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Luego, una vez levantados de la mesa, me puso la mano en el hombro, tratando de calmar mi temblorosa clavícula. Lo escuché respirar pesado por la nariz. Como si fuera una confesión, me dijo:

—Sabes, compadre, yo necesito ver lo que canto, si no lo veo no lo siento y lo que he cantado en el sueño lo veía pero no como suelo ver las canciones de normal. Qué va, compadre. Cantaba transportao. Como nunca, compadre. Qué quieres que te diga, es como si lo estuviera cantando para el futuro ¿me sigues? Por eso el secreto del arte está en recordar hacia el mañana y después poder mostrarlo, compadre. Eso me pasa cuando estoy a gusto y canto una letra cualquiera, la recuerdo y entonces la canto a la vez que la voy recordando, como si la recordara hacia mañana. Igual que me acaba de pasar en el sueño que he tenido en la furgona ¿me captas?

Para cualquier otro habrían sido un montón de palabras apelotonadas pero no para mí, que intenté que la lengua no se me enredara mucho cuando fui a decirle que me pasaba algo parecido al montar en avión. Entre lo que empiezo a pensar cuando el avión despega y lo que termino de pensar cuando la ciudad se queda ahí abajo, hay una distancia de miles de kilómetros. No sé si me expliqué pero él sonrió:

—A mí sólo de pensar eso ya me entra el canguelo, compadre.

Las manos hicieron un dibujo en el aire antes de meterse en el bolsillo y sacar el paquete de tabaco. Me volví a fijar en el tatuaje de su mano, enredándome en el tejido de significados ocultos que podían caber en aquellos dos dibujos. Una estrella hebrea y una luna morisca marcadas sobre la piel gitana. «Tonterías que me hice una vez» respondía cuando le preguntaban por ello, como si no quisiera desvelar el secreto de los pueblos que conocieron el éxodo y el desprecio.

No sé qué dijo entonces pero ahora da igual, pues su mente no estaba ya en lo que decía sino en otras cosas. Además por encima de sus palabras se oía el viento que soplaba con fuerza en la calle, reclamando viejas herencias. Lo que sí recuerdo es que, al ruido de las sillas, aparecieron la María Picardo y su sobrino el Lolo, igual a un séquito que viene a despedir a su monarca.

Se entretuvo con ellos más de la cuenta, o eso dio a entender el Viejales, impaciente y algo turbado por el personaje que le había tocado interpretar. José se echó un cigarrillo más y la María Picardo hasta tuvo tiempo de regañarlo: «Deberían prohibir el tabaco, qué leche», y él se dejó pegar por ella en broma aunque la mujer se lo decía con el corazón al cuello, palpitándole con fuerza. «Deberían prohibirlo, qué leche», y volvía a alzar el bastón haciéndole a José soltar la risa en torrente. Con la carcajada pura se despidió de la María Picardo. Le dijo que la casa de discos iba a sacar el nuevo longplay que había estado grabando con Paco en Madrid y también que mandaría unos cuantos de discos láser para la Venta Vargas. «Corren de mi flor», así con estas mismas palabras lo dijo y poniendo en ellas ese imperio que sacaba cuando algo se le metía en la cabeza.

Era de una tenacidad sorda, como de hierro callado, y que el Lolo Picardo recuerda cada vez que nos vemos, ilustrándola con anécdotas, como la vez de los carniceros, o esa otra que siempre la acompaña con risas, de cuando el Lolo Picardo estaba con José en Barcelona, en un hotel de las Ramblas, y José abrió su maleta y sacó el magnetófono con el que siempre viajaba y puso una cinta de Las Grecas. A continuación, poseído por un trajín cercano al de un alquimista rebuscando la piedra filosofal, abrió el televisor que tenían en la habitación para después, cortando el cable del teléfono, empalmar con maña entre los dos cacharros. «Por ver a Las Grecas en la pantalla —le dijo al Lolo Picardo—. Por verlas cantando lo de “Te estoy amando locamente”». Al Lolo Picardo entonces le pareció imposible y así se lo hizo saber a José pero José que nones, que continuaba pelando cables con el cortaúñas y cierta maña que sólo puede dar la práctica. El Lolo Picardo le seguía perplejo y poco convencido.

Ahora que todos sus discos caben juntos en un cacharro del tamaño de una caja de cerillas y que sus actuaciones en vídeo pueden ponerse en el teléfono móvil, ahora me viene a la cabeza este detalle, como si la intuición de José adelantase a la ciencia infusa de las telecomunicaciones tomando laberintos electrónicos por los que sólo Dios o el Diablo saben moverse. Pero no me quiero despistar. Iba diciendo que tal y como me contó el Lolo Picardo, después de trenzar cables y ajustar bobinas al auricular del teléfono, José va y le dice: «Ya está, compadre».

El Lolo Picardo no puede contener la risa cada vez que recuerda a José pulsando el botón del televisor y éste ponerse a emitir un chisporroteo azulón, anunciando su explosión. Entonces José abrió la ventana y tiró el televisor a la calle, que a esas horas estaba desierta. «Menos mal que no pasaba El hombre invisible», parece ser que le dijo al Lolo Picardo, abriendo su sonrisa hasta las encías.

Ahora me viene a la cabeza la imagen del Lolo Picardo, despidiéndose de José sin poder despegarle los ojos del chasis. Tenía la mirada del mecánico que aunque quiera equivocarse sabe que está en lo cierto.

—¿Cómo van a titular el longplay? —preguntó el Lolo Picardo, con los ojos seguidos en José.

—«Un potro de rabia y miel», creo que le van a poner —desveló José.

—Anda, José, no seas tonto, que nosotros te los compramos —amenazó la María Picardo con el bastón.

Pero José sabía a ciencia cierta que, por muchos discos que le comprase su gente, él no iba a cobrar nada. Que eso eran negocios de los gachos y que la tierra empapada con los dolores del cante seguía siendo la alfombra y la costumbre donde los señoritos pisaban desde el alba de la Historia, cuando los gitanos llegaron a Espa

ña cargados con gallinas de pluma madura y cabras recién ordeñadas que ponían a bailar al son de los panderos. Cuentan que ya entonces voceaban su mercancía bajo el puente de los ríos. «Al rico camarón de la bahía, al rico camarón de la bahía»

Bien mirado, el asunto no ha cambiado mucho para ellos. Siguen siendo los gachos los que decretan el mundo y, por culpa de la necesidad, el gitano se siente obligado a mentir por cualquier cosa. José lo sabía. El mismo conoció el valor de la mentira desde bien chico, cuando supo que el Cordobés no sabía escribir y que, por eso mismo, las cartas se las escribía otro en su nombre. También supo bien pronto que Manolete no murió por la cornada de un toro de nombre Islero, sino por la falta de plasma en la enfermería de Linares. Días antes, la geometría del destino había trazado sobre el plano de Cádiz una explosión que reventó las ventanas de las casas, llenando de víctimas las Casas Socorro de la comarca.

Según algunos fue una bomba que se les cayó a los americanos. Según la versión oficial, fue un descuido y la culpa la tuvo un polvorín de cuando la guerra. Tal y como cuentan las crónicas de la época, el estallido fue de tal tamaño que pudo verse desde la otra orilla. Un maremoto de sangre vino a inundar la costa y los hospitales de la comarca. En poco tiempo se agotó la provisión de plasma. Tampoco había manos suficientes para atender a la montonera de heridos que iban apareciendo bajo los escombros. En resumidas cuentas, que no quedó hilo para zurcir tanta tripa y hubo que pedir ayuda a toda España. Se suspendieron los festejos, se guardó luto, se habló de maldiciones bíblicas.

Los que sobrevivieron a la calamidad, después de realizar diferentes sondeos y deliberaciones, resolvieron por mayoría catalogar a los damnificados ya fuesen hombres, mujeres, sirenas, bestias o plantas, para lo cual declararon al gallo de combate como linaje a proteger. Anécdotas aparte, fue de tal magnitud el suceso que todavía aún se recuerda con tembleque. Por eso, y no por otra cosa, que Manolete se quedó sin sangre en Linares; no había una gota. Lo que pasa es que la felicidad de las gentes descansa sobre completas mentiras.

Sin ir más lejos, Caracol demostró su fracaso al verse reducido por un chiquillo, gitano y rubio para mas inri. Lo que pasa es que Caracol mintió con toda su alma y la soberbia no le dejó reconocerlo. Para qué, si la más alta invención del hombre es la mentira, siempre y cuando a la mentira la preñe el sentimiento. Como esa otra vez, en la que José salió en la película Casa Flora, con la Faraona de protagonista, y donde José aparecía subido en una moto, con su chupa de cuero y su jersey rojo de gamberro. Levantaba las manos, sonreía, hacía el signo de la victoria con los dedos pero, en realidad, aquella toma la grabó en un decorado falso, subido a un carro. Se sintió como un actor de cine, como un peliculero. Desde ese día supo que la mentira también puede ser una verdad puesta sobre un muro blanco y que un cantaor no es más que un actor que canta y que expulsa el humo despacio, muy despaciooo, como si el humo no conociese prisa y sí vergüenza. Así va abriéndose camino a través de las mesas vacías con el paso cadenciao y mucha galanura, mientras la penumbra avisa que es hora de ir cerrando. La Venta Vargas se apaga a nuestras espaldas y la cercanía hace cantar al gallo, dentro del coche, que se huele que ya queda menos para apencar las culpas. Es la hora más oscura, la que precede al alba y el viento se muestra pegajoso y excitante, como si también se uniera al sacrificio silbando un alfabeto desconocido para los demás y que sólo José podía descifrar.

Juro que llevaba tal borrachera conmigo que la cabeza se me venía frágil, como un vidrio que peligra ante el peso muerto del cerebro. En uno de los vaivenes no pude contener por más tiempo la manada de culebras que recorrió mis tripas hasta la arcada. El chapoteo ruidoso de mi vómito partió en añicos la noche. Miles de esquirlas que se me clavaron en el cerebro. Fue una pota torrencial, lo más parecido a un charco de luz sobre el suelo oscuro. Sin darle más tiempo, me limpié con el revés de la mano y con el baño de calma propio del que ha descargado sus tripas por la boca, seguí andando hacia mi coche. El gallo rubio cantó otra vez, nada más abrir la puerta.

Con el cielo del paladar salpicado de esfuerzo y la jaula pendiente de mi mano, me dispuse para echar un vistazo, por si de estas cosas alguien miraba más de la cuenta. Vi a José, que venía caminando desde la entrada de la Venta Vargas y también pude ver al Viejales con la urgencia saltándole por los ojos. Agarró la jaula y con un portazo intimidante cerró la furgoneta, igual que si hubiera cerrado una mazmorra. Sus ojos brillaron como la cáscara de un mejillón.

—Mañana te quiero ver pa soltar —me dijo antes de ponerse al volante—. Que aquí pasa como en las procesiones, que todos tenemos que arrimar el hombro.

Pero no contesté. Me comí las blasfemias, preferí escuchar el canto de un gallo puro que necesita pelea. José hizo lo mismo. En sus ojos hubo un fulgor de orgullo.

—Sabes, compadre —va y me dice José—, sabes, compadre, que no me tiran los honores pero me pude haber quedado en la Nueva York esa, seguro que desde allí hubiera llegado a algo mu gordo —me afirma sintiendo la gloria de su propio drama. Entonces se vuelve y me clava la punta de los ojos y se queda inmóvil, con esa grandeza que imitan hasta las estatuas.

Ahí le dejé, a la entrada de la Venta Vargas, quieto, con la chaquetita roja sobre los hombros y la sonrisa digna, igual a una herida de guerra que enseña los dientes. Sus ojos navegaban por lo más alto de la noche, como si buscase los pedacitos del sueño que me acababa de contar. El mar se oía a ronca voz y también se oía al gallo cantar, dentro de la furgoneta. Era el canto picado del que sabe que la muerte mata. José también lo sabía, o eso dio a entender con la mirada en lo alto de la noche y toda la nostalgia agria del que tiene la batalla perdida. Parecía como si se hubiera largado unos minutos de su cuerpo aunque su cuerpo siguiera ahí, a la entrada de la Venta Vargas, con la brecha de su sonrisa abierta en toda la cara. No me despedí de él. Para qué. Despedirme habría supuesto reconocer por mi parte que nada es eterno y que le quedaba poco de vida. Evité decirle que la eternidad es una patraña aunque, después de muerto, vayan y te pongan una estatua, tan corta en virtudes como abundante en cagarrutas de pájaro.