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El Lolo Picardo andaba tras el mostrador, limpiando el anaquel de las botellas. Fue ver llegar a José y cambiarle la cara igual que si hubiera presenciado una calamidad. Sin reponerse del todo, el Lolo Picardo salió a saludarle.

—¿Qué viento te trae por aquí, José? —Pregunta y le planta dos besos.

—Na, ya ves, dando una vuelta —contesta José, dejando salir la mueca—. ¿Por dónde anda la María?

—En el bingo, ya tiene que estar al venir —responde el Lolo Picardo con la bayeta entre las manos y los ojos fijos, como los de un mecánico a punto de diagnosticar algo chungo al motor—. ¿Y tú qué, José? —va y le pregunta el Lolo Picardo.

Pero José no habla, da por callada la respuesta; arranca la última calada al pitillo y suelta el humo a golpes, como si le diera vergüenza mostrarlo. Por un momento su mirada parece emerger de un pozo ciego, luego se detiene. Tira la colilla al suelo y la pisa. Entonces levanta la vista. Hay una señal de sonrisa en los labios que dura un instante. A pesar del gesto, el aleteo de los párpados muestra dolor, igual que si estuviese viviendo una pesadilla a cámara lenta. «Traía la grandeza hecha jirones del que está sentenciao para morir y lo sabe», me comentaría años después el Lolo Picardo, a propósito de esa noche en la que José había quedado conmigo en recoger al gallo rubio.

Puedo jurar que José me llamó hundido en su propio barro y que, a través del teléfono, me transmitió dicho terror ante lo tremendo: «Te espero al caer la tarde, compadre, en la Venta Vargas, ven con el gallo». Aunque en su voz había un trino de dolor, nadie sabía entonces que la mancha negra del miedo había salido en la radiografía. Ni él mismo lo quiso saber. Cuando me pidió el favor soplé de rabia. Tampoco supe decirle que no y mi falta de valor hay veces que me rechina entre los dientes como las bisagras de una puerta vieja. Es cuando me callo la boca y vuelvo a tragar el recuerdo de aquella noche en la Venta Vargas.

Soplaba viento de levante, que es viento cálido y peleón y que enciende a las hembras y enfrenta a los machos. Recuerdo que se podía oír el meneo de las tejas, igual a la música macabra que guarda un saco de huesos. Por pasar, ya habían pasado carnavales y era por la cuaresma del año noventa y dos. Ahora, que regreso al aire de mis pecados, puedo volver a ver a José pedirse un vaso de café con mucha leche y al Viejales pedir lo mismo pero al revés. «Un vaso de leche con mucho café». Yo me pedí lo de siempre, un güisqui con dos de hielo. Mientras el Lolo Picardo se ocupaba en servirnos, el Viejales me preguntó por la hora de la pelea.

—Pronto —advertí—. Antes de que el sol se ponga crudo.

—Me figuro —dijo el Viejales con fastidio, mirando de soslayo hacia el anaquel de las botellas. Tío Pepe, Torres diez, Fino La Ina, González Byass. El cristal reluciente tiraba destellos, disparos de luz sobre el cuerpo del Lolo Picardo que peleaba con la máquina del café, ajeno a nuestras intrigas.

—Hay que armarle las zancas, pesar a los gallos y esas cosas, ya sabes —refresqué al Viejales.

José había captado mi desgana, bien sabía que conmigo no contaba a la hora de participar en el sacrificio del gallo. Le traje al recuerdo su primera pelea, en Algeciras y donde debutó en combate contra otro gallo de nombre Ciclón, de igual peso y puya, buena parada y alto de piernas. Era una pelea clandestina, a treinta minutos. El rodete tenía gradas con cojines y el calor de finales de Mayo apretaba en las gargantas. La cerveza corría y las apuestas se cruzaban a favor del contrario, ya dije, un gallo retinto de nombre Ciclón.

—¿Te acuerdas, José? —Por resucitar viejos tiempos lo atajé—. Tú fuiste de los pocos que apostó a ciegas por el gallo rubio.

—Sí, compadre, ya ves, aposté un montón de billetes que se hicieron palabra.

Fue antes del boleo, mientras yo pesaba al animal sobre una báscula de carnicería que habían traído para la ocasión. Al poner los billetes a favor del gallo rubio, José estaba poniendo el honor del que espera que su palabra no sea envilecida. Los dos sabíamos que lo de las peleas de gallos es ante todo un juego de honor donde lo único que vale es la palabra empeñada de los jugadores. No habiendo papeles que certifiquen la jugada, la palabra se hace obligación cuando toca cumplir con ella.

—Los que pierden pagan y los que ganan cobran —recordé nuestro lema.

Pero él siguió como si algo sobrenatural lo hubiese convertido en otro hombre que no se acuerda ya del antiguo. Con todo, yo no le pude echar cuentas ni yerros, nunca fue mi estilo y menos aún cuando durante todo el tiempo del mundo fui igual al martillo de fragua que se arrima al metal sólo por el placer de escuchar su queja, como que también fui náufrago, zozobrando en el torbellino de espuma que dejaba su saliva cada vez que aclaraba la voz de telarañas y escupía al suelo. «Voy a cantar un poquito por alegrías y luego por to lo que ustedes quieran».

No había festival importante en el que no me presentara en camerinos a hablarle de las peleas ganadas por nuestro gallo rubio. Él cogía y me soltaba dinero, jurdós, como decía a los billetes. «Para que lo pongas de comer». Después de un rato de escucharme contar grandezas del gallo rubio, José iba y se largaba, vaya usted a saber dónde y allí sólo quedaba Tomatito guardando la guitarra en la funda abierta que a mí se me antojaba lo más parecido a un ataúd sobre la mesa encendida de cigarros.

Aquella noche en la Venta Vargas quise hacer brotar el alboroto en sus ojos. Le traje a la memoria el gallo rubio, copetón y valiente sobre la arena; saliendo triunfador en cada una de las peleas. Combates ganados a pico, a navaja y espuela, dando igual Algeciras, Córdoba, San Roque, Jerez, Nueva Jarilla, Sevilla, Ciudad Real, Villaverde, Getafe o también Palomeras, donde al final hubo chivatazo y vino la policía a desmantelar el rodete que tenían montado en un almacén. Antes de entrar José me señaló las ventanas rotas. «Mira —me dijo— por si tenemos que salir al escape». Al final se cumplió la broma y tuvimos que salir por una de ellas. Me acuerdo ahora cómo llevaba el gallo en vilo sobre su cabeza, igual a un penacho de plumas y yo por delante, abriendo precintos, retirando vallas y alambradas, salteando escombreras y calles partidas por zanjas ¿Qué dirían nuestros padres si nos viesen?

Pero aquella noche José no parecía dispuesto a ceder sitio al recuerdo. Había que entenderlo. Iba y venía, se dejaba caminar sin rumbo como dicen que hacía ese otro cantaor antiguo, apodado el Mellizo por ser mellizo de su padre del que también heredó el oficio de matarife gaditano. El tal Mellizo cuando se ponía lunático se dejaba llevar hasta donde el mar se confunde con arena y ahí que iba a cantarle al esqueleto de algún barco. Otras veces se perdía por la muralla a cantarle al agua o le entraba la inspiración y se iba hasta la tapia del loquero a cantar a los encerrados. Cuando se ponía así, ya le podías dar tú al Mellizo todos los dineros del mundo que no te cantaba. Para qué, si prefería perderse, irse a caminar él solo a cantarles a los locos o al agua.

En eso se le parecía José, pues cuando a José le tocaba cantar en los Madriles, llegaba hasta los poblados de los desmontes cabileños, donde rebuscaba lo jondo entre atisbos de miseria pura y se ponía a rumiar goloso el dolor, de espaldas a la vía del tren y a la autopista, junto a hogueras de neumáticos en llamas y niños en bicicleta cubiertos de roña bíblica. Reservas de mugre y olvido hasta donde José llegaba a curar esa nostalgia cósmica que no podía compartir con nadie por no ser peso y sí medida: la de todas las cosas. Cuando se ponía así, había veces que me lo volvía a encontrar, casi al alba, con los ojos persiguiendo los últimos luceros de la noche, a esas horas en que toca poner a los gallos en el peso y armarlos con firmeza para el combate. Cosas que yo me empeñaba en recordarle con cierto egoísmo, no lo oculto, pero que yo creía útil emplear para ayudarle a abrirse paso por ese territorio desconocido de sí mismo que le acuchillaba los adentros.

Con el desasosiego que causa lo extraño y la mano huesuda y cruzada de venas, se acarició la barba varias veces. En el mollete de carne, entre pulgar e índice, destacaba el tatuaje; la estrella de David junto a una luna creciente o al qamarun, que llaman los moros. José la adelantó para seguir con el pregunteo:

—Entonces, qué ¿vas a ir tú mañana a soltar, compadre?

No me sorprendió la pregunta. Todo lo contrario, pues estaba preparado para que en cualquier momento me viniera con ella. Lo que me sorprendió fue que, junto a la pregunta, me ofrecía una ronda de cigarrillos.

—No —negué con la cabeza—, y ¿tú?

Con aquello lo único que conseguí fue empedrar más aún el muro que nos separaba. O eso mismo me pareció entonces, cuando los ojos se le llenaron de peso y tuvo que bajar la vista al suelo, lo mismo que si contase hormigas. Fue al levantarla cuando me enseñó su dentadura. Hubo un chispeo de sonrisa que reboto en el espejo, propaganda de Osborne, colocado tras la barra. En apenas una fracción de segundo, José había viajado de un extremo a otro de sí mismo para encontrarse de nuevo conmigo.

—Yo tampoco —dijo— y señaló la colilla recién matada—, yo tampoco, compadre, acabo de tirar uno.

Tenía esas salidas, esa gracia personal que le permitía saltarse la ley de la gravedad a la torera. Al fin y al cabo, la verdad no era más que una mentira puesta en su boca y José mentía con la habilidad del que conoce a fondo el alma del embuste. Mejor así, pensé entonces, mejor la broma que empezar con la retahíla y que José arrancase con coartadas cobardes del tipo: «yo pa ver sufrir al animal no puedo» y esas cosas que sólo sirven para aliñar una conducta que no iba con él.

En aquellos momentos, reñirle habría sido tan absurdo como enojarse con el güisqui porque emborrachaba demasiado; más de lo que yo habría querido. La noche prometía una buena juma y José era de esos que, desde que son chicos, prefieren la broma a la verdad. Por lo mismo, supo darse maña para sacar las lágrimas y la guitarra maltrecha a cualquiera que llegara a la Venta Vargas y hacía que lloraba, aunque en realidad estaba cantando igual que canta un dios cuando le rompen la lira. No escogía a sus víctimas, él mismo actuaba de víctima. Ya de crío era un primera figura. Había que haberlo visto. A todos los que llegaban a la Venta Vargas les salía con la cara manchada de lágrimas para cantar lo mismo de siempre; que la sonanta se la había partido un guiri borracho y que sin guitarra no podía buscarse la vida.

Llegaron los cafés sobre la barra. José ahuecó el brazo para coger el suyo y empezó a beber lento y ruidoso. Con los primeros sorbos no pudo contener las ganas y encajó otro cigarro en la boca. Creí ver la obscena mueca de la muerte en aquel gesto y me desagradó tanto que desvié la mirada hacia el cartel de toros, colgado sobre la pared que daba a la puerta. Era de los antiguos, pintado a mano y con letras grandes que anunciaban la corrida del domingo 24 de agosto de 1947, en Cádiz y que nunca llegó a celebrarse porque a veces el destino esconde planes sangrientos; reglas ocultas que devuelven al hombre al caos que le trajo al mundo. Le pegué el último trago al güisqui y fue cuando el Viejales volvió a la carga:

—Estaría bien que fueras a soltar mañana.

Alcé los hombros, dando a entender que no quería saber nada del tema, que les entregaba el gallo y que hicieran con él lo que les saliese. «Como si se quieren hacer ustedes una sopa», dije para mis adentros. José me miró en silencio, tal vez esperando a que mi indignación se dispersara junto con el humo de su cigarrillo, recién encendido. Entonces, el Lolo Picardo, como si me hubiese escuchado y provisto de la botella, corrió a llenarme el vaso. El chorro del güisqui ya empezaba a ser una música agradable a mi oído.

Bebí unos tragos, intentando borrar el día en que José me vino con aquel polluelo rubio y escuchimizado, diciéndome que tenía madera de campeón. Pero los tragos no lograron anular el recuerdo, cosido al presente con pulso firme. Afuera el viento soplaba y arriba seguía el crepitar de las tejas. A este lado de la barra, el Viejales sorbía su café mientras miraba de reojo, por si de estas cosas me arrepentía del silencio y le cantaba que sí, que mañana estaría de soltador en la pelea, aguantando el sacrificio con los ojos bien abiertos hasta grabar en ellos la realidad desnuda. Sentir en mi orgullo los puyazos a sangre; los destellos de muerte en las plumas, el remate final de la vida para después arrastrar el cadáver del gallo rubio junto a los abucheos. Lache, que en caló quiere decir vergüenza.

Debo reconocer que aquella noche mis sentimientos eran parejos a los que puede tener una rata en el fondo de un barco que hace aguas. Ante la inminencia del naufragio, el Lolo Picardo seguía llenando mi vaso y, a este lado de la barra, José apuraba el cigarrillo. El humo se extendía por toda la cara. Con las últimas bocanadas le fueron saliendo las palabras:

—No lo pienses más —me dijo él, como si pensar consistiese en algo distinto que darle vueltas a los errores cometidos, esos que ya no tienen remedio y que cantan en bastos dentro de la cabeza—. No lo pienses más, compadre, es que él nunca ha soltao y a lo mejor no se apaña —repitió, señalando al Viejales de barbilla—.

No lo pienses más —tiró la colilla al suelo, y se arrimó el vaso de café a la boca.

Fue cuando el arrojo me impidió guardar silencio por más tiempo:

—Lo siento, José, yo sólo sé soltar para ganar —sentencié de buena gana.

El lenguaje de su gesto indicó que también pasaba por alto mi sentencia y con ella mi culpa en todo lo referente al sacrificio del gallo. Pero más que su gesto, fue el güisqui lo que adormeció el sabor de mi culpa. Entonces el Viej ales quiso decir algo y José le marcó con la mirada para achicarle las ganas, dando lugar a una tirantez que al Viej ales puso rígido. Sin más, José dio por terminado el café, torciendo el pie sobre el estribo de la barra, como hacen los toreros, dejó el vaso sobre el mostrador y con ese mirar que anuncia el desastre se fijó en la palma de su mano. Fue un momento, ya digo, pero lo suficiente para que me resultara perceptible. A continuación, cogió camino del retrete, a lavarse, dijo, con el andar desprendido y la chaquetita roja bailando en las espaldas, dando garbo a su camino, levantando sospechas y duendes que aún resuenan en la Venta Vargas.

No hay que olvidar que él siempre fue un gitano elegante a su modo y que ya empezaba a ser el modo de la nueva juventud gitana. Ahora todos visten como él, incluso quieren cantar como José hasta los que no saben. Tal vez sea por lo que fuman la misma marca de tabacos que él fumaba y que le imiten hasta en las maneras de sentarse al borde de la silla, aunque nadie haya conseguido arañarla hasta hacerla sangrar, como él sabía.

Modas aparte, recuerdo que el Lolo Picardo le siguió con la mirada sin perder la gravedad en los ojos y también recuerdo que el tumulto de la sangre vino a resucitar mis venas, pidiéndome a gritos coger el coche y largarme con el gallo. Entonces fue cuando empecé a calibrar la posibilidad de dejar el güisqui en la barra con un golpe, grabando mi renuncia a seguir con el sacrificio. Pero me faltó valor para ello y más aún para salir corriendo y coger el coche y largarme con el gallo. En el fondo yo era prisionero gustoso de su misma cárcel. Tanto era así que una de las veces, cuando fui a hacerlo, cuando fui a dejar el vaso sobre el mostrador, mi cuerpo se paralizó de tal modo que me quedé cogido al vaso, revuelto por un impulso que me detenía a seguir con cualquier otro impulso por muy espontáneo que fuese, no sé si me explico.

Como el Viejales parecía adivinar la deriva de mis pensamientos y por evitar su mirada, recorrí con la vista los retratos y carteles viejos de años que cubrían los muros de la venta. Conseguí despistarle por los huecos que había entre una foto y otra, líneas de sutura que me indicaban el camino por donde seguir perdiéndome. Geometrías que la mano del azar había colgado de las paredes de la venta junto a toreros, actrices, cupleteras y cantaores de fatiga como Santiago Donday, gitano de fragua, o el Sordera, aquel jerezano que destripaba la tierra con sus cantes y que también pasaba por allí, eso sin olvidar las patillas de un Niño Miguel, abrazado a su guitarra, o las gafas de Porrina de Badajoz, siempre envueltas en la negrura jonda y exquisita de su marquesado. Fotografías que se multiplicaban en el espejo hasta invadir el horizonte del mostrador donde Lolo Picardo seguía removiendo las botellas y las copas.

Mientras José continuaba encerrado en el servicio de la venta, me distraje revelando el mensaje oculto que trazaba mi borrachera. De Manolete a Caracol, pasando por la Faraona que dominaba la escena en una fotografía a blanco y negro y donde el carmín repicaba en su boca como una llaga sangrante. Así fui desentrañando los arcanos que el azar maneja. Secretos hasta entonces ocultos para mí y que se me revelaban de golpe, obligándome a continuar el camino de una foto a la siguiente. Entre otras muchas cosas, aquella noche me daría cuenta de que las fotos ponen consistencia física a los muertos. De ahí el tufo lapidario que desprenden, tan cercano al de las esculturas como al de una esquela encargada antes de tiempo.