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Por si no lo dije antes, la Venta Vargas conserva solera y fama. De cuando los trabucos reposaban sobre los muros y las caballerías hacían cola en la puerta, listas para el relevo. Eran otros tiempos, los tiempos de la Venta Vieja de Eritaña. Un establecimiento situado al final del camino y que nunca movió sus paredes de sitio.

Aquel edificio de factura antigua había aguantado la llegada del ferrocarril, además de los jaleos y ronquidos de todos los flamencos habidos y por haber. Por aguantar, aguantó hasta el cambio de dueño y marca. Venta de Juan Vargas se llamaría después del trato que un gitano de igual nombre cerró allá por los años treinta del siglo pasado. Desde la firma, a su sombra se han hecho baraja los pecados del licor y de la carne, y en sus últimas moradas se retaron Caracol y José cuando éste todavía era un gitanico de piel transparente. En resumidas, sus muros no solo habían sentido el roce de los trabucos sino también el de la sangre cuando es cantada hasta salpicar las camisas. Aquella noche pude percibirlo; el vaso de güisqui empuñado hasta el sudor, el Viejales sin quitarme ojo de encima y la sombra negra del gallo oscureciendo mi conciencia.

Pero vayamos por partes, o mejor por instantes, pues ya dije que fui recorriendo los senderos que el Diablo maneja entre los huecos de los retratos. Fiestas flamenconas que habían dejado su estampa y su momento colgando sobre los muros, poniendo caminos entre una foto y la siguiente, cosas que solo los borrachos y los niños saben interpretar. A salvo del huracán del tiempo, disecados en sus marcos, ahí siguen los rostros que aquella noche acompañaron mi viaje. Recuerdo que una de las veces, me detuve en la foto que hay a la entrada de la venta y donde Caracol apoya la mano sobre el hombro de Manolete que parece retar a cámara desde la cueva de sus ojeras. Aunque no estuviera toreando, Manolete clavaba sus pupilas en el hoyo de las agujas como si quisiera entrar a matar a la muerte misma. Tal vez fue por eso, y no por otra cosa, por lo que en los ojos del torero creí percibir el misterio que la muerte guarda en sus entrañas. Con ayuda de un trago, alcancé a imaginar la nada. Fue un instante fugaz, como cuando miras una bombilla encendida y deslumbrado cierras los ojos.

Pasado el vértigo, volví la vista al espejo propaganda de Osborne, colocado tras la barra y que multiplicaba los Vasos y los retratos de verbena y taberna, invadiendo el horizonte del mostrador donde seguía el Lolo Picardo entre golpe y golpe de bayeta.

——Por favor, Lolo —arrimé mi vaso al mostrador——. Con dos de hielo.

El Lolo Picardo alcanzó de nuevo la botella y me sirvió lo que quedaba. Fue al ir a por otra cuando el Lolo Picardo desapareció de escena y el Viejales, aprovechando, se me arrimo de nuevo

—Dime ¿crees entonces que vas a estar mañana para soltar? —Me inquirió, sin mover apenas los bigotes

—Eso pregúntaselo a otro —respondí, escupiendo las palabras como ráfagas de metralleta.

—¿Qué? —preguntó el Viejales amenazante, levantando la voz, dando a entender que podía alzarla mas si venía al caso.

Entonces deduje que estaba metido hasta las cachas en un juego que consiste en ver quién dispara primero. Decidí callarme y, ante mi silencio, el Viejales se puso a tabalear con los dedos sobre el mostrador haciéndome participe de su nerviosismo. Hubo un momento en que pegó un golpe con la mano abierta, plam, sobre su muslo, y fue a buscar a José que parecía que ya tardaba más de la cuenta. Pero yo no tuve valor, o no estaba lo suficiente borracho todavía, para transformar el miedo en atrevimiento y coger el coche y largarme. Vacilante, tenía una sensación parecida a la que pudiera tener una rata de barco en noche de tormenta. En el fondo no somos tan diferentes los hombres de las ratas. Ambos tenemos mierda en las tripas y un corazón donde bombea la sangre.

Pero siguiendo el hilo del naufragio, recuerdo que el Lolo Picardo me volvió a llenar el vaso una vez más y que ni con esas recompuse la voluntad para decidir largarme con el gallo. Me acuerdo que detuve la mirada en el pintado del techo que era lo más parecido a una pantalla sobre la que pasaban una película muda, un drama en el que el gallo era el protagonista. En un rincón, la trampa olvidada de una araña me llevó de nuevo a seguir la línea que el azar había trazado entre una foto y otra. Retratos que me empujaron a concebir la muerte otra vez pero, esta vez, en el ojo disecado de un toro cuya cabeza embestía al vacío. Pareciese como si el viento de levante lo reviviera para ponerlo a mugir de un momento a otro. Fue entonces, cuando la voz de una mujer saltó para sacarme de dudas.

—Te lo dije muchas veces, a ese lo mató Rafael Ortega. —La mujer señalaba la cabeza del toro con su bastón de caña.— El otro, el que juró el Cordobés que no lo había mataó él, ese lo quitamos de inmediato —remató la mujer con un temblor de fatiga en su cuello.

A pesar de la sacudida de los años, la María Picardo seguía siendo la misma mujer enérgica de siempre, la que en tiempos de Juan Vargas, su marido, echaba a los borrachos a empujones. La misma que siempre que me veía me contaba la historia del toro que indultó el Cordobés.

Ocurrió una de las veces que llegó el Cordobés a la Venta Vargas cuando fue a preguntar por un gitanico rubio con el que se carteaba. Los más viejos se acuerdan todavía. José era chiquillo y repartía alcayata montado en una bici, pregonando su mercancía a voces con ese soniquete que viene del alba de la Historia. Era un chiquillo, ya dije, pero en su voz llevaba la autoridad del que se sabe hijo de canastera. Debido a ello, había noches que le requerían en la Venta Vargas para que cantase a los gachós. Por lo demás, la calle Real era una calle ventilada y ancha que seguía estando en el mismo sitio que ahora, partiendo el pueblo en dos mitades. Más arriba quedaba la fragua de su padre Luis, barrio de las Callejuelas; barandas de flores y salitre por donde pasaría hasta Macandé a emborracharse con el chorro de sangre que tenía por voz Juana la Canastera.

Fue en aquel ambiente de barrio marinero y juerga gitana donde José fraguó su porvenir. En un principio, cuando su carácter aún no estaba decidido, José jugó con la idea de hacerse torero, fabricándose él mismo las banderillas. Pegándole duro al martillo macho igual que había visto hacer a su padre pero siguiendo el compás nervioso de su madre canastera, José iniciaba su práctica en el mundo del arte. Con las banderillas calientes aún, se colaba hasta las corraletas a marear becerros y, entre un revuelco y otro, ensayaba el salto de la rana, una especie de suerte torera que había hecho famosa el Cordobés. Tal era la afición que José le profesaba al torero que siempre andaba con una maletilla de madera donde llevaba las cartas que se escribía con él. Era su ídolo de entonces. Por decir no quede que llegaba a tanto lo de su admiración por el Cordobés que hasta se domaba el flequillo sobre los ojos igual que hacía el torero. Pues bien, uno de esos días de revolcones en el campo bravo mareando becerros, apareció el Cordobés en la Venta Vargas preguntando por el gitanico de nombre José.

Juan Vargas, a la sazón dueño de la venta, mandó a buscarle y en la espera el Cordobés se entretuvo mirando dos cabezas de toros que había en la pared. De una de ellas pendía una placa donde se aseguraba que aquel toro había sido lidiado y muerto en la plaza por el mismo Cordobés. El torero, tras mirar con atención la cabeza disecada del animal, se sopló el flequillo, chascó la lengua y afirmó con rotundidad: «Yo no he matao a ese toro». Así continuó el Cordobés con enfado, diciéndole a Juan Vargas que a todos los animales que había matado los conocía por haber pasado mucho tiempo delante de ellos.

Aunque los almanaques no perdonen y el tiempo siga jugando con ventaja, a pesar de los años, la María Picardo aún conservaba la carnadura de mujer grandota y esa pinta de ventera antigua de las que saben apreciar la salud de un pescado sólo con mirarle los ojos. Según me dijo, acababa de venir del bingo y no le había ido mal.

—¿Y tú, qué? —preguntó a cañón tocante, apuntándome con el bastón al pecho— vas a armarla mañana con el gallo.

—Te diré.

—Ya sé —me vino la anciana con el gesto picarón— ya sé, que el gallo rubio va en la porra mil a uno. Voy a apostar un buen puñao de billetes mañana por él.

Respiré el aire corriente que allí dentro se movía hasta llenar el fondo de mis pulmones. Contuve las ganas de contarle todo y romper así el acuerdo mudo entre la mentira y la necesidad de guardar silencio. Estuve en un tris de soltarle toda la verdad a la ventera hasta reducir a ceniza el alma de los hechos y decirle a la María Picardo que el gallo rubio perdería mañana porque así se había amañao, ya que José andaba malusquillo y estaba reuniendo para irse al extranjero a curarse, y que por eso habíamos quedado en la venta.

Estuve a punto de asaltar su corazón anciano con el puñal barato de la verdad, pero José salió del baño a librarme de ello. Traía el pitillo por costumbre en la mano, y en los ojos el barniz de las estatuas. Olía a colonia fresca, de esa que ponen a granel en el lavabo de la venta. Caminaba con la fragilidad del que no sabe negar ni una pizca al capricho de su temperamento. El Viejales le venía detrás, enfurruñado.

Con todo, cuando José ve a la María Picardo, tira el cigarro al suelo y abre los brazos y se le alegran las pajarillas y le pone mucho alboroto mientras la María Picardo se acerca a cogerle hasta donde a la mujer le llegan las fuerzas y le hace girar a José por el aire, como cuando era chico, subiéndole en brazos. Bromean y comparten todo un ritual de ritmos y onomatopeyas que acaban en palmas y bastonazos en el suelo. La María Picardo lo toca y lo mira. «Cuánto tiempo que no vienes —dice y lo vuelve a mirar—. ¿Qué tal la Chispa y los niños?».

—Bien. Es que anduve grabando el longplay, tuve mucho trajín. Casi todo el tiempo en Madrid.

José deja suspendida la conversación, como si las palabras sobrasen. La María Picardo le conoce bien. Se lo sabe de memoria y a ella no la puede engañar. Tanto es así que lo que su memoria no sabe, la María Picardo lo intuye. Por eso ahora la María Picardo pone a viajar su mirada anciana sobre los ojos de José, como si detectara la mancha. A la mujer se le viene el instinto; le conoce desde que era un micurria y sabe que se cuida poco.

—Qué flaco andas, José —le dice, clavándole la punta del bastón en las cosquillas hasta que a José le duele la risa y se le agitan los collares en el pecho.

Fundidos en oro amarillo convivían juntos el Cristo del Gran Poder con el Nazareno, la estrella de David con la Virgen del Rocío y todo un puñado de altísimos, pues a José con uno sólo no le llegaba. Efectos místicos que chocaban entre sí emitiendo tintineos de primera ley, música que también era parte del rito y la mentira. «Fíate de mis dioses que no tienen precio» parecía decir José cada vez que rompía su camisa y mostraba el medallerío, abriendo su corazón a ese olor oculto que es el olor a tumba.

—Anda, José, que necesitas algo que te arregle el cuerpo. —La María Picardo seguía con su retahíla y fue a acercarse para explorarle los ojos cuando José se echó atrás. «Quieta ahí, —vino a decirle—, quieta ahí, María, que luego a la gente le pierden los chismes».

Ahora que los años pasaron, me viene al recuerdo la escena de forma clara, como si el tiempo, en vez de borrarla, la hubiera avivado. Es cuando vuelvo a ver a la ventera repitiéndole a José aquello. «Qué flaco andas, José, hijo. Pero qué flaco andas». También vuelvo a ver a José que huye de sí mismo haciendo burla. Aunque lo sospechaba, yo no sabía todavía que la tragedia es la suerte más ridícula que existe. Tan sólo me dediqué a digerirlo a tragos, apoyado en el mostrador, mientras el viento culebreaba por las grietas que los años habían abierto en las paredes. Era un viento moreno y quemador que hacía silbar las botellas, los huesos y trinquetes de las últimas moradas.