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Tal vez habría sido lo suyo haber empezado esta historia por el final, con José de cuerpo presente, en Badalona, ciudad hasta donde llegó acompañado por los suyos. No había muerto todavía y aún podía echarse un cigarrillo aunque fuera a escondidas, en el lavabo de la habitación donde lo habían destinado. Cuando no aguantaba más, se encerraba a solas, a fumar consigo mismo, lo más parecido a un animal que se desangra lejos de la manada; habitación 519, cuarto A, quinta planta.

Quizá habría sido lo suyo empezar describiendo a José con los ojos abiertos al vidrio de la muerte y no poner nunca que aún le palpitaba el corazón. Ese corazón, todo un manjar que muy pronto se disputarían las ratas del comercio. Sin embargo, los hechos desnudos de la verdad nunca significaron para mí más que eso. Siempre di más importancia a lo que los hechos llevan dentro, pues los hechos son igual a una pistola sin balas que de nada sirve si no hay un sentimiento que la cargue. Por lo dicho, me he tomado la licencia de armar esta historia con José en carne viva, a sabiendas de que no hubiese sido posible convencerle a él de contarla de otro modo. Tengo dicho que era terco; sirva como ejemplo el día que José me vino con el gallo rubio.

A primera vista no era más que un polluelo de lo más corriente, tirando a escuchimizado, de los que sólo valen para hacer caldo. No contaba ni con el mes de vida. Me fijé en la pelusa rala, del mismo color de la cebolla hervida; también me fijé en sus zancos quebradizos, en su pecho desnutrido incapaz de contener un solo gramo de la ira ancestral tan común en los de su especie. Me sorprendió de tal forma que cuando José apareció en la gallera con el animal, lo primero que hice fue darle las gracias por contar conmigo para tan deportiva tarea, luego le solté que yo sólo me dedicaba a entrenar gallos y que lo de hacer milagros me quedaba aún muy lejos. Con todo, José no atendió guasas. Se le había metido en la cabeza que aquel polluelo de aire enfermizo tenía madera de campeón, y así me lo dijo y así me lo aseguró, con el cigarrillo entre los dedos y todo ese imperio que sacaba cuando algo se le metía en la cabeza. «Si me lo entrenas, va a ganar todas las peleas», aseguraba rebelde, simulando enfado. «Que te lo digo yo».

Ninguno de los dos sabíamos entonces que el azar había puesto en marcha sus trampas para hacernos caer en un juego de sangre y sacrificio que terminaría por herirme con su avalancha de recuerdos afilados, lo más parecido a un tropel de gitanos a punta de cuchillo. Pero no me quiero despistar, estaba diciendo que José me vino con el polluelo entre las manos, el cigarrillo en la boca y una idea fija en la cabeza, pues se le había metido en ella hacer de aquel polluelo un campeón. Al final se salió con la suya y también con la ajena. Se me puso tan terco que consiguió arrancarme la promesa de que yo iba a ser el encargado de conseguir su propósito, y en el juego del gallo ya se sabe: es tan importante la palabra empeñada como que hay que cumplirla.

El fruto de mi palabra sería un gallo de porte macho, apuesto en el rodete y con toda la rebeldía sorda de un gitano metido en pelea. Sin embargo no fue fácil. Por lo que a mí respecta, durante año y medio no hice otra cosa que entregarme a la tarea de ponerle en punta para el combate. Entre cacareos, plumas y un curioso olor a mierda que raspaba la garganta, el día se me iba en preparar al polluelo, transmitiéndole mi aliento y esa herencia de Caín que los españoles llevamos en la faltriquera del alma. Salía a entrenar con él todos los días, incluso los de lluvia, que era cuando aprovechaba para ponerle bajo un paraguas, obligándole a hacer flexiones de piernas, empujando con mi mano sobre el lomo. Un, dos, tres, cuatro. Un, dos, tres, cuatro, y así hasta que los huesos crujían, agotados por el esfuerzo. Al final, con dedicación, arrobas de maíz y mucho entrenamiento, aquel polluelo de aire enfermizo se convertiría en gallo de fama por toda la comarca. Bautizado como «El gallo rubio», de él decían que era copetón, valiente y capaz de reñir hasta con el aire. No era mentira.

Se me viene a la memoria de nuevo su primera pelea en Algeciras contra el gallo retinto de nombre Ciclón. Llegada la hora de soltar, las gradas chispearon y el combate empezó a concretarse en el rodete con el gallo contrario dominando. Guardo el recuerdo muy vivo, con el tal Ciclón entrando de pico y con mucho arranque, directo al pecho del gallo rubio. Fue culpa de la décima de segundo que yo tardé en soltar que el tiempo se puso a favor del contrario. Ventaja que le llevó a acorralar al gallo rubio, hasta la chapa del rodete. No sé cómo explicarlo, pero en ese preciso instante la riña quedó definida y las apuestas empezaron a subir a favor del contrario, de nombre Ciclón, ya dije, un gallo macho y difícil. Fue entonces cuando José volvió a arriesgar por el gallo rubio. ¿Terquedad? ¿Clarividencia gitana? o ¿tal vez fuera honor? Vaya usted a saber. Lo cierto es que José voceó desde atrás: «¡Pago mil duros a duro a que no pierde el gallo rubio!». Lo dijo con una voz de un cristal tan fino que parecía que iba a rajar el aire.

La mayoría del público se quedó indecisa ante el desafío de José, que más que desafío parecía broma pues el gallo rubio seguía acorralado y con todas las trazas de perder el combate. Pero un pico chato, al que José reconoció por ser vecino de La Línea, saltó a contestar: «¡Van los mil duros a duro!». Luego los demás le siguieron, subiendo todas las apuestas en contra del gallo rubio.

De entrada, la pelea estaba perdida y nuestro dinero también. Con todo y con eso José no había perdido la sonrisa. La seguridad que mostraba me pareció entonces chifladura. «Que te lo digo yo —me apuntaba con los ojos chicos— que ganamos la pelea». Era tan difícil que no se saliese con la suya que era capaz, si llegaba el caso, de ensañarse contra una pared sólo porque la pared se ha atravesado en el camino. Esta vez la pared quedaría reducida a polvo, pues, como si buscase fuerzas en la voluntad del contrario, el gallo rubio salió de costado, alzándose con bravura y paseando el porte de semental de prostíbulo que tanto divertía a José. «Diquela, compadre, mira, mira».

Entonces se le pudo ver al gallo rubio venirse derecho contra su atacante, buscándole los ojos con el pico y acabando hasta la sangre. «Que te lo digo yo». El gallo retinto de nombre Ciclón encajó los picotazos, recibiéndolos y expulsándolos en forma de canto. Era todo un espectáculo ver al gallo rubio con las zancas armadas surcando el aire, una y otra vez, hasta desmontar el aliento a su contrario, arrugado ante la avalancha de acometidas. Fue vergonzoso para el dueño del tal Ciclón descubrir a su gallo acortando pescuezo, como si quisiese volar y salir huyendo del rodete aunque el miedo no le dejase. Al final, un chorro de sangre brotó de su garganta y por el pico empezó a hacer burbujas. El dueño del tal Ciclón no pudo desenfilar la mirada de los dibujos que la sangre trazaba sobre la arena. Hubo rechiflas, pitos y abucheos de todos los que habían apostado a favor del tal Ciclón. Los bolsillos heridos mostraban su vergüenza y el juez de pista tuvo que levantar el dedo para pedir que parasen las protestas. Luego José y yo nos repartimos las ganancias con una alegría que nos esponjaba por dentro como si estuviéramos bebidos. «Los que pierden pagan; y los que ganan cobran», me decía él, desatando su risa, a sabiendas de que el juego del gallo lleva laurel así como lleva castigo.

Lo que no sabía entonces, ni me atrevía a pronosticarlo, es que una vez cumplida mi promesa, acabaría proyectándose sobre el futuro con una suerte de laureles que, a la larga, traerían el castigo. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Iba diciendo que a partir de la primera pelea, en Algeciras, nuestra amistad quedaría sellada para los restos con ese fondo de alegría salvaje con el que se sellan las camaraderías, no habiendo pelea del gallo rubio en la que José no estuviera presente para convocar a las fuerzas cósmicas que le daban ganador, al igual que tampoco había festival importante donde yo no fuera a escuchar cantar a José, siguiéndole por una porrada de ellos. Lérida, La Unión, Málaga, Barcelona y siempre en Madrid, por Sanisidros. «Voy a cantar un poquito por alegrías y luego por to lo que ustedes quieran».

Me acuerdo de otra vez, por Galicia, en la que hubo chicha gitana. Clanes rivales chorreando una ensalada de tiros; gritos de pánico, juramentos y yo ahí en medio, abriéndome paso entre los remolinos del gentío. Cuando llegué a camerinos era tarde, José ya se había escapado por una ventana. «El capitán, el último», parece ser que le dijo al Tomatito, cediéndole el paso. Me asomé y andaban lejos. Tomatito iba delante, con su guitarra, traspasando los hilos de un paisaje tejido por niebla. A poca distancia le seguía él, con su chaquetita roja resaltando sobre el clima. Al final los pillé descansando sobre una piedra, bajo la jaula cenicienta de la lluvia. Tenían la cara de fatiga y José, nada más verme, me pidió lumbre para un cigarrillo. «Es que con las prisas me he dejao el mechero».

Al otro día compramos los periódicos. Qué coraje. Ninguno dio noticia de ese poder misterioso que el público sentía cuando él se echaba a cantar. Asunto difícil para explicarlo con palabras. Siempre más pendientes de la anécdota mórbida que de su arte, las crónicas de aquel concierto en Galicia enumeraron las bajas, dando todo tipo de detalle acerca del tiroteo. Parece ser que ambos bandos dispararon hasta agotar las municiones. Algo parecido ocurrió en Murcia, cuando una gitana agredió a un policía con un hacha de deshuesar y los periódicos dieron la reseña del concierto en las páginas de sucesos. Titulares sensacionalistas, que llaman, y que no pararían hasta completar el epitafio del cantaor con letras de molde sobre el mármol de su tumba, junto a las fechas de su nacimiento y de su muerte: 1950-1992. Mirándolo desde aquí, lo de titular noticias tiene su arte, aunque a veces resulte un arte tan fúnebre como el de las esculturas.

En otra ocasión, en Barcelona, consiguió paralizar la pelea desde el escenario. Cuando la bronca llegó hasta sus oídos, el cantaor se tiró desde el filo de la silla. Como artista del buen pedir que era, retorciendo brazos y manos, exigió a los púgiles que parasen el combate, así, con esas mismas palabras, que por favor, parasen el combate. Dicho esto, agarró él mismo la guitarra y se tiró a tocarla por tanguillos, y todo el mundo empezó a batir palmas hasta echar humo y la bronca se dio por finalizada. Entonces se cantó la de «Como el agua», como el agua clara, y luego la del rosario de mi madre, cerrando los ojos hasta no poder ponerse más feo y después levantó la mano y se fue, como diciendo ahí queda eso. Yo detrás, rebasando guardaespaldas y demás esbirros, brincando por cables, biombos, palanganas, sillas de tijera, bolsas de hielo, generadores de luz y focos como melones, así de grandes. Con semejante trajín anduve durante años. Cada vez que nos veíamos él me soltaba jurdós. «Para que coma el gallo rubio» decía.

Pero no cuento estas cosas para hablar de mí mismo, sino del gallo rubio y de la última noche que vi a José con vida, surgiendo de repente con la chaquetita roja sobre los hombros y la cara cruzada por ráfagas de luz; cicatrices repentinas que dibujaban los coches que a esas horas desfilaban por la carretera. Sin embargo, aún tuve que esperar un buen rato en la puerta del establecimiento antes de verle llegar. Durante ese tiempo el peso de una pregunta condenó mis espaldas. El interrogante daba la medida de mi resistencia a hacer entrega del gallo rubio. Quería pensar que a José le pasaba lo mismo y que a última hora se había echado atrás y también quería pensar que por eso no iba a llegar nunca a recogerlo. Pero no fue así.

Se había dejado crecer la barba y las rodillas le punteaban bajo la raya del pantalón. Flaco y todo, traía la misma distinción de un tigre malherido y que aún conserva fuerzas para seguir desgarrando el telón de la noche. José andaba malusquillo, le faltaban poco menos de tres meses para morirse y el alarido de sus ojos avisaba. «¿Lo has traído, compadre?», fue lo primero que me preguntó la última vez que nos vimos, a la entrada de la Venta Vargas.