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Pronto llegaron los cestos con picos de pan y las fuentes de jamón para entretener el diente. Lolo Picardo sirvió el puchero y el vino, un pura sangre de uva tinta que se mezcló al primer trago en mis venas con todo el güisqui que llevaba ingerido. Buen pulso el del Lolo Picardo. Así se lo hice saber, mientras José, cuchara en una mano y pitillo en la otra, seguía con trote corto y poderoso, arrastrando sus palabras desde primera hora de la tarde, cuando él y el Viejales salieron de su casa de la Línea, dispuestos a llegar cuanto antes a los confines de la noche, donde tenían cita conmigo y con el gallo rubio. «Ya te digo, compadre», sigue contando José, tomándose su tiempo mientras aspira el humo.

Mientras tanto el Viejales se beneficiaba de las bandejas de jamón, una tras otra, así hasta que las dejó limpias. Yo había llegado a ese estado en que la borrachera empieza a ser una lenta marea de dulzura y en el que todavía las franjas de sombra que manchaban paredes y techo no se habían convertido en los barrotes de una jaula en la que mi culpa quedaría en cautiverio para siempre. Si he de ser claro, aún sentía cierto agrado por encontrarme metido en el centro mismo de aquella miseria, por pertenecer a algo que parecía haber sido inventado para mí. Por eso mismo, no le planté cara a la garra negra del recuerdo cuando se me echó encima con las imágenes del gallo rubio saliendo ganador en cada encuentro.

Ya dije que entraba en ese estado de euforia en el que dos metales se juntan en la misma sangre. Ya tendría tiempo de cargar con una penitencia jamás confesada hasta hoy y que me llevó a vivir el miedo con la intensidad de un prófugo. Ya tendría tiempo, digo. Entretanto llegaron las tortillitas de camarones que, sobra poner, en la Venta Vargas son de fama por alimentar la panza así como el espíritu.

Al Viejales la lengua se le movió como un bicho en cuanto atisbo la bandeja. Se tragó dos tortillitas, la suya y la de José, una para la barriga y la otra al mismo sitio. Ñam, ñam, se relamía el Viejales. Su bigote me pareció entonces una lombriz de plata deslizándose sobre su boca y cuando fue a pellizcar la siguiente tortillita, la que se corresponde al espíritu, lo paré con el tenedor. «Ehhhh, Viejales, ya está bien». Entonces el Lolo Picardo hizo ademán de poner paz sobre la mesa pero lo contuvo y se borró de escena. Fue cuando el Viejales aprovechó la ausencia del Lolo Picardo para saltar con una feroz sugerencia. Con la bola en la boca proponía que lo mejor era salir a por el gallo, que no se durmiera. Con estas se levantó de la mesa.

—Primero le mareamos un poco —dijo el Viejales— y luego lo metemos en la furgona con una linterna.

José chascó la lengua y movió la cabeza. Luego se quedó mirando la fotografía donde Caracol hablaba por teléfono y yo no pude por más que arrancarme desde los violentos dominios del coraje. El alcohol ingerido rebotaba en mi paladar poniéndome la lengua gorda y perfumada. Con la copa de vino en una mano y el tenedor en la otra, lancé mis palabras hacia el Viejales, diciéndole que no anduviera en malos pasos. «Mira tú, el follón que se montaría si nos roban al gallo»

Por si no había caído, le vine a recordar al Viejales que la furgoneta no cerraba y que es a la noche cuando los gitanos surgen de lo oscuro y se llevan lo que consideran propio. Además, en el mejor de los casos, si no lograban robarlo, se liaría una gorda de la que iba a ser difícil salir tan campante, pues ya se sabe que los gallos de pelea son animales propensos a la riña brava y, ante un mínimo acoso, se defienden, armándose tal cisco que pondría en alerta a todo el mundo. «Con tales sospechas es difícil pasar inadvertido en una pelea amañada», proseguí mi argumentación, expansivo y gráfico, dejando que se escaparan blasfemias entre los dientes. José me hizo una seña para que bajara el tono de voz. Pero yo no pude por más que subirlo hasta hacerlo resonar como un trueno:

—¿Qué se creen ustedes, que la María Picardo no va a poner dinero mañana a favor del gallo rubio?

Apuré el güisqui de un trago y dejé morir las blasfemias en los labios. Me sentía exaltado ante el sonido de mi propia voz. «¿Qué se creen ustedes?». La pregunta quedó flotando en el aire corriente junto con el humazo del aceite recién entregado al fuego. «¿Qué coño se creen ustedes?». Me sentía limpio y liberado, embravecido por una calentura que contrariaba mis antiguas cobardías.

Entonces José encogió el cuello, dejando que su mentón descansara sobre pecho, como cuando se arrancaba a cantar. Duró un instante así hasta que alzó la barbilla para rematar que yo tenía razón, y que lo mejor era seguir disimulando. «Así que siéntate —le vino a decir al Viejales— no sea que la María y el Lolo se escamen». Pero no nos vamos a engañar a estas alturas, pues no fue el toque de José lo que hizo que el Viejales tomara asiento de nuevo, sino el rebullir de los jugos gástricos ante la fritura que se acercaba a la mesa con el Lolo Picardo, entrando de puntillas. Una vez sentado, el Viejales resopló y dijo:

—Está bien, pero después de los postres nos largamos, que hay bulla.

En esto llegó María Picardo con el bastón por delante indicando al Lolo, su sobrino, que venía con las bandejas. La María Picardo, con esa iluminación intuitiva que tantas veces la visitaba, le dictaminó enseguida cómo iban a colocarse los platos:

—Ahí, lo pones cerca de José, que si no luego el Viejales se come to. Ahí —marcó el sitio— y no me fumes tanto, José —le regaña la María Picardo con el bastón a quemarropa, ahuyentando la epidemia de silencio que había caído sobre aquel cuarto—. No fumes tanto que están diciendo por televisión que eso no es bueno —y le hace un amago de pegarle un bastonazo y el otro ríe y me mira y se achica en bromas para seguir fumando mientras el Lolo Picardo sirve el pescaíto churruscado, caliente aún y que agradece las gotas de un limón recién partido.

El Viejales se arranca primero, alcanzando tres boquerones con los dedos, mientras Lolo Picardo recurre ahora a un vino de color claro, seco al paladar y grueso en la garganta cuando entra de golpe. A partir de este momento, nuestro disimulo nos delataría por cada vez que la María Picardo entraba con el Lolo a servirnos. Nos quedábamos en silencio, igual a los cómplices de un robo que fingen no conocerse ante la llegada de la policía. Aprovechando el silencio, he de decir que jamás vi a un hombre tan capaz para confesarse como lo estaba José aquella noche. Había llegado a tal punto en sus pensamientos que ya no pensaba en el futuro, incluso puedo decir que se sentía capaz de negarlo. Por eso sus palabras a veces se quebraban como un charco taconeado por la derrota de sus zapatos. Así José siguió contando lo ocurrido, unas horas antes, casi al mediodía, cuando el Viejales fue a buscarle hasta su casa de la Línea para venir a recoger el gallo.

—Total, que salgo de la casa y me encuentro aquí al Viejales —le señala José de barbilla— que de tantos bocinazos se le habían empañado los vidrios de la furgona y que por eso no me veía.

En aquel momento, el Viejales, por participar con su guasa, va y dice:

—Imagínate, unas dos horas para vestirse. Eso ni la Faraona en sus mejores galas.

José miró al Viejales con la punta de los ojos y la expresión del que no conoce la urgencia ni ninguna de sus dimensiones. Con demora, expulsando el humo, se puso a contarnos que, una vez en marcha, indicó al Viejales un descampado a la salida de la Línea y una vez allí, José le aseguró que no tardaba, que venía en un momento. «Voy a por tabaco», advirtió. Mientras tanto, el Viejales hizo tiempo escuchando la radio. A la media hora o así, apareció José. «Qué», le pregunta el Viejales. «Na», contesta José, que sólo quedaba un cartón.

Igual que hace el viajero cuando busca el retorno, vuelvo a la última noche que estuvimos juntos, en la Venta Vargas. Había una mosca rondando las manchas que el vino había dejado sobre el mantel y José seguía contando con el pitillo en una mano y la mirada vuelta hacia dentro. Intentaba prolongar por más tiempo su relato y para eso se servía del pitillo; el floreo gestual del fumador entretenido en los pormenores de su peripecia, desde que salió de su casa de la Línea, hasta llegar a la Venta Vargas.

Ahora la furgoneta del Viejales es una lata de conserva expuesta al azar y que no consiente más geometría que la del propio capricho y que se pone a atravesar la siesta de los pueblos. José va en el asiento trasero, camino de San Fernando. Pero en esto que a José le apetece un cafelito pues no había desayunado na. Es cuando se pone a indicar al Viejales el camino de un pueblo que se llama Zafío.

—Sí, yo conozco ese pueblo —salté con la lengua enredada entre los efluvios del alcohol.

—Sí, hombre, lo que pasa es que al Viejales me lo sacan de Umbrete y me se pierde.

Señala de barbilla al Viejales y fuma y cuenta que, cuando llegaron al pueblo de Zafío era como si los estuvieran esperando. «No había naide, compadre», aspiró el humo. «Naide», afirmaba José atragantándose de tos y risa. «Ni el hombre invisible», remata. Lo que pasó después fue que entraron en un bar cerca de la plaza y pidieron un café. Pero la puta máquina estaba estropeada, parece ser que dijo el camarero, con desgana. Total que, dicho esto, el camarero de Zafío siguió viendo la televisión.

—Nos pedimos unas Fantas, por tomar algo —aseguró el Viejales, con la bola a un lado de la boca.

Terminados los refrescos volvieron a la furgoneta y resulta que a José le entra hambre. Se le abre el estómago y dice que quiere comer arroz con conejo. El Viejales se queda que ni de piedra y José le asegura que conoce a una vieja que le camela y que vive en el campo pero que antes tiene que llamarla por teléfono. En esto que se pone a buscar el número por los bolsillos y se acuerda de que el teléfono se lo había dejado apuntado en casa. Entonces el Viejales pega un volantazo y vuelven a la Línea y otra vez a esperar, pero en ésta el Viejales espera más de veinte minutos a las puertas de la casa de José. Al final, el Viejales acaba por pegar unos bocinazos.

—Estaba buscando un pañuelo que tengo yo, colorao, para enroscarme al cuello pero el Viejales empezó con la bulla.

Total, que sin haber encontrado el pañuelo, sale José y se acopla en el asiento de atrás y, desde tal posición, se pone a dirigir el camino. Tiran para San Roque, lo rodean, mientras José sigue tumbado, dirigiendo desde el asiento de atrás. Empiezan a dar vueltas, los campos y las vacas se repiten y el Viejales, cansado de rotaciones, va y suelta con enfado: «¿José, podrías levantarte y mirar por la ventanilla a ver si ves el conejo?».

Yo seguía atento a lo que José contaba. De vez en cuando él mismo se interrumpía, mostrando un movimiento felino cuando llevaba el cigarro a la boca. Era parte de la maniobra y del rito de contar. En esto que llegaron más bandejas de pescaíto frito, gajos de limón y rebanadas de pan macho. Lolo Picardo llenó los vasos mientras José seguía contando.

—Yo iba atento, no hagas caso del Viejales. Ya me conoces, compadre.

Entre un plato y otro, disponiendo de vasos y copas sobre el mantel, José me iba haciendo el cuadro. Tal y como contaba, era fácil imaginar la furgoneta dando vueltas por el campo, pasando siempre por el mismo sitio, con José en el asiento trasero, tumbado a todo lo largo; fumando y escupiendo venas de humo al techo de la furgoneta.

—Ya te digo, compadre.

Como por la banda del Viejales sólo quedaban algunas puntas rebozadas sobre las hojas de lechuga, el Viejales alargó el brazo hasta alcanzar la bandeja más llena, que era la más próxima a José, para después de acabar con ella rechupetearse los dedos. Pero José parecía no percatarse y continuaba contando cómo llegaron hasta la casa donde les esperaba la vieja. Parece ser que en una de tantas vueltas, José se levantó del asiento y dijo: «Huelo el conejo. Justo por ese caminito chico que sale por el rincón de allá», señaló. Es cuando el Viejales echa el freno y extrañado va y le pregunta: «¿Cómo puedes estar seguro? Llevamos toda la tarde pasando por sitios como éste, contigo medio dormido en el asiento, y ahora vas, te levantas, miras por la ventana de reojo y aciertas». Entonces José se estira en el asiento y vuelve repetir: «Es por aquí, lo sé».

Así fue. Al final del camino, una casita blanca y una señora en la puerta y con toda la pinta de ser la dueña de los conejos. Salen de la furgoneta y lo primero que hace la vieja es regañarles por la tardanza. Ahora José contaba la historia con el pitillo en la mano y un boquerón en la otra. De vez en cuando se lo arrima a la boca con exquisitez, alternando la sabiduría del frito en el paladar con el humo del contrabando. Decía que no tenía hambre. Justificaba su falta de apetito, contando que se había sentado a comer con el Viejales una cazuela de barro tan grande como una plaza de toros. Con pocas palabras, José conseguía un arroz caldoso con sus hebras de azafrán y todo el brillo de los lomos de un conejo bien dorado. Era un maestro en el arte de la falsificación, tanto que era posible imaginarlo, alcanzando cuatro o cinco granos de arroz con la punta del tenedor, con esa finura de la que siempre hacía gala y a continuación encender un cigarrillo, y ponerse a mirar el campo, mientras el Viejales llenaba la panza y movía el bigote.