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Con un «clang», las puertas de hierro de la prisión se cerraron detrás de mí. Más tranquilo, pero sin recuperarme aún de las escenas que se arremolinaban en mi cerebro, me dirigí hacia la calle principal. Faltaba poco para el mediodía y las aceras estaban atestadas de gente: mujeres que volvían del mercado, hombres que paseaban tranquilamente dirigiéndose a tomar la comida de mediodía, chicas que salían de las escuelas cogidas del brazo. Isabella me había amado, me dije a mí mismo. Pero el prisma de nuestro matrimonio estaba derrumbándose ahora en una complejidad de fragmentos que no comprendía. ¿Acaso mi profesión había sido el único factor en su decisión de casarse conmigo? ¿Encerraba algún tipo de simbolismo mítico para ella? Todo lo que yo había considerado sólido, real, se estaba evaporando a mi alrededor. Isabella había sido mi ancla, la continuidad que había dado fundamento a mi vida durante los cinco últimos años. Imaginar que nuestros años compartidos de intimidad, de hacer el amor, de creer en la vida que teníamos, que ella me amaba por quien yo era y no por lo que hacía, no eran sino meros simulacros era demoledor.

Y, si mi matrimonio no había sido real, ¿qué más había en mi vida que fuera falso? Yo había dado por supuesto que controlaba dónde trabajaba y para quién, pero ahora tenía que preguntarme cuántas de aquellas decisiones habían sido productos de mi voluntad libre. ¿Acaso había estado siguiendo, sin darme cuenta, un camino dictado por un amo invisible? La idea de que ciertas partes de mi vida pudiesen haber sido predestinadas era agobiante. Era una afrenta a mis filosofías personales: mi ateísmo, mi creencia en la voluntad Ubre, la idea de que una persona tenía el control sobre su destino. Y entonces aparecía la fábula de la brujería y el sacrificio de Hermes. En mi mente, oía el tranquilo tictac de mi vida en retirada.

Las premoniciones me venían en oleadas. Tenía plena conciencia del paso del tiempo. Parecía que la luz rebotaba sobre todas las cosas: espejos retrovisores, escaparates, incluso los estribos metálicos de los caballos. Necesitaba regresar al monasterio. ¿Pero después qué?

Detrás de mí oí el ruido del motor de un coche. Me volví; un Mercedes negro me estaba siguiendo. Pude ver a Mosry al volante, Ornar a su lado y, lo más alarmante, Hugh Wollington en el asiento trasero. Miré frenéticamente a mi alrededor y me lancé hacia una calle lateral. El coche me siguió, viró bruscamente e invadió la acera, hacia mí. La gente se dispersó, las mujeres chillaban, las frutas se desparramaron por la calle, mientras el coche avanzaba directamente hacia mí. Cerré los ojos, casi feliz porque todo se acabara ya, pero, inmediatamente antes de que me alcanzara el vehículo, una mano tiró de mí, metiéndome por una puerta, a escasos centímetros del parachoques.

Faajir.

—¡Abajo! —dijo mientras me metía en un callejón lateral y me llevaba después a una entrada oscura de lo que parecía ser una carnicería musulmana.

—Supongo que imaginaste que yo era el Anticristo encarnado.

Amelia Lynhurst estaba al lado de su escritorio, en una vasta construcción victoriana cubierta de mapas y papeles. Arrimada a una pared, había una elegante vitrina cubierta de fotografías enmarcadas. En varias de ellas aparecía una Amelia más joven, de uniforme; en una estaba sentada sobre un carro de combate, flanqueada por un par de sonrientes soldados británicos. Garabateada en la parte inferior, se veía la leyenda:

Sinaí, 1944.

—Una especie de diosa demoníaca en tweed —dijo sonriendo, y empezó a cruzar la estancia a grandes zancadas.

Era una cámara rectangular, oculta, a la espalda de la pequeña carnicería musulmana. La puerta de la cámara se había disimulado con cuerpos curados de ovejas y cabras que colgaban de ganchos y me asombró ver lo espaciosa que era la sala que se abría tras la pesada puerta de acero.

Las paredes estaban tapizadas del techo al suelo con estanterías atiborradas de papeles y libros. Toda una pared estaba dedicada a Jung. Entre otros títulos, pude ver: El hombre y sus símbolos, Los arquetipos y lo inconsciente colectivo, Psicología y Alquimia, La estructura y la dinámica de la psique. Otra estantería contenía libros de Física, incluyendo varios sobre los trabajos más recientes de física cuántica.

—Dime solo otra vez por qué debería confiar en ti —respondí con recelo.

—Porque ella te ha permitido conservar el astrario —dijo Faajir. Él se sentó y sacó un cigarrillo de su bolsillo—. Ella podría haberme dicho que lo guardara yo.

—¿Y cómo encajas tú en todo esto? —le pregunté, con la mente en una nebulosa, tratando desesperadamente de conectar los puntos.

Amelia puso la mano en el hombro del joven.

—Tenía que asegurarme de que hubiera alguien próximo a Isabella que pudiera protegerla.

—Pero fracasaste —no pude ocultar la furia de mi voz.

—Esa fue una tragedia tanto mía como tuya —respondió. La emoción daba un aspecto solemne a la cara de Faajir.

—¡Decidme quiénes sois!

Mi paciencia se había agotado. Di un puñetazo sobre la mesa, pero Faajir ni siquiera se estremeció. Era obvio que su ingenuidad anterior era mera fachada.

Era terriblemente consciente del reloj que colgaba sobre el escritorio de Amelia, con su fino segundero negro avanzando, muesca a muesca. Ya había tenido suficientes enigmas de personas que no eran lo que parecían.

Faajir espiró lentamente.

—Permítenos que te digamos que me entrenó la Armada de Israel.

—¿El Mossad? —persistí. Él optó por no responder.

—Ninguno de nosotros previo el terremoto —dijo Amelia—. Todos pensábamos que Isabella recogería el astrario con tiempo suficiente para influir en la fecha de su muerte. Faajir y yo habíamos hecho planes para todas y cada una de las eventualidades previsibles.

—¿Y cómo encajo yo en esos planes? ¿Por qué heredé el astrario?

—Tú eres el Adivino, tú encarnas a Osiris. Debes ser tú quien reúna el astrario con la momia de Nectanebo. Este es el único camino para que podamos evitar el Maat, el caos político y emocional, y la era de Set.

Ella señaló un televisor en blanco y negro que había en un rincón. El volumen estaba anulado, pero reconocí la grabación: Sadat reuniéndose con Assad, la última parada del presidente antes de su encuentro secreto con Begin, la reunión a la que asistiría Rachel.

—¿Es eso la era de Set, una iniciativa de paz fracasada? —pregunté, incrédulo.

—No te hagas el tonto, no te pega —espetó Amelia—. Tu miedo te lleva a aferrarte al pequeño mundo en el que te encuentras más cómodo. El príncipe Majeed no solo utilizará el astrario para destruir a Sadat, sino para provocar una guerra devastadora en la región que desestabilice todos los países vecinos. Será una versión del infierno, créeme…

Faajir la interrumpió.

—Ya basta, Amelia, se nos acaba el tiempo. Mosry dará pronto con nosotros. ¿Tienes el uas, Oliver, la llave del mecanismo?

—Gracias al antiguo amigo de Amelia, el profesor Silvio, la tengo… pero, entonces, tú la robaste primero, ¿no, Amelia?

—Tuve que ponerla fuera del alcance de otros. Me aterrorizaba que abusaran del poder del mecanismo… tenía razón —dijo Amelia y se detuvo de repente, leyendo la mal disimulada ansiedad en mi rostro—. Así que utilizaste la máquina. Eso ha sido una auténtica locura, Oliver. De una arrogancia descomunal.

Me derrumbé en una silla, destrozado por el aluvión de acontecimientos recientes.

—El pecado del orgullo desmedido —adelanté.

—Normalmente, es propio de los científicos. ¿Cuándo es la fecha de tu muerte?

—¿Puedes ayudarme? —pregunté—. Sé que formabas parte de la secta original.

—La dejé después de la primera manifestación de Set.

¡Ojalá lo hubiera hecho también Isabella! Desde ese momento, toda su carrera fue dirigida por Giovanni… de alguna manera, incluso después de su muerte. Después, cayó bajo la influencia de Hermes Hemiedes.

—Y él la envió a Goa.

—Cuando conseguí la plaza en Oxford y cuando tuve la sensación de que me había ganado su confianza, le expliqué algunas de las cosas terribles que había hecho su abuelo, los acontecimientos que había manipulado. Ella no me creyó, no podía creerme. Entonces, cuando volvisteis a Egipto esta última vez, llegó a oídos de Hermes que Isabella estaba a punto de hallar el instrumento. Él la persuadió para que asistiera a algunos de los ritos y ella, ingenuamente, accedió.

—No tenía ni idea. Si me lo hubiese dicho…

—¿La habrías creído?

No necesitaba responder.

La expresión de Amelia era de compasión.

—Oliver, siento que tengas una función que desempeñar, a pesar de lo reacio que eres. Como traté de decírtelo en la ópera, esta es una gran historia de amor. Cuando Banafrit, la consorte principal y hermana de Nectanebo, se dio cuenta de la conjura para asesinarlo, creo que ella podría haber muerto tratando de salvar a su amante. ¿Quién sabe si habría tenido éxito o no en el empeño de salvarlo? Puedes imaginarte la escena: Banafrit, participante en la política maquiavélica del clan sacerdotal, está desesperada por llegar hasta Nectanebo para advertirle. No podía ser fácil. Había muchos conjurados contra el faraón, algunos de su misma familia, y el futuro de toda la nación dependía de que Banafrit lo alcanzase a tiempo.

Lo que sé con seguridad es que el intento de asesinato fue organizado por un culto religioso que adoraba al dios Set, un culto que quiere recrear Hugh Wollington. Su manifestación del dios prospera con el caos; la personificación del mal amoral, la sombra del yo fascista.

—Espera… la manifestación que vi en las catacumbas… ¿cómo estaba montada?

—¿Qué te hace pensar que estaba montada?

No respondí. La idea de que la manifestación hubiese sido real era profundamente inquietante.

—Los juegos de Hermes y sus amigos, una farsa peligrosa que conducía a convocar al mal arcano. Hermes todavía tiene alguna influencia y ha reunido un pequeño grupo de seguidores entregados, de modo parecido a como hizo Giovanni.

La imagen de la joven parecida a Isabella reverberaba en mi cabeza. Hermes debió de escogerla por las semejanzas, a sabiendas de que yo la seguiría.

—Tienes que recordar que, cuando un grupo de seguidores se reúne —continuó Amelia—, su deseo y su voluntad se unen. De por sí, es una fuerza enormemente poderosa, una energía que han explotado muchos líderes carismáticos. Piensa en Hitler, Stalin, Mao… individuos capaces de galvanizar a centenares de miles de personas a la vez. Jung también creía en la idea de la hipnosis de masas, una alquimia de fe. Ahí, Oliver, te he dado una explicación psicológica que quizá puedas aceptar con más facilidad.

—Voy a morir en —me interrumpí mirando el reloj que colgaba en la pared—… dieciséis horas y media. Es difícil encontrar nada que me consuele en este momento.

Me eché a reír cínicamente pero los otros permanecieron gravemente en silencio.

—¿Qué me decís de Hugh Wollington? —pregunté—. ¿Para quién trabaja? ¿Estaba implicado en el rito pensado para aterrorizarme?

—Estaba allí. Hermes estaba jugando a un peligroso doble juego. Le aterroriza Wollington, pero lo necesitaba como Horus.

Sospecho que habría tratado de adelantársele con el astrario para llevárselo. No le habría servido de nada, pobre hombre. Wollington es demasiado poderoso. Llegó a un acuerdo, estoy segura. Imagino que consiste en hacerse con el astrario después de que Majeed haya abusado de su poder. Y, seamos realistas, si Majeed pone las manos encima del astrario, las consecuencias serán tan devastadoras como la era de Set: todo un país hundido en el caos, la oscuridad, la miseria más absoluta, todo bajo una dictadura… incluso Set no podría llegar mucho más allá. Wollington quiere ser el reescritor de la historia bíblica. Es enormemente ambicioso en el plano académico. También busca la inmortalidad… aunque un tipo de inmortalidad diferente del que buscan Hermes o Majeed.

Se oyeron unos golpes en la puerta que nos asustaron a todos. Después de una señal de Amelia, Faajir se acercó a responder. Pudimos oírle hablar en árabe. Un momento después volvió.

—Hermes Hemiedes se ha suicidado. Se colgó él mismo en la celda.

Hundí la cara en mis manos.

—¡Dios mío!

Amelia me puso la mano en mi brazo y su fresco contacto me tranquilizó.

—Oliver, concéntrate. Tenemos que movernos deprisa.