7

Pillaba el alfabeto de los gestos y lo convertía en caligrafía. Era la mímica del que sabe que el silencio es la nota más larga y que sólo ha de acortarse cuando suena algo importante. De ahí que con pocas palabras, José consiguiese poner la furgoneta del Viejales sobre las carreteras quebradas del sur. Primero desde su casa hasta un descampado, a la espera de que llegase de comprar tabaco; luego, atravesando caminos hasta alcanzar Zafío y después, de vuelta a la casa, a por el número de teléfono de una vieja que le camelaba y que sabía hacer el mejor arroz con conejo del mundo para, de seguido, y desde ahí, arrancar hasta casa Postas, a la entrada del pueblo de Conil donde José contó que se quedó dormido.

Entretanto llegaron los lenguaos con papas amarillas, el chorro de aceite puro, las botellas de un vino que entraba seco al paladar y revolvía los sesos. Al punto, aparecieron los licores, el queso, el membrillo, el café, los pastelitos, las uvas pasas, la tarta al güisqui, el güisqui, el licor de Baileys, la sobremesa y, para terminar, el Viejales, en pie y dispuesto a irse. Pero José, con la copita de Baileys en la mano, lo frenó como diciendo, espera, que ahora viene lo mejor y lanzó la pregunta:

—¿Cuánto tiempo se tarda desde Casa Postas, desde la entrada de Conil, hasta aquí?

Con la pregunta, a José se le dilataron las pupilas hasta achicarle la cara. Yo meneé el vaso con los hielos, aprecié el tintineo igual que si se tratara de un cubilete cuyos dados me fueran a dar la partida.

—Unos tres cuartos de hora como mucho, pero con la furgona del Viejales ponte casi en una hora. ¿Por qué? —pregunté curioso, con esa pesadez de charlatán templado que pone la borrachera—. ¿Por qué?

En ese momento, el dique que se había levantado entre nosotros empieza a despedazarse. Se sube los puños de la camisa sobre la manga de la chaqueta, como un prestidigitador a punto de sorprender al público. Ahora sus ojos son dos charcos temblorosos, como si el viento que se cuela por las grietas de la venta los pellizcase. Enciende un cigarrillo y aspira el humo y, sin darle tiempo a salir, vuelve a llevárselo a la boca. Me fijo en los pómulos, comidos por la barba, en la cara acuchillada por las sombras. También en su sonrisa que, por un momento, había recuperado la niñez, igual que cuando empujaba la bicicleta para vender alcayata por las calles de San Fernando. Entonces suelta el humo y con la brasa del cigarrillo entre los dedos escribe en el aire signos jeroglíficos. Un acto que le ayuda a contar que, llegando a la altura de Conil, en Casa Postas, se quedó dormido y que había tenido un sueño revelador.

—¿Te acuerdas? —le pregunta al Viejales, a la vez que le hace sentarse de nuevo, en la mesa llena de migas y ceniza—. ¿Te acuerdas de cuando hicimos el disco de la Leyenda del Tiempo, y que yo no entendía la letra pero era como si la presintiese? ¿Te acuerdas? —Le vuelve a decir José, prolongando mucho la incógnita—. ¿Te acuerdas?

Se hizo un silencio, que más que silencio era sorda rebeldía. Un silencio que se extendió por el cuarto y antes de que nos aplastase por completo, José lo rompió, con los nudillos sobre la mesa, haciendo compás. Con los ojos cerrados, mirándose adentro, jondo hasta llegar a las cuevas que por su cuerpo dejaron los barrenos de la vida, se arrancó al golpe, por mineras.

El sueño va sobre el tiempo,

flotando como un velero,

flotando como un velero.

Tenía esas cosas, sólo él era capaz de meter una letra alegre por mineras, sólo él podía engañar al compás midiendo un cante de columpio con la vara más triste del árbol flamenco. Yo no pude por más, ni mi borrachera tampoco, entonces me dejé llevar por el milagro de su voz, pues ya se sabe que su voz era milagro y la mentira siempre fue invento. Aún no había terminado de cantar cuando hizo una pausa. Pareciese que la tuviera ensayada, un golpe de efecto de esos que despiertan la curiosidad del público.

—¿Te acuerdas, no? —preguntó con la sonrisa numerosa y el cigarrillo entre los dedos.

El Viejales afirmó con la bola de tarta en la boca y José desveló la incógnita:

—Bueno, pues ya he descubierto lo que quería decir la letra esa.

Entonces el Viejales, que era hombre de lecturas, puso ojos de artista para explicar que la letra era de Federico García Lorca, «uno de los poetas que menos ha leído la gente», recalcó pasándose la mano por el bigote. Después apuntó que se trataba de una cancioncilla que encontró en una obra de teatro, «por casualidad, o como se diga eso». Luego se incorporó con pereza, volviendo a lo mismo, al vámonos, que ya es tarde y al venga, José, que hay bulla.

Pero José lo paró de nuevo y se puso a contar su sueño como el que trata de comunicar una sabiduría antigua. En su sueño, José soñó que estaba dormido y que cuando despertó unos encapuchados lo secuestraban a punta de pistola. Con el pitillo pegado a la boca se puso a gesticular igual que si sus manos fueran pistola, proyectando la sombra de un brazo amenazante que cruzó la mesa.

—¿Entonces estabas despierto? —pregunté por ganarle tiempo a la noche.

—Qué va, compadre, era un sueño de esos en los que tú sabes que estás soñando.

—Vaya, José, entonces sabías que tenías una cita conmigo y que tenías que venir a buscar al gallo —aseguré. Todo el alcohol ingerido me había cargado de coraje.

—Sí, pero ya te digo que no sabía cómo se llamaba la película, compadre —José expulsó el humo con violencia, por la nariz, y aplastó la chicharra en el cenicero, antes de seguir—: aunque por el cartel la cosa prometía.

—Oye, vámonos ya. Que el que tiene que estar soñando debe ser el gallo —el Viejales arrastró la silla y se levantó con insistencia.

—Siéntate, que esto que viene ahora es cumbre —le ordenó José—. Siéntate —ahora seco como un balazo. De seguido y con el calor de su cuento hirviendo en la boca, José siguió contando.

Aquella noche la recuerdo de una manera tan nítida que es como si no fuese ayer y fuese hoy cuando vuelvo a estar en la Venta Vargas con José a mi lado y también con el Viejales, tabaleando con los dedos impacientes sobre la mesa y yo todavía sin enterarme de cuáles iban a ser sus intenciones para marear al gallo en la casa de Umbrete. Tal vez dándole a comer una placa de polen o algo parecido. A lo mejor atizándole una comida seca antes de amarrarle por los zancos bajo el foco de luz, o quizás metiéndole en la lavadora, acabaría el Viejales con el tema. Nunca lo quise saber. Lo único que me interesaba entonces era ganarle tiempo a la muerte y escuchar a José siempre era la mejor forma de hacerlo:

—Y van y me cogen los secuestradores y sin darme tiempo a preguntar que cómo se llama la película, me llevan hasta la cueva de Juanito el Gitano, en Graná en el Sacromonte, y me bajan por la trampilla que tiene y que lleva a un subterráneo que da a la Alhambra. Te digo que es una trampilla que lleva ahí abierta desde ni se sabe, de los tiempos de los moros.

—Corta el rollo ya, José, déjate de cháchara, que tu sueño se me está haciendo más largo que ir a América —salió el Viejales, alzando los brazos en busca de una batuta imaginaria que dirigiera su desconcierto.

José le dedicó una sonrisa que fue un mordisco. Alcanzó el paquete de cigarrillos y le acerqué lumbre. Aspiró hondo, soltando el humo a golpes suaves, convirtiendo su cara en un borroso acertijo que yo no llegaba a adivinar del todo. Fue un irrespirable silencio que, de no haber estado yo bajo los efluvios de la borrachera, tal vez hubiese durado más tiempo.

No sé bien lo que dije, pero sé bien lo que alcancé a pensar entonces pues el sueño de José era lo más parecido a un gallo en cautiverio que conquista la libertad abriendo a picotazos los barrotes de su jaula. No sabe hacerlo de otro modo. Pero antes de poder fundirse con el viento de la calle, descubre su verdadero encierro; un encierro invisible y más duro aún por ser encierro del alma que llaman los que saben de tales cosas. Suele pasar que aquello de lo que escapamos es inseparable de aquello hacia lo que escapamos. De la misma manera, para mí, la imagen del gallo indómito levantando con su aleteo el polvo del techo, era imagen inseparable del sueño que José contaba.

—Los tíos detrás, a punta de pistola y a todo esto que me encuentro por el túnel al Tomatito que venía con la guitarra en la funda y los pelos revueltos.

—¿A punta de pistola también?

—No, al Tomate me lo llevaban a punta de cuchillo —José hizo el gesto, deslizando su sombra afilada en la mesa a la vez que cogía el cuchillo y se lo llevaba al cuello.

—Vámonos ya, José, que estás como un carro de indios —el Viejales, arrastrando la silla de nuevo, pero esta vez dispuesto a irse de verdad.

Sin embargo, José tiene una mueca esquiva hacia el Viejales y que ni siquiera merecería la calificación de rechazo. En aquel momento, el Viejales no existía y sólo yo era partícipe del sueño de José o por lo menos eso interpreté.

—Espera, Viejales —impera José, haciendo sonar la punta de su zapato en el suelo de la venta—. Espera, que al llegar al final del túnel, hay otro túnel más grande, y ¿sabes qué había ahí, compadre? —me interroga.

—¿Qué? —pregunté escrutándole los ojos, tratando así de adivinar su pensamiento.

Ya dije que José era capaz de expresar más cosas con un solo gesto que un escritor con palabras. De tal manera y con el gesto distraído que se les queda a quienes recorren túneles y callejones sin luz, espachurró el cigarrillo contra el cenicero, restregando la brasa sobre el cristal una vez y otra. La humada áspera le hizo toser y se aclaró la voz mientras yo seguía tratando de adivinar su pensamiento.

—Un rascacielos tumbao, compadre —se para y vuelve. Sí, compadre, un rascacielos tumbao a todo lo largo. Me maten a mí que era un pedazo rascacielos de hierro forjadito todo él. De arte, compadre, de arte, te digo yo a ti. Mira tú que vengo de fragüeros y aquello era más difícil de hacer que un avión, lo juro. Fíjate que cuando estuve en la Nueva York esa, vi uno parecido, lo que pasa es que, en tumbao era como más grande. Imagínate, compadre.

Entonces José coge el mechero. Recién apagado uno, se lleva otro cigarrillo a la boca, lo ajusta a la llama y, sin soltar el humo, asegura:

—Mira tú compadre, que ahora que lo pienso, todo apunta que tenían el rascacielos ahí escondío para que la competencia no le pudiese copiar el modelo y ahí, dentro del túnel, lo habían construido y ahora, que ya estaba terminado, se lo iban a llevar a la Nueva York esa, pero antes habían montao una fiesta para darse un homenaje. Por eso, a un lado y a otro del rascacielos había gente, mucha gente, compadre, y toda muy guapeada. Total que no dio tiempo a mirar más, pues nos pusieron a mí y al Tomatito unas sillas y unas copitas y, muy a gusto, agarré el micrófono y dije: «Ahora voy a cantar un poquito por alegrías y luego por to lo que ustedes quieran».

El calor se le concentraba en la lengua. Advertí el fuego que agrandó sus pupilas. Soltó el humo a golpes cortos para después seguir largando. Ahora dejaba de ser el viejo contador de historias para convertirse en un micurria, igual que un niño que siente un deseo natural e imperativo de confiar a alguien su sueño.

—No sé cómo decirte, compadre, pero era como cuando dominas el sueño y todo lo que te pongas a hacer dentro del sueño sabes que lo estás haciendo. Yo es que estaba muy a gusto, compadre, y me canté hasta la Nana del caballo grande y sabes qué.

—Qué.

—Que cuando estoy muy a gusto cantando, siento que es como si me abrasasen las ganas de seguir cantando, compadre, entonces la música me saca del tiempo y le pongo tanta calor que a veces de tanta calor me entra el escalofrío. No sé si tú me entiendes, compadre, pero te digo que eso fue lo que me pasó en el sueño y al Tomatito le pasaba igual, pues pegaba tan fuerte con el dedo gordo a la sonanta que parecía que se lo iba a despellejar. No veas tú.

La cabeza se me llenaba de zumbidos, tragué saliva hasta espantarlos. Huyeron en tropel como las ratas de un barco cuando hace aguas. En esto que el Viejales, puesto en pie, bate las palmas y da por terminada la cháchara. Me fijé en los botones de su camisa que peligraban ante la prominencia del vientre.

—Vámonos ya, José.

Pero José como que no hace caso y me sigue contando lo sucedido en el sueño que acababa de tener. Igual que si no lo hubiese soñado y fuese tan sólo una fábula improvisada que encadenaba sobre la marcha para así postergar la condena del gallo rubio. Entre una calada y la siguiente, dijo haberse cantado la siguiriya del viejo, las bulerías de la Papera y también las de la Perla de Cádiz pero con unos trabalenguas al estilo del Chaqueta, apaleaos por medio. Para ilustrar su sueño, deja el cigarrillo en el cenicero y vuelve José a arrancarse, desde el filo de la silla. Ahora se pone a cantar como hacía la Perla, sin abrir los ojos, y con todo su cuerpo.

Aquella noche asistí al regalo de sus últimos cantes. Siempre que nos veíamos, al final me soltaba jurdós, para que comiese el gallo. Sin embargo esta vez iba a ser diferente. Esta vez me llevó de paseo hasta las últimas habitaciones de la sangre. Al cantar, José evocaba los tiempos de la fragua de su padre, cuando alrededor del fuego gitano aprendió a sacarse las duquelas. Aunque su primera afición fue la de ser torero, el cante ya le venía de más adentro, dejando escapar los animales de la pena por lo más oscuro cada vez que se lanzaba. Porque antes de que le cortaran las primeras uñas, José ya era cantaor.

—Mira tú —siguió contándome— mira tú que de seguido me vinieron a la cabeza algunas letras por soleares que hacía tiempo no cantaba y le metí las estrofas como hacía el Juaniquín, pero sobre todo me basé en cómo hacía la soleá Manuel Torre que aprendió del Mellizo.

Cerró un ojo, mientras el humo se le extendía por la cara. Con el pitillo entre los dedos y ese estado de vacío interior que consiste en saberse perdido para siempre, José entonó la letra haciendo gemir las cuerdas tensas de su garganta, provocando en mi espinazo un temblor de serpentina que aún perdura.

Una reja es una cárcel

con el carcelero dentro y

con el preso en la calle.

Luego vino el silencio de nuevo, un silencio sonoro, amplificado por la borrachera y que volvió a oprimirme con la presencia de un juramento de sangre. Frente a nosotros, el Viejales seguía en pie, inmóvil y pálido, como una estatua de yeso. Ahora los bigotitos caían sobre las comisuras de sus labios como los jirones de una derrota. Así duró un buen rato hasta que volvió en sí, pegan

do un puñetazo sobre la mesa que hizo tambalear los vasos. «Ya está bien, vámonos».

José le vino a decir con la mirada que no había terminado de contar su sueño, un sueño de confuso significado pero claro en el sentir de los fandanguillos que soñó que había cantado, también del Mellizo, aquel gaditano cuyos ojos eran lo más parecido a brocales de un pozo donde la locura se asomaba cada noche.

Yo me entré en un manicomio

y sentí el haberlo hecho.

Vi una mujer en un patio

que reía y daba el pecho

a una muñeca de trapo.

Otra vez el silencio que rompería de nuevo, para seguir con los fandangos del Niño Gloria y el de Camas, y luego las bulerías de Cádiz con aires del Chozas. El Viejales absorto aún, hizo un intento de volver a dar la chapa. «Anda y vámonos, José, que hay bulla. Otro día se lo cuentas». Pero José sabía que no iba a haber más días y que el almanaque venía marcado para él y para el gallo que esperaba en mi coche. Alzó los ojos y se quedó mirando la lámpara que colgaba del techo, las bombillas que alumbraban más de lo necesario. Luego siguió contando:

—Canté muy a gusto. Canté como nunca, compadre, si es que nunca se puede cantar de esa forma. Mira tú que una sensación parecida tuve la vez que salí a torear por primera vez en San Pedro, cuando le pegué un derechazo al toro, de un buen pase. Cuando te quedas quieto, si eres capaz de quedarte quieto cuando el toro está pasando, lo que sientes es muy fuerte, compadre. Total, que así estuve haciéndome unos cuantos números, entre ellos unas bulerías por soleá al estilo del tío Borrico y luego enlacé con la del Frijones como una vez se la escuché cantar al Sordera, con ese temperamento jerezano, y luego para completar los números me fui a por el guapango de la cigarra.

Entonces el Viejales no pudo más y sin pestañear, plantó el requerimiento. Me pidió las llaves del coche para llevarse la jaula.

—Que va a amanecer y que me llevo al gallo a Umbrete, vosotros podéis seguir aquí.

Pero José arrancó una calada al cigarro y dedicó una sonrisa al Viejales, cortante como unas tijeras y como diciendo: «Espérate, Viejales, que ahora traigo lo mejor». Había en su mueca el deseo de borrar o al menos de detener el tiempo. Aspiró hondo, contuvo el humo en los pulmones y dejó que el silencio creciera en el cuarto y luego siguió contando:

—Después me hice con una sonanta y me canté la de «Como el agua» y hasta la del rosario de mi madre. No me dejaban marchar y yo tampoco me quería ir. Todos muy guapeaos allí abajo, entre un lado y otro del rascacielos. Entonces me puse en pie y me arranqué con la «Nana del Caballo Grande». A pelo que me la hice enterita y luego me dio el punto y me marqué un zapateao y lo llevé hasta lo más lento hasta coger el martinete, pues me canté lo del yunque, clavo y alcayata. Ya la gente andaba loca perdida, rompiéndose la camisa y to. Entonces apareció el Viejales, diciéndome, ya hemos llegao a la Venta Vargas y disperté.

Era dueño y señor del tiempo y de sus mudanzas, como también lo era del silencio y de sus ritmos. Por eso podía poner a los relojes a callar cada vez que quisiera y así pasó durante un buen rato. Lo que tardó en prender otro cigarrillo y aspirar el humo, hasta calentarse el pecho. De seguido nos trajo el interrogante con todo su peso.

—¿Cuánto dura todo eso? —preguntó—. Cuánto va, cantar la del rosario de mi madre, con el guapango y la de «Como el agua» y las bulerías al estilo del Chozas y la siguiriya del viejo y las bulerías de la Papera y de la Perla de Cádiz y unos trabalenguas chaqueteaos, unos cuantos, y la «Nana del Caballo Grande», compadre, y apunta también unos cantes de Levante que metí por el medio. Ah, y no se te olvide el zapateao, ni tampoco las bulerías al estilo de la Sabina, aquella gitana que tenía el ojo apagao, tú sabes, compadre.

Lolo Picardo se había retirado hacía rato. El Viejales continuaba en pie, esperando que le pasase las llaves del coche y en el vaso de güisqui, los cubitos habían hecho agua. No está de más poner que con estos antecedentes, me salieron las haches de las horas con borrachería. «Tres horas, tres horas largas, por lo menos», le contesté a José para recalcar de seguido que todos esos números pueden durar tres horas o más. Al fondo, apoyándose en su garrota, la María Picardo nos miraba con todo el salón de por medio. Iba siendo hora de cerrar y yo balanceaba mis pensamientos sin saber aún hasta dónde quería llegar José, aunque lo suponía.

Como si fuera a desvelar un secreto de lo más oculto, José me volvió a preguntar que cuánto tiempo se tarda desde Casa Postas hasta la Venta Vargas. Aquello no era pregunta ni lo podía ser nunca. Aquello era una respuesta afilada en toda su verdad. El reflejo de un fuego traspasó durante un rato sus pupilas. Había descubierto que el navío que flota sobre el tiempo va sin brújula y carga sueños. También que la realidad, por mucho que se alargue, cuando es soñada cabe toda en un poco de tiempo. Pero sobre todo lo demás, José vino a anunciarnos que al sueño de su vida ya le había llegado la hora de hundirse. En su gesto derrumbado había una antigüedad de milenios que se remonta a tiempos añejos en los que San Fernando era isla florida de olivo, mimbre y palmeras. De cuando la habitaban sirenas con bata de cola, el sol y la luna eran los amos del mundo y los fenicios aparecieron por la costa con el primer gallo de combate.