El jeque llevaba una chilaba bereber tradicional a rayas y estaba sentado con las piernas cruzadas en la alfombra que había en el suelo de la casa de adobe. Aparentemente, tenía alrededor de setenta años y presentaba una gran cicatriz en zigzag que le recorría una mejilla y pasaba por encima de la nariz. Se detuvo a mitad de frase para mirarme desdeñosamente; después se volvió hacia Amelia, con quien había mantenido una profunda conversación desde que llegamos a la antigua ciudad de Siwa. Aunque la mayor parte de su conversación era incomprensible para mí —hablaban en un dialecto que yo no era capaz de seguir—, a veces reconocía la palabra «hermana», lo que despertó mi curiosidad con respecto a la naturaleza de su relación.
Tomé un sorbo del té negro que me habían ofrecido, muy sazonado con almíbar de rosa, y esperé a que Amelia me dijera qué pasaba. Al final, se volvió hacia mí.
—El jeque Solimán es un viejo amigo y beréber. Esta comunidad se remonta al año 10.000 a. C. Ellos y unos pocos mercaderes beduinos son las únicas personas que viven realmente en Siwa. El jeque dijo algo y ambos se echaron a reír.
—Me dice que te advierta que vas a caminar entre los cosechadores de dátiles —dijo ella.
La advertencia me desconcertó y debió de notárseme.
—Hay aquí una antigua ley según la cual los cosechadores de dátiles, que son varones, deben permanecer vírgenes hasta cumplir cuarenta años. El cree que tus ojos azules podrían atraer su atención.
Levemente ofendido, miré al jeque, que se sonrió sardónicamente.
—¿No deberíamos seguir nuestro camino ahora? —pregunté a Amelia, sin dejar de pensar ni un momento en el astrario que iba en el fondo de mi mochila y en el insidioso zumbido de un gran reloj eléctrico que estaba, de manera un tanto incongruente, al lado de un adornado narguile. Se me acababa el tiempo. Sentía que se me cerraba la garganta cada vez que miraba las dos agujas en movimiento.
Amelia me puso su mano en la rodilla.
—Paciencia. El jeque tiene un regalo que debemos llevarnos.
El jeque asintió, se levantó y salió de la estancia.
—¿Por qué se dirige a ti como hermana? —tuve que preguntarle.
—Porque soy su hermana —respondió Amelia, y se acercó a un pequeño cofre que estaba en un hueco—. Esto perteneció a mi marido.
Ella abrió el cofre y sacó una foto para enseñármela. De pie, frente a un estanque rodeado de palmeras, estaba una joven de uniforme militar de camuflaje y, a su lado, un joven beréber con un fusil en las manos. Estaban sonriendo a la cámara y el brazo de él rodeaba la cintura de ella, pero sus rostros denotaban tensión, como si ese momento fuera un descanso forzoso.
—El hombre al que amaba está enterrado aquí —continuó—. Era un jeque local. La foto es de 1943… estuvimos casados dos semanas y luchando contra Rommel, diez. Los soldados alemanes se hicieron famosos en Siwa por profanar este estanque, el baño de Cleopatra, bañándose desnudos en él. La gente decía que eso contribuyó a su derrota.
Amelia tocaba la fotografía, acariciándola casi.
—Fue el amor de mi vida.
Ahora comprendía por qué, cuando pasamos por las calles de la antigua población encalada, con sus casuchas hechas con palmas y sus asnos rebuznando, muchos de los ancianos habían saludado a Amelia como si fuese un varón honorario. Era el legado de su servicio militar en la región durante la Segunda Guerra Mundial.
—Lo mataron solo unos días después de hacernos esta foto —dijo, volviendo a guardar la fotografía en el cofre.
—Lo siento.
—Ama mientras puedas. En la vida nada es seguro, solo eso… que nada es seguro en la vida. Antiguo proverbio árabe.
El jeque volvió, llevando un par de objetos envueltos en gasa. Se sentó en la alfombra y los desenvolvió; eran dos pistolas, que acercó a Amelia. Ella cogió una. Yo fui a coger la otra, pero ella me detuvo.
—Tú no puedes ir armado.
—Pero podría ser peligroso, ¿no? —insistí, con la mano todavía sobre el arma.
—Por favor, deja ya de preocuparte tanto. Soy una tiradora de primera.
Amelia devolvió la segunda arma al jeque antes de meter la otra en su cinturón.
El jeque bromeó y me puso la mano en el hombro.
—Créeme, amigo, lo es.
Fueron las primeras palabras inglesas que pronunció desde que llegamos.
Estábamos en la base de las blanqueadas ruinas del templo del Oráculo, mirando el valle con su densa masa verde de palmeras datileras meciéndose como algas debajo de nosotros. A pesar de mi ansiedad, era difícil no admirar la hermosura del lugar. No parecía que Siwa o Sekht-am, un oasis cubierto sobre todo de palmeras datileras y olivos, hubiese cambiado desde los tiempos bíblicos. Me estremecí y miré a nuestro alrededor, esperando que nadie nos hubiese seguido.
Vestida ahora con pantalón, camisa y pañuelo de cabeza caquis, Amelia espantó las moscas e indicó con gestos las aguas de Birket Siwa.
—Míralo… el oasis, tal como lo ven los dioses…
Mientras volábamos al oeste desde Alejandría, el terreno resultaba espectacular. El pequeño avión, volando a baja altura, había virado hacia el interior, dirigiéndose hacia el sudoeste, a través de la depresión de Qatara y después sobre el súbito verde esmeralda del oasis de Qara, antes de enfilar hacia Siwa. Ahora, el enorme lago salado, Birket Siwa, refulgía a la luz del sol, solo eclipsado por las montañas que se elevaban como pechos más allá de donde se extendía el espectacular paisaje del desierto Occidental, el Gran Mar de Arena, una franja blanca cortada únicamente por senderos zigzagueantes o masrabs, como se les conocía.
—Aquí empieza nuestro viaje —dijo Amelia, señalando el templo. Su muro exterior plano se elevaba ante nosotros; alguna ventana cuadrada ocasional rompía la fachada con pinta de fortaleza—. En la época de Alejandro, el oráculo de Siwa era uno de los seis oráculos más famosos del mundo antiguo. Fue el primer lugar al que vino Alejandro después de pisar suelo egipcio, para recibir la bendición del oráculo, tanto a título de hijo de Amón como al de hijo de Nectanebo II; en otras palabras, como hijo de Dios. Era un tema popular entre los hombres ambiciosos de la época. Este templo es la primera pista. Según el mapa del astrario, es donde empezó el viaje del faraón al más allá.
Sacó una hoja de papel de su mochila y la aplanó sobre un trozo derrumbado de mampostería. Reconocí el mapa del astrario.
—Aquí está la antigua población de Agurmi y ahí está el lago Zeitan, cuya forma era algo diferente en la antigüedad. Aquí, en el lado opuesto, hay diversas montañas: Gebel alDakrur, Gebel al-Mawta y las montañas gemelas de Gebel Hamra y Gebel Baydai. Pero la que nos interesa es esta… —dijo, señalando el jeroglífico de Anubis, el dios chacal y protector de la necrópolis del desierto—. Gebel al-Mavta, la montaña de los muertos. Pero primero tenemos que llegar al templo de Amón-Ra, construido por el mismo Nectanebo II. Por desgracia, solo queda en pie un muro, después de que un general otomano lo volara en 1896 para utilizar la piedra en la construcción de una mansión para él. Pero los jeroglíficos que necesitamos todavía existen. ¿Está seguro el astrario?
Asentí, señalando la mochila, fuertemente atada a mi espalda. El nudo creciente de ansiedad en el estómago se había duplicado al acercarse la noche. Extrañamente, otra emoción se había instalado en mí: la resignación y la tranquilidad debida al hecho de tener, por fin, un plan. Quizá no funcionase, pero, en todo caso, era un plan.
—No debes dejar que nadie ni nada te lo arrebate, Oliver, ¿entiendes? Lo que veas o lo que creas que ves es indiferente.
Examiné la planicie de palmeras datileras que se mecían; después miré más allá, al extremo de las dunas. Los únicos individuos a los que pude ver eran unos chicos bereberes que recogían dátiles. Más allá, en el Gran Mar de Arena, una negra serpiente de beduinos viajaba hacia la ciudad medieval de Shali. Si Mosry o Hugh Wollington nos hubiesen seguido, estaban bien escondidos.
Amelia miró su reloj; después, con la mano a modo de visera, miró hacia el sol, un disco carmesí que empezaba a caer hacia las copas de las palmeras.
—Tenemos veinte minutos hasta que empiece nuestro viaje. Tenemos que ponernos en marcha.
Miré hacia el horizonte. ¿Iba a ser esta mi última noche con vida? Las dunas estaban empezando a crear largas sombras redondeadas que parecían más siniestras a la luz atenuada. De repente, una extraña e inquietante bandada de aves resonó sobre nosotros, reflejándose el sonido abajo en el valle. Levanté la vista hacia el cielo violáceo que se iba oscureciendo. No pude ver nada. Sin embargo, había tenido la incómoda y ahora familiar sensación de que nos estaban observando, no solo unos enemigos a quienes no veíamos, sino también las mismas montañas.
Seguí a Amelia, subiendo el montículo de tierra y escombros hacia la base del templo. Sorprendentemente pequeño, el edificio se elevaba sobre una colina, ubicado evidentemente para impresionar a un público que permaneciera abajo y mirara hacia arriba mientras los sacerdotes llevaban a cabo sus ceremonias en la entrada: un espectáculo de humo y espejos pensado para inspirar e intimidar. Traté de racionalizar para mí mismo que lo que iba a experimentar no era muy diferente: fantasmas arrancados de mi subconsciente. No pueden hacerte daño, me dije, pero en mi mente flotaba el recuerdo infantil de sentirme aterrorizado por las imágenes del infierno de mi Biblia escolar. Miré las anchas espaldas de Amelia delante de mí, su pelo gris, tranquilizadoramente real y maternal. Ella sería mi ancla.
Se detuvo para recobrar el aliento.
—La mayoría de los fieles nunca entraron en el templo. ¿Te imaginas lo que supondría para los jefes militares visitantes en busca de legitimación religiosa, subiendo aquí solos, cubiertos de polvo, agotados, sudando bajo la armadura ceremonial, humillados ya por la subida, para enfrentarse a un vidente medio demente cuya bendición podría respaldar o destruir sus estrategias? Subí aquí con mi marido en 1943 para rezar a los dioses por la victoria —dijo y sonrió irónicamente—. Supongo que sirvió de algo, pero mis ruegos tuvieron un precio.
El viento y la arena habían erosionado el pórtico clásico del templo, flanqueado por columnas; solo quedaban unas pocas hornacinas que, en tiempos, debieron de acoger iconos o estatuas. Dentro había una serie de pequeñas estancias, diseñadas, sin duda, para maximizar el aire de misterio mediante el uso de luces y sombras. Me recordó una pintura de De Chirico y hasta cierto punto esperaba que Isabella o alguna diosa griega apareciera en el irreal interior.
Amelia se agachó en la puerta y sacó un termo de su mochila, seguido de un pequeño sobre marrón. Quitó el tapón del termo y llenó la taza del mismo con lo que parecía vino; después abrió el sobre y echó un polvo azulado en la taza.
—Esto es para ti, la copa ceremonial que te dará la visión de los dioses —dijo y me la entregó—. Para ti, hombre afortunado.
Miré con desconfianza el brebaje, vacilando tras mi reciente experiencia en las catacumbas.
—¡Tómalo, Oliver! No tienes más remedio… tienes que abrirte a otras formas de ver.
—No tengo intención de hacerme tan vulnerable otra vez. ¿Qué pasará si nos atacan?
—Yo te protegeré.
La miré. Aun armada y con su preparación militar, me resultaba difícil imaginarla rechazando a sicarios avezados.
—Oliver, tengo a mi favor el elemento sorpresa y además, conozco el terreno mucho mejor que Mosry o Wollington.
Moví la cabeza.
—La última vez, tuve la suerte de sobrevivir. Es demasiado peligroso.
—Escucha, ¿crees que Faajir y los demás que quieren proteger a Sadat nos habrían dejado hacer esto solos si creyeran que no soy capaz de protegerte? Tienes que ver lo que ven los sacerdotes, tienes que reconocer los símbolos cuando aparezcan. Por favor… es demasiado tarde para dejar de confiar en mí ahora.
Amelia me puso la taza debajo de la nariz. El brebaje desprendía un olor rico y acre a vino tinto y un perfume muy fino, como el de una flor.
—Esto es vino mezclado con una combinación de hierbas de mandrágora y loto azul… probablemente los hayas visto pintados en los relieves de las tumbas. Los sacerdotes egipcios bebían el brebaje para alcanzar un estado de espiritualidad intensificada. Tú también tienes que beberlo.
—Te he dicho que no.
Súbitamente furiosa, Amelia se levantó.
—Muy bien, pues. ¡Me voy y puedes decidir lo que hagas a continuación! ¡Puedes arriesgar tu vida apostando que todo esto no es más que una farsa para entretenerte o puedes decidir comprometerte plenamente con algo para conseguir un cambio!
Me miró y se dio la vuelta. Yo miré hacia el sol; en ese momento, mi corazón latía con una fuerza inusitada. Tenía que beber la poción, lo sabía. Mi miedo me golpeaba y me pedía a gritos que hiciera algo, cualquier cosa. Amelia se alejaba con paso decidido.
—¡Espera! —grité, dando traspiés por la arena.
Ella todavía tenía la taza en su mano. Me la dio y bebí su amargo contenido.