros antes de ellos, los afrikaners habían interpretado el Libro Santo a su modo. Se consideraban hijos de Israel, y Sudáfrica era la tierra prometida, donde corrían los ríos de leche y miel.
Lothar guardó silencio; Manfred le tiró de la manga.
—Nos la dio Dios, ¿verdad, papá?
—Sí —Lothar asintió pesadamente.
—Entonces ellos nos han robado todo: la tierra, los diamantes el oro. Y ahora se han llevado nuestros barcos y nuestra pesca. Tiene que haber un medio para impedirlo, para recuperar lo que nos pertenece.
—No es tan fácil.
El padre no sabía cómo explicarlo. ¿Acaso comprendía, él mismo, qué había sucedido? Eran colonos intrusos en la tierra que sus padres habían arrancado a la selva y a los salvajes, a punta de largos rifles antiguos.
—Ya lo entenderás cuando crezcas, Manie —dijo.
—Cuando crezca buscaré el modo de derrotarlos —manifestó el niño, con tanta fuerza que la cicatriz del labio se abrió, dejando asomar una gotita de sangre, como un diminuto rubí—. Buscaré el modo de recuperarlo todo. Ya verás, papá.
—Bueno, hijo mío, tal vez lo hagas. —Lothar rodeó con un brazo los hombros de su hijo.
—¿Recuerdas el juramento del abuelo, papá? Yo lo recuerdo siempre. La guerra contra los ingleses no terminará jamás.
Siguieron así sentados, juntos, hasta que el sol tocó las aguas de la bahía y las convirtió en cobre fundido. Por fin, ya en la oscuridad, subieron por el muelle, alejándose del hedor a pescado podrido, mientras caminaban por el borde de las dunas.
Al aproximarse al cobertizo vieron salir humo de la chimenea. Cuando entraron a la cocina anexa, había fuego encendido en el hogar. Swart Hendrick levantó la mirada.
—El judío se llevó la mesa y las sillas —dijo, pero yo escondí las cacerolas y las jarras.
Sentados en el suelo, comieron directamente de la olla; era un guiso de maíz, sazonado con pescado seco. Nadie habló hasta que terminaron.
—No tenías por qué quedarte. —Lothar rompió el silencio.
Hendrick se encogió de hombros.
—Compré café y tabaco en la tienda. El dinero que me pagaste alcanzó justo.
—No hay más —advirtió Lothar—. Se acabó todo.
—No es la primera vez. —Hendrick encendió la pipa con una ramita de la fogata—. Otras veces hemos estado en la ruina.
—Esta vez es diferente —dijo Lothar—. Esta vez no hay marfil para cazar ni…
Se interrumpió, ahogado otra vez por la ira. Hendrick vertió más café en las jarras de lata y comentó:
—Es extraño. Cuando encontramos a Centaine iba vestida con pieles de animales. Ahora viene en su gran automóvil amarillo —sacudió la cabeza, riendo entre dientes—, y los harapientos somos nosotros.
—Fuimos tú y yo los que la salvamos —coincidió Lothar—. Más aún: encontramos sus diamantes y los extrajimos de la tierra.
—Ahora es rica —dijo Hendrick— y viene a llevarse también lo nuestro. No debió hacer eso.
Lothar se irguió lentamente. Hendrick, notando la expresión de su rostro, se inclinó hacia delante con nerviosismo mientras el muchacho sonreía por primera vez.
—Sí —aprobó Hendrick con una mueca—. ¿Qué será? El marfil se terminó. Hace tiempo lo cazaron todo.
—No, marfil no. Esta vez serán diamantes —respondió Lothar.
—¿Diamantes? —El negro se meció sobre los talones—. ¿Qué diamantes?
—¿Qué diamantes? —Lothar le sonrió. Sus ojos amarillos relumbraban-Caramba, los diamantes que buscamos para ella, por supuesto.
—¿Los de ella? —Hendrick le miraba fijamente—. ¿Los diamantes de la Mina H’ani?
—¿Cuánto dinero tienes? —preguntó Lothar. Los ojos de Hendrick se desviaron.
—Te conozco bien —insistió el patrón, impaciente, sujetándolo por el hombro—. Siempre has tenido un poco escondido. ¿Cuánto?
—No mucho.
Hendrick trató de levantarse, pero Lothar le retuvo en el suelo.
—En esta última temporada te pagué bien. Sé exactamente cuánto.
—Cincuenta libras —gruñó el negro.
—No. —Lothar sacudió la cabeza—. Tienes más que eso.
—Tal vez un poco más —reconoció Hendrick, resignado.
—Tienes cien libras —afirmó Lothar, con toda seguridad—. Es la cantidad que necesitamos. Dámelas. Sabes que te las devolveré multiplicadas. Siempre ha sido así. Y jamás será de otro modo.
La senda era empinada y rocosa. A la luz del sol temprano, el grupo ascendía, disgregado. Había dejado el Daimler amarillo al pie de la montaña, en la ribera del arroyo Liesbeek, para iniciar la subida en la fantasmagórica luz grisácea que precede el amanecer.
Encabezaban la partida dos ancianos con ropas descuidadas, zapatos gastados y sombreros de paja, deformes por el uso y manchados de sudor; ambos estaban tan delgados que parecían medio muertos de hambre, aunque conservaban la agilidad; la piel se les había oscurecido y arrugado por la larga exposición a los elementos, de tal modo que un observador casual les habría tomado por viejos vagabundos, de los que había tantos en las carreteras, en los días de la Gran Depresión.
Pero dicho observador se habría equivocado. El más alto de los dos cojeaba ligeramente a causa de una pierna artificial; era Caballero de la Orden del Imperio Británico, condecorado con la mayor recompensa al valor que el Imperio podía ofrecer: la Cruz Victoria. Además, era uno de los historiadores militares más eminentes de la época, tan rico y tan poco interesado en la fortuna mundana que rara vez se molestaba en contar sus activos.
Su compañero le llamaba “viejo Garry”, en vez de sir Garrick Courtney.
—Ese es el mayor problema que debemos resolver, viejo Garry —le explicaba, con voz aguda, casi femenina; arrastraba las erres de una manera tan singular que se le conocía por el nombre de “relincho de Malmesbury”—. Los nuestros abandonan la tierra y acuden en manada a los grandes centros urbanos. Las granjas perecen y en las ciudades no hay trabajo para ellos.
No estaba sofocado, a pesar de haber trepado a pico, sin detenerse, seiscientos metros por la ladera de Monte Tabla, manteniendo el paso que les había distanciado de los miembros más jóvenes del grupo.
—Es buena receta para el desastre —acordó sir Garrick—. En las granjas son pobres, pero cuando las abandonan mueren de hambre en las ciudades. Los hombres hambrientos son peligrosos, Ou Baas. Así lo enseña la historia.
El otro hombre era de menor estatura y se mantenía más erguido. Sus ojos celestes eran alegres bajo el ala caída de su sombrero; tenía una barba gris que se movía cuando hablaba. A diferencia de Garry, no era rico; sólo poseía una pequeña finca en las llanuras altas, pardas y heladas del Transvaal. Se preocupaba tan poco de sus deudas como Garry de su fortuna. El mundo era su herencia y en él había acumulado honores; le habían concedido doctorados honorarios en quince universidades importantísimas, entre las que se contaban Oxford, Cambridge y Columbia. Tenía las llaves de diez ciudades, como Londres y Edimburgo. Había sido general en las fuerzas de los bóers y en ese momento lo era en el ejército del Imperio Británico; desempeñaba además funciones como consejero privado, compañero de honor, consejero del Rey, miembro del Middle Temple y de la Royal Society. El pecho no le alcanzaba para todas las medallas y cintas que tenía derecho a usar. Era, sin lugar a dudas, el hombre más carismático, astuto, sabio e influyente que Sudáfrica haya producido jamás. Poseía un espíritu demasiado grande para permanecer entre las fronteras de la tierra; parecía, en verdad, un ciudadano del mundo entero. Allí radicaba el único punto débil de su armadura, y sus enemigos habían clavado allí sus flechas envenenadas. “Su corazón está al otro lado del mar, no con ustedes”, y así había caído su gobierno del Partido Sudafricano, donde él fuera Primer ministro, ministro de Defensa y de Asuntos Interiores. Ahora era el líder de la oposición. Sin embargo, se consideraba botánico por vocación, y político y soldado por necesidad.
—Deberíamos esperar a que los otros nos alcanzaran. El general Jan Smuts se detuvo en una plataforma rocosa apoyándose en su bastón.
Los dos ancianos miraron cuesta abajo. A cien pasos, una mujer trepaba con fiereza por el sendero; sus muslos, bajo las pesadas faldas de calicó, eran gordos y fuertes como las ancas de una yegua de cría; sus brazos desnudos ostentaban la musculatura de un luchador.
—Mi palomita —murmuró sir Garry con afecto, mientras contemplaba a su flamante esposa.
Tras catorce largos años de cortejo, hacía sólo seis meses que ella había aceptado su proposición matrimonial.
—Apúrate, Anna —pidió el joven que la seguía—. Será mediodía antes de que lleguemos a la cima, y me muero por desayunar.
Shasa era tan alto como ella, aunque apenas pesaba la mitad.
—Adelántate, si tanta prisa tienes —gruñó ella, con el grueso sombrero encasquetado hasta el rostro rubicundo y redondo. Sus facciones tenían tantos pliegues como los de un cariñoso bulldog—. No entiendo qué necesidad hay de llegar a la cima de esta maldita montaña…
—Te daré un empujón —ofreció Shasa, apoyando las dos manos en las gruesas nalgas de lady Courtney—. ¡Upa! Arriba…!
—¡Basta ya, niño mal educado! —jadeó Anna, mientras movía rápidamente los pies para adaptarse a esa brusca aceleración del ascenso—. ¡Te voy a romper las costillas con este bastón. ¡Oh, basta ya, basta!
Antes de convertirse en lady Courtney, había sido, simplemente, Anna, la niñera de Shasa y la amada criada de su madre. Su meteórica subida hacia otro rango social no había alterado la relación de ambos en absoluto.
Llegaron hasta un rellano entre jadeos, risas y protestas.
—¡Aquí la tienes, abuelo! ¡Por correo expreso! —Shasa sonrió a Garry Courtney, que les separó con firmeza y cariño. El hermoso niño y la rústica mujer rubicunda eran sus tesoros más preciados: esposa y su único nieto.
—Mi dulce Anna, no debes exigir tanto de este niño —le advirtió, muy seriamente.
Ella le dio un golpe en el brazo, entre exasperada y juguetona.
—Tendría que estar ocupándome de la comida, en vez de andar correteando por esta montaña. —Su acento seguía siendo muy flamenco; para ella fue un alivio volver al afrikaans cuando se dirigió al general Smuts.
—¿Cuánto falta, Ou Baas?
—Poco, lady Courtney, bastante poco. ¡Ah, aquí están los otros! Comenzaba a preocuparme por ellos.
Centaine y sus compañeros emergieron por el borde del bosque, algo más abajo. Ella vestía una falda blanca, suelta, que mostraba las piernas a partir de las rodillas, y un sombrero de paja blanca, adornado con cerezas artificiales. Cuando todos se reunieron, sonrió al general Smuts.
—Estoy sin aliento, Ou Baas. ¿Puedo apoyarme en usted para cubrir el último tramo?
Aunque apenas estaba encendida por el esfuerzo, él le ofreció caballerosamente el brazo y ambos fueron los primeros en llegar a la cima.
Aquellas meriendas anuales en Monte Tabla eran una tradición familiar para celebrar el cumpleaños de sir Garrick Courtney; su viejo amigo, el general Smuts, nunca dejaba de asistir a ellas.
Ya en la cima, el grupo se dispersó para sentarse en la hierba y recobrar el aliento. Centaine y el viejo general quedaron algo separados del resto. Por debajo se extendía el valle de Constantia, recortado por viñedos, que vestían sus verdes galas en verano. Entre ellos, los tejados holandeses de los grandes chateau relumbraban como perlas bajo los débiles rayos del sol; las montañas de Muizenberg y Kabonkelberg formaban un sólido anfiteatro de roca gris, que cerraba el valle por el lado sur; hacia el norte, las grandes elevaciones de la Holanda de los Hotentotes constituían la muralla que separaba el Cabo de Buena Esperanza del escudo continental de África. Más adelante, las aguas de la Bahía Falsa, formando una cuña entre las montañas, se encrespaban ante el inoportuno viento del sureste. El espectáculo era tan bello que ambos guardaron silencio algunos minutos.
El general Smuts fue el primero en hablar.
—Bien, Centaine, querida mía, ¿sobre qué deseaba hablarme?
—Usted lee la mente, Ou Baas. —Ella rió, melancólica—. ¿Cómo adivina esas cosas?
—En los últimos tiempos, cuando una muchacha bonita me lleva aparte, puedo estar seguro de que es por negocios y no por placer —respondió él, guiñándole un ojo.
—Usted es uno de los hombres más atractivos que he conocido en mi vida.
—¡Ajá! ¡Qué cumplido! El asunto debe de ser grave. —El cambio de expresión de Centaine confirmó esa idea.
—Es por Shasa —dijo ella, simplemente.
—No creo que haya problema por ese lado. ¿O me equivoco?
Ella extrajo un documento de su bolsillo y se lo entregó. Era un boletín de calificaciones. El escudo grabado consistía en una mitra de obispo, emblema de la escuela privada más exclusiva del país. El general le echó un vistazo. Centaine conocía su celeridad para leer el documento legal más complicado; por eso no se sintió desconcertada al ver que él lo devolvía casi de inmediato: el general lo había visto todo, hasta la nota del director, al pie: “Michel Shasa es un honor para sí mismo y para Bishops.”
Smuts le sonrió.
—Ha de estar muy orgullosa.
—Ese niño es toda mi vida.
—Lo sé, pero eso no siempre es prudente. Los niños pronto se hacen hombres. Cuando él se vaya, será como si usted perdiera la vida. Pero ¿en qué puedo ayudarle, querida?
—Shasa es brillante, simpático y sabe tratar a la gente, aun a las personas mucho mayores que él —respondió la mujer—. Me gustaría que tuviera un escaño en el Parlamento, para comenzar.
El general se quitó el sombrero de la cabeza y alisó, con la palma de la mano, su cabello plateado y brillante.
—¿No le parece que debería terminar sus estudios antes de ingresar en el Parlamento, querida? —rió entre dientes.
—De eso se trata. Quiero que me aconseje, Ou Baas. ¿Qué conviene más? ¿Volver a la patria, a Oxford o Cambridge? ¿Le pesará eso en contra cuando se presente a las elecciones? ¿Es preferible que asista a una de las universidades locales? Y en ese caso, ¿debemos preferir Stellenbosch o la universidad de Ciudad del Cabo?
—Lo voy a pensar, Centaine, y le daré mi consejo cuando llegue el momento de tomarla decisión definitiva. Pero mientras tanto, me voy a tomar el atrevimiento de prevenirla sobre algo más: sobre una mentalidad que puede perjudicar sus planes para el joven.
—Por favor, Ou Baas —le suplicó ella—. Una palabra suya vale…
No hizo falta buscar una comparación, pues el anciano prosiguió, con suavidad:
—Usted habló de “la patria”; esa palabra es clave. Shasa debe decidir cuál es su verdadera patria. Si es la que está al otro lado del mar, que no cuente con mi ayuda.
—Qué tonta soy.
El general notó que Centaine estaba realmente furiosa consigo misma. Sus mejillas cambiaron de tono y los labios se volvieron rígidos. Soutpiel; recordaba la burla. Un pie en Londres, otro en Ciudad del Cabo. Ya no era divertido.
—No volverá a pasar —prometió, apoyando una mano en el brazo del general como para hacerle sentir su sinceridad—. ¿Le ayudará? Shasa llamó desde el otro lado:
—¿Podemos desayunar ya, Mater?
—Está bien, pon la cesta en la ribera, por allá. —Se volvió nuevamente hacia el general—. ¿Puedo contar con usted? —Soy de la oposición, Centaine.
—No por mucho tiempo. El país debe recobrar el sentido común en las próximas elecciones.
—Comprenda que no puedo prometerle nada, por ahora. —Smuts elegía sus palabras con cautela—. Shasa todavía es un niño. Pero pienso vigilarlo. Si realiza esta temprana esperanza, si satisface mis requisitos, tendrá todo mi apoyo. Bien sabe Dios que nos hacen falta hombres capacitados.
Ella suspiró de placer y alivio, mientras él continuaba, más a gusto:
—Sean Courtney fue un ministro muy capaz en mi gobierno.
El nombre provocó un respingo en Centaine. Le traía tantos recuerdos, placeres tan intensos, penas tan profundas, cosas tan oscuras y secretas… Pero el anciano pareció no reparar en su consternación y prosiguió:
—Él también era un amigo de confianza. Me gustaría tener otro Courtney en mi gobierno, un buen amigo, alguien en quien confiar. Tal vez algún día haya otro Courtney en mi gabinete. —Se levantó para ayudarla a ponerse de pie—. Tengo hambre: ese olor a comida es irresistible.
Sin embargo, luego, ya en la mesa, el general comió frugalmente. El resto de ellos, con Shasa a la cabeza, atacaron los alimentos con un apetito voraz, agudizado por el reciente ascenso. Sir Garry sirvió tajadas frías de cordero, cerdo y pavo, mientras Anna repartía pastel, jamón con huevos, fruta picada y dados de cerdo cubiertos con deliciosa gelatina.
—De una cosa no cabe duda —comentó, aliviado, Cyril Slain, uno de los gerentes de Centaine—, cuando bajemos, el canasto será bastante más liviano.
El general les obligó a levantarse de los sitios donde yacían desparramados y repletos, junto al arroyuelo burbujeante.
—Y ahora vamos al asunto principal de la fecha.
—Vengan todos. —Centaine fue la primera en levantarse, con un revuelo de faldas, alegre como una niña—. Cyril, deje la cesta allí. La recogeremos al volver.
Avanzaron por el borde mismo del acantilado gris, con el mundo extendido allá abajo, hasta que el general, súbitamente, comenzó a trepar por la izquierda, sobre rocas y brezales en flor, perturbando a los picaflores, que libaban de los capullos. Las aves se elevaron por el aire, agitaron las largas plumas de la cola, haciendo centellear los parches amarillos de la panza, con indignación hacia los intrusos.
Sólo Shasa pudo seguir el paso del general. Cuando el resto del grupo se reunió con ellos, ambos estaban en el extremo de una cañada estrecha y rocosa; su lecho estaba cubierto de hierba muy verde.
—Hemos llegado. El primero que encuentre una disa ganará una moneda de seis centavos —ofreció el general Smuts.
Shasa voló por la empinada ladera de la cañada. Antes de llegar a la mitad, chilló entusiasmado:
—¡Aquí hay una! ¡Los seis centavos son míos!
Descendieron un poco; en la orilla del fondo pantanoso formaron un círculo callado y atento alrededor de una graciosa orquídea. El general se hincó sobre una rodilla para adorar la flor.
—Es una disa azul, una de las flores más raras de nuestra tierra. —Los capullos que adornaban el tallo eran de un maravilloso azul cerúleo; tenían la forma de cabezas de dragón; las gargantas abiertas mostraban una superficie de color púrpura imperial y amarillo manteca—. Sólo crecen aquí, en Monte Tabla; en ningún otro lugar del mundo.
Miró a Shasa.
¿Querrías hacer los honores a tu abuelo este año?
Shasa se adelantó con aire importante, recogió la orquídea silvestre y la entregó a sir Garry. Esa pequeña ceremonia de la disa azul era parte de la celebración tradicional del cumpleaños. Todos festejaron con risas y aplausos aquel obsequio.
Mientras observaba a su hijo con orgullo, la mente de Centaine volvió al momento de su nacimiento aquel día en que el viejo bosquimano le había dado el nombre de Shasa, “agua buena”; ese hombre había bailado por él en un valle sagrado, oculto en las profundidades del Kalahari. Recordó la canción de nacimiento que el anciano había compuesto y cantado en aquella ocasión:
Sus flechas volarán a las estrellas
y cuando los hombres pronuncien su nombre
hasta en ella se oirá…
y encontrará agua buena,
por dondequiera que vaya encontrará agua buena.
Acudió otra vez a su mente el rostro del pigmeo, muerto tanto tiempo atrás, increíblemente arrugado, pero reluciente con ese maravilloso color de damasco, como el ámbar de las viejas pipas de mar, y susurró, en el fondo de su garganta, empleando la lengua de los bosquimanos:
—Así sea, viejo abuelo. Así sea.