Cuando Amelia y yo nos sentamos allí, apoyando nuestras espaldas en la piedra, caliente por el sol del día, me di cuenta de que mi mente se despejaba. Mi memoria se había borrado, quedando en un blanco vacío. Era como si me hubiesen empujado al tiempo presente de un modo infinitamente más vívido que el que hubiera experimentado nunca. El grano de la piedra se me aparecía magnificado; el color malva pálido del cielo, intensificado, y la heroicidad de una gran hormiga que transportaba un grano de arena a través de la pared de roca por mi rodilla se me hizo absolutamente fascinante: una alegoría de mis propias luchas.
Algo se movió en el perímetro de mi visión. Levanté la cabeza. A través de la abertura enmarcada por la piedra pude ver la silueta de un gran carnero orgullosamente erguido sobre una roca, más allá del templo. La luz del sol pintaba de oro su vellón y la noble longitud de sus cuernos enroscados y su barba lo señalaban como el patriarca de su rebaño.
—Amón-Ra el divino está aquí —musitó Amelia.
—¿Ves el animal? ¿Es real?
—¿Qué es lo real, Oliver?
Sonrió. El animal se acercó. Ahora, podía ver el trazo vertical de sus pupilas, los iris de color verde dorado. Nos miraba directamente; después ladeó la cabeza hacia el desierto y dio un paso atrás.
—Debes seguirlo.
El tono de Amelia no me daba opción. El animal se dio la vuelta y empezó a saltar hábilmente sobre las ruinas hacia los restos del templo de Amón-Ra. Lo seguí, abandonando todo intento de hacer un análisis racional de mis acciones.
Mientras trepábamos, empecé a ver mejor el templo: un montón de columnas derribadas con un muro en pie, uno de cuyos lados estaba parcheado con ladrillos modernos. El carnero se paró bajo un mural de jeroglíficos claramente visible en la sección interior. Amelia se levantó para acercarse a mi lado a un metro del carnero. La mirada del animal me tenía paralizado: era de una inteligencia penetrante, ni malévola ni benigna.
—¿Qué hacemos ahora? —susurré como si estuviese en una iglesia.
—¡Arrodíllate! —dijo Amelia, y se echó al suelo.
Bastante cohibido, hice lo mismo. El carnero desapareció, rodeando el muro y bajó la colina tan silencioso como había aparecido.
Amelia señaló los caracteres grabados en la arenisca rojiza.
—La línea superior indica las deidades superiores.
Podía ver la línea de los dioses. En el medio, flanqueada por las otras deidades de perfil, había una figura con ambas manos extendidas, cuyo tocado estaba adornado con los cuernos del carnero.
—La figura central es la de Amón-Ra —explicó Amelia—, con Isis a un lado, Neftis al otro y al lado de ellas, Horus y Osiris. Pero concéntrate en la figura de Amón-Ra… es la clave.
Los rayos del sol formaban un semicírculo perfecto sobre el extremo del muro, directamente encima de la figura del dios.
La luz se hacía cada vez más brillante hasta que la figura quedó rodeada de un halo magenta. Parecía como si estuviese haciéndose tridimensional, suspendida en el aire ante mí, y yo estaba lleno de una intensa sensación de bienestar e invencibilidad.
Después, una sombra cruzó el semicírculo solar. Era un ave, un halcón. Se posó en el muro, arqueó su cuello y lanzó un grito penetrante.
—Entramos en la segunda hora —dijo Amelia. Su voz había adquirido una calidad ecoica, reverberante—. Horus está sobre nosotros. El te llevará a las aguas de Osiris.
En esta ocasión, no dudé de ella.
Me cogió del brazo y juntos bajamos por la pendiente rocosa, al otro lado del templo, siguiendo al halcón cuando se zambulló en las copas de las palmeras que bordeaban un lago. Llegamos al palmeral y atravesamos la maleza, pasando sobre palmas muertas y dátiles secos. Por último, el horizonte surgió de nuevo cuando alcanzamos la orilla del lago salado. El halcón, descendiendo en picado como una flecha negra, se acercó de nuevo sobre nuestras cabezas, guiándonos. Mis botas chapoteaban en el suelo pantanoso y pronto estuvieron cubiertas de algas y otras plantas que flotaban en las aguas someras.
Detrás de nosotros se oyó un estrépito y yo me di la vuelta.
—¿Nos sigue alguien? —le susurré a Amelia.
Nos quedamos quietos y observamos. A mucha distancia, destacando sobre el cielo oscurecido, dos haces de linternas oscilaban por la playa, donde el entramado de troncos de palmeras y de arbustos obstaculizaban el paso. Yo tenía la sensación de que los ojos brillantes de cientos de animales que se escondían en el monte bajo reflejaban los haces de luz. Empecé a sudar de terror cuando la brisa nos trajo el murmullo de unas voces masculinas que hablaban en voz baja. Estaba seguro de haber reconocido la voz de Wollington y no pude conjurar el pensamiento de que nos estaba siguiendo muy de cerca.
—Vamos, avanza lo más rápido y silencioso que puedas —ordenó Amelia en voz baja, cogiéndome de nuevo del brazo y dirigiéndome apresuradamente hacia una embarcación amarrada a un poste. Era una falúa tradicional, hecha de juncos y con una vela primitiva que colgaba lacia de un único mástil y un farol de petróleo en un poste situado en el otro extremo. Con un rápido movimiento, el halcón se posó al lado de la embarcación con la cabeza ladeada, esperando.
La noche caía rápidamente, como en el desierto. Solo el brillo distante de la ciudad medieval de Shali, un conjunto de puntitos repartidos que brillaban en los edificios que todavía estaban habitados, alumbraba el horizonte. Subí a la embarcación después de Amelia. Ella soltó la amarra, procurando moverse en silencio, pero mis patosos movimientos hacían un ruido increíblemente fuerte en el aire nocturno. Miré alrededor, tratando de penetrar la oscuridad. No pude ver a nadie, pero eso no quería decir que no hubiera nadie por allí. Toqué las correas que me pasaban por encima de los hombros y mantenían el astrario pegado a mi espalda, a sabiendas de que mis sentidos estaban distorsionados. Mi imaginación transformaba las sombras en criaturas fantásticas; mi sentido del oído, intensificado, me hacía imposible discernir lo cercano de lo distante. Sobre nosotros, la luna, un globo en fase gibosa, picado de cráteres, se veía ahora perfectamente. Era como si me hiciera señas para que me acercase: mil brazos blancos inclinándose, refulgentes.
Amelia me siguió la mirada.
—Los antiguos egipcios creían que la luna era el punto medio para las almas que ascendían —murmuró.
¿En qué me había metido? Me acurruqué aún más en la barca, horriblemente consciente de que éramos claramente visibles desde la orilla.
Amelia empujó la barca, el halcón se elevó y fuimos apartándonos de la orilla sobre el agua refulgente. Aprensivo, miré a Amelia. Su figura parecía haber crecido en altura y en autoridad y yo podía ver un resplandor que danzaba alrededor de sus facciones. Ella izó la vela y anunció:
—Estamos entrando en las aguas de Osiris.
La vela flácida se hinchó y se llenó como el ala blanca de un ibis. Con un crujido, la barca cogió velocidad, siguiéndola los insectos mientras la proa abría una onda en el enorme espectro blanco de la luna que se extendía por la superficie del agua.
Miré el lago iluminado por la luna. El sonido del agua que lamía los costados de la barca fue aumentando hasta alcanzar el ruido de unas olas enormes rompiendo contra las rocas. A pesar del ruido, no veía nada salvo unas ondas suaves en la superficie del lago. De nuevo, el miedo comenzó a revolverme el estómago. Irracionalmente, seguía esperando que en el horizonte se levantara un maremoto, una pared masiva de agua. Mi percepción de los límites de la materia se había empezado a difuminar, como si se hubiesen alterado las leyes de la Física y se hubiese transformado la estructura molecular de todo lo que conocía. Me acurruqué aún más en la barca y me obligué a hacer coincidir el sonido con la vista; poco a poco, el rugido de las olas rompiendo fue descendiendo. Puedes controlar esto, me decía a mí mismo; puedes controlar a los demonios. Recordé que estaba haciendo esto por Isabella y por el Egipto que ambos amábamos. Yo terminaría su viaje, aunque me costara la vida. La realidad de ese pensamiento atravesó mi mente y se disolvió en el centro de mi ser.
Entonces, cuando me estaba congratulando por haber recuperado el control de mis sentidos, un pálido destello blanco azulado rompió en la superficie del agua, sumergiéndose a continuación. Oí el sonido sordo característico de algo que chocaba con el casco de madera de la falúa. Cuando me obligué a mirar por la borda, un cuerpo flotaba a la vista: piernas blancas, el melocotón partido de una vulva desnuda en su cúspide, unos pechos pequeños apenas en la superficie, el largo cabello flotando sobre la cara. La reconocí de inmediato. Isabella. La corriente apartó el cabello de su rostro y sus ojos se abrieron y me miraron.
Grité su nombre y de un salto me puse de pie, decidido esta vez a rescatarla, para arreglar la tragedia de su muerte.
Esta vez, nuestras vidas se desarrollarían como se supone que deberían haberlo hecho: un largo futuro en común, hijos, ancianidad. Esta vez, ella no tendría que morir. La barca se balanceó peligrosamente cuando intenté agarrar aquellas piernas blancas a la deriva.
—¡Isabella, aquí! —grité.
Amelia forcejeó para sentarme de nuevo.
—¡Chsss! ¡No es real, Oliver!
Luché contra ella, sollozando abiertamente ahora, queriendo acercar el cuerpo de mi mujer al mío, queriendo detener su frío en aumento. Me incliné sobre la borda; ella todavía estaba allí y su piel blanca destellaba como el vientre de un pez muerto. Sus labios se abrieron y ella dijo:
—¡Ayúdame!
Traté por todos los medios de suprimir el instinto que me decía que me zambullera. Cerré los ojos. Cuando los abrí de nuevo, los muslos blancos de Isabella estaban atrapados en la espiral de un remolino de agua, la ola creada por la dorsal de escamas dentadas de la cola de un cocodrilo que cortaba la superficie.
—Esto no está ocurriendo, esto no es real —dije en un grito ahogado; el pánico me impedía articular las palabras. El sudor me cubría la frente y, por un momento, pensé que podía desmayarme. Pero me aferré a mi mantra mientras el viento impulsaba la falúa por el agua hasta la distante orilla.
Estábamos ahora casi en el centro del enorme reflejo pálido de la luna. A mí me parecía como si el planeta hubiese alcanzado su vibración más ruidosa, zumbando como mil cigarras. Si alguien estuviese siguiéndonos, no podría perdernos aquí. Fue entonces cuando me di cuenta de un vaho que salía del agua en el medio del brillante espejismo. Comenzó a girar como un tornado en miniatura, configurándose sobre el lago como si el mismo reflejo de la luna fuese adquiriendo una forma. El viento nos llevó derechos a la niebla que se iba espesando y, súbitamente, un millón de alas batían a mi alrededor, unos insectos que revoloteaban y chocaban a ciegas contra mi cara, en mi pelo, en mi nariz, ahogándome. Eran mariposas de luz, grandes criaturas blancas que giraban y se arremolinaban en una única nube masiva. El mismo aire parecía estar lloviendo un suave polvo sofocante mientras mis manos golpeaban frenéticamente los cuerpos aterciopelados, tratando de abrir un espacio en la nube para respirar. Sentía que mis pulmones se retorcían contra la caja torácica y entonces, los brazos de Amelia rodearon los míos, inmovilizándolos a los lados.
—¡Entrégate! —me dijo, y la forma de la palabra descendió sobre mí como el polvo de mariposas que me cubría la lengua, el interior de mi nariz, mis párpados ardientes.
Nos sentamos allí en el más extraño de los abrazos, Amelia detrás de mí, con sus piernas alrededor de mis caderas, sus brazos sosteniendo mis brazos, el astrario entre nosotros, mientras la falúa atravesaba la frenética masa de insectos aturdidos que volaban en círculos caóticos como si ellos mismos estuviesen desconcertados en su propio aprieto.
Cuando distinguí la forma de la orilla que se acercaba, las alas de los insectos que nos rodeaban se transformaron en una cascada más compacta, brillante, de colores que resplandecían a la luz del farol. Centré la mirada en las criaturas suspendidas ante mi nariz, con sus pesados cuerpos desafiando torpemente la gravedad, como abejorros, y sus alas traslúcidas creando un remolino de aire, y, conmocionado, las reconocí: eran escarabajos, la manifestación sagrada de Ra, que significaba el renacimiento.
La nube se estiró en una columna que evolucionó en una espiral y se curvó en forma de una senda hacia la orilla. La barca siguió adelante y pronto su fondo de madera tocaba el fondo de cristales de sal.
Ante nosotros se extendía un paisaje lunar de dunas de arena con el perfil distante de una montaña que se extendía por el horizonte como un gigante en reposo. El tiempo se prolongaba como un alambre tenso en la oscuridad hasta que la voz de Amelia cortó el silencio como una campana.
—Estamos entrando en el mundo arenoso de Sokar.
No podía creer que el tiempo hubiese pasado tan rápidamente… la distorsión de las drogas, pensé. Justo entonces, el sonido de una lancha rápida que se acercaba retumbó en el agua.
—¡Rápido! —dijo Amelia. Cogiéndome del brazo, me ayudó a salir de la barca.
Mis pies descendieron sobre una playa que la roca de sal seca y la vegetación enmarañada hacían desigual. La única iluminación provenía de la luz de la luna y de las alas brillantes de los escarabajos que volaban en una especie de serpiente zigzagueante de color negro y púrpura hacia el desierto silencioso, expectante.
Amelia me arrastró detrás de unos arbustos y observamos la oscura silueta de la lancha que se acercaba atravesando el lago. Allí acurrucados, era como si el sonido del motor de la lancha fuese mi propio miedo que me helaba la base de la espina dorsal, amenazando con estallar de puro terror en cualquier momento.
La lancha se acercó a la orilla y pude entonces distinguir los rostros de los dos hombres sentados en la embarcación. Uno parecía árabe; el otro, europeo. ¿Acaso eran Wollington y Mosry? No pude apreciar sus facciones.
—¡Espera aquí! —susurró Amelia.
Agachada, sosteniendo el farol, Amelia fue corriendo, de arbusto en arbusto, hacia la lancha. El sonido de una ramita que se rompió hizo que uno de los hombres estudiara con atención los alrededores. Mi estómago estaba rígido de miedo.
Amelia se acercó las manos a la boca, en forma de bocina, e imitó la llamada del avetoro… una imitación perfecta. Pude ver a la guerrillera que surgía del papel de la mujer de mediana edad que había desempeñado y me di cuenta de los años de experiencia que había acumulado luchando en este terreno. El hombre bajó la vista y salió de la lancha para dejarla sobre la orilla salina.
Podía distinguir a Amelia atravesando el camino; estaba acercando un encendedor a la mecha del farol. En un segundo estaba encendido. En silencio y con máxima precisión, lo lanzó hacia la lancha rápida. Chocó contra la madera y el combustible derramado estalló en llamas, que se extendieron rápidamente por el casco. En ese fogonazo, reconocí a Hugh Wollington.
Gritando, ambos hombres saltaron al lago. Amelia echó a correr hacia mí. El tanque de gasóleo de la embarcación explotó y la madera hecha añicos llovió a nuestro alrededor.
—¡Corre! —ordenó.