48

Un anciano me ayudó a ponerme en pie y me sostuvo mientras caminábamos hacia un pequeño bote de remos que parecía estar flotando en un río subterráneo. Me metió en él y yo me derrumbé en el fondo. Murmurando en un dialecto que no entendía, me echó por encima una alfombra. Cuando se inclinó, me di cuenta de que sus ojos estaban blancos a causa de las cataratas.

El hombre soltó la amarra y el bote, iluminado solo por un único farol, emprendió su viaje por el agua oscura; no tenía ni idea de adónde se dirigía; las estalactitas que pasaban sobre nosotros resplandecían cuando los cristales reflejaban miles de fragmentos de luz. Notaba la sangre que manaba de mi cuerpo.

Una luminosa forma naranja impactó sobre el rojo más oscuro de mis párpados cuando el sonido y la luz exteriores me devolvieron a la consciencia. Oí el golpeteo del agua que chorreaba y sentí el olor acre del estiércol, la paja húmeda y el tabaco con aroma de manzana característico del narguile. Abrí los ojos y me di cuenta de que llevaba algo agarrado en la mano. Lo miré. Sostenía una pluma, una pluma marrón de un gavilán. Yo estaba en un diván bajo cubierto de pieles de cabra. El anciano estaba sentado a mi lado con un cuenco de agua en su regazo, sonriendo, con su boca desdentada hundida en su rostro lleno de arrugas. Cantaba lo que parecía una oración, levantó una copa y vertió el agua fría sobre mi cabeza. Conmocionado, resoplé y jadeé.

Me dolía la cabeza, pero sabía que, a pesar de la extraña sensación de dislocación y un sentido avivado del color, estaba ahora completamente lúcido.

—No le entiendo —dije en árabe.

—Es porque estoy utilizando una lengua antigua —respondió, también en árabe—. Arameo, la antigua lengua. Perdóname, tenía que hacerse la inmersión. Es la hora décima.

Me hundí de nuevo en los almohadones cuando él se inclinó para examinar la herida de mi pie, cubierta ahora con una cataplasma de musgo. Sorprendido, retraje el pie. La cataplasma se cayó. Me reprendió y reemplazó la cataplasma.

En ese momento, recordé el astrario. Mis manos salieron disparadas hacia mis hombros; mi mochila había desaparecido. Miré alrededor frenéticamente. Viendo mi expresión, el anciano alcanzó una pequeña cesta de mimbre que tenía a sus pies y sacó el astrario, envuelto ahora en una piel de cabra engrasada.

—No temas, amigo, el tesoro está sano y salvo. Esta es la última hora de tu viaje y he restaurado tu salud y tu vista —dijo el hombre, y tocó cada uno de mis párpados; las puntas de sus dedos desprendían el olor acre a almizcle de la cataplasma—. Soy Yedaniah bar-Ismael. Durante siglos, los miembros de mi familia hemos protegido la tumba secreta de Nectanebo II, desde la época en que contrataron a mi antepasado como guardia personal del faraón en Elefantina, mucho antes de que se tuviera noticia de esta época.

—¿Es usted judío?

—Mi familia decidió no seguir a Moshe ben Amram ha-Levi a través del mar dividido; nuestros corazones estaban ligados a esta tierra. Yo nací aquí y aquí moriré —dijo, mientras raspaba con los dedos el suelo terroso de la cueva—. Siento la muerte de su compañera. Los bereberes recogerán su cuerpo y lo enterrarán al lado de su esposo.

La visión de la forma arrugada de Amelia me recorrió de arriba abajo, dejándome desolado. De repente, el peaje de muerte, el sacrificio que había exigido el astrario me pareció demasiado elevado. Me asaltó la desesperación. Luchando contra el pánico en aumento, procuré calcular cuántos minutos le quedaban a mi vida… no muchos.

Miré a mi alrededor. Parecía que la estancia se abría a un patio; una cortina de juncos trenzados cubría la entrada. La tenue luz azulada se filtraba entre los juncos y pude ver un par de cabras amarradas a un poste fuera y la silueta de una bomba de agua metálica.

Era evidente que la cueva había sido una tumba: los murales de dioses cazando y celebrando fiestas cubrían las paredes. Había un enorme horno de piedra excavado en el fondo de la cueva, suficientemente grande para que un hombre pudiera estar agachado en su interior; encima había una olla de cobre ennegrecido. Contra la pared había una estantería hecha con la madera de un cajón de embalaje —todavía se veían las etiquetas que anunciaban «Siwah Dates»—, llenas de comida enlatada, leche condensada y un tarro aislado de café instantáneo Nescafé. También vi un aparato de radio sobre una mesa baja, en la que había un tablero de backgammon con las fichas a mitad de juego. El carácter prosaico del lugar resultaba tranquilizador y noté que yo mismo estaba más tranquilo.

Volví la vista hacia el anciano. La piel le colgaba en pliegues debajo de la barbilla y su cara era un mapa de lunares y pigmentos distribuidos de forma irregular. De nuevo, vi las nubes de las cataratas en sus ojos. Era imposible averiguar qué edad tenía… en torno a los noventa años, pensé.

—¿Dónde estoy? —pregunté.

—En la isla de Arachie, en la cueva de Horus. Pero debemos darnos prisa. Ra casi ha salido y tienes que poner la caja celeste en los brazos del faraón antes de ese momento. Ya conoces la parábola: un rey es sacrificado por el mayor bien de su pueblo; es inhumado en la tumba durante algún tiempo, después surge de nuevo para unirse con su padre en el cielo. Esta es una historia universal, que se cuenta una y otra vez.

Se llevó la mano al cuello y, con un tirón, rompió la tira de cuero del colgante que llevaba. Me lo puso en la mano. Era una gran moneda de oro con un caballo encabritado grabado en ella.

—La moneda de Nectanebo —dijo—. Este fue el primer salario entregado a mi antepasado. Te protegerá.

Del exterior, a cierta distancia, llegó el sonido de las pisadas de alguien que corría. Miré a Yedaniah con los ojos abiertos de par en par de puro miedo.

—Nos matarán —dije—. Nos matarán a los dos.

Yedaniah puso su mano en mi hombro para tranquilizarme.

—Ten fe. Vamos: ya es hora de que te enfrentes a tu propia muerte.

Puse los pies en el suelo polvoriento y él me ayudó a levantarme. Con cuidado, eché el peso sobre mi pie herido y descubrí que casi no me dolía; después guardé la moneda en el bolsillo. Fuera, cacareaba un gallo, seguido de gritos.

—Debemos apresurarnos —dijo Yedaniah. Recogió el astrario e inclinó ceremoniosamente la cabeza mientras lo ponía en mis brazos—. Por ti y por Nectanebo, mi rey. Que los dioses os bendigan.

Me llevó al horno, al fondo de la cueva, me guió sobre los carbones que se enfriaban y me empujó hacia la pared negra cubierta de hollín. Para mi asombro, se abrió, dando paso a una gran caverna.

—¡Rápido! —dijo y me dio un empujón.

Aterrorizado, miré alrededor de la cámara; allí no había nada más que las paredes de roca, un suelo polvoriento y un antiguo mural iluminado por dos faroles que colgaban del techo.

—¿Pero dónde está el ataúd? —pregunté.

—Tú has sido escogido. El don de Osiris te guiará —me dijo Yedaniah y retrocedió hacia la cueva exterior—. Que Amón-Ra y mi Dios te protejan.

Su voz retumbó en las paredes cuando cerró la puerta oculta, dejándome solo en la tumba.

El aire era seco y olía ligeramente a parafina. La pintura mural mostraba a Set alanceando a Osiris; supuse que era una declaración alegórica de la victoria de los asesinos de Nectanebo. Bajé el astrario y avancé cojeando despacio por el suelo polvoriento, dejando una estela de sangre de mi pie izquierdo. Cerré los ojos, me concentré en el suelo que tenía bajo mis pies descalzos y, sin ninguna ayuda de la ciencia y la tecnología por primera vez en mi vida, traté de leer la geología subterránea.

Creí oír el ruido distante de disparos, pero lo mandé, junto con mi miedo, al fondo de mi mente mientras me concentraba en la tierra, sintiendo su resonancia cuando me hablaba. Era como si, por fin, cualquier desconfianza de mi don que me hubiese estorbado en el pasado se hubiese evaporado y pudiera ver los estratos en la roca que me rodeaba tan claros como el día.

Caminé lentamente hacia el centro de la cámara, ignorando el dolor punzante de mi pie izquierdo. Con los ojos cerrados, arrastré por el polvo hacia atrás y hacia adelante mi pie derecho descalzo. Pude sentir una protuberancia en la superficie.

Me arrodillé y, con las puntas de los dedos, cavé frenéticamente en las compactas capas de arena y tierra. Debajo, había una línea marcada… parecía como una esquina rectangular. Limpié más el polvo y pronto tuve delante la silueta completa: unos dos metros por uno veinte… el tamaño de un ataúd. Limpié una sección en el medio y descubrí un cartucho, uno que ya había visto varias veces: la pluma de avestruz, la insignia de Nectanebo II. Sin embargo, allí arrodillado, con las palmas de las manos en el suelo, no sentí nada; el área se notaba tan densa como el resto del suelo.

Me levanté y me aparté del rectángulo, dando varios pasos a la izquierda, hacia la pared. Sentí un cosquilleo bajo mis pies. Aquí, la estructura cambiaba radicalmente… podía sentirlo con tanta claridad como podía ver las luces que tenía sobre mí. El cartucho era una pista falsa… una trampa para atraer a los ladrones de tumbas con el fin de que cavasen en un sitio erróneo.

Me arrodillé de nuevo, pasando las manos por el suelo. Debajo de los estratos de barro seco y polvo de roca compactado, sentí un ligero bulto, la hendidura elevada de un círculo.

Arañando con las uñas, desenterré un anillo metálico y tiré de él con todas mis fuerzas. La herida de mi pie protestaba a gritos, pero no le hice caso. Se acababa el tiempo. Con un gran chirrido de piedra y metal, se abrió una puerta en el suelo, dejando ver una tumba ancha y profunda con un único ataúd de madera en su interior.

Salté adentro y di una vuelta alrededor del sencillo ataúd: la madera de las esquinas se estaba pudriendo, consumidas las vetas con el tiempo. La única ornamentación era la puerta pintada para que escapara el ba del ocupante. El resto del ataúd era descarnadamente austero, como si los enterradores de Nectanebo le hubiesen dejado lo mínimo posible para su viaje a la otra vida. De pie sobre la tapa de madera, las piernas me temblaban en nerviosa anticipación y mi cuerpo estaba atormentado por un miedo terrible y una excitación tremenda.

¿De qué tenía miedo, de morir, o de ver al gran Nectanebo?

Salí de la tumba y fui a buscar el astrario. La fecha de mi muerte no había cambiado. Faltaba poco para que las dos agujas se fundieran en una, anunciando la inminencia de mis momentos finales. No tenía tiempo que perder… con independencia de lo que ocurriera con el astrario, probablemente Mosry me mataría. Mi única esperanza era completar la tarea y después esconderme o tratar de escapar.

Volví a la tumba y utilicé una piedra para romper la tapa del ataúd; la vieja madera se hizo astillas, con un sonido increíblemente fuerte. Me detuve, escuchando. Después, metí la mano en el bolsillo, saqué la pluma del ba de Isabella y la puse en el ataúd. Si iba a morir, al menos trataría de asegurarme de que encontrara la paz.

De repente, se oyeron unos gritos que venían de la cueva de Yedaniah; después, unos tiros y el sonido de muebles rotos. Frenéticamente, rompí el resto de la tapa. Dentro había una momia, con una máscara de oro sobre el rostro. Fruncí el ceño y miré más atentamente. Reconocí las facciones a pesar del rizo de la barba real: era el molde del rostro de una hermosa mujer. Lo había visto en la esfinge que le había caído encima a Isabella, haciendo que se ahogase. Lo había visto en la sombra proyectada por el astrario. Lo había visto otra vez en la tesis de Amelia y una vez más en el dibujo de Gareth: Banafrit, la suma sacerdotisa y amante de Nectanebo. Levanté la máscara y debajo, desecada, con la piel ennegrecida como cuero, pero todavía hermosa, estaba la cara de la mujer. Entonces me percaté del contorno de los pechos bajo las vendas oscurecidas de lino que envolvían el cuerpo, una filigrana de cinta bordada que se extendía por el torso.

La desesperación me embargaba y me apoyé en un lado de la tumba, mirando la máscara dorada que había dejado al lado. Se suponía que este era el ataúd de Nectanebo. ¿Acaso había hecho todo este viaje en vano, al no haber podido llevar el astrario a su auténtico dueño? Por un momento, la enormidad de mi búsqueda me abrumó. Después, cuando miré más detenidamente la máscara, vi una línea de jeroglíficos grabada en su frente. Inmediatamente reconocí el cifrado de Gareth:

«Cuando la horquilla que canta se introduzca en la boca del león, las arenas lo reflejarán». Entonces me di cuenta de que el tocado grabado sobre la máscara de la momia parecía la melena de un león. ¿Por qué me resultaba familiar? Me exprimí la memoria desesperadamente y recordé que Gareth me había dicho que la traducción de «león» era también «Hator», la diosa vengativa con cabeza de león, hermana de Isis. ¿Acaso sería Banafrit y no Nectanebo, lo femenino y no lo masculino, quién tendría que reunirse con su caja celeste? Eso no resolvía aún el enigma de la horquilla que canta. Fuera, el sonido de un arma de fuego se oía muy cerca. Utilizando toda mi capacidad de concentración, procuré tranquilizar mi acelerado corazón. Cogí el astrario; la llave todavía estaba inserta en el mecanismo, con su largo y fino pedúnculo sobresaliendo. Piensa, piensa… mi mente empezó a comparar datos con imágenes y estas con datos… Horquilla. Uas. Que canta. Rápidamente, saqué la llave. El extremo de la llave, las dos puntas, era delicado y más largo que una llave ordinaria. Fue entonces cuando, súbitamente, recordé mi primera impresión del uas: un diapasón.

Los disparos en dirección de la puerta secreta hacia la cámara se acercaban. No me quedaba tiempo. Miré el dial del astrario. La aguja negra seguía su avance hacia el momento de mi muerte. No tenía elección. Tenía que aceptar la apuesta. Saqué el uas del astrario y lo tiré con fuerza contra el suelo rocoso. Inmediatamente, una única nota, increíblemente pura y nítida, salió de la llave: la «horquilla que canta». Puse la vibrante llave entre los secos labios de la momia. El tono se intensificó: como si fuese la luz solar, llenó toda la cámara, casi como si la misma piedra vibrara con ella.

Levanté el astrario para colocarlo sobre el torso de Banafrit. En ese momento, la puerta de la caverna se abrió de golpe.

—¡No te muevas! —gritó un hombre en un inglés con acento muy marcado.

Me quedé paralizado.

Mosry estaba sobre la tumba, apuntándome directamente con la pistola. Yo miraba el astrario y la aguja de la muerte, y en ese momento me rendí por completo a la creencia en el instrumento. Esperando que una bala me atravesara, dejé caer el astrario sobre la momia. En el mismo instante, sonó un disparo.

Cerré los ojos, esperando que un dolor abrasador me fulminara. No pasó nada.

Lentamente, me volví y vi a Mosry tirado en el suelo de la cámara, mientras la sangre manaba de una herida fatal en la cabeza. Detrás de él, en la puerta de entrada, estaba Yedaniah, apoyado en las manos y las rodillas, sosteniendo contra el pecho una antigua Uzi y con sangre en la cara. La nota que salía del uas se detuvo de repente y un silencio terrible ocupó su lugar.

Después se oyó un suave pero inconfundible clic del astrario. Me di la vuelta. Cuando lo miré, la pequeña aguja negra, con su imagen de Set, desapareció de la vista y una extraña pero liberadora mezcla de miedo, resignación y alivio me invadió. Este era el momento. Casi a cámara lenta, tanto el astrario como el rostro juvenil de Banafrit empezaron a desmenuzarse, hasta que no quedó nada, salvo un polvillo fino y rojizo, como arena. «Cuando la horquilla que canta se introduzca en la boca del león, las arenas lo reflejarán». La profecía y la última voluntad de Isabella se habían cumplido por fin. Durante un momento maravilloso, no sentí sino alivio y gozo y una oleada de laxitud. Después me volví a toda prisa y me agaché al lado de Yedaniah. La sangre formaba un charco debajo de él.

—Es la voluntad de Dios —gimió con dolor—. Debes irte. Has cumplido tu tarea.

Vacilé y miré hacia la caverna, el sencillo ataúd de madera, el cuerpo sin vida de Mosry y la alegoría de Set alanceando a Osiris.

—Vete… —dijo Yedaniah, que cayó hacia atrás cuando, por fin, su espíritu lo abandonó.

Fuera, estaba amaneciendo. Me apoyé sobre una roca y eché una mirada al valle. Tendría que regresar para hacerme cargo de los dos hombres muertos en la cueva y de los cuerpos de Hugh Wollington y de Amelia, pero entonces, mi cara se inundó con los primeros rayos del sol matutino que se elevaba, enorme y dorado, sobre el horizonte. Me invadió una gran sensación de haber concluido mi tarea. Había salido airoso; había devuelto el astrario a su lugar propio y cumplido mi promesa a Isabella. Me había salvado yo y había salvado Egipto de una ruina segura. La euforia se mezcló rápidamente con una sensación de pérdida.

Un gavilán salió de la cueva detrás de mí. Voló en círculo sobre mí; después se dirigió hacia el refulgente lago, cuya superficie era como una masa de diamantes centelleantes. Me quedé mirando al ave mientras pude, hasta que la perdí de vista frente a la luz del sol.

Horas más tarde, estaba sentado en la terraza de un café, mirando hacia la estrecha pista en el oasis Siwa. Mi regocijo inicial se había apagado y estaba agotado: física, emocional, existencialmente consumido. Había vuelto sobre mis pasos para enterrar a Amelia y a Wollington y después a Yedaniah y a Mosry, y ese esfuerzo físico final había acabado con el último resto de mi energía. Ahora había comenzado la auténtica aflicción.

Tomando un sorbo de mi té de menta, vi pasar un avión hacia el mar del desierto que se extendía más allá, al horizonte, con sus bandas ondulantes de calor. Ya estaba empezando a sentir mi odisea como un sueño muy largo, y no estaba seguro de lo que me depararía el futuro.

Dentro del café, alguien subió el volumen del televisor. Me pareció oír la palabra «Knéset», el parlamento israelí, cuando los gritos de incredulidad de los otros clientes me hicieron darme la vuelta. La pantalla estaba mostrando en directo a Sadat en la Knéset: un árabe en medio de una masa de políticos israelíes. Tras sus gruesas gafas de montura negra, miraba casi tímidamente; después empezó a leer una declaración con voz clara y segura:

—En el nombre de Dios, señor presidente de la Knéset, señoras y señores: Permítanme, en primer lugar, expresarle mi profunda gratitud al presidente de la Knéset por haberme concedido esta oportunidad de dirigirme a ustedes. Me presento hoy ante ustedes con la firme convicción de dar forma a una nueva vida y para instaurar la paz. Todos amamos esta tierra, la tierra de Dios, todos: musulmanes, cristianos y judíos. Todos veneramos a Dios. No culpo a todos los que recibieron mi decisión cuando la anuncié al mundo entero ante la Asamblea del Pueblo de Egipto. No los culpo por haberla recibido con sorpresa e incluso con asombro. A algunos los tomó totalmente desprevenidos. Otros la interpretaron incluso como una decisión política para camuflar mis intenciones de emprender una nueva guerra…

Por tanto, el convoy y Rachel habían llegado sanos y salvos a Jerusalén. Mientras los demás clientes permanecían en un mudo asombro, pensé, con satisfacción y alivio, que la iniciativa de paz continuaría.

Me arrellané en mi asiento y noté algo en mi bolsillo… la moneda de oro que me había dado Yedaniah. La saqué y examiné el noble perfil de Nectanebo II. Lancé la moneda al aire y la cogí con la cara hacia arriba.