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La Isla de San Fernando es isla prieta de cal y siempre rodeada de mareas. Dicen de ella que es feúcha, pero a mí tan sólo me parece desgarbada, con ese aire de mujer un poco harta de que siempre le pidan lo mismo: «Al rico camarón de la bahía, al rico camarón de la bahía, lo pesco de noche y lo vendo de día».

Son voces que vienen pregonando su género desde el alba de la Historia y que hoy reviven al que nunca murió del todo. Como si les perteneciese a ellos antes que a nadie, los gitanos entonan con propiedad, vendiendo una mercancía que saben suya. Son trocitos arrancados a la estatua de José. Por lo visto se la pusieron en vida, de ahí el regusto macabro que trae consigo. Según consta, gastaron no sé cuántas arrobas de bronce y otro tanto en pesetas para poder levantarla. Fue al poco de la muerte de José, cuando la llevaron de paseo por la Expo. Después la plantaron donde queda ahora, a la entrada de la Venta Vargas, con una placa debajo que dice así: La ciudad de San Fernando, a su hijo predilecto, bla bla bla bla y, a continuación, la fecha.

Aunque hijo predilecto de su patria chica, José la dejaría bien pronto, tan pronto como supo que las luces de la capital necesitaban el interruptor de su voz para encenderse. Por mucho que hablen que fue en Madrid donde se echó a perder, la verdad es otra y la mentira también. No sé si tengo dicho que en Madrid sólo tenía dos opciones. La una era el tablao de Torres Bermejas, detrás de la Gran Vía. La segunda rabiaba en las entrañas de José por ser el tablao de Caracol, situado en la calle Barbieri. Un local donde no dejaban entrar sin corbata y donde la poesía del mantón de Manila hacía rima con el jaleo de las guitarras. Situado frente al Mónaco, hotel conocido por albergar en su época las citas secretas del rey Alfonso XIII, el tablao de los Canasteros era coto de busconas con título y con tan largo vicio como apellido. La maraña de calles y farolas que conducían al tablao, habrían sido para José como repetir el veneno de un mal recuerdo. Una noche de cazalla y trueno, Caracol había despreciado su cante y como ya se sabe que en esta vida hay que elegir dueño, pues en eso consiste la libertad del esclavo, José eligió

Torres Bermejas, un local donde se hacía para bailar tres cuadros de niñas por la tarde, un par de ellos por la noche y un pase final que era un escándalo. Cantaba en solitario y los suspiros de las hembras espesaban el ambiente. No quede por decir que a la salida de Torres Bermejas le esperaban todas con el monedero babeante. «Igual que saco de cabrillas», aseguraba él cuando recordaba aquellos tiempos.

Fueron noches por el Madrid gatuno. Caripén, Gitanillos, Los Grabieles, Billares de Callao donde conoció a Paco o la Venta el Palomar, en las afueras, de amanecida y tras haberse dejado llevar por los fantasmas broncos de la noche. Toda una época que quedaría reflejada en las fotos de entonces y en las que el cantaor sale retratado con su primera juventud pegada al cuerpo. Todavía las pasiones no habían alterado su semblante, aunque ya sus ojos anunciasen que la mentira es la parte de la verdad que no se cuenta. Poco más tarde llegaría el tiempo con su leyenda encima, el mini rojo, la orilla del desastre por la que se dejaría caminar tantas noches sin rumbo, dejando atrás el escalextric de Atocha, poniéndose en el campamento de gitanos que había instalado a la sombra de un árbol grande y donde al cantaor lo conocían por su nombre. El viento negro de la noche hacía mover las ramas y rasgaba el fuego de una hoguera siempre encendida y que no se apagaba ni en los veranos.

Entre charcos de luz y coches desguazados, José ingresaba en una región proscrita en la que la realidad quedaba fuera de toda duda. Acostumbraba a hacerlo de noche, saltándose los márgenes de lo prohibido que para él eran los márgenes de lo sagrado. Así alcanzaba esa parte de sí mismo contra la que nadie sabía cómo luchar, pues José la escondía como un secreto a buen recaudo. Después se relamía, mostrando la dulzura brillante de los escombros al primer sol de la mañana. Ahora que lo pienso, su mayor logro fue darle la vuelta a los calzoncillos enmierdados de la decencia, demostrando que también el barro puede llegar a ser luminoso.

Al final de su vida quedaría la encarnadura gastada por el dolor y la risa que fotografió el Alberto, convirtiendo al cantaor en lo que sería para siempre: un retrato a blanco y negro donde José aparece mirando a cámara con hondura de mar bravo. Imágenes que han trascendido orillas y fronteras gracias al juego de espejos que las repetiría atravesando el tiempo hasta el infinito. Fotos que aún estaban recientes la última vez que nos vimos, cuando José apareció con la chaquetita roja y toda la osadía de su cabellera chorreándole los hombros. Aunque caminase con firmeza y el suelo crujiera a su paso, parecía estar esperando un movimiento por mi parte, alguna frase de protesta que le sirviera para afirmarse todavía más en sí mismo. Fue cuando me preguntó: «¿Lo has traído, compadre?».

Luego, dentro ya de la venta, después de encerrarse en los servicios a dar capricho a su temperamento, se le vino la alegría inevitable del encuentro con la María Picardo. A pesar de que mostraba en los ojos el mismo vacío de las estatuas, no podía dejar escapar el torrente de la risa cada vez que la anciana le buscaba las cosquillas con el bastón de caña. «Qué flaco andas. Te vas a comer ahora un puchero con migajones y un plato cazón con papas amarillas que están que no veas tú. Pa chuparte los dedos y no limpiarse en mandilón». Con señales de risa en las mejillas va José y repite que no tiene hambre, que ya ha trapiñao.

—Arroz con conejo —recalca José.

Sin dar tiempo a que la anciana le reproche, se pone paliquero y continúa con la peripecia desde que el Viejales había quedado con él en pasarse a recogerle por su casa de la Línea, a primera hora de la tarde.

—¿Y eso qué tie que ver con el puchero que te vas a comer? —salta la María Picardo.

—Espera, que te cuento.

José enciende el cigarro y echa la cabeza atrás y se apoya con los codos en la barra y sigue diciendo que, nada más llegar a la puerta de su casa, tal y como habían acordado, el Viejales tocó la bocina para que él saliese.

Entonces el Viejales se hace notar con la sonrisa en las puntas del bigote y va y dice que unas cuarenta veces le tocó la bocina a José, pero nada. «Allí no aparecía nadie. Ni el hombre invisible».

—Me estaba arreglando —corta José, con la autoridad del que se sabe dueño del tiempo y de sus mudanzas—. Me estaba arreglando y ya sabes tú cómo son esas cosas, compadre.

—Se lo cuentas otro día. Vámonos ya José, que hay prisa —le suelta el Viejales con intención.

Pero José se puso bravo y estirado, algo picadillo el genio para lanzarle una mirada al Viejales que lo dijo todo. Como cuando se ponía así no había quien le moviera y tampoco había modo de hacerle entrar en razones, la María Picardo acomodó los andares en el bastón de caña y fue a la cocina, dando a entender que no le interesaba nada todo aquello del hombre invisible. El Lolo Picardo me sirvió otro güisqui y al final pues eso, confirmé mis propias sospechas. La idea de vender la pelea no había sido de José pues a él, sólo de pensarla, le daba pecado. Lo único que intentaba José era ganarle tiempo a la noche y que el gallo durmiera antes de que llegase la hora de soltar. Por lo mismo, José se mostraba obstinado y seguía contando:

—Que diga el Viejales lo que quiera, que con el primer pitido yo ya había saltao de la cama. Como un bombero.

Aquella noche, José se mostraba charloso, raro en él, pues le gustaba vivir callado en la hondura tanto como morir cantando. En un primer momento yo lo achaqué a su estancia en los lavabos, a esa comunicación secreta que tenía consigo mismo, un diálogo silencioso y largo que en los últimos tiempos era ya costumbre. Ahora me doy cuenta de lo equivocado que andaba yo entonces porque lo único que pretendía José era ganarle tiempo a la muerte. No se me ocurre otra explicación, ya digo, pues aquella noche José se puso a hablar como si sólo hablando pudiese huir de la soledad que anuncia la hora final y que no se podía quitar de encima ni aun estando acompañado.

Ahora cuento estas cosas, ya dije, para huir a mi modo de un drama que, como todo drama, carga en su interior la semilla del ridículo. Sin embargo, por entonces anidaba en mi corazón de tal manera que podía sentir mi pecho igual que si me le hubieran cosido tetilla con tetilla.

Acodado en el mostrador frente al güisqui, con la ira contenida en un negro silencio, yo escuchaba atento a José, a la vez que bebía hasta conseguir ese primer golpe de la borrachera que es cuando el instante transcurre sin que el reloj dé vueltas.

—Y yo que no me había dispertao del todo y que no podía más con los pitidos, le mandé a La Chispa a que saliera a decirle al Viejales que ya mismo iba. Total que me empiezo a arreglar.

Siempre me pareció que cuando le daba, cualquier cosa dicha por su voz se convertía en profunda reflexión, incluso cuando hacía conversación por el método del tiempo «Mucha calor, eh, compadre, y mira tú qué viento. Puff, con un puñao de arena, que no se puede caminar sin gafas, te deja tuerto compadre», o por el contrario, «Abrígate compadre, que afuera hace un frío polo». Podría decirse que aunque sólo fuera en el diálogo más banal, José elevaba la anécdota a categoría. Era capaz de llenar de sentido el asunto más hueco cargándolo con esa solidez que contienen las armas de fuego y los grandes pensamientos. Así José nos siguió contando cómo se tuvo que vestir a toda prisa mientras los pitidos de la furgoneta se clavaban en la calle.