EPÍLOGO

21 de diciembre de 1978

Un azul luminoso se rompía en las olas de espuma cuando la proa de la lancha motora cortaba el agua a toda velocidad. Yo miraba, hipnotizado. Hacía más de un año que había abandonado Egipto y aún ahora tenía la sensación de que aquello le hubiera ocurrido a otro hombre, como si mi memoria y la necesidad de hacer cosas lógicas hubiesen empezado a mitologizar aquellos acontecimientos extraordinarios.

Ya cerca, se elevaba la silueta de Dokos, la isla griega en la que residía el Sr. Imenand. Siguiendo las instrucciones de su ayudante, tomé un avión a Atenas y después, una embarcación hasta la residencia del empresario. Aunque él había configurado mi vida y mi carrera profesional durante los pasados doce meses, no había visto al Sr. Imenand desde Alejandría y ahora me preguntaba por qué habría pedido verme de repente el ermitaño.

Un delfín apareció al lado de la embarcación, con su característica aleta elevándose y hundiéndose en gozoso abandono mientras corría a nuestro lado. El agua era de un brillante color turquesa, un cosmos marino que parecía prometer tanto misterio como libertad.

Mientras la lancha atravesaba el mar Egeo, recordé el último día que pasé con Isabella, el día anterior a su muerte: su rostro cuando salió del agua absolutamente entusiasmada con el descubrimiento del astrario, su pánico frenético la noche anterior, sus pesadillas.

No había soñado con ella durante meses. Sabía que siempre la llevaría conmigo, pero un día me desperté y me di cuenta, no sin tristeza, que la sensación de ella había terminado por abandonarme; si había un alma, la suya descansaba.

Después de volver a Londres, había sacado a Gareth de su casa okupa y le había llevado a su propio piso en Londres. Estaba muy atareado grabando su primer álbum con Stiff Records; más importante aun: parecía haber dejado las anfetaminas. Entre nosotros había una nueva cercanía y, por primera vez desde que era un niño, daba la sensación de que tanto él como yo disfrutábamos en compañía del otro. Incluso le llevé a ver a mi padre e invité al anciano a un partido en Brunton Park.

El Carlisle United perdió, pero yo me lo pasé muy bien viéndolos a los dos juntos. No había visto a mi padre tan feliz desde la muerte de mi madre.

Yo seguía manteniendo contactos regulares con Rachel. Ella había vuelto a Nueva York y su artículo sobre Sadat había figurado en portada de la revista Time. Habíamos hablado un par de veces por teléfono, pero ambos teníamos la sensación de que el tiempo que pasamos en Egipto se iba alejando de nosotros, como una historia secreta demasiado extraordinaria para comentarla, y yo diría que ninguno de nosotros quería hablar de ello.

Mientras tanto, en Egipto, Mustafá dirigía felizmente y con dedicación absoluta el nuevo campo petrolífero. Y, teniendo presente la amenaza de Bill Anderson de cobrarse el favor, tuve que incluirlo en el negocio. Era un porcentaje muy pequeño de los beneficios, a cambio de la gestión gratuita de desastres si teníamos la mala suerte de sufrir una explosión, pero también era mi forma de agradecerle al tejano lo que había hecho por mí. Faajir había desaparecido, aunque a veces recibía de él alguna postal desde lugares políticamente interesantes, como Argel, Guatemala, Sri Lanka… Nunca descubrí para quién trabajaba en realidad. Mientras tanto, en Alejandría, Francesca había mudado su residencia a la Casa di Reposo, el hogar para los jubilados de la diáspora italiana.

Ahora, la villa Brambilla estaba alquilada, aunque yo le había cedido a Aadeel la propiedad del piso que ocupaba dentro del complejo; era lo menos que podía hacer.

El presidente Sadat y el primer ministro Begin compartieron el premio Nobel de la Paz al final de ese año y daba la sensación de que había un clima de optimismo completamente nuevo.

La vida había seguido su curso y yo debería haber sido más feliz.

Pero mi empuje para descubrir petróleo había cambiado irreversiblemente. Cuando se sondó el segundo pozo de la nueva concesión, con dieciocho mil barriles diarios, me alegré mucho, pero no estaba tan entusiasmado como lo había estado en otras ocasiones. Había descubierto en mí la necesidad de utilizar mi habilidad adivinadora con fines más igualitarios. Quizá el Sr. Imenand, que se había comprometido a respaldar cualesquiera negocios por los que se interesara mi recién creada compañía, hubiese intuido mi cambio. Después de todo, era él y no yo quien había concertado esta cita.

Cuando me introdujeron en la sala en la que me estaba esperando el Sr. Imenand, tuve que esperar un momento hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra, tras la cegadora luz exterior. Me sorprendió que, a pesar de las dimensiones —casi como de una galería de arte, con sus paredes blancas— y de la magnífica alfombra persa que cubría el suelo de mármol, la sala fuese una enfermería. La figura apoyada en las almohadas estaba doblada y avejentada; su rostro estaba hundido por la enfermedad y bajo los ojos tema unas sombras oscuras.

—Oliver, bienvenido —dijo, con una voz increíblemente débil.

—Sr. Imenand, no tiene buen aspecto.

Titubeé. Eran unas palabras superfluas para alguien que estaba tan evidentemente al borde de la muerte. En el silencio que siguió, parecía que la trabajosa respiración de Imenand aumentaba de volumen, arañando las paredes como un pájaro enjaulado.

—¿No tengo buen aspecto? —dijo secamente, y se echó a reír—. Por fin, me estoy muriendo, gracias a los dioses.

Me hizo una seña para que me acercase. Al acercarme, una lámpara se encendió automáticamente. Ahora veía la sala con más claridad. Aparte de la cama con los aparatos médicos que la rodeaban, me asombró ver que el único objeto que había era una gran escultura en piedra de una esfinge. Casi como una tercera presencia en la sala, estaba al lado de la pared, con su rostro todavía en la penumbra.

Al pie de la cama, en ángulo, había un asiento de cuero, situado de tal manera que el Sr. Imenand no necesitaba mover ninguna parte del cuerpo para verme. Por una manga del pijama salía un tubo que iba hasta un vaso de vidrio transparente que colgaba de un soporte de acero. Sobre una mesa lateral había una única granada, a medio pelar, en un plato blanco; en la porcelana se veían desparramadas algunas semillas rojas.

—Le escogí porque usted era como yo, otro Orfeo… —susurró; su voz era tan pálida como el pergamino.

—¿Me escogió, para qué?

—Usted será mi heredero, y mi herencia es mucho más grande que las posesiones materiales.

Le miré, confundido. ¿De qué me estaba hablando? Me concentré en las manos de largas venas que yacían como viejos guantes de piel sobre las sábanas. Parecían abandonadas, como si él ya hubiese empezado a abandonar su cuerpo.

El Sr. Imenand habló de nuevo; su voz había aumentado en seguridad y volumen.

—Nunca le di las gracias por devolver el astrario a su sitio.

Asombrado, mi cabeza se elevó bruscamente. Durante un momento, pensé que había oído mal.

—¿De qué me habla? —pregunté.

La conmoción y la confusión habían hecho que me mostrara descortés. ¿Quién era él? ¿Y cómo lo sabía? Tenía la desconcertante sensación de que las hebras de mi vida se habían unido para converger en este único punto, en este preciso momento. El anciano se incorporó con gran esfuerzo.

—Oliver, no tenemos tiempo para juegos —dijo con voz ronca; movía los dedos, nervioso—. Que me crea o no, carece de importancia, pero le debo una explicación… las últimas piezas de un rompecabezas que se extiende mucho más allá de nuestra limitada comprensión humana. Ya ve, hay otra verdad oculta detrás del astrario. Por favor, Oliver, deje aparte ahora su escepticismo. Hágalo por un hombre que se muere.

Agotado, volvió a hundirse en las almohadas. Angustiado porque pudiese acelerar su muerte con más preguntas, asentí.

—Le escucho.

El Sr. Imenand suspiró con profundo cansancio. Después, comenzó su relato.

—Nectanebo tuvo muchas mujeres, muchas esposas, pero había una a la que amaba mucho más que a todas las demás: Banafrit. Ella no solo era su suma sacerdotisa, sino también una consumada astrónoma y astróloga, a quien consultaban los mayores ingenieros de la época, desde Grecia a Babilonia. Ahí hay una estatua que se hizo en su honor, una esfinge que ha sobrevivido hasta hoy. Creo que usted ya vio una pieza gemela de esta en el fondo del puerto de Alejandría, entre las ruinas de lo que una vez fuera una magnífica ciudad.

Me volví hacia la estatua de la esfinge. Ahora reconocía el arco patricio de la nariz, los elevados pómulos, la forma característica del rostro. La imagen especular de las facciones de la esfinge que se me vino encima bajo el agua y que había matado a mi mujer. Pero la estatua que estaba ante mí no presentaba huellas de erosión: era como si la hubiesen esculpido ayer; las facciones de la cara eran claras y precisas. Me volví hacia la figura que estaba en la cama. Conmocionado, me percaté súbitamente de que las facciones se repetían en el hombre que tenía ante mí… era una versión masculina, más pesada, pero el parecido era inconfundible. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Observándome, el Sr. Imenand sonrió débilmente; después, con un esfuerzo renovado, continuó hablando.

—Hace mucho tiempo y, sin embargo, sigue tan clara como si fuese de ayer. El faraón amaba a su sacerdotisa más que a su propia vida, más que a su derecho divino como dios encarnado. Pero hubo un motín; los sacerdotes, los ministros, incluso algunos militares estaban conspirando secretamente con los persas. Y hubo una conjura, una conjura de asesinato. Banafrit oyó el rumor y, sin saberlo Nectanebo, se hizo pasar por él aquel día, ocultando sus facciones bajo la máscara de oro del faraón.

Su voz se quebró por la emoción y se detuvo antes de reunir las fuerzas necesarias para seguir.

—En el ataque asesino, mataron a Banafrit, no a Nectanebo. Aquella noche, el faraón esperó a su amante, pero, en cambio, la sirvienta de la sacerdotisa le comunicó que Banafrit había sido envenenada por sus enemigos y que estaba en coma. Loco de pena, Nectanebo fue a ver a su amante y, con la esperanza de salvarla, fijó el astrario en la fecha de nacimiento de ella. Isis rige el inconsciente y, airada porque se lo hubiesen robado originalmente, parte de su esencia pasó al astrario. El astrario, a su vez, juzgó al faraón, condenando a su amante a sufrir durante toda la eternidad, negándole la liberación de la muerte. Y así fue como Banafrit y Nectanebo nunca pudieron reunirse en la otra vida… hasta ahora.

La respiración del Sr. Imenand se había convertido en un terrible resuello, como si sus pulmones estuviesen huecos. Pero estaba decidido a terminar su relato.

—Y así, Oliver, usted y yo hemos desempeñado el papel de Orfeo. Yo fui condenado durante miles de años a una media vida persistente, un infierno viviente, incapaz de entrar en Tuat —el Cielo— para unirme con mi reina. Hasta que usted colocó el astrario en su tumba, reuniendo su cuerpo y su alma.

Lo miré, tratando de asimilar sus palabras. Su muerte inminente debía haberle aportado una especie de senilidad semilúcida. Leyendo mi expresión, sonrió.

—Se lo dije antes, Oliver, que me crea o no carece de importancia. No obstante, usted ha sido mi salvador; gracias a usted, el hechizo se ha roto. Como ve, estoy envejeciendo de nuevo, rápidamente, pero estoy muy agradecido por haber tenido tiempo de encontrar a un heredero, un hombre de talento que dejará su propia huella.

Con un esfuerzo supremo, extendió su mano buscando la mía… su mano era poco más que una garra ósea cubierta de piel.

—Muchas gracias.

Su cabeza cayó sobre la almohada. Después, con su mano todavía en la mía, habló de nuevo en el más débil de los susurros.

Su tono era de bendición, aunque nunca había oído el idioma en el que hablaba. La euforia alumbró su rostro cuando sus ojos se fijaron en un punto que estaba más allá de mí.

—Banafrit —murmuró antes de espirar por última vez.

Salí al brillante corredor, cerrando silenciosamente la puerta del dormitorio detrás de mí.

Una sirvienta, una joven griega, estaba cosiendo, sentada en una silla de mimbre al lado de una ventana abierta. Levantó la vista y sonrió.

—Debe perdonar al anciano. Está loco, completamente loco —anunció; después se inclinó de nuevo sobre su labor.

Desde el exterior llegaba el débil sonido de los cencerros y, por un momento, creí oír el sonido de la risa de una mujer.