Corrimos desde la playa hacia arriba y entramos en un matorral de arbustos espinosos que nos arañaban la piel; Amelia me impulsaba hacia adelante mientras las balas silbaban sobre nuestras cabezas. Tuve la sensación de que transcurrieron unos cuantos minutos luchando contra el denso follaje antes de que se abriera ante nosotros una senda. Amelia señaló hacia arriba: estampada sobre el cielo de la noche se veía la columna de brillantes escarabajos. Siguiéndolos, fuimos trepando cada vez más, pegando nuestros cuerpos a las rocas para no dejarnos ver, hasta que, por fin, llegamos a una meseta iluminada por la luna, rodeada de majestuosas rocas que parecían piezas de ajedrez abandonadas por un imprudente coloso. Sobre nosotros, los escarabajos permanecieron un momento suspendidos en el aire y, a continuación, desaparecieron en el cielo nocturno.
En el centro de este claro, había un enorme antílope, cuyas astas retorcidas perforaban la luna baja. Un halcón estaba posado en su lomo.
—Set en su forma de antílope y Horus —susurró Amelia reverentemente.
Me aterrorizaba el agotamiento. Traté de alzarme, pero no pude. Allí colgado, suspendido en el vacío, cometí el error de mirar por encima de mi hombro. Más abajo, al pie de la montaña, la luz de la luna se reflejaba en los tejados y las paredes de adobe de Shali Ghali y me di cuenta de que habíamos escalado mucho más alto de lo que había imaginado. El vértigo casi me hace caer. Cerré los ojos y recé, todavía paralizado en la misma posición precaria.
—No ha cambiado la fortuna. ¡Tienes que subir hasta aquí! —insistió Amelia.
Con un esfuerzo supremo, me apoyé en el pie derecho y me elevé, gateando y arañando la piedra para elevar todo el cuerpo hasta la cornisa. Me tumbé allí, jadeando en la oscuridad, mientras mi corazón latía de tal manera que parecía que el pecho me iba a estallar. Podía distinguir las aberturas horadadas en la montaña, los túneles funerarios. Estábamos escalando el Gebel al-Mawta, la «Montaña de los Muertos», y habíamos llegado cerca de la cumbre.
En el silencio subsiguiente, interrumpido por mi respiración entrecortada, podía oír el sonido de las pisadas y de las piedras que caían. Los dos hombres iban trepando por la roca por debajo de nosotros. Tenía la sensación de que mis miembros estaban inmersos en una melaza: mil repeticiones de mil músculos que explotaban en el esfuerzo. Mi miedo casi se había transmutado en otra cosa… ¿éxtasis? Sin embargo, parte de mí todavía tenía conciencia de que corría un gran peligro. Paralizado, miré el inmenso cosmos. ¿Acaso podía morir ahora? En cierto sentido, tenía la sensación de que ya había muerto.
En ese mismo momento, una bala pasó silbando al lado de mi oreja. Amelia tiró bruscamente de mí para ocultarme tras una roca. Tumbada sobre el estómago, devolvió el fuego; las balas rebotaban en la roca, y caían en la arena. Se oyó un grito cuando un tiro le dio a uno de los hombres.
—¡Muévete! —ordenó Amelia, cogiéndome del brazo y me empujó hacia uno de los túneles funerarios antes de seguirme al interior.
Me acurruqué contra la piedra cuando otras dos balas dieron cerca de la entrada.
—¡Ayúdame! —me pidió Amelia—. ¡No tenemos mucho tiempo… estarán aquí en un momento!
Me indicó un montón de piedras que parecía que alguien hubiese reunido allí a propósito sobre un trozo de madera. Entre los dos, arrastramos la madera hasta que las piedras se desparramaron por la entrada, bloqueando completamente el acceso, Agotado, me apoyé en la roca; olía débilmente a cal. El astrario me pesaba como el plomo.
—¿Cómo saldremos? —pregunté.
—No tenemos que hacerlo.
—¡Pero aquí moriremos!
—Confía en mí —dijo Amelia, sacudiéndose el polvo de las manos—. Vamos, tenemos que movernos. Es la hora quinta… vamos muy bien.
Ella sacó una pequeña linterna y la encendió. Las paredes y el techo del túnel estaban cubiertos de murales de colores vivos que, en mi estado drogado, parecían moverse. Los jeroglíficos y los dibujos hablaban de la vida de Osiris: aquí, su matrimonio con Isis; allí, Set, asesinándolo. En la pared opuesta estaba la historia de Isis, reuniendo mágicamente las catorce partes del cuerpo desmembrado de su esposo.
Amelia iba delante de mí, alumbrando hacia adelante con la linterna. Mientras la seguía, podía sentir el loto azul que circulaba por mis venas, meciéndose en mi percepción. La luz destellaba en el disco bruñido de su tocado y sus flores: amapolas, lotos, azucenas, que surgían de sus pies a medida que me conducía a mayor profundidad en el interior de la montaña. Fascinado, me miré los brazos y me pregunté si también se habían metamorfoseado. Levanté la mano y mis dedos bailaron ante mí, cinco, diez, cien de ellos, moviéndose todos lentamente, como si el mismo aire se hubiera vuelto gelatinoso.
Llegamos a una gruesa puerta de madera con un relieve de animales monstruosos. Frente a ella estaba sentado un anciano que nos daba la espalda, encorvado hacia adelante.
—El portero —murmuró Amelia, incapaz de eliminar la fascinación de su voz.
El viejo se volvió. Para mi horror, era mi padre, desnudo, con su cuerpo delgado y viejo inclinado y la arrugada bolsa de su sexo colgando de sus carnes caídas.
Amelia puso su pistola en mi mano.
—Tienes que matarlo.
—No puedo —dije, aterrorizado.
—Él no es quien parece ser.
Mi padre gimoteó cuando me vio con la pistola en la mano. No podía apartar la mirada de él. Los recuerdos se agolpaban en mi mente: la primera vez que echamos a volar una cometa juntos en los Fens, enseñándome mi padre a soltar la cuerda y dejar que la cometa cogiera el viento, orgulloso cuando me las arreglé para arrastrarla, elevándola en el aire; mi asombro y alegría en mi graduación cuando vi la figura de mi padre desde el podio después de que hubiese jurado que antes vería perder al Carlisle United que poner los pies en una universidad; la última vez que lo había visto, solo unas semanas antes, de pie en la puerta de la casa, encogido y vulnerable, llevando el cárdigan rosa de mi madre sobre la camiseta interior. Sabía que la imagen que tenía ante mí ahora era una ilusión, pero me parecía completamente real mientras sostenía el arma.
El anciano se encogió, petrificado, con los ojos en blanco y su cara cubierta de polvo. Suplicando, comenzó a aferrarse a mis piernas, pero los sonidos que salían de su boca no eran humanos; más bien eran los gruñidos de un animal.
Aun así, no era capaz de apretar el gatillo.
—¡Dispara! —me ordenó Amelia.
En cambio, con el brazo temblando, bajé el arma. La criatura se abalanzó sobre mí; ahora sus manos eran garras de reptil y la piel de sus muñecas se oscurecía y se solidificaba en escamas. Le estampé la pistola en la cabeza, tirándola al suelo; después me di la vuelta, tambaleándome, esperando otro ataque desde atrás.
No pasó nada; solo el sonido de la voz de Amelia cantando lo que supuse sería un encantamiento del Libro de los muertos. Las patas de la criatura empezaron a arrugarse y su cara deformada se aplanó en un hocico de hipopótamo, mientras convulsionaba y se retorcía en el suelo. Después, su mandíbula se ensanchó, cavernosa y roja, y un gavilán salió de su boca y empezó a volar frenéticamente alrededor de mi cabeza.
—Es el ba de Isabella —susurró Amelia—. Tú la llevarás hasta el final… tienes que ayudar a su espíritu a alcanzar la vida eterna.
Sobrecogido, extendí la mano hacia el ave. Su aleteo formaba miles de post-imágenes que me envolvían en el aroma de Isabella, en el suave susurro de su voz. Finalmente, se posó en mi hombro.
Amelia me recogió el arma y volvió a meterla en su cinturón. Cuando lo hizo, oímos una explosión a cierta distancia.
Habían desbloqueado la entrada del túnel.
Atravesamos corriendo el estrecho pasadizo durante lo que, para mis agotados miembros, me parecieron horas. Cuando estaba seguro de que no podía seguir adelante, arrastrándome, reuniendo hasta el último gramo de fuerza, salimos a una caverna subterránea enorme de roca caliza, en lo más profundo de la montaña, un vasto templo con estalactitas de cristal poliédrico que relucían como centenares de diamantes.
—Aquí es donde te encontrarás con tu ka, tu doble espiritual —dijo Amelia.
En medio del enorme suelo de roca destellaba un lago de llamas que iluminaba el techo, que trazaba sobre nosotros un arco como el de una catedral.
—Camina hacia el fuego —me dijo Amelia y me empujó hacia adelante.
Tímidamente, me moví hacia el lago en llamas. Curiosamente, cuanto más cerca estaba, menos calor sentía en mi piel. Animado porque las llamas fuesen también una ilusión, me acerqué rápidamente y me detuve a unos treinta centímetros del borde.
Las llamas se hicieron iridiscentes y reflectoras al mismo tiempo, girando en torno a sí mismas para tundirse en la superficie lisa de un espejo. En ella se reflejaba una imagen de mí mismo. Yo miraba al hombre despeinado, con barba y arañazos que cubrían su frente y sus mejillas, apenas reconociendo el rostro sucio de polvo, y los ojos azules desconcertados que miraban a través del polvo rojo. Levanté la mano y él también la levantó. Después, para asombro mío, extendió su mano hacia mí, tornándose real la carne cuando salió de la superficie reflectora que giraba.
Me tambaleé hacia atrás y mi doble avanzó y me sujetó. Al tacto quemaba y, cuando sus dedos se cerraron en torno a mi brazo, empezó a fundirse con mi cuerpo. Me desmayé.
Cuando recuperé la conciencia, me pareció que estaba suspendido en el aire, cerca del brillante techo de roca. Miré hacia abajo. Amelia estaba de pie debajo de mí: una perspectiva aérea; su figura se me aparecía escorzada contra el suelo de roca. Conmocionado, caí durante un segundo; después recuperé el equilibrio. Cuando lo hice, las puntas de unas alas con plumas entraron en mi visión periférica. Tenía alas. Me había transformado en mi propio ba. Sintiendo una presencia detrás de mí, volví la cabeza y vi un gavilán que se abalanzaba sobre mí. Isabella.
Volamos juntos, girando yo a su alrededor y ella en torno a mí, como acróbatas, virando, picando y evitando por poco las paredes de roca de la cueva. La perseguí, disfrutando con el poder del vuelo, queriendo alcanzarla, queriendo sentir que su espíritu me tragaba como si fuésemos un solo ser. Los recuerdos de nuestro matrimonio pasaron en sucesión ante mí: nuestra primera noche juntos; su primera visita a un campo petrolífero y su expresión asombrada cuando me vio leyendo el terreno; el modo de reírnos juntos ante un chiste no contado; cómo cada uno de nosotros caía dormido en los brazos del otro.
Y supe entonces que, a pesar de todo lo que había descubierto después de su muerte, de todo lo que Hermes me había contado acerca de que nuestro matrimonio había sido dispuesto por terceros, nuestra unión había sido verdadera; su amor hacia mí, auténtico. Isabella podría haberse casado conmigo para dar cumplimiento a la profecía, pero ella me había amado por encima y más allá de aquella. Ahora estaba seguro de ello. Todas estas certidumbres parecían acompañarnos mientras descendíamos en picado para ascender de nuevo en un gozo ciego. Entonces, en plena epifanía, me estrellé contra la pared de la caverna.
Abrí los ojos y me encontré tumbado en el suelo arenoso. El gavilán, posado en mi brazo extendido, ladeó la cabeza hacia mí con curiosidad. Traté de sentarme. Me dolía todo el cuerpo. Tenía la sensación de que el bombeo alucinógeno a través de mi torrente sanguíneo estaba disminuyendo. El gavilán saltó a la arena y me empujó la pierna con el pico, como para hacer que me levantase. A mi alrededor, la arena empezó a ondularse.
—¡Oliver! —gritó Amelia—. ¡La serpiente Mehen!
Aparecieron dos ojos brillantes; después, un morro reptiliano soplando granos de arena. Le siguió la cabeza veteada de una enorme pitón de Seba, con su suave cuerpo escamoso extendido ahora en una enorme circunferencia a mi alrededor.
El gavilán picó hacia la serpiente con las garras extendidas y la serpiente silbó y se echó bruscamente hacia atrás.
Traté de ponerme en pie. La serpiente se encabritó, despidiendo arena a ambos lados de su adornada piel. Me miró con indiferencia, como si yo fuese poco más que una mosca. Yo me mantuve firme, decidido a no mostrar miedo. Entonces, casi tan súbitamente como había aparecido, la serpiente se deshizo en polvo y vi que estaba sobre un extenso mosaico cuyo diseño mostraba una serpiente que tenía la cola metida en la boca.
Lo que quedaba del loto azul abandonó mi cuerpo y me percaté de la fría humedad de las losetas de piedra, de que las correas de la mochila me hacían cortes en los hombros y de las agudas pulsaciones de los arañazos que tenía en brazos y piernas. Me entró un temblor incontrolable en mis extremidades. Miré a Amelia. Su sólida figura también estaba cubierta de polvo, tenía arañazos y era definitivamente humana.
Sobre nosotros, el gavilán chillaba.
Se oyó un silbido cuando una bala me pasó muy cerca del hombro izquierdo. Me agaché: el disparo del arma de fuego había sido terriblemente real. Echamos a correr hacia el otro extremo de la caverna mientras Hugh Wollington, vestido con uniforme militar de faena, recorría el enorme espacio con el arma en ristre. La sangre manchaba su manga izquierda; el disparo de Amelia en la ladera solo le había herido levemente.
Amelia tenía su pistola en la mano y disparó rápidamente dos veces, obligando a Wollington a guarecerse.
—Por allí, Oliver… detrás de esa estalactita está la entrada a la cámara final de la tumba. Las puertas se abrirán cuando llegues hasta ellas.
—¿Y tú qué haces?
—Este es mi destino. ¿Quién soy yo para cuestionarlo? —respondió ella, sonriendo.
Wollington disparó de nuevo y la bala le acertó a ella en el hombro izquierdo, desequilibrándola con el impacto y echando su cuerpo hacia atrás. Ella lanzó un gruñido, pero se volvió hacia mí.
—¡Vete! ¡Vete ahora mismo! —me dijo—. ¡Yo te cubro!
La sangre se filtraba a través de la cazadora de Amelia. Me acerqué para ayudarla, pero ella me urgió que me fuese.
Echada de lado, siguió disparando mientras yo iba de roca en roca. Cuando llegué al corredor abovedado y bajo, escasamente visible en las sombras, sentí de repente un dolor abrasador.
Una bala me había alcanzado en el pie. Caí al suelo y grité por la conmoción y el dolor.
Rodé y miré hacia atrás. Wollington corría hacia mí atravesando la caverna mientras Amelia trataba, furiosa, de meter un nuevo cargador en su pistola. Vi horrorizado que él se detenía y levantaba su pistola directamente hacia mí, apuntando cuidadosamente. Su mirada y la mía se cruzaron y ambos la mantuvimos… nos separaban una docena de pasos y el cañón de la pistola.
De reojo, vi a Amelia que montaba su pistola y oí el clic de la recámara.
Se oyó un disparo. El corazón me dio un vuelco. Miré a Wollington, asombrado al comprobar que yo seguía viendo, y, cuando miré, la bala de Amelia le dio directamente en el estómago. Su segundo tiro le acertó en la sien, haciéndole girar sobre sus talones y caer al suelo en un charco de sangre.
Un grito brotó dentro de mí, pero lo sentí y oí como fuera de mí. Respiraba entrecortadamente, hiperventilando, conmocionado, pero, cuando Amelia se volvió hacia mí, con su mirada tranquila y sus manos firmes, sentí que mi histeria disminuía.
Levanté la mano.
—Estoy bien —dije, aunque notaba la bota llena de sangre.
—¿Puedes moverte? —preguntó.
Me levanté sobre el pie que tenía bien. El dolor ascendía por mi pierna. En ese preciso momento sonó otro tiro, el agudo y fuerte estruendo de una pistola desde el otro extremo de la caverna. La cara de Amelia, con una amplia sonrisa, se paralizó de repente. Yo esperaba que ella se volviera y respondiera al disparo, pero, en cambio, se desplomó hacia atrás, con los brazos abiertos, y su pistola rebotó en el suelo de roca.
En el silencio que siguió, oí unas pesadas botas que corrían por la caverna hacia mí. Estaba horrorizado por la pérdida de Amelia y, por un momento crucial, titubeé. Pero no había tiempo para el duelo. Arrastrándome lo más silenciosamente que pude a través del corredor abovedado cubierto de líquenes, recé para que mi perseguidor no encontrara el reguero de sangre que iba dejando detrás de mí. Busqué a mi alrededor algo que me sirviera de arma. Llegué hasta una pesada piedra, la levanté y esperé, tratando desesperadamente de controlar la respiración. Me daba la sensación de que las pisadas se acercaban, pero, antes de que me alcanzara, se abrió detrás de mí un espacio en la pared de la cueva y alguien me introdujo en su interior.