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Es imposible saber los últimos pensamientos que un hombre se lleva a la tumba. Pero es posible imaginar los de José, tal y como vinieron antes de su muerte. Necesitaba jurdós, como él decía, para dejar cubierta a la familia. Había grabado la tira de discos y el último hasta la fecha se vendía como pan caliente. «Dicen de mí que me amenaza el tiempo», cantaba en uno de los cortes. De fondo la filarmónica de Londres atacando solemne y brutal el estribillo. En los bares de moda sonaba sin parar esa canción y la que daba título al trabajo: «Soy gitano». Pero no tenía un duro. Aunque parezca cuento, las canciones que él cantaba las cobraban otros. «Al rico camarón de la bahía, al rico Camarón de la bahía, lo pesco de noche, lo vendo de día». Todo eso lo supe por culpa del gallo rubio que nos unía igual a un juramento de sangre.

Al poco de nuestra última noche, cuando del gallo ya sólo quedaba memoria, José saldría por televisión con esa pena que le mordía adentro y que le salpicaba los ojos. Acababa de llegar de la Nueva York esa, venía de pasar calvario en un sanatorio que era lo más parecido a una villa financiera para enfermos ricos. Entonces volví a percibir otra vez la nada, fue un instante frente a la pantalla del televisor, un momento en el que comprendí que no es la muerte lo que mata, sino la incertidumbre de la muerte misma lo que de verdad mata.

De aquel viaje a Nueva York quedan las fotos, instantáneas tomadas a las afueras de la clínica, tal vez aprovechando alguna de las pocas salidas que el cantaor hacía para ir de compras, salir a cenar o a pasear la noche a esas horas en las que las farolas vomitan su luz de quirófano sobre el asfalto. Son fotos cazadas al vuelo, donde se puede ver al cantaor junto a su mujer, la Chispa, que aparece con la mirada doliente y húmeda, adelantándose a todo pronóstico, resignada ante la única verdad que hay en la vida, la misma que dice que todo es mentira. Sobre la pareja pesaba el cielo de Nueva York con ese color de panza de burra que le ponen los rascacielos. En los últimos años, toda la morralla de chismes y labias había ido en aumento, y fue durante su estancia en la clínica cuando se multiplicaron las voces encargadas de avanzar la desgracia. Así pasó en España, que ya le dábamos por muerto, cuando apareció por televisión diciendo todo aquello que dijo.

Pero a mí no me sorprendió lo que contó. A decir verdad, lo que me sorprendió es que lo contase por televisión. Era por todos sabido que siempre fue esquivo con los noticieros. Por lo visto, se cansó muy pronto de conceder entrevistas, en cuanto supo que en arte no es necesario demostrar nada. Si a esto le ponemos que los periódicos le habían montado algunas charranadas, tendremos como resultado la razón por la cual dividía a los gachos en dos grupos: a un lado estaban los periodistas y al otro, los demás. Eso mismo fue lo que me sorprendió cuando lo vi por televisión pocos días antes de morir, diciendo aquello de que ahora resulta que no tengo nada, como si un presentimiento funesto envolviese sus palabras. «Si es verdad que he aportado algo al flamenco —dijo con la pena mirando a cámara— pues quiero que quede algo. Por lo menos la mitad pa mis niños y familia».

Por defenderse y apuntalar más aún su turbia leyenda, lenguas vacías inventaron patrañas, tejieron chismorreos con mala baba dando a entender que el cantaor se echó a perder igual que otros se echan a ganar. Por eso mismo, si no tenía dineros era culpa suya. Para sostener tal argumento, situaban el principio de su ruina cuando el cantaor salió de San Fernando dirección Madrid, con su maleta de cuerda y muy repeinado él. Sus amigos le habían reunido dinero para el viaje. Fueron todos a despedirle, llenando de pañuelos la antigua estación.

Apuntadas en un papel, y a buen recaudo, llevaba las señas de donde iba a quedarse a dormir, en casa del Chico de Utrera, un palmero amigo que le alquilaría una habitación con vistas al Rastro de Madrid. Aunque las luces de la capital no estaban encendidas todavía para él, José deslumbró en cuanto abrió la boca para cantar en Torres Bermejas; un tablao con aire morisco y güisqui de importación que hay por detrás de la Gran Vía. Allí la formó enseguida. Bien mirado, no tenía opción pues el otro tablao de categoría donde podía haber trabajado era el de los Canasteros, propiedad de Manolo Caracol y al que el orgullo impedía llamar a su puerta. Todo por el desprecio que Manolo Caracol mostró cuando José era crío, un desprecio que José se esforzaba en olvidar y que si alguna vez se refería a él era como anécdota. La cosa sucedió de una manera tan violenta que todavía hoy sigue doliendo el asunto en los muros de la Venta Vargas.

Ocurrió una noche, cuando el gitano Juan Vargas, marido de María Picardo, dueño de la Venta Vargas y compadre de Caracol, le pidió a éste que escuchase a un gitanico rubio que era puro almíbar. Fue entonces que Caracol sentenció: «Un rubio no puede cantar bien en su vida». Aun así, Juan Vargas insistió tanto que al final Caracol aceptaría escuchar al gitanico rubio. Con esas, una noche fueron a buscar a José.

José era muy orgulloso, ya dije, sin ir más lejos, días antes de lo de Caracol, habían llegado a la venta unos carniceros. El olor a choto mezclado con el perfume de las lumis que los carniceros llevaban del brazo, delataba al nuevo rico, el piojo puesto en limpio de una España con el bozo grasiento. Atributos de la época como la boquilla del Farias en la boca o la secreción pegajosa del que se cree superior por el sólo hecho de cargar una cartera afectada de billetes, eran detalles que advertían al prototipo y ante los que José se mostraba reacio por instinto. Aunque todavía era un chiquillo, ya andaba resabiado. Total que su olfato va y le dice que aquellos carniceros apestan complejos. Han entrado en la venta dando voces y pidiendo que les pusieran de beber y, para acompañar la bebida, que el gitanico les cantase algo.

Pero José no estaba dispuesto a prostituir su arte ante público tan grosero, por lo que dijo varias veces que no, que él no les cantaba. Ofendidos, los carniceros tiraron de cartera, poniendo billetes en crudo sobre el mostrador. Pero José que nones, que no les cantaba. Así estuvieron un rato. Por si fuera poco, las lumis se cruzaron varias veces de piernas, dejando notar la chicha que se escondía tras la tela, emitiendo cantos sordos a los que José también se negaba.

Cansados ya de rogar al gitanico rubio, los de la carne recogieron los billetes del mostrador y se fueron como habían entrado, pegando voces y con las lumis bostezando. Por decir no quede que el gitanico rubio no andaba sobrado de jurdós. Todo lo contrario, pues luego tuvo que pedir dinero al Lolo Picardo para coger el tranvía. José se negó a cantar a los carniceros por ese coraje tan gitano que llevaba dentro.

Pero con Caracol iba a ser diferente. En aquellas fechas, Caracol era todavía el monarca del buen cante. La enfermedad no había reducido sus vértebras y el coche que se adelantó a su muerte no había hecho aparición. Nadie se atrevía a predecir que aquel hombre acabaría cosido con el hilo de la autopsia. Así que cuando en la Venta Vargas mandaron a buscar a José para que Caracol le escuchase cantar, José accedió. Los que estuvieron presentes, y los que no también, cuentan cómo el gitanico rubio cantó a rabiar delante de un Manolo Caracol que le escuchó en silencio. Un silencio elocuente que a José volvió sordo y que sólo se rompió cuando Caracol pidió otra copa. ¡Cazalla! Después del trago, Caracol se hizo el distraído mirando las paredes. No haría nunca el más mínimo comentario al respecto, masticando en callado la rumia de su fracaso.

Años después de aquel duelo memorable en la Venta Vargas, llegaba hasta nosotros el humo denso de la pucherada. El Viejales se acarició la panza y apartando el vaso de café, pidió una cerveza que bebió del tirón y con los ojos cerrados. Con el golpe del vaso sobre el mostrador reivindicó la siguiente. El tiempo volaba, según él. Hizo ademán de echarse la mano a la cartera pero el Lolo Picardo le saltó diciendo que nos esperásemos, que no tardaría la cena «¿O es que tenéis prisa?».

El Viejales rebufó y luego hizo como si mostrase interés en lo que José contaba de él:

—Ya te digo. Con la bulla del Viejales, no me dio tiempo ni de enroscarme el pañuelo al cuello.

Entonces me volví a dar cuenta. Por si quedaba alguna duda, pregunté:

—¿Y qué hora era, José?

—Pronto. No más de las doce.

Lo de sacrificar al gallo rubio no había sido cosa de él pues cuando José me llamó, diciéndome que me esperaba en la Venta Vargas, ya hacía tiempo que habían pasado las doce. Esperó hasta el último momento para llamarme.

—Por ahí serían —confirmó el Viejales.

Entonces José pestañea, como si también hubiera cazado al vuelo su inocencia después de desfilar con ella por túneles manchados de culpa, de esos que no acaban nunca y que si alguna vez acaban es para ofrecer un paisaje en ruinas. Como si hubiera alcanzado el final de la travesía, los ojos le chispearon.

—¿Por qué me lo preguntas, compadre?

La delgadez excava angulosidades en su rostro que la barba no puede ocultar. Tampoco termina de formularme la pregunta cuando se echa la mano a la cajetilla de tabaco.

—Por nada, cosas mías.

Prende el cigarrillo y se escucha la voz de la María Picardo que aparece a lo lejos para regañarle, «José, no fumes tanto». Con andares fatigados se nos acerca. Va ataviada con su delantal blanco y señala a José con la punta del bastón.

—Hala, vamos, José, que te estás quedando muy flaco, que ahora te pongo de comer yo a ti, mi niño, que necesitas algo que te arregle el cuerpo, hala, hala.

Con el mismo bastón de caña, como la que dirige a los feligreses hacia el templo, la María Picardo indicó el rumbo a seguir. «Hala, hala». Por no contrariarla, cruzamos el arco de la barra, abriéndonos paso entre las sillas vacías. El Lolo Picardo sujetaba la puerta. Su rostro mostraba una creciente incomprensión ante lo que nos traíamos entre manos. Años después de aquello, el Lolo Picardo me confesaría que le daba mala espina. La prueba de ello es que dobló las apuestas a favor pues intuía que eso iba a ser lo mejor para José. Pero en aquellos momentos se hizo el despistado, me diría el Lolo Picardo tiempo después, con los ojos fijos en las cicatrices que aquella noche dejaron los vasos sobre la madera del mostrador, como si intentara interpretar en ellas lo sucedido. «Me imaginé que algo no andaba bien», me dijo el Lolo, y que de ello no tuvo duda cuando la María Picardo le llamó para que ayudara en la cocina. Entonces creyó reconocer que ella también se había dado cuenta.

Ahora lo recuerdo. Fue en ese momento cuando José, el Viejales y yo nos quedamos a solas con el yerro al rojo de nuestras quimeras, fraguando los barrotes de una jaula en la que encerraríamos la culpa. El cadáver del gallo rubio gravitó entonces sobre los tres, en el mismo cuarto en el que una noche Caracol sintió temblar su reinado ante la voz de José. «¡Cazalla!», parece ser que pidió Caracol con la virilidad rebelde de su gesto macho.

Aquellas paredes aún conservan el eco de las flamenquerías y los desplantes, el olor a sangre que recorre lo jondo y con el que se emborracharía Caracol ante el sabor amargo del relevo en el trono del cante. Incluso, hubo ratos en los que el rostro de José se reflejó en el cristal de un retrato antiguo de Manolo Caracol y en el que el cantaor aparecía bromeando con el teléfono en la mano.